Compras ambulantes, clientelas en movimiento. Cuatro casos

 

 

Luis Durán

 

Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica

luarduse@yahoo.es

 

 

Resumen: El texto problematiza el comercio ambulante en San José en relación con los consumidores que sustentan sus prácticas. A través de cuatro casos en la historia de la ciudad, se analiza la conformación de estas “clientelas ambulantes”, las cuales también apropian y son parte del espacio público.

Palabras clave: Espacio público, ciudad, ventas ambulantes, clientes ambulantes, San José.

 

Itinerant sales, customers in movement. Four cases

Abstract: This essay questions the street vendors practices in San Jose in connection with consumers that support them. The implication of these “street clienteles” as part of the public space is analyzed through four study cases in the history of the city.

Keywords: Public space, city, itinerant vendors, itinerant customers, San José.

 

 

Apertura

 

Las ventas ambulantes, para el historiador de la cultura popular Gabriel Salazar, en su apasionante libro “Ferias libres” (2003), conforman una actividad que recrea, en el interior de la ciudad, el espíritu residual de la soberanía ciudadana. Una actividad basada en el encuentro activo entre las personas que dispensan bienes u ofrecen servicios y las que las compran o utilizan. La necesidad de ambas partes, afirma el autor chileno, fue capaz de generar su propio “mercado”, apoyado en la simbiosis entre clientes y vendedores que interactúan profundamente dentro de una convivencia adaptativa y una complicidad cívica. Así, la venta ambulante, en una dimensión amplia, es tanto la masa no-estacionaria de vendedores y vendedoras que acuden al espacio “compartido”, como la masa no-estacionaria de ciudadanos y ciudadanas que precisan adquirir lo necesario para su vida cotidiana.

 

La intención principal de este ensayo, que pretende seguir a grandes rasgos la propuesta de Salazar (2003), es rastrear diacrónicamente la relación flexible y dialogante que el comercio ambulante ha tenido con el flujo vertiginoso de urbanitas en la ciudad1. Para esto, trata de ampliar conceptualmente el fenómeno de la venta ambulante a partir de la interdependencia que poseen con sus clientes y clientas, que asimismo son sujetos ambulantes. Se parte de que las actividades comerciales en los espacios catalogados como “públicos” se han desarrollado análogamente a las prácticas móviles de consumo de los compradores y compradoras en el marco de la “metropolización” de San José, Costa Rica.

 

El texto se divide en seis secciones de acá en adelante. La primera conceptualiza de manera amplia las prácticas de consumo “flotante”. En la segunda, tercera, cuarta y quinta se enfrentan estos fenómenos en dimensión histórica analizando varios casos o “escenarios” de compra-venta. En la última sección, la sexta, se plasman recuentos y el cierre del escrito.

 

 

Espacio, ambulantes, vendedores y clientes

 

Para la Real Academia Española, el verbo “vender (del latín vendĕre) en sus dos primeras definiciones de naturaleza “económica” trata de: “1. traspasar a alguien por el precio convenido la propiedad de lo que uno posee y 2. exponer u ofrecer al público los géneros o mercancías para quien las quiera comprar”. Lo que es evidentemente dentro de la definición misma del término es que para “vender” se necesitan, al menos, de dos personas que realicen un trato, convenio o negocio. Una transacción de venta, del tipo que sea y donde fuese, se basa en una relación social de uno u unos con otro u otros, de varias partes encontradas con un fin.

 

En este vínculo bipartito es tan necesario el comprador o compradora como el vendedor o vendedora: no puede existir, así, uno sin el otro. Están articulados como dos caras de la misma moneda. Estos dos grupos han aprendido a “relacionarse” y “acercarse” entre sí, con heteroglósicos y dialógicos lenguajes propios de la actividad popular (Bajtín, 1987), por ejemplo, con la permuta, el regateo, el pregón, el anuncio informativo o con combinaciones estéticas para llamar la atención y hacerse atractivos visual, gustativa y olfativamente. Se precisa de alguien que “ofrezca” y alguien que haga eco de la oferta y luego, y si así lo cree necesario, “adquiera”. Precisamente Jérome Monnet (2005), geógrafo francés, plantea que:

 

...la presencia del comercio ambulante no se debe explicar sólo como una estrategia informal de empleo, tal como ha sido teorizado (…), sino también como una respuesta a una demanda consciente que no encuentra su satisfacción en el comercio llamado “formal” (registrado) o “establecido” (tiendas). Las necesidades específicas de los ciudadanos mientras se movilizan para otros propósitos hacen de ellos clientes ambulantes atendidos por ciertas clases de comercios y servicios que no se categorizan siempre como “informales” pero que son típicos de los cruces de la ciudad (pp. 6).

 

Monnet (2005) parte de una tesis que afirma que las actividades comerciales en los espacios públicos se desarrolla, conjuntamente, con prácticas móviles de consumo de parte de los compradores y compradoras; es decir, es una explicación de índole “cultural”, “geográfico” y “urbano” que permite entender las prácticas de venta y compra en los espacios de tránsito, circulación o en los medios en los cuales se realizan los periplos cotidianos. El enfoque sienta su base en aquellas demandas (subsanadas por las ventas) de contingentes que se trasladan por la ciudad, en medios de transporte público o privado, en su tiempo de paseo, en su tiempo libre de “ocupación” o en su tiempo “forzado” durante viajes laborales y que se basan en consumos de vestimenta, alimentación, información, comunicación, entretenimiento, salud, entre otras tantas.

 

Se necesita, por lo tanto, un desarrollo analítico que combine las maniobras ambulatorias de las personas con la evolución de la infraestructura del espacio público, del transporte y de la economía y el comercio. Además, que reconozca la heterogeneidad constitutiva y la alternancia interna de los oferentes y las ofertantes y de los servicios, productos o bienes que proveen en la vía pública. Nuevamente, Monnet (2005) brinda las herramientas heurísticas para captar estas dinámicas del “ambulantaje”:

 

... La unidad del concepto de ambulantaje no se debe buscar sólo en la morfología común de las formas de venta ni en la naturaleza específica de los productos vendidos ni en lo ambulante o lo permanente de la instalación de venta, ni en la formalidad o legalidad de la actividad. Podemos postular que existe una continuidad funcional desde el vendedor caminante con una canasta de mercancía, hasta el quisco permanente que vende el mismo producto, cualquier que sea el estatuto formal de uno y otro, su profesionalización, etcétera. Llegando a este punto, podemos hacer una hipótesis para encaminarse a un proyecto de investigación: lo que define el ambulantaje, no es el carácter ambulante del vendedor, es el carácter ambulante del consumidor. Es decir, que lo que va a definir el ambulantaje va a ser el cliente: si va a una tienda o a un mercado con el propósito de comprar, es cliente establecido; si compra un producto o servicio en camino hacia otros propósitos, es cliente ambulante (pp. 19).

 

El otro bastión de la propuesta es el reconocimiento de un proceso urbano tanto histórico como actual de “metropolización” (Monnet, 2006) y que se ha concretado en la intensificación de la movilidad: el aumento y diversificación del flujo de personas, bienes, ideas y de informaciones a medida que crece y se extiende la ciudad (García, 2005). Como resultado, y esto es una de los principales preceptos de este enfoque, es que la situación actual del comercio llamado “popular”, “informal”, “de calle” o “de viaje”, también puede analizarse en relación con la intensificación metropolitana (Monnet et al., 2005).

 

En efecto, la existencia y persistencia de la venta ambulante no puede reducirse a un sistema de creación de empleo “irregular” de las personas excluidas del mercado laboral formal, como es visto con demasiada frecuencia dentro de las políticas públicas o en la investigación legalista y economicista. Este comercio también debe ser considerado como una respuesta cultural, heurística y relacional (una posicionalidad) a una importante demanda que no está completamente satisfecha con el comercio llamado “formal” (registrado legalmente) o de “establecimiento” (dentro de locales o tiendas) porque dicha demanda es o bien, de extracto popular o bien, aparece siempre en los intersticios y fisuras de la ciudad (Monnet et al., 2007).

 

 

La Plaza y la “centralidad”

 

La Plaza (central, pública, mayor o principal) fue, desde 1761 hasta las últimas décadas del siglo XIX, un intenso “centro” de intercambio. Su finalidad primera estuvo signada por las acciones mercantiles, pero sus dinámicas se dilataban más allá de la esfera económica local. En tanto epicentro dotaba de “alma” y algarabía a la novísima San José. Rompía con una vida cotidiana que, para los viajeros extranjeros que visitaron la ciudad y para algunos nacionales, era aburrida, demasiado tranquila y monótona (Quesada, 2007). Este espacio de herencia colonial-hispánica (Palmer, 1996) liberaba y reactivaba los engranajes urbanos, culturales y sociales.

 

El mercado realizado durante el sábado lograba sacar de la modorra a la capital. La plaza se transformaba en una “fiesta” colorida con la venta y compra de todo tipo de productos procedentes de diversas partes del país y de fuera sus fronteras. Como afirmaba Wilhem Marr en 1853: “...por tranquilas y desiertas que sean en general las calles, todos los sábados en la mañana se transforma el cuadro de modo maravilloso. Toda la ciudad se llena de vida, porque la altiplanicie entera se da cita en la Plaza” (2004, p. 363). Según el germano, existía un enérgico espíritu cambiario que incluía a todos los sectores sociales. En esa jornada se vendía y se compraba de todo, inclusive las gradas de la Catedral, las calles y andamios se cubrían de toldos y de géneros (Figura 1).

 

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Se advertía de la llegada de diversos regatones y trucheros con sus “tiendas” de lona y de tilicheros con sus puestos desmontables que expandían para exhibir sus productos. Estos también fungían como compradores: concurrían con grandes canastos y cajas para su vuelta. Habían puestos “precarios” de personas con apariencias y vestimentas sencillas y puestos de clase alta con pomposas armazones. Por lo tanto, no es fácil o simple definir quiénes eran vendedores y vendedoras y quienes compradores y compradores. Más bien, y conforme con la información histórica, todos y todas alternaban roles.

 

Sin excepción, todas las mañanas sabatinas y hasta bastante avanzado el día, se congregaban cientos de personas en el centro mismo de San José. Se daban cita, por el magnetismo propio de la plaza, todo tipo de interesados, detallistas, curiosos, vagos “sin oficio” y trotamundos. Era, para muchos y muchas, el único asiento físico y temporal para distribuir las mercancías de la semana. Curiosa estampa sobre la fuerza convocadora, que llamó la atención de John Hale en 1825 y Frederick Boyle en 1866:

 

El sábado es el día del mercado en la plaza mayor, donde se reúnen gente de toda la provincia a fin de disponer de sus mercaderías, manufacturadas o productos (Hale, 2002, p. 21).

El sábado es día de mercado en San José, cuando todos los pueblos vecinos envían sus productos a la capital (Boyle, 2001, p. 143).

 

También lo fue para escritores nacionales como Manuel González, “Magón”, quien, en el boletín “La Patria” de 19 de enero de 1894, publicó “Un día de mercado en la plaza principal”. Dicha crónica rememora la experiencia juvenil del autor:

 

Desde muy temprano oía, a través de la anchísima pared de adobes, el constante rodar de innumerables carretas por el empedrado desigual de la calle, y el rumor más o menos sordo me hacía inferir el contenido...

Se oía el rastrilleo de los caites de los “muchachos”, el golpe seco del eslabón y los pasos de los que, ya con el diablo “espantao”, volvían a su faena de “bueyeros”...

La Plaza Principal, con su baranda de hierro, sus hermosos higuerones e higuitos y su pila monumental, únicos testigos mudos de aquellas escenas, era el lugar de mercado a donde acudían los vendedores y compradores, unos en espera de la módica ganancia, los otros en busca del pan nuestro de cada semana... (González, 1996, p. 11).

 

O para Carlos Jinesta (1940), considerado uno de los más prolíficos biógrafos del país, que describía así la ciudad a mediados del siglo XIX:

 

Los sábados por la mañana (todo) el pueblo hormigueaba en la plaza de San José, de cien varas en cuadro, cubierta de barracas de lienzo rizadas por el aire lácteo y tierno... Las casa vecinas, ruidosos de movimiento y desbordantes de animación (pp. 50).

 

Permitió la concentración de información, cosas, recursos y personas, generalmente diseminados por el territorio, en un solo lugar que hacía de foco de permuta regional. La variedad de un “todo” quedaba inscrita en un sitio. En la terminología espacial funcionaba, entonces, como acción de re-territorialización (Deleuze y Guattariana, 1988), al comportarse además como un hito social y urbanístico. La plaza hacía, en ese sentido, de fuerza centrípeta. El mercado interno se fundaba en la alineación de redes, algunas de ellas comprendían distancias relativamente grandes (internacionales) si se cotejan con los “medios de transporte” de la época. Estas redes se precisaban para interconectar y reintegrar el centro con los polos de producción. Moritz Wagner, naturalista alemán, relataba en 1853:

 

Entre mejor estén los caminos y más poca haya sido la lluvia, tanto mayor es el número de visitantes al mercado, que asciende en los meses de verano de siete a ocho mil; en total de las transacciones de un día de mercado se calculan en catorce mil piastras (Wagner y Scherzer, 1974, p. 97).

 

La plaza, bisagra de vida, dotaba de agua, enseres y alimentos. Un “puerto seco” en medio de la ciudad. Lugar de introducción de variados productos criollos y foráneos por vía terrestre. Igualmente funcionó como intersticio entre campo y ciudad: era la aduana fronteriza de entrada de saberes, costumbres y personas del medio rural al entorno urbano. La dinámica se basaba en la “conducción” de los productos realizada por aldeanas y aldeanos convertidos directamente en vendedores errantes, o en su defecto, entregados para la distribución a los “regatones y “revendedores”. Todos y todas hacían de todo:

 

Los sábados, el día de mercado semanal, acude esta población campesina desde los alrededores cercanos a la ciudad: entonces se tiene una oportunidad favorable para estudiar la fisonomía del pueblo y de Costa Rica en general: llegan centenares de vendedores y compradores para vender sus productos o bien para alquilar, adquirir, especular y redistribuir nuevas provisiones, desde las ciudades de Cartago, Alajuela, Barba y Heredia (Wagner y Scherzer, 1974, p. 96).

En todo mercado suele haber más compradores que vendedores. Aquí sucede lo contrario; todos compran y venden (Marr, 2004, p. 364).

 

Fue el lugar de acogida, de mezcla polifónica, donde era posible desarrollar nuevas formas de agrupación y de sociabilidad. Acudieron sujetos que pertenecían a distintos grupos étnicos. El inventario realizado por Wagner, bastante fenotípico por cierto, lo ejemplifica: extranjeros puros; blancos españoles o descendientes de ellos; mestizos (“mezcla de sangre indígenas”); “indios sedentarios y medio civilizados”; “términos medios”; otros de tez “morena”, cabelleras y ojos oscuros, narices feas y anchas y pómulos salientes; y algunos “gitanos” descalzos y con ropas de paja (Wagner y Scherzer, 1974, p. 97). Jinesta (1940) también realizó una tipología del “usuario” y la “usuaria”:

 

...amas de casa, campesinas, niños ambulantes, médicos, jóvenes de brazos enrojecidos, eclesiásticos, políticos... Bronceados indios vendían maíz -seis pesos fanega - frijoles a manta de Dios, jicaras labradas, cacao en zurrones de cuero, pieles de venado o de tigre, ayote de pellejillo y leche de targüá; con ésta se limpiaban los dientes nuestros mayores; otras veces con sal o carbón de madera (pp. 50).

 

Todos por igual, mujeres, infantes y ancianos desfilaban, ofrecían y adquirían productos en estantes improvisados y portátiles, en pañoletas en el piso, con sus propios cuerpos, en carretas, vendían “a pie” y “a caballo” (Jinesta, 1940, p. 50): “Creo no equivocarme al decir que los sábados no hay diez josefinos que constituyan una excepción a la regla, salvo los niños menores de tres años” (Marr, 2004, p. 362).

 

Fue la localidad que por excelencia permitió la centralización de la vida urbana y cultural. Una reunión de extraños y extrañas. Un micro-cosmos que iniciaba a las cinco de la mañana, cuando empezaban los preparativos y arribaban los primero carretones, y finalizaba a las dos o tres de la tarde, cuando la compraventa terminaba, los comerciantes recogían la mercadería sobrante y la que adquirieron y la trasladaban en vehículos a sus lugares de origen.

 

 

El sistema ferroviario y la “movilidad”

 

El ferrocarril en Costa Rica, construido paulatinamente desde 1871, periodo en el que se entregó la primera concesión, terminó por consolidarse como el medio de comunicación terrestre más efectivo en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. La primera etapa conectó el litoral Caribe (puerto de Limón) con el Valle Central (San José), y la segunda el litoral Pacífico (puerto de Puntarenas) con la misma región (Carvajal y Botey, 1994). Creó así, con el paso de los años y la ampliación de la obra, un auténtico sistema complejo (Schivelbusch, 1986), al diferenciarse claramente de las “antiguas” dinámicas de movilidad dentro de los caminos rurales para la tracción animal.

 

La velocidad del nuevo medio ofreció una disminución considerable en el tiempo de los recorridos (Peraldo y Rojas, 2005). El territorio se “achicó”. De la mano, los obstáculos naturales que durante centurias se habían interpuesto, separando localidades y regiones, se encogían entonces a la capacidad del motor de vapor. Casi nada quedó fuera del alcance antrópico. El camino de hierro estableció en el país un cambio profundo en las dimensiones espacio-temporales del desplazamiento y del transporte al convertirse en el más poderoso símbolo del capital moderno, de la tecnología y del progreso liberal (Palmer, 1996).

 

En poco tiempo, pasó de ser considerado un “experimento” a un elemento indispensable de la economía costarricense. Las transformaciones del medio urbano no se hicieron esperar. Aparecieron nuevos edificios destinados a servir de terminales y aduanas y se construyeron estaciones e infraestructura hospedera en los pueblos por donde pasaba la línea férrea. Tanto en los puertos de Limón y Puntarenas como en la capital San José, se levantaron talleres, restaurantes, hoteles y locales comerciales para afrontar la afluencia masiva de pasajeros y pasajeras (Castro-Harrigan, 2009). Asimismo, aumentaron los arribos de productos de consumo cultural, artístico, de moda y lujo.

 

Todo esto provocó que fuera posible mover cómodamente grandes grupos de personas. Se creó una grey inaudita hasta entonces. La estructura del sistema ferroviario provocaba que en la translación de viajeros (tanto nacionales como extranjeros, de diversas clases sociales, de origen afro-antillano, norteamericano, europeo y asiático) estos fueran “presa” de los vendedores y vendedoras. El vagón y la estación fueron “zonas de contacto”, en el sentido que da a la noción Mary Louise Pratt (1999); empero, “zonas” no emplazadas en un lugar fijo, sino en traslación, en las que personas dispares se encontraban y se enfrentaban tanto en un sentido simbólico como en un sentido económico, cultural y físico.

 

Los ayudantes del viaje “tradicional” de mula y caballo se transformaron. Ya no fueron conocedores del “campo” como ocurría anteriormente, sino mozos que atendían las mesas, movían maletas y sirvientes personales o sujetos que aprovechaban la afluencia de gente para ganarse la vida dispensando mercancías u ofreciendo servicios. Jóvenes y niños, especialmente, mozos de cordel, maleteros, cargueros y vendedores de todo tipo de productos naturales y manufacturados, “pescaban” a los viajeros en las idas y vueltas de los trenes, en sus paraderos y en sus estaciones. Vivían de estos espacios de tránsito que acarreaban a presurosas masas (Figura 2).

 

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Verdaderas escenas urbanas des-localizadas de encuentro intercultural, así las describieron los viajeros europeos y norteamericanos, que también fueron clientes e hicieron resonancia de las ofertas. José Segarra y Joaquín Juliá periodistas valencianos en 1907, decían: “Todavía en marcha el tren, se precipitan sobre los estribos de los coches docenas de muchachos que invaden las plataformas y entran en los carruajes solicitando á gritos las maletas, los sacos de mano, el menor fardo...” (pp. 126).

 

Los clientes y las clientas eran bastantes más itinerantes que los vendedores y vendedoras. Los primeros y primeras viajaban cientos de kilómetros y los segundos y las segundas ambulantemente los “topaban” y “acechaban”. Las personas que vendían se revolcaban para precisar un lugar adecuado y valioso para su trabajo, localizar un puñado de gente que les pudiera comprar; es ilustrativo, a propósito de esto, la heterogeneidad de lugares que decidieron utilizar. Según Eugene Cunningham (1922), periodista norteamericano que recorrió Costa Rica en 1922, se desplazaban continuamente para ubicar sitios para una venta móvil:

 

En todas la estaciones -y eran legiones- fuimos atacados por ejércitos de niños que vendían naranjas, bananos, el fruto de los cactus espinosos, emparedados de queso que indudablemente daban ganas de comer, tortillas arrolladas cilíndricamente y rellenas de carne molida, queso molido y chiles, ese pimento pequeño y picante tan apreciado por la naciones. Ancianas, cargando papas humeantes y tacitas, iban y venían en fila por el pasillo ofreciendo ¡café! ¡café! en gemidos fúnebres (pp. 665).

 

Los comerciantes y las comerciantes proyectaban, dentro de la construcción férrea, una “dilatación” espacial y una “variancia” temporal en cuanto al lugar específico de apropiación. Hurgaban entre los vagones o entre zonas aledañas a las estaciones. Se “trepaban” y recorrían distancias menores que sus consumidores:

 

Queremos referirnos a la gente de color; que en Turrialba acometen a los pasajeros unas cuantas negras con la mayor finuras del mundo -y en inglés, por supuesto- ofrecen jugosas ostias de piña. Ni antes ni después os importunan los vendedores de la exquisita fruta tropical. Es este un privilegio, la característica de la estación de Turrialba.

Ya nos hemos regalado con el más sabroso de los refrescos... de pronto:

-¿Biscochos!... -¿Biscochos!... ¿Confites!... -¿Confites!... -¿Biscochos!...

Los tales confites -en pequeños cucuruchos blancos- nos recuerdan nuestros caramelos de alfeñique, que delicia de los babosuelos escolares. Los biscochos de Cartago son á modo de pequeñas celosías de masa amarillenta formadas por diminutos “rollitos” próximos parientes de nuestros currucos. Y durante el cuarto de hora que permanecemos en la estación de Cartago, a la turba de muchachos vendedores pregona con chillona algarabía y sin descanso (Segarra y Juliá, 1907, p. 128).

 

Si las personas compradoras estaban multisituadas, más volátiles que antes, los vendedores y las vendedoras se transformaban en nómades circulantes por el aumento del flujo de viajeros y viajeras. El ferrocarril fue así promotor de movimiento no solo mecánico o de mercancías, sino social al configurar un espacio público ambulante como lugar de choque entre iguales y diferentes. La novela clásica de Carlos Luis Fallas (1975), “Mamita Yunai” de 1941, lo mostraba como elemento “vigorizador”:

 

Después de acomodar los pies en el asiento del frente, comencé a examinar a mis compañeros de viaje. El tren iba repleto de pasajeros que se apiñaban hasta en los balcones de los carros...

Gentes que se acercaban a ofrecer a los comerciantes que viajaban en el tren, cerdos, gallinas, verduras y frutas. Tratos hechos a la carrera y que quedaban para finalizar en la tarde, con el regreso del tren.

Las dos negritas vestidas de hombre bajaban apresuradamente en todas las estaciones a hacer ofertas y regatear precios. Por las muestras de afecto con que eran recibidas en todas partes, deduje que se dedicaban al comercio y que, posiblemente, hacían con frecuencia el viaje de ida y vuelta a La Estrella (pp. 11).

 

El sistema fue una metonimia de todo el mundo civilizado (Gumbrecht, 2009). Poseía contingencias y azares como las ciudades más “avanzadas”, propiciaba “necesidades” y de ellas devenían encuentros sociales fortuitos con gentes diversas. Vendedores, vendedoras, clientas y clientes ambulantes formaban lugares de sociabilidad en “conmoción”, vinculaciones movedizas en ocasiones débiles y efímeras y en otras fuertes y duraderas.

 

La Estación del Atlántico, que en lo alto de la zona noreste de la capital vigilaba su desarrollo, sirvió de umbral (pórtico) al “nuevo” mundo urbano. Alberto Masferrer (1925), filósofo, periodista y ensayista salvadoreño presenta el panorama que encontraba cualquier viajero al descender de su vagón cerca de 1885:

 

Bajamos del tren, y cuando nos hemos librado de los chacalines que nos aturden con sus gritos de ¡melcochas!, ¡pacatas! y las zalamerías de los negros, que ofrecen: “manzanas-peras, que dan fuerza y salud”, y de los chillidos de los vendedores de periódicos, descendemos por la Avenida de las Damas, alameda bordeada por bonitos chalets, donde vive la aristocracia josefina; por el Parque de la Estación, el Edificio Metálico y el lindo Parque Morazán, sombreado por grandes árboles, matizado de las flores más rara, con sus primorosos surtidores que saltan de los céspedes verdinegros (pp 45).

 

La ciudad recibía a estas hordas con el fresco verde de sus parques, la elegancia de sus habitantes, inmuebles y usanzas, con el “calor” del comercio callejero y el activo trajín de una ciudad que “avanzaba” al son del café y del banano.

 

 

El parque, el mercado y la “expulsión”

 

La Plaza, “ágora” de mercado, se convirtió en un problema político, funcional y estético (Quesada, 2007). El estado material de esta edificación representó una frecuente inquietud para los miembros del gobierno local y de las autoridades eclesiásticas, por lo que aquel inmueble simple, desagradable y viejo, que albergó todo tipo de “gentuzas” los fines de semana, se mandó a recuperar por desmerecer la ciudad. En su lugar se erigió una “vistosa” y “coqueta” construcción.

 

En 1860, se inició el proceso de transformación que llevó a la plaza central a ser el parque central. Las remodelaciones tardaron dos décadas, hasta convertirla definitivamente en un lugar de esparcimiento y recreación (Quesada, 2001). Se construyeron aceras de piedra canteada alrededor de la plaza y se sembraron árboles de frutales y ornamentales. Se instaló alrededor del parque un enrejado traído de Inglaterra para cercarlo y en el centro se colocó una fuente metálica de un niño desnudo sentado en un cisne. Posteriormente, se creó un quiosco y se estilizó (embelleció) aún más el área.

 

Así, la plaza se transformó en un jardín recreativo, desactivando su carácter original y “monopólico” de recinto de transacciones múltiples. Perdió toda energía para crear fuerzas centrípetas y de conglomeración total, como hasta el momento lo hacía. Dejó de ser el núcleo de estructuración social. Con esto, dicho espacio terminó un ciclo vital por el impulso del rejuvenecido “vergel”, el disfrute burgués y la ornamentación liberal de la ciudad:

 

La plaza principal de San José dejó de ser plaza de armas y de mercado, para convertirse en un bello parque rodeado de una hermosa verja de hierro forjado, en la década de 1870… La plaza de San José se convirtió en un espacio público controlado, de donde se trató de excluir la presencia de algunos grupos sociales, en aras del ornato y el saneamiento del corazón de la capital (Sanou, 2000, p. 270).

 

Al tiempo, sobrevino la expulsión de las ventas y las adquisiciones populares, la creación en 1880 de un mercado fijo (mercado central) para dispensar saludablemente los productos y la remodelación y edificación de nuevos sitios acordes con la parisina ciudad centroamericana (Durán, 2013a). La modernización trajo consigo el aburguesamiento, la diversificación y ampliación cualitativa y cuantitativa de los sitios de esparcimiento, reunión y ocio. El parque y el mercado se convirtieron en sitios de sociabilidad exclusiva para las clases medias y altas, de habitantes bien situados, bien vestidos y bien educados (Figura 3).

 

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La higiene y la salubridad y la elegancia, la moda, la belleza femenina y la juventud aristocrática empezaron a ser los marcadores sociales que “engalanaron” los espacios públicos (Fumero, 2005). En otras palabras, la distinción, en el sentido bourdieuano, acompañó el inicio de una nueva forma de asentamiento urbano. Este fue el eje de la transformación de la San José de finales del siglo XIX y casi todo el XX, la separación tajante entre lo culto y lo inculto, entre lo letrado y lo popular; para el caso retratado, el exilio de compradores y vendedores.

 

 

La ciudad y la “dispersión”

 

A partir de 1950 y hasta 1990, la ciudad creció y otros centros de animación comenzaron a comportarse como los lugares de aglomeración: parques, bares, cafés, teatros, paseos, las calles comercial con grandes vitrinas y posteriormente el cine (Vega, 2004). También afloraron otros nuevos centros: hospitales, edificios de entidades y ministerios públicos y de zonas de encuentro popular como los alrededores del mercado y las “zonas de tregua” para la venta. Setha Low (2009) afirma que: “Desde los años 70, muchas plazas perdieron su estatus ceremonial y cualidades paisajísticas, transformándose en ejes viales que canalizaron la proliferación de automóviles privados y autobuses que se producía en las ciudades latinoamericanas” (pp. 25).

 

La rutina de muchas personas dejó de concentrarse en la plaza o en el parque; cambiaron sus estilos de vida, se reubicaron como nuevas experiencias descongestionadas. Los cambios en la estructura social y laboral, en el transporte y la movilidad, en la extensión de la ciudad, en la demografía, la migración y en la ordenación espacial (López, 2005) promovieron otras fisonomías. Se asomaron nuevas y largas avenidas y espaciosos lugares de recreación que rompieron con el tradicional esquema del tablero monótono en beneficio de una concepción “moderna” de la urbe.

 

José Luis Romero (2001), historiador argentino, pensó la masificación urbana como un proceso “explosivo” de constitución de una sociedad fragmentada y rota. Dice el autor:

 

Las ciudades crecían, los servicios públicos se hacían cada vez más deficientes, las distancias más largas, el aire más impuro, los ruidos más ensordecedores. Pero nadie -o casi nadie- quiso ni quiere renunciar a la ciudad. Focos de concentración de fuerzas, las ciudades ejercieron cada vez más influencia sobre la región y el país. Y en las ciudades adquirieron cada vez más influencia las masas, esas formaciones sociales que las tipifican desde que se produjo la explosión urbana. Ciertamente, la explosión urbana ha desencadenado una revolución, latente y perceptible (pp. 331).

 

La revolución del “caos” (Monsiváis, 2001). Las formas de apropiación urbana adoptaron formas rizomáticas, desperdigadas, lo que significó más clientes por la calles y más vendedores persiguiéndolos desde su exilio. La venta tuvo su lugar, así, en todas partes, se desterritorializó (Deleuze y Guattari, 1988). Se colocaron en los “cruces urbanos”, espacios articulatorios por donde la gente empezaba a transitar a pie o sobre un vehículo motor. Incluso, las aceras, alrededores de tiendas formales y de grandes centros comerciales, las esquinas, los parques, las paradas de taxis y buses, sirvieron para captar los flujos activos de compradores y compradoras (Figura 4).

 

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El tándem venta-compra, que es inseparable, se tornó vasto, complejo y comenzó a formar parte vigente del paisaje cognitivo de todos los habitantes en San José. Existieron vendedores y vendedoras porque existieron compradores y compradoras de cierto tipo de productos, con características específicas y en ciertas situaciones2. Conjuntamente, las reconfiguraciones infraestructurales urbanas brindaron particulares condiciones materiales. La oferta prosiguió por la demanda de masas que necesitaron adquirir a precios accesibles y en lugares, tiempos viables acordes con las nuevas circunstancias.

 

Contemporáneamente, las ventas y las clientelas ambulantes encarnan relaciones operantes de “dispersión” (en tanto alta movilidad y expansión), de “complicidad” (en tanto capitales sociales, relaciones de alianza y “pactos” desde el consumo) y de “intensificación” (en tanto presencia y permanencia). La aparición de espacios públicos de “tránsito”, propios del contexto de recuperación y renovación de la ciudad, como los bulevares o paseos peatonales, los autobuses o el transporte público, esferas posibilitadas por las autopistas (peajes, parqueos informales, puentes, esquinas, semáforos, rotondas, entre otras), muestran la estrecha relación que existe hoy en día entre las concurrencias clientelares y los proveedores callejeros3.

 

 

Cierre

 

La importancia del comercio callejero se hace evidente en la experiencia social de la ciudad y especialmente en la utilizacion -históricamente habitual- de espacios públicos y de los dispositivos de movilidad. Este tipo de comercio provee de bienes y servicios de consumo que las personas necesitan durante estancias o en los trayectos emprendidos. Dinámica que se ve reforzada por el papel general que desempeña las instituciones comerciales, sean llamadas formales o informales, en la estructuración del espacio y el paisaje urbano.

 

Se propuso complementar la indagación del espacio público con una perspectiva centrada en los consumidores y las consumidoras que refuerzan la existencia del fenómeno del ambulantaje comercial y el mantenimiento de sus economías llamadas “subterráneas”. El texto se preguntó, simultáneamente, por la relación espacio-venta-consumo en distintos momentos del desarrollo de San José y por las condiciones materiales que viabilizaron dichas relaciones. Paralelamente, se pretendió recrear una visión alternativa de la ciudad, de las formas de utilizarla, habitarla y vivirla.

 

Para ayudar a superar el abandono relativo del tema, el presente texto puso atención sobre el consumidor y la consumidora en movimiento. A menudo, las prácticas de estos personajes se abordan dentro de lugares fijos y cerrados, ya sea al interior del hogar o de los centros comerciales o grandes tiendas. Aquí, por el contrario, se percibe el consumo que está en movimiento, sin perder de vista las espacialidades y los dispositivos que facilitan el movimiento.

 

Históricamente, y según los cuatro casos rastreados, la cantidad y cualidad de los flujos urbanos intervienen directamente en las formas en que se desarrollan las relaciones de compra-venta de naturaleza callejera. Los procesos de metropolización moldean directamente las clientelas.

 

La plaza central durante el siglo XIX facilitó un lugar de encuentro social y popular. Fue el sitio de intercambio por excelencia, donde todos y todas se fundían por la fuerza de “territorialización”. Con el aumento en los ritmos de la ciudad y de las velocidades de los medios de comunicación-transporte durante el siglo XX, aparecieron otros lugares para el comercio en vía pública, por ejemplo, el sistema de ferrocarril y la infraestructura de la misma ciudad como fuerzas de “desacople”. En adelante, se consolidaron grupos de personas que recorren la ciudad cotidianamente y, además, de colectivos que necesitan de estos viajeros urbanos para vivir, dispensándoles productos y ofreciéndoles servicios (Figura 5).

 

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Finalmente, se afirma que ha existido comercio ambulante porque han existido clientelas ambulantes y que estas últimas, ciertamente, parecen más itinerantes que el mismo conjunto de vendedores. En la relación diacrónica espacio-venta-consumo se creó una suerte de adecuación de demandas y ofertas, debido a la amplitud, plasticidad y disposición de los servicios y productos brindados. Además, las formas de movilidad produjeron novedosos vínculos y lugares o modalidades de apropiación del espacio público por parte de sectores populares urbanos. Fue justo por esta razón que el devenir del comercio callejero se pudo analizar en relación con el incremento y diversificación de los desplazamientos metropolitanos.

 

Dentro de dicha metropolización, las rutinas cada vez se volvieron más complejas, menos estables y repetitivas de lo que eran anteriormente. La heterogeneidad de los espacios públicos, la movilidad y los estilos de vida ayudaron a identificar el fortalecimiento de las figuras nómadas y de sujetos volátiles; y con los casos trabajados, mostrar la aparición de una serie de relaciones históricas, económicas, sociales y políticas que colocan al comercio callejero como una actividad trascendental y condicionante de San José.

 

 

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Cuadernos de Antropología

Julio-Diciembre 2015, 25(2)

DOI: 10.15517/cat.v25i2.21633

Recibido: 13-03-2014 / Aceptado: 22-05-2015 / Publicado: 27/11/2015

 

Revista del Laboratorio de Etnología María Eugenia Bozzoli Vargas

Escuela de Antropología, Universidad de Costa Rica

http://revistas.ucr.ac.cr/index.php/antropologia

ISSN 2215-356X

 

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1 Se recogen los resultados de un proceso de documentación realizado durante 2013 y 2014. Para esto, se trabajó textos oficiales, diarios, fotografías, literatura y relatos de viaje. Estas diversas fuentes históricas concedieron retratos e imágenes, algunos más detallados y sensibles que otros, sobre la vida josefina. Estos archivos se analizaron en tanto “datos” y “ejemplos” de unas dinámicas espacio-temporales concretas y en tanto “textos” sociales que evidenciaron las producciones epocales de significado.

Dos enfoques guiaron la orientación metodológica. El primero, la perspectiva micro-histórica de Ginzburg (2009) que permitió imaginar, dentro de la cultura popular, el conjunto de prácticas y ritualidades extendidas y habituales que se realizan en apariencia detrás de las clases hegemónicas y en conflictividad con el poder. El segundo, el “movimiento” como alternativa misma de trabajo; es decir, se partió de un encuadre que premia los flujos, las conexiones y los desenlaces. Clifford (1999), Marcus (2001) y Urry (2002), precisamente, apuntan hacia la pluralidad en los tipos de movimiento y la relación que tienen estos con la organización social y espacial.

2 Beatriz Sarlo (2009) argumentaba, en esta línea, que la explosión de los y las ambulantes en América Latina, como en muchas otras ciudades del mundo, acompañó el descenso de la ocupación y el ingreso de centenares de miles en la franja de pobreza. Junto con los ambulantes, aumentaron los cartoneros, los chicos y las chicas de la calle y los sin-hogar, entre otros. La clientela de los ambulantes y las ambulantes aumentó por razones similares; son los que tienen menor poder adquisitivo, los que compran las mercancías, y, en general, quienes se las venden son también personas del mismo “estrato” social.

3 Un trabajo de mayor profundidad sobre las clientelas ambulantes en la actualidad se encuentra en Durán (2013b). Este trabajo puede leerse como continuación temporal del presente escrito.