La Cuñuñunga serpentea por los cimientos de la antropología costarricense

Carmen Murillo

Universidad de Costa Rica, Catedrática jubilada de la Escuela de Antropología, San José, Costa Rica

millimurillo@gmail.com

Cuadernos de Antropología

Enero-Junio 2020, 30(1)

DOI: 10.15517/cat.v30i1.38370

Recibido: 17-11-2018 / Aceptado: 21-05-2019

Revista del Laboratorio de Etnología María Eugenia Bozzoli Vargas

Centro de Investigaciones Antropológicas, Universidad de Costa Rica

ISSN 2215-356X

Resumen: Este texto busca recuperar la memoria de la Cuñuñunga, como referente identitario fundacional de la comunidad antropológica en Costa Rica, tratando de dibujar sus difusos contornos míticos y de resaltar su rol central dentro de los rituales practicados, incluidos aquellos iniciáticos de los neófitos en la disciplina. Para ello, se indaga en el testimonio oral de diversos colegas de las primeras generaciones de antropólogos y arqueólogos formados en la Universidad de Costa Rica.

Palabras clave: antropología; Costa Rica; historia oral; mito fundacional; ritos de iniciación; identidad.

The Cuñuñunga slides between the bases of Costa Rican Anthropology

Abstract: This paper focuses on the recovery of the memory of the Cuñuñunga as an identity reference in Costa Rica’s Anthropology community and its role as a foundational myth and inspiration for initiation rites. To do so, it relies on the oral history of colleagues from the first generations of anthropologists and archaeologists who studied in the Universidad de Costa Rica.

Keywords: Anthropology; Costa Rica; Oral history; Foundational myth; Initiation rites; Identity.

Me permito iniciar dando las gracias a María del Carmen Araya, directora del Centro de Investigaciones Antropológicas (CIAN), por invitarme a dar presencia a la Cuñuñunga en el Simposio por los 50 años del Laboratorio de Arqueología Carlos H. Aguilar Piedra, del cual se deriva este documento, así como a Maureen Sánchez, Francisco Corrales, Ana Cecilia Arias, Luis Davis, José Luis Amador, Elena Troyo, Juan Vicente Guerrero, José Ramírez, Claudine Van Gysehem, Mario Ramírez, Eugenia López, Margarita Bolaños, Floria Arrea, Ana Isabel Porras y a la maestra de todos, María Eugenia Bozzoli, que accedieron a hurgar en sus recuerdos y compartirlos generosamente, para ir hilvanando los retazos de esta historia.

Al rememorar la trayectoria del Laboratorio de Arqueología Carlos H. Aguilar Piedra (Lacap), de la Universidad de Costa Rica, y de las diversas generaciones de arqueólogos y antropólogos que se formaron a su alero a través de estos largos cincuenta años de existencia, si se ve con atención, se puede distinguir -a veces-, una tenue sombra que se desliza por sus cimientos, que sigue a los miembros del gremio y que, a la altura de los tiempos actuales, se niega a desaparecer: la Cuñuñunga.

Pero, ¿qué es la Cuñuñunga? Responder a esta pregunta, aparentemente sencilla y precisa, termina siendo una compleja tarea que alude a la naturaleza misma de esta mística entidad.

Porque incluso antes de recibir un nombre que la fijara en el imaginario colectivo de los pocos arqueólogos y antropólogos docentes y estudiantes de los tempranos años de la disciplina en el país, la Cuñuñunga, Kuñu- Ñunga, Khunu- Nhunga o Qhoñuñunga, o así en confianza, la Cuñu, era ya una disposición y una inspiración, un estado de ánimo colectivo, una evocación o exaltación que aparecía fugazmente, para luego desaparecer y aparecer nuevamente, en una espiral o ciclo interminable.

No se sabe a ciencia cierta quién o quienes tuvieron los encuentros originarios con tan curiosa criatura, ni la autoría de su bautizo, ni el origen de este llamativo nombre. No se tienen listado completo de los creadores, oficiantes y acólitos que fueron amasando los contornos del mito y dando forma a las distintas prácticas rituales asociadas. Lo que sí es cierto es que, venida desde los confines de los tiempos, la Cuñuñunga emerge y se abre paso entre las primeras piedras de la disciplina en Costa Rica y que han sido varias las generaciones de arqueólogos y antropólogos que la han invocado, la han sabido reconocer y han atendido a su prístino llamado.

Entonces, seguiremos el hilo temporal, para tratar de encontrar algunas respuestas.

En palabras del arqueólogo costarricense Juan Vicente Guerrero, la Cuñuñunga, ese ser mítico que es todo y es nada, que todo lo tiene, todo lo sabe, que se transforma en animal o en cualquier otra cosa, tuvo su mayor auge y peso en los años setentas y fue utilizada por los estudiantes de arqueología, principalmente del Laboratorio de Arqueología cuando estaba ubicado en el primer piso de la Biblioteca Carlos Monge (Universidad de Costa Rica, Sede Rodrigo Facio). Al poco tiempo, su popularidad se extendió al resto de estudiantes y profesores de la carrera.

El testimonio de varios colegas consultados apuntan a señalar un protagonismo indiscutible a la figura de don Carlos Aguilar Piedra, en las primeras menciones de nuestro escurridizo personaje. En su rol como educador de las primeras generaciones de estudiantes, la arqueóloga costarricense Maureen Sánchez relata:

Yo recuerdo a don Carlos Aguilar hablando de la Cuñuñunga. Nos decía a los jovencillos que entrábamos a la carrera: “¿Usted sabe qué es la Cuñuñunga? Es algo que puede estar o puede no estar, algo que usted toque o que no toque, que vea o que no vea”… entonces queda en la mente de que es una cosa así como el espíritu antropológico (comunicación personal, 27de julio, 2018).

Por su parte, la antropóloga costarricense María Eugenia Bozzoli, recuerda que:

...una vez estaba en el Laboratorio preguntando qué era eso de la Cuñuñunga y creo que fue don Carlos que me respondió con mucha seriedad algo así: “es un ser y no es un ser, se aparece y no se aparece, pensamos que es de una manera pero después resulta que es de otra manera, es tangible pero también es intangible, es lo que entendemos pero también lo que no entendemos…”. Bueno, ahí ya yo había entendido qué era. Después si me preguntaban si era mujer, yo decía: pues podría ser una viejita pero también una jovencita; me preguntaban si era un espanto, yo contestaba: podría ser humana pero también animal, podría verse pero podría ser invisible, etc. Y así fui pasando la bola que no era bola... (comunicación personal, 27 de julio, 2018).

Lo cierto del caso es que la presencia de tan curioso personaje fue calando en el imaginario colectivo de estudiantes y docentes de la carrera de Antropología desde la década de los setenta. Incluso, en 1976, dio nombre a un sitio arqueológico estudiado por don Carlos en La Fortuna de San Carlos e inscrito en la base de datos del Museo Nacional de Costa Rica con el registro A-376Cñ/UCR1981 (Francisco Corrales, comunicación personal, 8 de agosto, 2018).

Como acertadamente lo percibe la arqueóloga costarricense Elena Troyo, en ese momento: “la Cuñuñunga permitió identificar a los antropólogos dentro de los espacios de Ciencias Sociales y a la vez unir a estudiantes y profesores. Como estudiosos de las culturas prehispánicas que manejan una rica y compleja cosmovisión, la Cuñuñunga permitió plasmar ese sentir, elevarlo y transmitirlo al grupo” (comunicación personal, 18 de julio, 2018).

En ese entonces, se realizaban diferentes actividades académicas y sociales donde participaban de manera conjunta profesores y estudiantes. En el marco de las distintas actividades convocadas, la mítica entidad solía ocupar un lugar central y preponderante.

Esto era especialmente cierto en los rituales de iniciación de los estudiantes recién integrados a la carrera antropológica, que se efectuaban bien en el recinto universitario, bien en el marco de reuniones festivas -como las exuberantes fiestas en la residencia de Eugenia López, profesora de la carrera- y hasta en sitios arqueológicos (ver figura 1).

Las ceremonias de iniciación tenían un formato inspirado en rituales chamánicos y solían ser oficiados por los chamanes mayores de nuestra disciplina: don Carlos Aguilar y doña María Eugenia Bozzoli. Esta última rememora, a propósito de una iniciación de estudiantes de Arqueología en el Laboratorio, cuando estaba situado en el sótano del edificio de Artes Musicales, en la Sede Rodrigo Facio, donde estuvo hasta el año 2015:

Como cada año se hacía una ceremonia para esas iniciaciones y cada quien se inventaba algo para que los y las estudiantes hicieran. Adornábamos con canastos, guacales y otros objetos indígenas. Había música y se bailaba. Yo contaba alguna historia bribri a los y las iniciadas. Todos los nombres eran secretos, se los pronunciaba en el oído. Sí recuerdo que cada quién quedaba satisfecho o satisfecha. No recuerdo qué les decía don Carlos que hicieran. En una de esas iniciaciones hubo “baile de la Cuñuñunga” y contaron alguna anécdota de la Cuñuñunga (comunicación personal, 14 de julio, 2018).

El sitio arqueológico Guayabo de Turrialba (ver figura 2) fue un escenario privilegiado que albergó no pocos rituales iniciáticos en esos años. Maureen Sánchez se refiere a su experiencia en el marco del Trabajo Comunal Universitario (TCU) que ahí se desarrollaba:

En 1978 uno de los primeros TCU era en Guayabo de Turrialba y don Carlos era el director… Yo fui y me tocó hacer el TCU. Los estudiantes vivían en una casa y en tiendas de campaña dentro del mismo sitio arqueológico. Nos tocó tener noches impresionantes de luna llena, donde se iluminaban las piedras y tomaban un tono blanquecino resplandeciente. ¡Qué mejor escenario como ese! En ese escenario don Carlos reunía a todos los estudiantes para hablar de la Cuñuñunga. Dado que el montículo era como sagrado, en una parte abajo del montículo hay un petroglifo. El petroglifo era como de dos metros de diámetro, hoy en día está como a nivel de piso, por la sedimentación pero en aquel entonces como la roca salía y nosotros nos sentábamos en el suelo, metíamos los pies debajo de la roca y la tocábamos, exactamente como una mesa. En otras ocasiones nos sentábamos a conversar. Algunas veces los oficiantes se subían al montículo y los demás se sentaban abajo… Don Carlos cantaba y sonaba el bastón sobre la piedra. Todos los estudiantes preguntaban, ¿qué era la Cuñuñunga? Y don Carlos explicaba que está con nosotros y no está, que es un ente antropológico que solo los antropólogos podemos entender, podemos explicarlo, podemos manejar este lenguaje. La piedra no era la Cuñuñunga, sino el símbolo que la piedra podía representar de todo el sitio (comunicación personal, 27 de julio, 2018).

La naturaleza mística del lugar y la sensibilidad de algunos de los participantes, les llevaba a experimentar sensaciones como presencia de entidades cercanas a sí, luces, sonidos, visiones o percepción de golpes de calor.

El ambiente cuñuñunguesco fue el marco de iniciaciones muy especiales, como la realizada en Guayabo de Turrialba en 1981 en el marco del TCU. Según el relato del arqueólogo costarricense Francisco Corrales, corroborado por Myrna Rojas, también arqueóloga nacional y por Luis Davis, antropólogo social costarricense, todos ellos estudiantes de la carrera e iniciados durante este evento, la ceremonia se llevó a cabo en el sitio durante una noche de lluvia. Fue dirigida por Carlos Aguilar y María Eugenia Bozzoli y contó con la participación de dos chamanes talamanqueños y de otros profesores de arqueología. A los iniciados se les dio un bautismo de inmersión en la pileta del sitio mientras se sonaban los bastones sobre las piedras y se cantaban canciones en bribri. Cada iniciado debía dar una vuelta al montículo mayor, en solitario y total oscuridad, caminando hacia atrás sin voltear la cabeza; después cada uno iba ascendiendo lentamente unos peldaños del montículo, donde don Carlos, investido en un poncho, les soplaba con el humo de un gran puro de tabaco y unos peldaños más arriba, doña María Eugenia, con el pelo suelto y también ataviada con un poncho, les imponía un collar y le susurraba al oído alguna frase que debían mantener secreta. Ya con todos arriba, se formaba un círculo, se tomaba chicha y se bailaba el Sorbón, que es una danza tradicional entre los indígenas de Talamanca.

Como recuerda Ana Cecilia Arias, arqueóloga costarricense: “Don Carlos y doña María Eugenia oficiaron en Guayabo de Turrialba en el marco del TCU logrando niveles muy fuertes de empatía, sé que muchas personas -aún hoy- no lo olvidan” (comunicación personal, 2 de agosto, 20181).

Precisamente, esta arqueóloga relata así sus experiencias sobre los rituales en el sitio Guayabo, al que califica como un lugar mágico, lleno de energía y belleza, paz y limpieza, que lo convierte en un lugar idóneo para realizar este tipo de ceremoniales:

...la ceremonia se realizaba el día viernes por la noche (los chamanes ofician de noche) pero los chamanes (don Carlos y doña María Eugenia) llegaban jueves por la tarde y se iniciaba un ambiente con tambores que llevaba don Carlos, hechos por él mismo. Bajábamos a la comunidad y se bailaba y se tomaba alguna que otra bebida espirituosa, luego volvíamos al campamento. Muy temprano el día viernes, éramos despertados por el sonido de los tambores y un canto de don Carlos, acompañado de tabaco, para purificar a cada uno. Usaba un sombrero muy bonito con plumas verticales... Cada uno partía a sus quehaceres pero ya habían recibido información acerca de lo que haríamos el viernes por la noche y se hacía la prevención de que la participación era totalmente voluntaria. Se acercaba la noche y don Carlos tocaba el tambor y cantaba; doña María Eugenia cantaba también. Nos juntábamos, se recibían indicaciones y partíamos hacia el sitio arqueológico sólo con la luz de la luna, sin focos; no era fácil, a veces no se veía a pocos metros. Llegábamos al montículo central en supremo silencio subiendo primero los chamanes y luego en parejas todos los demás nos acomodábamos en círculo uno a la par del otro, se nos hablaba y se iniciaba el baile del Sorbón, dando vueltas abrazados, primero los hombres luego entrábamos las mujeres, esto duraba el tiempo necesario. Tuvimos casos puntuales de cambios en el estado de conciencia, aunque nunca usamos drogas o alcohol. Después de un tiempo prudencial, bajábamos del montículo y volvíamos al campamento. Cada uno volvía a su tienda y algunos nos quedábamos conversando con los chamanes hasta el amanecer (Ana C. Arias, comunicación personal, 2 de agosto, 2018).

La sensibilidad de nuestros chamanes mayores respecto a hermanar la Arqueología con la Etnografía y a no desatender la faceta simbólica en los restos materiales prehispánicos, deriva de su formación holística en las cuatro áreas de la Antropología. En ambos priva, ante todo, la búsqueda de una visión humanista, que entiende que tras el resto arqueológico o el artefacto etnográfico, hay gente como nosotros, con necesidades y ocupaciones, pero que también conoce e interpreta, forja vínculos, ama y antagoniza, tiene aspiraciones, creencias, rituales y sentido de la trascendencia. En el caso de don Carlos, esto se explicita en su interés específico por el estudio del chamanismo para interpretar el simbolismo en los diseños y decoraciones de los objetos arqueológicos. En opinión de Bozzoli, las sociedades que él estudió desde la arqueología, las concibió conformadas ideológicamente por el chamanismo.

En trabajos posteriores, Ana C. Arias ha recuperado esta visión, al calificar a los petrograbados de Guayabo de Turrialba como historia grabada en piedra, que tienen como referente prácticas chamánicas ancestrales (Herrera y Arias, 2016).

Posteriormente, otros arqueólogos ligados a la Universidad de Costa Rica (UCR), como Ana C. Arias, Sergio Chaves, Oscar Fonseca y Luis Hurtado, también mencionaban ocasionalmente a la Cuñuñunga y durante los trabajos de campo éste último realizaban pequeños rituales in situ, como ubicar una estrella en noches despejadas, levantar los brazos al cielo y pensar en un antiguo poblador de ese lugar (Francisco Corrales, comunicación personal, 8 de agosto, 2018).

Una vez retirado, don Carlos se dedicó a hacer trabajos artísticos en metales, madera y piedra y un buen día llegó al Lacap con una escultura de bulto en piedra, con la figura estilizada de un saurio - jaguar, emulando el monolito zoomorfo de Guayabo de Turrialba. Según Maureen Sanchez recuerda, se las entregó y les dijo: “ésta es la Cuñuñunga y yo quiero que esté con ustedes.” La obra se conserva aún en ese espacio (ver figura 3).

Pese a que los ceremoniales de inspiración chamánica fueron decayendo, la presencia de la Cuñuñunga siguió invocando el carácter lúdico y convocando festividades entre la comunidad antropológica: se bailaba el Sorbón o baile de la Cuñuñunga, los fines de año en el Lacap, así como al término de congresos, simposios, talleres y otros encuentros disciplinarios, amén de toda fiesta antropológica que se preciara de tal.

Sin lugar a dudas, la invocación de este misterioso ser fue un factor de cohesión y de identidad que ayudó a anclar el reconocimiento de la pertenencia al gremio antropológico y especialmente, arqueológico. Como referente de identidad, la Cuñuñunga coadyuvó a delinean los contornos del grupo, tanto a los ojos de sus participantes, como de otras personas ajenas a él. No en vano se habló en algún momento de la cofradía de la Cuñuñunga y hasta se emitieron títulos que daban fe al poseedor de su pertenencia a ésta.

En este sentido, se convierte en un recurso hermético que incluye, pero que también excluye. Como percibe Claudine Van Gysehem, exprofesora de Antropología Social de la Universidad de Costa Rica:

Entre los antropólogos siempre hubo fricción y la evocación de la Cuñuñunga pudo hacer más evanescentes estos conflictos constantes que existían entre los diferentes grupos. Yo no he vivido este fenómeno [de la Cuñuñunga], pero lo percibo como fuegos fugaces de turbera, que aparecen tenuemente aquí o allá, que en un momento están y luego no están. Yo lo veo como un ritual poco elaborado, donde hay un conocimiento más o menos profundo según el grado de participación o de integración, si uno es miembro o no… había una identidad un tanto solapada. A los que hablaban de eso, les daba gusto el pertenecer o participar. Pero tenía un papel de ligazón, vínculo o amarre, como una pequeña señal discreta de reconocimiento ante los otros (comunicación personal, 3 de agosto de 2018).

Al decir del antropólogo Luis Davis: “Es tratar de tener un símbolo que nos identifique a todos, que lime las diferencias que tenemos y vernos como un solo grupo y hablar de algo que sólo nosotros vamos a entender” (comunicación personal, 16 de agosto, 2018).

Se alude, entonces, a una suerte de guiño lúdico y de complicidad, a veces poco entendido desde fuera del grupo. Al indagar al sociólogo Mario Ramírez sobre el particular, decía que pese a haber compartido tanto tiempo con los antropólogos en lo académico y en fiestas y de haber oído hablar de la Cuñuñunga, para él era sólo una expresión que aludía al desorden festivo de los antropólogos:

...como una especie de conjuro que significaba dejar que se desataran todos los vientos y todas las emociones y todas las pasiones y toda la subjetividad de cada uno… lo entendía como un estado de ánimo, un momento en que la gente estaba dispuesta a destaparse y a hacer cosas que estaban vedadas para otras personas, para otros momentos o para los no iniciados (comunicación personal, 13 de agosto, 2018).

A mediados de los años setenta, la disposición lúdica asociada a la entidad hizo eco en la repetición de aquel legendario chiste que por mucho tiempo circuló de boca en boca y que involucraba el encuentro de un antropólogo en trabajo de campo en África con una peligrosísima y mortífera serpiente de anillo amarillo, anillo negro, anillo amarillo, anillo negro… llamada la Cuñuñunga.

A inicios de los años ochenta, se experimenta una revitalización del mito, caracterizado por un cambio paulatino en el enfoque, los rituales y los depositarios de la tradición, quedando principalmente a cargo de los estudiantes, tanto de Arqueología como de Antropología Social.

Como bien lo señala el arqueólogo Francisco Corrales, partícipe clave en este proceso durante sus años de estudiante, fue al alero del TCU de Guayabo, hacia 1981, que se formalizó el mito de origen, retomando y cambiando el chiste del antropólogo en África, por un relato que según recuerda, iba más o menos así:

Un antropólogo inglés fue a África a estudiar la tribu de los dorpa y los siolemes (leer al revés para recordar dos apellidos conocidos). Estas tribus subían cada año a la montaña sagrada a cortar la planta del ñaka con la que elaboraban el líquido sagrado del nor. Este se depositaba en un calabazo y se realizaban ceremonias donde se repartía el líquido para júbilo y celebración de los miembros de las tribus que se dedicaban por varios días al desenfreno. El antropólogo inglés documentó todo el proceso, pero quería obtener el calabazo para la colección etnográfica del museo en el que trabajaba, así que una noche lo robó y huyó mientras los nativos lo perseguían. Logró escapar y volvió a Inglaterra y en vez de entregar el calabazo se lo dejó como una reliquia personal que llevaba a todas partes. En Inglaterra conoció a una antropóloga costarricense que estaba de visita, con la que inició un romance. Ella lo invitó a Costa Rica y vinieron trayendo el calabazo. Fueron a Guayabo de Turrialba y en una visita a los alrededores, algo sucedió (no recuerdo el hecho exacto) y olvidaron o abandonaron el calabazo (comunicación personal, 8 de agosto, 2018).

Ahí aparece la mención del calabazo, recordado implemento que era un cumbo o recipiente acinturado en forma de ocho, con la parte superior más estrecha, utilizado para contener líquidos, seguramente un fruto de la enredadera lagenaria o eventualmente, una jícara -Crescentia cujete-.

La aparición del calabazo la recuerda así el antropólogo Luis Davis, al tenor también estudiante:

Durante el TCU en Guayabo, acompañé a Víctor Acuña (estudiante de arqueología y asistente del profesor a cargo), que estaba haciendo prospecciones a muchos kilómetros del sitio y después de varias horas de caminar, llegamos a una casa de madera abandonada, muy antigua, hecha de troncos devastados que se articulaban entre sí. Nos metimos a revisar y ahí estaba el calabazo. Entonces tomamos el calabazo, nos lo trajimos y comenzamos a lavarlo y ahí fue donde Víctor empezó a decir ´aquí está encerrada la Cuñuñunga´... Entonces a la Cuñuñunga se le echaban cosas adentro, lo que hubiera y todos bebían. El vacilón es que le echábamos guaro y el guaro no sabía a guaro… tenía magia… pasaba como tomar agua… Claro, después de unos cuatro tragos de eso, ya estabas como en un encuentro con el dios Conejo de los Aztecas (comunicación personal, 16 de agosto, 2018).

Desde ese momento el calabazo, bautizado como la Cuñuñunga, se convirtió en su materialización. Al decir de Corrales, la figura del calabazo fue una evocación de su sentido: la parte ancha de abajo era la tierra y la angosta parte superior, el cielo; el calabazo representaba el todo y la nada, la unión de los pares y de los contrarios.

Sobre el particular rememora el antropólogo social José Luis Amador, con su afinada pluma:

¿Que si existió o no existió la Kuñu Ñunga? Por supuesto que puedo dar fe de que sí. ¿Que si participé en algunos de los ritos báquicos, que fueron parte de su culto por aquellas décadas? Por supuesto que también. Y que si conocí el jícaro sagrado, la tula, como dicen en el Sur, que resguardaba el elixir sagrado de las libaciones, aquel líquido ardiente y profundo, debo responder afirmativamente. Y si preguntan si probé su contenido esencial, y dancé en la “espiral del kuñus” repitiendo rítmicamente el mantra sagrado KUÑU ÑUNGA, KUÑU ÑUNGA KUÑU ÑUNGA, junto con un grupo de estudiantes de antropología, las más de las veces todos ebrios hasta las cachas, perdón, -quise decir, en profundo estado de trance y meditación-, a todo ello debo decir también que sí (comunicación personal, 31 de julio, 2018).

El calabazo estuvo por un tiempo en el Laboratorio de Arqueología y luego, por una ignota razón, fue resguardado en la Asociación de Estudiantes de Antropología y sin lugar a dudas, pasó a ocupar un papel central dentro de los rituales cuñuñunguescos que se daban cita en diferentes escenarios. Uno de los más recordados era su protagonismo en las celebraciones de la Semana Universitaria. Allí, el acinturado recipiente corría de mano en mano y de boca en boca entre los estudiantes que corrían por las calles de San José y San Pedro, alrededor de la improvisada carroza de la Asociación de estudiantes de Antropología con la que se participaba en el desfile carnavalesco de apertura de la festividad, formando en un solo abrazo una ronda “para danzar algo parecido al sorbón… mientras todos entonaban in crescendo Cu-ñu-ñun-ga, Cu-ñu-ñun-ga, Cu-ñu-ñun-ga, hasta un apoteósico grito con el que se disolvía el círculo.” (Francisco Corrales, comunicación personal, 8 de agosto, 2018).

Como recuerda este arqueólogo, la Cuñuñunga:

...se volvió la guardiana y protectora de Antropos y se hacían cánticos en los partidos de futbol para aturdir al rival y dar ánimos a los propios. El equipo de Antropología era denominado el “metate mecánico” parodiando a la “naranja mecánica” como se llamaba al equipo de Holanda, uno de los mejores de la época. Si había una falta en contra, en especial un penal, se usaba el cántico para distraer al jugador que debía cobrar la falta (comunicación personal, 8 de agosto, 2018).

Durante el primer quinquenio de los años ochenta, un grupo ligado a la Asociación de Estudiantes de Antropología, empieza a elaborar una suerte de teorización sobre la Cuñuñunga, con una profunda irreverencia, mucho humor y desbordante imaginación.

Hojas garabateadas con manuscritos y dibujos, salidos de la pluma de Luis Davis y celosamente conservados por Francisco Corrales, adornaban las paredes del “Antro” u oficina de la Asociación de Estudiantes, consignando leyendas como “Divino calabazo de Norh por el cual se comunica el divino resplandor de la sabiduría de la todapoderosa KUÑU-NHUNGA en ceremonia secreta realizada por unos pocos iniciados (ver figuras 4 y 5). El divino calabazo Kuñuñunguero ha regresado a su sitio de adoración”; “Qhon: trueno, Qhonuñunuy: hacer tronar, Qhoñuñunga: Divinidad que ciega con su resplandor, Kuñuñunga: El Bien y el Mal, la armonía del universo buscada en la dualidad de atributos”. También se anunciaban conferencias, con títulos como: “Desarrollo desde las culturas antiguas de la Khuñu-ñhunga”, “La dialéctica en la Khuñu-ñhunga”, “El materialismo histórico como parte integral de la filosofía khuñuñhunguera”, “El concepto de estructura en la Khuñu-ñhunga”, “Evolución de la concepción dialéctica en la cosmogonía de la tribu de los Dorpa”, etc. La figura central de este desplegado gráfico era una hoja que refería a la KHUNU-NHUNGA como omnipotente, omnipresente, omnisciente, eterna, infinita, todo y nada; a la vez que era representada bajo la figura de un Ouróborus, la legendaria serpiente que se come a sí misma, en un ciclo infinito de muerte y regeneración, de destrucción y renacimiento, de eterno retorno y que tiene sus raíces en la Alquimia egipcia y el pensamiento griego, pero que también está presente en India, en el Zoroastrismo y el pensamiento de gnósticos, rosacruces y masones, amén de tener su equivalente en la cosmogonía tolteca y nahualt y en la mitología nórdica.

Como reflexiona Luis Davis, uno de los estudiantes de ese entonces más involucrados:

...éramos una especie de teólogos de la Cuñuñunga, con mucha influencia de la dialéctica y de los principios epistemológicos, que eran posiciones filosóficas que estudiábamos mucho en esa época; sin embargo, no hicimos un intento como para armar algún tipo de ritual con ella. Nosotros habíamos leído algo de esas religiones que surgieron en el Oriente medio, con principios maniqueístas del Bien y el Mal, el Zoroastrismo, el Mazdeísmo; estábamos más influidos por la tradición oriental que por lo precolombino. Esas religiones no las estudiábamos en la carrera, sino que uno se lo buscaba por aparte. Nosotros no teníamos un curso de Antropología de las religiones, salvo por un profesor chileno invitado, pero igual leíamos autores como Mircea Eliade. No fuimos a las fuentes del chamanismo precolombino sino más bien a la dialéctica, fusionada con una especie de mezcla de varios autores clásicos de la antropología de las religiones y del orientalismo (comunicación personal, 16 de agosto, 2018).

Según relata José Luis Amador, por aquel entonces se acuñó otro relato que daba cuenta de la existencia de:

Un viejo antropólogo errante, probablemente de origen nórdico que había muerto en una abandonada calle josefina, y que lo habían encontrado abrazado al Jícaro Sagrado de la kuñuñunga, y con un papel en el bolsillo donde explicaba la extraña historia de su origen… Pero que sepamos algo, de cierto, de cierto, no sabemos nada cierto. Sin embargo, es sabido, que la leyenda relata que aquel antropólogo nórdico, había tenido una experiencia cuasi mística, en algunos de sus viajes por las tierras de la tribu Ta-mar Do-par, posiblemente en un paraje amazónico, según creo. Y en esa experiencia, había llegado a libar la esencia Kuñuñunguera, experiencia que lo había elevado a los más altos niveles del éxtasis, a las alturas akásicas, y a los destellantes estados del saber absoluto, todo de un golpe. Y desde allí a la locura plena, tal y como lo han demostrado sus últimos escritos, especialmente su etnografía del Kuñus, sus poemas del Ñunga, sus escritos secretos en lenguas y en general, el estilo de vida que lo arrastró y finalizó en los arrabales josefinos, no muy lejos de la Calle de la Amargura, donde dejó no pocas deudas y perros amarrados, por cierto (comunicación personal, 31 de julio, 2018).

Termina nuestro colega, reflexionando:

...lo que sí resultaba harto extraño en todo aquel relato de sectas secretas, rituales amazónicos y antropólogos perdidos, era la curiosa lista de nombres y experiencias vividas por aquel legendario antropólogo nórdico, porque dándole vuelta, los nombres de los personajes y de los sitios de la historia, eran sospechosamente parecidos a los nombres de los profesores de la Escuela de Antropología de aquella época. De hecho la tribu de los “Tamar Dopar”, al revés, era casualmente, el nombre de Marta Pardo, una de las más conocidas profesoras de nuestra generación. Qué casualidad, y así sucesivamente, los otros personajes de esta apasionante historia… Resultaba también digna de mencionar que la exégesis del mito de la Kuñuñunga, era sospechosamente parecida a una mala interpretación de los escritos de Karel Kosík, filósofo checo que nos tocó leer en algún curso, en donde destacaba el hecho de que la Kuñuñunga era simultáneamente “el todo y la nada”, el “fenómeno y la esencia”. Era la suma de los contrarios, el contrario de la suma, principio y fin…Aunque la verdad, lo cierto es que pocos entendían bien qué rayos era, aunque todos compartían con fruición su esencia en las noches de ritual (José Luis. Amador, comunicación personal, 31 de julio, 2018).

Pero, ¿qué pasó con todo este profundo y delirante pensamiento? Francisco Corrales nos lo relata así: “El culto a la Cuñuñunga empezó a decaer a mediados de los ochentas, luego de que en una fiesta el calabazo cayó de una mesa y se rompió. En una versión, alguien lo botó. En la aceptada por la orden sacerdotal cuñuñunguera, el calabazo, ante la decadencia que se estaba generando en el movimiento… se autodestruyó…” (comunicación personal, 8 de agosto, 2018).

El calabazo desapareció, pero el mito de la Cuñuñunga, aunque más debilitado, continuó sostenido por quienes, años atrás, estuvieron imbuidos por su espíritu. Al filo del cambio de milenio, la Cuñuñunga tuvo incluso sus minutos de fama fuera del recinto universitario, cuando fue citada en letras de molde y su foto apareció en un diario de circulación nacional. Ante la amenaza de eliminar o reducir el componente arqueológico en los estudios de impacto ambiental por cambios en la ley de SETENA, arqueólogos de la UCR plantan una mesa frente a Casa Presidencial, colocan ahí la escultura en piedra de la Cuñuñunga y le hacen un ritual con velas, mismo que fue inmortalizado en el registro periodístico.

Los años discurrieron, con generaciones de estudiantes que venían e iban, cambios de profesores y autoridades, cambios de planes de estudio y de paradigmas y hasta cambio de edificio. Todo ello fue debilitando el pensamiento cuñuñunguesco, hasta que todo aquello pareció quedar adormilado, sólo como un lejano y nostálgico recuerdo preciosamente guardado por aquellos que alguna vez lo vivieron.

Pero al igual que el Ouróborus, en cierto momento, como atendiendo a una arcana pulsión cíclica propia de su naturaleza, la Cuñuñunga sale de su latencia, despierta, retorna, se transforma y se manifiesta nuevamente entre nosotros. Y la protagonista de este reencuentro no podía ser menos que nuestra chamana María Eugenia Bozzoli, quien narra así los hechos:

En el nuevo edificio, un día del 2016 unos guardas trajeron una pieza de cerámica negra, una cabeza cuya cara tiene los rasgos exagerados de un ser humano, como una máscara narigona. Los guardas la traían envuelta en periódico, apareció del lado oeste del edificio, estaba semienterrada. Los guardas le tenían miedo, no la tocaban sino con la envoltura de por medio; pensaban que era un maleficio. Se tranquilizaron cuando la dejé en la oficina que ocupaba en ese momento. Para darle estatus, me dije que se podía considerar como un pariente de la cuñuñunga y que podía estar ahí en Antropología. Le escribí sobre su origen en un papelito que le dejé dentro de su cabeza. Ahí veo el pariente a veces (comunicación personal, 14 de julio, 2018).

Reflexión final

La Antropología –incluida por supuesto, la Arqueología- es un conjunto de prácticas, corpus conceptuales y metodológicos, pero también es una experiencia de vida para sus practicantes.

Nuestra profesión nos brinda la oportunidad de ir en pos de la gloriosa humanidad de muchas personas de épocas pasadas y contemporáneas, al tratar de comprenderlas desde sus culturas. Pero con ello, nos brinda el regalo de enfrentarnos a nuestra propia humanidad.

Los antropólogos estamos llamados a trascender la inmediatez o lo tangible, para abordar lo intangible, buscando indagar en la vasta complejidad del fenómeno humano, sin juicios previos que opaquen su comprensión. Y en este empeño, nos toca compartir un horizonte temporal con colegas que se abrigan bajo esa misma campana profesional, pero también vivencial.

Y vamos creando comunidad, a partir de convergencias y divergencias, de lazos y barreras, de encuentros y desencuentros, y con ello amasamos mitos y ritos que buscan dar sentido a estas prácticas y a estas vivencias.

En ese espíritu surge la Cuñuñunga, con su fuerza ancestral, para celebrar la vida y la convivencia a través del sentido lúdico. Por ello, puede afirmarse, sin temor a equivocación, que la Cuñuñunga es inmanente a la esencia de la Antropología y que no por error, anidó en este nicho.

Como mito fundacional o primigenio de la disciplina en Costa Rica, la Cuñuñunga fue y es un punto álgido de creación de identidad colectiva, propiciando diversos rituales y sentidos, que van variando según las diferentes generaciones se apropian del símbolo. No obstante las variantes experimentadas, por encima prevalece la voluntad de ir al encuentro de la humanidad, tanto de los colegas como de aquellos hacia quienes dirigimos nuestro interés profesional.

Evocar la presencia de la Cuñuñunga en los cimientos de la Antropología y darle su papel como mito fundacional, es también invocar y poner esperanza en la simiente de la disciplina, para que nunca pierda la imaginación, la creatividad, el asombro, la alegría, la humanidad…

Y termino este relato diciendo: “Y me meto por un huequito y me salgo por el otro, para que las y los herederos de los mitos y ritos de la Cuñuñunga, me cuenten otros”.

Referencias bibliográficas

Herrera, G. y Arias, A. C. (2016). Los petrograbados de Guayabo de Turrialba, Costa Rica: un acercamiento a su significado. Herencia, 29(2), 175-204.