Mundo-caña. La trama social del trabajo cañero en el estado de Chiapas (México)

Noelia S. Lopez

Centro de Investigaciones Sociales del Instituto de Desarrollo Económico y Social (CIS-IDES) / Conicet, Buenos Aires, Argentina

noelia.sole.lopez@gmail.com

Cuadernos de Antropología

Julio-Diciembre 2021, 31(2)

DOI: 10.15517/cat.v31i2.47459

Recibido: 17-06-2021 / Aceptado: 21-09-2021

Revista del Laboratorio de Etnología María Eugenia Bozzoli Vargas

Centro de Investigaciones Antropológicas (CIAN), Universidad de Costa Rica (UCR)

ISSN 2215-356X

Resumen: Cada año, muchas personas que viven en la colonia de Tzinil bajan a cortar la caña de productoras y productores del pueblo de Socoltenango en el estado de Chiapas, México. La trama social entre el pueblo y la colonia aparece en los haceres y dirime los sentidos de producir y cortar caña, desbordando relaciones y espacios productivos. Esa trama social está hecha de fiestas, de riñas de gallos y de vínculos en el mercado. Se hace “subiendo y bajando”. Este artículo presenta los hallazgos (si así se me permite llamarles) de una investigación etnográfica que, situada entre el trabajo de campo y otros estudios sobre el trabajo cañero, se encuentra con el desafío de tener que escribir movimiento. En Tzinil y Socoltenango trabajar con la caña es una parte (total) de las cosas de la vida. Para los cortadores se hace al calor de las milpas y las fiestas en la colonia; y para los productores implica atravesar las vicisitudes de sostener el cultivo a través de un contrato. No todos los cortadores se consideran “proletarios rurales”, a pesar de que bajan al corte; ni todos los productores serían “empresarios cañeros”, aunque contraten mano de obra de arriba para sus cañales o puedan obtener algo así como una “ganancia”. Todo es mucho más fluido en la vida social en esta zona de Chiapas, contemporánea, rural y moderna: ¿cómo narrar la fluidez del trabajo sin que su peculiaridad se disuelva en la generalidad del concepto?

Palabras clave: caña de azúcar; pluriactividad; trabajo asalariado; campesinos; procesos de articulación social.

World-cane. The social warp of sugarcane labour in the state of Chiapas (Mexico)

Abstract: Every year, many people who live in the colony of Tzinil go down to cut the sugarcane of producers from the town of Socoltenango in the state of Chiapas, Mexico. The social warp between the village and the colony appears in the doings and settles the meanings of producing and cutting cane, overflowing relations and productive spaces. This social warp is made up of fiestas, cockfights and relations in the market. It is made by “going up and down”. This article presents the findings (if I may call them that way) of an ethnographic research wich, situated between fieldwork and other studies about sugarcane work, is faced with the challenge of having to write movement. In Tzinil and Socoltenango cane working is a (total) part of the things of life. For the cutters it is done in the heat of the milpas and the fiestas in the colonia; and for the producers it involves going through the vicissitudes of have to sustain the crop through a contract. Not all cutters are “proletarians”, even though they go down to cut; nor are all producers “cane entrepreneurs”, even though they hire labour from above for their cane fields or obtein something like a “profit”. Everything is much more fluid in social life at this contemporary, rural and modern zone of Chiapas: how to narrate the fluidity of labour without its peculiarity dissolving into the generality of the concept?

Keywords: sugar cane; pluriactivity; waged work; peasants; social articulation processes.

Introducción

La agroindustria azucarera mexicana, con sus 57 ingenios, moviliza todos los años los esfuerzos de casi 190 000 productores y más de 80 000 cortadores en todo el país (García, 2014). Al sureste de México, el ingenio La Fe y el de Huixtla representan los aportes chiapanecos a la producción del azúcar que junto con el café, organiza el mercado laboral más importante de la región. En medio de este cuadro general de la agroindustria azucarera moderna, se sitúa la principal actividad productiva de las localidades en las que hice trabajo de campo en 2016 y 2017, durante mis estudios de Maestría en Antropología Social en el Ciesas-Unidad Sureste; que me recibió como estudiante y residente temporal argentina.

Tzinil es una colonia que llamaría de altura. Sus 824 habitantes viven a 1 157 m sobre el nivel del mar. Cada año, muchos de los varones que viven arriba, bajan1 a cortar la caña de productoras y productores de Socoltenango quienes la venden al ingenio La Fe. Socoltenango es un pueblo de 4 674 habitantes cabecera de Municipio, y se apoya sobre una meseta a 884 metros de altura. Es, además, uno de los municipios que para la agroindustria azucarera moderna es parte de las áreas de abasto donde crece la materia prima que mueve los trapiches de la fábrica de azúcar en San Francisco Pujiltic (Figura 1).

Entre la colonia y el pueblo una trama social local aparece en las maneras en que se vive y valora el esfuerzo propio y el de los demás en torno a la producción y al corte de la caña de azúcar. A esto llamé el “trabajo vivido”. Lo que se hace y cómo se hace desborda constantemente relaciones y espacios productivos –los frentes de cosecha o las asociaciones cañeras2– para existir en las fiestas, en las riñas de gallos, en el mercado y en las relaciones cotidianas de las personas con sus compadres, tíos, vecinas y amigos, arriba y abajo.

En la vida cotidiana esa trama social entre localidades se realiza en los quehaceres de las personas “subiendo y bajando”: subiendo desde Socol para Tzinil a buscar trabajadores para el corte, a comprar frijol para revender a precios más altos o a participar de las peleas de gallos en las fiestas. También bajando de Tzinil para Socol, a cortar caña de azúcar, vender productos en el mercado, hacer alguna gestión, cobrar el Prospera3 o comprar un medicamento. Esta espacialidad hacedora le da forma a los vínculos entre la gente de Tzinil y Socoltenango, y a una distribución desigual de recursos –de dinero, de tierras y de agua– entre la colonia y el pueblo.

Abajo, para las y los productores cañeros socoltecos, plantar caña se teje bajo claves de sentido propias. La sensación de que al principio no había nada impregna con fuerza los orígenes y el agradecimiento a la caña llega con el crecimiento familiar y el de Socoltenango. La familia De la Cruz, con quien me vinculé durante mi residencia abajo, hace de la producción de caña su único ingreso monetario actual. Para José, uno de los 15 000 ejidatarios socoltecos, la idea de que un campesino sin tierra no es nadie organiza un mundo en el que plantar caña no es fácil en un sistema de agricultura por contrato.

Arriba, el trabajo asalariado de algunos cortadores de Tzinil se vive desde el trabajo en sus milpas, en terrenos más pedregosos y empinados que las planicies de abajo y sin más riego que la lluvia. La milpa4 es algo que no se abandona cuando se baja al corte, porque es lo que les enseñaron sus padres, porque es lo que me dicen que es lo nuestro; y porque arriba hay formas de estar ligados a la tierra, a los abuelos –que son el rayo, el fuego y el agua– y a los pobres. Muchas veces escuché a Los Herrera, la familia con la que viví en Tzinil, decirme que arriba somos más pobres pero más alegres. Antonia es el alma matter de la familia. Ella me dejó llegar a su casa, visitarlos y quedarme arriba.

Para poder dar cuenta del modo en que los “subires y bajares” tejen la trama social que le da un estilo propio al trabajo cañero en esta zona de Chiapas, primero presento brevemente cómo la caña conecta investigaciones antropológicas en toda América Latina, mientras sitúo a esta investigación en el terreno de los estudios cañeros en el Chiapas rural contemporáneo. Después, vamos a bajar a Socoltenango para conocer a la familia De la Cruz y al modo en que José produce su cañita. Luego, subimos a Tzinil; para conocer a la familia Herrera y cómo Ernesto, el esposo de Antonia, disloca la temporalidad del empleo en el corte, esa estacionalidad zafrera que viene de abajo, para hacerlo al calor de los requerimientos de sus quehaceres arriba, de la milpa y de las fiestas.

Conocí la trama social entre el pueblo y la colonia en el “subir y bajar” de las personas y en los míos, como trabajadora de campo. Abajo y arriba fundaron las coordenadas de las situaciones que vivimos entre octubre de 2016 y diciembre de 2017. Mi curiosidad por conocer las experiencias laborales de productores y cortadores cañeros, me puso en la situación de tener que moverme, porque eso hacían las personas en Tzinil y en Socoltenango. Mis “subires y bajares” como trabajadora de campo se prolongaron, después, en los dilemas de una escritura etnográfica: ¿Cómo narrar ese movimiento fluido de las personas, que fui intuyendo con el tiempo y la paciencia de quienes me quisieron hacer entender? Para eso, tuve que construir una mirada descentrada sobre los trabajos, una que lo destaque desde el fondo de la vida de las personas.

En la trama escrita de la etnografía como texto (Guber, 2001) intenté narrar sin que ese halo de lo movido se me pierda, para captar lo que Quirós (2014) llamó un mundo vívido. Si subir y bajar había sido la forma en que me había vinculado con las personas durante el trabajo de campo, en la escritura podía suceder algo parecido. La narración podía hilvanar la trama social entre la colonia y el pueblo en el “mundo-caña” a partir del “trabajo vivido”. Decidí que no iba a haber un apartado que se llame marco teórico. Buscaba superar un prejuicio, la idea de que una investigación empírica no está teóricamente fundada. Y a la vez quería mantenerme lo más cerca posible de las situaciones, de sus contextos y de las personas. La narración fue organizando una disposición espacial del texto donde las categorías teóricas quedaban abajo, en notas a pie de página. Porque mientras escribía, conceptos como el de “campesinado” o “proletarización” eran tan abstractos que disolvían eso que hacía peculiar a los trabajos y los días en Socoltenango y en Tzinil. Cortaban la cadencia de las interacciones narradas, interrumpían la fluidez de lo que había sido la experiencia. Las situaciones perdían ese halo de lo movido que tenían los quehaceres. Abajo, muchos productores con los que me vinculaba estaban “entre”, en el sentido de que no podían subsumirse dentro de las categorías teóricas de “empresario cañero” –una unidad productiva con niveles de acumulación que suponen ganancias extraordinarias que se reinvierten en la actividad–; o de “campesino cañero proletarizado” –una unidad productiva donde si bien se es dueño del medio de producción no se generan niveles de acumulación ampliados y, por lo tanto, vender caña se vuelve una especie de “máscara ideológica” de un salario (Lucas, 1982)–. Arriba, muchos cortadores vivían entre el corte y la milpa, es decir, que si bien participaban del trabajo asalariado en el corte, lo que teóricamente suponía su “proletarización”, lo hacían de maneras muy propias y a un tiempo que no se ajustaba a la demanda de trabajo de abajo, sino que más bien parecía dislocarla. La vida social era mucho más fluida que la rigidez de los conceptos. Así que muchas categorías quedaban abajo, en notas a pie de página. Arriba, en el cuerpo del texto, se podía estar en el “mundo-caña”, con las personas. La forma textual hacía que las maneras de hacer y las categorías propias de las personas en Socoltenango y en Tzinil tuvieran el estatuto que tenían que tener. Y los conceptos con los que académicamente se teoriza el mundo-caña quedaron abajo. De esta manera, un poco como hacía Ernesto cuando bajaba al corte, se dislocaban los conceptos para poder entender el “trabajo vivido” en el marco de un proceso que solicitaba tener que relativizar mis propias categorías analíticas. En este artículo espero mostrar que la manera en que las personas me dejaron conocer algo de sus trabajos y sus días suscitó tener que dislocar los conceptos (teóricos); y que esa experiencia se expresó en la prosa que le pude ofrecer en ese momento. Dislocar, en su sentido más amplio, quiere decir cambiar algo de su lugar habitual. En Tzinil y en Socoltenango las personas me enseñaron a conocerlas, moviendo esa empecinada manera que tenemos de acercarnos (de lo general a lo particular). Me enseñaron que una investigación puede estar teóricamente fundada y dejar que ese fundamento se mueva al calor del “trabajo vivido”, de ese trabajo con la caña que conocí moviéndome a través del trabajo de campo. Igual que se mueven cada año los Herrera, cuando abajo las cañas de la familia De La Cruz ya están crecidas, y se instala el bullicio dulzón de una nueva zafra.

Estar en el mundo-caña: el “trabajo vivido”

La caña de azúcar conecta investigaciones en toda América Latina: los estudios de Eric Wolf y Sidney Mintz (1975), los de Jose Sergio Leite Lopez (2010) y Ligia Sigaud (1971) en Brasil, los trabajos de Hebe Vessuri (1977) y Scott Whiteford (1981) en Argentina y de Luisa Paré (1987) en México. Esas investigaciones debaten sobre el desarrollo del modo de producción capitalista en nuestros países, sobre las formas de organización social de una agricultura intensiva, destinada al cultivo y procesamiento de un producto para la exportación. Las localidades agrícolas del estilo “factoría en el campo” (Wolf y Mintz, 1975) son las primeras protagonistas, y se tematizan desde el modelo del sistema de plantación o hacienda. Como nota la antropóloga argentina Hebe Vessuri (1977), cuando se habla de la producción azucarera la remisión a las plantaciones del Caribe y América Central –instaladas desde principios de siglo XVI y basadas en mano de obra esclava– se vuelven una especie de mito fundacional en la literatura cañera. En Brasil, los años 70 vieron nacer estudios sobre los trabajadores de las “usinas” en Pernambuco, que renovaron el panorama marcando la ausencia de los obreros del azúcar en la literatura. José Sergio Leite Lopes (2010) y Lygia Sigaud (1971) hacían avanzar las investigaciones en nuevas direcciones. En Argentina, los “obreros del surco” aparecen en las investigaciones de la antropóloga social Hebe Vessuri (1977), para problematizar cómo la base del sistema social de la finca cañera involucraba una compleja división del trabajo junto a un sistema de roles que constituían la trama de las relaciones sociales en una comunidad cañera tucumana. Entre los trabajos de Antropología en México se destacan los de las zonas cañeras de Morelos, Sinaloa y Oaxaca, desde la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Los estudios analizan el proceso de trabajo de los cortadores de caña y las experiencias de organización de este sector, que Luisa Paré, Irma Juárez y Gilda Salazar (1987) caracterizaron como una fracción del proletariado agrícola. La relación entre el proceso de trabajo en el campo cañero y los procesos de organización y de lucha para mejorar las condiciones de trabajo y de vida es la clave de una obra ineludible en la tradición de los estudios cañeros mexicanos: “Caña Brava”. A mediados de los 80 los estudios cañeros de Armando Bartra (1993) indagan el conflictivo triángulo entre Estado, trabajo y capital privado desde la economía política, para comprender la formación de un sector privilegiado entre los productores cañeros que puede obtener ingresos sin trabajar. Así, se analizan las derivas de la agroindustria en la historia mexicana y se le da continuidad a la discusión teórica sobre el problema de las clases en el campo en sectores ligados a procesos agroindustriales, los productores a contrato y los empresarios cañeros.

La caña, además, se enhebra a los grandes debates teóricos latinoamericanos del siglo XX, atravesados por el marxismo: el desarrollo del modo de producción capitalista en países dependientes, las formas de organización social del trabajo agrícola-industrial, la articulación entre modos de producción, la lógica de las relaciones de clase y las formas de subsunción, formal o real, del trabajo campesino al capital (Bartra 1982, 1989).

En las zonas cañeras de Chiapas, Campeche, Quintana Roo y Tabasco, investigaciones recientes tematizan la situación laboral de los cortadores y las migraciones trasnacionales (García, 2014). También hay estudios desde la vida cotidiana y los procesos de inserción laboral de familias jornaleras (Santos, 2014), dentro de lo que Hubert Cartón de Grammont y Sara Lara (2000) llaman mercados segmentados de trabajo. Los estudios contemporáneos en Chiapas que relevé, como los de César Ordoñez (1992) y Jania González Wilson (2012) sobre el ingenio de Huixtla, o los de Juana López Gómez (2013) y Guadalupe Montes Ramos (2011) sobre Pujiltic; están abocados al análisis y la comprensión de los procesos productivos. La manera de acercarse al trabajo cañero en esas investigaciones se centra, preferentemente, en describir los espacios y las condiciones objetivas de trabajo en la fábrica o los frentes de cosecha. Estas investigaciones se sitúan, y hacen importantes aportes desde ahí, en los cañaverales, las asociaciones o los ingenios azucareros. Describen las condiciones laborales objetivas, las formas flexibles de contratación, el trabajo a destajo, el pago por tonelada de caña cortada y entregada al ingenio, la falta de seguridad laboral, la precariedad del empleo, el carácter estacional de la demanda de mano de obra para el corte y la migración temporaria que moviliza este tipo de mercados de trabajo. Explican cómo estas condiciones, ligadas a la particularidad del sistema productivo, determinan las relaciones laborales y extra-laborales de los trabajadores y sus familias. La unidad de análisis es la organización del proceso productivo y el énfasis está puesto en explicar cómo funciona. La mirada se centra en las unidades productivas: la fábrica o el campo cañero; y las relaciones de trabajo in situ se analizan mientras se visibilizan y denuncian las formas de segmentación y de control laboral y extra-laboral de la fuerza de trabajo, los mecanismos de extracción de plusvalor y la jerarquía de los sectores productivos. Estas cuestiones ya están recorridas, son parte del suelo que nutre este trabajo y me hacen preguntar qué puede aportar éste estudio sobre el trabajo con la caña en esta zona de Chiapas.

En Socoltenango y en Tzinil si yo llegaba para poner a la caña como tema de estudio y retomar con ella una tradición de debates y estudios cañeros, la cañita era otra cosa para quienes la siembran5, la riegan y la hacen crecer con orgullo en los cañaverales alrededor de Socoltenango. Era otra cosa, también, verla pintada a los costados de las faldas de las jóvenes que acompañan a la virgen de La Candelaria en su día, sentir el olor dulzón de los cañales cerca del ojo de agua o tocar la desembocadura de la cascada Velo de Novia que los irriga, abajo. También era otra para los cortadores, que se vinculan con ella cuando bajan de Tzinil a la zafra, donde la aspereza de la hoja verde se metamorfosea en tizne negro y pegajoso después de la quema. En las situaciones de la producción, del corte y en muchas otras de la vida, la caña no era un tema, era estar en un mundo.

Describir y analizar las experiencias laborales significó para mí conectar con qué es producir y cortar caña para las personas. Así, intenté construir una mirada descentrada sobre el trabajo, una que lo destaque desde el fondo de la vida, como propuso la antropóloga Julieta Quirós (2006) entre los piqueteros del Gran Buenos Aires. Descentrar los espacios productivos no quiso decir dejar de lado el esfuerzo que cuesta producir y cortar caña durante la zafra, la cosecha. Más bien implicó considerar que si las personas que producen y cortan son también padres, hijos, milperos, campesinos y apasionados criadores de gallos; yo tenía que moverme junto con ellos para entender qué quiere decir bajar al corte desde Tzinil a los cañales de Socoltenango, donde los productores tienen sus urgencias y preocupaciones. Mi intuición era que las relaciones laborales podían entenderse mejor si el trabajo con la caña era restituido en ese movimiento general de la vida, en eso que era para alguien estar en el “mundo-caña”.

“Mundo-caña” fue mi modo de expresar que es una forma de vida. Y que distintos procesos (económicos, políticos, sociales y culturales) de larga duración y con temporalidades diversas coexisten para darle forma y para participar de las relaciones intersubjetivas que se tejen en ese mundo, sin que esa forma se subsuma a una totalidad de sentido cerrada, a la unidad universalizante del concepto. Porque la caña llegó con los primeros frailes dominicos a una zona tseltal y pujante, como lo era Copanahuastla (Ruz, 1992b); porque los bienes de los frailes, desamortizados, incluían trapiches que pasaron a manos de familias que formaron fincas paneleras donde esa caña se convirtió en aguardiente, y así viajó a Comitán y Guatemala (Barrera, 2017). Porque cultivar caña de manera intensiva se hizo posible con un proyecto agrícola-industrial que incluyó, a mediados de los años 50, la creación del ingenio La Fe y de un sistema de riego para el Río San Vicente; y porque desde ese momento la caña se convirtió en azúcar. Así, como dice Leopoldo Bartolomé (1980), la caña articula este mundo, donde los procesos productivos se traslapan a procesos sociales, culturales y políticos más amplios en estas comunidades biculturales (Hermitte, 2014), sin que esos procesos queden subsumidos a los primeros. En esta zona de Chiapas, considerada una región eminentemente no indígena, las relaciones históricas entre indios y ladinos le otorgan un estilo muy propio a los procesos productivos. Arriba y abajo es el índice de la trama en que se organiza una división social del trabajo cañero asentada en procesos de larga duración, que no son supervivencias del pasado, porque son actuales y contribuyen a que el trabajo cañero sea como es. Lo que se pueden llamar procesos de articulación social (Bartolomé, 1980), son las maneras en que se tejen las relaciones entre quienes ocupan la dirección de las asociaciones cañeras y los productores, entre los productores socoltecos y los jornaleros que contratan para trabajar en sus cañales y entre los cortadores y los contratistas que son tíos y compas en la colonia de Tzinil. Además, son el indicio de que las diferencias ligadas a que abajo hay caña y arriba cortadores, como muchos me decían cuando me instalé en Socoltenango, se articulan a otras distinciones, como la certeza emotiva de las personas de Tzinil de que arriba somos más pobres pero más alegres, los vínculos entre las mujeres de Tzinil y de Socol en el mercado y los conflictos entre tzinileros y socoltecos en torno al reparto agrario. En el “mundo-caña” se traslapan diversos modos de organización social de la tierra, formas de intervención gubernamental del entorno, maneras de organizar la actividad productiva cañera y vínculos históricos entre el pueblo y la colonia. Toda una compleja y densa trama social, que me llevó cuatro meses empezar a intuir, estaba haciendo que el trabajo con la caña fuera como ahí podía ser. Y si yo quería captar esa manera tan peculiar, tenía que intentar entenderla desde ahí.

Bajar a Socoltenango: la familia De la Cruz y la producción cañera

Desde mi casa en San Cristóbal de Las Casas a Socoltenango se llegaba “bajando”. Primero había que pasar por la tercera localidad más grande del estado de Chiapas, Comitán de Domínguez. Ahí terminaba el recorrido de la combi y había que tomarse otra, más chica y destartalada que dice SOCOL y que hace la ruta de la caña que llega a San Francisco de Pujiltic, donde está el ingenio. La ruta nacional 226 pasa primero por el Complejo Eco-Turístico Cascadas El Chiflón junto a la cascada Velo de Novia –rodeada de cañaverales–; sigue por la Unidad del Distrito de Riego y pasa por Socoltenango, que desde arriba se ve como una mancha amesetada y chata, llena de caña. Esa misma ruta sigue y conecta a Socoltenango con el ingenio La Fe, que en la zafra se llena de camiones que van y vienen trasladando caña cortada, y cortadores. Ya desde Comitán las situaciones hacían aparecer esa expresión que me era tan ajena: la güera. En la estación solía escuchar a los choferes socoltecos ¿alguien más para Socooool? Nomás la güera, contestaba alguno. Con el tiempo se hizo más habitual para ellos que una extraña pasara de largo las cascadas para seguir hasta Socoltenango sin que pensaran que me había confundido de parada. Cuando me fui a vivir a Socoltenango para algunas personas pasé de ser la güera, a veces la gringa, al más cariñoso apodo de la argentina, que nunca dejó de demarcarme como quien era: una fuereña.

Llegar y quedarme me instaló en esa apacible atmósfera de pueblo que poco a poco fue para mí Socol, abajo. Vivir en Socoltenango hace aparecer los cruces entre las relaciones familiares, la vida social y el trabajo con la caña. También destaca la abundancia acuífera de las tierras bajas, con un sistema de riego constituido, una cascada y un ojo de agua que provee al pueblo todo el año y que llena las acequias de los costados de las calles socoltecas.

Para las y los socoltecos el pueblo había cambiado desde la llegada de la producción agrícola industrial de la caña, cuando la familia Pedrero (Stephen, 2004) creó la fábrica de azúcar en 1954 y la Secretaría de Recursos Hidráulicos un distrito de riego (Villafuerte et al., 2002). Había cambiado para bien, o como ellos me decían, había progresado. Las charlas con Timoteo y Manuel, dos pobladores socoltecos, me hicieron saber los cambios que destacaron como memorables: la creación del ingenio y la del distrito de riego entre 1969 y 1977. Las formas de la propiedad y uso de la tierra surgieron de situaciones de conversación, donde lo memorable es tremendamente actual y relacional. Timoteo –secretario técnico del Ayuntamiento– me contó en su oficina de la creación del ingenio y del distrito de riego diciéndome que al principio no había nada ¿Y cuál principio? ¿O cuándo el principio? Entendí que me hablaba del Distrito de Riego, todo un principio de paisaje. Así Timoteo me fue contando, como si la historia fuera una cosa del pasado que sacaba de un cajón de su escritorio y me la daba. Y no hay otro modo de contármela a mí si no es desde esa nostálgica vida moderna de su pueblo, tan cambiado.

Manuel –uno de los primeros cien comuneros que empezó a plantar caña en Socoltenango–, lo hizo al son de su marimba y su casamiento con Mercedes, mientras cuchareaba los recuerdos desde el caldo que tomábamos juntos en su casa. Entre sorbos aparecía la distribución de la tierra, desde los pliegues de su vida de marimbero, productor de algodón y después de caña. En ese diálogo sopero me enhebró la heterogeneidad de la estructura de la propiedad de la tierra. Porque Manuel me fue contando mientras tomaba su caldo y me decía que nosotros somos comuneros, –cucharada–, pero después llegaron los ejidatarios y al último, –otro sorbito con ruido–, los pequeños propietarios6. Estas distintas formas de propiedad de la tierra se traslapan hoy en la dinámica productiva donde quienes producen, si bien son cañeras y cañeros, se distinguen entre los más de 4 000 comuneras/os, 15 000 ejidatarias/os y casi 6 000 pequeños propietarios que viven en el municipio (Inegi, 1991).

Fue mi relación con la familia De la Cruz la que me hizo saber las vicisitudes, preocupaciones, malestares y alegrías de producir en un sistema de agricultura por contrato. Don José era uno de los más de 15 000 ejidatarios de Socoltenango y como muchos tiene caña. En la manera en que Don José produce su cañita hay algo que hace que un campesino sin tierra no sea nadie. Para él trabajar la tierra donde creció con su padre y su hermano modulaba una relación afectiva con ella, y es esa relación la que aparecía por debajo de cualquier racionalidad empresaria que se apuntalaba afectiva y familieramente.

Producir caña requiere varios procesos de trabajo (siembra, cultivo, cosecha y traslado) en unidades productivas diferenciadas y unificadas bajo una forma jurídica que es el contrato. Si en apariencia todas son “libres” de vender su producto al ingenio, único comprador regional, en la práctica está controlada. La situación de cada productor que participa del proceso contribuye a la creación de distinciones, ligadas a las características de los medios de producción, la propiedad de la tierra y a su relación con las asociaciones cañeras, que generan capacidades diferenciales para movilizar el trabajo. No solo por la cantidad de hectáreas, también por la fertilidad de los terrenos, al acceso o no al riego, a créditos y a los contactos que alguien puede tener en las asociaciones cañeras. Esto modifica sensiblemente la situación, generando diferencias que las y los productores perciben y destacan a su modo. Si la dinámica productiva está organizada a partir de la gestión de la producción por parte de las asociaciones cañeras, las y los pequeños productores encuentran modos muy concretos de subvertir sus estrictos controles impuestos. El contrato es una especie de guía de conducta, prescribe y proscribe comportamientos, ritmos y tiempos de producción, condiciones de calidad del “producto”7, maneras de mover la caña, niveles de sacarosa en planta. Parece tener la solidez de la regla. Y sin embargo en los cañales siempre se está trasgrediendo. Quienes están en condiciones más desfavorables sortean con habilidosa maestría esos obstáculos, cuando riegan de noche sus cañales para eludir cronogramas de riego, cuando mantienen relaciones personales con los coordinadores de los frentes de cosecha –los cañaverales organizados para el corte– o cuando varían su afiliación en las asociaciones –siempre y cuando uno se vaya bien, para poder ingresar de nuevo–. Salvo situaciones muy dramáticas, como un accidente que quema la caña antes de tiempo, algo que suele verse como una desgracia suscitada por envidias; la caña suele venderse. Hay un pragmatismo sabedor que hace que las y los productores no terminen de perder el control de lo que pasa en sus cañales, un control que está ligado a estar ahí, a su propia presencia en el cañaveral y a aquello que pueden domeñar con la vista. Ahí es donde pueden aparecer pequeñas astucias que coexisten con las estrictas cláusulas de la letra fría del contrato. Esas astucias tejen los hilos de las incontables anécdotas que circulan y se comparten cuando termina el día en Socoltenango, ligan a las personas y crean una épica campesina que expresa una dinámica relacional entre productores.

Para algunos productores que tienen tierras en Socoltenango José es un campesino, en el sentido de que es un viejo ejidatario. Y ciertamente José no se consideraría a sí mismo un empresario cañero, porque para él los empresarios son otros, productores jóvenes con puestos en las asociaciones cañeras e interesados en comprar sus tierras. Hay una distinción directamente vivida entre empresarios y campesinos. Esa distinción tiene que ver con modalidades de la relación entre productores y asociaciones donde algunos hijos, jóvenes y profesionistas, se ocupan de tomar el rumbo de las organizaciones y modernizarlas. No se trata de momentos de un desarrollo sucesivo de etapas que se anulan. La aspiración que encarna en el paso de campesinos a empresarios por parte de estos jóvenes dirigentes, se expresa en el trabajo en los cañaverales y en las maneras de producir caña de azúcar. Ahí campesinos y empresarios se cruzan y tienen una imagen de sí en relación estrecha a la de los demás. Desde el punto de vista de un empresario cañero, la juventud y la formación académica organizan cierta mirada de sí que es solidaria de un porte en el cañal: la prolijidad de la ropa limpia, la mirada arriba, una postura segura que llega en carro moderno y que se destaca desde el fondo de la relación paterna con el campesino. Desde la mirada de José un campesino sin tierra no es nadie, porque el cañal es el entorno que comunica con su padre y su hermano, el lugar donde creció y donde quiere que lo entierren. Y también es el ámbito de sus quehaceres, de los caballos que extraña y de las noches estrelladas. Desde ahí aparece el profundo malestar de José cuando esos jovencitos le insinúan la posibilidad de comprarle sus tierras. Le da coraje.

Don José produce en una situación que está “entre”. En su experiencia pueden coexistir dos comportamientos que, como destacó el antropólogo argentino Fernando Balbi (1990) para los pescadores entrerrianos, analíticamente se tienden a separar: José hace cosas orientadas a obtener “ganancias” sin por eso asumirse como un empresario, aunque no pueda “acumular” más allá de ciertos límites. Y a la vez no deja de percibirse como un campesino, porque tiene su tierra a la que se aferra queridamente. Y esto aparece de manera directa en los comportamientos, cuando cosecha hoy con el horizonte de destinar algún ahorro a la compra de más terreno encañado (como hizo el año que lo conocí), en su moral de buen productor fundada en saber trabajar la tierra, cuando diversifica cultivos y tiene las mejores tierras con caña pero en las zonas altas planta frijol, maíz y guineo; en el control directo del trabajo en campo; en el tipo de relación que tiene con quienes contrata porque no es posible recurrir a la familia (su hijo ya no quiere plantar caña) y en el vínculo amoroso con la tecnología, en especial las alzadoras, que son como las mujeres. Igual que Eduardo Archetti y Cristi Stolen (2017) descubren para los colonos santafecinos con el algodón, Don José produce caña entre, porque para él la caña está mucho más allá de un negocio rentable, porque lo hace a su manera, porque es una forma de vida que, le preocupa, se pierda. Esa manera de hacer las cosas solo se puede ver metiéndose adentro del cañal; y dejando que él vaya haciendo aparecer el borde de su terreno hecho de una cerca de caña quemada, la huella de los surcos donde descifra lo hecho y por hacer, el machete que prolonga su brazo, las especies de cañita y sus distintas floraciones, la indignación por el descuido del campo de al lado y esa expresión sesuda cuando me dice, abajo de un árbol, que un campesino sin tierra no es nadie.

Arriba, Tzinil: entre el corte y la milpa

Empecé a subir a Tzinil con una maestra de la Escuela Rural. Las combis a Tzinil salían del mercado de Socoltenango y el viaje duraba veinte minutos. La primera combi subía a las 6:30 –había bajado a las 6 con su dueño, que es de Tzinil–. Era la más colorida porque venía cargada de flores, tortillas, gallinas, pozol y tostadas. Las mujeres de Tzinil bajaban a vender en el mercado y subían con la última combi de las dos de la tarde. Todo viaje que hubiera que hacer después se hacía caminando, en carro o en mototaxi. A esa hora, todas las personas que subíamos veníamos de otros lugares: Betina era de Chiapa de Corzo, Vanina –la asistente de la escuela–, era comiteca; el director de la escuela socolteco y yo argentina. La primera vez me sorprendió escuchar al director decirme que si quiere ver caña es abajo, arriba sólo hay cortadores. El ascenso cada vez más pronunciado confirmaba esa manera en que las personas dicen subir y bajar, se prolongaba en el paisaje y evocaba una especie de polisemia fronteriza. La combi avanzaba, el terreno se hacía de terracería y el maíz reemplazaba las cañas. Arriba había más piedras, más viento y hacía más frío. La primera vez no pude imaginar cómo las personas trabajan la tierra en cerros tan pronunciados, qué sería ese esfuerzo de hacer la milpa en subida. Me pareció que uno de los motivos por los que arriba no se plantaba caña era ese. Otro, quizás, era que arriba se riega con agua de lluvia. Un productor socolteco solía decirme que es porque la costumbre es la milpa y entonces arriba no se hallarían plantando caña. Pero arriba me dirán que es porque la milpa es lo nuestro y porque arriba falta el agua que sobra abajo. Al costado del camino una mujer cargaba leña con un rebozo colorido en la frente, un niño le marcaba el paso a unas vacas flacas y un joven, machete y morral al hombro, se alejaba a paso sesudo entre la milpa. Aparecieron las primeras casas alternadas con corrales y la entrada a la colonia. Para estar en Tzinil tuve que conocer a Don Pablo, el comisario ejidal, y luego pedir permiso en la Junta Ejidal donde participan ejidatarias y ejidatarios. Quienes se llaman avencidados, las personas que no tienen tierras, no participan de la junta, que son los últimos domingos del mes. A fines de septiembre empecé a llegar a Tzinil desde Socoltenango, todos los días, autorizada. Así me incorporé a actividades de la escuela y comunitarias hasta que conocí a la familia Herrera. Cuando conocí a Antonia y empecé a llegar a su casa mi participación en la vida social de Tzinil dio un vuelco rotundo e inesperado. Desde ese momento hicimos todo juntas. Llegaba y la visitaba a ella. Así fui conociendo a Ernesto, su esposo, a sus hijos y sus esposas, a su hija menor y su pareja, a las nietas y nietos de Antonia y su comadre. Ella me recibió en su casa y nunca entendí bien por qué motivo. Creo firmemente que fue porque me había soñado, como me dijo un día. Empezamos a ir juntas a la milpa, a levantar camotes en el traspatio de su casa, a atisbar el fogón siempre encendido, a visitar a su comadre para hacer los tamales que vendía en Socoltenango, a participar en el grupo de la iglesia, a rezar novenas para los difuntos, a visitar o recibir visitas. Prendimos candelas a los santitos, hicimos arreglos con las flores de su traspatio y torteamos en las mañanas –aunque yo no muy ayudaba, como me decía, por mi impericia–, lavamos ropa y buscamos agua –la colonia no tiene agua entubada–. Las tareas de la milpa son la prolongación de las de la casa. A inicios de octubre, tiempo de cosechar maíz tierno, recogíamos elotes para pelar y preparar tamales o asarlos. A fines de noviembre, con el maíz macizo, en la casa se pelaba, se desgranaba y se dejaba secar para usarlo o venderlo. Con Antonia solíamos ir a la milpa chiquita que es la que estaba más cerca de la casa. La familia Herrera tiene dos terrenos, uno de ¼ de hectárea cerca del poblado y otro de una hectárea, más alejado, en la selva, al que solía ir Ernesto a caballo. De ese terreno traía leña y a fines de noviembre, llegaron calabazas.

Cada vez que conversábamos a Ernesto le parecía irreal que en Argentina no hubiera esto de la milpa y me preguntaba qué y cómo se plantaba en mi sitio. Solía contarme que aprendió a hacer la milpa desde que era pequeño, con su papá, que no quería que sus hijos bajen a cortar. No se acostumbrada a ir a ganar y nosotros queríamos ir, me contaba. El papá le decía, a él y a su hermano, que si quieren trabajar, ahí está el terreno. Pero para ellos hacer la milpa era como trabajar para un patrón. En ese tiempo para Ernesto bajar al corte era ganar dinero y esto sucedió más cuando se casó con Antonia. Pero la milpa también es un trabajo. Y no es un trabajo de subsistencia, que sólo garantiza la reproducción y hace que otros empleos estén para los ingresos monetarios, como yo había pensado en un primer momento. Para Ernesto la milpa también es un trabajo para ganar. Eso era algo que yo tenía que entender. Lo que pasa es que hay que saber esperar cuándo paga ese tiempo de la milpa, me decía con paciencia cuando intuía que yo tendía a organizar demasiado rápido una distinción que para él no era lo que hacía. La familia Herrera vende parte de la producción de frijol a los coyotes, intermediarios que suben de Socoltenango o Villa Las Rosas a comprarles. El precio está fijado de manera arbitraria, por eso hay un esfuerzo destinado a esperarla y hacer durar la cosecha, para que pague. Don Ernesto me explicaba siempre que la milpa y el corte son trabajos diferentes, pero que también nuestro trabajo de nuestra milpa es seguro. No quería que yo piense otra cosa.

Empezar a cortar caña los primeros días de noviembre reorganizó esta dinámica familiar de los Herrera: todos los días empezaron a las 3 y media de la mañana y quienes no bajaban al corte, sostenían el trabajo en la milpa con más regularidad que antes. Por esos meses la milpa pedía limpiar zacate, atender la falta o exceso de agua y esperar las cosechas de maíz (macizo) y la tapisca de frijol, a fines de noviembre y en diciembre. Creo que Ernesto este año cortaba porque había ese intervalo entre la siembra –a mitad de mayo la de maíz y en junio la de frijol– y la cosecha, porque la milpa modelaba el ritmo y la intensidad del trabajo de abajo. Una señora de Tzinil me dijo, mientras tomábamos café y ella torteaba, que como a esta altura [del año] no hay qué hacer en la milpa, muchos bajan al corte. Cortar caña en la zona tampoco es la única opción de trabajo asalariado para las personas en Tzinil. Ernesto otros años trabajó en la construcción en Playa del Carmen y en el corte de caña en Veracruz. Otras personas en Tzinil viajaban a las cosechas de tomate en Sinaloa y Baja California. Decidir bajar al corte y con quién es un esfuerzo de tiempo y relaciones en la colonia; y aunque en Tzinil lo hacen los varones reorganiza la dinámica de toda la familia. Por eso depende también de los ciclos familiares, de que haya personas que puedan quedarse a trabajar las milpas, de evaluar la oportunidad de cuánto dinero podría ganarse, de si ese año se dejó descansar la tierra o se cultivó.

Ernesto decidió que este año iba a cortar para el ingenio de Pujiltic y que lo haría con el compa Horacio, aunque él hubiera querido cortar con el tío Beto. Horacio y Beto son dos contratistas que trabajan para la misma asociación cañera, los dos viven en Tzinil y con ellos tiene vínculos personales. Los contratistas reclutan a los cortadores para trabajar durante la zafra. Cada uno trabaja con un grupo de cuarenta cortadores que forman su cuadrilla. Se ocupan de los traslados a los frentes de cosecha y del pago semanal por el trabajo en el corte, que se calcula a base del montón de caña cortada por día y se hace en Tzinil. Los cortadores no tienen contrato. La diferencia para Ernesto entre el compa Horacio y el tío Alberto, es que Beto trabaja mejor porque paga más, le suelen dar más hectáreas y se queda con la segunda (hectárea asignada como premio para la primera cuadrilla que termina la primera). Don Beto fue el primer contratista de Tzinil y en la colonia para muchos es un buen hombre. Ernesto se enojó con Beto cuando le dijo que no tenía adelanto –dinero que el contratista entrega antes de inicio de la zafra y que cada cortador desquita–; porque supo que le había dado a otros cortadores, más jóvenes, entre los que estaba la pareja de su hija. Así que empezó a bajar al corte con Horario, que después de las primeras semanas se fue con su cuadrilla para la zafra de un ingenio veracruzano; y entonces Ernesto terminó cortando con Don Beto, como quería.

Muchas familias que tienen tierras en Tzinil en esta época del año viven entre el corte y la milpa. Las dos actividades coexisten y organizan lo que llamo una experiencia dislocada de la temporalidad del empleo. Esto quiere decir que el corte está alterándose, interrumpiéndose y retomándose, en virtud de las contingencias y los requerimientos de la vida, centralmente de la milpa pero también de las fiestas. Porque nadie empieza el corte en medio de una fiesta; y nadie baja a cortar caña si tiene que majar frijoles. Cortar caña como lo hacen los varones de la familia Herrera no se explica en virtud de un proceso único de proletarización8. Como dice Arturo Warman (1980), hay diversas maneras de participar en el trabajo asalariado. En medio de aquello que la sociología rural (Carton De Grammont, 2009) y la antropología (Narotzky y Smith, 2006) llaman la pluriactividad, la milpa a pequeña escala en Tzinil –para quien tiene tierra– marca el pulso de los empleos; y el corte está lejos de sustituir otras actividades. Para los Herrera bajar al corte de caña es la ocasión de acomodar una alternativa laboral bajo claves sentimentales, valorativas y de acción propias. De hacer jugar a su favor la contingencia de una situación siempre cambiante.

La trama social entre el pueblo y la colonia

Mientras suceden y se hacen cosas arriba y abajo, mientras las personas subimos y bajamos, se tejen vínculos y relaciones. Como en el mercado de Socoltenango, abajo, los fines de semana. Una mujer de Tzinil con falda de colores y camisa bordaba ofrece papaúsas, chayotes y tostadas. Varias señoras venden flores de traspatio y una mujer parada, flaca y larga como las escobas de palma apoyadas sobre el poste de luz de la esquina, conversa con otra bajita que vende pollos. Muchas mujeres bajan de Tzinil a vender sobre la calle principal afuera del mercado. Las casas de los alrededores aprovechan la explosión de personas para vender jarros de cerámica, ropa y regalos. Las transacciones en el mercado son sutil y marcadamente distintas según de dónde vienen quienes venden y compran, y según qué cosas compran y buscan. Son interacciones cara a cara. Las compradoras de las cosas que bajan suelen ser mujeres socoltecas que tienen la idea de que las personas de Tzinil son más humildes y cerradas, pero buena gente. Ellas compran porque les parece que todo lo que viene de Tzinil es casero, porque necesitan tostadas, pozol, flores para adornar sus mesas y pollos de rancho –pollos buenos, que se crían comiendo maíz–. Y lo hacen con una carga que tiene mucho de un imperativo moral y cristiano: comprarles es hacer una buena acción, una forma de ayudarlas. Las mujeres de Tzinil parecen disponer de esa percepción para lo que les interesa, que es vender lo que tanto cuesta bajarles. A menudo me decían que en Tzinil somos más pobres pero más alegres que en Socoltenango, como parificando emotivamente las relaciones. Y había también una carga de malestar contenido sobre esa percepción que tenían las mujeres socoltecas de las personas de arriba. Si ese malestar no se expresaba a menudo abiertamente, ellas lo percibían de manera inmediata en ese trato directo, cara a cara, sin dejar de aprovecharlo para venderles. Todo esto pasaba las más de las veces en un clima de tan excesiva cordialidad que a mí me parecía que solo podía expresar tensiones, como contenidas y contenciosas.

Con las fiestas pasa algo parecido. En Tzinil, la fiesta de la Virgen de Guadalupe y su pelea de gallos son momentos en el que las personas de Socoltenango y de Tzinil se encuentran, se entretienen y se pelean. El día de la Virgen de Guadalupe es el doce de diciembre. El baile es el once y la feria dura quince días. La fiesta le sienta bien a Tzinil y es ciertamente más alegre. Se instala a fines de noviembre en la vida pública de la comunidad (en Socoltenango también se celebra, pero varias personas suben y otras se quedan abajo, sin dejar de comentar que arriba sí debe estar bien alegre). Hay que notar que a esta altura hace un mes que empezó la zafra, y así como empezó ya todos la van dejando. Es que en Tzinil hay muchas cosas para hacer: juntar dinero, distribuir las casas por donde pasará la virgen, preparar la enramada de la escuela. Aparecen los primeros puestos alrededor de la iglesia (la feria) y ya circulan los rumores sobre qué banda tocará este año en el baile (será Black Sugar, de Pujiltic). En diciembre el clima se siente en las calles desde el primero, cuando la virgen visita las casas y se hacen peregrinaciones diarias a la iglesia.

El día de la fiesta estaba en casa de Los Herrera con Antonia cortando carne junto al fogón, algo poco habitual porque es muy cara. Estábamos apuradas, se había anunciado la enramada de la escuela y queríamos estar ahí. También se anunció la pelea de gallos y el baile de la noche. En eso llegó una pareja a la casa. Eran amigos de Federico, uno de los hijos de Antonia, que venían de Socoltenango a ver la pelea. Federico estaba muy concentrado, alimentaba a su gallo más grande y le acariciaba las plumas. Se pusieron a conversar mientras lo miraban comer ¿sabría el gallo que se debatía si peleaba? Empezaron a llegar otros varones y uno de ellos midió al animal y así pareció confirmar que peleaba. Federico estaba nervioso. Quería mucho a sus gallos. Lo vi cuidarlos apasionada y meticulosamente, todos los días. Él tomó amorosamente a su gallo entre los brazos y se fue seguido de una escolta de varones. Después de la enramada de la escuela pasamos a ver las riñas, que eran en la casa de un vecino. Una fue entre un gallo socolteco y otro tizinilero, y a mí me pareció que eso le agregó un poco más de tensión al asunto. Había un árbitro que dio inicio y final a la contienda que ganó el gallo de aquí. Después, el dueño del gallo que había perdido se abalanzó enojado sobre el joven de Tzinil que había ganado la pelea. La muchedumbre suspendió los festejos y alguien llamó al orden diciendo que si se van a madrear, para afuera; lo que se acompañó de aplausos y asentimientos. El señor de Socoltenango se fue enojado mientras el otro se quedó a ver las próximas peleas, recibiendo aprobación y reconocimiento, porque había ganado alguien de aquí, como me dijeron. Luego siguieron otras riñas, pero ninguna tuvo la carga emotiva que sentí en ese momento.

Las personas en Tzinil y en Socoltenango se cruzan, se tensan, se encuentran y se desencuentran. Esta situación es solidaria, también, con una distribución desigual de la tierra. Porque también hay conflictos abiertos. Una larga disputa entre comuneros socoltecos y ejidatarios de Tzinil los enfrentó por la dotación de terrenos, y se recuerda más arriba. Ambos grupos echaron mano de las herramientas legales del derecho agrario mexicano para que, en un juicio agrario que duró 40 años (1955-1994), una sentencia favorable a los comuneros socoltecos terminara dotándolos de más tierras de las que tenían. Tener pocas tierras, arriba y con más dificultades para producirlas incidía en tener que recurrir al trabajo temporal en el corte de caña, abajo; y organizaba el sentimiento de que los productores socoltecos tenían mucha caña, que eran ricos y sobre todo, desagradecidos.

Esta conflictiva dinámica del reparto agrario y las situaciones de la vida social como el mercado y las fiestas, se articulan a la división social del trabajo que organiza la actividad cañera (a que abajo hay caña y arriba cortadores). El intento de captar lo fluido y diverso en que se me apareció el mundo-caña involucra esa trama social, un tejido de relaciones que no tiene una única dirección sino que es múltiple e interdependiente, pero también es jerárquico y desparejo: en la distribución de la tierra, en el acceso al agua, a recursos de salud y servicios entre el pueblo y la colonia. En la medida en que todas estas situaciones de la vida afectan a las personas, ponen en juego sus sentidos de lo que es justo y marcan el límite de lo aceptable o lo inaceptable; los sentidos del trabajo cañero desbordan relaciones y espacios productivos y se traslapan a un universo de vínculos sociales mucho más amplio. Es por eso que decidí contar cómo se relacionan las personas no sólo en los frentes de cosecha en el corte, sino en la dinámica de la vida entre la colonia y el pueblo, porque muestra una escala que las sitúa en el “mundo-caña” bajo claves que no son sólo económicas, son también interculturales, valorativas y afectivas, son personales y colectivas.

Estar en el “mundo-caña” es estar inmerso en un juego de relaciones prácticas donde producir y cortar son actividades que sí, se conectan más visiblemente durante la zafra. Pero la zafra se entiende mejor si se la destaca desde el fondo de otras situaciones que también forman parte de la vida de la gente. El corte de caña, sí, es uno de los trabajos más pesados en el “mundo-caña”, por las precarias condiciones laborales, porque es manual, porque se paga por semana en función de los montones cortados y porque el esfuerzo de trabajo que pide la caña lo hace, casi exclusivamente, quien está cortando. Y la zafra tiene temporalidades diferentes. Para productores como José, la cosecha es más bien un momento fugaz, dura uno o dos días en sus cañales, habla del ansioso cierre de un ciclo anual de cultivo y es cuando va a entrar el dinero para su familia. Como me dijo José, de esto comen y beben. Las mayores vicisitudes para productoras y productores parecen estar en el desafío de tener que cultivar caña en un contexto de agricultura por contrato. Para los cortadores, como Ernesto, yo creo que la zafra inaugura una experiencia dislocada de la temporalidad del trabajo asalariado; porque bajar al corte es algo que hace cuando lo deja la milpa. Bajar al corte puede ser aquello de lo que depende la economía familiar, aquello que depende de las relaciones personales con compadres o amigos en la colonia, algo que se puede hacer mientras la milpa lo deja, e incluso aquello que lo distingue a uno de la vida de sus padres. Bajar al corte es eso que se hace, una parte de las actividades de la vida, en medio de una trama social cargada de “subires y bajares”.

Agradecimientos

Este artículo presenta las claves de una investigación realizada en el marco de la maestría en Antropología Social del Ciesas-Sureste, gracias a una beca del Conacyt entre 2016 y 2018. Esta es una versión de sus aportes a partir de un documento presentado y discutido en el Seminario Permanente del Centro de Antropología Social del IDES en Buenos Aires, en abril de 2019. Gracias por sus aportes. A Jazmín Ohanian y Florencia Blanco Esmoris, por sus lecturas. A Rosana Guber, porque en ese curso de métodos en el IDES, allá por 2016, encontré el lugar desde el que podía hacer avanzar las intrigas cañeras. Y a las y los editores de la revista, por sus propuestas. Todas y todos hicieron que este artículo mejore.

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1 En el texto uso bastardillas (cursiva) para las expresiones locales tal y como me las dijeron las personas. El uso de comillas es para aludir a categorías teóricas.

2 Las asociaciones cañeras son instituciones que proveen de tecnología para el corte y el traslado, así como el acceso al crédito para los productores de caña afiliados; al tiempo que son las que negocian con el ingenio las condiciones para la siembra, cultivo, cosecha, entrega, recepción y calidad de la caña. Todas y todos los productores deben afiliarse a alguna de las cuatro Asociaciones Cañeras de la región para producir y para hacerlo mediante un contrato de compra-venta con el único comprador regional.

3 El Programa de Inclusión Social Prospera es una política pública de Desarrollo Social implementada por el gobierno federal desde septiembre de 2014. Consiste en la entrega periódica de cantidades de dinero en efectivo a los hogares identificados en situación de pobreza extrema. La entrega del apoyo económico se efectúa a cambio del cumplimiento, por parte de los miembros de la familia, de una serie de obligaciones vinculadas con la salud, alimentación y educación.

4 La milpa es un agroecosistema utilizado por diversas comunidades en Mesoamérica y basado en el cultivo complementario (en un mismo surco) de maíz, fijol y calabaza.

5 Si el texto mezcla el uso de los tiempos verbales, es porque relato simultáneamente lo que todavía hoy se encuentra en la zona (y continúa) y lo que pudo aparecer durante el trabajo de campo.

6 La propiedad de la tierra está formada por las propiedades privadas individuales (pequeña propiedad), los ejidos y las comunidades agrarias, estas dos últimas formas de propiedad social. Los ejidos y comunidades constituyen modalidades de propiedad de la tierra exclusivas del país, producto de la reforma agraria entre 1934 y 1992. Las tierras de los ejidos y comunidades agrarias (con una serie de limitaciones e impedimentos para la compra y la venta) pertenecen a las y los ejidatarios y comuneros, no a la nación. En el caso de los ejidos, las áreas comunes pertenecen a todos y las parcelas son de cada individuo (se titulan a nombre de la persona). En las comunidades agrarias las áreas comunes son de uso común y las parcelas se encuentran en posesión del/la comunero/a que las trabaje, aunque son propiedad de la comunidad (esto era igual para los ejidos hasta antes a los cambios a la legislación agraria de 1992). La lógica en la que se organiza la estructura productiva en esta región de Chiapas expresa procesos donde el conflicto por el reparto es el principio de comprensión de una organización social, económica y política heterogénea, donde coexisten diversas formas jurídicas que se traslapan a modos de organización social de la producción agropecuaria.

7 Es la manera en que la Ley de Desarrollo Sustentable de la Caña de Azúcar (LDSCA) se refiere a la caña. Sancionada en agosto de 2005, esta ley regula la actividad agroindustrial en el país.

8 Me refiero a que A+M<MT, la fórmula que expresa que el régimen salarial sustituye en importancia al autoabasto y a la venta de mercancías es, como bien sabía Angel Palerm (2018), una abstracción.