Comentario del libro:

Iván Molina Jiménez y David Díaz Arias [Editores], El verdadero anticomunismo. Política, género y Guerra Fría en Costa Rica (1948-1973) (San José de Costa Rica, EUNED, 2017). 356 pp. ISBN 978-9968-48-384-1

Roberto García

Fecha de recepción: 28 de junio de 2018 Fecha de aceptación: 4 de julio de 2018

Roberto García Doctor en Historia. Profesor de la Universidad de la República (Uruguay). Co-editor junto a Arturo Taracena Arriola de La guerra fría y el anticomunismo en Centroamérica (Guatemala: FLACSO, 2017). Su última publicación es: “The Cuban Embassy in Uruguay, 1959-1964” en Oxford Research of Latin American History (2018).

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No es novedoso afirmar, una vez más, cuanto ha crecido el campo de estudios de la Guerra Fría internacional, aquel extenso conflicto que enfrentó, desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial y hasta 1991, a los Estados Unidos y la Unión Soviética. Ambas grandes potencias representaban sistemas políticos, económicos, culturales e ideológicos completamente antagónicos. Se ha debatido mucho sobre los orígenes, motivaciones, cronología e incomprensiones mutuas que contribuyeron a la expansión temporal y geográfica de dicho conflicto. Una interpretación que ha recibido amplio consenso entre la comunidad académica internacional ha sido la del profesor Orne Add Westad, cuyo argumento principal advierte la existencia de una guerra civil global disputada a escala planetaria; fría en sus centros pero de una muy elevada temperatura en el mundo periférico, particularmente en el denominado Tercer Mundo. (Leffler, Westad, 2010; Westad, 2007). Este era considerado el eje fundamental de dichas disputas geopolíticas y quien allí se impusiera sería el victorioso de la contienda bipolar. (Pettinà, 2015)

En América Latina, parte del Tercer Mundo, la Guerra Fría fue particularmente cruda y violenta. Durante los largos 60 latinoamericanos, se convirtió, siguiendo palabras de John F. Kennedy, en la zona más peligrosa del mundo (Rabe, 2012). Su expresión elocuente y legado más siniestro, aún vivo en la memoria de las víctimas, ha sido la aplicación, como práctica estatal represiva, de la desaparición forzada masiva (Rabe, 2012; Grandin, 2007; 2001; Weld, 2014; Vela, 2014). Se ha discutido el origen del ciclo de violencia política contrarrevolucionaria, existiendo consenso en cuanto al mojón que significó la Revolución Cubana en el proceso de radicalización política generalizado desde entonces en la región.
Pese a lo afirmado, buena parte de la producción historiográfica reflejó una tendencia mayoritaria dirigida a atender las dinámicas regionales de la Guerra Fría en Asia –China, ambas Corea, Vitenam, Indonesia, India o Filipinas- y, en menor medida, África, cuyos procesos de descolonización implicaron a potencias europeas. Empero, América Latina, con la salvedad de Cuba, seguía siendo marginal o como escribió el historiador estadunidense Greg Grandin, la Guerra Fría latinoamericana quedaba reducida a una playa caribeña (citado por Joseph, 2004).

Una parte importante de estos debates por amplificar la temática comenzó a revertirse desde 1998 gracias al libro coordinado por Gilbert M. Joseph, Catherine C. LeGrand y Ricardo D. Salvatore (Joseph, LeGrand, Salvatore, 1998; Salvatore, 2005). Y más aún, con mayor énfasis a partir de 2004, con la edición de Espejos de la Guerra Fría editado en este caso por Daniela Spenser y como fruto de un seminario celebrado en México tres años antes (Spenser, 2004). Sin cesar y desde entonces, el terreno de los estudios de la Guerra Fría latinoamericana ha tenido una notable expansión. Ella ha permitido incorporar nuevos temas, perspectivas de análisis y también de actores cuya invisibilización era notoria en las narrativas tradicionales (Williams, 2017; Kirkendall, 2014).

Tal renovación historiográfica fue posible, entre otros muchos, gracias a tres cuestiones. Primero, es deudora del giro postulado por los autores que formaron parte de Close Encounters of Empire quienes insistieron en la necesidad de pensar la historia de las relaciones de Estados Unidos con América Latina en función de un marco conceptual nuevo donde no todo se explique en función de las variables de dominación y resistencia (Joseph, LeGrand, y Salvatore 1998; LeGrand, 2006; Pettinà, 2015). Segundo, y estrechamente ligado a esto, la expansión aludida forma parte de priorizar enfoques donde el centro desde el cual se observa e interpreta la Guerra Fría sea el denominado sur local (Saull, 2004; Marchesi, 2017; Armony, 1999), discutiéndose entonces con intensidad el lugar y el carácter –nada marginal- de América Latina en las narrativas globales de aquel conflicto. También, y como tercera puntualización, la ampliación incesante se debe a que numerosos investigadores han accedido a diferentes repositorios históricos sobre todo latinoamericanos, antes vedados para su consulta.

Esa necesidad de descentrar el conflicto bipolar y desplazar su foco principal hacia el rescate de la agencia y protagonismo latinoamericano se vincula directamente al libro editado por los historiadores costarricenses Iván Molina y David Díaz, cuya publicación, como ellos mismos suscriben en la presentación, es la primera de su tipo en el país (p. XI).

En ese sentido, se trata de un trabajo importante, entre otras, por cuatro razones fundamentales que me permito resumir. La primera porque constituye un aporte que proviene de una región, Centroamérica, muy necesitada de trabajos como este para pensar, desde esa particular zona ístmica del mundo, con una perspectiva de larga duración, la extensa cultura de anticomunismo que ambientó horrendos crímenes de lesa humanidad, entre ellos el de genocidio. Una segunda se vincula estrechamente a lo anterior, pues los trabajos que componen el libro brindan en su conjunto varias claves interpretativas para entender por qué uno de esos países centroamericanos, Costa Rica, logró consolidar, a diferencia de sus vecinos, un “sistema político democrático en el siglo XX” (p. XI). Ello evitó las aristas más crudas del terrorismo estatal del que sí hicieron gala los demás países centroamericanos. La tercera cuestión a destacar y valorar es que los autores de los trabajos reunidos son ocho profesionales costarricenses, un hecho confirmatorio y a la vez resultado del continuo avance de la investigación social en dicho país, sin duda a la vanguardia respecto a sus vecinos centroamericanos. Y cuarta, el libro constituye algo más que un producto terminado pues a la vez presenta un “epílogo” (pp. 285-295) donde los editores se explayan en torno a una amplia agenda de temas aún pendientes de investigación, lo que debe ser leído en clave de desafío a ser asumido desde la comunidad científica en un futuro próximo.

Dicho lo anterior, el libro se inicia con el capítulo de Elena Molina Vargas, “Los asesinatos del Codo del Diablo (1948-1951)”, recordado episodio de violencia anticomunista ocurrido en diciembre de 1948 y en el que fueron ajusticiadas, intencionalmente y por agentes estatales, seis personas. Tras repasar críticamente la literatura a que ha dado lugar dicho crimen (pp. 4-6) y en diálogo con las circunstancias locales e internacionales, la autora presenta un trabajo cuya relevancia principal pasa por la incorporación de fuentes primarias entre las que cabe destacar en primer lugar, aquellas que provienen del Archivo Judicial (p. 3). Si bien la violencia contra los comunistas “no era nueva” en el país (p. 13), el contexto internacional del año 1948 contribuyó decisivamente a explicarla habida cuenta del clima regional atravesado por un anticomunismo paulatinamente agresivo y sobre el cual se tejieron sendos golpes de estado que significaron francos retrocesos para la democracia y las libertades en Brasil, Chile, Bolivia, Venezuela, Perú, o Colombia. Aunque no se acercó a lo que vivían sus vecinos, Uruguay, conocido por sus sólidas tradiciones democráticas, tampoco quedó exento de ese clima regional: en octubre de 1948, la exhibición de una película anticomunista en un cine de la capital, motivó una airada y desusada represión policial contra aquellos comunistas que intentaron boicotear su proyección (Aparicio y García, 2013, capítulo 2). Pese a que la dimensión internacional debiera haberse explorado más a fondo –en diálogo con la literatura reciente que ha insistido en la incidencia indudable del sustrato transnacional para explicar la historia conexa de Centroamérica y el Caribe (Roniger, 2017)-, el foco principal y aporte fundamental del trabajo de Molina Vargas se halla en los dos “componentes centrales” de su labor: el rescate de las fuentes judiciales y el papel desempeñado por la prensa. Sustentada en ellas, la autora demuestra que “la institucionalidad jurídica del país brindaba medios a través de los cuales los sectores oprimidos, en este caso por la violencia política, podían hacerse escuchar” (p. 37). Pese a que las “interferencias políticas” en el proceso judicial evitaron que los culpables de los asesinatos fueran juzgados, la investigación muestra, en el inicio mismo de la Guerra Fría, que el anticomunismo costarricense tendría diferencias cualitativas y límites importantes respecto al ensayado en los vecinos más próximos.

En el segundo capítulo, Eugenia Rodríguez Sáenz -“Mujeres, elecciones, democracia y Guerra Fría en Costa Rica (1948-1953)”- da cuenta de la participación y protagonismo político de las mujeres en el proceso electoral costarricense del quinquenio 1948-53. La autora ilustra la forma en que consiguieron ese derecho, vinculando ello a un ciclo más amplio de movimientos sociales y reivindicaciones que se relacionaban a organizaciones como la Federación Democrática Internacional de Mujeres. Resulta relevante tener presente que lo conseguido por las mujeres costarricenses fue obtenido en el contexto de un fuerte enfrentamiento político y social. La Junta de Gobierno resultante de la guerra civil derivó en la convocatoria a una Asamblea Constituyente que redactó en 1949 una Constitución y junto a ella creó el Tribunal Supremo de Elecciones, organismo que además de impedir la participación de los comunistas en las elecciones –por medio de su ilegalización- también fue el que aprobó el sufragio universal femenino (p. 44). La primera ocasión que se puso en práctica fue en las elecciones de 1953, donde según la autora se constituyeron en “actoras decisivas” de la instancia aunque dicho protagonismo ya había sido exhibido previamente desde años anteriores, donde jugaron “un papel determinante” (p. 46). Así, según destaca poco más adelante, la autora distingue en el año 1943 la consolidación de una “división fundamental” (p. 49) entre las mujeres costarricenses, un quiebre que subvierte la periodización clásica la Guerra Fría.

La marcada impronta anticomunista estuvo presente en las campañas electorales de esos años, siendo ese el tema del tercer capítulo, a cargo de Manuel Gamboa Brenes, “Anticomunismo en las campañas electorales de 1953 y 1958”. Sin dejar de reseñar la historiografía previa, Gamboa muestra, a través de fuentes primarias y secundarias, la persistencia de un discurso de larga data por medio del cual existe una asociación de los comunistas con la violencia para legitimar “el uso de la violencia en contra de los propios comunistas” (p. 80). No se trató de un proceso lineal ya que, como otros investigadores han advertido, el anticomunismo de los años 30 y 40 giraba en torno a la “cuestión social”: debía enfrentársele “con mejoras en las condiciones de vida y laborales de las clases sociales más necesitadas” (p. 80).

En la siguiente década aquellas definiciones fueron alteradas por la “cultura” de la Guerra Fría internacional, que contribuyó a ponderar este último elemento: “el comunismo era una ideología ajena a la identidad política de Costa Rica” (pp. 81-83) y sus adeptos, entre otras adjetivaciones, eran segregados pues eran “servidores de Moscú” (p. 102). Tan así fue que en el contexto de las elecciones de 1953 se llegó a trazar un “paralelismo” entre la guerra contra el filibustero William Walker en 1856-1857 y la llevada adelante contra los “comunistas” en 1948, también considerados un “peligro extranjero” (p. 93). El anticomunismo posterior al 48 tuvo su base política en la nueva Constitución Política de 1949, en uno de cuyos artículos, más concretamente el 98, “se declaraba fuera de la ley a cualquier agrupación política considerada comunista”. Por un lado, ello obligó a los comunistas a buscar estrategias para sobrevivir. Por otra parte, el propio Estado estuvo sometido a relecturas permanentes de la carta constitucional con el “objetivo de cerrar posibles resquicios que permitieran a los comunistas participar”.

Más allá de lo afirmado, el primer momento analizado corresponde a la elecciones de 1953, cuando el autor identifica la “tendencia a izquierdizar a Figueres”, quien debió “defenderse de las afirmaciones de sus opositores, que lo comenzaron a tildar de comunista” (p. 87). Aunque dicha caracterización “no era nueva”, respondía a una utilización política de sus opositores en el marco de la huelga bananera que había estallado entre los trabajadores de las fincas el primero de junio de 1953 (pp. 86-87). La paralización de los trabajadores no era caprichosa y no se entiende en su amplitud si se la disocia del contexto internacional que lamentablemente no está presente en el capítulo: muy cerca, en la vecina Guatemala, comenzaba a avanzar la Reforma Agraria, cuyo éxito revolucionario desestabilizaba una región necesitada de impulsos similares que abordaran una cuestión central, limitando el poderío asombroso de la United Fruit Company.

Cinco años más tarde, los discursos y su radicalidad se repitieron, contribuyendo a “invisibilizar completamente” el aporte que los comunistas costarricenses habían dado para las conquistas sociales alcanzadas durante los tempranos años 40 (p. 100). Y, como subraya el autor, “todo esto ocurrió así porque básicamente a los candidatos les funcionaba electoralmente mantener al mayor porcentaje de la población con miedo a los comunistas” (p. 102).

Los temores y miedos paralizantes también se encuentran presentes en el siguiente capítulo, a cargo de Alexia Ugalde, “Los discursos del miedo durante la invasión de 1955”. Ellos son divididos en cuatro categorías, teniendo a la prensa como el principal “aliado” en la expansión de los mismos (pp. 114-115): “la amenaza del comunismo, el peligro de la dictadura, la intervención de Estados Unidos y la posibilidad de una nueva guerra civil” (p. 107).

En enero de 1955 y en un ambiente de crecientes tensiones en la región tras el dramático final del gobierno de Arbenz, el dictador nicaragüense Anastasio Somoza García se decidió a invadir la vecina Costa Rica. Echó mano a un pretexto: vengar el asesinato de su amigo José Remón Cantera, presidente de Panamá, ocurrido el día 6 (García-Vallarino, 2016). En privado, hoy se sabe que se trataba de un impulso cuyas raíces databan de mucho antes y se relacionaban a las viejas disputas con los legionarios del Caribe, apoyados por el costarricense Figueres y en su momento los guatemaltecos Arévalo y Arbenz (Ameringer, 2015 [1996]). Pero Somoza fue ingenuo y calculó mal: Estados Unidos –pese a que existía un compromiso entre ambos en el marco de la operación PBSUCCESS- no lo acompañaría en la aventura pues no consideraba a Figueres comunista ni tampoco un peligro para la seguridad nacional. Sin el apoyo estadounidense, la aventura de Somoza culminó con una investigación de la OEA en el marco de la cual el presidente de Costa Rica pudo obtener un alto al fuego y, más tarde, salvar su cargo. Es sabido que a lo largo de la historia los estados centroamericanos y caribeños han abusado de la política de exiliar opositores, necesitando entonces cuidar celosamente las fronteras para así evitar la también común práctica de intervenir y provocar revoluciones desde los estados vecinos. En ese contexto y tal como se revela en el trabajo de Alexia Ugalde, se dieron algunas paradojas, entre ellas las de que todos sus protagonistas se declaraban abiertamente anticomunistas.
Por un lado, los invasores acusaban al presidente Figueres de ser comunista y de haber apoyado a la Guatemala de Arbenz. Los invasores mientras tanto, trazaban un paralelismo entre la situación vivida por Guatemala y la de Costa Rica para de esa manera obtener legitimidad en el marco de la Guerra Fría y, sobre todo, el apoyo de Estados Unidos. Figueres contaba con ventaja y empleó con inteligencia su probado anticomunismo para neutralizar a sus enemigos (pp. 109-112). Para finalizar, relevante en el texto son algunas fuentes que provienen del Archivo Nacional de Costa Rica (p. 128), así como una breve pero motivadora mención a la incidencia emocional de la Guerra Fría en la gente común o sectores subalternos, manejándose como fuente un informe de ingreso al Hospital Psiquiátrico (p. 133). Se entiende que este tipo de fuentes puedan constituir algo relevante al colocar en primera plana protagonistas escasamente visibles en las historiografías tradicionales.

Los siguientes dos capítulos atañen a la cuestión cubana y su gravitación en Costa Rica, algo en lo cual aún existe escasa investigación profesional (p. 152).

El primero de ellos y quinto del libro, a cargo del historiador Marcelo Nigro Herrero -“El Movimiento Costa Rica Libre y la Revolución cubana”-, se inserta dentro del campo de la historia de las derechas latinoamericanas en la Guerra Fría, que ha dado lugar a una amplia literatura con la cual lamentablemente no dialoga. Las fuentes principales del trabajo de Nigro son, nuevamente, la prensa aunque también resultan importantes algunos documentos de la organización a la que se estudia, lamentándose no saber de dónde provienen los mismos. Se desconoce la fecha exacta de fundación del Movimiento Costa Rica Libre (MCRL) pero a partir de sus estatutos se advierte que es claramente reactiva al desafío político que supuso la Revolución Cubana, pues el primero de ellos data de noviembre de 1961 (p. 157). A propósito del mismo, sumamente ilustrativo ha sido colocar en el debate el lugar nada menor ni ajeno ocupado por Costa Rica dentro del ámbito centroamericano durante la presidencia de Francisco Orlich (1962-1966), bajo cuyo mandato se creó el MCRL. No solamente eso, Orlich apoyó entusiastamente la creación del Consejo de Defensa Centroamericano (CONDECA), aprobando que el territorio de su país fuera empleado como parte de los “campos de entrenamiento de cubanos anticastristas bajo la tutela del MCRL” (p 154). Como bien subraya su autor, el apoyo de Orlich al MCRL era parte de sus compromisos tendientes a evitar la expansión de la Revolución Cubana en Centroamérica. Lo relevante es que la creación de ese grupo civil incluía la labor de “respaldar a la fuerza pública en caso de que apareciera un foco guerrillero” en el país (p. 158). Es que el movimiento mantenía dos agendas: una pública, abierta, publicitada desde la prensa y otra secreta o encubierta, cuyos ribetes no se conocen ampliamente pero sería deseable escudriñar en él durante futuras investigaciones mediando el acceso a archivos privados de sus integrantes y/o al rescate de la memoria oral de los mismos.

En cuanto a los objetivos públicos, el trabajo muestra que el MCRL se nutría de la recuperación de los principios del “anticomunismo socialmente reformista” de los años 30. Sobre el segundo, parece confirmarse la existencia de un acuerdo de colaboración entre el MCRL y la fuerza pública ante la eventualidad del surgimiento de un foco subversivo en el país (pp. 161-162). Es que desde sus inicios, la organización dispuso de “una estructura militar” que contó con la anuencia del propio presidente de la República quien impuso a los miembros “las insignias pertinentes en una ceremonia efectuado [sic] meses antes en la Escuela de Policía, acto que apenas trascendió” (p. 170). En caso de subversión, dispondrían de entrenamiento y armamento de la Guardia Civil. Lo anterior permite sostener, sin extremar la interpretación, que la organización nació, creció y se desarrolló con la aprobación de las más altas esferas de la política costarricense. De hecho, el 12 de noviembre de 1964 el propio presidente Orlich expresó que el MCRL no significaba una amenaza: “ellos se han preparado para luchar contra el comunismo y lo considero conveniente” (p. 174). Parte de esa preparación supuso la división de tareas y la estructuración de tres grupos que se entrenaron en diversos lugares del país en “prácticas de demolición”; “prácticas antiguerrilleras, utilizando un avión y ‘walkie talkies’; mientras que el tercero de ellos se perfeccionó en “tácticas de supervivencia y de orientación en la noche”. Poseían un Comité de Seguridad y dentro de él un Estado Mayor. Anticastristas cubanos invertían dinero en el grupo y se supo que disponían de una “pista de aterrizaje y de un avión en la finca La Guinea en Guanacaste” (p. 171).

Aclaradas sus metas, el autor describe algunas de las generalidades de quienes fueron sus integrantes: eran los sectores “más adinerados del país” lo cual significaba que el grupo “tenía suficientes recursos económicos para llevar a cabo sus funciones” (p. 160). La “mayoría de estas personas pertenecía a los grupos económicamente más poderosos del país” entre ellos Manuel Jiménez de la Guardia, “principal accionista del periódico La Nación” (p. 159). No cualquiera podía integrarse. Para ser miembro del MCRL se necesitaba tener “conducta honorable” y una “reconocida fe democrática”. Interesante es que los asociados no debían “mezclar sus actividades político-electorales con las actividades de la asociación”. Debían completar “formularios” los que pretendieran ingresar y el autor lamenta no haber podido conocer el “contenido” de dichos formularios especiales (p. 165). Entre las obligaciones que generaba su ingreso estaban las de mantener las cuotas al día, estar identificados con la “ideología democrática”; presentar una “activa colaboración a todo movimiento semejante al presente dirigido a combatir las teorías marxistas” pero también a “elevar el nivel de vida de los sectores sociales económicamente débiles”; procurar el “establecimiento de contactos con miembros de organizaciones del exterior” cuyos objetivos sean semejantes al MCRL (p. 167). Sería interesante a este respecto el estudio de la correspondencia de los integrantes para investigar las redes en las que los mismos buscaron insertarse como parte del entramado de las derechas latinoamericanas. Esta necesidad de “investigaciones futuras” no es desatendida por el autor, que consigna entre las labores a impulsar la de intentar dar cuenta de las donaciones que llegaron para financiar el MCRL así como sus propiedades (p. 169). Dos apuntes finales en cuanto al trabajo de Nigro Herrero. Uno, se repite acertadamente la necesidad de interpretar la Guerra Fría y la violencia política en marcos cronológicos más amplios a los clásicos (pp. 153-155). Dos, el texto permite vislumbrar un país que en el marco de la irrupción del desafío cubano, transitaba un alineamiento acrítico respecto a Estados Unidos en un proceder escasamente diferente al de sus vecinos centroamericanos.

El trabajo que se lee a continuación, “A los pies del águila: la visita de John F. Kennedy a Costa Rica en 1963” presenta singulares aspectos en común con el de Nigro y su autor es uno de los editores, David Díaz Arias. Especialmente con lo antes señalado al cerrar el comentario del escrito anterior, cuyo tenor se haya expresado en las declaraciones del presidente Orlich, quien desde Miami señaló que Costa Rica daría “apoyo moral contra toda acción internacional contra el régimen cubano de Castro, incluso una invasión” (pp. 194-195). Algo parecido haría poco después el embajador costarricense en Estados Unidos, Carlos Fazio Segredo (p. 196). La visita del presidente John F. Kennedy a Costa Rica entre el 18 y el 20 de marzo de 1963 daría lugar a lo que el autor –citando a Figueres- entiende se constituyó en un “discurso central de la Guerra Fría en Costa Rica”: “que Estados Unidos era un viejo amigo del país y que Costa Rica compartía con la potencia del norte un conjunto de luchas históricas que venían del pasado y se afirmaban en el presente” (p. 191). Una afirmación de este tenor tenía implicancias, pues el intervencionismo de Estados Unidos, muy especialmente en el istmo centroamericano y el espacio caribeño, seguía siendo nítido. Para sortear esos escollos, tanto Figueres como Kennedy acudieron a la historia. En el caso del estadounidense, su arribo al país coincidió con un nuevo aniversario de la batalla de Santa Rosa en el marco de la guerra contra William Walker y sus filibusteros. Apelando a la historia, JFK aprovechó la ocasión para vincular la efemérides con la lucha que debían emprender los costarricenses contra el imperialismo soviético y la “nueva amenaza” regional que suponía la Revolución Cubana (pp. 181-182). El “papel asignado al pasado para definir la actitud que debía tener Costa Rica en aquel contexto político global” no era novedoso: el mismo Figueres en 1956 había sostenido que Estados Unidos nada había tenido que ver en la guerra de 1856. Se trataba, en todo caso, de un “pasado lejano”: “siempre ha habido en los Estados Unidos grupos equivocados, que fomentaron en otro tiempo la expansión hacia nuestras tierras sureñas” (p. 190). Para ese entonces y una vez más, el discurso complaciente de Figueres se hallaba en sintonía con el del ex presidente guatemalteco Juan José Arévalo, cautivado en tiempos de la Alianza Para el Progreso con los universitarios estadounidenses. La carta de Figueres al influyente Arthur M. Schlesinger, que Díaz cita en su texto, es elocuente de lo que se afirma: “es muy malo que ustedes mis amigos, intelectuales estadounidenses, no sean mejor conocidos en las partes del mundo donde no se habla inglés. Ya estamos hartos de representantes como la Coca Cola y Mr. Dulles” (p. 192).

Pero más allá de las justificaciones y el protocolo, la visita y permanencia de Kennedy en San José de Costa Rica dio lugar, comprensiblemente, a un “despliegue de seguridad” inusual en el país con presencia de oficiales de EEUU, de cuidado de los espacios, control de rutas, identificación de probables sabotajes, etc. (p. 195). He trabajado para el caso uruguayo varias visitas internacionales y sus repercusiones fundamentalmente hacia el interior de los organismos de seguridad estatales por lo cual me resulta inevitable suponer la existencia de numerosa documentación costarricense respecto a este viaje y a otras presencias de funcionarios estadounidenses de alto rango en la región (Aparicio, García y Terra, capítulo 8).
Es altamente probable que en caso de hallarse, ella deje al descubierto la notable incidencia de los oficiales estadounidenses en los organismos de seguridad regionales, la circulación de información entre las agencias regionales y también las imposiciones imperiales. De hecho, como rescata Díaz citando un artículo del diario La República, en febrero de 1963, el Servicio de Inteligencia de Costa Rica estaba alertado de la posibilidad de atentados contra el visitante así como de la colaboración de comunistas locales con “camaradas panameños” junto a quienes pretendían “provocar desórdenes” (p. 197).

En cualquier caso, la presencia de Kennedy en el país, de acuerdo a la prolija investigación, culminó con un rotundo éxito. Primero, porque como señala Díaz Arias, Costa Rica quedó identificado como un baluarte anticomunista y “aliado” de Estados Unidos. Segundo, porque “la reunión de Costa Rica representaba la afirmación del frente anticomunista centroamericano y el cierre de filas de esta región al lado de los Estados Unidos”. (p. 198) Tercero, por la “actitud pro-estadounidense” de la prensa, que “imperó ampliamente”. La República, la sintetizó, como cita Díaz, en esta frase: “Nuestros pueblos, nuestros ideales y nuestros Gobiernos, están juntos” (pp. 200-201). En cuarto lugar, lo antes expuesto “mostró los límites del antiimperialismo en el país” (p. 193): Kennedy emitió su discurso principal en el campus universitario de la Universidad de Costa Rica (p. 208). Sin duda sería interesante y altamente ilustrativo profundizar con mayor énfasis en las discusiones acaecidas por la utilización del recinto universitario, algo que hubiera sido completamente improbable en el caso uruguayo, cuyos combativos estudiantes universitarios han sostenido con firmeza claras posiciones antiimperialistas a lo largo de su historia. ¿El Rector de la UCR y el presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios de Costa Rica respondieron las misivas que les llegaron desde tiendas comunistas? Acaso los archivos de la propia Universidad, de la federación estudiantil y la memoria oral hubiesen sido útiles para reconstruir esa trama. De todos modos, y siguiendo nuevamente a Díaz, algo estaba claro: el “imperio benevolente” se aproximó hacia al “patio trasero” para “salvarlo del peligro de un imperio agresor”. Y Costa Rica, nada indiferente ante las disputas y desafíos regionales de la hora, “se quedó a los pies del águila” (p. 211-212).

Tres semanas antes de la visita de Kennedy, muy cerca de Costa Rica, había asumido como presidente constitucional de la República Dominicana el escritor Juan Bosch. Su férrea oposición a la dictadura de Rafael Trujillo le había llevado –al igual a que a muchos otros miles que consiguieron escapar a la muerte- a vivir buena parte de su vida en el extranjero. Costa Rica y en particular Figueres, habían apoyado material y humanamente al dominicano, siempre bregando por la expansión de experiencias democráticas en una zona donde esa forma de gobierno constituía una excepción. Pero Figueres ya no estaba en el poder y Arévalo, que regresó en secreto para presentarse como candidato en las elecciones guatemaltecas de 1963 fue sorprendido por un violento golpe militar apoyado por Estados Unidos para evitar su comparecencia a un acto eleccionario en el que partía como claro favorito. El séptimo capítulo, de Alejandro Bonilla Castro -“Costa Rica y la intervención militar en República Dominicana (1963-1966)”- reconstruye la historia dolorosa de incomprensión costarricense hacia aquel efímero gobernante pero importante intelectual latinoamericano y, por sobre todo, hacia los destinos del país caribeño.
Otra vez las fuentes principales provienen de la revisión de la prensa escrita disponible y en particular, del análisis de los discursos de prensa relativos a la invasión de Estados Unidos en abril-mayo de 1965, aunque el autor expande el marco cronológico hasta julio del año 1966 (p. 218). Muy tempranamente, apenas asumido Bosch, el presidente Orlich le dedicó un juicio pesimista por la inclusión de los que él entendía como “algunos elementos de extrema izquierda” (p. 222). Meses más tarde, consumado el golpe de estado contra el presidente constitucional, el Diario de Costa Rica lo consideró legítimo y como el resultado de un natural “derecho a la rebelión” ante un gobierno “inepto” que “auspicia el crecimiento de partidos comunistas” (p. 225). Orlich, que en principio pareció apoyar a los constitucionalistas que bregaban por el restablecimiento del presidente Bosch, modificó rápidamente su postura justificando la misma ante el establecimiento de una eventual “segunda Cuba” en la región (p. 229). Para abril de 1965, las disputas entre los bandos en pugna parecían inclinar la balanza hacia la facción “constitucionalista” en detrimento de quienes defendían los intereses del viejo dictador Trujillo, asesinado el 30 de mayo de 1961. Fue allí cuando Estados Unidos decidió intervenir. Se trató, con fidelidad a los componentes estructurales de la ideología de su política exterior, de una “intervención humanitaria”, siempre guiada por la necesidad de proteger la seguridad nacional y sus nobles anhelos de expandir la democracia y la libertad. No había pruebas de la intervención cubana en Dominicana pero tampoco fueron necesarias escribe Piero Gleijeses, cuya obra –que curiosamente no aparece en la bibliografía del trabajo- sobre la invasión de 1965 es aún insuperable desde el punto de vista historiográfico (Gleijeses, 2012). Los 23000 marines estadounidenses desplegados en pocos días sin consultar a la OEA ni a los gobiernos de la región hicieron sonar las alarmas en América Latina: Estados Unidos pisoteaba nuevamente el principio de no intervención. La simultaneidad con el primero de mayo sirvió, al igual que en muchos otros países latinoamericanos, para que los movimientos sociales de trabajadores incluyeran entre sus reivindicaciones, el repudio y rechazo a la invasión de Estados Unidos al país caribeño (pp. 229-230). Fue un momento de quiebre, amenazante. Algo de ello se observó en el caso de la juventud del Partido Liberación Nacional, que se pronunció claramente contra la intervención. Días después, el Partido moderó a sus jóvenes con un pronunciamiento que sin criticar a su sector juvenil, atacaba a todos aquellos que defendían las dictaduras militares de derecha (p. 230). Otilio Ulate Blanco, del PUN y cercano en su momento al dictador Somoza, defendió públicamente la intervención de Estados Unidos, quien buscaba “salvar la libertad”. Por esa razón y siguiendo siempre el comunicado partidario, “negarles solidaridad en una de sus más duras horas de prueba, es indigno y es cobarde” (pp. 232-233). Similar al contexto de 1954 cuando los hechos de Guatemala, el MCRL interpretó que lo sucedido en República Dominicana podría suceder en Costa Rica si el país contaba con grupos armados “entrenados en Cuba” (p. 234). “Si no lo destruyes, te destruye. Por el bien de tus hijos, búscalo y vigílalo” decía el comunicado del movimiento de derecha, advirtiendo, una vez más, sobre la necesidad de delatar al enemigo rojo. Parte del llamado incluía la invitación a que los costarricenses se alistaran en la Fuerza Interamericana de Paz (FIP) y no FIAP como el autor escribe (pp. 235 y 237).
La FIP constituía, al decir enfático de los delegados uruguayos, una ilicitud jurídica (
García, 2016). Costa Rica votó su creación (p. 237). Pero Estados Unidos necesitaba barnizar su intervención unilateral, y para ello propuso en el marco interamericano su creación. La OEA, una vez más, escribía Gleijeses, se prostituía: Brasil estaría a cargo del ejército de ocupación y otros países –Colombia, Honduras- enviarían tropas a la República Dominicana. Entre ellos, y pese a que no poseía Ejército, estuvo Costa Rica quien desplegó 21 efectivos de la Guardia Civil como “fuerzas simbólicas” (pp. 237-238). Se trataba de un contrasentido importante: el país que otrora había apoyado a Bosch y a los demócratas del Caribe, ahora participaba de una acción militar de la que también formaban parte los dictadores de Nicaragua y Honduras, Somoza Debayle y Oswaldo López Arellano (pp. 242-243). Podía aducirse, y es plausible, que los tiempos de Figueres habían quedado atrás. Sin embargo, el ex presidente también defendió la intervención estadounidense, concibiéndola como “un ejemplo más del compromiso liberacionista de proteger los derechos humanos y de abogar por la acción colectiva de las Américas” (p. 244). No todos, por supuesto, aplaudieron. Oscar Vargas advirtió de los peligros que suponía aprobar la invasión de EEUU: “cualquiera puede ser víctima mañana de una invasión yanqui, usándose el pretexto de que existe un peligro comunista en el país” (pp. 235-236). Los comunistas costarricenses calificaron de “gran vergüenza” la participación de su país en la FIP, considerando que se trataba de una traición histórica que contrastaba fuertemente con la actitud asumida en 1856 ante la presencia de William Walker en Nicaragua (pp. 239-240). En un tono similar se expresaron las mujeres comunistas en una nota dirigida a las madres de los Guardia Civiles enviados a la República Dominicana, protestando por la medida. En paralelo y que sería interesante de profundizar, el autor da cuenta del interés manifestado por Virginia Herrera para enlistarse como voluntaria en la FIP, algo que constituye un tema digno de futuras investigaciones acerca del rol de la mujer conservadora costarricense, según parece a tono con las circulaciones regionales ya estudiadas para los casos de Brasil y Chile en 1964. De todos modos, y cerrando su capítulo, la “tendencia dominante” tanto en la prensa como en el gobierno y la sociedad civil “estuvo dominada por la consigna a apoyar en todo momento la intervención militar” en República Dominicana (p. 249).

Pero el tratamiento de la temática de la Guerra Fría en la región no permite pasar por alto otro de los episodios altamente relevantes como lo fue la victoria electoral del chileno Salvador Allende en su país. En ese sentido, el capítulo de Iván Molina, “Repercusiones costarricenses del golpe de Estado de 1973 en Chile”, viene a constituir un aporte más en torno a un tema amplísimamente debatido en la historiografía internacional desde el mismo momento en que el dramático desenlace tuvo lugar en septiembre de 1973.

Al igual que en la mayoría de los casos anteriores de este libro, la prensa escrita publicada en el país constituye una fuente prioritaria para dar cuenta de los rechazos y apoyos al golpe de estado chileno en tierras costarricenses. Estos hechos acontecían, además, en medio de una campaña electoral pues en febrero de 1974 habrían de celebrarse elecciones. La Nación, diario conservador, se mostró crítico del golpe aunque, como destaca Molina Jiménez, “construyó su narrativa de la experiencia chilena
con la intención clara de resaltar los atenuantes que justificaban la intervención de los militares” (p. 262). Además, aprovechó para criticar la política de creciente protagonismo del Estado impulsada por Allende como forma de advertirle a los dirigentes del Partido Liberación Nacional que procuraban triunfar en las elecciones y veían con simpatía el proceso chileno de nacionalización y reforma agraria (p. 268). La República mientras tanto, evitó una postura clara al “calificar” la intervención militar del Ejército chileno: “como un caso de conciencia…no es hora de analizar o evaluar la acción del ejército chileno”. De hecho, completaba, este no estaba en “entredicho” sino de lo que se dudaba era de la “capacidad misma del sistema democrático para resolver los problemas de nuestros países, así como para evitar el avance y predominio de los partidos comunistas” (pp. 263-264). El Eco Católico, también omitió referencias a los militares chilenos, siendo crítico para con aquellos que adoptaban la “violencia comunista” como un “camino”, “engañoso”, que llevaba a una “infame forma de esclavitud e imperialismo” (pp. 265-266). Cada vez más lejos de lejos de posiciones antiimperialistas, Figueres sostuvo que “en honor a la verdad, el ejército de Chile ha sido ejemplar, y en honor a la historia, es muy difícil dar pasos importantes hacia atrás hoy en día, menos en [el] orden social” (p. 271).

El MCRL aplaudió el golpe y en San José ocurrieron manifestaciones a favor y en contra del mismo. “Chile sí, comunismo no” coreaban algunos de los participantes que celebraron el episodio sangriento. Es “probable”, sostiene Molina Jiménez, que se tratase de integrantes del MCRL, quienes por medio del diario La Nación habían expresado haberse alegrado “profundamente” por el “derrocamiento del régimen marxista chileno”. “Chile en fin ya no será otra Cuba” y “confiamos en que nuestros compatriotas aprendan la lección en cabeza ajena”, señalando en este caso a modo de advertencia ante la próxima contienda electoral que sucedería en el país meses después. (pp. 276-277) Uno de los candidatos a la presidencia costarricense, González Martén, quien había residido en Estados Unidos “y tenía nacionalidad estadounidense”, basaba su campaña en el “nacionalismo y el anticomunismo”. Como el mismo González declaró, tras calificar al gobierno de la Unidad Popular como uno de los “regímenes oprobiosos”, “el desenlace chileno y el derrocamiento de Allende…deben servir de lección oportuna al pueblo costarricense” (pp. 277-278).

En materia de condenas, Gonzalo Solórzano, Ministro de la Presidencia, condenó claramente el golpe: “pareciera que el sistema democrático está de capa caída…es lamentable el golpe de Estado” (p. 271). La Asamblea Legislativa, el mismo 11 de septiembre aprobó una moción condenando el golpe en Chile, ejecutado por militares que son “los mismos que han bombardeado Indochina y también los mismos que amenazan con un golpe de estado en nuestro país” (p. 273). En una línea similar se expresaron la UCR, la Federación de Estudiantes Universitarios y la Asociación de Autores (pp. 272-273).

De todas formas, y salvo en los casos advertidos, el rechazo fue la principal y mayoritaria postura, destacando el autor que lo sucedido supuso un fortalecimiento de las posiciones de centroizquierda en el país, algo en lo cual influyó la llegada a Costa Rica de exiliados chilenos, sobre todo artistas e intelectuales. Hubiera sido un aporte complementario, aunque se sabe que excede el marco temporal de revisión de prensa anunciado al inicio, algún elemento comparativo para con el vecino Uruguay,
que había transitado un camino similar al chileno apenas en par de meses antes, desde fines de junio de 1973. ¿Cuál fue la postura editorial en este caso ante la violenta ruptura del orden constitucional en un país cuyas credenciales democráticas eran tan respetadas como las de Costa Rica en la región?

La colección de trabajos editados se cierra con un estimulante epílogo -“Un inmenso y generoso corazón”- donde se ensaya una síntesis interpretativa y se presenta lo que debe leerse como una agenda de investigación pendiente.

En cuanto al plano interpretativo, los editores advierten que mientras la contienda global se distendía, Costa Rica logró posicionarse “como un lugar fundamental para relanzar la influencia estadounidense en América Central”, logrando disminuir “los embates más furibundos y nefastos contra la democracia y los derechos humanos de que –influenciadas por el imperialismo- eran capaces las élites de la región”. Por esa razón, Díaz y Molina subrayan que si bien su país “vivió una Guerra Fría cercana a los Estados Unidos”, también fue “distante de las dictaduras que afloraron en América Latina después de 1950” (pp. 288-289).

Sobre el amplio “espacio para la investigación” que se reconoce, el epílogo destaca la guerra académica entre ambas grandes potencias; o la dimensión cultural y musical de la Guerra Fría, acudiendo a perspectivas que ayuden a descentrar la confrontación ubicándola más allá de las fronteras nacionales y sobre todo, más allá de Estados Unidos y la URSS. Para ello será esencial la investigación en archivos históricos de la región, la mayoría de los cuales no han podido ubicarse. Es lícito considerar, al menos por un momento, cuánto mayor habría sido el aporte si acaso los investigadores que participaron de este trabajo hubieran consultado archivos diplomáticos, universitarios, judiciales o acaso de la Guardia Civil costarricense.

Aunque la realidad centroamericana indica que no es sencillo, los académicos deben pensar formas colectivas que permitan, paulatinamente, solidificar un conjunto de demandas que derriben la extendida cultura de secreto aún imperante entre los Estados de la región. De conseguirse, me atrevo a sugerir que los hallazgos resultarán trascendentes para discutir, entre otras cuestiones, el extendido adjetivo de “repúblicas bananeras”.

Permítaseme, como cierre a este bienvenido y estimulante libro colectivo, intercalar una reflexión personal concerniente al campo de las relaciones internacionales, las cuales deben ser reevaluadas. Considero que este es un notable reto pendiente a ser profundizado en el futuro inmediato pues las experiencias de trabajo en repositorios regionales –fundamentalmente diplomáticos- resultan altamente ilustrativas y contribuyen en la dirección principal con la cual entiendo los historiadores de la región deben asumir su labor de desmantelamiento del tradicional y extendido prejuicio según el cual, los países centroamericanos “no tienen política exterior pero la padecen”. Aún en el caso de amplísimamente revisitada y colosal intervención de Estados Unidos en Guatemala en 1954, fueron los dictadores anticomunistas centroamericanos y caribeños quienes impusieron sus condiciones al norte imperial.

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