Anuario de Estudios Centroamericanos
Universidad de Costa Rica, Volumen 45, 2019
ISSN: 2215-4175
DOI: 10.15517/AECA.V45I0.37665
Belice, ¿una sociedad pluricultural sin políticas multiculturales?
Belize, a Pluricultural Society without Multicultural Policies?
Elisabeth Cunin
Contacto: elisabeth.cunin@ird.fr
ORCID: 0000-0003-3988-5435
Odile Hoffmann
Contacto: odile.hoffmann@ird.fr
ORCID: 0000-0001-9813-0134
Recibido: 02/08/2018
Aceptado: 28/01/2019
Resumen
Belice se describe generalmente en referencia a su diversidad cultural y a la multiplicidad de grupos étnicos que lo componen. Sin embargo, desde la independencia reciente no se elaboraron políticas multiculturales que otorguen un trato diferencial a los individuos debido a sus identificaciones étnicas o raciales, tal como sucede en otros países de América desde los años 1980-1990. El objetivo del artículo es entender este desfase entre diversidad de la sociedad y ausencia de políticas multiculturales. Se apoya en el análisis de dos tipos de políticas públicas: las políticas culturales y las políticas de control de la propiedad. El artículo se estructura alrededor de un doble cuestionamiento acerca de las modalidades de elaboración del proyecto nacional en Belice. El análisis tiende a mostrar que la gestión de la alteridad se inscribe en la tradición colonial británica a la vez que integra las aspiraciones nacidas de la larga marcha hacia la independencia y que suscita formas específicas de gestión de la diferencia, en el sentido de políticas basadas en la redistribución diferencial de recursos sobre la base de pertenencias colectivas.
Palabras clave: Multiculturalismo, etnicidad, poscolonial, Belice, política pública.
Abstract
The former British colony in Central America, Belize, is usually described by observers as well as administrators and rulers, in terms of cultural diversity and multiplicity of ethnic groups which compose it. However, since recent independence (1981), the Government of Belize has not implemented multicultural policies that would grant differential treatment to individuals because of their ethnicity or racial background, as it is the case in the Americas since the 1980-90. The objective of the article is to understand this gap between the diversity of society and the absence of multicultural policies. It is based on the analysis of two types of public policies: cultural policies and property control policies. The article is built around a double questioning on the modalities for the implementation of a national project: how the Government of Belize has managed the legacy of the “divide and rule” colonial policy aimed at segmenting the population? How has it adapted to the “multicultural turn” of the years 1980-90 and its logic of recognition of diversity? The analysis tends to show that taking account of otherness by public policy is part of the British colonial tradition while integrating the aspirations born of the long march towards independence, and it also creates specific forms of management of the difference, in the sense of differential redistribution on the basis of collective memberships.
Keywords: Multiculturalism, ethnicity, postcolonial, Belize, public policy.
Introducción
A finales del siglo XX, el “régimen de los derechos humanos” y su corolario multicultural se imponen a muchos gobiernos latinoamericanos (Sassen), los cuales modifican sus constituciones para adaptar las legislaciones a este nuevo paradigma, convirtiendo así la diversidad cultural en un operador político. A partir del caso de Belice, se expone que otras vías son posibles aún para los que pregonan el reconocimiento de la diferencia en la constitución de sus naciones. La “diversidad cultural” se construye dentro de lo político, antes y después del multiculturalismo, con o sin políticas multiculturales. Este análisis se interesa por las maneras con las cuales se tiene en cuenta la diversidad –calificada de étnica, racial o cultural, según los contextos–, en dos ámbitos privilegiados de construcción nacional: la cultura y el territorio.
Belice, antigua colonia británica en Centroamérica, se suele describir en términos de diversidad de los grupos étnicos que lo componen. La página web oficial del Gobierno de Belice presenta al país de la siguiente manera:
The country is a melting pot of many races and over the years the muliti-racial make-up has risen through the influx of many people of Central America, Asia, Europe and the Caribbean… The population census shows that the main ethnic groups: Mestizo, Creole, Ketchi, Yucatec and Mopan Mayas, Garifuna and East Indian maintains a large percent of Belize’s population. Other ethnic groups: German and Dutch Mennonites, Chinese, Arabs and Africans accounts for a small percentage of the population. The ethnic groups, however, are heavily intermixed (El país es un crisol de muchas razas y, a lo largo de los años, la composición multirracial ha aumentado gracias a la afluencia de muchas personas de América Central, Asia, Europa y el Caribe... El censo de población muestra que los principales grupos étnicos son los Mestizos, los Criollos, los Mayas Ketchi, Yucateco y Mopan, los Garifunas y los indios (de la India), que mantienen un gran porcentaje de la población de Belice. Otros grupos étnicos son los menonitas alemanes y holandeses, los chinos, los árabes y los africanos, que representan un pequeño porcentaje de la población. Los grupos étnicos, sin embargo, están fuertemente entremezclados).1
El discurso intelectual y académico no se queda atrás y numerosas publicaciones describen, analizan y comentan la diversidad étnica y cultural de Belice como si fuera la característica más notable de este pequeño país, a medio camino entre el Caribe y Centroamérica (Bradley; Krohn et al; Wilk y Chapin; Iyo). La representación etnocentrada del país –yuxtaposición de grupos étnicos– es una práctica heredada de la gestión colonial de la población, como lo muestra el análisis de los censos realizados desde el siglo XIX (Cunin y Hoffmann).
Sin embargo, esta visión no fue ni es la única posible. En el momento de la independencia, en 1981, el Gobierno parecía cuestionar una política de trato diferencial de los individuos según su pertenencia étnica. La Constitución declara que quiere “eliminar los privilegios y desigualdades económicas y sociales entre los ciudadanos de Belice, debidos a la raza, el origen étnico, el color, la creencia, la minusvalía o el sexo” (Preámbulo a la Constitución firmada en 1981). Los programas del People United Party (PUP), principal partido beliceño portador de la independencia en 1981, no mencionan nunca el origen étnico o cualquier diferencia cultural. Hacen hincapié sobre todo en la pertenencia nacional y una identidad que sería beliceña, en la tradición política occidental que plantea la equivalencia “un país-un pueblo”. Cuando el manifiesto del PUP introdujo recientemente una referencia a la diferenciación étnica de la población, fue bajo la forma del reconocimiento de un estado de hecho, una diversidad que, por cierto, había que preservar pero ciertamente no fomentar. “Respetaremos las distintas culturas de la población y garantizaremos que nuestras estructuras y políticas sociales y económicas no violen su cultura” (Manifiesto PUP 1998-2003).
En el momento en que aspiraba a reunir a su población en torno a un proyecto nacional unificador, Belice se enfrentaba de hecho a dos dinámicas políticas fuertemente ancladas en el trato de la diferencia: la herencia de una administración diferenciadora vinculada a la política colonial británica de “divide and rule” (divide y reinarás) y la instauración en las Américas de políticas multiculturales, basadas en el reconocimiento de la diferencia, en los años 1980-1990. De ahí nacieron múltiples desfases (una colonización británica tardía, una independencia igualmente tardía respecto a la de sus vecinos, la construcción nacional en un contexto multicultural) que permitirán volver, con una mirada nueva, sobre las configuraciones del multiculturalismo en América Latina.
En efecto, para estudiar y comprender el posicionamiento del gobierno beliceño, se debe precisar el contexto de este análisis. Belice se presenta como un laboratorio excepcional en América Latina, debido a una colonización tardía –se convirtió en colonia británica en 1862, cuando sus vecinos centroamericanos ya eran independientes desde hacía medio siglo– y la aplicación de la política inglesa de “divide and rule”. La descolonización fue igualmente tardía y compleja. La independencia adquirida en 1981 fue precedida de un período de self-government, instaurado en 1964. El self-government concedía una autonomía importante a las instancias y los protagonistas políticos locales, en un marco colonial, en materia de política interior. La política general (económica, exterior) seguía siendo la prerrogativa del Gobierno británico. Al mismo tiempo, Belice reflejaba las dinámicas sociohistóricas regionales experimentando, al igual que sus vecinos aunque con particularidades, las tendencias procedentes de la globalización económica, su inserción en las grandes corrientes migratorias, su integración a la vez centroamericana y caribeña, entre otros. En este contrastante contexto, interesa la elaboración de las políticas públicas en dos entornos que suelen determinar los ámbitos de autonomía –ideológica o territorial– de un país e imponer las condiciones de existencia de la nación y los grupos que la componen: las políticas culturales y el control de la propiedad territorial.
Los trabajos sobre Belice destacan tres “modelos” de gestión política de la diversidad étnica y cultural del país: el “modelo hegemónico” que se refiere al estatuto dominante de un grupo, los criollos (descendientes de esclavos negros y colonos blancos), asociados a la colonización británica y que se han convertido con la independencia en el grupo de referencia que tiende a monopolizar la gestión política nacional; el “modelo pluralista”, el cual hace hincapié en la diversidad de la población procedente de la colonización histórica británica y de las migraciones sucesivas; y el “modelo sintético”, que destaca la construcción de un proyecto nacional colectivo original, concebido por las corrientes independentistas del siglo XX en ruptura con las políticas coloniales (Medina). Estos tres modelos se cruzan y se superponen desde 1981 –incluso en la historia de Belice–; mientras que las políticas implementadas distan mucho de ser lineales y homogéneas.
El análisis de los dos ámbitos de aplicación mencionados –el cultural y el de la propiedad– permite ir más allá de esta tipología. Pone de manifiesto que las variaciones en las políticas implementadas se refieren menos a la composición étnica de la población (como en el modelo de Medina) que al posicionamiento de unos y otros –grupos y gobiernos– frente a las fuerzas exógenas (Imperio colonial, arenas transnacionales, globalización de los derechos) y endógenas (paradigma desarrollista, construcción de la nación) que dibujan, en cada período, el ámbito de las opciones políticas posibles.
Nos preguntaremos si existen políticas –y cuáles– fundadas en el reconocimiento de la diferencia o explícitamente destinadas a los grupos étnicos. En este caso, ¿toman la forma de “políticas del reconocimiento” de las identidades o de “políticas redistributivas” destinadas a corregir las desigualdades sociales (Gros y Dumoulin)? O, al contrario, ¿observamos una voluntad de superación del origen étnico que se inscribiría en una lógica de afirmación de unidad nacional, en el momento en que se construye el Estado nación? O, más prosaicamente, ¿asistimos a una reproducción de las estructuras y las divisiones coloniales en las jerarquías nacionales, sin respaldo ideológico preciso? Nos enfocaremos en los dos tipos de políticas públicas mencionados arriba (políticas culturales y control de la propiedad), seleccionados por ser campos de observación privilegiada de las relaciones entre identidad nacional, soberanía y políticas públicas.
Las políticas culturales entre continuidad y discontinuidad: El nacimiento del museo de Belice
Al estudiar las políticas culturales beliceñas, se tiene la impresión de que el Estado puso su mejor esfuerzo para salvaguardar o reconocer la diversidad, pero ciertamente no para fomentarla, profesarla e inculcarla. Para el Instituto Nacional de Cultura e Historia (NICH, por sus siglas en inglés), principal órgano de coordinación de las políticas culturales, el asunto pasaba por la “preservación de la diversidad de la cultura y el patrimonio”, de un “Belice que asume la diversidad de su patrimonio cultural” (NICH 6).
La programación 2006-2007 multiplica las fotografías y leyendas sobre los grupos étnicos y recuerda la misión del NICH: “alentar a los Beliceños a comprender mejor sus raíces históricas y étnicas” (Work Plan 2006-2007, s. p.). Sin embargo, en el mismo periodo, a nivel de las actividades concretas de los institutos que componen el NICH, las referencias a la etnicidad son menos evidentes. Si el Instituto de Arqueología, por definición, se concentraba en los lugares mayas, el Instituto de Artes Creativas solo presenta una activad en términos étnicos (sobre la cultura criolla), de las veintiséis identificadas.
Por su parte, el Instituto para la Investigación Social y Cultural se involucró en una exposición sobre los tejidos mayas y menonitas, el lanzamiento de la obra “African Maya History Project Book” y una exposición sobre la población proveniente de la India. Todas las demás actividades (publicaciones de libros, concurso de belleza, exposición ambulante sobre las plantas, historia de la House of Government, programación de “danzas tradicionales”, exposición sobre el deporte, clases de lectura) no fueron calificadas étnicamente.
En su artículo sobre las manifestaciones culturales posteriores a 1981, Michael Stone (1997) puso de manifiesto que casi todas las iniciativas relacionadas con grupos étnicos particulares venían “de abajo” y en muy pocas ocasiones contaron con el apoyo del Estado. A partir del análisis de las actividades concretas implementadas en los años 2000, se observa un desfase entre la afirmación de la plurietnicidad de la sociedad en los discursos generales oficiales o las herramientas de comunicación (páginas web) y la ausencia de políticas de reconocimiento de la diversidad.
Ahora bien, desde 1981, la administración no ha adoptado políticas redistributivas, las cuales hubieran favorecido el acceso a la cultura de algunos grupos marginalizados, establecido políticas diferenciales (enseñanza en las lenguas maternas, por ejemplo) o hecho de la cultura una herramienta de desarrollo, entre otras posibilidades de acción.
Nacimiento de las políticas culturales del Belice independiente
Las primeras reflexiones sobre el lugar que debía concederse a la cultura en el proyecto nacional nacieron con la independencia, en torno a algunos actores y textos fundantes (Sánchez; Shoman).2 Si bien previo a la independencia ya existían instituciones culturales como el Instituto Bliss, el Consejo Nacional de las Artes, los Archivos Nacionales, el Instituto de Arqueología, entre otros, estos se asociaban, o bien a la política colonial británica y a su visión elitista de la cultura, o bien a iniciativas locales. Será sobre todo a principios de los años noventa cuando se constate una mayor efervescencia, a partir de la organización de dos congresos.
El 10 de noviembre de 1990, se celebró el Primer Congreso Anual sobre la Cultura y las Artes (First Annual Conference on Culture and the Arts) bajo el título de “Releasing Nacional Creativity”. Dos años después, el 20 y 21 de febrero de 1992, se celebró un segundo congreso titulado: “Let’s diversity reign, let’s freedom flourish. Towards a culture policy for Belize”. Al finalizar cada uno de estos encuentros, se publicó un resumen de las principales exposiciones, las recomendaciones de las medidas que debían adoptarse en torno a la orientación de las políticas culturales, los tipos de instituciones a implementarse y la definición consensuada de cultura a la que se arribó en ambas reuniones (“Releasing”, 1991; “Let’s diversity”, 1992). Al mismo tiempo, se inició una encuesta nacional, “What the people said. A report on a culture policy for Belize” (“What the people said”, 1992), encaminada a recoger expectativas, propuestas y experiencias de la población.
Estas iniciativas fueron llevadas adelante por el Consejo Nacional de las Artes,3 el cual contó, por una parte, con el apoyo de la Sociedad para la Promoción de la Educación y la Investigación (SPEAR, por sus siglas en inglés)4 y, por otra, con la colaboración de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), la cual acompañó estos debates a través del envío de expertos, financiación y la provisión de herramientas teóricas.5 El Gobierno tuvo amplia representación en estos congresos con la participación, en particular, de Said Musa, entonces Ministro de Educación, Deportes, Cultura e Información, y futuro Primer Ministro (de 1998 a 2008), además de representantes de otras instituciones culturales. Fue de gran importancia, igualmente, la presencia de un grupo de organizaciones étnicas nacidas en esta época, a saber, el Consejo Nacional Garífuna, el Consejo Cultural Toledo Maya, la Organización Caribeña de Pueblos Indígenas y Pride Belice, la cual, en el futuro, se convertiría en el Kriol Nacional Council.
Sin embargo, todos estos proyectos serían abandonados en 1993 debido a un cambio en el escenario político beliceño. En particular, el PUP, asociado a la independencia, fue sustituido a la cabeza del país por el United Democratic Party (UDP). Este último se esforzaría en hacer fracasar todas las iniciativas de su rival, sin brindar propuestas alternativas. Luego, con la vuelta del PUP al poder en 1998, los proyectos de inicios de década se concretizaron en la creación de una nueva estructura, el NICH,6 en 1999, y del Museo de Belice, fundado en el año 2000 y abierto al público en el año 2002. El NICH reunió, entonces, en una misma administración, la dirección de los museos, el Instituto de Arqueología, el Instituto de Artes Creativas, el cual sustituyó al Consejo Nacional de las Artes, y el entonces recientemente creado Instituto para la Investigación Social y Cultural (ISCR, por sus siglas en inglés).7
Los documentos de los dos congresos previamente mencionados y la información de los archivos que acompañaron el nacimiento de las políticas culturales son reveladores. Ponen de manifiesto, en primer lugar, que el Estado beliceño en construcción nunca funcionó autónomamente: los organismos internacionales (principalmente la UNESCO) y las ONG (en particular, aquellas constituidas sobre una base étnica) fueron quienes aportaron el capital humano y el conocimiento. De hecho, los administradores públicos británicos ya se habían retirado y los actores calificados en el campo cultural venían de afuera o de las asociaciones étnicas locales.
En segundo lugar, los responsables de las políticas culturales emergentes respondían a posiciones extremadamente variadas: algunos encarnaban el espíritu de las movilizaciones de la independencia de los años setenta; otros representaban la continuidad del personal directivo de la administración colonial en la administración nacional; y otro grupo era parte de la apertura del poder a la periferia geográfica y a las minorías étnicas. Finalmente, la divergencia en las posiciones adoptadas es notable, incluso, entre las personas pertenecientes a un mismo partido (el PUP). En este sentido, el aparato oficial naciente distaba mucho de constituir un conjunto unificado y homogéneo. A modo de ilustración, se presentan tres casos.
Para Said Musa, Ministro de Educación, Deportes, Cultura e Información, se debía insistir en una cultura de la libertad, encaminada a construir una comunidad nacional, lo cual favorecía “the fullest expression of everything that is Belizean” [la expresión más abierta y completa de lo beliceño] (“Let’s diversity” 3-4). Para este descendiente de emigrantes palestinos, quien fuera uno de los principales protagonistas de la movilización anticolonial antes de convertirse en ministro, las diferencias étnicas no tenían cabida en su modelo de nación.
El largo período de transición hacia la independencia –el llamado período de autogobierno acontecido entre 1964 y 1981– favoreció una cierta continuidad del aparato estatal y de sus actores: no hubo ruptura en el paso de la Colonia a la independencia, sino más bien una larga coexistencia entre administradores coloniales y nacionales. En este sentido, los líderes de la independencia fueron cooptados progresivamente por la administración del self-government y no introdujeron cambios radicales en las prácticas y las herramientas del Estado.
Otro ejemplo elocuente lo constituye Joseph Palacio, antropólogo, responsable de la rama beliceña de la University of the West Indies, garífuna y escritor de numerosos textos sobre los Garífuna, además de otras investigaciones. Palacio convocaba a no reducir la cultura a la etnicidad y daba a la cultura una definición que englobaba etnicidad, nacionalidad y la relación campo/ciudad. Las políticas culturales, desde su punto de vista, debían subordinarse a retos tales como los de promover el desarrollo y la igualdad (“Releasing” 2). Con respecto al “otro”, el garífuna etnizado, Palacio consideraba necesario integrarlo a la nación. En su visión no se daba espacio a hablar a favor de la alteridad, tampoco de la “diferencia”.
El último ejemplo que interesa destacar es el de Lita Krohn, directora del Consejo Nacional de las Artes, institución creada durante la administración colonial. Krohn, quien estuvo muy activa durante las movilizaciones de los años noventa con el objetivo de establecer una política cultural y es también miembro de la élite de Belice City,8 expresaría una visión etnizante de Belice al señalar que:
“The history of Belize is the history of the Maya, the European, the African, the East Indians, the Chinese, the Garinagu, people of the Middle-East and recently people from Central America” [La historia de Belice es la historia de los Mayas, los europeos, los africanos, los indios, los chinos, los garinagus, los pueblos de Oriente Medio y recientemente los de Centroamérica] (“Releasing” 5).
Lita Krohn también formó parte de la corriente que identificaba las prácticas culturales de acuerdo con su afiliación étnica garífuna, criolla o maya (“Releasing” 5). Para ella, con una cierta visión romantizada de la sociedad, las políticas culturales tenían la vocación de valorizar a los grupos étnicos.
No es nuestra intención, en este texto, tomar partido por alguna de estas definiciones contradictorias sobre la cultura y las políticas culturales, las cuales van desde la obliteración de la etnicidad, hasta su glorificación. Más bien, nuestro objetivo es destacar la ausencia de consensos dentro de la élite dirigente e intelectual del PUP en el momento del nacimiento de los primeros proyectos de instauración de políticas culturales. La dimensión “étnica” de la cultura no tenía entonces unanimidad, pero tampoco despertaba polémicas. Ella “estaba allí”, como un recurso disponible al que se podía tomar o no, siendo, a la vez, herencia colonial y horizonte de una nación en construcción.
El Museo de Belice: Entre proyectos nacionales y herencia colonial
En 1992, uno de los altos oficiales del gobierno beliceño, Assad Shoman,9 hizo un llamado de alerta contra lo que él denominó “a cult of the past” [un culto del pasado] y “a cult of ethnicity” [un culto de la etnicidad] (“Let’s diversity” 7). A su juicio, las reflexiones sobre la política cultural estaban demasiado centradas en la conservación de una “herencia”, al tiempo que remitían, irremediablemente, a la glorificación del pasado colonial. Por su parte, la celebración de la diversidad afianzaba el principio del “divide and rule” británico, política que favorecía la afirmación de las diferencias para ejercer el control de la población (“Let’s diversity” 9). En efecto, más allá del entusiasmo que acompañó a la independencia y su reflejo en los debates sobre la aparición de una política cultural nacional a inicios de los años noventa, no se debe perder de vista la reproducción y persistencia del relato colonial y del marco cultural colonial, tal como trataremos de demostrar a continuación, en el caso del Museo de Belice, en términos de elaboración del proyecto, objetivos del Museo y contenido de las colecciones. En la dimensión concreta del manejo del proyecto museográfico nacional, en gran medida, esa reproducción y persistencia se debieron al mantenimiento de relaciones de poder heredadas del régimen precedente y también a factores más prácticos, como la disponibilidad o no de colecciones como de recursos financieros.
Tomando en cuenta lo anterior, surgen las siguientes interrogantes: ¿cómo se llega a la creación de un Museo Nacional situado en Belice City, antigua capital colonial asociada a la élite criolla, y no en Belmopan,10 capital del Belice independiente no vinculada a un grupo étnico particular?, ¿cómo se concibe la creación de un museo exclusivamente concentrado en la historia colonial, que la joven nación condena, utilizando solamente vestigios mayas precoloniales, los cuales se encontraban completamente desconectados de toda problemática contemporánea?
Esta sección muestra la superposición de relatos históricos distintos y de referencias identitarias heterogéneas en el proyecto mismo de creación del Museo de Belice. Lejos de legitimar una identidad nacional en construcción, el Museo ilustra la coexistencia de distintos regímenes de alteridad (colonial, nacional, multicultural) en la puesta en escena de la nación. También muestra el desfase entre los ideales políticos anticoloniales y su realización material, entre los discursos entusiastas de los líderes de la independencia y su ausencia de autonomía y recursos.
La necesidad de un museo nacional ya había sido mencionada por el PUP desde 1969 (PUP Manifesto 1969-1974), en cuanto los líderes independentistas tenían conciencia de la necesidad de afirmar y hacer visible una “identidad nacional”. Sería preciso, sin embargo, esperar hasta el 1 de abril de 1990 para que se creara el Departamento de Museos y hasta febrero de 2002 para que el Museo de Belice se convirtiera en una realidad.
Entre los años 1980-1990, se discutieron varios proyectos, según da cuenta el boletín Newseum. Newsletter of the Department of Museums,11 creado en diciembre de 1991. El más ambicioso de ellos fue el de Joan Durán, al que Richard Price y Sally Price (1995) describen así:
“The nation-building purpose of the Museum of Belize has shaped many of the choices about exhibit content. People’s United Party ideologists chose to promote national unity through a strategy that soft-pedals the attribution of meaning to ethnic, linguistic, and phenotypic diacritics, which they view as a direct legacy of the colonial policy of divide and rule” [El objetivo de construcción nacional ligado al Museo de Belice ha dado forma a muchas de las opciones sobre el contenido de las exhibiciones. Los ideólogos del Partido Unido del Pueblo eligieron promover la unidad nacional a través de una estrategia que suaviza la significación de los diacríticos étnicos, lingüísticos y fenotípicos, que consideran un legado directo de la política colonial de divide y reinarás] (102).
Catalán, hijo de republicanos españoles, cercano a los movimientos de izquierda latinoamericanos, Joan Duran llevó un proyecto ambicioso y original, caracterizado por una visión nacionalista y anticolonial. En él, la referencia a la etnicidad es considerada como una herencia del “divide and rule”.
Con el cambio de mayoría política en 1993, se abandona el proyecto de Joan Duran. Se le acusa por su excesivo costo, su visión demasiado innovadora de la museografía, y por contar con un equipo de coordinación compuesto exclusivamente de expertos extranjeros.12 Se produjo entonces un retorno a una concepción “más clásica” del papel de un museo nacional, esto es, la conservación de colecciones y su presentación al público. Este período también trajo consigo la instauración de dos departamentos administrativos: el National Museum Council y el National Museum Planning and Executive Committee (Newseum, N.° 11, Agosto 1993).
A finales de los años noventa se inicia un nuevo proyecto de museo, con un contenido radicalmente distinto al propuesto por Joan Duran y cuya locación sería en Belmopan. Mientras que Joan Duran preconizaba la obliteración del tema étnico utilizando una perspectiva nacionalista, las exposiciones previstas en este nuevo proyecto de museo se propusieron presentar:
“The various ethnic groups of Belize, highlighting their contributions to the ethnic mix, so in effect we will have a Mestizo, Garifuna, Creole, Maya (contemporary), Mennonite among others gallery. In these rooms pictures, objects, mannequins, and various modes of representation will be utilized to portray the group. The final gallery will be an interactive type module for those who ‘Don’t know who they are in the Belize Melting Pot’. The general theme is to show diversity but also how Belize is strengthened by this diversity” [Los diversos grupos étnicos de Belice, destacando sus contribuciones a la mezcla étnica, por lo que en efecto tendremos una galería mestiza, garifuna, criolla, maya (contemporánea), menonita, entre otras. En las salas se utilizarán imágenes, objetos, maniquíes y varios modos de representación para retratar al grupo. La galería final será un módulo de tipo interactivo para aquellos que ‘No saben quiénes son en el Crisol de Belice’. El tema general es mostrar la diversidad, pero también cómo Belice se fortalece con esta diversidad].13
La diversidad se vio, así, indiscutiblemente valorizada y complementada por la mención de la mezcla cultural. No solo se concibió a la población dividida en grupos étnicos, sino que la colección tendría como objetivo permitir a cada uno situarse en un grupo. Sin embargo, esta prédica de representación multicultural no sería confirmada por la práctica: los proyectos de exposiciones fueron abandonados con el transcurso del tiempo y las exposiciones nunca se materializaron.
El Museo que, finalmente, se creó en el año 2002, no tiene mucho en común con la ambición inicial de Joan Duran, ni con el proyecto “multiétnico” previsto en Belmopan. En primer lugar, se envió a Londres a una joven arqueóloga criolla para estudiar museología, quien más tarde se desempeñaría como primera directora del Museo. Luego, la sede de este se desplazó de Belmopan a Belice City. Siguiendo una racionalidad de punto de vista financiero, esta elección llevó a instalar el Museo de Belice en un edificio colonial,14 en el centro de la antigua capital británica, asentamiento principal de la clase superior criolla integrada históricamente a la administración colonial. En paralelo, se llegó a la conclusión de que el edificio de Belmopan, concebido inicialmente como un almacén, sirviera de sede administrativa del Museo y acogiera exposiciones “semipermanentes” que, de hecho, nunca llegaron a realizarse.15
La primera exposición creada para el Museo se enfocó en las poblaciones mayas,16 “Highlighting the ancient maya culture that once inhabited Belize”. Esta exposición ocupa aún hoy el primer piso del Museo de Belice y presenta piezas arqueológicas de gran belleza que tienden a remitir a las poblaciones mayas a una historia precolonial.17 Esta primera exposición rindió homenaje a esas poblaciones, con lo cual se evitó un pronunciamiento sobre los debates que emergieron en el mismo momento, a partir de la movilización de las comunidades mayas para tener acceso a formas colectivas de propiedad de las tierras (Wainwright y Bryan). El Museo reconocía la diversidad cultural en el pasado, pero evitaba asociarla a las políticas de redistribución de tierras basadas en el reconocimiento de esta misma diversidad cultural.
El boletín Newseum permite comprender mejor la génesis de este modelo de museografía en cuanto plantea de manera recurrente la misma pregunta: ¿cómo constituir las colecciones del futuro Museo de Belice? Los dirigentes del Museo nunca tuvieron respuesta a esta pregunta. Por eso la organización de una exposición sobre los mayas precoloniales fue una solución, ya que el Instituto de Arqueología funcionaba desde hacía muchos años,18 las piezas arqueológicas eran numerosas, estaban disponibles de inmediato y se encontraban en la Ciudad de Belice. Pero este no fue el caso para la conformación de otras colecciones, lo cual obligó al Museo a recurrir principalmente a subvenciones privadas. Para asegurar ese fin, se creó el Museum Trust Fund, el cual agradece a los donantes en cada número de Newseum. Esto también implicó que la dirección del Museo debiera hacer frente a un problema práctico: no poseía financiación sostenible ni vehículo, por lo cual las piezas tuvieron que obtenerse de la locación más accesible: Ciudad de Belice.
En cuanto al resto del Museo, además de salas consagradas a la fauna, a la flora y a la filatelia, abrió sus puertas a una exposición sobre “la historia de Belice”.
Esta ocuparía toda la planta baja y daría prioridad a la historia colonial (presencia británica, vida diaria, explotación forestal) y a las movilizaciones por la independencia. La lista de los objetos que el museo recibió es significativa. En la rúbrica ‘Historia’, se encuentran “old books, old iron safes, iron cooking pots, colonial wooden furniture, religious and pharmaceutical paraphernalia, colonial bottles of ink” [libros antiguos, cajas de hierro antiguas, ollas de hierro, muebles de madera coloniales, parafernalia religiosa y farmacéutica, botellas de tinta coloniales]. Todos estos son objetos que ilustran la vida cotidiana de las poblaciones criollas, residentes en la Ciudad de Belice, quienes estuvieron vinculadas a los británicos, particularmente poblaciones asociadas a la explotación forestal.
Más allá de una manipulación consciente de un grupo, los criollos, en aras de conservar el monopolio de la representación simbólica de la cultura, lo anteriormente expuesto da la impresión de que las dificultades materiales han desempeñado un papel fundamental. Sin embargo, estas dificultades son ellas mismas el reflejo de una estructuración jerárquica de la sociedad, heredada de las relaciones de fuerza coloniales.
De hecho, la “cultura criolla” sigue siendo considerada como el símbolo de Belice. Al ser el grupo dominante, los criollos no se definieron como un grupo étnico y reservaron este calificativo a los “otros”, a los que no encarnaban la Colonia y luego la nación, a los que, para retomar la expresión de Grant (19), están en la sociedad, pero no son de esta sociedad. Los trabajos sobre Belice señalan, así, hasta qué punto el término criollo tiende a confundirse con el de “beliceñidad”. Para Waddell, “los ‘criollos’ en general se consideran los únicos verdaderos hondureños británicos, y es el único grupo que piensa en términos nacionales más que en términos raciales” (71). Shoman confirma esta afirmación: “los criollos son considerados los guardianes de la cultura colonial británica y esta, con su lengua, sus costumbres y tradiciones, es considerada propiamente beliceña” (116).
Como se ha visto, las políticas culturales y el proyecto de museo nunca han tenido consenso ni seguido una lógica lineal y claramente definida. Con todo, las opciones efectivamente elegidas no son totalmente resultado de la casualidad; las contingencias materiales son el reflejo de una jerarquía sociohistórica con la cual el Gobierno beliceño independiente no pudo romper. Es interesante destacar que, en un principio, la dirección del Museo tuvo a su disposición otros recursos para el establecimiento de colecciones que existían en los museos de los distritos del país,19 en particular, el Melda’s Museum en Dangriga (Stann Creek), el Tanah Mayan Arte Museum en San
Antonio (Cayo) y la Ba’lum Gallery en Benque (Cayo).20
Estas colecciones eran conocidas por los dirigentes del Museo. Además, regularmente se hacían inventarios de sus respectivas colecciones en Newseum. Surge entonces la pregunta ¿por qué no se las utilizó para abastecer, al menos en parte, al Museo Nacional?, ¿existía riesgo de “vaciar” a las instituciones locales de su contenido?, ¿no respondían estas colecciones a las expectativas de los responsables del Museo?
Es necesario, en efecto, recordar que esas colecciones estaban vinculadas a la historia regional y hacían hincapié en grupos étnicos específicos: garífunas en Dangriga, mestizos y mayas en San Antonio y Benque. ¿No correspondía su enfoque regional y étnico con la visión nacional de los fundadores del Museo? o ¿era un riesgo para el monopolio de la cultura dominante encarnada por la cultura criolla?
En definitiva, en vez de contribuir en la consolidación de una identidad nacional naciente, el Museo de Belice refleja las tensiones que atraviesan la sociedad y el campo político beliceño: herencia de lo colonial en lo nacional, competencia y jerarquía entre relatos históricos, medidas contradictorias, desfase entre la Ciudad de Belice y el resto del país, escasez de los recursos. Pensado a partir de un referente nacionalista del siglo XIX (el museo como invención de un “nosotros” nacional), en un periodo multicultural y globalizado (que fragmenta y debilita el “nosotros”), el Museo no logra incluir la diversidad y deja al margen las representaciones étnicas (museo local, iniciativas particulares).
Las políticas de tenencia de la tierra frente a la diversidad étnica
En cualquier país, el control del territorio y la regulación de las formas de acceso a este funden la relación a la soberanía (sea colonial, imperial o nacional) y a la ciudadanía entendida como “el derecho a ejercer derechos” (Lund), en este caso derechos de propiedad. Estos derechos de propiedad pueden ser definidos por textos legales (ciudadanía formal, en general nacional) o por prácticas y normas legítimas a ojos de la sociedad local, aun sin tener referencia jurídica (derechos consuetudinarios, ciudadanía local, condicionada o agraria). En un contexto colonial en que la mayoría de la población es subalternizada y privada de sus derechos ciudadanos, la relación a la tierra y al lugar de residencia funciona como medio para evidenciar los registros de pertenencia y las jerarquías asociadas. La regulación de los derechos de propiedad y más generalmente las “políticas del lugar” (en inglés locality: Radcliffe; Gupta y Ferguson) proporcionan un cuadro de lectura que informa sobre la manera de tratar la diferencia entre los ciudadanos colonizados.
En Belice, siempre ha habido tratos diferenciales en el acceso a la propiedad, al territorio y a los recursos que se encuentran ahí. Hoy, el Estado beliceño se niega a reconocerlo frente a las demandas expresadas por grupos mayas organizados en el distrito meridional de Toledo. Estos últimos, desde hace una veintena de años, se han apropiado la lógica, el lenguaje y las herramientas jurídicas del multiculturalismo, exigiendo que el Gobierno les reconozca derechos colectivos sobre sus tierras comunales (communal lands) y su tierra-madre (Maya Homeland). En estas páginas, el reto consiste en describir la genealogía compleja de la diferencia cultural en el manejo de derechos de propiedad, declinada aquí según el criterio étnico, maya, en las políticas territoriales.
Una legislación tardía de propiedad de la tierra
La historia moderna de propiedad de la tierra se inicia con las primeras leyes coloniales (1872) que pretendían establecer una relación de fuerza entre el Gobierno británico recién establecido como autoridad en la Colonia (1862) y la docena de grandes familias de colonos que se habían distribuido el territorio hasta entonces, sin normatividad jurídica muy establecida. El Gobierno declara su soberanía sobre el conjunto de las tierras aún no apropiadas en aquella época, o sea, en líneas generales, la mitad meridional del territorio colonial (tierras de la Corona, Crown Lands), y se reserva el derecho de otorgar concesiones y rentas (leases y grants), y eventualmente propiedad (freehold) sobre estas porciones. De esta manera, se atribuye un poder de regulación de acceso a la tierra mediante la adjudicación de las tierras a los que lo solicitaban, entre ellos los grupos subalternos –no blancos– presentes en el territorio: los criollos, los Garífuna procedentes de Honduras a principios del siglo XIX (1802) y de otros grupos de emigrantes (indios “coolies”, chinos, refugiados mexicanos) que llegaron durante el siglo XIX.
El caso de los indios maya es específico en más de un concepto. La historia oficial, colonial y posteriormente independiente dice que fueron expulsados del país por los primeros colonos que rechazaron sus tentativas de resistencia y luego se instalaron en un territorio “vacío”, disponible para la explotación forestal. Este relato canónico omite dar cuenta de las numerosas rebeliones y ataques maya que sembraron el desorden en el territorio hasta bien entrado el siglo XIX. Único grupo originario de la región en el territorio colonial nacido de la universalización esclavista, la mayoría de los mayas fueron efectivamente rechazados hacia las regiones vecinas, pertenecientes actualmente a Guatemala, de donde varias olas de emigrantes vinieron/volvieron a instalarse en el sur del Belice a finales del siglo XIX. Por ello, los que se instalaron en aquella época fueron tratados como “inmigrantes” (de Guatemala) en estas tierras que se habían convertido mientras tanto en tierras de la Corona británica. Pero ellos se autodefinen como autóctonos mayas y es como tales que reclaman hoy su autonomía territorial sobre el espacio que en un tiempo pasado había sido ocupado por comunidades mayas.
La complejidad no se limita a esta historia colonial de despojo territorial. En Belice la apelación “maya” designa comunidades con lenguas e historias diversas, a veces muy distintas (mopan, q’eqchi’, yucatecos), aunque todas se reconocen en un mismo origen histórico regional. Los maya del distrito sur de Belice, Toledo, son los únicos del país en reivindicar derechos específicos como grupo étnico y cultural. En 2010, se estima a la población maya del sur del país (mopan y q’eqchi’) en 28 000 habitantes, lo cual representa un 9.2 % de la población total (303 000 habitantes), pero esta proporción asciende al 61 % en el distrito de Toledo, de cuyas tierras reclaman una gestión autónoma.
A finales del siglo XIX, la situación de los mayas suscitaba poco interés entre los administradores. Las mismas menciones de su presencia y, a fortiori, de su manejo de las tierras son escasas, poco documentadas y contradictorias entre una fuente y otra. Las leyes de la propiedad de la tierra de 1872 crearon “reservas indias (indian reservations)” pero parece que quedaron sin efecto, ya que su creación se volvió a mencionar en la Crown Land Ordinance de 1886 y la volvió a proponer el Gobierno local en 1888. En 1911, un informe oficial no menciona ninguna reserva india y declara que no hay en la colonia ninguna población “nativa” susceptible de reivindicar derechos (Land in Crown colonies, 1912). No obstante, en 1957, el informe anual de la administración local describió 12 reservas en el distrito de Toledo “for indians only”.21 ¿Qué ocurrió durante estos cuarenta años?, ¿por qué la alteridad india, reconocida y fomentada (finales siglo XIX) y posteriormente ocultada (principios XX), volvió a ser activada por la administración colonial en los años 1930, antes de verse de nuevo severamente reprimida en los años 1950?
Los esfuerzos para gestionar la diferencia no han cesado nunca
El Gobierno colonial de Honduras británica emitió regulaciones relativas a las reservas indias en 1924, nuevamente en 1925, posteriormente en 1928, y finalmente en 1935, retomando cada vez las mismas disposiciones: las reservas son espacios con estatuto de propiedad de la tierra “protegida”, condicionada y justificada por ser un bien público; por ello, su manejo se somete a las decisiones de “Commissioners of Lands and Surveys”, que rigen las condiciones de acceso (pago anual de derechos), los límites, las superficies e incluso la misma existencia. Los funcionarios conservan, en particular, la posibilidad de vender o dar porciones de tierra en concesión a terceros, sin compensación a las comunidades residentes en ellas. Las reservas se pensaron para controlar y, si fuera posible, limitar la agricultura campesina maya (de tumba, roza y quemar, algunas veces presentada como “itinerante” –que no lo es–) considerada un obstáculo para el desarrollo; se veían como transitorias, una fase necesaria antes de que el desarrollo transformara a los indígenas en campesinos modernos y anulara la necesidad de un trato específico (Berkey). Las “reservas indias” funcionarían como un espacio de transición y aprendizaje a la propiedad privada (y a la ciudadanía) bajo control del gobierno que emitiría poco a poco títulos en “lease” (concesión) y posteriormente en “freehold” (propiedad privada). La toma en consideración de la diferencia debía servir para su propia desaparición.
Teóricamente, las doce reservas creadas eran accesibles solo a los indios22 mediante pagos anuales, lo cual no les impedía acceder a la propiedad sobre sus parcelas en la reserva u obtener concesiones en otro lugar del país.23 Sin embargo Bolland y Shoman, en su obra magistral de 1977, no insisten en este aspecto y ven a las reservas como la expresión del racismo colonial, pensadas incluso como espacios de confinamiento de los “no blancos” (maya y garífuna), funcionando como zonas de ciudadanía limitada instituidas para prohibirles el acceso a la tierra (Bolland y Shoman).24
Unos años más tarde, otros autores hicieron una lectura más política de la administración colonial de las tierras:
La política de las reservas también debe interpretarse como un elemento de la lucha por el poder que oponían entre ellos la administración colonial y los grandes propietarios de tierras… La administración colonial pretendía sentar su autoridad… Un origen étnico común en una región determinada podía ser inicialmente solo una circunstancia exterior a la política (en este caso la política de control y acceso a la tierra), pero más tarde se transformó en una parte esencial de su aplicación (Barnett 110).
Conscientemente racista o no, la política de control y acceso a la tierra en Honduras británica era, de hecho, “racializada”. Se inscribía en una lógica colonial o imperial bien descrita para otros contextos como Laos (Lund), Columbia Británica (Rossiter) o Malasia (Malhi), una lógica que consiste, para la autoridad colonial, en apropiarse del territorio y excluir de este a los subalternos, gracias a una distribución desigual de los derechos basada en criterios étnicos; la etnicización racista es uno de los instrumentos más comunes de esta exclusión dado que asocia a un colectivo geográficamente definido (habitantes, residentes, campesinos de tal o cual pueblo) con una identificación étnica (indian) para así limitar o condicionar su acceso a las tierras y el espacio.
Fuera cual fuera la ideología subyacente en aquella época, los efectos de estas políticas locales fueron contrastados. En la práctica, la gestión del acceso a la tierra en estas reservas era cambiante de un pueblo a otro, en particular, en función de las características técnicas de las tierras (según se trate de tierras de cultivo, monte, selva, pastizal, entre otros). Las modalidades de gestión articulaban derechos y prácticas elaborados a distintos niveles. Algunas eran muy específicas de la localidad (en las maneras de alquilar, prestar o dar tierras por ejemplo); otras, al contrario se compartían y llevaban la marca de cierta unidad regional interpretada como norma cultural maya (Wainwright y Bryan; Wilk). Todos los observadores concuerdan en señalar que la diversidad era la norma y que, con el tiempo, esta se acentuó.
En cualquier caso, hoy en día las tierras de los pueblos mayas están repartidas y gobernadas según un gran número de acuerdos de tenencia de la tierra definidos localmente, que abarcan una amplia gama que va desde un acceso abierto y controlado hasta una privatización efectiva de las parcelas (Van Ausdal 584).
Estos dispositivos complejos eran mal conocidos y mal percibidos por la administración colonial que tenía dificultad para controlarlos.
En los años 1950, el gobierno pareció optar por la desaparición progresiva de las reservas, suprimiendo los dos pilares –territoriales y políticos– que sostenían su funcionamiento. Por una parte, pretendió imponer la tenencia y apropiación individualizada de las tierras, incluso dentro de las reservas y, por otra parte, buscó suprimir las autoridades tradicionales en esta región, conocidas como los alcaldes (Moberg).
A la vez que concedía un estatuto particular a las reservas, el gobierno vaciaba este estatuto de su sustancia. Solo reconocía la diferencia para invalidarla mejor en la práctica. En la modalidad de los años 1950, la “política de la diferencia” se acercaba al indigenismo latinoamericano que promovía políticas específicas (educación, en particular) para grupos indígenas, con el fin de facilitar su dinámica de integración en la sociedad nacional. Entre las élites indígenas, esta política suscitó una fuerte oposición en contra de lo que se considera como un ataque a la autonomía de los pueblos maya en su doble “soberanía”, territorial y política.
Esta situación confusa se mantuvo después del final de la Colonia. El gobierno autónomo (self-government) instaurado en 1964 no realizó ningún cambio radical en materia de regulación territorial. Se sucedieron informes y directivas sin alterar profundamente la estructura agraria del país. La independencia del año 1981 tampoco marcó una inflexión profunda en materia de legislación de propiedad de la tierra. La última gran ley del 1992 (National Lands Act) confirmó las indians reservations, con las mismas prerrogativas para el Estado y las mismas incertidumbres para los habitantes (Berkey). No modificó los grandes equilibrios ni los principios que supuestamente rigen el acceso a la propiedad de la tierra. La ficción (relativa) de las “reservas indias” se quedó en este limbo jurídico y político, fuera de cualquier normatividad precisa, pero sin tampoco poner en entredicho la existencia de mecanismos localizados de regulación de propiedad de la tierra que escaparan a cualquier control de la administración.
En los primeros años de autogobierno la regulación territorial no constituyó un campo de disputa. En el distrito de Toledo, como en los demás, las relaciones de fuerza entre los protagonistas locales y la administración se jugaban en otro plan, el de la imposición de un modelo de desarrollo que incluyera la modernización agrícola. Así fue como, en estos años de aprendizaje de la autonomía nacional (años 1980), se multiplicaron los proyectos de desarrollo implementados por el Gobierno y financiados por las instituciones internacionales (Toledo Small Farmers Development Project, Toledo Agricultural and Marketing Project). Estos proyectos pretendían desarrollar la pequeña agricultura, pero también autorizaban la instalación de grandes plantaciones y explotaciones agroindustriales y forestales bajo forma de concesiones o leases; también concedían derechos de exploración petrolífera y facilidades para la construcción de infraestructuras (carretera), en el distrito del Toledo y eventualmente en tierras de reservas. Esta opción desarrollista suscitó una oposición importante y marcó el principio de la organización política en la región, ya no sobre problemáticas campesinas sino ahora bajo lemas étnicos.
La internacionalización de las movilizaciones, el multiculturalismo internacional
La movilización política se organizó en oposición a las concesiones agrícolas y forestales entregadas, en particular, a compañías extranjeras y cuyas dotaciones se interpretaban como una amenaza contra las comunidades mayas del Toledo. Nacieron varias organizaciones como el Toledo Maya Cultural Council (TMCC) “que se forma desde finales de los años 1970 como una organización que reúne a Kekchi y Mopan contra lo que perciben como la erosión de su cultura, su territorio y su autonomía política” (Van Ausdal 595); la Toledo Alcaldes Association creada, como indica su nombre, por los representantes oficiales de las comunidades; y por último la Maya Leaders Alliance que agrupa las organizaciones anteriores y otras que trabajan en la educación, la salud o la agricultura.25 A principios de los años 1990, el TMCC recibió el apoyo activo del Indian Law Resource Center (ILRC), organismo basado en Estados Unidos que se dedica a asesorar a las comunidades indígenas en sus luchas por derechos específicos, de esta forma se insertó en las redes transnacionales de solidaridad construidas en torno a las asociaciones y los científicos que apoyan a las movilizaciones de los pueblos autóctonos en todo el continente. Este posicionamiento señala un giro en la argumentación política desplegada, la cual desde entonces se inscribió en la lógica y la terminología de los convenios internacionales como el de la OIT sobre los derechos autóctonos (about tribes rights) en 1957 y sobre todo el Convenio 169 de 1991.26
En este contexto, y regresando al tema de la movilización territorial, las organizaciones mayas elaboraron para Belice los conceptos de “maya homeland”, o sea, el territorio maya ancestral y de “tierras comunales”, como base de su lucha colectiva. Se trataba de una innovación mayor, ya que se reivindicaba con estas nociones un manejo colectivo del espacio mientras, como lo hemos visto, los “territorios mayas” se gestionaban hasta entonces bajo la autoridad de cada pueblo, siguiendo la herencia colonial de las “reservas indias”, fragmentadas. Esta innovación, inicialmente discursiva y política, se difundió luego ampliamente entre los pueblos, se desarrolló y se plasmó en una obra que constituye la base de la argumentación territorial del movimiento maya: el “Atlas Maya, la lucha para preservar el territorio maya en el sur de Belice (Maya Atlas, the struggle to preserve maya land in southern Belice)” (TMCC). Este trabajo fue presentado como el primer atlas coproducido con las comunidades concernidas, que reclamaba –y cartografíaba– un territorio comunal de 500 000 acres. “El atlas maya de 2009 es una cartografía comunitaria, realizada en colaboración con la Society for the Study of Native Arts and Sciences y el UC Berkeley GeoMap Group. Abarca a 42 comunidades mayas del sur de Belice” (TMCC).
Otra innovación conceptual de gran importancia consistió en posicionar las pretensiones territoriales en el ámbito de los Derechos Humanos (el acceso a la tierra como derecho humano elemental), abriendo así posibles recursos ante las instancias jurídicas internacionales especializadas (Tribunal interamericano de los derechos humanos, CIDH). La especificidad indígena de Toledo en el país (el único distrito a mayoría maya) se convirtió en plataforma para un combate por el reconocimiento de los derechos de los pueblos autóctonos. Este giro se acompañó con nuevas maneras de pensar la relación con la tierra y de construir las legitimidades territoriales. Con el apoyo de ILRC y, en particular, de James Anaya,27 abogado especializado en la defensa de los derechos indígenas que fue Relator especial de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas a principios de los años 2010, los mayas de Toledo lanzaron acciones colectivas y acciones judiciales, inicialmente en Belice (Supreme Court of Belize, 1997) y posteriormente en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2004) sin resultado convincente. En 2007, presentaron otra denuncia ante el Tribunal Supremo por ataque a los Derechos humanos (inseguridad de la propiedad de la tierra) en el caso de dos comunidades mayas (mopan, Santa Cruz y q’eqchi’, Conejo), obteniendo un fallo favorable, pero que sin embargo no definía las modalidades de ejercicio de la decisión. El expediente se llevó entonces ante la CIDH que volvió a fallar a favor de las comunidades mayas en julio de 2013, pero nuevamente sin precisar las posibles disposiciones de aplicación de la decisión.
Actualmente, “la diferencia” ha cambiado de campo; sus principales protagonistas –los mayas– le han “dado la vuelta” y la reivindican bajo un modo totalmente distinto al que le daban los funcionarios del periodo colonial. Desde hace una veintena de años, las reservas indígenas conocen un resignificado logrado por los esfuerzos combinados de los militantes mayas del distrito de Toledo y de las asociaciones internacionales de solidaridad que les apoyan. Esta dinámica se parece a la vivida por múltiples pueblos autóctonos en las últimas décadas en el mundo, en América y en otros continentes. Así, tanto en Belice como en Nueva Caledonia (Jacob y Le Meur 41), la reserva fue inicialmente la “expresión espacial de una denegación de ciudadanía y soberanía (que) poco a poco se transformó en un “entre sí” social y cultural (y) que, a partir de los años 1950, se utilizó como retaguardia de la reivindicación” (del pueblo kanak en Nueva Caledonia, del pueblo maya en Belice).
Las reservas fueron espacios asignados, espacios protegidos, espacios supeditados, espacios de autonomía, sucesivamente o incluso simultáneamente, total o parcialmente. Las reservas no pueden entenderse fuera de su ambivalencia fundadora. Podemos incluso hacer la hipótesis de que desde su creación en Belice, las autoridades coloniales las pensaron de un modo más complejo que el que podemos creer hoy en día. Recordemos que las “indian reservations” no solo eran mayas, sino también “caribs” (garífunas); y que la administración colonial previó otros tipos de reservas, como las reservas agrícolas para permitir un eventual desarrollo de la agricultura –que tardó en llegar– y de reservas forestales destinadas tanto a la conservación de recursos ambientales (reservas naturales) como a la protección de tierras disponibles para dar en concesión (lo que hoy llamaríamos las reservas territoriales). Es todo el territorio que se pensaba, planeaba, distribuía y atribuía a unos u a otros en función de los posibles usos que los beneficiarios harían de este. Un territorio ciertamente fragmentado, siempre controlado, pero de manera organizada, según los criterios de desarrollo de la época. En esta organización, la calificación étnica de los protagonistas territoriales (“indians” o “caribs” junto con los “campesinos” o “agricultores”) ocupaba un lugar importante pero no era la única.
Conclusión
En definitiva, contrariamente a numerosos países de América, no se observa un “giro multicultural” en la orientación de las políticas culturales y de tenencia de la tierra en Belice; se reconoce la diversidad étnica, incluso se valoriza, pero no es objeto de medidas diferenciadoras específicas.28 Hemos demostrado que esta situación estaba vinculada, ante todo, a la existencia de políticas de la diferencia mucho antes de la adopción generalizada del multiculturalismo en las Américas de los años 1980-1990. Volver a colocar los debates contemporáneos sobre las políticas multiculturales en Belice en sus genealogías históricas del siglo XX y XIX nos ha permitido comprender mejor las rupturas y también las continuidades entre regímenes coloniales y nacionales.
Utilizando los recursos de la globalización y desafiando al Estado nación, las reivindicaciones territoriales contemporáneas se inscriben, a la vez que la reinterpretan, en una historia de gestión racializada del territorio heredada de la época colonial. Del mismo modo, más allá de las múltiples opciones consideradas (superación del origen étnico, escenificación de la diversidad), el Museo de Belice acaba dando cuenta de la permanencia de las estructuras coloniales en el proyecto nacional, en términos de reproducción –aceptada u obligada– de las jerarquías étnico-raciales (soberanía de los criollos).
Por su parte, el planteamiento británico del “divide and rule” también debe colocarse en el contexto beliceño de los años 1960-1980, caracterizado por las movilizaciones –a veces radicales– por la independencia y también por la influencia de las descolonizaciones en África y en el Caribe, las reivindicaciones sociales y ciudadanas en Estados Unidos y Europa (movimiento por los derechos cívicos, manifestaciones de 1968) y la Revolución cubana. Tanto el proyecto de museo de Joan Duran como los trabajos de Nigel Bolland y Assad Shoman sobre las desigualdades en la tenencia de la tierra contribuyeron a construir un proyecto nacional integrador basado en la oposición a un modelo del “divide and rule” presentado como una política coherente que, seguramente, nunca ha sido. En estos planteamientos, el origen étnico tiende a asociarse a un pasado colonial con el cual es necesario romper, lo que hace más problemática una política que se elaboraría explícitamente en términos étnicos.
Por último, el caso de Belice nos muestra que, para los miembros del Gobierno de los años 1960-1980, la prioridad es la construcción de un Estado nación idealmente coherente y unitario. En este sentido, cualquier política étnica se percibe como una amenaza, con el riesgo de debilitar un proyecto nacional que ya sufre mucho por la ausencia de mercado interno, la falta de capital humano, la corrupción política, las pretensiones de Guatemala sobre Belice, entre otros. El reto de Belice es consolidar un modelo de Estado nación heredado del siglo XIX, mientras que sus habitantes actúan “en su siglo”, el XXI, es decir, una época de afirmación política de las diferencias étnicas y pertenencias transnacionales (mayas y mestizos que circulan en Belice, Guatemala y México; y Garífuna que se identifica con una comunidad transnacional en Centroamérica).
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Elisabeth Cunin. Francesa. Investigadora del Institut de Recherche pour le Développement (IRD) y trabaja en la Universidad de Niza (Francia). Ha sido investigadora huésped de la Universidad de Quintana Roo en Chetumal y en el CIESAS Peninsular en Mérida (México) entre 2007 y 2012. Actualmente es directora del URMIS, Unidad de investigación sobre migración y sociedad y miembro del comité de dirección del CIRESC, Centro Internacional de Investigación sobre Esclavitudes. Trabaja temas relacionados con dinámicas de mestizaje, políticas multiculturales y construcción de categorías étnico-raciales en el caso de las sociedades posesclavistas, en particular en Colombia, México y Belice. Recientemente inició un trabajo sobre las relaciones entre el Instituto indigenista interamericano y las organizaciones internacionales (UNESCO, OIT) y sobre el nacimiento de las políticas antiracistas y de reconocimiento de la diferencia en los años 1940-50.
Odile Hoffmann. Francesa. Doctora en geografía, Directora de Investigación en el Institut de Recherche pour le Développement (IRD), de Francia e investigadora huésped del CIESAS 2018-2022. Después de una tesis de doctorado sobre Costa de Marfil (1983), trabajó en varias regiones de Veracruz (México) sobre temas de dinámicas agrarias y poder local. Luego participó y dirigió varios proyectos colectivos sobre multiculturalismo, movilizaciones étnicas y territorios en Colombia, México y América central, en particular los temas de poblaciones y comunidades negras. Ha sido directora del CEMCA en México (2006-2009) y es miembro de la Unité de Recherche Migrations et Société, URMIS, de París. Desde 2014 es directora del laboratorio mixto internacional MESO. Al lado de los proyectos colectivos, desarrolla sus proyectos de investigación sobre propiedad, territorialidad e identidades en Belice.
1 Sitio web del Gobierno: http://www.belize.gov.bz/index.php/people
2 Para una historia de las políticas culturales en los años 1970-1980, ver Phillips.
3 En aquel entonces presidido por Lita Krohn, a quien se le clasificaba en ocasiones como “directora de cultura”.
4 Una organización no gubernamental con vocación cultural y científica.
5 A partir de 1989, se le solicita a la UNESCO un peritaje en términos de formulación de una política cultural.
6 Ordenanza N.° 616, 1999 y NICH Acta del 7 de febrero de 2000 (Leyes de Belice), Archivos de Belice. El NICH ya se menciona en el Manifesto del PUP 1993-98 (Building on success) como el “multidisciplinary body created by statute, operating on the principle of decentralization and co-responsability between government and society”. Su instauración se hace efectiva en 2003. Ordenanza N.° 616, 1999 y NICH Acta del 7 de febrero de 2000 (Laws of Belize), Archivos de Belice.
7 Véase el sitio Web de NICH: http://www.nichbelize.org/
8 Pintora, novelista, Lita Krohn fue profesora en el St John’s College, la institución educativa más prestigiosa del país. Su padre, Alexander Hunter, fue Ministro de Gobierno en los años 1960-1970.
9 Compañero de Said Musa en las movilizaciones anticoloniales de los años setenta. También de origen palestino, Assad Shoman ocupó puestos de responsabilidad en el Gobierno beliceño después de 1981 (Ministro de Asuntos Exteriores, embajador, encargado de las negociaciones con Guatemala).
10 Belmopan nace como nueva capital de un país en camino a la independencia en 1970, sustituyendo así a Ciudad de Belice, considerada por los líderes de la independencia como directamente asociada a la dominación colonial y a los criollos (Cunin, sobre el nacimiento de Belmopan).
11 Serial collections–Serials. Box 23. Archives of Belize.
12 Más allá de la dimensión estrictamente política de este cambio de rumbo, la mayoría de los protagonistas vinculados al museo concuerdan en que el proyecto de Joan Duran no era realista en el contexto beliceño.
13 Annual Report 2000-2001, Ministry of Rural Development and Culture, ANR Box 7, N.° 57, p. 14, Archives of Belize.
14 La sede se instaló en la antigua prisión colonial, propiedad del Central Bank of Belice, todo ello bajo el criterio de que no era necesario invertir en un edificio nuevo.
15 Annual Report 2000-2001, Ministry of rural Development and Culture, ANR Box 7, N.° 57, Archives of Belize. El inmenso edificio (concebido como un depósito por Joan Duran) construido en Belmopan, acoge hoy a las oficinas del Institute of Archaelogy y del Institute for Social and Cultural Research. Se hallan allí algunos objetos abandonados: una canoa en madera, un coche menonita, una estatua maya, entre otras cosas.
16 Annual Report, 2000-2001, Ministry of Rural Development and Culture, ANR Box 7, N.° 57, p. 13, Archives of Belize.
17 Posteriormente, se añadió una colección más contemporánea, en la cual se mostraban, siguiendo una lógica folklorizante, las prácticas mayas de caza, de indumentaria, alimentarias, entre otros.
18 Ya se habían reunido colecciones arqueológicas en el Bliss Institute en los años sesenta.
19 Belice se divide en 6 entidades territoriales políticas llamadas distritos: Belize, Corozal, Orange Walk, Cayo, Toledo y Stann Creek.
20 Del mismo modo, en el momento de la creación de la exposición sobre los mayas, el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, con el apoyo de la Embajada de México en Belice y el banco Bancomex (especializado en comercio exterior), había propuesto al Museo de Belice prestarle una exposición sobre descendientes de africanos.
21 Este mismo informe menciona otras figuras territoriales de atribución colectiva de tierras: cuatro “Reservas agrícolas en el distrito de Corozal” y de seis “Community farms” en el distrito de Cayo. No menciona reservas caribes o garífunas.
22 Land Department, Annual Survey, informe 1958 para el año 1957.
23 Land Department, Annual Survey, informe 1960 para el año 1959.
24 Dirigentes mayas actuales destacan también la dimensión esencialmente represiva de las reservas que sobre todo eran instrumentos de control de la población: “las reservas tenían por objeto sobre todo controlar la mano de obra: restricción de la movilidad, restricción de la agricultura” (entrevista 10 de junio de 2011-Punta Gorda, Belice, Maya Leaders Alliance, Cristina Coq and Miguel Miss).
25 Según uno de sus dirigentes (Miguel Miss) entrevistado en Punta Gorda en junio de 2011, la “Maya Leader Alliance se creó como respuesta táctica a la necesidad de diálogo (con el gobierno) sobre el tema de las tierras. No es una organización orgánica. Reúne a organizaciones ya existentes: Alcalde Association (Alcalde de Alcaldes), Kekchi Council, Kekchi Women Council, Julian Sho Center, Toledo Maya Cultural Council, Tumulkin, etc. Todos comparten ciertos acuerdos, comparten sus posturas sobre el tema de “land”, aunque puede haber desacuerdos tácticos”.
26 Indigenous and Tribal Populations Convention, Convention 107 of 1957, Indigenous and Tribal Peoples Convention in independent countries, Convention 169 of 1989 (vigente desde el año 1991).
27 También presentó con éxito las pretensiones del Saramaka en Surinam (Price).
28 Ver también el recurso a las categorías étnicas en los censos (Cunin y Hoffmann) que no parece traducirse en políticas con fundamento étnico.