Anuario de Estudios Centroamericanos

Universidad de Costa Rica, Volumen 45, 2019

ISSN: 2215-4175

DOI: 10.15517/AECA.V45I0.38513

 

Costa Rica: La democracia de las razones débiles (y los pasajes ocultos). Manuel Antonio Solís Avendaño. San José, Costa Rica: EUCR, 2018

 

José Manuel Arroyo Gutiérrez

Contacto: jomag1252@gmail.com

ORCID: 0000-0001-7038-8301

 

Recibido: 16/05/2019

Aceptado: 01/07/2019

 

Introducción

 

El libro que se reseña es el resultado, en primer lugar y por supuesto, del destacado aporte investigativo de su autor, el profesor Manuel Antonio Solís Avendaño, quien, con el patrocinio de la Universidad de Costa Rica, a través del Instituto de Investigaciones Sociales, y de la EUCR, quienes propiciaron la edición y divulgación de los resultados de este trabajo intelectual, del más alto nivel, constituye un aporte histórico muy importante para nuestra sociedad. Por medio de esta obra, las actuales y futuras generaciones podrán conocer y entender mucho mejor algunas de las claves, no solo del nombramiento de jerarcas de otros poderes e instituciones a cargo de la Asamblea Legislativa, sino también de la dinámica misma, con vicios y limitaciones incluidos, de la democracia costarricense. Así pues, se impone en esta presentación, a mi juicio, hacer dos o tres señalamientos más bien formales.

Primero, el hecho cierto de que estamos ante una investigación sociohistórica y jurídica cuya fuente es, por cierto, una amplísima bibliografía convencional, con libros de autores que teorizan, en general, sobre temas epistemológicos generales; una bibliografía que repara fundamentalmente en textos, estudios, análisis, informes, atinentes todos al tema que se focaliza; y, principalmente, una bibliografía que hurga, a lo Foucault, en notas periodísticas del momento, actas de sesiones de la Asamblea Legislativa, su Comisión de Nombramientos y actas de la Corte Suprema de Justicia, así como expedientes legislativos y administrativos de ambas instituciones.

Segundo, la investigación realizada, en el plano metodológico, obliga casi inevitablemente a toparse con la analogía de un examen arqueológico, donde Solís Avendaño, herramientas en mano, se mueve con destreza obsesiva del tema particular al general (en dirección inductiva) y viceversa; de lo general a lo particular (en dirección deductiva), varias veces; de un capítulo al siguiente; y de una página a la precedente y a la que le sigue. De manera que desnuda, estrato por estrato, capa a capa, las conexiones y relaciones entre hechos que en principio nos pueden parecer y aparecieron sin conexión alguna, como meras casualidades que van develando su escondida realidad, su verdad secreta. Es de igual manera inevitable imaginar al autor como Diógenes, quien alumbra con su lámpara los rincones de una reciente historia patria que choca con frecuencia con lo infranqueable: lo que no se consignó en el acta, las razones que no se dieron, las componendas debajo de la mesa y los silencios que se fraguaron o se consintieron. Es entonces cuando Solís Avendaño nos arroja preguntas, para que ayudemos o, al menos, intentemos respondernos como ciudadanos o simples lectores. Porque debe saberse que este texto vale tanto por lo que dice, explica y revela, como por lo que deja entre paréntesis, interroga y deja al lector para que reflexione y se responda.

Tercero, el encuadre en contexto político nacional e internacional. Es importante también anotar que esta es una investigación que procura ubicarnos en los temas de fondo, en el contexto de las determinantes sociopolíticas del momento, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. Cuestiones que también pueden verse, descuidadamente, como fenómenos aislados o aparte, resulta que adquieren especial tonalidad y relevancia cuando se relacionan con las cosas más puntuales y particulares que se están analizando. Tal el caso del secuestro de los miembros de la Corte Suprema de Justicia en 1992, la movilización social contra el llamado Combo del ICE o la solidaridad interna y externa al ámbito judicial por la no reelección del Magistrado Cruz Castro, en 2012. También el encuadre tiene que ver con momentos internacionales de especial relevancia, como la vuelta a la democracia en América Latina, a partir de la década de los ochenta del siglo pasado, las estrategias de legitimación y democratización de las instituciones públicas, como resultado natural de ese fenómeno, o bien, las estrategias de financiación de reformas más o menos logradas, más o menos frustradas, con inversiones cuantiosas por parte de agencias estadounidenses y europeas de ayuda en nuestros países.

Es aquí donde me atrevo a ensayar una respuesta al último de los cuestionamientos que el autor nos enrostra en la última página de su libro. No, don Manuel Antonio, yo no creo posible, cambio auténtico alguno, de nuestro Poder Judicial y en general de nuestra institucionalidad, sin una profunda transformación de la cultura política dominante y sin una radical transformación de nuestra democracia. Me atrevo a esbozar que las razones para que nada cambie y, por el contrario, para que las transformaciones democráticas sean inviables, están en un modelo económico que privilegia con exclusividad el libre mercado, el debilitamiento del Estado y sus instituciones como agentes de equilibrio social, la privatización a ultranza de servicios básicos y estratégicos y el menoscabo del concepto mismo de lo público; con decisiones y políticas públicas que nos tienen en caída libre hacia una sociedad cada vez más desigual y violenta, con sectores cada vez más amplios que no pueden sentarse a la mesa del reparto mínimo; con obsesivos señalamientos de que la causa de todas nuestras desdichas tiene que ver con salarios, pensiones y derechos laborales, precisamente, los presupuestos que sustentan a los sectores medios, soporte de toda democracia, dejan en la penumbra a quienes evaden y eluden cifras con las que bien podría paliarse esa inequidad creciente y esa violencia estructural.

Después de leer el libro de Solís Avendaño, tengo la impresión de que en Costa Rica se debate y decide en nuestros días una disyuntiva vital entre dos conceptos diferentes de democracia: la herencia de una democracia más formal que real, con una institucionalidad electoral todavía fuerte y creíble, pero que no alcanza ya para una convivencia democrática de largo aliento; una modalidad de democracia donde las élites se han desligado casi por completo de sus bases, donde el juego electoral apenas alcanza para sostener una institucionalidad precaria, en grave riesgo y, para decirlo en los términos del autor, “de razones débiles”, a la hora de articular su legitimidad en la práctica. Cuando los diputados y diputadas de la Asamblea Legislativa, al momento de frenar reformas de mayor calado en cuanto a los nombramientos de jerarcas que le competen, apelan a que esa Asamblea es soberana y representante única y exclusiva del pueblo, precisamente para consolidar sus poderes y prerrogativas. Lejos de consolidar la democracia, la erosionan, amplían esa brecha entre la gente y sus representantes, entre quienes toman las decisiones más o menos arbitrariamente y la sociedad que simplemente las contempla o las padece.

He aquí la principal causa del desgaste de los partidos políticos tradicionales y el reto que tienen los partidos políticos emergentes. Es un problema centrado en cómo se ejerce el poder en una democracia, cuánto puede abusar el representante de sus representados y cuánto se puede actuar y decidir sin razones legítimas y de peso. Frente a esa democracia de las formas hay que construir la democracia de la participación ciudadana efectiva. ¿No fue acaso, como bien lo señala Solís Avendaño, la movilización social por el “Combo del ICE” lo que impidió que se dilapidara un patrimonio colectivo que llevaba décadas de atesorarse?, ¿no fue acaso la movilización a lo interno del Poder Judicial, con el apoyo externo de diversos sectores, lo que impidió que se consolidara el atropello contra el Magistrado Cruz Castro, no ya con razones débiles, sino con desvergonzados y absurdos pretextos?

Aunque el autor no lo diga con estas palabras, creo que coincidiremos si digo, bajo mi responsabilidad, que no fueron precisamente las tensiones entre la Asamblea Legislativa y la Sala Constitucional las que se expresaron en la no reelección de Cruz Castro, sino la prepotencia de sectores políticamente dominantes desde hace unos años en el país, los cuales están dispuestos a imponer, al precio que sea, su concepción del modelo socioeconómico en el que con fervor religioso creen. Quisieron darle “una lección” al Poder Judicial, con respecto a quién manda en este país, al destituir a un magistrado independiente; es que se trataba de destituir precisamente a ese magistrado, quien había tenido resoluciones críticas y contrarias a los intereses de sectores intolerantes que quieren imponer con exclusividad su visión del mundo y no están dispuestos ni a ceder ni a negociar. Está más que probado que esos sectores no solo quieren la mayoría, la cual como sabemos la han tenido, sino que quieren también la unanimidad; no toleran la disidencia, aunque se trate de minorías.

Una de las conclusiones principales de la investigación que comentamos es que la Asamblea Legislativa ha sido incapaz de renunciar, o al menos de relativizar, el poder de nombrar a los magistrados de la Corte y a otras autoridades de control político estratégico, como las cabezas de la Contraloría General de la República y la Defensoría de los Habitantes. Ante esta realidad, ahora científicamente comprobada, no veo más salida que, en el contexto de una nueva cultura política y democrática, la ciudadanía costarricense se organice y vigile estos procesos legislativos, demande transparencia y ejerza un control que, si bien informal, pueda contribuir a evidenciar las cosas que se hacen mal.

Del largo elenco de vicios enunciados por el autor y perpetrados por la Asamblea Legislativa en los nombramientos a su cargo, podemos hacer un resumen acotado, a sabiendas de que se nos quedarán algunas cosas importantes. El nombramiento de jerarcas institucionales, constitucionalmente depositados en la Asamblea Legislativa, ha transitado, desde los dorados tiempos del monopartidismo, donde el Partido Liberación Nacional (PLN) ejerció prácticamente un monopolio gracias a sus mayorías legislativas (décadas cincuenta, sesenta y setenta del siglo recién pasado y que en el libro no se analizan), al tiempo del bipartidismo en las dos últimas décadas del siglo XX (donde arranca la investigación). Décadas en las cuales la lógica que se impuso fue el reparto equitativo (en coloquial: uno para vos, otro para mí), hasta ingresar en un siglo XXI, con la emergencia de nuevas fuerzas políticas (principalmente el Partido Acción Ciudadana y el Movimiento Libertario), quienes no trajeron en realidad cambios importantes en la dinámica legislativa en esta materia.

Aún en estas dos primeras décadas del siglo XXI, la fuerza del PLN y del Partido Unidad Social Cristiana (PUSC), a veces haciendo concesiones a otros sectores minoritarios, pero en la mayoría de los casos imponiendo sus fichas, ha jugado a proponer cambios estructurales de importancia con paupérrimos resultados. Únicamente se instituyó la Comisión de Nombramientos y, poco después, se ensayaron las distintas metodologías para su trabajo, al tiempo que se lograba una reforma constitucional en el año 2003, con la cual se logró aumentar el número requerido para elegir magistrado de Corte a 38 votos y se consolidó la destitución y la no reelección con esa misma mayoría de votos en contra.

Ese universo de democracia formal, según lo reseña el autor, se ha desplazado desde declaraciones, intentos e iniciativas democráticas para despolitizar o, mejor dicho, despartidarizar los nombramientos de jerarcas hacia una serie de maniobras truculentas en la práctica. Entre estas don Manuel Antonio destaca: cambios constantes en la metodología a lo interno de la Comisión de Nombramientos, directamente relacionado con los aspectos a calificar, valor en la puntuación de cada ítem, los puntajes a asignar, el porcentaje a distribuir entre los aspectos objetivos y subjetivos, este último centrado en una entrevista a los candidatos y candidatas, la cual se ha prestado para todo tipo de abusos, sobre todo el asignar máximas calificaciones para ayudar a ciertos postulantes rezagados para que asciendan en la escala de la nómina, y, al contrario, asignar calificaciones bajas y hasta nulas a postulantes posicionados en los primeros puestos con la evidente intención de rebajar sus posibilidades.

También se ha abusado del número de integrantes de las nóminas que pasa la Comisión al Plenario, a veces ungido único, a veces tres, cinco, diez o más, según se quiera dar oportunidad a quienes no encabezan las listas. Se han integrado a las nóminas de elegibles candidatos o candidatas con evidentes ventajas de entrada, como pertenecer al mismo Poder Legislativo, a cúpulas partidarias o a parientes o amigos cercanos de esas cúpulas.

Aunado a lo anterior, maniobras dirigidas a propiciar reelecciones automáticas y exigir votaciones en casos que quieren complicar. Finalmente, la cereza del pastel la constituye la designación de personas que no han pasado por el concurso ni por el filtro de la Comisión, maniobra que se ha podido prestar a verdaderos actos de corrupción por eludir eventuales cuestionamientos al candidato finalmente designado. La seguidilla de gazapos continúa en el Plenario Legislativo, votaciones sin presentación de los recomendados, sin discusión alguna de sus méritos y en ocasiones sin que se tenga a mano siquiera un currículum de la persona recomendada. Todo esto, y más, por supuesto, en la máxima opacidad, sin la mínima transparencia y sin que se legitimen las designaciones en buenas razones, las cuales permitirían conocer por qué se está nombrando a una persona y no a otra, por qué es esta y no otra la idónea para ocupar la silla en disputa.

Esa (in)cultura política, conformada por prácticas y decisiones arbitrarias y claramente antidemocráticas, es lo que hay que cambiar. Si hoy vivimos en una democracia que decide quiénes sí y quiénes no van a la Asamblea Legislativa, dejando esas trascendentales decisiones en manos de asambleas partidarias, reducidas, crípticas y controladas por círculos mínimos, cuando no por un dueño del partido, en el marco del más anacrónico caudillismo, es hora, conforme a lo investigado por Solís Avendaño, de intentar cambiar también eso. ¿Qué magistrados, qué contralores generales, qué defensores de los habitantes podemos esperar de asambleas legislativas así integradas?, ¿qué precio pagan algunos representantes populares para sentarse en el Congreso?, ¿qué impide que estos quieran imponerle ese mismo precio a quien aspira a ser magistrado, contralor o defensor?, ¿podemos, como ciudadanos, y para traducir el dicho a un costarriqueñismo, seguir apostando a que el güitite nos dé mangas? Por eso, la única salida que puedo intuir es la construcción de una verdadera cultura de participación ciudadana, todavía pendiente en esta democracia.

Por supuesto que aquí la última palabra la tendrán las nuevas generaciones. En las últimas elecciones generales (febrero-abril 2018), de manera espontánea, precisamente porque es una necesidad sentida, hubo grupos que se organizaron y tuvieron un peso decisivo en los resultados finales. En el 2000, manifestaciones populares impidieron la rapiña sobre la cosa pública; y, en el 2012, se libró la más importante batalla por la independencia judicial al impedirse que la silla de Fernando Cruz fuera usurpada. Ese es el norte. Como, igualmente, el norte será vigilar y controlar desde los medios de opinión pública, desde las organizaciones gremiales, desde todas las instancias ciudadanas posibles, la forma y la manera en que se harán las cosas de ahora en adelante. Está pendiente en la Asamblea Legislativa el nombramiento de ocho plazas de magistrado o magistrada. Eso es más de un tercio de la Corte Plena. Probablemente será la Corte quien integre la cúpula del Poder Judicial en los próximos veinte años. No podemos permitir que estos procesos que se avecinan culminen con designaciones sustentadas en razones débiles ni en pasajes ocultos, quienes se abran y cierren portillos a los aspirantes a puestos de control político, según los ilegítimos criterios del compadrazgo y las encomiendas pactadas.

El primer paso está ya ante nuestros ojos. Una nueva metodología ha sido recientemente acordada para los nombramientos que se vienen. Tomemos la lupa, critiquemos y advirtamos los riesgos que pueda tener esa novísima metodología. De entrada, un 40 por ciento para la entrevista es ya indicio de que pueden colarse subjetivismos y maniobras. Exijamos, pues, a los diputados y diputadas que nos expliquen por qué califican bien o mal a un postulante; apuntemos con esa lupa a quienes quieren colocar fichas en razón de afinidades partidarias, ideológicas o religiosas; no permitamos que se anulen excelentes postulantes sin que se expongan con claridad las razones para que cualquier ciudadano pueda valorar si se trata de un argumento legítimo o es una mera arbitrariedad. Así en todos y cada uno de los pasos por medio de los cuales la instancia legislativa terminará tomando las decisiones que nos afectarán a todos. En este libro, Solís Avendaño nos muestra lo mal que se han hecho las cosas, nos interroga e interpela, es hora de aprovechar todo ese bagaje teórico y transformarlo en acciones efectivas, por el bien de esta República y para hacer honor a lo mejor de la herencia de los abuelos.

Resta un tópico que no quisiera dejar por fuera de esta presentación. Tiene que ver directamente con la cultura política y el concepto de democracia manejable. Se trata del carácter de la reforma o las reformas que se han intentado en el Poder Judicial costarricense. Aquí la disyuntiva es de acentos, entre una reforma que prioriza la modernización y avances tecnológicos en la organización de los despachos y la prestación eficiente del servicio público de la justicia, en procura de superar, lo cual el autor refiere claramente de otros con una herencia colonial y decimonónica (modelo napoleónico de organización y funcionamiento); reforma cuya impronta es sobre todo tecnocrática, cuyo adalid fuera el expresidente Luis Paulino Mora Mora; y frente a esto una reforma mucho más cualitativa, la cual revise precisamente esas herencias coloniales y decimonónicas, pero para tomar en cuenta aspectos sustanciales que nos acerquen no solo a una justicia de calidad, sino esencialmente democrática, inscrita en una nueva cultura democrática. Entiendo que aquí también hay más preguntas que respuestas, pero el terreno ha sido suficientemente preparado, por el análisis de Solís Avendaño, para empezar a sembrar.

 

José Manuel Arroyo Gutiérrez. Licenciado en Derecho, Especialista y Magister en Ciencias Penales por la Universidad de Costa Rica. Juez de carrera y profesor universitario. Se jubiló en 2017 después de ser Magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Presidente de la Sala Penal y Vicepresidente de la Corte. Hizo carrera docente en la Universidad de Costa Rica y en la Universidad Nacional donde llegó a ser Profesor Catedrático.