Mano de obra y explotaciones rurales en Buenos Aires colonial (1726-1756)
Mauro Luis Pelozatto Reilly
Resumen
El presente trabajo de investigación busca analizar y caracterizar los establecimientos y las prácticas productivas en el Buenos Aires colonial de la primera parte del siglo XVIII. Además, se intentará problematizar el tema desde una perspectiva local y regional, tomando como centro los pagos ganaderos y de producción mixta para ver las diferentes situaciones de la mano de obra rural y las características de la producción agrícola-ganadera durante el período 1726-1756. 1
Palabras claves: ganadería, establecimientos productivos, peones, esclavos, agregados.
Labor and rural farms in colonial
Buenos Aires (1726-1756)
Abstract
This research seeks to analyze and characterize the properties and production practices in colonial Buenos Aires in the first half of the eighteenth century. In addition, we will try to deal with the issue from a local and regional perspective, taking as central livestock production and mixed neighborhoods to see the different situations of rural labor and the characteristics of agricultural and livestock activities during the period 1726-1756.
Keywords: livestock, production facilities, laborers, slaves, aggregates.
Fecha de recepción: 29 de enero de 2016 • Fecha de aceptación: 24 de junio de 2016
Mauro Luis Pelozatto Reilly • Docente en la cátedra Historia de América I (Período Colonial) en la carrera de Profesorado en Historia por la Universidad de Morón, y como docente en la carrera de Licenciatura en Historia en la Universidad Nacional de La Matanza (UNLaM), Argentina. Contacto: maurolpr@hotmail.com.ar
Introducción
La mano de obra rural en la región comúnmente denominada Río de la Plata o Litoral Rioplatense ha sido abordada desde diferentes perspectivas de análisis (espacio-temporales, problemáticas, etc.) y fuentes muy diversas desde hace ya varios años a esta parte, con períodos de mayor producción que otros. El objetivo principal del presente escrito consiste en caracterizar y analizar las distintas problemáticas que surgen en torno a este “viejo problema”, aunque desde una doble perspectiva: la de los establecimientos productivos y trabajadores de Buenos Aires y los correspondientes a los pagos de producción ganadera y mixta (combinando diferentes tipos de ganadería y agricultura). La idea es caracterizar no solamente los establecimientos y las prácticas productivas que había, sino los distintos tipos de fuerza de trabajo implementados.
Para cumplir con los objetivos arriba planteados, se han tomado distintas fuentes pertinentes: los Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires (a partir de ahora, AECBA), utilizados como complemento de las fuentes principales, para tomar algunos datos como precios de esclavos y cantidades de ganado; los padrones de la campaña de Buenos Aires (correspondientes a los años 1726, 1738 y 1744),2 para calcular el número de unidades productivas, la cantidad de mano de obra esclava, peones y otros trabajadores, además de servir dicha fuente para caracterizarlos; así como algunas sucesiones, testamentos e inventarios de bienes de hacendados3 pertenecientes a los lugares donde predominaban los establecimientos de cría y la producción mixta,4 en donde se pueden apreciar las condiciones materiales de vida, los tipos de ganado y sus cantidades, la presencia o no de agricultura en los sitios, las herramientas de trabajo y los trabajadores dependientes de cada estanciero o chacarero, entre otras cuestiones de importancia.
En cuanto al recorte temporal elegido, vale la pena aclarar que se basa, por un lado, en las fuentes analizadas: comienza en 1726 (fecha de elaboración del primer padrón rural y de las sucesiones seleccionadas más antiguas) y termina en 1756 por ser este el año del último establecimiento registrado. Por otro lado, corresponde a un período de cambios en la ganadería bonaerense, desde la extinción del ganado cimarrón y las vaquerías tradicionales en el actual territorio provincial, hasta la consolidación de las nuevas prácticas productivas: las recogidas de alzados y las estancias de cría dedicadas al ganado vacuno, las cuales vendrían a influir sobre la mano de obra rural.5
Por último, es preciso comentar que la investigación está dividida en tres partes: en primer lugar, una aproximación a las discusiones historiográficas sobre las diferentes características de la mano de obra rural en Buenos Aires colonial;6 en segundo término, un análisis regional (jurisdicción capitular de Buenos Aires) de las unidades de producción (a partir de ahora UP), la economía agropecuaria y el trabajo, y para finalizar, los análisis de algunos casos puntualmente correspondientes a las regiones de producción mayormente ganadera (Areco, Luján y Magdalena) y agropastoril (La Matanza y Las Conchas), en los cuales se destacarán algunos ejemplos considerados como relevantes para el tema.
La mano de obra rural en el Buenos Aires de la colonia y sus características
Diferentes especialistas del período colonial han estudiado e investigado acerca de las características de la mano de obra rural en Buenos Aires y el Río de la Plata, así como también sobre las distintas problemáticas que de ello se desprenden. La idea central de este apartado es plantear algunos ejes temáticos sobre la mano de obra rural y los rasgos de los establecimientos que, pese a basarse la mayoría de estudios en períodos cronológicos posteriores al de este proyecto, sirven para ser puestas en discusión a partir del análisis de las fuentes aquí seleccionadas.
Algunos han problematizado el tema con estudios de caso, como Tulio Halperín-Donghi (1993), quien analizó el de la estancia betlemita de Fontezuela (1753-1809). Allí pudo encontrar, desde el análisis de inventarios, libros de cuentas, entre otras cosas, la coexistencia entre la mano de obra libre y la esclava. En principio, la primera parecía ser un complemento de la segunda, que comprendía la fuerza de trabajo estable dentro de la estancia, en la medida en que los peones conchabados representaban una mano de obra estacional e irregular. Respecto a las circunstancias de estos últimos, se pone en duda su condición de asalariados propiamente dichos; por ejemplo, una considerable parte del pago se les daba con monedas de la tierra (bienes agropecuarios, textiles artesanales, etc.). Por su parte, los esclavos eran un bien de considerable valor monetario y conformados por una mayoría masculina, por lo que la renovación de los planteles se fue imponiendo sobre la reproducción natural, lo cual puede apreciarse al observar los gastos de la estancia (pp. 54-60). Más adelante se pondrán en discusión estas afirmaciones con los datos revelados para el caso aquí investigado.
Por su parte, Carlos Mayo y Ángela Fernández (1993), en su anatomía de las estancias de Buenos Aires (1750-1810), se encontraron con que la fuerza de trabajo esclava representaba uno de los principales gastos (junto con la tierra, siendo superados solamente por el ganado), tomando como fuente principal 66 inventarios seleccionados para dicho recorte temporal. En la mayoría de estos había esclavos (41/66), mientras que en total sumaban un número de 164 (90 varones y 74 mujeres, coincidiendo con lo sostenido por los resultados obtenidos en un caso específico por Halperín-Donghi), dando una media de aproximadamente cuatro esclavos por unidad productiva (p. 69).
A partir de un detallado análisis sobre los inventarios del período extendido entre 1750-1850, Juan Carlos Garavaglia (1993) pudo destacar, más allá de la mano de obra que se alojaba dentro de los establecimientos rurales, la existencia de un importante sector de pequeños y medianos productores agrarios no necesariamente propietarios de la tierra, que eran tanto agricultores como pastores (p. 156). Según el autor, llegaban a la mitad (o más) de los productores de la campaña de todo el período y poseían más del 20% de los bienes totales registrados. Estos fueron definidos como campesinos, en el sentido de que la fuerza de trabajo era fundamentalmente proveniente del grupo doméstico (p. 186).
Resultaría interesante poner en comparación estos datos y los anteriormente citados con los de aquellos establecimientos pertenecientes al período previo, trabajado en este artículo, para ver si se alcanzan las mismas conclusiones desde el análisis de fuentes similares.
Sin embargo, las lecturas de documentación similar (incluso de la misma fuente), pueden conducirnos a conclusiones marcadamente distintas. Tal fue el caso, para citar un ejemplo, de Jorge Gelman (1993a) y la dupla Ricardo Salvatore-Jonathan Brown (1993), quienes partiendo del estudio de las mismas fuentes y el mismo caso (estancia de Las Vacas a fines del siglo XVIII), terminaron contraponiéndose acerca de la cuestión del trabajo rural. Los dos últimos llegaron a la conclusión de que la mayoría de los trabajadores de la estancia eran inestables y trabajaban durante períodos muy cortos como consecuencia de que los establecimientos ganaderos debían adaptarse a las fluctuaciones del mercado internacional de cueros (el principal producto pecuario de exportación de la región para ese entonces) y por los hábitos laborales que tenían los famosos gauchos (pp. 83-119). Por su cuenta, Gelman agrega a la primera idea que ante los conflictos internacionales que generaban bajas en los precios de los cueros, los estancieros tendían más bien a aumentar la producción e intensificar el trabajo en la estancia, lo cual no podían hacer las unidades productivas más pequeñas. En cuanto a los hábitos de los peones, más bien sostiene que estaban condicionados por las demandas estacionales de las explotaciones (pp. 121-123).
Existen, desde luego, estudios más generales orientados más allá de la ganadería vacuna: por ejemplo, el ya mencionado Gelman (1993b), en su estudio sobre la producción triguera en las estancias y chacras del siglo XVIII, llegó a la idea, tomando para su análisis libros de cuentas, instrucciones y cartas, que la demanda de mano de obra también era estacional —al igual que en establecimientos más orientados a la ganadería como Las Vacas— y que aumentaba o disminuía según las tareas. Entre marzo y julio, tenían lugar el arado de la tierra y la siembra, mientras que entre finales del año calendario y comienzos del siguiente se imponían la cosecha y la trilla, tareas que se caracterizaban por ser muy demandantes en número de brazos (p. 15).
A su vez, es preciso señalar la existencia de otros tipos de mano de obra, como los conocidos bajo las denominaciones de agregados o arrimados, muy bien trabajados por Carlos Mayo (2004). Estos eran campesinos que entraban en una relación de dependencia con el hacendado o productor a través de una especie de contrato no escrito, es decir, basado fundamentalmente en la fuerza de la costumbre. Simplificando, se trataba de un vínculo consuetudinario a partir del cual el dueño de la tierra daba el derecho de usufructo sobre una parcela a cambio de una contraprestación que se pagaba principalmente con trabajo (pp. 73-74). A su vez, estos coexistieron con los esclavos y peones libres dentro de las explotaciones, siendo aún más convenientes que los peones para los empleadores, en el sentido de que no eran asalariados. Los agregados supieron desempeñarse en las recogidas de ganado, las cosechas de trigo, la labranza, entre otras cosas, e inclusive podían ser conchabados en algún otro momento (pp. 74-80).
Es que, pese a no ser lo preferible, los peones siguieron siendo empleados por los estancieros, chacareros y demás productores por distintos motivos. Según Mayo (2004), por la falta de estabilidad y el peligro que representaban los agregados, muchas veces identificados desde la óptica del Estado colonial como aquellos “vagos y mal entretenidos” (pp. 80-81). Esta misma idea fue trabajada anteriormente, a partir del análisis de sumarios judiciales, por Gabriela Martínez-Dougnac (1996), quien llegó a la aproximación de que los delitos establecidos como tales por las autoridades coloniales y conocidos por los hacendados (fundamentalmente el ocio y la vagancia), funcionaron como mecanismos utilizados por dichos sectores para limitar la movilidad de los hombres (mano de obra disponible) y ayudar al aprovisionamiento de dichos recursos para las chacras y estancias (pp. 185-187). Desde otra perspectiva de análisis, Tulio Halperín-Donghi (1993) estableció que se siguieron empleando peones libres porque el precio de los esclavos (mano de obra más estable) no era asequible para todos o para adquirir en grandes cantidades (pp. 54-60). Si seguimos la idea elaborada por Gelman (1993a), se debía a que en ciertas estaciones o momentos del año (como durante los meses de siembra y cosecha), los brazos con los que contaban regularmente las producciones no eran suficientes y se necesitaba más de los asalariados (pp. 121-123).
A partir de esta pequeña aproximación a distintos temas vinculados con la mano de obra, como las formas de trabajo libre, el papel de los esclavos, la relación entre los diferentes tipos de fuerza de trabajo, las distintas condiciones de vida y laborales, entre otros, serán puestos en discusión a partir del análisis de fuentes correspondientes al período 1726-1756 y de casos particulares pertenecientes a los pagos más orientados a la producción ganadera y a la complementación entre esta y la agricultura.
Los establecimientos productivos y la mano de obra rural en Buenos Aires
A la hora de analizar la mano de obra rural, tanto las diferentes formas libres como esclavas, es preciso y necesario hacer al menos una primera diferenciación entre los distintos establecimientos productivos para poder ir desde un análisis regional a los estudios locales.
Tomando el análisis de inventarios correspondientes al período 1751-1815, Juan Carlos Garavaglia (1993) pudo hacer una distinción muy correcta entre los distintos tipos de explotaciones agropecuarias. Si bien dicho análisis no corresponde directamente al recorte temporal de esta investigación, las categorías analíticas pueden ser muy útiles, pese a ser elaboradas con datos posteriores, y puesto que además dichos términos aparecen mencionados en los padrones, sucesiones y testamentos consultados en este caso.
Partiendo desde las más cercanas a la ciudad, en primer lugar habría que mencionar las quintas, que por lo general eran unidades de producción más bien pequeñas y dedicadas fundamentalmente a la producción agrícola, hortícola y forrajera para proveer al mercado urbano local. Más allá se encontraba el cinturón de chacras, unidades productivas de mayor tamaño que las primeras y con fuerte producción hortícola-forrajera y triguera, la cual era complementada con la cría de animales (más que nada bueyes y caballos, aunque también vacas, yeguas y mulas) (pp. 159-162). A su vez, había otros establecimientos de producción mixta llamados por el autor como estancias de cercanías, por lo general más grandes que las chacras y más orientadas a la producción lechera, cárnica y agrícola, en relación a las demandas del mercado local (p. 156). En cuanto a las estancias, se concentraban, según Garavaglia, en regiones como Arrecifes, Areco, Luján y Magdalena, y se caracterizaban por la importante presencia de vacunos, bueyes, equinos, mulares y ovinos, en ese orden de importancia numérica (pp. 130-131). Estos puntos serán puestos en discusión a continuación.
Tomando fuentes distintas a las de los autores citados en este trabajo, se pueden alcanzar algunas conclusiones similares. Según los padrones de la campaña bonaerense para los años 1726, 1738 y 1744, existía un importante número de los que Garavaglia denomina campesinos (pastores y labradores) no propietarios de la tierra. En 1726, los que declararon tener propiedad sobre las tierras que ocupaban constituían el 48% del total, mientras que el 52% restante accedía a la tierra en distintas situaciones (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 143-189). En 1738, la diferencia a favor de estos últimos era inclusive mayor, siendo del 81% del total el grupo constituido por arrendatarios, más la gente que aparecía en tierras realengas, como agregados o simplemente bajo la clasificación de “en tierras de…” (Academia Nacional de la Historia, 1738, pp. 288-327). En el último censo rural, la relación se equilibra con un 50% para cada categoría, aunque llama la atención que el número de UP haya bajado de 1 023 anotadas en 1738 a 891 para el año 1744 (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709). Por razones como estas, es necesario considerar los padrones solamente como indicadores de ciertas tendencias y no de porcentajes demasiado precisos.
Sobre un total de 2 564 unidades productivas, en 912 los empadronados tenían propiedad declarada sobre la tierra (35,6%) (Academia Nacional de la Historia, 1726, 1738, 1744), lo cual si bien no coincide con las afirmaciones de Garavaglia para el período posterior (según este historiador, este grupo de pequeños y medianos productores sin propiedad territorial superaban el 50% del total), no dejan de representar un porcentaje más que considerable y con una posible proyección a seguir creciendo después de mediados de siglo.
Retomando el trabajo rural y sus características, resulta de interés poner en discusión algunos datos, estadísticas y reflexiones expuestas anteriormente. Por ejemplo, considerar la idea de que la mano de obra esclava representaba la más estable en los sitios de producción. A simple vista, parece que una parte muy pequeña de las unidades productivas de la campaña de Buenos Aires poseían esclavos. Esto puede verse en todos los padrones y si se evalúan los datos en su conjunto. En el primer registro poblacional consultado, solo el 5% de los sitios contaban con este recurso (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 143-189); mientras que para el segundo, los propietarios representaban el 12% y el 88% era conformado por los que no utilizaban esclavos (Academia Nacional de la Historia, 1738, pp. 288-327). Por último, en 1744, el 85% no contaba con esta mercancía utilizada para el trabajo, mientras que apenas el 15% tenía algunos pocos esclavos (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709).
La idea planteada es apoyada por los números obtenidos: de 2 564 establecimientos registrados entre los tres padrones, solamente 188 tenían esclavos (o aparecen mencionados como propietarios de dicho elemento), lo cual equivale a un 7,33%. De esta manera, estaríamos más en coincidencia con la de postura de Halperín-Donghi, para quien las unidades productivas con esclavos eran escasas y también el número de cabezas, debido a su valor económico, el cual no era soportable para cualquier productor, haciendo necesaria la contratación estacional de peones asalariados. Por ejemplo, en 1738 el promedio de esclavos por UP es de 2,14 (244 esclavos sobre 144 UP) cada una, mientras que en 1744 desciende a 2,09 (un total de 289 cabezas sobre 138 UP) (Academia Nacional de la Historia, 1738, pp. 288-328, 1744, pp. 509-709). En pocas palabras, vemos como a lo largo del período la cantidad de trabajadores forzados dentro de las explotaciones era baja. Lo mismo puede apreciarse si se analizan los datos obtenidos de las sucesiones: sobre 81 UP registradas, 31 tenían esclavos (38,27% del total), entre las cuales se contaron 129 cabezas, dándonos un promedio de 4,16 por unidad.7 Los datos más confiables, obtenidos para los establecimientos ganaderos y de producción mixta del período 1726-1756, no cambian significativamente en relación a los padrones consultados.
Ahora bien, ¿qué se puede saber sobre el valor de los esclavos en este período? Según lo mencionado en los acuerdos del cabildo de Buenos Aires, los padrones y lo registrado en inventarios, sucesiones y testamentarias, parece que la situación era bastante similar a lo propuesto por el autor citado. Por ejemplo, en 1735, don Jacinto de Aldao, vecino de la jurisdicción, presentó una petición solicitando las alcabalas correspondientes a cinco esclavos que la ciudad había vendido a 1 250 pesos (Archivo General de la Nación, 1735, p. 181). Un año antes, el alcalde de Segundo Voto dio razón de haber vendido un negrito a 200 pesos (Archivo General de la Nación, 1734a, p. 102). A su vez, parece que su valor variaba según el sexo y la edad: en las propiedades de don Joseph Reynoso había una negra llamada Lucía tasada en 52 pesos (Archivo General de la Nación, 1740, 8130); don Francisco Casco tenía una esclava de 300 pesos (Archivo General de la Nación, 1750, 5337); entre los tantos trabajadores de este tipo que tenía el capitán Marcos Rodríguez, estaban una negra de 40 años llamada María, un varón de la misma edad (260 pesos) y uno muy viejo llamado Luis de 50 pesos (Archivo General de la Nación, 1740, 8130).
Los casos son muchos y no es preciso ni necesario citarlos todos aquí. Lo que realmente importa es que los valores, ni siquiera los menores (50 pesos), eran poca cosa. Si se compara con el valor de otros bienes necesarios para la explotación agropecuaria, como la tierra y los ganados (rubro que comprendía, según Carlos Mayo, la mayor inversión en las estancias del siglo XVIII), uno se encuentra con que son bastante altos para la época y el contexto. Por ejemplo, el ya mencionado Rodríguez tenía importantes extensiones territoriales, entre ellas 400 varas de cabezadas que fueron donadas a una nieta y que valían 31 pesos y 7 ½ reales (Archivo General de la Nación, 1740, 8130), es decir, mucho menos que cualquier negro esclavo. Las 800 varas de tierras que tenía don Joseph Esquivel valían 400 pesos, incluyendo vivienda, sillas, mesas y otros artefactos (Archivo General de la Nación, 1744, 5671), siendo este un ejemplo más que representativo.
En pocas palabras, en cuanto a los esclavos se trataba de un bien caro y no cualquiera podía tenerlos (de ahí que abunden las unidades que no los tenían), y los que los poseían, generalmente no era en grandes cantidades como sí podía encontrárselos en las economías tropicales de plantación de aquella época. Según el censo de 1738, el mayor propietario de esclavos en las zonas rurales era el capitán Juan de Ayala, un hacendado de Areco que contaba con siete de ellos en un establecimiento (Academia Nacional de la Historia, 1738, p. 292), mientras que el más importante de ese registro es un portugués de la ciudad, don Francisco de Vieyra, quien contaba con 15 esclavos y tres peones en su casa (Academia Nacional de la Historia, 1738, p. 191). En el censo de 1744, el máximo de esclavos en un establecimiento es de seis —marca alcanzada por varios productores— (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709), mientras que en el más antiguo de los censos consultados, no aparecen especificadas las cantidades de esclavos donde los había.
Ahora bien, otra cuestión que debe tratarse es la de cómo incidían estos trabajadores dentro de los distintos establecimientos. Según Fradkin y Garavaglia (2009), quienes siguen la idea de que los esclavos representaban la estabilización de la fuerza de trabajo, estos ocupaban un lugar predominante en las chacras productoras de cereales que se encontraban cerca del mercado de la ciudad, mientras que en un establecimiento típico,8 eran el segundo rubro en cuanto a concentración de los gastos, después del ganado (p. 96). En este último aspecto, coinciden con la idea planteada anteriormente por Mayo (2004). Sin embargo, este autor sostiene, a partir del análisis de 66 inventarios (1740-1820), que el 62% contaba con esclavos, lo cual viene a chocar claramente con lo establecido aquí para el período 1726-1756. Ello puede deberse a varias cuestiones: en primer lugar, la utilización de una fuente distinta (padrones), que a su vez no es del todo confiable, en el sentido de que no sabemos si las cantidades registradas son exactas; en segundo lugar, el número reducido de 66 establecimientos tenidos en cuenta por Mayo (es más que evidente que existen muchísimos más inventarios de estancias o chacras en ese período), con lo cual se estarían dejando de lado muchos establecimientos que no tenían esclavos, alterando así los porcentajes. Además, el autor analizó establecimientos identificados como estancias. En lo que sí podría coincidirse con dicho historiador, tomando en cuenta este período, es en los altos gastos que representaban los esclavos, lo cual fue ejemplificado con algunos casos en los cuales aparece especificado su valor monetario, siendo inclusive en la mayoría de ellos superior al valor de la tierra.
Lo mismo se puede sostener en relación al ganado, que si bien comprendía la principal inversión (debido más que nada a su cantidad), si se comparan los precios por cabeza puede apreciarse una amplia superioridad de los esclavos. Por ejemplo, Juan Manuel Arce tenía dos yeguas madrinas (12 reales cada una) y cuatro caballos mansos (6 reales cada uno) (Archivo General de la Nación, 1734b, 3859). Entre otras cosas, don Miguel de Riblos tenía diez caballos (20 pesos totales) más otros 12, diez bueyes, 1 056 yeguas, varios burros y cientos de mulas (Archivo General de la Nación, 1727, 8122). Entre los bienes de don Joseph Esquivel había tres vacas y una ternera (1 peso por cada vaca y 4 por la ternera), cinco bueyes mansos (20 reales cada uno), seis caballos (12 reales por cabeza) y dos novillos (2 pesos totales) (Archivo General de la Nación, 1744, 5671).
En pocas palabras, parece más que evidente que los ganados valían mucho menos que los esclavos y si superaban a estos en valor, era por las cantidades de animales que había en los establecimientos en relación a estos trabajadores. Hay ejemplos para sostener la afirmación anterior: el capitán Pedro Cruz, en su estancia de Los Arroyos, tenía cinco esclavos, yeguas y 1 000 cabezas de ganado vacuno (Academia Nacional de la Historia, 1738, p. 317); don Julio Francisco Basurco, de Arrecifes, tenía 1 500 vacas y 800 yeguas, que estaban bajo el trabajo de apenas cuatro esclavos registrados (Academia Nacional de la Historia, 1738, p. 316); el Dr. don Joseph de Andújar, de Magdalena, tenía cuatro esclavos declarados y mantenía 400 cabezas de ganado vacuno (Academia Nacional de la Historia, 1744, p. 690); Tomás de Arroyo, que tenía chacra y estancia en el mismo pago, poseía 1 500 vacunos y 3 000 ovejas, con ningún esclavo registrado (Academia Nacional de la Historia, 1744, p. 701); los cinco esclavos que tenía doña Martina de Luola eran aparentemente la única mano de obra estable disponible en su momento para administrar la crianza de 50 vacas y 1 000 yeguas (Academia Nacional de la Historia, 1744, p. 709). Estos casos, entre otros que se podrían contar, muestran como algo lógico que los ganados superaran a los esclavos en lo que se refiere a los gastos de las unidades productivas, ya que si bien su valor por cabeza era muy inferior, eran muy superiores numéricamente dentro de las explotaciones.
Asimismo, estos trabajadores estables realizaban diversos tipos de funciones dentro de las explotaciones y gozaban de diferentes condiciones de vida y trabajo. Según Mayo (2004), quien consultó sucesiones, fuentes de la Hermandad de Caridad y el Juzgado del Crimen, entre otras, era habitual que se desenvolvieran en los rodeos, desollando ganado, estaqueando cueros, juntando la carne, en la yerra y los apartes, la siega, la trilla y en las atahonas (pp. 139-140). Raúl Fradkin (2000) sostuvo, haciendo referencia a los establecimientos jesuitas de la época, que llegaban a desempeñarse en tareas con cierta autonomía, como puesteros o aquellos que llegaban a tener alguna pequeña parcela para cultivar o tropilla de ganado para criar (p. 267).
Asimismo, no todos trabajaban de la misma manera ni cumplían idénticas funciones. Partiendo de la idea planteada por trabajos como los ya mencionados, habría que decir que los había en distintas condiciones laborales e incluso nivel socioeconómico, en una sociedad de antiguo régimen que convencionalmente es entendida como de una movilidad social casi inexistente. Si bien ocupaban, por lo general, el lugar más bajo en la escala social, no hay que dejar de mencionar a aquellos que llegaban a trepar algunas posiciones, muy probablemente debido a su destacado trabajo bajo las órdenes de un determinado patrón, quien en algunos casos los liberaba y los “acomodaba”. Ya es conocido el caso de Patricio de Belén, esclavo de la estancia Las Vacas (Banda Oriental) a fines de la Colonia, excelentemente trabajado por Carlos Mayo (2004), y quien a partir de su condición de esclavo “bueno y resistente” llegó de trabajar en las faenas para cueros, sebo y grasa a capataz principal y administrador de tierras, animales, gastos y bienes del establecimiento (pp. 191-211). Existen algunos casos destacables de situaciones similares en el período de esta investigación: uno es el capitán Fermín Pesoa, un negro que había surgido como esclavo de don Miguel de Riblos en sus estancias de Areco y que luego pasó a ser un liberto que hacia 1744 administraba importantes extensiones de tierras en Escobar, que eran ocupadas por arrendatarios de distintos sectores sociales (españoles, criollos, mestizos, mulatos, etc.), la mayoría chacras (56 establecimientos) (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 626-635).
El segundo ejemplo seleccionado corresponde a un tal Pedro, un pardo libre entre cuyos bienes se encontraron una imagen de Nuestra Señora del Rosario, un hacha, una olla de hierro, una carreta con seis bueyes, 116 vacas (dentro de las cuales había cuatro lecheras), unos estribos de bronce, 36 yeguas vendidas a 1 ½ real por cabeza, tres manadas más de yeguas supuestamente alzadas, una caja de herraduras, cuatro caballos mansos a cargo del capataz don Joseph de Arellano y dos cabezas de arados con rejas. Por otra parte, se menciona que era propietario de una estancia y una chacra (Archivo General de la Nación, 1750, 5337). Aquí hay varios datos a resaltar: primeramente, la diversidad de bienes, entre ellos de ganados, lo cual habla de distintas prácticas productivas emprendidas por el sujeto analizado (cría de mulas destinadas fundamentalmente al mercado minero, caballos posiblemente utilizados como animales de carga o en actividades agrícolas, herramientas para este tipo de trabajos, ganado vacuno, etc.); segundo, la posesión de carretas, lo cual es indicio de cierta actividad comercial; por último, como algo a mencionar, aquellas representaciones como la de la Virgen, que se corresponden a la influencia cultural y religiosa del catolicismo sobre todos los sectores de la sociedad.
En conclusión, los esclavos eran pocos numéricamente dentro de los establecimientos del período, solían desempeñar diversas tareas y gozaron de múltiples situaciones laborales y socioeconómicas, funcionando principalmente como mano de obra regular en complementación con las distintas formas de trabajo libre. Sin embargo, no hay que caer en la idea de que no recibían ninguna forma de salario o pago a cambio de sus labores: el negro esclavo Juaniquillo recibió por sus tareas en la estancia Fontezuela (1757) dos camisas de lienzo del Paraguay, un poncho, un chaleco nuevo de paño, calzones de paño, un sombrero, calzones largos y un chaleco de bayeta (Mayo, 2004, p. 143); entre los bienes de Riblos había varios negros, algunos libres, que recibieron pagos en plata, efectos y monedas de la tierra por haber trabajado como peones: Jacinto de Rocha (de Córdoba, conchabado a razón de 7 pesos) recibió 3 pesos en plata, una camisa, platilla, pañete, bayeta, unas espuelas grandes, 4 libras de yerba y 4 de tabaco, dos cuchillos, cintas y un sombrero (Archivo General de la Nación, 1727, 8122), y Juan de Rocha (casado e instalado en casa del capataz, a 7 pesos para domar durante 3 meses) fue recompensado con 13 pesos y 3 reales en plata hasta que huyó de las estancias (Archivo General de la Nación, 1727, 8122). De esta manera, se los podía encontrar junto con los peones, como libertos y llevando adelante distintas tareas por remuneraciones que también variaban.
En cuanto a los trabajadores libres, habría que destacar varias cuestiones y opiniones sobre ellos. Según Tulio Halperín-Donghi (1993), lo que caracterizaba las relaciones entre las estancias y sus peones era la extrema inestabilidad, reflejada no solamente en los destacados cambios que había en las cantidades de empleados, sino también en los nombres que iban cambiando constantemente (pp. 59-60). Salvatore y Brown (1993), quienes estudiaron la estancia Las Vacas, también llegaron a la misma conclusión, a partir de la variable de durabilidad en el tiempo que permanecían atados al establecimiento (p. 90). Gelman (1993a), aunque discrepa en cuanto a las causas, coincide con esa inestabilidad de la mano de obra libre, apareciendo más peones en ciertos momentos del año (siembra o cosecha) y con mayor regularidad en las tareas pecuarias que en las agrícolas (p. 136). Para este mismo especialista, los períodos de mayor demanda e intensidad en el uso de la mano de obra se notaban aún más en las unidades orientadas hacia la producción triguera (Gelman, 1993b, p. 15). Fradkin (1993), en un estudio que realizó sobre la hacienda de la Chacarita hacia fines del siglo, llegó hasta la idea de que en los dos grandes rubros entre los cuales repartía los principales gastos un establecimiento, estaban las herramientas de trabajo y la mano de obra, esta última concentrada en las tareas ganaderas permanentes y en la cosecha, siega y trilla del cereal (p. 50). Asimismo, esta característica estaba presente, como ha demostrado González-Lebrero (1993), desde épocas muy tempranas antes del siglo en cuestión: los indios que llegaban desde el Tucumán, Paraguay y Cuyo atraídos por la demanda de brazos del mercado rioplatense, se desempeñaban en las explotaciones con cierta inestabilidad (p. 70).
Ahora, pongamos en discusión todas estas afirmaciones con los datos brindados por las fuentes de este período. ¿Qué podría decirse en cuanto a la estabilidad de este tipo de fuerza de trabajo en los establecimientos? A simple vista, parece que las unidades productivas que contaban con peones conchabados en el momento de ser registradas no eran la mayoría: en 1726, sobre un total de 550 unidades, 502 no tenían peones, mientras solamente 48 los tenían registrados (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 143-187); en tanto que en 1744 solamente el 13% del total poseía conchabados (120 sobre 891) (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709). Vale la pena aclarar que el padrón de 1738 no resulta útil en este sentido, ya que no figuran los peones contratados por los ocupantes de las tierras, tal vez porque no era algo importante para quienes realizaron los censos.
Tomando todo el recorte temporal, sobre un total de 1 914 tierras, 168 aparecen con conchabados (8,77%) (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 143-187, 1744, pp. 509-709). Sobre la inestabilidad y la concentración de peones libres en ciertos momentos del año calendario, se puede sostener a partir de esta fuente, que aparecen registrados muy pocos de ellos porque la mayoría de los empadronamientos se hicieron durante meses como agosto y septiembre, es decir, fuera de los períodos de siembra y de cosecha. En esos momentos del año calendario, los que servían como peones podían mantenerse de otras actividades como el robo de ganado, el comercio al por menor y había quienes hasta tenían su propia parcela para producir lo necesario para el sustento personal y de la familia.
A su vez, resulta interesante observar la situación por tipo de establecimiento. En el primero de los casos tomados, se registraron 61 unidades denominadas como chacras y ubicadas mayormente en las regiones trigueras, de las cuales solamente cuatro tenían conchabados (entre capataces y peones), mientras que entre las 144 estancias, solamente seis contaban con ellos (todas ubicadas en Magdalena, las cuales a su vez eran las de mayor tamaño) (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 143-187); en 1738 se contaron 39 chacras y 49 estancias, pero lamentablemente no conocemos los datos relacionados a la mano de obra libre, y en 1744, había 194 chacras y 185 estancias, de las cuales 43 y 33 tenían peones, respectivamente (es decir, el 22% y el 18% en cada caso) (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709). A primera vista, no aparecen grandes diferencias entre un tipo de establecimiento y otro, sino que más parece que se utilizaban conchabados tanto para las actividades ganaderas como para las agrícolas. Tampoco resulta demasiado conveniente intentar hacer una división tan tajante entre chacras y estancias, ya que, como se apreciará más adelante, había actividades agrícolas dentro de las tierras donde predominaba la cría de ganados, y viceversa. Por otro lado, es muy probable que no todas las estancias ni las chacras hayan sido registradas con esas denominaciones en los padrones ni en las sucesiones analizadas, por lo que estos porcentajes expuestos representan un mínimo del total, lo cual no le quita cierto grado de representatividad para el objeto de estudio planteado.
Respecto a las características de este tipo de mano de obra libre, podría destacarse que no todos desempeñaban las mismas funciones, que provenían de distintas regiones y pertenecían prácticamente a todos los estratos sociales del orden colonial. La división de funciones que aparece en los padrones es la que se daba entre capataces y peones comunes, de los que hay numerosos ejemplos: don Francisco Rodríguez tenía en su chacra del pago de la Costa un capataz y dos peones del Paraguay (Academia Nacional de la Historia, 1726, p. 147); don Mateo Avalos, de Las Conchas, tenía entre sus trabajadores un capataz paraguayo, un indio y un negro (Academia Nacional de la Historia, 1744, p. 611); don Francisco de Merlo, en una propiedad que tenía en el mismo pago (una de las tantas, por cierto), poseía un capataz andaluz (que además era casado y tenía cinco hijos), cuatro indios y 14 negros (Academia Nacional de la Historia, 1744, p. 617).
A su vez, no pareciera en absoluto que la condición de peón fuera exclusiva de algún grupo étnico o social. En este sentido, también pueden citarse muchos casos: en el padrón de 1726 se registraron varios peones, mozos y capataces provenientes del Paraguay, Santa Fe, Mendoza y Córdoba, entre otros puntos, además de haber entre ellos criollos, pardos, mulatos y mestizos en diferentes situaciones de dependencia (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 143-176); en 1744, también se encontraron conchabados indios, mulatos, negros, pardos, mestizos, españoles, criollos, provenientes de lugares como Santiago del Estero, Paraguay, Mendoza, Potosí, Córdoba, Corrientes, Misiones y Chile (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709). Lo mismo habría que decir de los agregados/arrimados. Entre estos últimos se encontraron 1 343 en el censo de 1744, de los cuales 365 fueron clasificados como miembros de alguna casta (27,17%), entre negros, pardos, mulatos, mestizos y nativos americanos de diferentes etnias (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709).
En cuanto al grupo de los conocidos como agregados, se destaca su presencia en diversos establecimientos, también junto a los esclavos y peones libres, en distintas situaciones. Por ejemplo, don Joseph de Narriondo, estanciero de Luján, tenía viviendo en sus tierras a un matrimonio con cinco hijos (Academia Nacional de la Historia, 1726, p. 158); el capitán Bernardino de Rocha, de La Matanza, tenía como agregados tres indios y un mulato de Córdoba (Academia Nacional de la Historia, 1726, p. 172); el sargento Juan de Chevez tenía en sus propiedades de Luján dos agregados (sus hermanos) y esclavos (Academia Nacional de la Historia, 1738, p. 309); la viuda de Pedro Cruz vivía con varios agregados, entre ellos dos negros y un portugués zapatero (Academia Nacional de la Historia, 1738, p. 321); el capitán don Tomás Martínez tenía como mano de obra a cuatro peones agregados, cuatro conchabados y dos esclavos (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 516-517); don Francisco Miguel de Ugarte, hacendado de las costas del Paraná, tenía siete hijos, dos negros libres, un indio casado con una mestiza y un esclavo (Academia Nacional de la Historia, 1744, p. 545). En 1726 se registraron 463 explotaciones, de las cuales 79 declararon tener agregados, arrimados o gente de servicio (17%), en total 147 individuos reconocidos como tales (1,86 por establecimiento) (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 143-176).9 Entre los 891 establecimientos registrados en 1744, había 384 unidades con agregados (43%), entre las cuales se distribuían 1 343 personas en dicha condición (3,5 por UP) (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709). Resumiendo, al igual que en el caso de los esclavos, las UP contaban con pocos trabajadores de este tipo, al menos en el momento en el cual fueron levantados los padrones rurales.
Los casos mencionados podrían ser muchísimos más, pero no resulta necesario citarlos a todos aquí para ilustrar algunas cuestiones de relevancia: en primer lugar, la innegable coexistencia entre distintos tipos de mano de obra libre y esclava; en segundo lugar, la diversidad étnica y social entre los agregados y peones. Todas estas ideas son sostenidas, para otro período, por autores como Carlos Mayo y José Luis Moreno. El primero, tomando el padrón de 1744, sostiene que dentro de los establecimientos reconocidos como estancias, coexistieron peones, agregados y esclavos. Entre estos, encontró integrantes de diversos sectores sociales y lugares de procedencia (Mayo, 2004, p. 76): sobre un total de 68 personas que el autor identificó como tales, 11 provenían de la jurisdicción de Buenos Aires, 12 de Santiago del Estero, 18 de Paraguay, 13 de Córdoba, dos de San Juan, cuatro eran españoles, dos de Tucumán, dos portugueses, dos de Corrientes y dos de Santa Fe (Mayo, 2004, pp. 76-77).
A su vez, estos arrimados trabajaban en unidades ganaderas, agrícolas y mixtas. En 1744, por ejemplo, había 52 ganaderas con un agregado, 30 con dos, cinco con tres, cinco con cuatro, dos con seis y una con ocho; 17 unidades agrícolas con uno solo, 12 con dos, tres con tres y uno con cuatro; en cuanto a las mixtas, se encontraron solamente tres establecimientos con un agregado cada uno (Mayo, 2004, p. 81). Por otra parte, tomando las explotaciones rurales de La Matanza en ese mismo año, encontró 25 indios y dos mulatos, cuatro de Paraguay, 12 de Misiones, un santiagueño, uno proveniente de los Valles Calchaquíes y más sin especificar (Mayo, 2004, p. 121), alcanzando conclusiones similares a las de este trabajo, a partir del análisis de la misma fuente, aunque elaborando de forma distinta las estadísticas.
En cuanto a la coexistencia entre peones y esclavos, para ese mismo año contabilizó 206 esclavos varones y 244 peones, es decir, estaban bastante parejos en cuanto a la mano de obra en las estancias (Mayo, 2004, p. 135). Por su parte, Moreno (1989), quien también tomó el padrón de 1744, pudo llegar a la misma conclusión: en los establecimientos coexistieron diferentes tipos de mano de obra y en distintas condiciones. A partir de la clasificación de las UP por grupos de ocupación, se encontró que todos estos tenían esclavos y agregados en sus explotaciones: los grandes propietarios tenían un promedio de 3,2 esclavos y 4,9 agregados; los medianos y pequeños productores 2 y 2,7, respectivamente; los que trabajaban en tierras ajenas poseían 1,6 esclavos y 2,4 agregados; los comerciantes y artesanos 1,96 y 3,6; los funcionarios 3 y 1,9; mientras que los trabajadores tenían 1,8 agregados y los peones conchabados 1,4, no habiéndose encontrado esclavos (Moreno, 1989, pp. 274-276).
De estas cifras se desprende otra realidad a tener muy en cuenta: los peones o pequeños campesinos que no eran dueños de la tierra solían tener algunos agregados, lo cual podría ser indicio de que al mismo tiempo en que vivían de su fuerza de trabajo, tenían acceso a la explotación de alguna tierra por cuenta propia, fuese o no en propiedad legal. Por ejemplo, Juan Quitiño, vecino del pago de la Costa censado en 1726, estaba arrimado en tierras de don Francisco de Herrera, donde tenía un peón como agregado. Miguel de Turriaga, del mismo lugar, estaba asentado en tierras de la capilla y tenía como agregado a un mozo proveniente de Corrientes (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 148-149). Don Juan Joseph Basualdo, criador de ganados de Arroyo Seco, se encontraba ubicado sobre tierras ajenas, pero tenía como agregados a dos indios y una parda, más otro hombre clasificado como arrimado (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 522-523). Domingo Cabrera, quien criaba vacas lecheras en la Costa del Paraná, no era propietario de las tierras que utilizaba y allí tenía consigo a una moza como agregada (Academia Nacional de la Historia, 1744, p. 529). Lorenzo Figueroa, quien vivía en el Arroyo del Medio, era un labrador con ganados mayores y menores, que tenía en su compañía a un hombre del Paraguay y su nieto (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 552-553). Francisco Colman, chacarero no propietario de Escobar, tenía en su compañía a un indio casado con cuatro hijos (Academia Nacional de la Historia, 1744, p. 624). Evidentemente, podemos sostener que para algunos era una alternativa asentarse bajo diferentes relaciones de dependencia en tierras de otro productor rural y al mismo tiempo recurrir a peones, esclavos u otros trabajadores dependientes como mano de obra auxiliar a la brindada por la familia.
Asimismo, existía otro tipo de fuerza de trabajo en las unidades familiares, tanto en las grandes UP como en las pequeñas y medianas, la cual es destacada por Garavaglia (1999): la mano de obra brindada por los integrantes del núcleo familiar
(p. 77). El papel destacado de la mano de obra familiar puede verse a partir de una lectura de los tres padrones disponibles para este período, incluyendo los establecimientos que contaban con el uso de esclavos, peones y agregados. Se podría ver el peso de la fuerza de trabajo familiar contabilizando a todas las familias que tenían hijos o indirectamente considerando solo aquellas que no tenían esclavos, agregados ni peones, lo cual quiere decir, por lógica, que se arreglaban con el trabajo familiar. En 1726, las cifras eran de 402 UP con hijos y 148 sin ellos, es decir, que el 73% dependía exclusivamente del tipo de trabajo en cuestión (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 143-188). Mientras que en 1744, según el último registro de este tipo en el período, existían 691 sitios con hijos y 200 sin ellos, representando el 77,5% y el 22,4%, respectivamente (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709).
En síntesis, no resulta difícil darse cuenta de una tendencia: la mayoría de las explotaciones registradas contaban con potencial mano de obra familiar. De hecho, había tierras que no contaban ni con peones, ni esclavos ni otros trabajadores o dependientes. En 1726, el 95% no tenía esclavos, el 91% no contaba con conchabados y el 85% no tenía agregados ni arrimados (Academia Nacional de la Historia, 1726, pp. 143-188). Tomando el censo de 1744, se observa que el 85% no tenía esclavos, el 87% estaba sin peones y el 58% sin agregados (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 509-709). En definitiva, es más que acertado pensar en que la mayor parte funcionaba a base de la mano de obra familiar y los que contaban con trabajadores dependientes eran la minoría, al menos durante el período en cuestión. Además, tomando estos datos en conjunto con los de Moreno, hay que señalar que tanto grandes como medianos y pequeños productores utilizaban esclavos, peones y agregados, así como también trabajo familiar (la mayor parte), más allá de si eran o no propietarios de las tierras que ocupaban y explotaban.
Las regiones ganaderas y de producción mixta: diferentes realidades a nivel local
Ya analizados los distintos planteos teóricos reseñados al principio sobre la mano de obra y sus distintas realidades en los establecimientos productivos de la campaña bonaerense, este apartado se propone hacer una caracterización a nivel local, haciendo hincapié en las regiones de producción casi exclusivamente ganadera y las mixtas, que aparecen en los padrones y más detalladamente en los inventarios, testamentos y sucesiones.
A partir del análisis de varios establecimientos para el período 1726-1756, la idea es elaborar algunas aproximaciones en relación a las características del trabajo y a las orientaciones productivas que se complementaban en ellos, todo visto desde una escala más reducida.
Sobre una muestra elaborada con 81 establecimientos (entre estancias y chacras de producción mixta), se pueden obtener números representativos muy interesantes sobre las cuestiones que se vienen discutiendo. Asimismo, vale la pena aclarar que se hará hincapié en las regiones reconocidas como de orientación ganadera (Arrecifes, Areco, Luján y Magdalena) y producción mixta (La Matanza y parte de Las Conchas).
Hay que señalar que, al menos en las sucesiones, resulta algo excepcional que aparezcan registrados y descriptos los peones libres y los agregados. Sin embargo, el corpus documental resulta muy útil para hablar sobre los esclavos. En primer lugar, tanto las estancias de grandes proporciones y planteles de ganados como las chacras, contaban con mano de obra esclava. En ese sentido, los datos coinciden con los de los padrones, aunque los porcentajes resultan bastante más parejos, quizás porque el número de UP es menor en la consideración o bien porque se han tomado para este apartado los establecimientos en donde se concentraban las prácticas pecuarias más demandantes. De las 81 unidades, 21 los tenían (38,27%), entre las cuales se repartían un total de 129 de estos trabajadores (4,16 en promedio).10
Ahora, resulta necesario complementar estos porcentajes con los de las unidades familiares de Arrecifes, Areco, Luján, Magdalena, La Matanza y Las Conchas, es decir, sobre su total en los años 1726, 1738 y 1744. Para el pago de Arrecifes, se registraron 631 UP, de las cuales 45 tenían esclavos (7,13%); en Areco, de 437 tierras, 71 tenían esclavos (16,24%); en Luján, sobre 584, había 83 con dicha de fuerza de trabajo (14,21%); en Las Conchas, había un total de 201 explotaciones, de las cuales 15 tenían esclavos (7,46%); en el pago de La Matanza, de los 174 ocupantes de tierras, 23 contaban con ellos (13,21%), y en Magdalena, había 40 unidades con esclavos sobre un total de 338 (11,83%). En cuanto al total, el promedio de UP con esclavos era de 11,71% (277 de 2 365).
Pese a las diferencias porcentuales, hay que sostener que en ninguno de los casos la mayoría de los establecimientos tenía mano de obra esclava. Es innegable, tanto a partir de las sucesiones como desde esta última exposición, que los esclavos se concentraban, al menos en número total, en las unidades productivas más orientadas hacia la ganadería. Por ejemplo, sobre los 29 establecimientos que tenían esclavos en 1726, 18 estaban ubicados en el pago de Magdalena, región ganadera por excelencia, puesto que se hallaba organizado en torno a seis grandes estancias.
Si bien los inventarios y tasaciones no sirven para ilustrar del todo la situación de los peones libres y agregados, hay algunas descripciones que pueden ser útiles. Por ejemplo, el caso de los pagos de salarios que aparecen registrados en la administración de bienes de don Miguel de Riblos, hacendado de Areco. Dentro de sus estancias había varios conchabados, los cuales renovaron sus vínculos durante la década de 1720. A partir de esta fuente, pueden apreciarse varias cosas importantes:
a En primer lugar, la diversidad étnica y geográfica entre ellos. Por ejemplo, Santiago Montoya, conchabado por segunda vez en el establecimiento desde 1727, provenía de Santiago del Estero; Francisco Videla (indio), se había ligado al establecimiento ese mismo año y a razón de 7 pesos por dos años; Estanislao Ferreira (español), venía de la provincia de Córdoba; Juan de Rocha era de la misma jurisdicción, aunque de otra categoría social (mulato); Joseph de Villarreal, otro indio llegado de Santiago del Estero y contratado en los mismos términos que su par Videla. Se encontraron, a su vez, dos indios santiagueños más, uno de Santa Fe y otro de San Juan, todos contratados bajo condiciones muy parecidas. También los había criollos de las distintas jurisdicciones (Archivo General de la Nación, 1727, 8122).
b En segundo lugar, las características del pago que se les daba, que coinciden con lo planteado por autores como Mayo (2004) y Halperín-Donghi (1993). Se puede apreciar, claramente, la superioridad del pago en especies sobre la remuneración en metálico. Antonio de Melo recibió 5 pesos en plata y el resto de su salario en bayeta, lienzo crudo, cuchillos, hilo blanco, entre otras cosas; Francisco Videla recibió 7 pesos en plata, algunas arrobas de tabaco y casi los mismos géneros que el anterior; Jacinto de Rocha, mulato cordobés, recibió 3 pesos en plata, 4 libras de yerba y 4 de tabaco, más distintos efectos textiles; Pablo Muñoz, santiagueño, fue recompensado con 3 pesos en plata, 4 pesos por dos caballos que les había comprado a los indios, un sombrero y demás bienes. Lo mismo puede sostenerse para el resto de los empleados registrados.
c También habría que marcar, con base en los padrones, la diferencia de funciones, reflejada en los distintos pagos. Por ejemplo, Juan López Camelo, capataz mayor desde 1727, recibió por sus funciones 123 pesos, de los cuales no se sabe cuántos se le dieron en plata. Sin embargo, puede verse una destacada diferencia respecto a los demás, que podrían ser llamados peones comunes, que recibieron, en el mejor de los casos, 7 pesos en plata y el resto en diferentes productos y monedas de la tierra (Archivo General de la Nación, 1727, 8122). Asimismo, puede resaltarse uno de los aspectos más negativos de la mano de obra libre asalariada, al menos desde la perspectiva del empleador: los altos gastos en salarios. El caso mostrado puede ponerse en comparación con los datos tomados por Tulio Halperín-Donghi (1993) para la estancia Fontezuela y correspondientes a la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del siguiente, donde los salarios de los peones también representaban un importante egreso de metálico y productos para los administradores de la estancia: entre 1756 y 1808, con períodos marcados de altas y bajas, salieron entre 6 y 626 pesos anuales en salarios (p. 55), al mismo tiempo que la remuneración nunca fue ni regular ni de carácter inequívocamente monetario (Halperín-Donghi, 1993, p. 59). Lo mismo puede afirmarse para los pagos ganaderos del período 1726-1756.
En cuanto a las orientaciones productivas, es preciso partir de la idea de que prácticamente no existían los establecimientos pura y exclusivamente ganaderos, y que podían presentarse distintas realidades a nivel local, las cuales también caracterizaban a los trabajadores rurales. Todos los casos estudiados corresponden a distintos puntos de Magdalena, Areco, Las Conchas y La Matanza, es decir, lugares distinguidos por la fuerte presencia de la ganadería. Se parte de la idea en este trabajo de que más bien existía una relación de complementariedad entre la ganadería y la agricultura del cereal, variando el peso de una u otra práctica según el caso.
Sobre un total de 81 explotaciones, 58 tenían ganados (71,6%), en las cuales pueden verse varios aspectos importantes en torno a las discusiones planteadas anteriormente:
a La existencia de una considerable complementariedad entre la ganadería y la agricultura: de los 58 terrenos que criaban animales, 44 presentaban indicios de que se practicara la agricultura (75,86%), ya que se registraron herramientas exclusivamente agrícolas (hoces, azadas, azadones, medialunas, palas, etc.) y animales que se destinaban fundamentalmente a dichos trabajos (bueyes y caballos, más las carretas que los acompañaban).
b A su vez, las prácticas pecuarias parecían presentar distintas alternativas en su producción, vinculadas a diferentes rutas mercantiles: como bien dice Garavaglia (1999), desde comienzos del siglo XVIII se presentaban distintas posibilidades en el mercado para los productores pecuarios; por un lado, estaba el abasto de carne local, las faenas para hacer grasa, sebo y cueros (principal producto rural de exportación), y por otro lado, los envíos de ganados en pie (vacunos y mulares) hacia diferentes regiones (pp. 216-218).
Esto puede asegurarse con ver los datos brindados por los inventarios: de los 58 terrenos con ganados, el 100% tenía animales de diversas especies (vacunos —de cría y vacas lecheras—, bueyes, caballos, mulas, equinos, yeguarizos y ovejas).Asimismo, resulta notoria la diferencia numérica de las yeguas (principalmente empleadas para la cría de mulas, uno de los más importantes productos que conectaban la región con el mercado peruano y altoperuano) y los vacunos sobre el resto (los bueyes y caballos eran animales muy presentes en las UP, pero eran los más caros y utilizados en menores cantidades por establecimiento, ya que se los orientaba hacia el arado y el transporte triguero).
Los siguientes datos, elaborados con los inventarios y los padrones, pueden ayudar a ilustrar la situación en forma medianamente correcta: de 58 establecimientos con ganado, 42 tenían vacas (72,41%), 36 contaban con animales relacionados directamente con la cría de mulas11 (62%), 20 se dedicaban también al ovino (34,48%), mientras que 36 poseían animales destinados al tiro, la carga y las tareas agrícolas, como lo eran los bueyes y caballos (62%).12 En definitiva, parece que la ganadería diversificada era una realidad en los establecimientos de la época.
Tomando algunos datos regionales, es decir, de la jurisdicción de Buenos Aires completa, se puede llegar a ideas parecidas, aunque las cifras representen un piso del total. En primer lugar, se podría concluir que a nivel de toda el área, también tenían mucha importancia en los lugares de cría los vacunos y los yeguarizos. Respecto a los primeros, desde bien temprano en el período aquí recortado (incluso antes), se conoce de vecinos con muchos de ellos en sus tierras, por ejemplo: en el cabildo del 14 de agosto de 1723, se hizo mención de la posesión de 12 000 cabezas de ganado por parte de doña Gregoria de Herrera (Archivo General de la Nación, 1723, p. 114); el 15 de ese mismo año se presentó una petición del capitán Diego de Santana en la que exclamaba la reintegración de 96 vacas que había otorgado para las expediciones de la campaña, lo cual da a entender que tenía muchas más; el 2 de agosto de 1726, don Santiago dio razón de 6 000 vacas ante la Sala Capitular (Archivo General de la Nación, 1726, p. 657).
Asimismo, hay una clara concentración de ganado vacuno en los establecimientos registrados como estancias, sobre otros como las chacras, en las cuales, a diferencia de lo mostrado por las sucesiones, prácticamente no poseían vacunos. Más bien, los animales más utilizados en ellas eran los bueyes y caballos, por las razones ya expuestas. Puede ser ilustrativo en este sentido lo obtenido a partir del censo de 1738: sobre 18 UP agrícolas con ganado, el 100% tenía bueyes y seis de ellas contaban con caballos (Academia Nacional de la Historia, 1738, pp. 288-327). Estas explotaciones estaban más orientadas a proveer de cereales al mercado local, mientras que las estancias de cría tenían más alternativas mercantiles.
En comparación con lo expuesto anteriormente, es importante la fuerza que tenían los yeguarizos, también concentrándose en las tierras nombradas como estancias, en donde aparecían en cantidades poco despreciables. Por ejemplo,
don Fernando Quintana (Arrecifes) y don Gerónimo Rodríguez (Los Arroyos) contaban con más de 2 000 cabezas de ganado yeguarizo cada uno (Academia Nacional de la Historia, 1738, p. 317); la ya mencionada Martina Luola, de Magdalena, contaba con 1 000 cabezas (Academia Nacional de la Historia, 1744, pp. 709). Casos como estos abundan, pero lamentablemente existe la posibilidad de que haya inexactitud en los datos tomados por los empadronadores y de que también muchos establecimientos hayan sido omitidos en su momento, pero es importante saber que existieron UP con cuantiosas yeguas de cría (situación apreciable con los inventarios), lo cual está directamente relacionado con el papel que tenía la región como proveedora de mulas para los mercados del Alto Perú.
Inclusive, desde antes y durante este período, importantes organismos políticos coloniales como el cabildo porteño ya se preocupaban por esta orientación de la ganadería: el 25 de noviembre de 1724 se presentó ante el cabildo una petición del ministro don Juan Baz de Alpoín, en la cual notificaba la extracción de 900 mulas de sus dominios, pidiendo que no se le cobrara el cuartillo por cada animal (Archivo General de la Nación, 1724, p. 410). Teniendo en cuenta que se le había otorgado la comisión para el cobro del cuartillo por cada cabeza a don Joseph de Sosa, se ordenó que todos los vecinos que quisieran sacar mulas de esa jurisdicción debieran pagar medio real por cada una (Archivo General de la Nación, 1724, p. 413); el 27 de enero de 1734 se sacó a remate el derecho por los cuartillos de mula al mejor postor (Archivo General de la Nación, 1734a, p. 106); el 12 de agosto de 1735 se manifestaron ante el ayuntamiento las cuentas dadas por el alcalde de la Santa Hermandad, don Miguel de Sosa, de las partidas que había cobrado por el derecho del cuartillo de mulas, unos 600 pesos y 4 reales (Archivo General de la Nación, 1735, p. 228).
Resumiendo, las unidades productivas, en una considerable cantidad, terminaban respondiendo a distintos mercados coloniales: la cría de vacunos para extraer cueros (mercado exterior), carne, grasa y sebo (mercado local) o animales para enviar en pie hacia otras regiones (mercados regionales); la producción de mulas para mandar hacia los principales centros de producción minera del Alto Perú; ovejas para obtener productos importantes como carne (consumo familiar y dentro de la jurisdicción) y lana para la fabricación de textiles artesanales; bueyes y caballos como fuentes de fuerza motriz para las prácticas agrícolas y el transporte de personas y mercaderías. En relación a la mano de obra, esta aproximación a las explotaciones rurales (lugar de trabajo para los distintos grupos de campesinos), puede servir como indicador de que los trabajadores no solamente atravesaban diferentes situaciones de vida y organización, sino también en cuanto a las tareas que desempeñaban. Ante un panorama tan claro de ganadería diversificada y producción mixta (complementación con la agricultura del cereal), resulta imposible imaginarse a los peones, esclavos y otros, como trabajadores especializados en la cría de animales o en el proceso agrícola.
Ya elaborado el análisis de la mano de obra y la caracterización de las UP a nivel local (pagos ganaderos y de producción mixta), se puede pensar en algunas aproximaciones provisionales.
Conclusiones
La idea planteada para esta investigación se orientaba a exponer y caracterizar algunos aspectos discutidos (principalmente en períodos posteriores) por la historiografía colonial en torno a la mano de obra rural y los establecimientos productivos: esclavos, peones libres (la presencia de estos en las UP), los pagos y sus formas, la presencia de otros trabajadores dependientes (agregados, arrimados, etc.), las tareas que desempeñaban y la complementariedad entre ellos.
Asimismo, se intentó hacer una descripción de las unidades productivas, sus orientaciones económicas y la mano de obra que utilizaban, todo desde distintas perspectivas de análisis (local y regional) y diferentes fuentes: los padrones rurales de Buenos Aires, que ayudan a concebir un panorama más regional, y las estadísticas elaboradas con ayuda de dichos documentos y datos sacados de sucesiones (inventarios, testamentarias, tasaciones y administraciones de bienes), de casos locales pertenecientes a los pagos mayormente orientados hacia la ganadería o la producción mixta.
A partir de ello, se puede concluir que en ambos niveles se observa la presencia de esclavos tanto en UP ganaderas como trigueras. Por una parte, esta diferenciación no parece ser tan nítida, predominando los establecimientos que complementaban ambas orientaciones. Por otra parte, también esclavos y trabajadores libres se complementaban, existiendo distintas realidades laborales y socioeconómicas en los integrantes de ambos grupos. No hay que olvidar tampoco la presencia de agregados y pequeños productores libres que basaban su mano de obra en la familia, los cuales fueron identificados como abundantes y en diversas situaciones, con base en la lectura analítica de nuestras fuentes.
Respecto a las características de las explotaciones, tanto a escala regional como local, se vio una clara supremacía de los vacunos y yeguarizos (donde también podrían considerarse las mulas) sobre el resto de los ganados (bueyes y caballos eran más fuertes en las chacras). Sin embargo, en la mayoría de los casos tomados para las regiones más ganaderas, nos encontramos con la coexistencia de diferentes tipos de ganados (vacas de cría, lecheras, bueyes, caballos, mulas, yeguas, ovejas, cabras, etc.), lo cual podría tomarse como indicio de que las estancias no se dedicaban exclusivamente a ningún tipo de producción pecuaria, sino que más bien presentaban distintas alternativas comerciales. A su vez, no pareciese haber una división tan tajante entre establecimientos ganaderos y los de producción mixta, ya que en varias chacras se encontraron animales (más allá de los bueyes y equinos destinados a trabajos agrícolas) y en las estancias había rastros de agricultura (herramientas, animales de trabajo y de carga, carretas, atahonas y otros).
En definitiva, hay que resaltar que se alcanzaron aproximaciones similares y otras no tanto, dependiendo de las fuentes consultadas y de los distintos recortes cronológico-espaciales que se tomaron para la investigación, en relación a las problemáticas planteadas sobre los establecimientos y la mano de obra rural, lo cual conformaba el objetivo principal.
NOTAS
1 El recorte temporal se ajusta al de una investigación mayor que se encuentra realizando el autor para aspirar al grado de Magíster en Ciencias Sociales con mención en Historia Social en la Universidad Nacional de Luján, la cual se centra en el cabildo de Buenos Aires y la regulación de la economía rural y los mercados locales en ese mismo período que va desde la extinción de las vaquerías tradicionales y la división de la campaña oriental en las jurisdicciones de Buenos Aires y Montevideo (1726), hasta la consolidación de nuevas prácticas pecuarias (recogidas de alzados y estancias de cría), junto con la división de la región rural del territorio de la actual provincia de Buenos Aires entre la jurisdicción del ayuntamiento porteño y el de Luján.
2 Disponibles en la Academia Nacional de la Historia (ANH).
3 Se hace referencia a todos los propietarios de ganado, indistintamente de la cantidad.
4 Se denomina de esta manera en el artículo a las unidades productivas que se dedicaban tanto a la cría de diferentes especies como a la agricultura, sin importar si fueran clasificadas como chacras o estancias.
5 Para ampliar sobre el tema, ver: El cabildo, la ganadería y el abasto local en el litoral rioplatense, 1723-1750, por M. Pelozatto-Reilly, 2014, ponencia presentada en las V Jornadas de Historia Regional de La Matanza, Universidad Nacional de La Matanza, pp. 230-244.
6 Los trabajos de investigación analizados y citados no corresponden exactamente al mismo recorte cronológico de esta investigación, pero son utilizados para extraer categorías como unidades productivas, las definiciones de chacra o estancia, o simplemente para poner en discusión sus hipótesis, metodologías, fuentes o conclusiones.
7 Tribunales. Sucesiones, por Archivo General de la Nación, 1727-1750, (Legajos 3859, 4309, 5335, 5336, 5337, 5338, 5671, 8122 y 8130), Archivo General de la Nación, Argentina.
8 Modelo de análisis elaborado por Juan Carlos Garavaglia (1999, p. 131), a partir de promedios calculados con base en los datos extraídos de 281 inventarios de estancias para el período 1750-1815. Un establecimiento típico contaba con 2 500 hectáreas de tierras, 790 vacunos, 490 ovinos, 300 equinos, 40 mulares y 12 bueyes.
9 No se incluye los datos relevados para el pago de Magdalena. Esto merece ser analizado de forma particular en cuestiones como los tipos de mano de obra, ya que toda la jurisdicción local se organizaba en torno a seis grandes establecimientos productivos registrados como estancias. Asimismo, hay que aclarar que el padrón de 1738 no aporta información sobre los agregados y demás campesinos dependientes.
10 Tribunales. Sucesiones, por Archivo General de la Nación, 1727-1750, (Legajos 3859, 4309, 5335, 5336, 5337, 5338, 5671, 8122 y 8130), Archivo General de la Nación, Argentina.
11 Dentro de esta categoría se incluyeron yeguas de cría, burros hechores y mulas.
12 Tribunales. Sucesiones, por Archivo General de la Nación, 1727-1750, (Legajos 3859, 4309, 5335, 5336, 5337, 5338, 5671, 8122 y 8130), Archivo General de la Nación, Argentina.
Referencias
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