¿Populismos de izquierda?
El caso de América Latina

Loris Zanatta

Resumen

El populismo de América Latina se distingue comúnmente del populismo europeo: el primero es de izquierda, se dice, el segundo de derecha. Pero esa categorización no hace justicia a un fenómeno complejo. Con otras formas de populismo, el latinoamericano comparte el celo redentor y la utopía unanimista, en respuesta a la disgregación del orden político y de los vínculos sociales causada por la modernidad. Sin embargo el concepto de “pueblo” que el populismo elaboró difiere de un caso a otro dependiendo del tipo de pasado que evoca: mientras en los Estados Unidos el pueblo forma parte del orden constitucional y por lo tanto el populismo estadounidense se desarrolla dentro de la democracia liberal, el populismo latinoamericano evoca un grupo natural holístico, el pueblo como una comunidad orgánica subyacente a regímenes políticos intolerantes al ethos y a la estructura institucional de la democracia liberal. El populismo latinoamericano surge de una visión orgánica y cuasirreligiosa que hunde sus raíces en la cristiandad colonial y proclama el principio de la unanimidad política y de la fusión entre espacio político y espacio espiritual. Es inclusivo, pero puede volverse totalitario en nombre del pueblo. Puede tener una base popular e implementar políticas de distribución social, pero su característica sobresaliente es la ambición de transformar a su pueblo en todo el pueblo. Al negarse a ser parte de un orden plural, y al pretender encarnar al único pueblo legítimo, termina desempeñando todos los roles que en un sistema pluralista se comparten entre izquierda y derecha.

Palabras claves: democracia, catolicismo, América Latina, Europa.

Fecha de recepción: 7 de diciembre de 2017 Fecha de aceptación: 21 de agosto de 2018

Loris Zanatta Universidad de Bolonia, Italia. Profesor e investigador de Historia de América Latina, Facultad de Ciencias Políticas, sus líneas de investigación son: Historia política del siglo XX, Historia de la Iglesia y catolicismo latinoamericano.

Contacto: loris.zanatta@unibo.it

Left-wing populism? The case of
Latin America

Abstract

Latin American is commonly distinguished from European populism, the former being left-wing, the latter right. But such categorization fails to do justice to a complex phenomenon. With other forms of populism, the Latin American brand shares redemptive zeal and dreams of a unanimous utopia – it response to the disruption of political order and social ties. But the concept of ‘people’ that populism set out to regenerate differs from case to case and the kind of past it evokes: while people, for the United States, must entail a constitutional charter so that US populism develops within the bounds of liberal democracy, Latin American populism conjures up a holistic natural group, the people as an organic community underlying political regimes that are against the ethos and institutional structure of liberal democracy. Springing from an age-old organic and quasi-religious vision, Latin American populism proclaims the principle of unanimity. It is inclusive, but may turn totalitarian in the people’s name. It may have a popular basis and implement policies of social distributism, but its outstanding feature is the ambition to transform its people into the whole people. In refusing to be part of a plural group, and in claiming to embody the only legitimate people, it thus ends up having to play all the roles that are shared out among left- and right-wing parties in a pluralist system.

Keywords: populism, Latin America, catholicism, United States, liberalism.

Todo el mundo lo está diciendo: el populismo es una palabra inútil. No explica, no dice, no clarifica. Peor: confunde, ofende, apesta. Sin embargo tendremos que resignarnos, porque de populismo se hablará todavía durante mucho tiempo. Por dos buenas razones. La primera es que todo esto, mutatis mutandis, ya ha ocurrido. Ya en los años 60 y 70 del siglo pasado esta palabra llegó a gozar de amplia difusión; y ya entonces muchos la encontraron confusa, genérica, y propusieron eliminarla. Y así fue durante un tiempo: en los años 80 de populismo se hablaba poco o nada, tanto en los medios como en las ciencias sociales. Pero luego volvió a ponerse de moda y desde entonces cada vez más: en Europa y en el mundo, entre académicos y ciudadanos, entre entendidos y en las tertulias. ¿Por qué? Aquí está la segunda y más poderosa razón: porque el populismo es hecho así; cuanto más lo hundes, más vuelve a flotar; cuanto más maldices la palabra, más reaparecen curiosos fenómenos históricos por definir, para los cuales no se encuentra mejor palabra. Más vale, entonces, tomarla en serio y reflexionar sobre ella.

América Latina es un buen laboratorio para ello. ¿No suele ser considerada el paraíso de los populismos, el continente donde estos, más que en cualquier otro lugar, han encontrado terreno fértil para nacer, madurar, reproducirse? Se puede objetar estas preguntas, quizás, señalando que no todos los países latinoamericanos han sido permeados por el populismo; y que lo que se aplica a los populismos en América Latina tiene en parte valor también para aquellos de Europa Latina, igualmente reconducibles a una civilización forjada por el legado católico. Precisamente este legado cultural común induce a menudo a distinguir el populismo latino del populismo anglosajón. Algunos, por ejemplo el Papa Francisco, utilizan el término en referencia al segundo, al que atribuyen un mezquino individualismo xenófobo, pero nunca para referirse al primero, como si fuera un animal de una especie totalmente diferente: popular, no populista. Por estas razones, los populismos latinos se definen a menudo como populismos de izquierda y progresistas, diferentes y opuestos a los de derecha y reaccionarios de un Donald Trump o de Europa del Norte. Una distinción similar se encuentra a veces entre las diferentes tradiciones populistas del mismo país (Formisano, 2016).

Este texto intentará desatar esos nudos. Lo hará ofreciendo una concepción minimalista del populismo; fijando su alcance y límites en términos históricos y conceptuales, identificando el núcleo ideal que une a populismos de diversas especies, casi para crear un vago tipo ideal. Al hacerlo, ilustrará cómo este núcleo común de los diferentes populismos suele declinarse en la historia latinoamericana y por qué se reproduce regularmente en la mayoría de los países; cuáles son sus características y cuáles sus consecuencias. Todo esto con referencia constante a la evidencia histórica, para evitar abstracciones estériles. De paso, trataré de explicar por qué las categorías de izquierda y derecha resultan inapropiadas, o al menos insuficientes para entender el populismo, al punto que responden con frecuencia a las preferencias ideales de los diferentes autores, deseosos de distinguir entre un populismo “bueno” y un populismo “malo”.

De hecho, el populismo reduce drásticamente el alcance analítico de estas categorías, porque induce a pensar la modernidad política en otros términos: como una crónica tensión dialéctica entre imaginarios, ideologías, sensibilidades antiguas y penetrantes, que cambian de nombres dependiendo de la época y se hibridizan entre sí, pero fundamentalmente relacionados con los ríos cársticos que corren debajo de nuestra historia; el río del comunitarismo que evoca un antiguo imaginario orgánico; el río individualista que tiene raíces remotas pero solo se hincha a partir de la Ilustración. Esta tensión no es entre derecha e izquierda; más bien las atraviesa a ambas. Alude a alfabetos y geografías más profundas de nuestras construcciones sociales y políticas. Los polos de esta tensión son, usando los términos que les damos en nuestros tiempos, el populista por un lado y el liberal por el otro.

Una idea de populismo

Dado los problemas que crea, a la palabra populismo es mejor pedirle lo menos posible; y puesto que no podemos esquivarla será bueno evitar definiciones taxativas. Mejor ser vagos y darle un poder evocador: será menos preciso, pero más profundo. En este sentido, se puede decir que el núcleo más íntimo del populismo es una nostalgia unanimista. Tal es el sueño que alimenta el imaginario populista: regenerar una unidad primordial, una armonía natural, una identidad compartida, una comunidad perdida. En esto consiste el pueblo del populismo; y en esto hay que buscar su esencia: en su idea de pueblo. ¿Por qué, si no, lo llamamos populismo?

La ambición de regenerar la unanimidad perdida es, por lo tanto, el sueño prohibido del populismo. Un sueño poderoso. El verbo regenerar es, de hecho, rico en implicaciones: expresa el espíritu redentor que anima al populismo, fenómeno que no evoca horizontes evolutivos o reformistas, sino invoca la revolución, incluso cuando actúa dentro de contextos democráticos. Y la revolución, si se le hace caso, es el término secular para aludir a la redención, a la catarsis: la regeneración, precisamente. No es una coincidencia que casi todos hayan observado la matriz religiosa de los populismos de todos los lugares y épocas (Hermet, 2001): el aflato redentor, el sueño del renacimiento colectivo, de purificación social del pecado, indican que el populismo es el heredero, en el mundo secular, de un antiguo imaginario de tipo religioso; un imaginario que en el orden social no ve en el ámbito de la política un pacto racional sujeto a constantes negociaciones y compromisos, sino el reflejo de un orden natural que la precede y la elude. Tanto es así, que la lucha del populismo contra los que identifica como enemigos de ese orden es más ética que política y destila odio moral. La del populismo contra sus enemigos es más una guerra moral contra los pecadores que una fisiológica dialéctica política con adversarios de diferentes ideas o intereses; y su pueblo no es un pueblo entre otros pueblos: es el pueblo elegido en su camino a la salvación, huyendo de la corrupción y el mal.

A través de su guerra moral, el populismo pretende recrear la unanimidad, el paraíso terrenal, el estado de naturaleza en el que el pueblo viviría feliz si solo sus virtudes intrínsecas no hubieran sido desfiguradas por el pecado, entendido como división, disenso, herejía. Los conflictos, la pluralidad y la multiplicidad son, en esa visión salvífica, patologías que atacan al organismo sano que el populismo llama pueblo. Pero ¿la unanimidad de qué? De lo que el populismo identifica como fundamento espiritual unívoco de la comunidad política, de lo que llama, no casualmente, la identidad del pueblo. Un tiempo era la unanimidad de la fe; hoy en día es la unanimidad identitaria e ideológica, impuesta como religión política donde el populismo elimina al enemigo, logra imponer una ideología del estado y al estado lo transforma en una entidad ética que educa al pueblo en su catecismo. Esta identidad unánime del pueblo puede adoptar muchas formas: étnica o confesional, social o nacional; puede encarnarse en un territorio, una clase, incluso una virtud: honestidad, justicia, misericordia. Lo importante es que el pueblo posea el monopolio de la fuente de la identidad; que esa fuente no sea plural ni objetable. Tal monopolio de la identidad se eleva así a una cresta insuperable entre el pueblo legítimo y el anti-pueblo. En todo esto, el populismo no reside en el contenido de tal esquema maniqueo, sino en el esquema mismo. Alguien podrá celebrar que este pueblo elegido sea el proletariado y no la raza aria, que el valor que reivindica sea la justicia social y no la pureza étnica; o viceversa, quién sabe. Pero el principio unanimista que eleva una parte del pueblo a todo el pueblo, a un solo pueblo, es en un caso como en el otro el rasgo distintivo del populismo (Gentile, 2001; Griffin, 2008).

El populismo no tendría razón de existir, si no creyese perdida la unanimidad que extraña y a la que aspira; y que si esto sucede, alguien tendrá la culpa. O más bien: categorías enteras de individuos, sobre las cuales recae el pecado original de haber desmembrado la unanimidad del pueblo, contaminado su cultura, socavado su identidad. Categorías, ya que el enemigo del populismo, como el pueblo del populismo, es para los populistas un grupo. Sus enemigos pueden ser extranjeros o herejes, inmigrantes o banqueros, burgueses o corruptos, judíos o gays: depende. Nunca son individuos específicos, sino cuerpos sociales. Pero si es así, entonces será necesario remontar las paredes de la historia en busca de la fuente de lo que el populismo combate. Nos encontraremos así con la tradición histórica que erosionó las certezas de que el populismo es nostálgico: el nacimiento del individuo moderno; las revoluciones científicas que rompieron el aura sagrada del mundo; la racionalidad de la Ilustración. Se puede ir más allá: el enemigo eterno del populismo es cualquier visión desencantada del mundo; el desencanto que ve la vida social como un ejercicio pragmático e imperfecto, apartado de utopías redentoras, en la creencia de que la obsesión por la unanimidad desate el fanatismo fratricida. (Elias, 1991; Ozouf, 1989; Historia y Cambio, 1974; Kamen, 2013, p. 150).

El populismo es un fenómeno de gran potencia, muy popular y recurrente en el tiempo. ¿Por qué? El hecho es que la nostalgia unanimista de los populismos se nutre de la percepción generalizada de un proceso de desintegración en curso (Mény y Surel, 2002); detrás de cada ola populista hay una crisis, real o percibida, de desintegración de comunidades basadas en estrechos vínculos culturales, sociales, políticos, religiosos, étnicos, y así sucesivamente; crisis causada por cambios inducidos por múltiples factores: relaciones comerciales, flujos migratorios, tecnologías comunicativas,
ideologías políticas, nuevas modas e infinitos otros. Dado que los procesos de descomposición y recomposición son características crónicas de la modernidad, no es extraño que el populismo sea un ingrediente de nuestra vida cotidiana, ni que quedará como tal por mucho tiempo. En contra de la fragmentación, en efecto, el populismo ofrece un bálsamo milagroso: la protección de la comunidad en peligro, la regeneración de la identidad perdida, la cohesión idealizada de los viejos tiempos. Se puede argumentar que perderá su guerra contra la desintegración, que su ansiedad unanimista no ofrece respuestas adecuadas a los cambios. Y es cierto: no serán los muros para detener las migraciones, el proteccionismo la globalización, la autarquía los comercios, el ludismo, las innovaciones tecnológicas, la censura, la circulación de ideas, los líderes religiosos, el escepticismo. Pero lo que hace que el populismo sea tan poderoso y popular está más en la promesa de bienes raros y preciosos, que en la capacidad de mantenerla; es que promete bienes que una visión desencantada del mundo, por pudor, evita evocar: significado, pertenencia, salvación: redención.

Todo esto bastaría para explicar el eterno retorno del populismo. Pero eso no es todo. No solo, de hecho, el populismo ofrece un relato histórico a primera vista coherente, capaz de conectar un pasado radiante en el que el pueblo estaba unido y feliz, un presente pesado de decadencia y desintegración, un futuro color de rosa y redención: también lo ameniza con una verdadera épica; y lo hace simplificando en sumo grado la realidad. ¿Cómo? A través del esquema maniqueo que interpreta al mundo como una eterna lucha entre el bien y el mal que se libra entre nosotros y ellos. El populismo no analiza el mundo animado con la intención de hacer cambios, mejoras y reformas; lo importante es juzgarlo: redimirlo o condenarlo. ¿Qué otra épica puede competir con la suya? ¿Qué otro enfoque puede calentar tanto los corazones y movilizar las pasiones? En este plan, el populismo no tiene rivales. Empapado del imaginario religioso del que es el heredero secularizado, su fuerza prodigiosa es la misma que durante siglos ha alimentado las grandes religiones. A quién mire el mundo con actitud escéptica y reformista, no queda otra arma que aquella, laboriosa y poco gratificante, de desmontar certezas, enfriar ardores, revelar engaños, desinflar pechos; de devolverle la ciudadanía al individuo, a la razón, a la complejidad.

El populismo latino y el populismo anglosajón

Tal es el imaginario en torno al cual se articula lo que, faltando alternativa mejor, llamamos populismo. Sería erróneo, sin embargo, deducir que, al final, los populismos son todos iguales. Como se mencionó anteriormente, no se debe pedir demasiado a esta palabra. Se la debe tomar como un tipo ideal, un denominador común entre fenómenos con rasgos diferentes. Si, por otra parte, el populismo evoca
una unanimidad perdida, en nombre de la cual arremete contra aquellos a quienes achaca su desintegración, lo que lo caracteriza y distingue será la naturaleza de su pasado imaginado, de su comunidad perdida. De esto dependerá tanto lo que el populismo combate como la dirección de su aflato redentor: justicia social, soberanía nacional, honestidad, etc. Por lo tanto, aunque el populismo sea un fenómeno moderno que reivindica la soberanía del pueblo, el tipo de modernidad que persigue aspira a redimir, en una especie de path dependency, los rasgos fundamentales del pasado imaginado que invoca; pasado diferente de un caso a otro, de civilización a civilización.

Un ejemplo ayudará a entenderlo: ejemplo de qué es lo que unifica y diferencia al populismo latino y al populismo norteamericano. El zócalo duro es el mismo: al igual que el latino, el populismo en Estados Unidos suele invocar a un pueblo puro y virtuoso que busca la redención frente a una elite y otros elementos perturbadores acusados de haberle sustraído la soberanía y corrompido la identidad. Hasta aquí no hay diferencia sustancial entre los dos tipos de populismo, entre los pequeños campesinos del People’s Party y los descamisados peronistas, entre los votantes proletarios de Donald Trump y la plebe que ovacionó a Hugo Chávez: en tales casos, aunque tan diferentes entre sí, estamos frente a fenómenos redentores y maniqueos, poderosos y eficaces en movilizar a un pueblo ansioso de redención. El impulso religioso los impregna a todos.

Estos populismos, sin embargo, declinaron en formas muy diferentes el espíritu redentor que los animaba: el populismo latino creó regímenes populistas opuestos a los fundamentos políticos, institucionales y filosóficos del liberalismo; el populismo en los Estados Unidos nunca ha prefigurado un orden político alternativo al del constitucionalismo liberal, que ha sido lo suficientemente fuerte y flexible como para metabolizar o acoger sus desafíos (Taggart, 2000). Fue así para el populismo de finales del siglo XIX y se puede suponer que será lo mismo para el actual. Siempre, hasta ahora, el sistema constitucional acabó absorbiéndolo y regenerándose, en muchos casos incorporando sus instancias (Postel, 2000).

El populismo de Trump parece ser muy radical y puede estar seguro de que la regeneración que anuncia producirá grandes efectos en los Estados Unidos. Sin embargo, no está claro en su horizonte el deseo, por no hablar de la capacidad, para revertir el orden político e institucional del país, hasta el punto de provocar un cambio de régimen que, en lugar de aspirar América populistas. E incluso si ese deseo estaba allí, es probable que la densa red institucional, política y civil de los Estados Unidos inscritos en la tradición constitucional del país como en el pasado que absorbería la subversivo: el pueblo de los EE.UU. populistas no puede ser separada de la de las personas constitucionalismo liberal es orígenes de la nación, no evoca una comunidad natural, la identidad primitiva que el pacto político consagrado en la Constitución. Ese no es el populismo latinoamericano, donde la gente se entiende como una comunidad orgánica, un cuerpo natural independiente del pacto político. Es de esta forma impresionante que la palabra española pueblo es singular y alude a una entidad única, a diferencia de la palabra pueblo inglés, notoriamente plural.

Es bastante lógico que, aunque compartan una premisa redentora común, los populismos al norte y al sur del Río Grande asuman formas tan diferentes, considerando que muy diferentes son los pasados que evocan: los del colonialismo británico y del colonialismo hispano, con la noción de pueblo que su respectivo legado deja en dote.
En resumen, dado que el pueblo idealizado al que se refieren es muy diverso en los dos casos, muy diverso es también el tipo de populismo que desarrollan. De ahí los malentendidos en que caen a menudo los estudiosos norteamericanos cuando se miden con los populismos latinos: asumiendo que el populismo se desarrolla dentro del horizonte liberal-democrático, lo sitúan en la abscisa ideológica que lo caracteriza; los populismos de base social más popular se colocarán así a la izquierda, los otros a la derecha (Abromeit et al, 2016). Se les escapa que los populismos latinos se abrevan en un pasado holístico impermeable a tales nociones; que donde el pueblo es Uno, no son contempladas una Derecha y una Izquierda que, al definirse así, se legitiman entre ellas, sino que se impone la oposición frontal entre quién pretende encarnar el Pueblo y el resto, el Anti-pueblo.

El enamoramiento de tantos estudiosos norteamericanos y europeos con fenómenos como el chavismo o el castrismo, suele reproducir este malentendido: son de izquierda, ergo progresistas. En realidad, dado que el populismo latino ambiciona encarnar el único pueblo legítimo, incorpora en su interior lo que en un sistema pluralista se ordenaría desde la derecha a la izquierda. De ahí el desconcierto causado por el peronismo, tótem de neofascistas y cuna de marxistas, fascismo de izquierda para los estudiosos y comunismo de derecha para el jesuita que confesaba a Eva Perón; o por el fascismo italiano, reaccionario y revolucionario, nacional y social, antesala de muchas militancias comunistas sucesivas. Y esto por no decir del castrismo, el régimen en el que más el estado ético regeneró la unanimidad del pueblo purgándolo de toda contaminación; régimen que revela una fuerte afinidad con las antiguas reducciones jesuíticas, comunidades holísticas de bases morales y sociales. La inspiración organicista de Fidel Castro no deja lugar a dudas: “No importa cuán diferentes seamos cada uno de nosotros, pero entre todos nosotros hacemos uno” (Castro, 17.11.2005); una idea que le hubiera gustado a Francisco Franco y a la “democracia orgánica” impuesta por él en defensa del pueblo católico de la España eterna del comunismo y del laicismo; y a Antonio Salazar, tan orgulloso de haber protegido a su pueblo del mal y del pecado, que respondiendo a un periodista que le preguntó si no lamentaba haber mantenido Portugal lejos de la modernidad y el liberalismo, contestó: ¿y la parece poco? La historia, entonces, es más útil que las categorías de derecha e izquierda para comprender los diferentes tipos de populismo (Payne, 1980; Zanatta, 2013; Parlato, 2008).

Populismo popular

Lo que induce a muchos estudiosos y comentaristas a colocar el populismo latinoamericano a la izquierda y, por tanto, a distinguirlo del populismo de derecha europeo, es una consideración sociológica obvia: ese populismo expresa la redención de las masas plebeyas o proletarias, las moviliza y dignifica. Juan Perón lideraba a los trabajadores, Fidel Castro a las masas rurales, Hugo Chávez a los desheredados, Evo Morales a la población indígena marginada. Muchos niegan por eso que sea lícito llamarlos populismos: son movimientos populares; a lo más, populismos de izquierda.
Pero no está descontado que la perspectiva clasista sea la más apropiada para comprender la esencia de tales fenómenos. Su composición social es importante, pero no decisiva: puede cambiar dependiendo de los contextos; pero el núcleo ideal del populismo, su naturaleza redentora en presencia de una crisis de desintegración, no está asociada con ninguna estructura de clases en particular. Tal vez la base social de un populismo puede agradar más o menos a la de otros populismos, pero esto depende de la perspectiva del observador, no del fenómeno en sí. No es casualidad que precisamente en este plan se observe la más clara distinción entre la primera ola de estudios sobre el populismo, producida principalmente por sociólogos de la escuela estructuralista y marxista, y la última ola, en gran parte debida a politólogos e historiadores: si la primera buscaba la llave de los populismos en la estructura social, la segunda es más atraída por lo que el populismo tiene de recurrente en el nivel ideal, más allá de los lugares, de las épocas y de las condiciones sociales (De la Torre y Arnson, 2013).

Diversas razones desaconsejan situar a los populismos a la derecha o a la izquierda evocando a sus bases sociales. La primera se refiere justamente a su popularidad: el pueblo del populismo es a menudo la mayoría en el seno de una comunidad política dada y esto les da un rasgo popular innegable. Populismo y popularidad no se excluyen mutuamente; pero ni siquiera coinciden. No es la mayor o menor popularidad de colocarlos a la derecha o a la izquierda: los populismos fascistas no gozaron de menor popularidad que los populismos latinoamericanos; lo mismo ocurre, dentro de los sistemas democráticos, con los populismos anglosajones: el éxito de Brexit y de Donald Trump expresa una voluntad mayoritaria; ambos han ganado recibiendo también votos populares. Además la popularidad de los populismos es como cualquier popularidad sujeta a fluctuaciones: sube y baja, se desborda y luego tiene resacas, pero no por eso dejan de ser populismos. Un ejemplo valdrá más que mil palabras: cuando en el año 2015 Nicolás Maduro, heredero de Hugo Chávez, olió que las inminentes elecciones parlamentarias le impartirían una severa lección, se adelantó a los hechos; en todo caso dijo que “no entregaría la revolución”, sino que gobernaría “con el pueblo”, basado en una “unión de civiles y militares”. De esas elecciones salió, en efecto, con solo el 30% de los votos, pero sus palabras, con las cuales cumplió, indicaban que el chavismo no pensaba confiar su legitimidad al consenso del pueblo de la Constitución, o sea al electorado; más bien pensaba que su pueblo, aunque ahora fuera minoría, debía entenderse como el único pueblo, por ser el depositario de la identidad nacional y como tal era la encarnación de una intrínseca superioridad moral. Puesto que su pueblo tiene el monopolio de la virtud, la derrota electoral no es un evento fisiológico de la democracia, sino una traición, una patología.

Podríamos escoger ejemplos más extremos: ¿de qué pueblo hablaban los guerrilleros latinoamericanos en la década de 1960 cuando luchaban en su nombre, a pesar de tener un séquito muy limitado? ¿Y las Brigadas Rojas italianas, cuando decían que Renato Moro estaba detenido en las “cárceles del pueblo”? El pueblo al que aludían no estaba identificado con ninguna clase social: ese pueblo simplemente no existía o a lo sumo estaba formado por reducidas minorías. Esto no impide que para ellas fuera el único pueblo admitido, el pueblo en cuyo nombre creían tener derecho a matar a aquellos que de acuerdo con su visión estaban traicionando su identidad y sus derechos. Es en ese concepto esencializado, en esa nostalgia unanimista, en esta idea mítica del pueblo que reside el núcleo ideal del populismo latino; no en la composición social, que puede cambiar sin hacer mella en ese núcleo: y esta es una segunda buena razón para no identificar en las bases sociales lo que caracteriza a un movimiento populista (Zanatta, 2016).

Los ejemplos abundan: el peronismo, por ejemplo, ha tenido siempre bases sociales variables; en las zonas urbanas e industriales contó con una gran base obrera, pero en las provincias más atrasadas heredó las redes clientelares tradicionales. Con el tiempo, la estructura social argentina cambió y la peronista también: el peronismo revolucionario de los años 60 y 70 atrajo masas de jóvenes instruidos de clase media, es decir, los hijos de la clase social que más había odiado al peronismo; en los años 90, Carlos Menem transbordó al peronismo en la ribera neoliberal, el polo opuesto del punto del que había nacido: esto cambió en parte su clientela política y base social; hasta cuando, al comienzo del siglo XXI los cónyuges Kirchner pretendieron devolverlo a los orígenes, pero ya en un país donde quedaba muy poco de la antigua Argentina obrera, por lo que su peronismo, huérfano de vínculos sociales sólidos, se convirtió en una máquina para administrar la miseria de los sectores marginales por medio de las prebendas públicas (Colanzingari y Palermo, 2016). ¿Por qué este excursus? Porque mientras cambiaban las bases sociales, no cambiaba el aflato redentor e identitario peronista, su seguridad de representar el único pueblo que en el país se identificaba con la cultura y la identidad nacional. Es en este núcleo unanimista que se encuentra la esencia de los populismos latinos.

Lo demuestra toda la historia del populismo latino, que siempre ha aspirado a transformar a su pueblo en la totalidad del pueblo, tanto que se organizó con el fin de cooptar, neutralizar o expulsar a todo aquello que obstruyera ese objetivo. Esto se aplica no solo a la comunidad organizada peronista, concebida como una sociedad de cuerpos unidos por la misma doctrina y por la armonía impuesta entre ellos por el Estado: esto vale también para el varguismo brasileño, que, queriendo encarnar al pueblo en su conjunto y a la esencia de la nacionalidad, impuso primero una dictadura corporativa sin partidos y luego, cuando tuvo que competir, pensó crear dos partidos, con el fin de representar tanto a las nuevas clases trabajadoras urbanas como a las élites tradicionales de las zonas rurales; y lo mismo es aún más cierto para México, donde el orden fundado por Lázaro Cárdenas en los años 30 y que duró setenta años, se articuló alrededor del dominio de un partido que al apropiarse de la tradición revolucionaria de 1910 exhibía el implícito monopolio de la legitimidad política; un partido concebido para incluir en su seno, reunidas en corporaciones, a todas las clases sociales. Pero esto también se aplica a la Cuba castrista, cuyo orden político gira en torno al monopolio de un partido único y de una sociedad estructurada en una densa red de corporaciones, las organizaciones de masas a las que todos los cubanos deben adherirse para no caer afuera de la comunidad, consecuencia que, donde el estado controla cada recurso, implica un ostracismo letal.
Existen muchos ejemplos similares que demuestran que la base social es un elemento secundario de la fisonomía populista, cuya característica esencial es la nostalgia o utopía unanimista.

Pero más allá de la base social, se puede objetar colocar el populismo latinoamericano a la izquierda, donde lo más importante al respecto es su política, su impulso hacia la inclusión social y el igualitarismo, la primacía que reconoce a lo público sobre lo privado, a la distribución sobre la acumulación. Expresada de esa manera, la objeción parece correcta, y lo que llamamos populismo no sería más que una socialdemocracia un poco áspera; sin embargo, la objeción es también objetable. Es cierto que esas son las intenciones declaradas de los populismos latinos. No obstante, al enfatizar este aspecto se oscurece otro, mucho más importante para entender su ideología y su lógica política: las socialdemocracias aspiran a proteger a las clases populares compitiendo con otros partidos a los que no niegan la legitimidad para representar a otras clases o ideologías; los populismos latinoamericanos no. Dicho de otra manera: si la socialdemocracia implica el compromiso del socialismo con la democracia y la filosofía política liberal, el populismo es antiliberal en su imaginario y en sus prácticas políticas. De hecho el populismo aborrece la política, en la que ve un factor artificial de desintegración del pueblo que la naturaleza creó unido: lo contrario de la sensibilidad política e institucional de los partidos de la familia socialdemócrata; pero cerca, por cierto, a la tradición del catolicismo antiliberal, que consideraba la democracia como un mero concepto social, no político, hasta el punto de juzgar democrático a un orden que se acredite el respeto de la justicia social, aunque viole todos los derechos civiles y políticos. Tal es el espíritu de los populismos latinos, el mismo alegado por Castro cuando afirmaba que Cuba es la única democracia en el mundo (Berlin, 2013).

Movidos por un impulso unanimista, los populismos latinos desempeñan así, en nombre de su pueblo convertido en todo el pueblo, todas las partes que en los sistemas pluralistas interpretan diferentes actores. Dentro de ellos se desarrollan diversas corrientes que actúan en nombre de una sola ideología, del mismo líder, de un solo pueblo. Allí donde la democracia liberal juega con reglas e instituciones neutrales, los populismos juegan un partido con reglas opacas para el control del movimiento que monopoliza las fuentes de la legitimidad política, buscando ocupar posiciones más cercanas al sol del cual emana esa legitimidad: el líder carismático. Pero si ocupan por entero el espectro político e ideológico y relegan a toda oposición a la marginalidad, no es extraño que los populismos implementen, dependiendo del momento, tanto políticas de izquierda como de derecha. Una vez establecido que solo ellos encarnan la soberanía y la identidad del pueblo, sus prioridades ya no serán las de defender los intereses de tal o cual clase social, sino de asegurar la reproducción del orden que ellos mismos han creado y que creen que tutela el pueblo. El populismo, por tanto, pondrá el énfasis ahora en la producción, ahora en el consumo, ahora en el crecimiento, ahora en la distribución, prometerá o pretenderá, aflojará o apretará los cordones de la bolsa, dependiendo de lo que imponga su supervivencia.

Siempre evocando al mismo pueblo y al mismo evento fundacional, la Revolución Mexicana, el Partido Revolucionario Institucional ha implementado a través de los años políticas de diferentes signos: distributivas, dirigistas, nacionalistas en los años treinta y setenta; más abiertas al mercado en los años de la posguerra e incluso neoliberales en los años 90 del siglo XX; todo ello sin renunciar jamás a la pretensión de encarnar al único pueblo verdadero y por lo tanto de tener derecho al monopolio de los recursos políticos, al menos hasta la transición democrática de fines de siglo. Lo mismo sucede con el peronismo: no solo porque ha implementado diferentes políticas económicas y sociales durante su larga historia, sino además porque el mismo fundador, Juan D. Perón, impuso la transición de la revolución distributiva de los primeros años del régimen a la revolución productiva de los últimos años, cuando había quedado poco o nada por distribuir y se necesitaba reactivar el crecimiento, la productividad y el ahorro.

Ni siquiera los populismos más radicales, anticapitalistas y socialistas, como el castrista cubano o el chavista venezolano, escapan a estas dinámicas. Ambos regímenes han oscilado entre políticas económicas y sociales distributivas y políticas de ajuste para sanear las cuentas, estimular la producción, atraer capitales, aumentar la productividad; y así como las primeras eran inclusivas, estas últimas causaban graves costos sociales, incluida mucha desigualdad, masivos flujos migratorios, abusos en los contratos de trabajo y muchos otros factores de signo contrario a la inspiración ideal de los gobiernos que tomaban las acciones. La gravedad de los efectos sociales de estas políticas, como aquellas a las que Fidel Castro recurrió después de perder los ricos subsidios soviéticos en los años 90, y que Hugo Chávez y su heredero se vieron obligados a adoptar cuando los precios del petróleo se desplomaron, han sido tanto mayores cuanto más insostenibles habían sido las políticas de distribución. Sin embargo, todas se llevaron a cabo en nombre de los mismos líderes y el mismo pueblo, entendido como todo el pueblo, amenazado en su identidad, integridad, unidad, cultura por quienquiera discrepara de esas políticas.

Sobre el eterno retorno del populismo latino

¿Qué significa decir que la concepción organicista y el imaginario holístico del pueblo son los remotos cimientos de la utopía unanimista típica del populismo latinoamericano? ¿De dónde vienen? ¿Por qué vuelven con extraordinario vigor y regularidad? Para responder a estas preguntas debemos comenzar desde lejos, desde el pasado que ha modelado a fondo la cultura de los pueblos latinos. Es a tal cultura, a ese pasado imaginado, que se abreva su populismo. De ese pasado y de esa cultura, se debe destacar precisamente la concepción orgánica del orden social y los valores morales que la sostienen; aunque obviamente, al hacerlo se simplifique la extraordinaria riqueza y complejidad de las sociedades hispanas coloniales. De todos modos, esa concepción organicista fue un elemento clave de estas, del todo fisiológico para sociedades constituidas en una era dominada por lo sagrado, plasmadas por una potencia cuya misión histórica era la expansión de la cristiandad.
Esa concepción, que impregnó las sociedades latinas de América en cada una de sus capas étnicas y sociales, posee ciertas características que, aunque en el contexto secular de la modernidad, regresan en los fenómenos populistas (Morse, 1989).

La primera de estas características es la jerarquía: si el orden social se inspira en los organismos vivientes, en el cuerpo humano, los órganos que lo componen se ordenarán con base en una jerarquía funcional, del más importante al menos importante, formando en conjunto la armonía del organismo perseguida por el imaginario orgánico. Esto parecería contrario al igualitarismo proclamado por los populismos latinos, pero no lo es. Aunque en sus orígenes haya jugado un papel relevante la participación de movimientos surgidos de la sociedad civil, su organización del orden político y social una vez llegados al poder, es jerárquica y orgánica. En su cumbre destacan la autoridad carismática del líder y el papel homogeneizador del Estado, del partido, del movimiento, de la doctrina. Más que la igualdad, los regímenes populistas persiguen la homogeneidad, o sea la unanimidad: este era el fin del gobierno de Chávez al establecer un ministerio para la Suprema Felicidad Social y a ese mismo objetivo apuntaba Cristina Kirchner cuando creó una Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional.

La segunda característica es precisamente el unanimismo, que impregna el imaginario del populismo latino. Al igual que el cuerpo humano, la sociedad orgánica no es la mera suma de los órganos que la componen: el todo supera la suma de las partes. Todos estos órganos son necesarios en la medida en que contribuyen, en armonía entre sí, a mantener el cuerpo sano. El órgano que no funcione al unísono con los demás, por lo tanto, será entendido como una enfermedad que debe ser erradicada para el bien colectivo. En este concepto, la sociedad no es un pacto racional negociable entre los diferentes actores, sino una entidad natural eterna que deber ser protegida contra la corrupción, el contagio, la disgregación. Como tal, se apoya en órganos, cuerpos, comunidades; los individuos son sacrificados si trastornan la unidad orgánica del pueblo y los regímenes populistas expulsan tales desvíos de mil maneras, incluyendo las más drásticas. En este sentido, son sociedades sin individuos. Más: son sociedades que no contemplan la política, si por política se entiende una arena institucional pública donde interactúan diferentes opiniones e intereses amparados por leyes que garantizan la libertad de todos. Así entendida, la política es para los populismos una amenaza para la armonía social; causa permanente de división. La política en sus ojos no es el lugar que regula la pluralidad, sino el instrumento de reproducción de la homogeneidad. A partir de esto, la fortuna de un término, anti-política, que del populismo es corolario.

De este síndrome unanimista chorrea la historia del populismo latino: “ni un solo ladrillo que no sea peronista” debía permanecer en pie, tronaba Eva Perón. “Debemos unir a todos los sectores en un estrecho haz”, decía Fidel Castro a los cubanos; y no solo a ellos: “en América Latina somos un grupo de pueblos de la misma lengua, cultura, religión”. Pero dentro de este pueblo puro y virtuoso se anidaba “el peor azote social”: lumpen, delincuentes, homosexuales; todos contrarrevolucionarios de los que había que deshacerse. Lo que hizo encarcelándolos, “reeducándolos”, fusilándolos, expulsándolos.
Hasta que Cuba no se vio obligada a abrirse al mundo. Pero que fuera claro: “debemos aprender a permanecer puros aun cuando estemos en contacto con el vicio”. Palabras y conceptos similares resuenan en todos los populismos latinos de ayer y de hoy. No sorprenden las miles de horas de discursos en cadena impuestos por los líderes a sus conciudadanos, en un ritual que un sacerdote encontró natural llamar “liturgia de la palabra”. (Zanatta, 2013, p. 409; Castro, 22-3-1959; 10-10-1960; 7-1-1980; 28-1-1994; Ramonet, 2009, p, 613; Cardenal, 1972, p. 289).

Este imaginario está, por tanto, en el origen de los populismos latinos: en América, pero a menudo también en Europa. Para entender, sin embargo, su potencia y vitalidad no es suficiente observar en qué medida impregna los líderes y regímenes populistas: deben considerarse también otros factores - culturales, económicos, sociales, políticos - que lo hacen atractivo para grandes masas de personas. El primero de estos factores es de orden cultural y se puede expresar así: ese imaginario es un sedimento histórico arraigado en amplias capas populares, que en los fenómenos populistas encuentran reflejado un sistema de valores y creencias que les resulta familiar. El populismo expresa en este sentido una real afinidad ética y emocional de los líderes populistas con su pueblo, al que ofrecen los bienes raros y valiosos ya mencionados: significado, pertenencia, redención. Como tal, el imaginario orgánico de la cristiandad ibérica es el legado cultural más importante al que se abreva el populismo latino; legado que por un lado facilita la inclusión material y simbólica del pueblo dentro de una comunidad holística, pero por el otro proscribe el principio de pluralidad en nombre del de unanimidad. La dinámica política pluralista cede así el paso a la guerra de religión típica de los sistemas políticos dominados por el populismo; sistemas en los que la disposición de las fuerzas políticas a lo largo del eje izquierda-derecha se desvanece y se impone la lucha a ultranza entre el populismo y sus enemigos, a su vez inducidos por la naturaleza del choque a asumir los rasgos maniqueos del populismo que combaten.

El segundo factor que ayuda a entender por qué América Latina es una especie de reserva natural del populismo, está relacionado con la dimensión social. Las sociedades latinoamericanas son atravesadas por profundas y antiguas desigualdades acumulativas: a las jerarquías sociales del pasado hispano se añaden las de naturaleza étnica entre los blancos europeos, los americanos nativos y los afroamericanos y las divisiones de clase más modernas. Se puede por tanto hablar de sociedades segmentadas, no sólo desiguales. ¿Qué tiene que ver esto con el populismo? Mucho, porque esta segmentación social se materializa en barreras que frenan la movilidad social y la difusión del ethos pluralista fuera de las estrechas clases dirigentes. El ya enorme desafío histórico de popularizar el imaginario liberal, extendiéndolo a todos los estratos sociales, se perdió por eso a menudo en América Latina frente a la resistencia de la unanimidad holística. En el típico maniqueísmo religioso agitado por el populismo contra las élites, las masas relegadas al fondo de la escala social suelen coger un instrumento de redención. A diferencia del complejo juego político de las élites liberales, en el que ella veían un extraño ritual que reproducía su exclusión, la idea populista de pueblo les resultaba un lugar familiar y tranquilizador, donde preservar sus vínculos e identidad.

Al interrogarse sobre el eterno retorno y la indoblegable vitalidad del populismo latinoamericano, hay que considerar finalmente un tercer factor. Puede llamarse modernización periférica. No es que sea una peculiaridad: todo el mundo, empezando por los países de la Europa latina, antes o después han echado las cuentas con los cambios globales provocados por las revoluciones nacidas en áreas protestantes: la científica, la industrial, la constitucional. No hay duda de que, tanto en sus efectos virtuosos como en aquellos que no lo fueron tanto, esas revoluciones aparecieron a quienes eran alcanzados por ellas como la causa de la desintegración de un mundo antiguo. Cuando, como en América Latina, el orden amenazado estaba formado como un conjunto de comunidades orgánicas o imaginado de tal forma, el efecto era descontado: el populismo prometía proteger a su pueblo de la amenaza que pesaba sobre su unidad e identidad y tenía buen juego en achacarla al enemigo externo y a sus aliados internos. La posibilidad de imputar cualquier fractura o conflicto, desde la pobreza al SIDA, desde las drogas a la desigualdad, desde el crimen hasta el conflicto de clases, a los todopoderosos enemigos llamados según las circunstancias imperio, liberalismo o mercado, es una fuente inagotable de energía para el populismo latinoamericano; además de ser la coartada perfecta para evitar medirse con sus causas endógenas.

De todo a parte. El futuro del populismo

Definir de izquierda al populismo en América Latina, en conclusión, es superficial en el mejor de los casos y errado si tenemos en cuenta que concibe a su pueblo como el Todo, no como la Parte. No obstante, hay que añadir que se aplica hoy en día para esa región lo que se aplica para Europa: la democracia liberal ha plantado raíces más profundas que en cualquier otro periodo de la historia y aunque los regímenes democráticos sean de calidades muy diferentes, la sustancia es que los populismos se ven forzados a vivir en ellos y a participar en el juego institucional, aunque tratando de doblarlos a su impulso unanimista. Es una novedad histórica de gran alcance. Sucede, de hecho, que varios regímenes populistas que tenían el viento en sus velas y las cajas llenas, como los de Nicolás Maduro y Cristina Kirchner, Evo Morales y Rafael Correa, no puedan silenciar del todo a las oposiciones y hasta que sufran la afrenta de la derrota electoral; derrota que debilita su pretensión de encarnar ellos solos el pueblo mítico que custodia la identidad histórica, la cultura, la virtud de la comunidad política. A sus antepasados, a Perón, a Castro, a los notables del partido revolucionario mexicano, no podría haberles pasado: se habrían cuidado de no celebrar elecciones competitivas, o lograrían, sin correr riesgos, el resultado deseado.

Ya no es así hoy en día, o lo es mucho menos que en el pasado. ¿Por qué? Los motivos abundan: el mal gobierno, la arbitrariedad, la corrupción, la recesión, han caracterizado la parábola de muchos regímenes populistas. Pero hay también razones profundas y nuevas.La primera es que los populismos actuales son híbridos:
tienen la misma vocación unanimista de los progenitores, pero no logran barrer a todos los oponentes como lo hacían aquellos. Viviendo en la democracia, deben tolerar cierto grado de pluralismo y correr así el riesgo de la derrota. Por otra parte, mientras que un tiempo el ciclo populista era a menudo tronchado por la intervención de las fuerzas armadas, cosa que por reacción potenciaba el mito de los populismos como guardianes de la soberanía del pueblo, hoy esta amenaza ya no existe. Los populismos pueden así agotar su ciclo y ser evaluados por la calidad de sus gobiernos.

Una segunda razón, no menos importante, ayuda a explicar por qué los populistas son hoy amenazados con quedar huérfanos del pueblo en cuyo nombre actúan. Podría llamarse “la gran ilusión” del populismo. Pretenden ejercer el monopolio del poder invocando a un pueblo mítico, unánime y homogéneo que la realidad desmiente, día tras día, a medida que las sociedades latinoamericanas se diversifican y se vuelven más plurales. El fuerte crecimiento económico de las últimas décadas, el acceso cada vez mayor a la educación, la expansión de clases medias autónomas, exigentes y secularizadas, erosionan tanto al imaginario maniqueo del populismo como varios de sus corolarios: caudillismo, clientelismo, abuso mediático.

Huelga decir que las raíces históricas y las causas sociales que alimentan el populismo siguen siendo sólidas y que, lejos de desaparecer, el fenómeno tenderá a re-propagarse siempre que las instituciones de la democracia liberal y su ethos no logren ensanchar los límites de su legitimidad, promoviendo la inclusión del pueblo soberano en el respecto de su pluralidad. Sin embargo, desde un punto de vista histórico, la tensión entre el imaginario populista y el liberal se inclina, a largo plazo, a favor del segundo. Los casos, un tiempo aislados, de Uruguay, Chile y Costa Rica, donde la democracia liberal goza de más sólida tradición, ya no son tan raros. También en otros lugares, la esfera política e institucional goza hoy de la autonomía que escaseaba cuando el populismo imponía la transformación de la lucha política en guerra religiosa y en su doctrina como religión política.

Sería atrevido argumentar que las democracias latinoamericanas son fuertes y alertas: unas más, otras mucho menos. Pero ni siquiera están al borde del abismo, suspendidas entre dictaduras militares y tiranías en nombre del pueblo. Contra este telón de fondo, no se excluye que lo que todavía hoy es lícito llamar populista, se disponga pronto en algún punto a lo largo de la gama ideológica que va de la izquierda a la derecha, sin pretender abarcarlo todo. En este caso, el impulso unanimista del populismo latino habrá sido metabolizado por la democracia liberal. Justamente la transformación del populismo en partido, de derecha o de izquierda no importa, es uno de los grandes retos a los que se enfrentan las democracias latinoamericanas. Si esto tuviera éxito, de obstáculo para la democracia, el populismo podría convertirse en un vehículo para su renovación y para la circulación de las élites. No más en nombre de su pueblo, sin embargo, entendido como el pueblo entero.

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