Dossier
“El más importante asunto internacional”: Belice, el Imperio británico y la política exterior guatemalteca en la posguerra (1945-1948)
“The most Important International Issue”: Belize, The British Empire, and the Post-War Foreign Policy of Guatemala (1945-1948)
“El más importante asunto internacional”: Belice, el Imperio británico y la política exterior guatemalteca en la posguerra (1945-1948)
Anuario de Estudios Centroamericanos, vol. 46, 2020
Universidad de Costa Rica
Recepción: 02 Marzo 2020
Aprobación: 05 Mayo 2020
Resumen: En febrero de 1948 se desató un conflicto entre Guatemala y el Imperio británico que por poco llega a las armas. El problema giró en torno a Belice y se dio en el contexto del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando los británicos se sentían más vulnerables. Así, reaccionaron exageradamente a la activa, aunque caótica, estrategia del gobierno guatemalteco para recuperar el territorio. Gran Bretaña envió tropas y barcos de guerra a Belice, en medio del intento de Estados Unidos por crear una OEA de corte anticomunista. Archivos desclasificados de Gran Bretaña, Estados Unidos, México y nuevas cartas personales de altos funcionarios guatemaltecos ayudan a recrear este olvidado e ilustrador momento del inicio de la Guerra Fría en América Latina.
Palabras clave: Belice, Imperialismo británico, colonialismo, Revolución guatemalteca, Guerra Fría.
Abstract: In February 1948, a nearly military conflict broke out between Guatemala and the British Empire. The problem revolved around Belize in the context of the end of World War II when the British felt vulnerable. They overreacted to the active, though chaotic, strategy of the Guatemalan government to regain the territory. Great Britain sent troops and warships to Belize, in the midst of the United States' attempt to create an OAS with an anti-communist agenda. Declassified files from Great Britain, the United States, Mexico, and new personal letters from top Guatemalan officials help to recreate this forgotten and important moment of the early Cold War years in Latin America.
Keywords: Belize, British Imperialism, colonialism, Guatemalan Revolution, Cold War.
Introducción
“Estamos en tiempos de grandes oportunidades”.
Fuente: José Vasconcelos a embajador de Guatemala en Ciudad de México1
El objetivo de esta investigación es reconstruir el detalle del conflicto sobre Belice entre Gran Bretaña y Guatemala en los años de la posguerra y los primeros síntomas de la Guerra Fría. El énfasis en los recuentos históricos sobre el tema –generalmente teñidos de nacionalismos– se ha centrado en las disputas legales,2 por lo que esta revisión es un acercamiento a otros rasgos y dimensiones del conflicto resultado de nuevos archivos hasta ahora subutilizados. A partir de esta revisión histórica es posible ubicar giros importantes en las actitudes de los actores en contienda al inicio de la Guerra Fría en América Latina, así como precisar la dinámica interna del primer gobierno revolucionario en Guatemala.
La política exterior de la Revolución guatemalteca ha sido escasamente trabajada hasta ahora; una excepción es el estudio reciente de Taracena sobre la promoción de inmigración republicana española al país. El vacío se explica en parte por la centralidad que han tenido temas como la Reforma Agraria (1952-1954) y la intervención norteamericana (1954) en los estudios sobre la Revolución. La escasa inversión en investigación en historia, a lo interno, y la generalizada orientación a sectores sociales o regiones de Guatemala en los nuevos estudios son otros factores. La poca disponibilidad del Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores en ciudad de Guatemala y la dispersión de otras fuentes han contribuido también al vacío. Así, una mirada de cierta profundidad a uno de los pilares de su política exterior –la recuperación de Belice– puede mostrar dimensiones olvidadas en la dinámica del periodo revolucionario.
Este trabajo es el inicio de una investigación más amplia, y aunque debido a los grandes vacíos su principal objetivo es más descriptivo que analítico, creo importante al menos mencionar cómo se inserta en los recientes debates sobre la Guerra Fría en América Latina. Tras las críticas en los noventa a los enfoques centrados únicamente en fuentes de Estados Unidos y los sesgos que esto acarreaba (Randall; Painter y Leffler; Friedman), el concepto de “agencia” otorgado a los actores latinoamericanos ganó terreno en las nuevas investigaciones (Bethbel y Roxbourough; Friedman, Grandin).
Los últimos 20 años han visto una rápida expansión en los estudios basados en fuentes ubicadas en el resto del continente que ofrecen giros importantes a los discursos tradicionales, mostrando la riqueza en entender las capas que se apilan e interactúan para explicar los precarios equilibrios de fuerza a nivel local, nacional, regional y mundial durante la Guerra Fría (cf. García, 2018; Pettiná; Williams; Marchesi; Taracena y García, 2017). Para Centroamérica, esto es igual de relevante, como lo ilumina el reciente estudio de Coy Moulton sobre las alianzas regionales anticomunistas en la posguerra.
En términos metodológicos, el acercamiento de múltiples escalas en interacción plantea la necesidad –la urgencia, se diría– de saturar de fuentes los estudios sobre la Guerra Fría, aunque el medio y los tiempos lo limiten. Solamente de esa manera se tendrán panoramas más completos y se les otorgará peso a factores antes olvidados. Eso va en la misma línea de las sugerentes conclusiones del masivo estudio cuantitativo de Mainwaring y Pérez-Liñan sobre cambio político en América Latina.
El tema de Belice en la posguerra tiene el privilegio de ofrecer trayectorias de largo alcance (tanto los resultados de la política imperial británica del siglo XIX en el istmo, como la práctica de los gobiernos centroamericanos y caribeños de intervenir entre sí en los asuntos internos), así como los giros de la relación entre Estados Unidos con el resto de América Latina luego del fin de la Segunda Guerra Mundial y, por último, cómo Guatemala desplegó su estrategia diplomática cuidando los precarios balances internos de una joven Revolución.
Para entender concretamente el problema, primero debemos aclarar cómo inició el conflicto en torno a Belice.
Dos posturas encontradas
La ocupación efectiva de Belice comenzó a fines del siglo XVI con la presencia en el Caribe de bucaneros británicos y el creciente mercado de madera en Londres. Sucesivos tratados entre Madrid y Londres –el primero en 1763 y el último en 1814, luego de la caída de Napoleón– dejaron claro que el territorio pertenecía a España, que sin otra opción permitía su uso por súbditos británicos. La claridad de la posesión española se empañó en la independencia de Guatemala y México –que también reclamaba derechos sobre Belice– a partir de la segunda década del siglo XIX. Entonces, Londres se había convertido en el centro financiero, comercial y de transporte del mundo; América Latina, batida en guerras civiles, era un importante centro de su influencia (Hobsbawm 39; Gooch 278).
Guatemala, siguiendo el ejemplo de otras excolonias españolas, principalmente el caso argentino con las Malvinas en 1816, reclamó el derecho Uti Possidetis, Ita Possidetis frente a Belice, una especie de sucesión automática de derechos. Los ingleses, de la mano de Lord Palmerston, se basaron en la soberanía a partir de la ocupación efectiva y al derecho de conquista, basado, a su vez, en una escaramuza con fuerzas yucatecas en 1798 en el Cayo de Saint George (Kunz 384; Menon 350-351; Morgenfeld 143-150).
A mediados del siglo XIX, Gran Bretaña firmó una serie de tratados con cada uno de los países centroamericanos, para aclarar sus posesiones en la región (cf. Rodríguez). Tras el deterioro del Imperio español en el siglo XVII, Londres y otras capitales imperiales no tardaron en resaltar la importancia estratégica de América Central. Como ha sido estudiado extensamente, la importancia geopolítica se derivaba de aspectos geográficos dada su condición de puente entre el norte y el sur de América y de istmo entre los dos océanos, además de facilitarse por cuestiones políticas: la debilidad y fragmentación de los territorios herederos de la Capitanía General de Guatemala (Tamayo; Monteforte; Woodward; Hall; Pérez-Brignoli; Rouquié; Acuña). El siglo XIX, en este sentido, fue extenso en debates, especulaciones y pugnas sobre la posibilidad de un canal interoceánico. Los tratados de Gran Bretaña con los fragmentados países centroamericanos eran guiados por ese mismo interés.
El tratado con Guatemala fue en 1859 y el punto clave de la discordia fue el artículo 7, en el que Gran Bretaña se comprometió, sin condiciones que la ataran a hacerlo, a construir una carretera a cambio de Belice. El Estado de Guatemala, bajo el timón de los Conservadores, no logró ratificar el tratado y Gran Bretaña se montó en ese vacío para distanciarse de cualquier responsabilidad, hecho que ha sido criticado incluso por los académicos británicos3 (Cf. Humphreys 396; Waddel 51; Grunewald 43). Eso fue posible en parte por la guerra civil que abatía Estados Unidos, principal opositor a la presencia británica en el continente. Desde entonces, Guatemala sostiene que el meollo del problema es “eminentemente territorial y que la propiedad y la soberanía del territorio constituyen la parte más sustancial del litigio”.4 Por su lado, para los ingleses, Guatemala nunca tuvo una ocupación efectiva del territorio, por lo que no tiene ninguna facultad de reclamo.5
En la década de los treinta del siglo XX, el escritor Aldous Huxley se refirió a las Honduras Británicas, o Belice, como uno de los puntos donde el mundo terminaba (citado en Grunewald 17). Joseph Chamberlain, la cabeza de la Oficina del Exterior por esos años, lo llamó “el tugurio más oscuro del Imperio” (Brendon 601).6 Para entonces, Belice daba solamente el 4,6 % de ingresos fiscales de las llamadas Indias Occidentales –el Caribe inglés– al Imperio Británico, un número que fue decayendo en los siguientes años (Bradley). El territorio había sido un importante entrepôt de productos ingleses hacia América Central durante el siglo XIX, pero vio su influencia carcomida por Estados Unidos a inicios del siguiente siglo (Woodward 64-73; Rodríguez 123-125; Williams;Young y Young 13-14).
En la década de los treinta, no quedaba nada del antiguo brillo. Por esos años, el Imperio Británico estaba ya mostrando signos de decaimiento, pese al arrojo retórico de sus líderes políticos. Al inicio de la participación en lo que sería la Segunda Guerra Mundial, Sir Winston Churchill dijo que quería ver “al Imperio Británico preservado por unas pocas generaciones más en su fuerza y esplendor”. La Oficina Colonial, por su lado, hizo una lista de las colonias que nunca serían independientes o consideradas dominios –como Canadá, Australia y los territorios “blancos” del Imperio–. Entre la lista se encontraba Belice (James 450 y 513).
No obstante, la realidad militar se postró frente a esos deseos. El bombardeo nazi a Londres fue la antesala de su crisis: su masivo endeudamiento con Estados Unidos y la crisis económica, así como la debacle militar en Europa y el Mediterráneo, además de Malaya y Singapur a manos del Imperio Japonés (Judt 110; Brendon 422). Churchill, según afirma Matloff, podía tener propósitos coloniales, pero no el poder para llevarlos a cabo (694); otros autores lo llaman un esfuerzo quijotesco parte de una política basada en la ilusión (Darwin 561; James 529 y 534; Wilson 620-621).
En Guatemala, el deterioro del Imperio británico no pasó desapercibido. Según Grieb, a partir de 1939 la maquinaria de propaganda del dictador guatemalteco Jorge Ubico Castañeda se volvió más agresiva, luego de que Alemania le ofreciera el retorno de Belice, de ganar la guerra (455). Jorge Ubico suspendió el pago de la llamada “deuda inglesa”, amenazó con tarifas comerciales y en una reunión panamericana en La Habana propuso, por medio de su agresivo canciller, el abogado Carlos Salazar Gatica, que el tema del colonialismo en América Latina fuera abordado con urgencia (Krieb 455-460; Wagner; Friedman).
El arrojo de Ubico menguó en la medida que Estados Unidos se fue acercando a los Aliados; eso significó presiones para detener a germano-guatemaltecos señalados de simpatizar con Hitler, de inmovilizar sus bienes e inmuebles y de depurar su Gabinete, atiborrado de personajes pro-Eje.7 Camaleónico, Ubico buscó el apoyo de Franklin D. Roosevelt, pero logró poco. Para mediados de 1941, la estrategia de Ubico estaba derrotada. Su debilidad, según un oficial mexicano, fue hacer girar toda su estrategia “alrededor del triunfo de Alemania y la desaparición del Imperio Británico”. En una entrevista sobre el tema, Ubico le confió al embajador mexicano que no importaba qué hicieran, Londres parecía resistir “el empuje de las presentes dificultades”.8 Ubico renunció en julio de 1944 y el tema de Belice tomó un nuevo giro.
“Marcadamente tontos”
En el reporte anual sobre la situación en Guatemala en 1944, el embajador británico John Hurleston Leche parecía tener buenas noticias; dijo que las relaciones con el nuevo gobierno de la Junta Revolucionaria eran “extremadamente amigables”. Sobre el presidente electo, Juan José Arévalo Bermejo, Leche aseguraba que era anti-Eje, pero que “tal vez es demasiado a la izquierda para un país tan atrasado” como Guatemala. Sobre el tema de Belice, el embajador aseguraba que estaba en suspenso y, aunque podía ser retomado en el futuro, no sería de manera “tan extremadamente violenta como fue con el general Ubico”.9
La postura de Leche cambió en cuestión de días. A inicios de febrero de 1945, mientras discurría la Conferencia de Yalta, la Constituyente guatemalteca llevó a cabo sus primeras sesiones para una nueva Carta Magna. El tema de Belice fue central, a tal grado que en el artículo 1 de las disposiciones preliminares se planteó que el país “declara que Belice es parte de su territorio y de interés nacional las gestiones para lograr su reincorporación a la República”. En la justificación frente al pleno de diputados, José Rolz Bennett expuso que no era “una declaración romántica e idealista”, sino un asidero para recuperar el territorio.10 La Constituyente estaba atiborrada por hombres mayores de las capas medias y altas, la mayoría moderados, y todos nacionalistas. Ninguno se opuso al artículo: fue de las pocas cosas que contó con un amplio consenso en la nueva clase política de la Revolución.
Al intentar dar razón sobre lo ocurrido, Leche recordó que, días antes de renunciar, Ubico pagó cada centavo de la deuda inglesa, una medida altamente criticada. Al renunciar, Ubico se asiló en una complaciente embajada británica, donde salió del país rumbo a Nueva Orleans.11 Los diputados constituyentes, parte del momento político de libertades y nacionalismos de la posguerra, tenían las acciones frescas en la memoria.
Dos meses después, en abril de 1945, telegramas llenos de ansiedad y paranoia comenzaron a salir de Belice y de las bases militares en el Caribe. Se dieron a la par de las primeras noticias de desmembramientos importantes del Imperio al norte del mar Índico y en medio de la Conferencia de San Francisco. En uno de esos telegramas, el Comandante de área del Norte del Caribe escribió a la Oficina de Guerra que Guatemala, por medio de un ataque que “sin duda existe”, estaba “determinado a anexar a Honduras Británica”, en un reporte que enfatizaba no ser “exagerado o de naturaleza alarmista”.12Ese mismo día, la Oficina Colonial recibió un telegrama de Belice con las mismas preocupaciones, por lo que solicitó que “aviones de guerra se desplegaran lo más pronto posible”.13
Más mesurada, la Oficina del Exterior dijo que, según su juicio, no era necesaria ninguna precaución militar y notó que, debido al contexto de acomodo mundial, la Oficina de Guerra “está teniendo un especial interés en América Latina”.14 Leche, en ese momento en Londres, aseguró que “la amenaza es exagerada”.15 Eso no evitó que el Ministro del Aire, en un memo Top Secret, informara a Nassau que estuvieran alertas y que preparan 29 aviones Liberators y 35 Mitchell.16 Una minuta de la Oficina del Exterior tomó nota de los movimientos militares y aseguró que se verían “marcadamente tontos” –“remarkably foolish”–, si los rumores de invasión eran falsos.17
Así fue, de hecho. Días antes, las noticias de tropas guatemaltecas en la frontera entre Belice y Guatemala habían salido a la luz pública, pero las razones eran otras: la empresa norteamericana Chicle Development coordinaba con el gobierno la extinción de fuegos que arrasaban con sus cultivos de chicle y de madera.18 La confirmación de la noticia por parte de la embajada de Estados Unidos envió mensajes de calma a Londres. Sin embargo, no evitó un problema entre la Oficina Colonial, un tanto paranoica por su situación, y la Oficina del Exterior. En un intercambio de notas para informar sobre la situación al atareado y suspicaz Gabinete de Guerra, ambas instancias plantearon diferencias sobre la información que esta debía recibir. Exterior pedía que Colonia no se basara en rumores y hacían oídos sordos en sus comentarios.19
El tema fue zanjado en un memo que la Oficina del Exterior envió al Gabinete de Guerra a inicios de mayo de 1945. En él afirmó que, aunque las relaciones con Guatemala no eran importantes, la clave era que su postura pudiera ganar fuerza en otros países dentro el sistema interamericano con quienes Gran Bretaña tenía conflictos territoriales. Recordó, además, que el Departamento de Estado y los ciudadanos estadounidenses apoyaban la petición guatemalteca, parte de una crítica al colonialismo –siendo ellos mismos una excolonia inglesa–. Lo mejor era terminar de una vez por todas el problema: aceptar la mediación estadounidense y dejar atrás el impasse que el rechazo de la Oficina Colonial había creado en los años de Ubico.20
“De genuina factura americana”
Aunque en abril de 1945 el gobierno de Arévalo no tenía intención de invadir Belice, el tema era central en la construcción de una política exterior que se caracterizó durante seis años por su agresividad. Ya que el gobierno revolucionario no tenía una institucionalidad por la cual actuar, muchas de las iniciativas en política exterior dependían de personajes claves. Uno de ellos fue el abogado y escritor Enrique Muñoz Meany, quien tomó posesión de la Cancillería desde finales de 1944, continuó en el cargo con Arévalo, luego salió rumbo a la embajada de Francia para regresar en 1947 al frente de Relaciones Exteriores.21
Arévalo se refería a Muñoz como “un intelectual de los más altos quilates” (Arévalo 2008, 282) y Taracena, Mendoza y Pinto le asignan el papel principal en el diseño de una variada y bien fundamentada política exterior (44-45). De él nació la idea en 1944 de romper relaciones con Franco y promocionar la migración republicana al país (cf. Taracena), apoyar a los opositores de Antonio de Oliveira Salazar en Portugal y a las Fuerzas Francesas Libres, así como la promoción del tema de Belice, la creación de un estado palestino y uno judío y la repatriación de guatemalteco-alemanes estancados en alguno de los fragmentos de la Alemania ocupada luego de su derrota en 1945 (Taracena 39-40).
Sin embargo, como aclara Frankel (23), las posturas de Muñoz Meany hubieran sido imposibles de llevar a cabo sin el apoyo explícito de Arévalo, que venía de una formación nacionalista, hispanista, crítica con la cultura anglosajona luego de sus años de exilio en Argentina. Fue Arévalo, además, el que sumó una batalla que sería también importante en su política exterior: el patrocinio político, financiero y militar a fuerzas irregulares que intentarían invasiones en República Dominicana, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. A este aventura se le conoció mediáticamente como la Legión del Caribe (cf. Gleijeses; Ameringer; Coy Moulton).
Juntos y tomando en cuenta toda su agenda hicieron lo que Muñoz Meany llamó la “línea revolucionaria en la política exterior”.22 Fueron tres los grandes pilares de la política exterior que interesa resaltar para entender el caso de Belice. Uno era su nacionalismo latinoamericanista de corte democrático, es decir, un énfasis en satisfacer los deseos democráticos y nacionalistas domésticos, pero sin el aislacionismo que lo puede caracterizar. La Revolución guatemalteca, para Arévalo, era de “genuina factura americana”.23 El multilateralismo como política de resolución de diferencias era un segundo pilar; en su informe anual de 1946, la Cancillería guatemalteca explicó: “La vieja teoría de soberanía absoluta de los Estados se ha visto transformada en el concepto, más acorde con la realidad, de la interdependencia de todos”.24 Por eso se dio su apoyo a las instancias multilaterales, donde encontraba contrapesos para lograr sus intereses. Por último, estaba su postura anticolonial, de la cual se derivaba el apoyo a Chile y Argentina por los reclamos a Londres, y la cuestión de Belice, que en el informe citado se llamó “el asunto internacional más importante” (Arévalo, 1948).25
Belice era tan importante, que desde 1946 Arévalo inició una campaña de propaganda en buena parte de América Latina, enviando misiones especiales para influir en la opinión pública sobre el tema del colonialismo en el continente.26 Uno de los más activos embajadores fue el veterano Antonio Rodríguez Beteta. En una carta desde Santiago de Chile, fechada en abril de 1947, Rodríguez informaba su labor de distribuir panfletos sobre el tema, reuniones con periodistas, autoridades universitarias y políticos chilenos y cómo replicaba la misma labor en Montevideo, donde había reunido “un grupo valioso que podrá ayudarnos cuando llegue el momento”.27 Más adelante, desde Lima informó que proyectaba una gira por Quito, Buenos Aires y Río de Janeiro para seguir con la misión. Para Rodríguez, convenía “no desperdiciar ninguna coyuntura”.28 También desde Ciudad de México, el embajador guatemalteco Adolfo Monsanto informó a Arévalo que la prensa “coopera con nosotros en forma amplísima y entusiasta”, recibiendo además apoyo de los grandes pensadores mexicanos, como José Vasconcelos con artículos en la revista Novedades.29
Fue a inicios de 1948 que se vería si estos apoyos rendirían frutos.
El HMS Sheffield
El 20 de febrero de 1948 el periódico mexicano Excelsior publicó una alarmante noticia: en una breve descripción afirmaba que oficiales mexicanos y ciudadanos guatemaltecos estaban preparando una expedición armada para invadir Belice. Otros periódicos dieron ese día más detalles. El Universal Gráfico dijo que los oficiales mexicanos estaban en situación de retiro, que estaban todavía organizando el contingente y que no tenían apoyo oficial del ejército mexicano.30 Al siguiente día todos los periódicos guatemaltecos reprodujeron la noticia, pero con más cautela. El de más largo tiraje, El Imparcial, fue cuidadoso en decir que “la expedición punitiva” era solamente un rumor sin fundamento.31
En 1945 las noticias de una posible invasión a Belice habían provocado paranoia en las filas inglesas. Se entendía: estaban en curso desmembramientos territoriales de su imperio, Estados Unidos era tajante en su falta de apoyo a estrategias que lo fortalecieran y la educación clásica que habían recibido los altos oficiales británicos les recalcaba que, como con el Imperio Romano, su dominio estaba a punto de derrumbarse luego de los primeros quiebres (Brendon 9). No obstante, en 1948 la coyuntura mundial había dado un giro y empezó con la actitud de los británicos y a la que se apilaron nuevas circunstancias.
Afuera estaban los Conservadores, pero los Laboristas demostraron que en política exterior no había grandes diferencias que los separaran (James 527). El nuevo Secretario del Exterior, el exlíder sindical Ernest Bevin, fue por años defensor de proteger los mercados coloniales para los productos manufacturados en la isla; una vez en el poder, rápidamente asumió una política que se distanció solo en algunos aspectos de la de Churchill y Eden (Darwin 528-529).
Además, las tensiones con Guatemala sobre Belice se habían replicado con Argentina y Chile sobre las Islas Malvinas y la Antártida, respectivamente. Según el embajador mexicano en Londres, desde finales de 1947 chilenos y argentinos acordaron fortalecer las bases militares cerca de estos territorios.32 Otros elementos sumaban a la nueva coyuntura. El rumor sobre la invasión méxico-guatemalteca vino meses después de que el gobierno británico anunciara el avance de los planes para enviar refugiados y nuevos colonos a Belice y de la construcción de una Federación con sus colonias del Caribe (Ganzert 113; Giles 107-109).
La protesta formal de Guatemala marcó el inicio de una campaña para posicionar de nuevo el problema de Belice, a nivel doméstico e internacional.33 En las siguientes semanas el Canciller Muñoz Meany dijo que los trabajadores beliceños que laboraban en Petén –al norte del país– tendrían derechos laborales garantizados por la recién creada Inspectoría General de Trabajo. Una visita a Belice del ministro de Educación, el joven abogado Gerardo Gordillo Barrios, para repartir libros informativos y notas de solidaridad con Chile y Argentina continuaron la activa labor.34 La presencia de Gran Bretaña en el continente provocaba, en pocas palabras, tirantes relaciones.
Por último, pero tal vez el más importante, el elemento que trastornó de fondo la posición de Gran Bretaña en el continente e hizo ver que la situación de 1945 y la de 1948 eran bastante distintas fue la muerte de Roosevelt y el cambio en el manejo del avance soviético. Durante toda la Segunda Guerra Mundial, la política de Roosevelt y Estados Unidos fue mostrar un desdén a cualquier estrategia que buscara el mantenimiento de intereses británicos en el mundo (cf. Clarke). Eso cambió lentamente mientras el reemplazo de Roosevelt, Harry Truman, observó el avance de las posiciones soviéticas en Europa.
Estados Unidos decidió aprobar con cierta precaución –mientras no disputaran sus intereses– los movimientos británicos, desde garantizar su solvencia financiera hasta avalar sus avances coloniales y de protección de regiones de influencia (Frazier 717; Merrill 27). La Doctrina Truman fue un acercamiento más palpable en esta vía y aún más el apoyo a Turquía y a Grecia para suplir el que los británicos habían dado hasta entonces (Gaddis 388-393; Frazier 715; Merrill 28-31; Brendon 460; Darwin 539). Esa fue una de muchas monedas de cambio entre británicos y estadounidenses (Darwin 539; Murray 395).
Los acuerdos tuvieron implicaciones para Latinoamérica. El renovado apoyo a dictadores y gobiernos fuertes en la región fue parte de la dinámica; la mirada inquisitiva sobre los intereses de gobiernos como el de Arévalo se volvieron relevantes en las más altas esferas de la burocracia del Departamento de Estado (Gleijeses 129; Streeter 22; Tulchin 8; Rabe 26-30; Ojeda; Sereseres 50-59).
Así, con las nuevas condiciones y circunstancias, los británicos valorarían con diferente tono el tema de Belice y una posible invasión. El nuevo embajador inglés era el veterano diplomático Wilfred Galliene, activo en la Unión Soviética y Estados Unidos durante la guerra. En varios telegramas enviados en febrero de 1948, informó sobre la campaña del gobierno guatemalteco y opinó que era importante evaluar el problema con más claridad. Escuchó algunos rumores sobre una invasión –antes de que saliera la noticia del 20 de febrero–, pero era de la opinión que el gobierno guatemalteco no era capaz de hacer “un disparate, aunque hacen muchas cosas tontas”.35
Producto de esos telegramas, la Oficina del Exterior elaboró un nutrido informe sobre la necesidad de que Gran Bretaña revisara su política sobre Belice en el nuevo contexto. La minuta que orientó la discusión decía que era importante negarse a que la recién estrenada Corte Internacional de Justicia –a quien Guatemala buscaba para que aceptara el caso– lo tratara. Públicamente las razones debían ser que la opinión de la población beliceña no sería consideraba y que al ser un juicio ex sequo et bono –un arbitraje basado no solo en cuestiones legales, sino con más amplio espectro– podrían “politizar” la recién estrenada Corte.
Sin embargo, lo más importante eran las razones no públicas: “el riesgo de una cesión de territorio; el precedente insatisfactorio en disputas similares; y el cambio de actitud puede ser interpretado como una debilidad”. Es decir, y esto es importante, Gran Bretaña volvería la disputa por Belice en un referente de otras disputas que agobiaban al tambaleante Imperio, incluido Chile y Argentina, por lo que debía desplegar el músculo político y militar necesario para enviar las señales que deseaba.36
Las conclusiones y las derivaciones de la revisión de su política frente a Belice fueron puestas en práctica una vez se supo de la supuesta invasión a Belice. En una minuta del 24 de febrero, la Oficina del Exterior recomendó consultar sobre la disponibilidad del HMS Sheffield, un buque de guerra que estaba en el área.37 Unas horas después, envió un telegrama a su representante en Washington urgiéndolo a informar al Secretario de Estado, George Marshall.38 En otro cable escrito minutos después hacia Galliene en Guatemala, agregaba que el gobierno de Attlee estaba cansado de la actitud guatemalteca -“es tiempo que termine”- e informó sobre la llegada del Sheffield a costas beliceñas en los días siguientes.39
El Sheffield estaba en Cartagena, en la costa Caribe de Colombia; según una minuta del Almirantazgo británico, le tomaría 48 horas llegar a Belice luego de su salida en las primeras horas del 25 de febrero.40 Llevaba consigo dos pelotones del Cuerpo de Marines Reales y una compañía de marineros entrenada para bombardeos. Además, aseguró que el HMS Devonshire podía pasar a recoger tropas a Jamaica, como finalmente lo hizo, según otro telegrama de la Oficina de Guerra.41 El HMS Sparrow seguiría días después.
En un memo secreto y urgente, Marshall fue informado en las últimas horas del 25 de febrero;42 un día y unas horas después, la noticia recorría los principales periódicos del continente. El New York Times lo llamó una respuesta a la afrenta latinoamericana hacia el colonialismo inglés y los periódicos mexicanos y guatemaltecos saltaron en críticas.43
“Desaprobación doctrinaria”: La postura de México
La supuesta participación de oficiales mexicanos en situación de retiro alarmó tanto a norteamericanos como británicos. Su participación haría más compleja cualquier maniobra. El tema de Belice había merecido pocas acciones de parte de los mexicanos luego del tratado de límites que realizó ese país con los británicos en 1893 (Torres 166; Castillo et al. 29). En el inicio de la Segunda Guerra Mundial, Ubico buscó negociar una postura común entre Guatemala y México frente a la posición tambaleante de los británicos.44 No obstante, las negociaciones no llegaron a mucho, sin rozar siquiera la superficie. El gobierno de Lázaro Cárdenas prefirió no subir el perfil del tema, en parte por no asociarse con un dictador como Ubico y cauteloso por lo temporal de la frágil situación británica. En ambas, la sombra de Estados Unidos estaba presente.45
Días después de la noticia del Sheffield, los periódicos mexicanos hicieron eco de la postura oficial: el país aún reclamaba sus derechos sobre el territorio.46 La posición no terminaba de detallar posibles acciones ni las diferencias o tensiones a lo largo de las cadenas de mando del Estado. El embajador hondureño en México, por ejemplo, informó a su par británico que en una fiesta en los últimos días de febrero varios generales mexicanos hablaron de un inminente ataque de fuerzas guatemaltecas, con apoyo de México y Argentina.47 Por su lado, el embajador mexicano en Guatemala aseguró a Galliene que la actitud de su país frente al tema de Belice permanecía inalterada, por lo que no había “bases para cualquier tipo de ansiedad”.48 Pero eso no apaciguó a los británicos.
Unos días después, un comunicado de la Secretaría de Relaciones Exteriores, a cargo del experimentado Jaime Torres Bodet, decía que México se expresaba “fervientemente en favor de la desaparición del sistema colonial por medios pacíficos”, una fórmula diplomática de desligarse y rechazar cualquier agresión, pero sin renunciar a su postura frente al problema. El mismo Torres reafirmó en privado el mensaje al embajador británico en Ciudad de México; agregó que era reflejo de su “desaprobación doctrinaria” y se refirió a elementos sustantivos en su política exterior desde la Revolución –autodeterminación y Doctrina Estrada (cf. Sosa; Covarrubias; Yankelevich; Schiavon; Toussaint et al.)–.49 Sin embargo, Torres dijo que era imposible evitar los ataques de la prensa de su país contra Gran Bretaña, lo que hace recordar el trabajo de continuos embajadores guatemaltecos en México al respecto desde años antes.50 Mientras tanto, en Guatemala la llegada del Sheffield y el Devonshire despertaban pasiones muy ajenas a cualquier postura doctrinaria.
“Excitación delirante”: La crisis del gobierno de Arévalo
En una conversación con el embajador británico Galliene, el coronel Mark A. Devine Jr., agregado militar de la embajada norteamericana en Guatemala, le confió su postura sobre el conflicto. Le dijo que lo que más lamentaba de la situación era que, mientras en Londres decidían enviar los catamaranes de guerra a costas beliceñas, el gobierno de Arévalo estaba a punto de ser derrocado. Ahora, al contrario, todos los sectores se habían apostado detrás de él para sostenerlo frente a lo que veían como una amenaza extranjera.51 El coronel Devine estaba en lo cierto. A inicios de 1948, el consenso que vimos al inicio en la Constituyente de 1945 había desaparecido por completo. Las medidas del gobierno habían despertado rencillas y tensiones entre los sectores más conservadores y algunos moderados.
Solo en los primeros dos meses de 1948 se activaron frentes políticos difíciles de flanquear. Los ferrocarrileros, aglutinados en el Sindicato de Apoyo Mutuo Ferrocarrilero (SAMF), presionaron a la UFCO-IRCA por el cumplimiento del Código de Trabajo. Obligaron al gobierno a enfrentar las caras displicentes en Washington, celosos del rojizo aroma que parecía despedir la medida. Desde inicios de enero, el SAMF inició paros diarios de dos horas para presionar a la empresa a ceder en las negociaciones.52
A mediados de febrero, sumando a esta situación, el Procurador General de la Nación (PGN), ente fiscal bajo el mandato de Arévalo y abogado del Estado, propuso una reforma a la Ley de Amparo. La propuesta buscaba que los amparos presentados contra el Presidente o el PGN fueran conocidos por jueces de primera instancia, en lugar de las cortes de más alto rango, como las Salas de Apelación o la Corte Suprema de Justicia. La propuesta llegó al Congreso recomendada de urgencia nacional y en un día se aprobó, lo cual causó tensiones con el gremio de jueces y el Colegio de Abogados.53
La afrenta a los jueces se sumó a la que venía acumulando el gobierno contra los católicos vinculados al Arzobispo Metropolitano, Mariano Rossell Arellano. La decisión de cerrar una estación de radio por su contenido falangista y otras medidas para privar a conventos de hacer trabajo social, además de la promovida migración republicana, alienó al sector más activo de los católicos.54
No obstante, el problema que domésticamente más tensiones provocó fue la suspensión del artículo 36 de la Constitución, sobre libertad de expresión, después de que el dueño del vespertino La Hora, el polémico Clemente Marroquín Rojas, espetara insultos, según el gobierno, en contra del ejército. En realidad, Marroquín estaba criticando a una parte del ejército, pero con el único fin de beneficiar al Jefe de las Fuerzas Armadas y principal opositor del gobierno dentro de la línea revolucionaria, el Mayor Francisco Arana. El mayor venía trabajando con Marroquín y otros sectores de la oposición, habiendo logrado atraer a su alrededor al entonces principal partido oficialista, el moderado Frente Popular Libertador (FPL). El FPL tenía mayoría en el Congreso y varios puestos en el Ejecutivo.
En esa posición, el FPL se dio a la tarea de rechazar la suspensión del artículo constitucional en una sesión extraordinaria en el Congreso.55 Fue un fuerte golpe a Arévalo, que por unas horas tambaleó esperando un golpe militar de Arana. El rechazo legislativo al decreto de Arévalo se dio el mismo día en que fue noticia la inminente llegada del Sheffield a Belice.56 Así, la oposición de la frutera, del sector católico, los jueces y una parte de los abogados, así como del partido mayoritario y una parte del ejército, se disipó por una fuerza más grande: la amenaza de un ataque armado al país.
Galliene informó a la Oficina Exterior ese día que el Congreso, de manera unánime, había decidido emitir una resolución urgiendo al ejército a invadir Belice, en lo que llamó una “excitación delirante y un entusiasmo patriótico”.57 La “excitación” a la que se refería Galliene fue la regla a partir del 26 de febrero a lo largo de los grupos políticos más activos. No hubo quién no se manifestara en contra del Imperio británico. El Canciller Muñoz Meany dijo que las provocaciones solo harían “enardecer más el patriotismo” en su reclamo por Belice; los periódicos secundaron al llamar el incidente un “despliegue insolente” y un “alarde imperial”.58
Incluso, uno de los principales líderes de la oposición, el general ubiquista Miguel Ydígoras, en un tácito exilio como embajador en Londres, realizó arengas para la construcción de un “frente común”.59 Ydígoras no era del agrado de Arévalo ni de Muñoz Meany, quien, en una carta al embajador en París, el exministro de Educación Jorge Luis Arriola, dijo que, en el aspecto diplomático del tema de Belice en Londres, “los militares sobran”60 (Ydígoras 8).
El frenesí siguió: marchas de protesta, manifestaciones frente a la embajada inglesa, llamadas telefónicas amenazantes contra Galliene y el Consejo Superior Universitario decidiendo editar diez mil ejemplares de publicaciones referentes a Belice y replicar la información a través de Radio Universitaria.61 Eso dio un necesitado respiro a Arévalo, que respondió haciendo que renunciara una parte de su gabinete, la ligada al FPL y decretó una amnistía general para que regresaran los exiliados políticos. Eso incluía a los generales ubiquistas en un movimiento que buscaba moderar las acciones del Mayor Arana62 (Arévalo, 2008, 305-308).
Con la oposición controlada, Arévalo decidió enviar unidades del ejército a la frontera con Belice, mientras más de cuatro mil personas se alistaron para apoyar al ejército en Petén.63El Congreso dio un ultimátum al Ejecutivo para romper relaciones, pero el gobierno se negó. Lo que sí hizo fue ejercer una censura en todos los periódicos, expulsar a los periodistas ingleses que había en el país y aislar socialmente al embajador Galliene. Una demostración frente a la residencia de la embajada británica, donde se quemó su bandera y se puso en su lugar una guatemalteca, coronó la primera semana luego del envío del Sheffield.64
Belice y las Indias Occidentales
Mientras tanto, en Belice la situación se vivía con ansiedad y cierto miedo, aunque los registros consultados no permiten saber con precisión cuáles eran las posturas concretas de los diferentes grupos dentro del territorio: tanto los documentos ingleses como los guatemaltecos subrayan información que les parece más conveniente.
Sobre el estado de las fuerzas militares en el territorio, la Oficina del Exterior envió una minuta a la Oficina Colonial el 26 de febrero informando la situación local para una eventual defensa armada. Exterior lamentaba que unos meses antes la fuerza local había sido parcialmente desbandada y contaba ahora con 300 elementos que tenían poco equipamiento bélico y un estándar bajo de entrenamiento o eficiencia. Por eso la llegada de marines en el HMS Devonshire era tan importante.65 Otro informe que llegó más adelante al Jefe del Almirantazgo decía que tropas en Belice eran sobre todo jóvenes “con poca o ninguna experiencia en la guerra”. Un memo de la Oficina del Exterior sugirió armar una “fuerza local voluntaria” para apoyar las tareas de seguridad.66 Añadió que era importante para ellos recibir refuerzos, pero sobre todo saber cuándo llegarían, para construir “una planificación comprensiva de guerra”.67
La situación en Belice generó reacomodos militares en otras posesiones británicas en el Caribe que resintieron la concentración de tropas. Un telegrama del Gobernador de Jamaica afirmaba que apreciaba la acción de defensa de Belice, pero que era “lamentable que la necesidad [de tropas] ha surgido en un momento en que existe un compromiso de enviar más de cien hombres a St. Kitts”, y en que una huelga sindical, apoyada por la oposición política, estallaba en Kingston. A eso se sumaba que las compañías estacionadas en Jamaica habían sido reducidas; dejaron solamente a 350 soldados para defender al gobierno colonial en la isla. Por eso, recomendaba que no fueran enviadas más tropas a Belice o que se trajeran más de Bermuda.68 La situación presentó problemas cuando se informó de un desperfecto mecánico en el HMS Devonshire, lo que haría más lento el traslado de tropas.69 Las medidas y la escasez eran en realidad reflejo de un problema financiero de mayor envergadura de Gran Bretaña, que en el otoño de 1947 había tenido que cancelar maniobras navales para ahorrar combustible (Judt 111).
La Oficina Colonial sugirió al Gobernador de Belice el dos de marzo que, “para fines publicitarios”, presentara “cualquier evidencia disponible en que se muestre el deseo de la gente de Honduras Británicas de mantenerse bajo la bandera británica”. En su respuesta un día después, el Gobernador informó que una “demostración organizada espontáneamente” de más de 10 mil personas se había reunido para expresar “lealtad a Su Majestad”, aunque Giles asegura que la convocatoria no atrajo a más de cinco mil (124). A eso se sumó una resolución del Legislativo beliceño, controlado por colonos probritánicos, que realzaba que el territorio era “componente del Imperio Británico”.70
Desde Guatemala otras eran las noticias sobre Belice: el 10 de marzo se informó que un mitin espontáneo, vuelto “una nutrida multitud”, fue disuelto a la fuerza por parte de soldados británicos y que dos personas fueron arrestadas. El hecho hacía eco a otra información que recopiló un oficial del Servicio Consular mexicano en Belice que narró las tensiones entre el Legislativo y la población; otra información de la misma fuente decía que había agrupaciones políticas que demandaban un plebiscito para que la misma población decidiera sobre el conflicto.
Incluso el mismo Galliene aseguró que varios beliceños “anti-británicos habían sido golpeados seriamente” por la policía.71 El miedo a revueltas no era nuevo en el Caribe. En 1919 se dieron varias contra los colonos blancos en Trinidad y Tobago, Jamaica y la misma Belice, algo que se repitió en 1934 (James 372; Brendon 604). En cualquier caso, la población beliceña no tendría un papel importante en la coyuntura. Otros serían los contrapesos.
La frontera y los intereses norteamericanos
Para el gobierno guatemalteco era estratégico incluir en la disputa otros actores y fuerzas: siendo un país pequeño con escasos recursos –aunque en franco crecimiento y diversificación económica (Bulmer-Thomas)–, el apoyo de Estados Unidos y del resto de países latinoamericanos en las instancias multilaterales –la ONU72 y en la próxima Conferencia Panamericana en Bogotá– era la única forma para lograr contrapesos favorables. Para el Imperio Británico, su tirante relación con los países latinoamericanos dejaba solo una opción: supeditar su capacidad de palanca a la voluntad de Estados Unidos que, como vimos, era un aliado clave en la nueva Guerra Fría. A tono con el momento, Guatemala se enfocó en presionar por reacomodos y empezó por mecanismos propios de una economía de guerra: el boicot.
En los primeros días de marzo de 1948, el Secretario del Exterior británico Bevin fue cuestionado en la Cámara de los Comunes por el ala izquierda del laborismo. El envío de los buques fue catalogado como un “gesto de impotencia imperial”, y se le preguntó sobre el reciente boicot guatemalteco al whiskey escocés. Bevin respondió que la acción estaba justificada y que le importaba poco el bloqueo comercial con el país.73
El whiskey escocés no era suficiente para provocar reacomodos a favor de Guatemala. El tráfico comercial en la frontera en Belice era más estratégico. El cuatro de marzo, a una semana de la llegada del Sheffield, el Alto Mando Militar y el Canciller Muñoz informaron del envío de siete mil soldados a ubicarse en tres puntos cercanos de su frontera para “evitar incidentes y asegurar la seguridad en caso de una penetración británica”. Al siguiente día se supo de más tropas hacia el Petén transportadas por la aerolínea estatal Aviateca y otros 500 –“altamente equipados”, según el embajador Galliene– rumbo al Caribe.74
La cifra de más de seis mil soldados movilizados parece abultada. Según un informe de la oficina de inteligencia norteamericana, en enero de 1953 el ejército guatemalteco contaba con seis mil efectivos de tropa y un poco más de 200 en la Fuerza Aérea. La posibilidad de movilizar toda la tropa a la frontera con Belice es poco realista, ya que por esos años el ejército estaba distribuido en seis bases militares a lo largo del país y colaboraba con la Guardia Civil (policía) en actividades de orden público diario en ciudad de Guatemala. Si a eso se suma que el ejército (y el Estado) venían creciendo en efectivos desde 1944, parecería que para 1948 la cifra de seis mil efectivos movilizados era una quimera.75 Lo abultado del dato puede deberse, en todo caso, a decisiones tácticas, tanto para guatemaltecos –buscando aparentar fuerza– como para británicos –en una visión alarmista hacia su gobierno–. Lo importante es la escalada tensión (real o imaginaria).
La presencia de tropas guatemaltecas, en una suerte de escenario ficticio de empate de fuerzas, abrió el compás para las negociaciones y preparó el terreno para el cierre de la frontera. De esa manera sumó una medida de presión más efectiva apuntada a las empresas norteamericanas activas en el área. Un fracaso de mediación del Nuncio abrió la puerta al embajador estadounidense Edwin J. Kyle, que en un tono contundente le dijo a Galliene que era “imperativo que dejaran Belice de una sola vez, mientras más rápido, mejor”.76 En cuestión de días, los norteamericanos lograron que los británicos aceptaran retirar el Sheffield, bajo la condición de que Guatemala no usaría el retiro como una victoria diplomática. El 14 de marzo, el acuerdo estaba listo; al siguiente día, un telegrama de Marshall informó al Canciller Muñoz Meany sobre las condiciones del retiro del catamarán británico.77
No obstante, Guatemala se negó a retirar sus tropas y amenazó con cerrar por completo su frontera con Belice; alegó que los británicos tenían que retirar las propias, infladas desde el incidente, algo que en acaloradas discusiones en Washington los británicos negaron rotundamente.78 La negativa se dio pese a que la Oficina de Guerra presionaba para que las tropas regresaran a Jamaica debido a las dificultades que estaban teniendo en la disponibilidad de combustible para el transporte de la tropa.79
El cierre de la frontera –activo desde el 18 de marzo– buscaba presionar a Estados Unidos indirectamente: unos días antes el embajador Kyle informó que la compañía maderera Weiss-Fricker, de capital estadounidense y con base en Florida, estaba teniendo “serias pérdidas”, por lo que sugería al Departamento de Estado presionar a los británicos a “reducir la presente tensión” y que retiraran de tropas.80 Weiss-Fricker afirmaba tener pérdidas de un cuarto de millón de dólares y sus abogados sugerían que solamente con una “fuerte protesta diplomática” se lograría un resultado favorable.81
Sin embargo, no todo fue consenso. En la embajada estadounidense en Guatemala, por ejemplo, eran obvias las tensiones; el embajador Kyle era un profesor universitario experto en agricultura y, según el presidente Arévalo, había jugado un importante papel en hacer transitable la relación entre Estados Unidos y Guatemala en el clima de una Guerra Fría que se iniciaba. Su papel causó tensiones con la UFCO, que presionó desde Washington para removerlo. El embajador guatemalteco en Washington en mayo de 1947 Jorge García-Granados informó a Arévalo que, en una reunión con un oficial del Departamento de Estado, se le había informado que los rumores sobre la salida de Kyle habían terminado al neutralizar “determinadas influencias” que lo querían fuera.82
Kyle era el principal objeto de críticas por los británicos, que también presionaron en Washington para que terminara con su “actitud laissez faire” y fuera removido, sino seguía la línea oficial del Departamento de Estado. Galliene opinaba que Kyle era una “persona inocente” que “rara vez se mete en diplomacia”. La baja opinión del embajador británico, incluso, era compartida por algunos oficiales en Washington.83
En un telegrama de Galliene a Londres, hizo ver que el Primer Secretario de la Embajada norteamericana –que “era el que realmente dirige el lado político de la Embajada” – le había compartido un informe confidencial en que Kyle negaba la existencia de una verdadera amenaza de Guatemala.84 Según Leonard, los roces entre Kyle y el Primer Secretario de la embajada expresaron en realidad las diferencias entre la generación de oficiales más cercanos a Roosevelt, con su crítica al colonialismo británico y una nueva generación de oficiales con poca experiencia en América Latina e influidos por la rivalidad creciente entre Estados Unidos y la Unión Soviética (Leonard 185; James 480-511).
Galliene también hizo notar a Londres que había otra veta en la embajada: los intereses petroleros estaban presentes a través de varios oficiales. Un militar norteamericano, el coronel Benny, le había platicado al Jefe del Escuadrón de las Indias Occidentales que Estados Unidos “estaba ansioso de ver que Inglaterra permitiera una concesión a Guatemala” o que abriera un puerto libre y de uso sin restricciones en el sur de Belice para uso guatemalteco. El reporte decía que había compañías petroleras norteamericanas que tenían una propuesta idéntica y que se debía a que esa salida era clave para sacar el petróleo al Caribe, algo imposible de hacer de otra manera.85 El oficial se refería a la Atlantic Refining Co., la Ohio Oil Co. y la Standard Oil, que recientemente se habían acercado al Congreso guatemalteco para sugerir una política de petróleo (Solano 16-18). En Washington el embajador británico complementó diciendo que el nombre del operador de Standard era Max Thournburg, que recientemente había salido del Departamento de Estado por conflictos de interés.86 Para un oficial británico en Washington, a eso se debía la “pusilanimidad estadounidense”.87
La plétora de intereses chocó contra el intento de Marshall de establecer la prioridad de los intereses estratégicos estadounidenses a lo largo de las dependencias del Departamento de Estado, donde el tema de Belice no era prioridad (James 49-50). Por eso, en su correspondencia oficial con el canciller Muñoz Meany, Marshall hizo gala del lenguaje diplomático más cortés para enviar negativas a Guatemala sobre su interés en usar la Conferencia Panamericana en Bogotá como un escaparate en su pugna con los británicos por el tema de Belice.88 Bogotá era estratégico para Guatemala y hacia allá se trasladó la tensión a finales de marzo de 1948.
“La gran batalla de Bogotá”
La IX Conferencia Internacional Americana fue la culminación de una serie de acuerdos que los países del continente venían estableciendo desde el inicio de la guerra, todos orientados a asegurar la “protección hemisférica” de cara a cualquier amenaza externa. Siguiendo el Acuerdo de Chapultepec (1945) y el Tratado de Río (1947), en Bogotá se buscaba crear una nueva entidad multilateral, supeditada en ciertos aspectos a la nueva ONU: la Organización de Estados Americanos (OEA). La Conferencia representaba una oportunidad para que Guatemala plasmara sus valores e intereses en un marco regional, con miras a una acción conjunta. En términos de estrategia política, el espacio era fundamental para presionar por contrapesos que le permitieran impulsar con más firmeza sus acciones. En su informe anual de marzo de 1948, el Presidente Arévalo la llamó “la gran Batalla de Bogotá”.89
Desde mayo de 1947, por medio de su embajador en Washington, Guatemala había informado a Estados Unidos su interés en discutir el tema de las posesiones extracontinentales en territorio americano.90 Estados Unidos no mostró entusiasmo sobre el tema; semanas antes de que iniciara la Conferencia envió un telegrama a todas las representaciones diplomáticas de América Latina, menos Nicaragua, para informar su posición al respecto: el país “expresaba y demostraba su devoción” al principio que los territorios dependientes lograran su autogobierno, pero que, debido al interés de la Conferencia y a las circunstancias mundiales, podía ser “sujeto de un amplio y desafortunado malentendido”.91 Así pasó a informar al embajador británico en Washington, en una carta personal y confidencial: Estados Unidos no presionaría por el tema de Belice en Bogotá.92
En Bogotá comenzaron las negociaciones, algunas aún ancladas al tema del Sheffield y la presencia de tropas británicas en Belice. Los oficiales norteamericanos en Colombia buscaron acercarse a la misiva guatemalteca para negociar puntos en común y así lograr votos de manera unánime, sin mostrar fricciones, y llegar un acuerdo que a los británicos les pareciera “razonablemente aceptable”.93 Sin embargo, los británicos no cedieron ni un ápice; los guatemaltecos estaban seguros de que Estados Unidos se abstendría de apoyarlos debido a que “así lo tiene prometido a Inglaterra y Francia, países interesados”, según aseguró el nuevo embajador en Washington, el abogado Ismael González Arévalo, a su primo el Presidente Arévalo.94
Las embajadas británicas en el continente monitorearon desde el problema del Sheffield la opinión pública de cada país latinoamericano.95 Así registraron el fuerte apoyo de los guatemaltecos en San Salvador y en Buenos Aires y también la ambigüedad chilena.96 La prensa salvadoreña tenía una opinión favorable frente al problema beliceño; el canciller interino salvadoreño, Ernesto Núñez, mostró la misma tónica al ser abordado sobre el tema por el embajador británico en San Salvador. El canciller afirmó que su política estaría “inspirada en la dignidad centroamericana”.97
El caso argentino mostró una línea similar, aunque la trayectoria de ese apoyo fue bastante abultada. Guatemala, en la misma tónica que Estados Unidos, mostró desaires al embajador argentino en Guatemala durante los primeros años de la Revolución, siguiendo su política antifascista. Llegó a tal punto el desplante, que Buenos Aires estuvo de acuerdo con mover la sede de la embajada a Honduras.98 Fue hasta la llegada de Perón en junio de 1946, apoyado por políticos e intelectuales que conocían al Presidente Arévalo, que la relación cambió. Aunque Argentina fue cuidadosa sobre la información que salía en la prensa local tras el desembarco del Sheffield, el Senado y el Congreso, con mayoría peronista, dictaminaron varias resoluciones para apoyar la postura de Guatemala.99 Perón le aseguró su apoyo a Arévalo en cartas personales.100
Chile fue reacio en apoyar explícitamente a Guatemala. Tras la crisis del gobierno de González Videla y la prohibición del Partido Comunista Chileno (PCC) a fines de 1947, el gobierno bajó el tono de sus alegatos frente a Gran Bretaña.101 Eso se vio una vez en Bogotá: los británicos informaron que la delegación chilena tenía instrucciones de “no asociarse” con la postura guatemalteca. El embajador británico en Santiago agradeció a un miembro de la Cancillería chilena por “no rebajarse al nivel de un grupo de indios centroamericanos”, un comentario que generó una discreta sonrisa de parte del diplomático chileno.102
La arrogancia racial del diplomático inglés no fue un caso aislado. Ya la embajada mexicana en Londres venía informando a Ciudad de México de varios casos de discriminación hacia los diplomáticos americanos en ese año. En uno, un mariscal de la Fuerza Aérea Real calificó de “chacales” a guatemaltecos, chilenos y argentinos, tras compararlos con el “león británico”. En otro caso, un diputado laborista los insultó en una recepción oficial, ante el desconcierto de los diplomáticos latinoamericanos.103 De hecho, las actitudes tenían un histórico bagaje y fueron un rasgo constitutivo, asegura James (434), de la política exterior del gobierno en Londres. El embajador guatemalteco en Washington, en todo caso, estaba al tanto de la ambigua posición chilena y opinaba que querían que Guatemala les “sirva como conejillo de indias”.104
Tras días de haber iniciado la conferencia, se apiló un nuevo conflicto: el asesinato del líder liberal José Eliécer Gaitán planteó la práctica insurrección de miles de personas en las calles de la capital colombiana, lo cual dejó edificios e iglesias incendiadas, además de una enorme incertidumbre para los diplomáticos americanos asistentes. Los ingleses en Bogotá informaron que Estados Unidos estaba recibiendo fuertes críticas, por haber sido “tomados por sorpresa por un golpe comunista”.105 Aunque los británicos tenían interés en recalcar el discurso anticomunista frente a lo que pasaba en Bogotá con fines de desprestigio, el hecho generó zozobra entre los asistentes y movió la balanza hacia la cautela. Eso lo remarcó el canciller guatemalteco en su informe a ciudad de Guatemala.
El canciller Muñoz Meany informó a Arévalo que la propuesta guatemalteca “había encontrado un clima propicio en las delegaciones de los países auténticamente democráticos”. Sin embargo, “al estallar la revolución… las circunstancias cambiaron y la oposición a nuestros puntos de vista fue mucho más recia”, debido al miedo a que fuera un levantamiento de inspiración comunista. Al final, eso no evitó que, luego de una votación de 17 contra cuatro, el numeral sobre colonias del acta constitutiva de la OEA reflejara la impronta que Guatemala había elaborado.
Para Muñoz Meany “el éxito alcanzado superó nuestras expectativas” debido al amplio apoyo que recibieron de todas las delegaciones, con la excepción de Estados Unidos, Brasil y República Dominicana, que se abstuvieron de votar el numeral sobre colonias. Recalcó que la delegación rechazó una negociación con Estados Unidos “para sacar por unanimidad de votos una fórmula excesivamente tibia e incolora, o sacar por mayoría de votos una fórmula enérgica, enfática y terminante sobre abolición del coloniaje”, con el apoyo de argentinos, mexicanos y venezolanos para la redacción106 (Sosa; Frankel 59-62; Torres 82). Marshall y la delegación estadounidense intentaron guiar la discusión hacia la creación de un comité que le daría seguimiento al tema de las Colonias, aunque en privado tuvieron miedo de que pudiera “virtualmente convertirse en una corte legal que fallaría sobre los casos de Argentina, Chile y Guatemala”, en cuyo caso presionaría porque la Gran Bretaña fuera escuchada.107
Centroamérica y el fantasma del comunismo
La Conferencia Panamericana y el “bogotazo” no fueron los únicos acontecimientos que se entretejieron a partir de marzo de 1948 con las pugnas alrededor de Belice: ese mismo mes estalló una guerra civil en Costa Rica. El activo papel que Guatemala estaba teniendo en el enfrentamiento costarricense urgió a los británicos a tildar al gobierno de Arévalo de comunista, para aprovechar la veta que el contexto político mundial abría y seducir, así, a los norteamericanos en arreciar su crítica contra Guatemala (Meers 411).
Desde finales de 1947, la Oficina Colonial había solicitado a todas sus colonias reportes sobre la presencia de propaganda o actividades soviéticas en su territorio o en países vecinos (James 536). Una vez estalló el conflicto del HMS Sheffield en febrero de 1948, la Oficina del Exterior sugirió enviar información al Departamento de Estado sobre “nuestras sospechas de la afiliación comunista de Guatemala”.108
Días después, uno de los principales oficiales de Exterior para América Latina recordó que salían muchos rumores de las embajadas centroamericanas sobre una agrupación de exiliados de la región que respondían a Arévalo. Se trataba de lo que la prensa norteamericana terminó llamando la Legión del Caribe: un grupo de políticos y militares exiliados que buscaban invadir sus países de origen con dinero y armas guatemaltecas, cubanas y venezolanas (Gleijeses 134; Ameringer; Coy Moulton).
Según los británicos, la información sobre la organización en México “claramente indica que tiene afiliaciones comunistas” y aseguraba que “Moscú está empezando a pescar en las agitadas aguas de Centroamérica”.109 El embajador británico en Washington dijo estar presionando al Departamento de Estado sobre su certeza de que Arévalo actuaba “bajo órdenes de Moscú”. También dijo que era importante hablar con los franceses para conocer los vínculos del canciller Muñoz Meany con los comunistas de ese país, cuando éste había sido embajador en París, algo que los franceses oficialmente negaron, aunque a lo interno sabían que era cierto (cf. Taracena).110
A inicios de 1948, Guatemala había sido señalada por el dictador dominicano Leónidas Trujillo por patrocinar una fallida invasión lanzada desde Cayo Confites, Cuba, en 1947, algo que el canciller Muñoz Meany desmintió “absoluta y categóricamente”.111 La negativa también se repitió dos meses después para el caso de Costa Rica, tanto públicamente como frente a altos oficiales del Departamento de Estado.112 Al arreciar los rumores sobre la participación guatemalteca en la guerra costarricense, la Oficina del Exterior publicó en una minuta interna que eso “confirmaba nuestras creencias” sobre un ataque armado a Belice, lo que hacían sus predicciones y el envío de buques “totalmente justificadas”.113
Correspondencia entre Arévalo y los principales miembros del ejército irregular centroamericano y caribeño permiten confirmar la participación de la presidencia guatemalteca y sus embajadores en La Habana, San Salvador, Managua y San José con el fin de derrocar a los gobiernos de Somoza, Trujillo, Carías Andino y Picado. No he encontrado, sin embargo, ningún registro que mencione ataques armados a Belice. La dinámica que propiciaron las avanzadas armadas y alianzas entre gobernantes, en todo caso, acumuló tensiones y agregó variables a los ya de por sí complejos escenarios a los que se enfrentaba Arévalo y su equipo diplomático (cf. Gleijeses; Ameringer; Coy Moulton).114
Una repercusión importante de las tensiones bélicas en Centroamérica y el Caribe fue el acercamiento de la Gran Bretaña a Trujillo. Asediado por los ataques que sus compatriotas asilados lanzaban en su contra, Trujillo inició una carrera armamentista para enfrentar el problema. Compró armas en Brasil y se nutrió del apoyo inglés. Según el embajador mexicano en Santo Domingo –o ciudad Trujillo, para la época–, meses antes habían arribado los destructores Fame y Hotspur. Un reporte de inteligencia de la Cancillería guatemalteca, lograda a partir de su embajador en La Habana, decía que el embajador inglés en esa capital aseguraba que los aviones venían cargados de armamento y varios pilotos estaban recibiendo de su parte cursos de formación para manejo.115 De hecho, un memo de la Oficina del Exterior británica aseguraba que el apoyo militar a Trujillo llevaba varios meses en acción, ya que representaba “una fuente valiosa de divisas” para su maltratada economía. Aunque estaban al tanto del torbellino político de la región, afirmaban que el nuevo material bélico en República Dominicana tendría un “efecto calmante”.116
¿Mediación de Estados Unidos?
Mientras quedaba cada vez más claro que Guatemala no podría recuperar Belice, Arévalo desplegó una serie de intentos independientes para lograr un arreglo directo y confidencial sobre el tema. Todos fracasaron. El primero fue presentado por el embajador de Guatemala en Bogotá, Rodríguez Beteta, en pláticas con Gilbert MacKereth, embajador británico en Colombia. Según el embajador guatemalteco, ambos buscaban la fórmula para “obligar a Inglaterra a ir a juicio”, en un plan que encajara “perfectamente dentro del carácter y psicología inglesas, que tanto se pagan de la forma”.117
A su vez, MacKereth informó a Londres sobre el acercamiento diciendo que Rodríguez le aseguró que actuaba bajo órdenes de Arévalo. La propuesta era enviar el caso a la Corte Internacional y, si Guatemala ganaba, garantizaría el capital británico y evitaría un referéndum en Belice. Si ocurría lo contrario, Guatemala pedía un referéndum arreglado en que los beliceños se manifestaran a favor de Guatemala. La respuesta de Londres fue tajante: “No tener nada que ver con eso”.118
Unas semanas después, el embajador guatemalteco en Londres, el general Ydígoras Fuentes, se acercó a la Oficina del Exterior para criticar la “tonta política” de Muñoz Meany por no tomar en cuenta que ni Estados Unidos ni América Latina la apoyarían. Ydígoras dijo actuar bajo fuentes “cercanas al Presidente mismo”. La propuesta era dividir horizontalmente Belice y terminar con el conflicto. Las palabras de Ydígoras recibieron otra negativa, en el entendido de que cualquier cesión de territorio activaría los alegatos mexicanos por el norte de Belice y de Chile y Argentina en el sur del continente.119
Los malabares que hacía la diplomacia guatemalteca llegaron a oídos del Departamento de Estado; al consultarlas con el embajador guatemalteco González Arévalo, este “hizo poco esfuerzo para defender a sus compatriotas, que repetidamente describió como muy excitables”.120 González hizo lo propio semanas después, al presentar un memo –esta vez oficial– solicitando la mediación de Estados Unidos en el conflicto, como Ubico lo había hecho en 1937.121
Oficialmente, Guatemala presentó hasta mediados de julio la propuesta a Gran Bretaña y generó escasa discusión en Londres: argumentaron desconfiar de la imparcialidad estadounidense debido a los intereses petroleros y madereros, además del ejemplo que otros países como Argentina y Chile podían seguir.122 En septiembre de 1948 finalmente Gran Bretaña informó a Estados Unidos su negativa de aceptar la mediación.123 Paralelamente, la Oficina de Guerra dio información de mantener un pelotón bien armado en Belice, en caso de un nuevo intento de invasión.124
Conclusiones
El objetivo de esta investigación fue reconstruir el conflicto en torno a Belice entre Gran Bretaña y Guatemala en los primeros tres años de la posguerra para plantearlo, primero, en la dinámica del inicio de la Guerra Fría en el continente y, segundo, para ahondar en el estudio de la política exterior del gobierno de Juan José Arévalo. El análisis de los archivos revisados permite algunas reflexiones al respecto.
Un aspecto evidente del conflicto fue la desproporcionada reacción británica ante la posible pérdida de Belice. Fue una reacción exagerada en la medida en que Belice no era central para sus dominios y que Guatemala, en efecto, nunca tuvo una intención real de recuperar el territorio con una invasión armada. La sobreestimación se entiende a partir del momento de estrés que el Imperio británico vivía en los primeros meses de 1945 ante la perspectiva de un deterioro importante en su peso geopolítico global.
Las diferencias sobre el futuro de Belice entre la Oficina Colonial y la del Exterior en 1945 expresan distintas salidas al dilema de la situación. Por eso, amagaron enviar aviones en 1945 y, efectivamente, enviaron tropas y buques en 1948, pese a lo oneroso y problemático que la maniobra resultó. La diferencia entre ambas reacciones –la de 1945 y la de tres años después– fue que en la segunda el contexto era distinto: la Guerra Fría le abrió de nuevo ventanas de oportunidad, por lo que, bajo el auspicio norteamericano, era importante enviar mensajes de fuerza en América Latina. Chile y Argentina, con reclamos similares, vieron con cierta distancia el problema y entendieron lo inoperante de sus reclamos, algo que se vio en la frialdad y poco pragmatismo con que Chile trató el tema llegada la Conferencia en Bogotá.
En este escenario, el visto bueno de Marshall y los oficiales del gobierno de Truman a la demostración de fuerza británica, a solo unos meses de firmado el Tratado de Río sobre defensa continental de poderes externos, habla del peso que los arreglos entre Estados Unidos y Gran Bretaña en otros partes del mundo tuvieron en la política norteamericana hacia América Latina. No pretendo plantear que este es el punto de quiebre entre la posguerra y la Guerra Fría para la región. Dudo que exista un momento que defina esa dislocación. Al contrario, considero que la información recopilada permite mostrar algo más interesante: cómo la influencia de los inicios de la Guerra Fría, cuyo eje giraba en torno a Medio Oriente y Europa central, se fue expresando en el continente de manera desigual en las diferentes escalas y espacios. Son los casos concretos como el de Belice, la guerra civil costarricense y Bogotá, los que permiten evidenciar la sutileza y particularidad de esos giros y posturas.
En cuanto a las relaciones panamericanas, los últimos meses de 1947 y el siguiente año permitieron evidenciar la nueva situación. Era claro que el pacto rooseveltiano de la posguerra estaba en franco deterioro frente a la reorganización de Truman. La transición, y eso es lo más importante, mostró fisuras, destiempos y tensiones. Nada más ilustrador de esos destiempos entre escalas e instancias que las tensiones entre agencias, intereses y jerarquías alrededor y en el Departamento de Estado. La política exterior norteamericana parece ser el producto final de un proceso complejo y a veces confuso y contradictorio de toma de decisiones a distintos niveles (Connell-Smith 42).
Desde el punto de vista de la estrategia guatemalteca, la ventana de oportunidad más clara parece haber sido 1945, en los meses en que Truman aún no tomaba el timonel del trayecto de la política global. No obstante, para entonces, el gobierno revolucionario de Juan José Arévalo estaba iniciando y no había una estrategia clara al respecto, aunque sí deseos de una parte importante de la clase política y la población organizada, como se vio en la Constitución de ese año y en los apoyos que recibió. El tema fue trabajado por Arévalo sobre todo a nivel diplomático: misiones especiales a América Latina, cabildeo con Estados Unidos y una continua campaña de propaganda que incluyó a los mismos habitantes de Belice.
En 1948 el gobierno estaba en aprietos domésticos y la llegada del HMS Sheffield le resultó un alivio, pero también lo obligó a lidiar con un conflicto que no esperaba y para el cual no tenía una estrategia clara como guía. El bluff y la búsqueda de contrapesos, sobre todo en Bogotá, fue su respuesta. Ese camino lo llevó a callejones sin salida y la diplomacia guatemalteca demostró su inexperiencia: intentos frustrados de negociaciones sobrepuestas, líneas contradictorias de acción y premiar la forma –el numeral sobre colonias de la resolución de la OEA– por sobre el fondo: la recuperación efectiva del territorio. Poco logró con eso.
Al final, la coyuntura se desenvolvió favorablemente para los británicos, aunque eso no significó una solución al problema beliceño. A finales de 1949 en Londres se decidió devaluar el dólar beliceño para favorecer la libra esterlina en el comercio colonial. El partido más popular, el PUP de George Price, fue investigado años después por supuestos contactos con el siguiente presidente guatemalteco, Jacobo Arbenz (Young y Young 13-14).
En 1956, Price y su agrupación rechazaron unirse a la Federación de Indias Occidentales y plantearon la independencia como meta próxima (Young y Young 14). Guatemala, por su parte, no logró nada con la Misión de Seguimiento establecida en Bogotá; en 1954 vio cómo Gran Bretaña se abstuvo de conocer en el Consejo de Seguridad de la ONU el caso de la intervención de Estados Unidos contra Arbenz (Meers 409-410; Giles 154). Guatemala se quedó sin Belice y también sin revolución.
El embajador Kyle, por último, presentó la renuncia en mayo de 1948, un hecho lamentado por Arévalo. En su lugar, llegó Richard C. Patterson, con poca experiencia diplomática, pero con credenciales anticomunistas (Arévalo 333; Leonard 44-47). Los británicos celebraron la llegada, aunque Patterson no tenía ninguna instrucción concreta sobre Belice. El embajador Galliene, en Guatemala hasta 1954, no escatimó alegrías: estaba encantado con el perfil de “hombre duro” de Patterson. Era “justo lo que necesitamos” de los norteamericanos, concluyó.
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