EL
DEBATE SOBRE LA ABOLICIÓN DEL COMERCIO INTERNACIONAL DE ESCLAVOS DURANTE
LA INDEPENDENCIA Y LA TEMPRANA REPÚBLICA EN COLOMBIA
THE DEBATE ON
THE ABOLITION OF THE INTERNATIONAL SLAVE TRADE DURING INDEPENDENCE AND EARLY
REPUBLIC IN COLOMBIA
Roger Pita Pico
Palabras
claves
Colombia,
comercio de esclavos, tráfico humano, siglo XIX, Independencia,
República.
Keywords
Colombia, slave trade, human
trafficking, nineteenth century, Independence, Republic.
Fecha
de recepción: 2 de abril de 2014 - Fecha de aceptación: 28 de
mayo de 2014
Resumen
Este
trabajo intenta abordar en detalle el intenso debate registrado, tanto a nivel
interno como externo, en
relación con el tráfico internacional de esclavos durante el
periodo de Independencia y los
primeros años de vida republicana en Colombia. El camino hacia la
abolición de este tipo de
comercio no fue fácil. Fue evidente el juego de fuerzas entre tendencias
conservadoras y progresistas, lo cual
hizo que este proceso estuviera signado por una combinación de avances y
retrocesos. Particularmente, los
sectores económicos que dependían de la mano de obra esclava expresaron abiertamente su oposición a los
intentos por implementar restricciones en esta actividad comercial. Los continuos cambios de gobierno, en
razón de la intensa lucha política y militar por el poder, impidieron el desarrollo de una
política coherente y a largo plazo en materia de abolición del tráfico esclavista, aunque es indudable
que los gobiernos republicanos le imprimieron un mayor impulso a este propósito humanitario.
Finalmente, debe reconocerse que estos debates en torno a la trata contribuyeron, de alguna manera, a estimular
las propuestas que tenían como meta abolir definitivamente el régimen esclavista.
Abstract
This paper attempts to address in detail
the intense recorded debate, both internally and externally, in relation to the international slave trade during
the period of Independence and the first years of republican life in Colombia. The road to the
abolition of this trade was not easy. It happened a play of forces between conservative and progressive
tendencies, which made this
process was marked by a combination of
advances and retreats. Particularly, economic sectors that depended
on slave labor openly expressed
opposition to attempts to implement restrictions in this business. Continuous changes of government, due to intense political and
military struggle for power, prevented the development
of a coherent long-term policy of abolition of slave trade but republican
governments gave further impetus to
this humanitarian purpose. Finally, it should be recognized that these debates around trafficking in some way contributed
to encourage proposals that targeted abolish the
slave system.
INTRODUCCIÓN
El análisis historiográfico sobre el tema
de la esclavitud en Colombia se inició a
mediados del siglo XX y se concentró en los temas de la trata, la
manumisión y la
participación laboral del hombre negro en la minería
aurífera. La mayoría de estos
trabajos se enfocaron en el estudio de los años de dominio
hispánico y en las regiones de
amplia presencia de población esclava como Antioquia, Chocó, Cauca y la Costa Caribe (Navarrete, 2005, pp.
21-27). Los primeros en marcar un hito
en el estudio del comercio marítimo de esclavos fueron los historiadores
Jorge Palacios Preciado y
Nicolás del Castillo Mathieu, cuyos trabajos examinaron las primeras oleadas del mercado esclavista en el
puerto de Cartagena.
Trabajos posteriores avanzaron en el compendio de cifras
sobre el comercio a escala provincial,
abarcando algunas zonas de baja presencia de población esclava. Con respecto al siglo XVIII, el historiador Rafael
Antonio Díaz Díaz examinó el
caso del espacio urbano regional santafereño y David Rueda Méndez
enfocó su mirada en la
provincia de Tunja. Los investigadores Pablo Rodríguez, Germán Colmenares, Dolcey Romero Jaramillo y Hermes Tovar
Pinzón presentaron cifras sobre
el comercio doméstico de esclavos en las provincias del Cauca,
Chocó y Santa Marta, para
finales del periodo colonial y principios de la República.
De alguna manera, la celebración del Bicentenario
de la Independencia ha dado un
renovado impulso al estudio de esta convulsionada y decisiva etapa de la historia colombiana. Logrados ya algunos avances
en materia de análisis cuantitativo
del mercado esclavista, uno de los vacíos aún pendientes por
esclarecer es el trasfondo social,
económico, político e ideológico en el cual se
desenvolvió el comercio
internacional de esclavos, en medio de una etapa clave de transición marcada por las luchas independentistas y los
inicios del régimen republicano.
En este contexto, el presente artículo pretende
examinar en detalle el intenso debate
suscitado, tanto a nivel interno como externo, en torno al tráfico
internacional de esclavos. Este
propósito implica, además, entender el desarrollo normativo en materia de restricción, la pugna de
intereses económicos y políticos en juego, y la fuerte influencia de las decisiones asumidas por
las potencias del momento.
Como bien se sabe, los esclavos, al igual que las
mercancías, podían ser vendidos
y comprados como otro bien más. En los negocios e inventarios de propiedades es posible observar como ellos
pertenecían a esa categoría inferior, junto al universo de cosas y animales.
Desde los albores de la Conquista española fueron
introducidos negros esclavos a
América, pero la trata masiva se afianzó formalmente al finalizar
el siglo XVI, como respuesta a la
necesidad apremiante de mano de obra para la minería y la agricultura, ante la ostensible
disminución de la población indígena.
Sobre la historia de este comercio han habido varias
aproximaciones para su
periodización, pero en este estudio se retomará el criterio del
historiador Jorge Palacios Preciado
(1973, p 23), quien delimitó tres grandes épocas: las Licencias que van de 1510 a 1595, los Asientos establecidos
entre 1595 y 1789 y a partir de este
año la etapa del libre comercio hasta los inicios del período de
Independencia, cuando los nacientes
Estados republicanos dictaron las primeras medidas que restringían la importación de
esclavos.
A pesar de los esfuerzos en la materia, han persistido
ciertas dificultades en dilucidar el
número de esclavos ingresados a Colombia, ya que del puerto de Cartagena salieron varios grupos con destino a la
Capitanía General de Venezuela y
al Virreinato del Perú. Según el historiador Philip Curtin, si a
Hispanoamérica entraron 1.5
millones de esclavos, a la Nueva Granada pudieron haberlo hecho aproximadamente 200.000, incluyendo Panamá y
la Audiencia de Quito. De esa cantidad,
es factible que por lo menos 120.000 se instalaran en el territorio de lo que actualmente es Colombia (Colmenares, 1997, pp.
16-20). Por su parte, el historiador
Hermes Tovar Pinzón calculó que en los trescientos años de
dominación colonial ingresaron
al país alrededor de un cuarto de millón de negros, la mitad de ellos en el siglo XVII y el resto en los siglos XVI
y XVIII (1994, p. 30)1.
La crisis de la institución de la esclavitud
comenzó a ser palpable al finalizar el
período colonial, prácticamente desde las postreras
décadas del siglo XVIII. Pero esta
no fue una situación aislada ni fortuita, sino que coincidió con
una decadencia generalizada de la
economía en todo el territorio de la Nueva Granada.
En realidad, la economía no pasaba por un buen
momento, lo cual influyó en que
cada día fuera más difícil adquirir esclavos, incluso por
la vía del crédito. Poco a
poco había empezado a declinar el comercio esclavista interno y a
desaparecer las transacciones que
involucraban a un gran número de piezas, lo que llegó a desatar
una competencia entre los amos por
conseguir esa fuerza laboral (Jaramillo, 1989, p. 76).
Las ideas liberales reinantes en la época, el
bloqueo de algunos traficantes esclavistas
reacios a aceptar condiciones inequitativas de competencia, la recesión de este comercio y la creciente demanda presionaron
para que la Corona española decretara
en 1789 la apertura del mercado en sus dominios de ultramar, rompiendo de esta forma con el régimen de licencias y
el exclusivismo asentista. Desde ese momento,
la trata comenzó a ser manejada por los propios españoles. De
nuevo, se retomó la idea de
incentivar la economía con base en la nutrida afluencia de esclavos.
En un comienzo, esta apertura comercial se puso en
práctica en Cuba, Santo Domingo,
Puerto Rico y Caracas pero, solo hasta la expedición de la real
cédula del 24 de noviembre de
1791, se extendió a los territorios del Virreinato de la Nueva Granada (Moreno, 1977, p. 574). Contrario a los
vaticinios, la medida no causó los efectos
esperados al no registrarse un aumento sustancial en la entrada de esclavos, ni una reactivación de la productividad
colonial. La recién creada Compañía Gaditana de Negros no había tenido en
realidad mucho éxito. El comercio languideció
ante las escasas posibilidades adquisitivas de los propietarios golpeados por la recesión económica.
El mismo virrey José de Ezpeleta, al momento de
presentar su informe de gobierno en
1796, reconoció las consecuencias infructuosas de esta política
librecambista: “…solo se
habían introducido veintinueve negros en la provincia de Antioquia, en donde se vendieron a largos plazos, y que
en las de Popayán y Chocó, en donde
hay número de minas no se introdujo ni uno solo” (Colmenares,
1989, p. 228). La razón de
fondo era, sin lugar a dudas, la falta de recursos para conseguirlos.
En definitiva, esta decisión no logró reavivar
el mercado, por el contrario, proliferaron
las denuncias sobre el galopante contrabando. Por haber resultado
estéril, el gobierno virreinal
debió derogarla cuando solo había transcurrido un año de
haber sido promulgada. Con estos
cambios y políticas fallidas no tardaron en sobrevenir los claros síntomas de la crisis en la trata
de esclavos (Castillo, 1997, p. 317).
Al entrar el siglo XIX, el comercio esclavista no
mostraba aún signos de recuperación
debido a la repercusión de algunas variables, tales como la
tensión política
interna, la guerra externa y la interrupción del tráfico
marítimo. Con ocasión
del enfrentamiento bélico con Inglaterra, la real cédula de
Aranjuez del 17 de febrero de 1801
persuadió a los gobernadores de las plazas marítimas de América para que no entraran esclavos
extranjeros ni bozales procedentes de otras colonias;
y se impartieron instrucciones a los dueños de los esclavos ya introducidos para que los mantuvieran en rigurosa
disciplina y no se les toleraran disensos sediciosos,
multando e imponiendo penas a quienes se abstuvieran de denunciar tales levantamientos.2
En su informe de gobierno, elaborado en 1803, el virrey
Pedro Mendinueta dio fe del impacto
colateral de este conflicto: “…la guerra ha interrumpido
también la introducción
de negros, y así los mineros no han podido aumentar sus cuadrillas en estos últimos años,
aún concediéndoles fondos para la adquisición de estos brazos, únicos que se emplean en las
minas” (Colmenares, 1989, p. 97). Solo hasta abril de 1804 se dio vía libre a la
continuación del comercio.
A nivel interno, quizás el factor más
crucial fue el desarrollo de las guerras de Independencia,
tanto en los efectos en las cifras del movimiento comercial como en los debates y regulaciones adoptadas principalmente
durante los años de dominio republicano.
Este prolongado conflicto político-militar afectó de alguna
manera todos los sectores de la
economía neogranadina, especialmente aquellos sostenidos con base en la mano de obra esclava (Pita, 2012,
pp. 23-25).
En un intento por redimir el mercado, la metrópoli
emitió una ley en 1813, en la
que se declaraban libres del derecho de alcabalas, las ventas, cambios y
permutas de esclavos (Moreno, 1977, p.
187). Esto se había logrado gracias a la presión de varias voces de protesta. En el informe expuesto
por José Ignacio Pombo, en representación
del consulado de Cartagena ante la Suprema Junta Provincial de 1810, se reflexionó sobre los motivos que
hacían injusto este impuesto: “…él agrava e imposibilita a muchos infelices esclavos, no solo el
poder adquirir su libertad, sino aún el salir
del poder de amos crueles y tiranos; y él grava también sobre la
agricultura, en cuanto aumenta el
precio de aquéllos. Por todas razones pues de justicia, de
política y de conveniencia debe
abolirse” (Ortiz, 1965, p. 143). Pero, a pesar de este alivio, era evidente que el negocio estaba destinado a ir
en franco deterioro.
ANTECEDENTES
A NIVEL EXTERNO
Con el paso de los años, desde las más
diversas latitudes empezaron a aglutinarse
clamores que cuestionaron la trata esclavista. Al interior de la propia Iglesia
Católica ya se habían
hecho sentir desde vieja data algunas voces como las de los Papas Pío II, Urbano VIII y Pío VII,
quienes en su momento condenaron abiertamente
esa práctica (Crespi, 2003, p. 134). La economía mundial
había atravesado por una etapa
de transformaciones profundas, que de alguna manera incidieron en el resquebrajamiento de las bases del sistema
esclavista y en el impulso de la corriente
abolicionista. Entre esos cambios no se pueden dejar de mencionar el impulso de la revolución industrial, los
nuevos tipos de producción y el ascenso de la burguesía, entre otros (Franco, 1983, p.
55) (Ianni, 1976, pp. 34-41).
Asimismo, las nuevas tendencias progresistas, derivadas
de la Revolución Francesa,
trascendieron los mares y desembocaron en nuevos pronunciamientos, que empezaban a impetrar con más fervor el
fin de la trata. Algunas de estas expresiones
venían acompañadas de un cierto tinte romántico.
Tempranas manifestaciones de rechazo al comercio
esclavista ocurrieron en las colonias
inglesas en Norteamérica. Desde 1780, a la postura, abanderada en un comienzo por Pennsylvania, se le sumaron
paulatinamente otros territorios del noreste
(Hoyos, 2007, pp. 156-157).
Inglaterra, potencia que se había caracterizado
por ser una de las mayores traficantes
de esclavos, ahora marcaba un hito en el proceso abolicionista. El paso lo dio el Parlamento, el 5 de febrero de 1807, al
prohibir el comercio de esclavos en todas
sus colonias de América y de África.
En la Nueva Granada se conoció esta noticia en el
mes de agosto de ese año, a
través de El Redactor
Americano, que reprodujo
textualmente la noticia, tal como
había sido publicada en la Gazeta
de Londres. Este medio escrito, de
circulación quincenal, se
había caracterizado por abrir espacio a la intelectualidad criolla, que tenía como denominador común la
promoción del sentimiento americano. La cabeza
visible de este proyecto editorial era el cubano Manuel del Socorro Rodríguez, a quien desde entonces se le conoce como el
precursor del periodismo colombiano.
Los lectores capitalinos y de otras ciudades de la Nueva Granada pudieron empaparse de las ideas modernizantes que circulaban
por el mundo y contaron además
con la posibilidad de enterarse de hechos internacionales de gran trascendencia política, como las acciones de
Napoleón en España, las revoluciones francesa y norteamericana y las rebeliones negras
ocurridas en Jamaica, Haití y Las Antillas.
Con singular tino, a través de su periódico, Rodríguez
pudo lanzar críticas al
gobierno español y formar opinión, en un ambiente en el que se
empezaban a debatir con más
intensidad los principios que luego servirían de justificación
para el proceso revolucionario que
estalló pocos años después.
Rodríguez aplaudió el tratado, pero al
mismo tiempo creía que la determinación
asumida por Inglaterra jamás podría borrar el oscuro pasado de
esta nación, que por
décadas había sido una de las mayores promotoras del comercio
esclavista. Quiso dejar bien en claro
que la extinción de este tipo de comercio no implicaba, automáticamente, la extinción de la
esclavitud.
De antemano, reconoció que por más
discursos filantrópicos pronunciados desde
distintos lugares, la decisión de abolir la esclavitud seguía
siendo una utopía, en esa
precisa coyuntura, debido a las circunstancias políticas y a la
relación desigual de poder
militar entre las naciones. Veía muy lejano cualquier cambio radical al respecto, al considerar que la esclavitud se
había convertido en una práctica tradicional arraigada en varios lugares del mundo, cuya
antigüedad se remontaba incluso a
la época de los judíos. No obstante lo anterior, Rodríguez
lanzó un llamado a su selecto
número de lectores, para frenar de una vez por todas este
“execrable” comercio, por
ser una afrenta a la humanidad y por ser contrario al derecho de gentes. Solo esperaba que episodios como la firma
del tratado en Inglaterra abrieran más
caminos de esperanza para erradicar definitivamente la esclavitud de la faz de la tierra (El Redactor Americano del Nuevo Reino de
Granada, 1807, pp. 140-141).
LAS
DISCUSIONES EN LAS CORTES DE CÁDIZ
En estos primeros años del siglo XIX, la
situación en América era contrastante.
Mientras que Haití había puesto fin a la esclavitud
después de la revolución allí
vivida3, Cuba experimentaba un
verdadero apogeo en el comercio esclavista (Franco,
1981, p. 122). Venezuela, por su parte, estuvo a la vanguardia en materia de abolición, pues el 14 de agosto de 1810
la Junta de Gobierno de Caracas eliminó el
tráfico de esclavos (Lombardi, 1966, p. 153).
El ambiente generado después de las convulsiones
políticas vividas en España tras
la invasión napoleónica y la salida del poder del Rey Fernando
VII, que condujo a esta nación
a plantear una participación más activa de las colonias en los
destinos del Imperio, fue,
precisamente, el escenario propicio para hacer sentir en la Nueva Granada las ideas antiesclavistas. Estos debates se desarrollaron
en las Cortes de Cádiz.
En el punto 4º de las Instrucciones encomendadas en
1809 por el Cabildo de la Villa de
Socorro a don Antonio Narváez de la Torre, representante de la Nueva Granada en la Junta Suprema de España e
Indias, se planteó una postura radical frente
a la trata: “Que siendo el comercio de negros una degradación de
la naturaleza humana y causando el
envilecimiento de todas aquellas profesiones a que son destinados estos miserables africanos, se
suplica al señor diputado solicite se prohíba
perpetuamente tal comercio”4. Miguel Tadeo
Gómez Durán había sido el encargado
de redactar estas instrucciones en nombre del cabildo socorrano.
A finales de ese mismo año, el abogado don Antonio
Villavicencio dio a conocer ante las
Cortes de Cádiz un ambicioso proyecto, en uno de cuyos puntos propuso proscribir el ingreso de esclavos, con
excepción de los contratos pendientes y
las embarcaciones que llegaran a los puertos de España y América
en los dos meses siguientes a la fecha
de publicación de dicha restricción. Esta última concesión se hizo porque se consideraba injusto
perjudicar a unos negociantes “… que de buena fe emprendieron tan infame e inicua
especulación”.
Para efectos de estrechar los controles desde el momento
mismo de efectuada la transacción,
Villavicencio propuso que el comprador debía informar al Tribunal de
la Humanidad5 el nombre del esclavo,
su edad, su lugar de origen, el puerto de
procedencia, el día de llegada al puerto americano y el día de la
compra. El mercader también
estaba obligado a suministrar estos datos con el visto bueno del funcionario aduanero responsable.
Además, debía establecerse un reglamento
sobre cómo tratar a los esclavos al
ser transportados desde las costas de África o entre los puertos del
Nuevo Continente. Al Tribunal de la Humanidad y al juzgado de Marina les correspondía recordar la imposición de penas y la
exacción de multas a los capitanes que faltasen a lo prevenido. Se dejó planteado, como
punto de discusión, si sería conveniente seguir tolerando la “arbitrariedad” del
amo de vender “su negro” al postor que mejor le pagase6.
En los años siguientes siguió vivo el
debate en las Cortes de Cádiz. El diputado
mexicano José Miguel Guridi Alcocer y el quiteño Agustín
de Argüelles propusieron, a
principios de 1811, acabar con el comercio negrero; pero sus planteamientos no tuvieron eco entre sus
compañeros, especialmente entre los representantes de los territorios caribeños, que se
empecinaban en defender los intereses de los
propietarios de las plantaciones.
La discusión en los tres años siguientes se
tornó extremadamente parca. Solo se
escuchó, en 1813, la opinión de José Domingo Rus de
Azarraullía, diputado por
Maracaibo, quien se declaró partidario de introducir bozales a su
provincia, exonerar del pago de
alcabala a los contratos de venta de esclavos y rebajar los precios del mercado. Era evidente que estas medidas
estaban encaminadas a estimular el
comercio y la adquisición de negros en esta provincia, ante la falta de brazos que movieran la economía
agrícola.
En resumidas cuentas, las corrientes conservadoras, que
mantenían una férrea
resistencia a cualquier intento abolicionista, terminaron por imponerse en las Cortes de Cádiz. El debate quedó
pospuesto indefinidamente (Rieu-Millán, 1990, pp. 168-172).
EL
CONTEXTO INTERNACIONAL 1814-1821
En la segunda década del siglo XIX, la coyuntura
internacional daba un nuevo impulso a
los aires abolicionistas. Después de la derrota de Napoleón
Bonaparte, se firmó en 1814 un
tratado de paz, amistad y alianza entre España e Inglaterra, en el que se agregó un artículo referente
al tráfico negrero. Allí se reconoció la injusticia e inhumanidad de este negocio y España se
comprometió a prohibirle a sus súbditos ocuparse en el comercio de esclavos para llevarlos
a dominios extranjeros. Esta última
medida no representó, en realidad, un mayor avance, ya que eran muy
pocos los peninsulares dedicados
concretamente a este oficio.
Al año siguiente se reunió el Congreso de
Viena para recomponer el mapa político
de Europa. Allí Inglaterra consolidó, a nivel continental, su
hegemonía marítima y
comercial, con lo cual logró que en el acta final de esta reunión
se conviniera aunar esfuerzos con
miras a la supresión de la trata de negros (Mosquera, 2004, pp. 65-67). Los plenipotenciarios asistentes
al Congreso eran conscientes de que
esta era una declaración general y que, adquirido el compromiso, cada
nación signataria
estipularía el término que juzgara conveniente para la
extinción definitiva de este
comercio. De todos modos, se hizo un llamamiento al resto de naciones para avanzar hacia la meta deseable de una
prohibición universal.
Al retornar al trono español, Fernando VII
selló el 23 de septiembre de 1817 un
tratado con su homólogo del Reino Unido en el que se comprometió
a abolir esta clase de mercado humano
en todos sus dominios, a partir del 30 de mayo de 1820, para lo cual los ingleses entregaron a los
españoles, a manera de compensación, un subsidio de 400.000 libras esterlinas (Moreno,
1977, p. 298).
Finalmente, este acuerdo se tradujo en una cédula
real expedida dos meses después
en la que se hacía efectiva la directriz, tanto para los habitantes de
la Península como para los
vasallos del Nuevo Mundo. En esa norma, el monarca español esbozó los argumentos cardinales
que motivaron su decisión:
habían variado enteramente las circunstancias
que movieron a mis augustos predecesores
para permitir el tráfico de negros en las costas de África y su introducción en ambas Américas. En
ellas ha crecido prodigiosamente el número
de negros indígenas [criollos] y aún el de los libres, a
beneficio de la regulación
suave del gobierno y de la cristiandad y temple humano de los propietarios españoles7.
A estas justificaciones se debe añadir el hecho de
que ya no se veía tan urgente el
transporte de africanos a países “cultos”, porque se
había emprendido el propósito
de civilizarlos en su propio suelo. La conquista al interior de dicho
continente había alentado a los
europeos a destinar a los negros nativos para la exploración de las riquezas allí descubiertas, de modo que
ya no era demasiado incentivo extraerlos de
su territorio. Debido a ese nuevo panorama, las remesas de negros vinieron en franco retroceso, al tiempo que los traficantes
tuvieron que adentrarse cada vez más en
ese insondable continente para reclutarlos.
Según esta ley, quedaba entonces terminantemente
prohibida la importación de
esclavos y, si se irrespetaba esta orden, se decretaría la libertad de
estos negros, la confiscación
de las naves y una condena de diez años en los presidios de las islas Filipinas, para el comprador, el capitán, el
maestre y el piloto de las embarcaciones ilegales.
A las naves, que al momento de la promulgación de la ley, se hallaban comerciando en las costas africanas, se les
confirió un plazo mientras culminaban sus
últimas expediciones.
La aceptación de este tratado bilateral, firmado
en 1817 y ratificado por las Cortes de
Cádiz en 1821, no fue total. Uno de sus principales detractores fue Juan
Bernardo O´Gavan, designado por
Santiago de Cuba a dichas Cortes y reelegido diputado
en 1820. En un manifiesto de su autoría, este político no
dudó en cuestionar la
hipocresía de los ingleses al exigir a España la extinción
del comercio negrero, mientras que
simultáneamente se mostraban condescendientes con Portugal y Brasil, en donde las plantaciones esclavistas eran
prósperas. O´Gavan (1821) pedía postergar la fecha de abolición, tiempo que
permitiría a los propietarios de las plantaciones
surtirse suficientemente de esclavos “para la conservación de la
especie y de las fincas”
(Rieu-Millán, 1990, p. 170).
En realidad, al expedir la ley de 1817, primó
más en el monarca español su
interés estratégico que su propósito humanitario. Al
final, y pese a la presión inglesa,
España incumplió el pacto, ya que se dedicó a consolidar a
Cuba y Puerto Rico como las sedes del
abastecimiento de esclavos en sus dominios americanos8. Los castigos estipulados en la mencionada
cédula real jamás se impusieron, a pesar de las continuas transgresiones.
En septiembre de 1821, fueron publicados en la Gazeta de
Colombia algunos apartes del informe
anual redactado por Sir George Callier, sobre los adelantos alcanzados por la política de Inglaterra en
contra del tráfico esclavista en las costas de África. Allí se profirieron
críticas contra España que, a pesar de haber emitido varios decretos, seguía empeñada en
continuar con esas prácticas comerciales en sus colonias. Pero los más duros reproches
se lanzaron contra Francia, nación a la cual
se le culpó de ser la mayor promotora del tráfico de negros, no
obstante de haberse comprometido con
la bandera abolicionista. Eran más de 60.000 africanos extraídos de sus tierras y llevados por los
franceses a las islas de Martinica, Guadalupe
y Cuba (Gazeta de Colombia, 1821, p. 20).
Al promediar la tercera década del siglo XIX, en
Europa adquiría cada vez más
fuerza la tesis que abogaba por el desmonte del tráfico esclavista.
Prueba de ello es que, por esta
época, circuló en la prensa de la ciudad de Bogotá una
obra escrita en 1788 por el
inglés Thomas Clarkson sobre el tráfico de negros, traducida al idioma castellano por don Agustín de
Gimbernat y dada a conocer a través de un diario
de Barcelona.
Desde sus estudios universitarios, Clarckson
mostró interés por el tema y en 1787
ayudó a formar la “Sociedad para la abolición de la trata
de esclavos”. Logró, junto
con otros copartidarios como William Wilberforce, influir en el parlamento inglés hasta lograr en 1807 la
aprobación de la mencionada ley restrictiva de la trata de esclavos. Sus gestiones no culminaron
allí, por cuanto en los años posteriores estuvo muy vigilante de la aplicación de
estas normas y desplegó activamente su campaña
abolicionista por el resto de Europa.
Con base en la Biblia y en renombrados pensadores, el
tratado redactado por Clarckson se
constituyó en una clara defensa de la igualdad del negro, tras expresar abiertamente el repudio por este tipo de comercio
como contrario a las leyes naturales y
a la religión católica, pues mostraba en detalle a los lectores
las penalidades de esos viajes
trasatlánticos. Con ejemplos y argumentos válidos, el autor quiso desmitificar los aparentes beneficios que por
décadas habían esgrimido los gobernantes,
para justificar la extracción de tan colosales cantidades de africanos de su territorio y la utilización de su mano
de obra esclava en continentes lejanos (Clarkson,
1825, p. 106)9.
NORMATIVIDAD
INTERNA DURANTE LOS GOBIERNOS REPUBLICANOS
Al interior de la Nueva Granada se debe mencionar la
actitud progresista asumida por
algunos de los Estados provinciales, emergidos durante el primer experimento republicano. Así pues, fue en
Cartagena donde por primera vez se legisló
de manera concreta sobre el tema del comercio esclavista. En la
Constitución promulgada en el
año 1812 en esta ciudad, a tan solo pocos meses de haber declarado su independencia, se determinó prohibir
la importación de esclavos (Constitución
del Estado de Cartagena de Indias, 1812, p. 115).
El 20 de abril de 1814, la Cámara de
Representantes del Estado provincial de
Antioquia aprobó la ley de manumisión, redactada por José
Félix de Restrepo. En
relación con el tráfico de negros, fue consagrado un
artículo en especial: “Se prohíben
en adelante las introducciones de esclavos, así como su
extracción de esta República
para otros Estados, y se declaran nulas y de ningún valor las compras y ventas que se hagan con este objeto”
(Tisnés, 1980, p. 271). Un año más tarde, la Constitución del Estado de Mariquita (1815,
p. 39) introdujo también en su articulado
esta restricción comercial en su área de jurisdicción.
Este cúmulo de normas legislativas y
constitucionales quedó anulado en 1815,
luego de que los españoles recuperaron el poder por la vía
militar. Hacia 1819 los republicanos
lograron acceder definitivamente al gobierno, pero esto no implicó la suspensión del comercio
interno de esclavos, actividad que siguió su marcha, pese a las innumerables dificultades
sociales y económicas. En realidad, aún
no prevalecía el consenso entre los dirigentes republicanos por la
abolición absoluta de esa
práctica. Algunas áreas como Cauca y Chocó todavía
movían buena parte de su
economía con mano de obra esclava y eso hizo que cualquier propuesta restrictiva fuera recibida con bastante reticencia
entre los propietarios y los empresarios.
Todo esto ocurría en un ambiente mundial en el que, a pesar del aumento de la ofensiva abolicionista, el comercio negrero
continuaba siendo un negocio altamente
rentable.
Por lo pronto, los poderes legislativo y ejecutivo de la
naciente República se concentraron
en implementar algunas medidas tendientes a restringir cada vez más este movimiento comercial. En diciembre de 1819 fue
convocado el Congreso de Angostura.
Allí Bolívar desarrolló un magistral discurso en el que
hizo una férrea defensa de su
postura abolicionista (Lecuna, 1939, pp. 231-232). El 7 de enero del año siguiente se plantearon algunos
tópicos, para ser debatidos en el seno del Congreso, dentro de los cuales el punto 5º
hacía alusión a la propuesta de poner término a la introducción de esclavos.
La discusión fue particularmente intensa y,
aunque la mayoría expresó su desacuerdo con la institución
de la esclavitud, otros defendieron
con ahínco la conveniencia de mantenerla, en aras del derecho de propiedad de los amos, la tranquilidad social y la
estabilidad económica.
Francisco Antonio Zea, presidente del Congreso, fue
llamado a redactar un proyecto que
conciliara estos intereses contrapuestos. Finalmente, el 11 de enero de 1820 se aprobó la primera ley de
manumisión, de carácter nacional, en la que se introdujeron cinco artículos que
representaron un avance orientado a reducir la práctica
del comercio humano. El punto 4º proscribió la introducción
de esclavos en el territorio de la
República, so pena de mil pesos por cada pieza ingresada. El siguiente numeral aclaró aún
más los alcances de las medidas sancionatorias:
Haciendo
la República profesión de respetar leyes, usos y costumbres de
todas las naciones, se declara que
todo esclavo de país extranjero será puesto en prisión y restituido a su amo, castigando
con la pena de pagar una estimación con
los gastos y perjuicios a los que hayan favorecido su venida, y a los que los ocultaren y protegieren (Restrepo, 1933, pp.
224-226).
La controversia dada en Angostura no cesó, y el
Congreso, reunido al año siguiente
en Cúcuta, se convirtió en el nuevo escenario para confrontar las
distintas opiniones. Allí
José Félix Restrepo, quien ahora fungía como diputado,
presentó, una vez más,
su tesis abolicionista:
Un
autor ilustre ha observado que todas las naciones europeas que se han obstinado en no suscribir a la abolición del
tráfico de negros propuesto por Inglaterra,
han sido castigadas inmediatamente, y de un modo muy notable. La España había decretado la
abolición el 2 de abril de 1811. Tuvo después la debilidad de dar oídos a la codicia de
los cultivadores de La Habana, y suprimió
el decreto pero no quedó sin castigo. El amado [Rey] Fernando no estaba lejos; ya venía desde Valencey a
ejecutar las órdenes del cielo contra los españoles
rebeldes, a restablecer la Inquisición, a llenar las cárceles y
cadalsos de liberales, y a ilustrar la
España destruyendo la Constitución y la libertad de imprenta (Restrepo, 1933, pp. 256-257).
Con base en varias de las tesis promovidas en la
Constitución antioqueña de 1814,
este político presentó un proyecto de ley que esbozaba algunas
directrices en materia de
manumisión y otras concernientes a la trata. El resultado de los diferentes puntos de vista quedó plasmado en la
ley del 21 de julio de 1821, que finalmente
desarrolló mucho más sus iniciativas, cuya innovación
especial tenía que ver con
nuevas regulaciones comerciales a nivel interno.
El artículo 5º estableció que
ningún esclavo podía ser vendido fuera de la provincia en que habitaba. Entre tanto, el
artículo 6º proscribió la venta fuera del territorio colombiano y, al que quebrantara estas
reglas, se le confería un plazo perentorio
de cuatro meses para restituir la pieza, quedando esta libre. Si no se verificaba la restitución, el infractor
debía sufragar una multa equivalente a 500 pesos, que serían destinados a los fondos de
manumisión. En el siguiente numeral quedó suprimida la introducción de esclavos al
país y solo se habilitó la entrada de no más de uno, para el servicio doméstico10. Al parecer, esta
medida resultó inocua porque una
gran parte de los esclavos eran dedicados a ese oficio.
Esta normatividad debió ser aplicada dos meses
después, cuando ya era inminente
el triunfo patriota en Cartagena. En aras de la regularización de la
guerra, y para efectos de la entrega
pacífica de esta plaza, el 30 de septiembre se firmaron unas capitulaciones entre el comandante patriota
Mariano Montilla y el derrotado gobernador
español de esa provincia. En el artículo 3º de ese tratado
se convino que, a los españoles
amnistiados, se les confería un plazo de seis meses para llevarse o vender todos sus muebles y bienes raíces,
aunque después se fijó una excepción en relación con los esclavos, en
atención a la declaratoria del Congreso de Cúcuta que impedía extraerlos o venderlos fuera del
territorio neogranadino. Este acuerdo fue publicado
en la Gazeta de Santa Marta (1821, pp. 98-99), (Órdenes militares, 1986,
pp. 70-74).
Las normas dictadas por los congresistas no
impedían que los esclavos circularan
de un departamento a otro, al interior de la República. Este punto
quedó en claro tras un concepto
emitido por el Consejo de Gobierno en mayo de 1822, en relación con el caso de 14 esclavos
introducidos en el departamento del Orinoco, con
permiso previo otorgado por el intendente. No se halló violación
alguna a la ley, ya que estos hombres
de ébano habían nacido en territorio de Colombia, de donde salieron con sus amos emigrados (Biblioteca
de la Presidencia de la República,
1988, p. 49).
Las disposiciones legales adoptadas por los Congresos
reunidos en Angostura y Cúcuta
se tradujeron en otra serie de controles, implantados en los años posteriores. El 30 de marzo de 1822, el general
Francisco de Paula Santander firmó
la Ordenanza provisional de Corso, cuyo propósito era reglamentar la
marina de guerra y neutralizar
cualquier movimiento de los españoles que violentara la seguridad de la República. Entre las
causales dictadas para condenar un navío, se incluyó una medida asociada con el
tráfico de esclavos:
Los
buques que se aprehendieren haciendo el comercio ilegal de negros de la costa de África, dentro de las aguas de la
jurisdicción de la República. En este caso, los negros se pondrán en libertad, y
si no pudiere hacerse, se conducirán a
un puerto de la República y se entregarán contra un recibo al
comandante general de armas del
departamento de quien dependa o esté más inmediato, para que los destine según las
órdenes del Gobierno. El tesoro público pagará al corsario por vía de indemnización
el mismo precio que se ha señalado por raciones
a los soldados apresados (Triana, 1995, p. 36).
Aún cuando la importación de esclavos
había sido vedada, algunos se mantenían
obstinados en promover esta clase de comercio. Con el fin de combatirla, el presidente Simón Bolívar
decretó en 1823 la libertad de todos los esclavos ingresados clandestinamente desde julio de 1821. La
medida debió ser renovada por este mismo
mandatario en enero de 1828, tras enterarse de la persistente violación
a la norma (Bierck, 1977, pp. 322 y
342).
En mayo de ese año, varios hacendados y vecinos de
la ciudad de Cartagena solicitaron a
la Cámara de Representantes la reforma del artículo 6º de la
ley de manumisión de 1821, en
aras de la supuesta “conveniencia pública de los propietarios”. Plantearon entonces que se
permitiera la venta fuera del territorio de Colombia
de los esclavos más indisciplinados, previa justificación de sus
crímenes. La comisión de
congresistas que estudió esta idea no dudó en objetarla de plano,
pues no se halló un motivo
justo para que los esclavos que cometieran crímenes dentro del territorio colombiano no fueran
castigados en los mismos términos que cualquier
otra persona, por la justicia vindicativa (Biblioteca de la Presidencia de la República, 1989, p. 44).
Como la ley del 21 de julio del año 1821 solo
había dispuesto como pena para los
comerciantes de esclavos la pérdida de estos, el vicepresidente
Santander envió en mayo de 1824
un mensaje de urgencia al presidente de la Cámara de Representantes, persuadiéndolo de la necesidad de
aplicar sanciones drásticas a los contraventores,
proporcionales a la gravedad de este delito, tildándolos de
“enemigos del género
humano por el derecho público de las naciones civilizadas”. Por lo
tanto, se pidió declararlos
incursos en el crimen de piratería, de la misma forma que lo había hecho Estados Unidos (Biblioteca de la
Presidencia de la República, 1989, pp.
307-308).
Ese mismo año, el diputado José Rafael
Mosquera presentó un proyecto de reforma
a la ley de manumisión del 21 de julio de 1821, en el cual propuso que
no se podía, en lo sucesivo,
introducir esclavo alguno a Colombia, aunque fuera en calidad de sirviente. Para evitar que se
infringiera tal disposición, este congresista caucano era partidario de evitar el desembarque y
entrada de cualquier esclavo, por los
puertos y fronteras de la República, aún cuando alegare ser
libre. En relación con aquellos
revoltosos contrarios a la causa de la República, se autorizaba a los
intendentes de cada departamento para
que facilitaran a los amos la extracción y venta de estos individuos fuera del territorio colombiano
(Mosquera, 1824, pp. 10-11)11.
Ninguna de estas propuestas fue aprobada en su momento.
No obstante, el fenómeno de la
introducción ilegal de esclavos siguió su marcha, situación
que presionó al Congreso,
convocado en 1825 para legislar nuevamente sobre el tema. A mediados de enero, la comisión
diplomática presentó a consideración del Senado un decreto en el que se determinaban los tipos de
castigos que se impondrían a los
traficantes de esclavos. Aquí el debate fue intenso entre los senadores
Joaquín Mosquera, Francisco
Soto, Ramón Ignacio Méndez, Diego Fernando Gómez y
José María Lozano, en
relación con la conveniencia o no de aplicar la pena de muerte a los comerciantes; si se debía considerar a
los marineros como cómplices del delito y
qué decisión tomar en caso de que el buque fuera nacional o
extranjero (Biblioteca de la
Presidencia de la República, 1989, pp. 129-165 y 230-232).
De toda esta discusión se decantaron algunos
puntos, que dieron forma a la ley del
18 de febrero de 1825. Allí se estipuló que todo comandante,
piloto o marinero colombiano o
foráneo, que en alta mar o en cualquier punto costero de la
República, fuese sorprendido
llevando, embarcando o comercializando esclavos extraídos de África, sería juzgado por los
Tribunales de la Marina como pirata y sentenciado a pena de muerte. El castigo era menos riguroso en
caso del traslado a bordo de esclavos
que, sin ser sirvientes o criados, procedían de las Antillas o de
cualquier otra parte distinta a
África, caso en el cual sus transportadores debían atenerse a la confiscación de la “mercancía
humana” y a purgar una pena de diez años en prisión. Era de potestad del presidente de la
República definir si los negros introducidos en los buques apresados debían ser deportados o
podían permanecer en Colombia, pero en
ambos casos, se les declaraba libres. Estas medidas restrictivas no abarcaban
el tráfico e
introducción de esclavos de un puerto a otro de Colombia12.
A principios de 1825, un ciudadano cartagenero que
firmó bajo el seudónimo de
“patriota viejo”, envió un artículo a la Gaceta de
Cartagena de Colombia (1825, p. 4), en
el cual promovía una reforma al artículo 7º de la ley de
1821, mediante la cual se
prohibía la introducción de más de un esclavo como
sirviente doméstico. El lector
sugirió entonces que ningún esclavo debía ser introducido
en Colombia, esto con base en la
experiencia vivida en Estados Unidos y en algunos países del Antiguo Mundo. El 5 de enero de 1828, el Presidente
Simón Bolívar dictó un decreto en el que denunciaba la flagrante violación del citado
artículo 7º y en consecuencia pidió a los intendentes de la República estar muy
alertas para combatir cualquier irregularidad13.
El presidente Simón Bolívar expidió
a los cinco meses un nuevo decreto, mediante
el cual autorizó la exportación de esclavos por mala conducta,
medida que fue considerada por algunos
como un franco retroceso a los avances alcanzados. Pero no todos pensaban de la misma forma.
Así por ejemplo, esta decisión fue celebrada
por el gobernador de Santa Marta, quien, precisamente sobre este tópico,
trajo a colación un
artículo publicado tres años atrás en la gaceta El
Samario, en el cual se alababa la
firmeza con la que los congresistas habían prohibido la venta de negros fuera de la República, en
desarrollo a lo consagrado en el artículo 6º de la ley del 21 de julio de 1821; pero al mismo
tiempo se abrió el debate público, al plantearse la posibilidad de hacer una
excepción con aquellos esclavos desordenados
y perturbadores del sosiego público. Estos fueron los apartes centrales
de la carta recibida por el editor de
dicho semanario:
Hay
multitud de [esclavos] insolentes entregados al pillaje, a la embriaguez, a la fuga y a los vicios todos, ¿por
qué pues, no se permite que tales bribones sean arrojados de la República, en donde
nadie quiere admitirlos a su servicio? ¿Y
pregunto si tuviera lugar la modificación propuesta, no habría
más coherencia entre el
artículo 6º y el 12º que previene se escojan para la
manumisión anual aquellos
más honrados e industriosos? Ambos estímulos son fuertes y radicarían la virtud y justificarían
elevados sentimientos a la clase envilecida14.
Esta excepción tuvo mayor impulso con la ley del
28 de noviembre de 1843, que
derogó el artículo 6º de la ley de 1821, pues
habilitó la exportación de aquellos esclavos considerados “perjudiciales”.
Para esto, las autoridades civiles y la policía proporcionarían a los propietarios la ayuda
y la protección necesaria para ese fin. Esta
medida represiva se constituyó en una respuesta a la queja elevada por
más de 300 vecinos de la ciudad
de Popayán, que se sentían afectados con la cantidad de movimientos sediciosos y atropellos cometidos por
los esclavos prófugos y por los libertos.
A manera de complemento, fue expedido un decreto que indicaba los pasos a seguir en el traslado, un proceso que involucraba
al gobernador de la provincia, al
administrador de aduana y a los cónsules de Colombia en el exterior. La
idea era garantizar que salieran
únicamente los que cumplían todos los requisitos y evitar que los amos se aprovecharan de la situación
para comercializar negros libres o esclavos
de buena conducta.
Cuatro años después, durante la
administración del presidente de la República Tomás Cipriano de Mosquera, nuevamente se
proscribió la importación y exportación
de esclavos, quienes quedaban libres, y además se fijaron penas
pecuniarias sobre los responsables
(Gómez, 1992, p. 94) (Restrepo, 1938, pp. 3-31, 49-50).
EL
INFLUJO DE LOS TRATADOS INTERNACIONALES
A medida que la Gran Colombia era reconocida como
República soberana, asimismo
extendía sus lazos diplomáticos y comerciales con otros
países. Dentro de esos
contactos se finiquitaron pactos con miras a detener el intercambio de
esclavos.
A la cena ofrecida en 1822, en la ciudad de Londres, en
honor al representante de la Gran
Colombia don Francisco Antonio Zea, asistió el reconocido defensor de las ideas abolicionistas William
Willberforce. En esta ocasión, este personaje
planteó la necesidad de eliminar rápidamente y por completo el
comercio de esclavos y
agradeció al Congreso colombiano sus esfuerzos con miras a alcanzar ese propósito. Manifestó su esperanza
de ver pronto brillar “la luz de la libertad” en esos territorios suramericanos recién
independizados (Brown, 2010, p. 153).
Mediante un tratado celebrado en 1825, el gobierno de
Colombia se comprometió con el
de Gran Bretaña a cooperar en el propósito de alcanzar la total
abolición del tráfico
esclavista15. Se guardaba especial
prevención con los esclavos provenientes
de las Antillas, al considerarse que su introducción era altamente lesiva por su propensión a
“revolucionarse”. Este compromiso fue finiquitado a tan solo unas cuantas semanas de que aquel país anglosajón
reconociera a Colombia como patria
independiente.
Ese mismo año se suscribió otro acuerdo,
esta vez con Estados Unidos, en el
cual se planteó también la necesidad de suprimir dicho
tráfico, al que no se dudó
en calificar como un acto de piratería (Biblioteca de la Presidencia de
la República, 1988, p. 18)16. En una carta enviada
por el embajador colombiano José María
Salazar a Henry Clay, secretario de Estado del país del norte, se
exaltaron las bondades de la medida:
La
consideración de los medios que deben adoptarse para la
absolución del tráfico
de esclavos de África es un objeto sagrado a la humanidad e interesante a la política de los Estados americanos,
cuya cooperación eficaz y general y uniforme
es de desearse para llevarlo a cabo… Ojalá que la América
que no cree político lo que no
es justo, contribuya unida y de común acuerdo al bien de África (Biblioteca de la Presidencia de
la República, 1990, pp. 163-164).
Desde el diario oficial la Gaceta de Colombia, se
expresó satisfacción por estos
pactos y se le hizo un llamado a los norteamericanos,
en su calidad de potencia consolidada
a escala regional, para que apoyaran el proyecto abolicionista que cada vez ganaba más impulso. De nuevo, se
instó de manera especial a los países europeos, iniciadores de la trata de esclavos, a
sumarse a este objetivo17. Finalmente, el tratado no recibió la aprobación del
senado norteamericano.
En el Congreso Anfictiónico de Panamá,
celebrado en julio de 1826, los países signatarios
firmaron un tratado que se constituyó en el primer esfuerzo continental,
que de manera mancomunada, buscaba
frenar el tráfico esclavista:
Las
partes contratantes se obligan y comprometen a cooperar a la completa abolición y extirpación del
tráfico de esclavos de África, manteniendo sus actuales prohibiciones de semejante tráfico
en toda su fuerza y convienen, además,
en declarar como declaran entre sí de la manera más solemne y positiva, a los traficantes de esclavos, procedentes de
las costas de África, bajo pabellón
de cualquiera de dichas partes contratantes incursos en el crimen de piratería, bajo las condiciones que se
especificarán en una convención especial (Pacheco, 1971, pp. 139-140).
Desafortunadamente, estos acuerdos quedaron truncados
debido al fracaso del proyecto de
Bolívar de integrar los países americanos.
En septiembre de 1829, dentro del tratado de paz que puso
fin a las tensas relaciones entre
Colombia y Perú, se incluyó un numeral, en el que las dos partes
se comprometieron a cooperar en la
abolición del tráfico de esclavos traídos de África
y en el debilitamiento del contrabando
existente entre Colombia, Ecuador y Perú (Triana,
1995, p. 72). Al año siguiente, Colombia ratificó un tratado
firmado con los Países Bajos,
en uno de cuyos puntos quedó consagrada la intención de combatir
el tráfico marítimo de
esclavos.
LA
PERSISTENCIA DE UN CONTRABANDO DESAFIANTE
Pese a los avances en las medidas que pretendían
restringir el mercado externo de
esclavos, tal parece que el contrabando seguía siendo una constante
durante el período de
Independencia y en los primeros años de vida republicana. Sin duda, este tipo de práctica ilícita
incidió en las cifras del movimiento comercial de estos hombres de ébano. Con ello, se
reavivó también el debate sobre los alcances del legítimo título de propiedad que
cobijaba a los amos frente a las normas oficiales, las cuales tenían como propósito
fijar límites en su derecho de vender libremente los esclavos de su propiedad.
Desde la ciudad costera de Riohacha, el gobernador
Gonzalo de Aramendi reveló que
algunos buques de otras naciones trataban de comprar esclavos en la costa, para llevarlos al extranjero. La
fórmula consistía en incentivar a los amos pagándoles precios superiores a los regidos
en el mercado doméstico. Esto, según su criterio, significaba “quitarle
brazos” a la abatida economía interna, que tanto requería de la comunidad negra.
Días antes, Aramendi impidió el embarque de
una esclava que se le acercó suplicándole
amparo, ante la intención de su dueño de venderla para ser
llevada a la ciudad caribeña de
Santo Domingo. Dudoso de si su proceder había sido correcto, el gobernador elevó a finales de 1815 la
respectiva consulta ante sus superiores, quienes
se anticiparon a responder que solo la ley podía limitar la libertad del
propietario para disponer de su
esclavo. Por lo pronto, se envió el expediente a estudio jurídico para evaluar si finalmente
era conveniente o no establecer alguna restricción
en esta modalidad de comercio .
En su calidad de síndico procurador general de la
villa de Medellín, don José Félix
de Restrepo denunció en enero de 1818, ante el gobernador de la
provincia de Antioquía, don
Miguel Balbuena, la práctica de sacar esclavos, generalmente pequeños, para venderlos en los puertos de
Santa Marta y Cartagena, de donde pasaban
a ser comercializados en las islas del Caribe. Restrepo veía este
proceder no solo nocivo para la
agricultura y las minas, que eran los dos bastiones de la economía regional; sino también por
la descarnada afectación de la unidad familiar esclava y todas las implicaciones de esta forzada
extracción hacia tierras lejanas.
Mientras se averiguaban estos sucesos, el virrey
pidió a los jueces y cabildos de
Santa Fe de Antioquía, Medellín, Ríonegro y Marinilla
impedir cualquier exportación
sospechosa de esclavos desde esa provincia. Dentro de los informes presentados por las autoridades locales, se expuso que el
estado de ruina económica de muchos
amos los impelía a tener que comercializar sus hombres de servicio.
En su concepto, el fiscal consideró que en
ningún momento podía vulnerarse el
poder absoluto del propietario para vender o permutar un esclavo propio, un derecho consagrado legítimamente por la real
cédula del 8 de abril de 1788. Solo era
lícito restringir tal facultad en cuanto al precio de venta, el cual
debía ajustarse a las
tendencias del mercado y a lo convenido por los negociantes. Por tanto, se
creía improcedente el pedimento
del procurador por ir en contra de la ley.
El fiscal estaba convencido de que únicamente
podía impedirse el acto de venta
cuando se comercializaban negros pequeños para ser entregados a extranjeros protestantes, circunstancia para la cual las
leyes canónicas disponían severas sanciones.
En alusión específica a este caso excepcional, se recordó
que ningún esclavo podía
ser embarcado con destino a una colonia extranjera, a menos que fuera en servicio de su propio señor, quien
a su regreso debía traerlo consigo, de lo cual
debía quedar constancia en los registros y pasaportes tramitados en los
puertos.
Este pronunciamiento del fiscal representa un ejemplo
claro de reafirmación del
sistema esclavista, en contraste con la postura progresista de defensa humanitaria planteada por Restrepo, quien desde la
primera fase republicana había abogado por
la defensa de este sector de la población. El 15 de julio de 1818 se
conoció una providencia del
Virrey en la que decidió ampliar el comercio de esclavos al interior de Nueva Granada.
La ley del 11 de enero de 1820 no se pronunció
sobre la salida de esclavos para otras
latitudes. Por eso, este tipo de transacciones siguió su marcha sin
ninguna barrera. Prueba de ello es que
en 1821 se avaluaron 56 esclavos de Melchor de Vetancur,
avecindado en la provincia minera del Chocó, listos para ser vendidos en el puerto de Paita ubicado en la costa peruana
(Tovar, 1992, p. 80). El interés de
algunos amos por negociar sus negros en el mercado externo obedecía a
tres razones esenciales: la
desaceleración en el movimiento comercial doméstico, la contracción de los precios y las
restricciones impuestas por las normas.
No tardó mucho tiempo, después de que fuera
expedida la ley del 21 de julio de
1821, sin que asomaran hábiles estrategias para burlarla. Una de ellas
consistía en exportar negras
embarazadas al Perú en donde daban a luz y sus hijos quedaban en estado de esclavitud, por cuanto en este
país no regía la ley de libertad de partos. Luego de unas cuantas semanas, los amos ingresaban
estos pequeños a Colombia para
que vivieran en servidumbre sin ningún tipo de cortapisas
(Rodríguez, 1978, p. 316).
A pesar de los convenios internacionales y de las decenas
de leyes internas dictadas en varios
países, el comercio ilícito de esclavos se desarrolló
aún más entre 1807 y
1847, particularmente en las islas del Caribe. Según cálculos de
la British and Foreign Anti-slavery
Society fueron extraídos de África, para ser vendidos como esclavos en América, un total de
5.048.506 negros, de los cuales 117.380 fueron
capturados por cruceros ingleses y 1.121.299 murieron durante la
travesía (Franco, 1983, p. 56).
CONCLUSIONES
El camino hacia la abolición del tráfico de
esclavos en Colombia no fue fácil. Fue
evidente el juego de fuerzas entre tendencias conservadoras y progresistas, lo cual hizo que este proceso estuviera signado por
una combinación de avances y retrocesos.
Tal como sucedió con el tema de la manumisión, los sectores económicos que dependían de la mano de obra
esclava impidieron mayores progresos en cuanto
a la implementación de restricciones en este tipo de comercio.
Los continuos cambios de gobierno experimentados entre
1810 y 1824, en razón de la
intensa lucha política y militar entre españoles y patriotas en
busca del poder, coartaron el
desarrollo de una política en materia de abolición del
tráfico esclavista, coherente y
a largo plazo. Aunque en algunos casos los gobiernos republicanos mantenían vigentes las medidas y tratados
firmados por España, en otras circunstancias, se dio una interrupción y anulación de
las medidas adoptadas, en relación con esta materia.
La tendencia general en estos años turbulentos fue
la disminución del número de
transacciones y la contracción en los precios a nivel interno (Galvis,
1980, p. 346), (Rodríguez,
1990, pp. 11-26), (Pita, 2011, pp. 46-77). No obstante, cabe señalar por anticipado que la provincia de
Santa Marta registró unas cifras diametralmente
opuestas a las demás. La razón de estos matices obedece a la
marcada influencia ejercida por el
contexto social, económico, político e ideológico que distinguió a cada uno de esos marcos
territoriales (Romero, 1997, pp. 74-79).
Lo único cierto es que la comercialización
de esclavos nunca se detuvo pese a los
embates propios del conflicto independentista. Pero, por otro lado, debe reconocerse que el declive del mercado durante esta
época continuó siendo notorio en las
décadas siguientes, hasta llegar a mediados del siglo XIX, cuando se
declaró en Colombia la libertad
definitiva para todos los esclavos.
Paradójicamente, los periódicos que, con
especial auge, surgieron durante los primeros
años de vida republicana anunciaban los principios liberales y
pregonaban las ideas abolicionistas,
aunque de manera simultánea, promovían en su sección de anuncios el mercado esclavista al detal. Eso fue
precisamente lo que se observó en la
primera edición de El Constitucional (1824, p. 1) que circulaba en la
ciudad de Bogotá, en el cual
aparecía en la primera página el anuncio de la venta de un joven negro de 20 años, sin defecto alguno y a un
bajo precio.
El debate internacional dado en las grandes potencias
tuvo gran influencia y sirvió
de presión a nivel interno para avanzar en la normativa prohibicionista.
Fue, sin duda, un punto importante de
discusión en la temprana agenda internacional de la República de Colombia.
Pero, lo más valioso de este debate en torno al
tráfico esclavista es que, de alguna
manera, incentivó la reflexión y el debate en torno a la
manumisión. Avanzar en la
implementación de medidas restrictivas del mercado de esclavos era
visto, en cierto sentido, como un paso
de carácter humanitario, que tenía como meta final erradicar de estos territorios americanos la
práctica esclavista.
Finalmente, durante el gobierno del presidente
José Hilario López, el 21 de mayo
de 1851 fue declarada la libertad absoluta de los 15.972 esclavos existentes en el territorio de Colombia. Esta decisión
fue precedida de agudas controversias y se
adoptó en medio de un convulsionado ambiente de tensiones
políticas y guerras civiles
entre el partido liberal y el partido conservador, y fue posible gracias a la fuerte presión ejercida por la prensa, el
Congreso de la República e incluso la misma
población negra. Por estos años, era ya evidente la decadencia
del sistema esclavista, lo cual se vio
reflejado en la disminución del valor comercial de estos hombres de servicio y en el incremento de las
fugas, las actitudes de insubordinación
y las incursiones cimarronas.
CITAS Y
NOTAS
* Este artículo es resultado del
proyecto de investigación titulado: Aventuras y desdichas del comercio de esclavos en la República de
Colombia: del periodo colonial a la naciente República, financiado con recursos propios.
1 Para analizar más a fondo las
fluctuaciones en la entrada de esclavos al puerto de Cartagena hasta las primeras décadas de dominio
republicano, véase el artículo El
comercio y mercado de negros esclavos
en Cartagena de Indias (1533-1850)
de Ildefonso Gutiérrez (Gutiérrez, 1987,
pp. 186-2010).
2 Se puede consultar en el Archivo
General de La Nación, Sección Colecciones, Fondo Enrique Ortega Ricaurte.
3 Esta nación caribeña
declaró su Independencia en 1803 y cuatro años más tarde
incluyó un artículo en
su Constitución en el que abolía para siempre la esclavitud.
4 Este dato se puede consultar en la
Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), Manuscritos,
libro 184, ff. 22v y 23r.
5 Este tribunal era otra de las
novedades ideadas por Villavicencio. Debía establecerse en cada ciudad y tendría como función
primordial proteger a los esclavos y velar porque los amos les dieran buen trato.
6 Este dato se puede consultar en la
Biblioteca Nacional de Colombia, Manuscritos,
libro 435, ff. 48r-54v.
7 El documento se puede consultar en el
Archivo General de la Nación, Sección
Colecciones, Fondo Enrique Ortega
Ricaurte, caja 71, carpeta 261,
pieza 2, f. 1r. El texto completo de esta
cédula real apareció publicado en La libertad de los esclavos en Colombia de Carlos Restrepo
Canal (1938, pp. XXXII-XXXVIII).
8 Para una mirada más amplia
sobre el contexto en el cual se entablaron las relaciones entre Inglaterra y Colombia en torno al tema de la
abolición del tráfico de esclavos, véase El proceso
de manumisión en Colombia
de Margarita González (19741974, pp. 174-189).
9 Esta versión en español
se puede consultar en la Biblioteca Nacional de Colombia, Fondo Pineda
309, pieza 18. El texto de la obra
original fue editado en Londres bajo el título: An essay
on the impolien of the african slave trade. Un
trabajo completo que ilustra más en detalle
la lucha librada por Clarckson, Wilberforce y otros pioneros de la cruzada
antiesclavista, es Enterrad las cadenas: profetas y rebeldes en la
lucha por la liberación de los esclavos
de un imperio de Adam Hochschild, (2006,
429 pp.).
10 Este dato se puede consultar en el
Archivo General de la Nación, Sección
República, Fondo Congreso, tomo 24, f. 160r.
11 Esta
propuesta puede consultarse en la Biblioteca Nacional de Colombia, Fondo Pineda 774, pieza 16.
12 El texto completo de esta ley
apareció publicado en la Gaceta
de Colombia, No. 177 del 06 de marzo de 1825, p. 1.
13 Este dato se puede consultar en el Archivo
General de la Nación, Sección
República, Fondo Miscelánea,
tomo 201, f. 59r.
14 Este dato se puede consultar en el
Archivo General de la Nación, Sección
República, Fondo Miscelánea,
tomo 201, f. 273r.
15 Este dato se puede consultar en el
Archivo General de la Nación, Sección
República, Fondo Congreso, tomo 2, f. 91r.
16 Este dato se puede consultar en el
Archivo General de la Nación, Sección
República, Fondo Congreso, tomo 9, ff. 866r-867v. Este tratado fue ratificado
por el poder ejecutivo el 16 de
febrero de ese año 25, según los Acuerdos del Consejo de Gobierno de la
República de Colombia, 1825-1827 (Biblioteca de la Presidencia de la
República, 1988 p. 18).
17 Se publicó en la Gaceta de Colombia, No. 166 del 19 de diciembre de 1824, p. 2. Estas palabras elogiosas del tratado también
fueron publicadas en la Gaceta de
Cartagena de Colombia, No. 177 del 1º de enero de 1825 (1825, p. 6).
18 Se puede consultar en el Archivo
General de la Nación, la Sección Archivo Anexo, Fondo Esclavos, tomo 2, ff. 749r-752 v en el Archivo
General de la Nación de Colombia.
19 Este dato se puede consultar en el
Archivo General de la Nación, Sección
Archivo Anexo, Fondo Esclavos, tomo 3, ff. 363r-v.
20 Este dato se puede consultar en el
Archivo Histórico Municipal de Medellín (AHMM), Fondo Concejo, tomo
89, f. 242v.
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ACERCA
DEL AUTOR
Roger
Pita Pico: Politólogo con Opción en
Historia de la Universidad de los Andes, Especialista en Política Social y Magíster en
Estudios Políticos de la Pontificia Universidad Javeriana, Director de la Biblioteca Eduardo Santos de la Academia
Colombiana de Historia. Miembro de Número de la Academia Colombiana de Historia. rogpitc@hotmail.com