Cultura y Liderazgo Escolar: Factores Claves para el Desarrollo de la
Inclusión Educativa
Culture and School Leadership: Key Factors to Develop an Inclusive
Education
Carlos Ossa Cornejo1, Fancy Castro Rubilar2, María Castañeda Díaz3,
Juana Castro Rubilar4
1 Psicólogo. Académico Universidad del Bío-Bío. Dirección electrónica:
cossa@ubiobio.cl
2 Profesora de Castellano. Académica Universidad del Bío-Bío. Dirección
electrónica: fcastro@ubiobio.cl
3 Profesora de Historia y Geografía. Académica Universidad del Bío-Bío.
Dirección electrónica: mcastane@ubiobio.cl
4 Profesora de Educación General Básica.Académica Universidad del
Bío-Bío. Dirección electrónica: jcastro@ubiobio.cl
Dirección para correspondencia
Resumen
El siguiente trabajo es un ensayo teórico donde se presenta un análisis
sobre el proceso de inclusión de niños y niñas con discapacidad en
Chile. Al respecto, se considera que la cultura escolar y el liderazgo
son dimensiones claves para la gestión en la institución educativa.
Específicamente, se argumenta que la cultura escolar presenta
características que incidirían en el nivel de aceptación y efectividad
de la inclusión educativa. Su adecuada implementación necesita de
procesos de cambio organizacional que generen una cultura acorde a las
necesidades de inclusión; en caso contrario, la inclusión se queda en
el plano declarativo, lo que permitiría, en ocasiones, mantener
prácticas de exclusión en los establecimientos escolares. Se concluye
que la cultura y el liderazgo escolar son herramientas importantes para
el desarrollo de una educación inclusiva. Coincidiendo con el modelo de
Booth y Ainscow, la gestión escolar debe promover una cultura que
permita dicha inclusión. Para ello, se necesita un liderazgo escolar
que considere las creencias y los valores en la implementación de
prácticas que respeten la diversidad.
Palabras clave: Cultura escolar, inclusión, cambio organizacional,
liderazgo, Chile.
Abstract
The following work is a theoretical essay in which an analysis of
inclusion of children with disabilities’s process in Chile is
presented. It is considered that the school culture and leadership are
key factors in school management. Specifically, it is argued that
school culture has characteristics that would impact in acceptability
and effectiveness of inclusive education. Its proper implementation
requires organizational change processes that create a culture
according to the requirements of inclusion; otherwise, including stays
at the declarative level, which would sometimes keep exclusionary
practices in schools. It is concluded that culture and school
leadership are important tools for the development of inclusive
education tools. Coinciding with Booth & Ainscow’s model school
management should promote a culture that allows this inclusion. To do
this Project real we need a school leadership to consider beliefs and
values in the implementation of practices respecting diversity.
Key words: School culture, inclusion, organizational changes,
leadership, Chile.
1. Introducción
En la actualidad, la inclusión escolar es uno de los grandes pasos que
está dando la educación a nivel mundial, pues surge como proceso de
equiparación de oportunidades para personas que ha sufrido grandes
exclusiones en muchos ámbitos, en particular, en relación con la
pobreza, la discapacidad, género, etnia, entre otras. Asimismo, nace
como un gran desafío para nuestra sociedad, puesto que implica
desarrollar cambios culturales e individuales en políticas y prácticas
que generan tanto en la familia como en la sociedad.
En Chile, el proceso inclusivo aún está en desarrollo, generándose una
incipiente práctica de inclusión educativa. Los esfuerzos por generar
una educación inclusiva para niño, niñas y jóvenes en el sistema
escolar chileno, han logrado solo el paso básico de la integración de
niños y niñas con capacidades diferentes, a través de la implementación
de proyectos de integración escolar, que si bien, no es similar a lo
que se ha desarrollado como inclusión en otros países, ha sido en el
nuestro, uno de los primeros pasos en esa dirección.
Se ha constatado, sin embargo, a partir de la literatura internacional
(Darretxe, Goikoetxea y Fernández, 2013; García Gómez y Aldana
González, 2010; Loaiza, 2011) y de estudios realizados en Chile
(Blanco, 2006; Chile-Ministerio de Educación, 2005; Chile-Servicio
nacional de discapacidad, 2010), que muchas experiencias en esta
integración educativa han encontrado dificultades importantes
relacionadas con la visión y actuación de los actores de la comunidad
escolar, no logrando modificar las pautas culturales e interaccionales
del establecimiento, y por lo tanto, no han logrado los cambios
necesarios para generar un real proceso de inclusión educativa.
Un nuevo factor que emerge, como efecto de los procesos de
globalización e internacionalización, es la movilidad de las personas
dentro y entre los países que ha hecho que la diversidad humana sea
cada vez más evidente. En este sentido, señala Booth (2000), la
necesidad de pensar inclusivamente la educación, al igual que en otras
áreas de la sociedad, no ha sido nunca tan importante como en la
actualidad.
De este modo, este texto plantea en primer lugar, un análisis crítico
en relación a cómo se ha desarrollado el proceso inclusivo en Chile,
analizando las condiciones y estrategias que se han ocupado en su
implementación, y en relación con ello, señalando qué aspectos
políticos han promovido su implementación como integración escolar, qué
elementos faltan aun por trabajar para dejar atrás este proceso y
lograr uno esencialmente inclusivo; así, se busca establecer la
necesidad de comprender el proceso de cambio como un elemento
fundamental para lograr una gestión inclusiva, lo que derivaría en la
posibilidad de generar escuelas que permitan el desarrollo de nuevas
formas de educar y pensar la educación. Para lograr dicho paso se
establece como requisito fundamental considerar en este proceso la
cultura y el liderazgo escolar, con el fin de visualizar la aplicación
de estrategias de gestión escolar que promuevan la participación, la
comunicación efectiva y la innovación, siendo necesario para ello el
manejo de la cultura escolar del establecimiento.
2. Análisis crítico contextual de la inclusión escolar en Chile: camino
necesario frente a la exclusión
En América Latina, la exclusión ha estado mucho más arraigada que la
educación inclusiva, tanto por características culturales derivadas del
proceso geopolítico e histórico del colonialismo europeo, y la
sistematización de los procesos autoritarios de conformación política
que se han generado, en términos similares, en la mayoría de los países
de la región, lo que ha conllevado a generar una valoración del
elitismo y la segregación.
De este modo, un primer paso que ha implementado Chile para ir
disminuyendo la exclusión social es la incorporación de niños, niñas,
jóvenes y adultos con necesidades educativas (principalmente las
asociadas a discapacidad) en establecimientos de educación regular, es
decir, la denominada integración escolar.
En la mayoría de los países de América Latina y el Caribe (LAC), la
educación integrada está siendo respaldada por políticas públicas y es
regulada desde los Ministerios de Educación, organismos que facilitan
la asignación de recursos para los diferentes programas y proyectos de
apoyo a las distintas formas que asume la atención a la diversidad. Lo
interesante de destacar es que en todos los países de América Latina,
las políticas de educación han desarrollado normativas de integración
escolar (Chile-Comisión de expertos, 2004).
Entre las políticas más significativas en el ámbito de la educación
especial en Chile se encuentra la elaboración de la Política Nacional
de Educación Especial, que tuvo como objetivo principal hacer efectivo
el derecho a la educación, a la igualdad de oportunidades, a la
participación y a la no discriminación de las personas que presentan
necesidades educativas especiales (NEE), garantizando su pleno acceso,
integración y progreso en el sistema educativo (Chile-Ministerio de
Educación, 2005). En este sentido, se considera que la nueva política
busca dejar atrás los planteamientos homogeneizadores de la educación y
la concepción de déficit ligada a las prácticas en educación especial
(UNESCO, 2002).
En relación con el marco normativo e institucional de Chile, la Ley
General de Educación (Chile-Ministerio de Educación, 2009) establece en
el proceso educativo un énfasis en el respeto a los derechos humanos,
el ejercicio de la tolerancia y al reconocimiento de la diversidad. Se
establece, como deber del Estado de Chile, velar por la igualdad de
oportunidades y la inclusión educativa, mediante el diseño de políticas
compensatorias o de discriminación positiva para eliminar situaciones
de exclusión producto de las diferencias económicas, sociales, étnicas
o territoriales, entre otras.
La política pública del Estado de Chile ha enfrentado este desafío
generando, primero, el proceso de integración escolar a través de la
promulgación de varias leyes y decretos. Una de ellas es la Ley 20.201
de 2007, que estableció la elaboración de un reglamento (Decreto 170)
para la implementación de formación especial en el sistema escolar.
Asimismo, Chile se ha adscrito a la Convención sobre los Derechos de
las Personas con Discapacidad (2007), que establece que la discapacidad
es resultado de la interacción de la persona y las barreras de
contexto. En coherencia con el acuerdo suscrito, se promulgó la Ley
20.422/2010, denominada Ley de Discapacidad, que promueve de manera más
certera la educación inclusiva en Chile.
En este contexto, al ser la inclusión educativa una demanda cultural,
política y social, el Estado de Chile ha buscado materializar esta
iniciativa en políticas y programas, utilizando, la mayoría de las
veces, la capacidad institucional pública de las escuelas y liceos.
Esta situación ha llevado a realizar importantes cambios, tanto en la
escuela regular como en la educación especial, que habitualmente se
organizan y funcionan de manera separada, lo que muestra la presencia
de este componente de exclusión frente a la diversidad. Dentro de esos
cambios se encuentra la necesidad de cambiar el foco de trabajo desde
la integración hacia la inclusión escolar (Chile-Ministerio de
Educación, 2005).
La preocupación central en dicho marco normativo es promover, en las
escuelas y liceos, el desarrollo de las condiciones que hacen posible
el aprendizaje y la participación de cada estudiante, incluyendo, en
forma específica, a quienes presentan necesidades educativas especiales
(NEE), aunque sin focalizarse exclusivamente en dicha población.
La crítica más relevante respecto a la integración escolar, como forma
de atención a la diversidad, es que las modalidades planteadas en el
modelo chileno, si bien han servido como un aliciente al proceso de
incorporación de niños y niñas con discapacidad, y la atención de las
NEE en el aula común, también han sido muy criticadas por establecer un
sistema de exclusión disfrazada (Blanco, 2006; Robles, 2000). Se
observa una intención de reconocer la existencia de estos estudiantes
con sus características particulares, pero no necesariamente de
modificar las pautas socioculturales de la escuela; como plantea Robles
(2000) se segrega aún en la posibilidad de construir la aceptación de
la diversidad, ya que de manera paradójica en el concepto de inclusión
se puede hablar de exclusión, debido a que ambos factores no están en
una gradiente absoluta sino en una relación dialéctica.
El concepto de exclusión social ha sido poco trabajado como herramienta
analítica de comprensión de los procesos socioculturales en las
sociedades latinoamericanas, y aparece como necesidad para lograr una
profundización de la interpretación de dinámicas sociales,
principalmente por el alto nivel de desigualdad en estas sociedades,
donde no se valora la articulación intercultural y el respeto a la
diversidad social.
En este sentido, el acceso diferenciado a la educación de calidad
profundiza la brecha entre los sectores más acomodados y los más
desposeídos (sea en recursos o en habilidades), evidenciando, además,
una brecha entre quienes se logran incluir relativamente bien en las
exigencias sociales y los excluidos de ellas, en términos de
oportunidades de participación, e integración material y simbólica
(Delgado, 2007).
Frente a esta situación, se debe optar (Blanco, 2006; Manosalva, 2002;
Ossa, 2008), por un cambio en el paradigma que sostiene la actual
visión de la educación y del establecimiento escolar (escuela
tradicional), ya que aún persisten prácticas homogeneizadoras,
discriminativas, y autoritarias en el sistema escolar que van en contra
de la idea de integración. Para cambiar las prácticas educativas (y la
noción de escuela tradicional), se requiere reorganizar el sentido y la
intencionalidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje; también, se
deben eliminar barreras estructurales, sociales y organizacionales que
obstaculizan el adecuado proceso de inclusión escolar en los
establecimientos educativos (Lissi, Salinas y Torres, 2000).
En relación con lo anterior, se han identificado dos aproximaciones
relacionadas con la educación inclusiva. A la primera se le conoce como
“moderada”, mientras que a la segunda se le denomina “radical”; la
primera plantea objetivos relativamente modestos, que dan continuidad
al trabajo realizado a la fecha, mientras que la segunda propone una
transformación radical no solo de la escuela, sino del sistema
educativo. La aproximación moderada admite la coexistencia de la
integración y la inclusión (García, Romero, Aguilar, Lomeli y
Rodríguez, 2013). En otras palabras, conceptualiza a la educación
inclusiva como el proceso de cambio en las escuelas que permita ofrecer
una educación de calidad para todos los estudiantes. Pero, también,
plantea la necesidad de ofrecer los apoyos específicos que precisan los
estudiantes con necesidades educativas especiales con y sin
discapacidad.
Las propuestas de la orientación radical se relacionan con el concepto
de necesidades educativas especiales. Proponen la eliminación de este
concepto y usar, en su lugar, el concepto de barreras para el
aprendizaje y la participación (García et al., 2013). De este modo, la
educación inclusiva genera y defiende valores como aceptación,
pertenencia y comunidad, las relaciones personales, la interdependencia
además de la independencia, y la consideración de los profesores y
padres como parte de una comunidad de aprendizaje. Una escuela
inclusiva, se sustenta en el principio de un aula humanizada, y
presenta una faceta de bienestar para la colectividad, considerando a
cada estudiante como capaz de aprender, promoviendo y respetando todos
los tipos de diversidad (Delgado, 2007).
Para ello, se necesita una transformación de los procesos que se
producen en la organización educativa, tanto a nivel de la gestión de
los recursos y espacios, hasta el manejo de las visiones que componen
la cultura organizacional del establecimiento (Manosalva, 2002). Uno de
estos factores está referido a la disposición y a las actitudes de las
personas de la comunidad educativa, tanto del alumnado como de los
profesores, de los apoderados y otros funcionarios, quienes deben tener
apertura y flexibilidad cognitiva y afectiva, para adecuarse a
estudiantes con discapacidad (Manosalva, 2002). En relación con lo
anterior, se plantea en un estudio con docentes de establecimientos con
proyectos de integración en Chile que:
se observa una tendencia a definir el proyecto de integración como un
ámbito relacionado con la persona individual, observándose en un 72% de
las definiciones un acento puesto en las características de la persona
(…). Por otra parte, las definiciones orientadas a relacionar la
integración con un ámbito más organizacional o comunitario solo
llegarían a un 28%. (Ossa, 2008, p. 36)
De este modo, se observaría que los procesos de integración escolar en
Chile se estarían centrado más en la atención individualizada de los
estudiantes integrados, que en la transformación de la cultura y la
práctica de las escuelas, para lograr la satisfacción de las
necesidades de aprendizaje de todos los estudiantes, quedando aquellos
finalmente excluidos frente a las necesidades de los demás estudiantes,
aún dentro del establecimiento.
Si se entiende que se debiera hacer efectivo el derecho a la educación,
la igualdad de oportunidades y la participación para todos, en
consecuencia, se deben eliminar las barreras que limitan el aprendizaje
y la participación de estudiantes en cualquier nivel del proceso
escolar, aun dentro de la escuela. Así, la inclusión educativa debiera
ser un mejor camino para valorar la diversidad, y no la integración
escolar.
A pesar de los acuerdos y las diversas declaraciones a nivel
internacional, los procesos inclusivos siguen siendo una tarea difícil
de resolver, puesto que hay países donde la escolarización se lleva a
cabo predominantemente en el sistema educativo regular y se han
introducido prácticas excluyentes al interior de las escuelas y las
aulas. Esto se evidencia en la evaluación de los diez años de Educación
para Todos (Unesco, 2000), donde quedó de manifiesto que, en muchos
aspectos, la educación era menos inclusiva, en términos globales, de lo
que era en la época de la Conferencia Mundial de Educación para Todos
(Unesco, 2000).
El foco de la educación inclusiva es la transformación de la educación
en general y de las instituciones educativas en particular, para que
sean capaces de dar respuestas equitativas y de calidad a la
diversidad. La inclusión está ligada a superar cualquier tipo de
discriminación y exclusión, ya sea por necesidades y características
personales, como por estudiantes con discapacidad, pertenecientes a
minorías étnicas, entre otras, por cuanto el desarrollo de escuelas
inclusivas conlleva un cambio profundo de actitudes y prácticas que van
desde la adscripción personal a la cultura institucional, asumiendo una
educación centrada en el sujeto estudiante y su diversidad (Booth y
Ainscow, 2011; Blanco, 2006; Delgado, 2007).
3. Condiciones necesarias para el cambio en la institución escolar,
como requisito básico para la inclusión
Los factores que influirían en el proceso de inclusión escolar, y que
permiten promover un movimiento de apertura exitoso frente a la
diversidad, no solo tienen relación con los procedimientos
desarrollados en el aula, sino que, además, deben tener relación con
los ámbitos de gestión macro y micro organizacional (Blanco, 2006;
Lissi, Salinas y Torres, 2000; Chile-Servicio nacional de discapacidad,
2010).
Dichos elementos están relacionados con la gestión de la escuela, es
decir, clima organizacional adecuado, contar con una infraestructura
adaptada para la atención de cada estudiante con discapacidad, y buen
material pedagógico; la gestión de aula, como la necesidad de contar
con un clima de aula participativo y colaborativo; la gestión
curricular, como la participación de diversos especialistas en el
establecimiento; equipos de trabajo interdisciplinarios, y las
adaptaciones curriculares; la gestión del sistema educativo a nivel
meso y macro, o sea, la promulgación de la Ley de Inclusión Social de
Personas con Discapacidad, el establecimiento de recursos
organizacionales y económicos para desarrollar las adecuaciones en
infraestructura, políticas, procedimientos, entre otros; y, para
terminar, la participación de la familia, particularmente en lo
referente a la capacidad de asociatividad y representación de los
apoderados en las escuelas (Chile-Ministerio de Educación, 2009).
Atendiendo a estos elementos es posible percibir que se hace referencia
a factores metodológicos, recursos físicos y materiales, y del aporte
que realizan las personas que intervienen en el proceso de integración
(tanto el alumnado, como profesores y directivos). Es posible inferir
que este último punto tiene mayor importancia que los anteriores,
fundamentalmente, porque los elementos procedimentales y los recursos
existentes tienen significación como aportes, de acuerdo con lo que las
personas logran hacer con ellos.
Por su parte, los establecimientos educativos han realizado pocos
cambios en los elementos mencionados frente al tema de la diversidad en
general, y la discapacidad en específico (Comisión de expertos, 2004).
Si bien la incorporación de estudiantes con NEE temporales necesita de
pocas modificaciones arquitectónicas y de infraestructura, teniendo,
más bien, necesidades de tipo relacional, temporal y metodológico,
estas han sido de lenta implementación y poca socialización. De este
modo, las acciones de inclusión escolar serían instancias aisladas
dentro de la organización escolar, lo que generaría, además, poca
inserción y colaboración de los especialistas en los procesos
educativos en general (apoyo a docentes, a directivos, a desarrollo
curricular, trabajo con familias), centrando su labor más al ajuste del
currículum de estudiantes con NEE que a la modificación del
establecimiento escolar para la diversidad y la comunidad.
De este modo, aparecen dificultades que aun cuando no son imposibles de
revertir, se convierten en elementos obstaculizadores que se cimientan
en políticas y normas que regulan el sistema escolar en todos sus
niveles y que, rara vez, permiten flexibilidad y toma de decisiones a
docentes y directivos escolares. Surge así el concepto de barreras para
la inclusión (Chile-Servicio nacional de discapacidad, 2010) con el fin
de hacer evidentes los factores y los obstáculos del contexto y de la
respuesta educativa que dificultan o limitan el pleno acceso a la
educación y a las oportunidades de aprendizaje de un importante número
de niños, niñas y jóvenes. En este sentido, Booth (2000) explica que
las barreras al aprendizaje y la participación aparecen en la
interacción entre el estudiante y los distintos contextos: personas,
políticas, instituciones, culturas y las circunstancias sociales y
económicas que afectan a sus vidas.
Por ende, la gestión escolar ha de estar dirigida, desde un inicio, a
eliminar las barreras físicas, personales e institucionales, que
limitan las oportunidades de aprendizaje y el pleno acceso y
participación de cada estudiante en las actividades educativas, que son
evaluadas según una perspectiva racional instrumental que se centra en
la efectividad de la gestión de los recursos y sus resultados; sin
embargo, en este caso se debe evaluar, más que la efectividad de lo
realizado, aquello que impide lo que no se ha hecho. En otras palabras,
cuestionar el sentido de la dinámica de la escuela que ejerce un
mecanismo de supervivencia a través de sus procedimientos para
reproducir patrones de autoritarismo, jerarquía, socialización,
disciplina, entre otros.
Siguiendo a Luhmann (1997) se puede establecer que una escuela es
posible concebirla como un sistema cerrado con dinámica autopoiética,
que intenta mantener características reproductivas y de mantención, es
decir, conservar las cualidades de escuela tradicional para sostener su
sobrevivencia dentro del entramado social. Por eso, como sistema
social, la escuela tradicional estructura reglas de interacción que se
van instaurando como políticas o lógicas pertenecientes al propio
sistema, e independientes a las personas que se desarrollan en él. De
este modo, puede hipotetizarse que la misma escuela, entendiéndola como
la red de relaciones humanas y como sistema dinámico e interaccional,
pondría en juego reglas de reproducción social basadas en una
racionalidad técnica (Grundy, 1994), que teñirían a la integración de
una cualidad alineada con los intereses del neoliberalismo. Esto
implica priorizar la supremacía de la razón frente a la emoción, y a
establecer reglas jerárquicas, obligándola a desarrollarse dentro de
esa lógica.
En tal caso, la inclusión escolar emerge como una necesaria innovación
educativa, promoviendo, esencialmente, una transformación del
establecimiento escolar, y conlleva un cambio de racionalidad que
permite avanzar de un modelo centrado en el déficit a un enfoque
educativo centrado en la potencialidad. Es decir, que no siga
clasificando a los estudiantes, como se hace en la mayoría de los
países, en función de las categorías diagnósticas tradicionales, que se
basan en las dificultades de los individuos y, por tanto, se progrese
hacia una perspectiva que considere las dificultades de aprendizaje
como de naturaleza interactiva y que cualquier estudiante puede
tenerlas a lo largo de la vida escolar. En este modelo se considera que
las decisiones que toman los docentes sobre las formas de enseñar
pueden generar o acentuar las dificultades de aprendizaje. Por ello,
desde un enfoque educativo la intervención no está centrada en las
deficiencias de los estudiantes, sino en modificar la enseñanza para
optimizar el proceso de aprendizaje de estos. Se busca que los
estudiantes participen al máximo del desarrollo curricular y de las
actividades escolares asociadas.
Del mismo modo, UNESCO, en su Declaración de La Habana (2002), que
recoge la expresión de los Ministros de Educación de América Latina y
el Caribe, señala que el propósito de la educación es fundamentalmente
generar cambios en las personas, y para hacerlo debe centrar su mirada
en esa modificabilidad, logrando pasar de la procuración de insumos y
estructuras al desarrollo humano, de la transmisión de contenidos al
desarrollo integral, de la homogeneidad a la diversidad, y de la
escolarización a la socialización educadora. Sin embargo, este cambio
no es independiente de los patrones y reglas del mismo establecimiento
que educa, por lo tanto, el hecho de que un estudiante logre sus
aprendizajes es un requerimiento necesario para que el establecimiento
asuma y desarrolle activamente una transformación, que permita acoger y
contextualizar aquella que realiza el estudiante.
En esto surgen como factores relevantes para el logro de dicho nivel de
cambios, tanto la cultura escolar, entendida como el conjunto de ideas,
normas y valores de los actores de la comunidad escolar; como el
liderazgo, considerado como el proceso de influencia de una persona
sobre otra o sobre un grupo, a fin de lograr una meta (Sarasola, 2004;
Tavares, 2006). A partir de su intervención y mejora, será posible
desarrollar una escuela que promueva los cambios que requiere el
proceso inclusivo.
4. Cultura y Liderazgo escolar: herramientas para una gestión inclusiva
La gestión como concepto importado desde la teoría de las
organizaciones, que en su acepción primaria se limitaba a la
administración de los recursos, ha intentado transferir sus códigos
mecánicamente a la escuela, sin considerar la cultura y naturaleza
misma de una institución educativa. Se estima, no obstante, que estos
elementos actúan como filtro de cualquier transferencia, puesto que
evidencian que la diferencia fundamental radica en que un
establecimiento escolar es una institución social que cumple un rol,
una función central -exclusiva- para la sociedad. La escuela, en este
marco, es asumida como una organización compleja y, por lo tanto, rica
en oportunidades para generar una construcción de saberes teóricos y
prácticos que ayudan a entender y orientar mejor los procesos que se
desarrollan en torno a la enseñanza y el aprendizaje de los niños,
niñas y jóvenes en las instituciones escolares.
Uno de los procesos más significativos y desafiantes que se le
presentan a la escuela en la actualidad tienen que ver con la capacidad
y condiciones que debe desarrollar para acoger y responder a la
población heterogénea de estudiantes. Es decir, emerge el planteamiento
de una escuela que no excluya, lo que conlleva transformaciones en la
cultura escolar. De acuerdo con González (2008) tales cambios:
incluyen los supuestos, principios, creencias y valores vehiculados por
la acción pedagógica en el centro, los lenguajes utilizados así como
las normas no escritas y los patrones más o menos rutinarizados de
abordar los acontecimientos y actual en relación con ellos. (p. 97)
De acuerdo con lo señalado, es necesario analizar el concepto de
cultura escolar, pues resulta ser un componente clave para entender la
institución escolar y sus posibilidades de transformación. Los estudios
realizados en el ámbito de las organizaciones indican que la cultura se
refiere a las creencias, valores, actitudes, sentimientos, símbolos y
proyectos de las personas que componen dicha organización. Cada cultura
muestra tales manifestaciones de diversas maneras, no obstante, existen
tres situaciones que definen los elementos de la cultura de un modo más
concreto: los artefactos, los valores y los supuestos (Martínez Otero,
2005).
Tradicionalmente, se había pensado que la cultura institucional era un
elemento separado de la organización institucional, como el clima
colaborativo, el liderazgo, la estructura, los recursos, entre otros,
en coherencia con la perspectiva que diferenciaba los procesos
organizacionales de la estructura organizacional, y que estaba basada,
hasta cierto punto, en una concepción “mentalista” de la cultura, es
decir, definida como el conjunto de normas, reglas, valores y
asunciones compartidos por un grupo de personas. Sin embargo, es
necesario señalar que hoy en día no se puede pensar que las estructuras
y procesos de cualquier organización puedan tomarse de manera
disociada, puesto que también se debe abordar el cambio cultural y
organizativo de una institución si se quiere facilitar el aprendizaje y
el cambio individual.
La cultura de la organización permite dar una cohesión a los miembros
que la componen, orientar su trabajo a fines y metas compartidas, y
desarrollar espacios de comunicación y comprensión que puedan llevar a
entender de mejor manera los procesos de interacción, control,
progreso, toma de decisiones, entre otras (Hartasánchez, 2002). De este
modo, la cultura organizacional de las instituciones educativas, o
cultura escolar, estaría integrada por las normas, rituales,
tradiciones y mitos, comprendidos y compartidos por los miembros de la
comunidad educativa, y corresponden a los elementos medulares que se
necesitan para enseñar e influir en los niños y jóvenes en formación
(Court, 2006).
Este conjunto de normas, ideas y valores se desarrollan tanto en una
dimensión abstracta como también en una dimensión de manifestaciones
concretas, ya sea en forma de símbolos o verbalizaciones que darían
cuenta de la primera de estas dimensiones. La dimensión abstracta se
puede definir como fundamentos conceptuales intangibles, en
correspondencia con valores e ideologías que comparten las personas,
mientras que la dimensión concreta o manifiesta se relaciona con
productos como objetivos de desarrollo, currículo, lenguaje, mitos,
instalaciones, rituales y símbolos que se manejen como representaciones
de dicha organización (Martínez Otero, 2005). Al respecto, Antúnez
(1998) define la cultura de una organización como el conjunto de
valores, significados y principios compartidos por sus miembros,
manifestados en forma tangible o intangible, que determinan y explican
sus comportamientos particulares y los de la propia organización.
Por eso, la cultura escolar se puede transformar en un clima de gran
influencia sobre estudiantes y profesores, señalando que culturas
escolares que apoyan se relacionan fuertemente con altos logros y
motivación de las y los alumnos, así como con alta productividad y
satisfacción en profesores (Tavares, 2006). Mientrsa tanto, Sarasola
(2004), sobre la base de los estudios de Bass y Avolio, señala que
pueden encontrarse dos tipos de cultura en las organizaciones
educativas: una cultura transformacional, y una cultura transaccional;
la cultura transformacional busca promover y apoyar las innovaciones,
discutir temas e ideas que abran posibilidades de cambio, y se
relaciona con un liderazgo centrado en el logro de los objetivos
organizacionales. Este se caracterizaría porque las visiones son
compartidas y desarrolladas a través de un liderazgo visionario y
comprometido con las personas, lo que podría conceptualizarse como
liderazgo transformacional.
Asimismo, existiría la cultura transaccional enfocada en la relación
contractual, con rasgos de individualismo, con compromisos a corto
plazo y con recompensas directas por logro de metas. En esta cultura
todo tiene su precio y el líder solo otorga recompensas para satisfacer
las demandas que realiza (transacciones), predominando un fuerte
individualismo y una concepción de rigidez o de mantenimiento de las
estructuras sociales.
Entonces, se puede señalar que, en primer lugar, la cultura escolar se
centra en aspectos de poder y transacción, donde se privilegie la
normativa y la exigencia sobre la base de estándares, lo cual llevaría
a favorecer rasgos culturales que se focalizan en la formalidad, la
verticalidad y la exclusión. De igual manera, se puede centrar en
aspectos de participación y valoración, que permitan llevar a cabo
cambios significativos para las personas, lo cual promovería la
motivación, la inclusión y la satisfacción por el entorno de
aprendizaje. La cultura, y especialmente las subculturas, determinan
supuestos acerca de qué es el conocimiento y, por lo tanto, cuál es el
tipo de conocimiento que se debe privilegiar; en segundo lugar, la
cultura actúa de mediadora en las relaciones entre el conocimiento
individual y el de la organización, creando el contexto necesario para
la interacción social; en tercer lugar, determina los procesos a través
de los cuales se logra la eficacia de la organización para construir,
intercambiar y aplicar el conocimiento (López, Marulanda e Isaza,
2011).
Una función de la cultura escolar sería promover la incorporación de
valores que se encuentran en las políticas y objetivos educacionales,
como, asimismo, generar las herramientas para inculcarlos. De este
modo, la cultura no es solamente reproductora, sino también productora
de creencias y acciones; sirviendo, además, como estructura
determinante de procesos pedagógicos, de gestión curricular y
administrativa, que se toman al interior del establecimiento (Tavares,
2006).
En Chile no han sido tomadas en cuenta estas características de la
cultura escolar, dotando a los centros educativos de normativas,
recursos humanos y técnicos necesarios para abordar el proceso de
inclusión escolar; con ello, se ha supuesto, de manera ingenua, que los
docentes, con el apoyo de estos recursos, cambiarían progresivamente
sus creencias, actitudes y sus prácticas para facilitar la integración
en el aula de cualquier estudiante con necesidades educativas o
dificultades de aprendizaje.
De esa manera, se comienza a partir de un deficiente planteamiento del
cambio institucional, manteniéndose una concepción individual de dicho
cambio, donde principalmente cualquier docente era quien debía
modificar sus concepciones, competencias y conductas para facilitar a
integración de alumnos y alumnas diversos en el aula. Por el contrario,
entender que el cambio y el aprendizaje individual deben facilitarse
desde un primer cambio cultural y organizativo, promoviendo iniciativas
de transformación en el curriculum, y revisando el supuesto comúnmente
aceptado sobre la separación entre el contexto de enseñanza y
aprendizaje, y el desarrollo personal.
La escuela, en tanto su regularidad cultural, es una institución que
debe ser comprendida como una estructura social atravesada por
conflictos semejantes a aquellos que se encuentran en la sociedad; del
mismo modo, responde a características de los diferentes contextos. En
este sentido, la escuela debe responder a necesidades sociales, entre
ellas “ser un espacio de donde prevalezca prácticas organizativas y de
gestión que sean capaces de aprovechar el potencial de la diversidad en
beneficio de todos” (Essomba, 2008, p.13). Es decir, debe desarrollar
una capacidad de acogida de una sociedad culturalmente diversa, para
ello, se necesitan nuevas formas de entender el rol del director o
directora que debe gestionar un clima de cambio a partir del ejercicio
de un tipo de liderazgo integrador (Azzerboni y Harf, 2010).
Al respecto, las modificaciones escolares no se pueden imponer, pues se
trata de procesos paulatinos que no ocurren de la noche a la mañana, ya
que atañen a cómo se re-configura el centro escolar, su compleja red de
valores, creencias, normas, relaciones sociales y de poder. “En ese
discurrir hacia otro modo de entender y ser escuela, el liderazgo es
fundamental” (González, 2008, p. 97).
De acuerdo con los desafíos de la inclusión escolar, es mediante la
gestión de la cultura escolar que se puede aprovechar capacidad de los
directores y directoras de construir un liderazgo compartido
fundamentado en la cultura de la participación, y que apoye dicho
proceso. Este tipo de liderazgo
crea condiciones para que sus
seguidores colaboren con él en la definición de la misión, les hace
partícipe de su visión y crea un consenso sobre los valores que deben
dar estilo a la organización. Este planteamiento les lleva a delegar la
autoridad entre el profesorado para que desarrollen su propio liderazgo
en relación sus alumnos e incluso con sus compañeros en los equipos que
coordinan. (álvarez, 2010, p. 57)
En consecuencia, lo anterior conlleva dar paso a una nueva cultura
escolar, donde la interacción y la colaboración ponen de manifiesto un
clima de aceptación del otro como legítimo otro, lo que comporta el
desarrollo de un liderazgo que posea competencias personales y sociales
claves para ejercer la gestión en una comunidad escolar heterogénea
social y culturalmente. Quizás una de las competencias más importante
para que un líder favorezca el desarrollo de una comunidad escolar
inclusiva sea la empatía, puesto que los buenos líderes que han
desarrollado en alto grado la empatía en su relación con sus
colaboradores han sido capaces de generar filtros que les permiten ver
a los otros sin los estereotipos que a veces circulan alrededor de los
grupos y relacionarse desde lo positivo de cada persona. Según álvarez
(2010, p. 77), la empatía “es una actitud del líder que tiene en
consideración los sentimientos y emociones de los colaboradores, junto
con otros factores en el proceso de toma de decisiones y en la
interacción personal y grupal”. En este sentido, al decir de González
(2008) “El papel del director o directora es básico para que los
miembros tomen conciencia de en qué medida se están manteniendo
condiciones y prácticas organizativas y educativas no-democráticas e
injustas, así como de la necesidad de transformarlas” (p.103).
La dirección escolar, entendida como jefatura y desde el paradigma de
la administración, ha evolucionado hacia estilos de liderazgo de
servicio, comprendido como la autoridad que le proporciona el prestigio
del saber, de saber hacer y de hacer con sentido ético. De hecho, una
característica que se suma a los desafíos de liderar una escuela
inclusiva es que el director o directora y su equipo desarrollen un
sentido ético del liderazgo, pues ello les proporciona, igualmente, la
capacidad de identificar intereses personales con el bien común de la
organización y de sus miembros, lo cual inspira credibilidad y
confianza.
Por su parte, González (2008) señala que se ha insistido en la
importancia de que el director, el líder formal de la organización,
articule, promueva y cultive una visión de lo que debería ser el centro
escolar, que dé sentido y significado a los propósitos y actuaciones
organizativas, las comunique al cuerpo docente y logre de cada persona
asentimiento y compromiso; se ha insistido, de la misma manera, que el
ejercicio de su liderazgo el director ha de esforzarse en reconocer y
potenciar a los miembros de la organización y orientarse a trasformar
sus creencias, actitudes y sentimientos (Leitwhood, 2009).
También, una perspectiva más evolucionada del ejercicio del liderazgo
es el denominado liderazgo compartido, que integra las competencias de
las relaciones personales y las prevé como un puente para generar
sinergia en relación con las motivaciones personales y los propósitos
de la institución escolar; sumado a ello, el compromiso por la
inclusión, que implica asumir el principio de la gestión de la
diversidad consistente en considerar la naturaleza diversa de todos los
sujetos y actuar en consecuencia con ella, y no solo la de unos pocos
con respecto a la mayoría (Essomba, 2008). En este sentido, el decálogo
deontológico del liderazgo ético, en el segundo punto, plantea que
“asumir un compromiso moral implica defender siempre a las personas más
débiles frente a aquellos que abusan de su poder e influencia”
(álvarez, 2010, p. 99).
En cierto modo, cuando una comunidad escolar y, particularmente la
gestión ejercida desde un liderazgo ético, es garante de un proceso de
inclusión escolar, comprometida con los que más requieren atención, que
acoge a todos los sujetos que han sido objeto de exclusión o que han
estado relegados a un espacio marginal, ya sea por su condición física,
mental, social o cultural, se genera una cultura organizacional y un
clima escolar fortalecido por prácticas institucionales que permiten
que todos participen de la dinámica social mayoritaria de forma
normalizada (Castro, 2006).
Al respecto, González (2008) señala que el apoyo decido de los equipos
directivos así como el liderazgo ejercido en las escuelas es la
condición sine qua non para remover barreras que dificultan la
inclusión en el centro escolar, para orientar un contexto organizativo
donde se asume una responsabilidad colectiva con la realidad social,
personal y escolar de todos sus estudiantes, para comprender que la
lucha contra la exclusión es tarea del conjunto de docentes y
profesionales y una prioridad del centro escolar. Para Spillane (2009),
el liderazgo es concebido no tanto como un ejercicio de influencia
unilateral sobre las ideas o concepciones de otro (creencias, valores,
y acciones) en una organización, sino como una especie de energía que
se genera colectivamente cuando los individuos trabajan juntos,
comparten iniciativas y responden a metas de manera constructiva.
Se estima, en consecuencia, que el liderazgo escolar compartido en sí
ofrece mayores oportunidades para desarrollar condiciones y prácticas
organizativas y educativas, que facilitarían nuevas pautas de actuación
generando una cultura institucional más inclusiva. Al respecto, Booth y
Ainscow (2011) proporcionan antecedentes acerca de la complejidad de
abordaje, cuando señalan:
vemos la inclusión como un proceso sin fin que tiene que ver con la
participación de las personas, la creación de sistemas de participación
y sus ajustes, y la promoción de valores inclusivos. Se trata de
aumentar la participación de todos en las culturas, comunidades y
programas de estudio locales y la reducción de todas las formas de
exclusión y discriminación. (p. 34)
La institución escolar en su conjunto debe proporcionar respuestas
coherentes y globales a los retos que representa la diversidad, según
Ainscow (2001):
para que el compromiso con la inclusión pueda transformarse en acción,
este debe impregnar todos los aspectos de la vida escolar (…). No se
puede concebir como una tarea aparte coordinada por una persona o grupo
específico. Más bien, debe situarse en el corazón mismo de todo el
trabajo de la escuela, siendo elemento esencial de la planificación del
desarrollo y llevado a cabo por todos los que tienen responsabilidad en
el liderazgo y en la gestión escolar. (p. 2)
El desarrollo de la inclusión en la escuela conlleva entre otras no
producir desigualdades respecto de los contenidos curriculares, las
experiencias y aprendizajes escolares (una educación de base, esencial,
indispensable) que, en el caso de que se dieran para algunos
estudiantes, según Escudero (2005) diríamos con razón que son
marginados, privados y excluidos y que eso es éticamente reprobable”
(p. 6). Por ello, para este autor es fundamental promover y realizar
proyectos de mejora para fortalecer la capacidad institucional de los
centros, así como nutrir las concepciones, capacidades y compromisos
necesarios de todo el profesorado. Además, se debiera mejorar la
formación para este tipo de cambios, la organización, gestión y
liderazgo de los centros para este propósito, y los apoyos e
implicación de las administraciones en ello son, desde hace tiempo,
tareas bien justificadas, pero todavía pendientes.
Discusión
Se puede señalar, en términos generales, que la percepción de la
cultura de la organización escolar y el manejo de los factores que la
componen tendrían influencia en la apreciación de la inclusión escolar.
Los aspectos que configuran la cultura organizacional del
establecimiento influirían en la determinación de decisiones y de
procedimientos que se muestran como definitorios en el éxito del
proceso de inclusión escolar, como por ejemplo, la significación de los
espacios de comunicación y reconocimiento para fomentar un clima
convivencial más solidario y estimulante, lo cual incidiría directa y
positivamente en la aceptación de las personas.
El manejo de los factores de la cultura escolar, en particular, el
desarrollo de un estilo de liderazgo democrático y que propicie la
participación (cultura transformacional) es un elemento vital para un
clima social que favorezca el proceso inclusivo, ya que la motivación
por el desarrollo de tareas, la generación de espacios de colaboración,
y la determinación de una rutina de trabajo organizada y con visiones
compartidas permiten el logro efectivo de objetivos mancomunados.
La aceptación de la diversidad, que es el principio que funda la
inclusión, requiere eminentemente de un contexto de participación que
posibilite terminar con las exclusiones y las conductas de
discriminación. Asimismo, necesita de flexibilización de normas y
apertura en criterios, debido a que las adecuaciones curriculares deben
plantearse según las características de cada caso.
Para alcanzar una adecuada inclusión escolar, que esté centrada en la
organización, es necesario fortalecer los elementos que permitan el
trabajo colaborativo, el manejo de información a nivel comunitario, el
desarrollo de visiones compartidas, y la mantención de espacios de
reconocimiento y estímulos. No obstante, esta aproximación exigiría una
organización más viva, más flexible, y con mayor tendencia al
conflicto, que puede alcanzarse a través de una cultura más
transformacional, y centrada en desempeños. Así, el elemento que podría
generar la diferencia entre el éxito o el fracaso en un proceso de
inclusión escolar, es la calidad y el nivel de impacto de los cambios
que puede producir; en otras palabras, hasta qué punto la institución
se permite transformar para actualizar sus ideas, prácticas y pautas de
convivencia, lo que está directamente relacionado con el liderazgo
escolar y su capacidad para influir en la cultura de la escuela.
Si el nivel de cambio está centrado solo en la innovación de
procedimientos específicos, desarticulados, y reduccionistas, se está
en presencia de un paradigma epistemológico de tipo racional
instrumental (Grundy, 1994), que buscará en el proceso de integración
solo desarrollar microcambios de manera que parezca que se está
cambiando, pero dentro de lo que el sistema permite hacerlo. Por el
contrario, si se desea llevar a la escuela a un proceso de integración
que otorgue a todos los niños y niñas una oportunidad de educarse
merced y gracias a sus particularidades, el nivel de cambio debe ser
mayor, modificando las visiones educacionales, las pautas de
convivencia y las prácticas educativas, en una lógica de búsqueda de
sentido, macrocambios (Bazán, Larraín y González, 2004).
Las características de cultura transformacional permitirían la
participación y el empoderamiento de los actores educativos frente a lo
que acontece en la escuela, lo cual aumentaría el reconocimiento, la
participación y la motivación por el desempeño, que son elementos
centrales para lograr la aceptación de la diversidad. Es por esto,
quizás, que se aprecie una relación entre este tipo de cultura y la
valoración positiva del proceso de inclusión escolar. Se puede
plantear, sin embargo, que esta mirada de escuela con cultura
transformacional podría tener dificultades en su desarrollo, por la
presencia de estilos de gestión y liderazgo relacionados con culturas
autoritarias y jerárquicas señaladas por Leithwood (2009), las cuales
predominarían en los establecimientos educativos, mostrando un estilo
de gestión más tradicional y centrado en la jerarquía de poder y el
bajo manejo de información, lo cual incidiría negativamente en la
participación.
La inclusión en la escuela constituye un importante desafío para el
sistema escolar actual, sin embargo, no se debe desconocer que la
implementación efectiva de ello pasa por las personas, especialmente.
De modo, que cualquier política o propuesta educativa de esta índole
debe contar con información clave acerca de cómo los profesores,
principales actores de sistema escolar, adhieren o no a la integración
socio-educativa de los niños, niñas y jóvenes en el aula así como en la
escuela.
Por tanto, cuanto más inclusivas sean las escuelas regulares o comunes,
es decir cuánto más cuenten con una estructura organizacional dinámica,
un currículum flexible y una disposición adecuada de los actores del
sistema desde el comienzo, sin duda, menos niños, niñas y jóvenes
quedaran fuera de ellas y, por tanto, la diversidad y la participación
serán parte de la institución escolar.
No obstante, cada escuela es única en su forma de focalizarse para
desarrollar su propia estrategia de inclusión, siendo las más exitosas
las que poseen una cultura escolar con directivos que construyen un
liderazgo compartido, basado en la cultura de la participación. Este
estilo de liderazgo permite legitimar su quehacer consiguiendo la
colaboración y el compromiso de los docentes y de toda la comunidad
escolar, de modo de organizar la escuela para emprender el cambio
cultural y estructural, y así acoger la causa de la inclusión de los
niños y niñas, mediante la gestión de una cultura escolar eficiente y
efectiva. Si el liderazgo va ser en verdad inclusivo, debe promover los
ideales de inclusión, democracia y justicia social más generalmente,
“no solo deben los procesos de liderazgo escolar inclusivo practicar la
inclusión, sino que deben también defenderla en sus escuelas,
comunidades y el mundo como parte de perseguir de forma amplia la
inclusión, democracia y justicia social a lo largo de las escuelas y
comunidades (Ryan, 2003, p.14)
Finalmente, los desafíos fundamentales para llevar a delante
comunidades escolares inclusivas pasan por superar la actual visión de
la educación y de la escuela como referentes homogeneizadores de la
cultura con prácticas discriminativas y autoritarias (curriculum
oculto), que perturban los esfuerzos en favor de la inclusión educativa
y social.
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Ensayo recibido: 18 de octubre, 2013 Enviado para corrección: 17 de
junio, 2014 Aprobado: 1° de setiembre, 2014