Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
aaDiálogos Revista Electrónica de Historia, 25(2): 01-29. Julio-Diciembre, 2024. ISSN: 1409-469X · San José, Costa Rica
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11Diálogos Revista Electrónica de Historia, 25(2): 01-29. Julio-Diciembre, 2024. ISSN: 1409-469X · San José, Costa Rica
DOI 10.15517/dre.v25i2.57554
LA LUCHA ENTRE EL OLIMPO Y LA REPÚBLICA:
CULTURAS POPULARES, VIOLENCIA POLÍTICA
Y LA BÚSQUEDA DE ACUERDOS EN LA COSTA
RICA DE CAMBIO DE SIGLO, 1889-1910
David Díaz Arias
Resumen
Este artículo se enmarca dentro de la tradición de los análisis históricos de la
democracia y la política costarricense iniciados en la década de 1990.Estas
investigaciones han buscado replantear el análisis historiográco de la cultura
política en Costa Rica durante la llamada República Liberal, al entender el fraude
electoral como parte integrante del juego democrático de aquel momento y al revelar
diferentes conexiones e intereses entre las culturas populares y la clase política
con respecto a lo electoral. Insertándose en esa corriente, este trabajo observa la
violencia como otro espacio de disputa del poder en el que conuyeron electores
de segundo y primer grado: caudillos locales, élites partidarias y la presidencia
de la República. En esa misma vía, en este análisis se plantea la búsqueda de
acuerdos políticos como una herramienta de la clase política para sanar los odios
y las disputas abiertas en el periodo 1889-1897. De esta manera, se enfatiza cómo
las clases populares se involucraron en estrategias de violencia y acuerdo, en un
intento por develar la agencia histórica en las transformaciones que condujeron a
las reformas político-electorales en Costa Rica a principios del siglo XX.
Palabras clave: Política, Cultura, Violencia, Acuerdos Políticos, Liberalismo,
Subalternos
Fecha de recepción: 6 de noviembre de 2023 Fecha de aceptación: 11 de julio de 2024
David Díaz Arias
Escuela de Historia y Programa de Posgrado en Historia, Universidad de Costa
Rica, San José, Costa Rica
Contacto: david.diaz@ucr.ac.cr
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-0840-7185
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THE STRUGGLE BETWEEN THE OLYMPUS AND
THE REPUBLIC: POPULAR CULTURES, POLITICAL
VIOLENCE, AND THE SEARCH FOR POLITICAL
AGREEMENTS IN LIBERAL COSTA RICA, 1889-1910
Abstract
This paper is part of the new historical analyses of Costa Rica’s democracy and
politics that appeared during the 1990s in an attempt to rethink political culture in
Costa Rica during the so-called Liberal Republic (1870-1930), by understanding
electoral fraud as a fundamental part of this country’s democratic game and by
revealing the dierent social and political connections and interests between popular
cultures and political classes. In that sense, this work conceptualizes violence as
part of the political struggle in which second and rst-degree voters, local caudillos,
party elites and the presidency of the republic converged. Moreover, this paper
studies Costa Rican political groups’ search for political agreements as a tool to
heal hatreds and disputes that took place during 1889-1897. This paper emphasizes
the analysis of subaltern groups and local caudillos in an attempt to unveil their
historical agency in the transformations that led to the political-electoral reforms in
Costa Rica at the beginning of the 20th century.
Keywords: Politics, Culture, Violence, Political Agreements, Liberalism,
Subalternity
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INTRODUCCIÓN
En 1908, el joven Víctor Manuel Salazar, quien fuera, junto con Omar Dengo,
editor de la revista Sanción, reexionó sobre la historia político-electoral costarri-
cense y señaló:
Una sola vez en la historia nacional la voluntad de los más se ha realizado cumpliendo con
su triunfo el principio magno de la democracia; y aun entonces, la acción violenta hubo de
dar a la labor electoral la fuerza que habrá de menester en contra de la imposición y del
engaño que los defraudadores de la esperanza popular le pusieran (p. 1).
Salazar (1908) se refería a los hechos del 7 de noviembre de 1889, un
momento en donde la violencia había tenido que usarse como forma legítima para
hacer respetar la decisión electoral. En aquella fecha, por la tarde, policías y civiles
quienes apoyaban ocialmente al candidato ocial, Ascensión Esquivel, deslaron
por las calles de San José vivando a su candidato y rechazando el triunfo en las elec-
ciones de primer grado del partido opositor cuyo candidato era José Joaquín Rodrí-
guez. Ese desle alertó a los oposicionistas respecto al Gobierno: no respetarían las
decisiones de las urnas. En consecuencia, por la noche y en franco desafío, la capital
fue sitiada por varios miles de simpatizantes de Rodríguez. Ante esta amenaza, el
presidente Bernardo Soto le entregó el poder al Dr. Carlos Durán, tercer designado
a la presidencia, para que éste lo traspasara al candidato vencedor (Molina, 1989;
Pinaud, 1979).
Al recordar esos hechos, Salazar advirtió:
Gravados están en la memoria colectiva los nombres y los hechos. Jamás esa que llaman
virtud cívica del patriotismo ha acarreado a un pueblo tanta desventura como a la que a
Costa Rica trajo el triunfo de la democracia en el año 1889 (Salazar, 1908, p. 1).
¿Por qué el acontecimiento narrado por el articulista quien pensaba era un
hecho trascendental para la democracia costarricense, a su vez, era el origen de un
periodo de infamia? ¿Qué papel tenía la “acción violenta” en esos años posteriores
a 1889? ¿De verdad el país había experimentado tanta “desventura” entre 1889 y
1908?
Este artículo describe dos de las formas que adquirió la política en Costa Rica
entre 1889 y 1910: la violencia y la búsqueda de acuerdos políticos. Así, se interesa
por una temática señalada rápidamente en los estudios existentes sobre el periodo
1889-1914, pero nunca se ha profundizado en ella, ni se le ha dado la relevancia de
la forma como se hace en este trabajo. Eso es así porque, usualmente, la violencia
solo ha sido observada como una expresión de la anti-política, pero no como parte
integrante de un sistema político-electoral. Además, esa violencia puede ser datada
para fechar su nacimiento y su nalización.
Por lo anterior, este trabajo se conecta con los determinantes estudios sobre
la política electoral y los partidos políticos que aparecieron en Costa Rica al nal
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del siglo XX y la primera década del presente siglo [como los de Ovares (1997),
Vargas (1996) y Sánchez (2013)], cuyo trabajo fundacional fue escrito por Fabrice
E. Lehoucq (1992), y alcanzó su obra cúspide en un valioso libro publicado por
el historiador Iván Molina Jiménez en 2005. Esos trabajos replantearon el análisis
historiográco de la cultura política en Costa Rica durante la llamada República
Liberal (Molina, 2015), al entender el fraude electoral como parte integrante del
juego democrático de aquel momento y al desvelar diferentes conexiones e intereses
entre las culturas populares y la clase política con respecto a las elecciones.
Al insertarse en esa corriente, este artículo observa la violencia como otro
espacio de disputa del poder donde conuyeron electores de segundo y primer grado,
caudillos locales, élites partidarias y la presidencia de la República. En esa misma
vía, se plantea la búsqueda de acuerdos políticos como una herramienta de la clase
política para sanar los odios y las disputas abiertos en el periodo 1889-1897. De esta
manera, el camino que se sigue para auscultar la cultura de la violencia y el acuerdo
político consiste en la inserción de las clases populares en ambas estrategias. Por una
parte, este posicionamiento metodológico complementa el desarrollado por Lehoucq
(1998) al observar de forma estructural, pero desde la óptica de las clases domi-
nantes, las transformaciones en el sistema político en Costa Rica entre 1890 y 1948
como parte de un sistema presidencialista que buscó las vías para evitar rebeliones.
Por otra parte, también devela la agencia histórica de los sectores populares y caudi-
llos locales en las transformaciones que llevaron a las reformas político-electorales
en la Costa Rica de inicios del siglo XX.
El artículo se divide en cuatro partes. En la primera parte, se reconstruye el
escenario donde la violencia política se posiciona como una herramienta electoral,
hasta que logra dividir a la sociedad costarricense en dos bandos aparentemente irre-
conciliables y cargados de odios el uno contra el otro. La segunda parte describe las
diferentes consecuencias de la animadversión surgida de la fractura política de 1894,
la cual consolidó un estilo autoritario de poder que hizo a la oposición renunciar a
la política electoral y buscar vías violentas para remover al ocialismo de la presi-
dencia de la República. La tercera parte se enfoca en la transacción política de 1901-
1902, para visualizar en ella un intento entre los grupos políticos moderados con el
objetivo de paliar la violencia y brindarles una nueva legitimidad a las elecciones.
La cuarta y última parte discute los resultados de ese plan, así como sus alcances.
EL ORIGEN DE LA VIOLENCIA
La movilización del 7 de noviembre de 1889 conmocionó, mucho más de
lo que usualmente se indica, el mundo de la política costarricense. Esa noche, la
marcha y concentración de campesinos, jornaleros y otros trabajadores josenos en
la capital, y de sus similares en Santo Domingo, en Heredia y en Cartago debió tener
un impacto muy fuerte en la clase política, particularmente en los liberales quienes
habían querido imponer a Ascensión Esquivel como presidente, a pesar de su indu-
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dable derrota en las elecciones de primer grado contra José Joaquín Rodríguez. El
artículo “La noche de San Florencio” (1889) publicado en La Prensa Libre mencionó
que alrededor de 7 mil hombres sitiaron San José. Así, cuando se efectuaron las elec-
ciones de segundo grado el 1 de diciembre de 1889, Esquivel no se encontraba en
Costa Rica y sus adeptos militares no habían logrado movilizar gente para su causa
(Obregón, 2000).
El historiador Iván Molina Jiménez advirtió, en 2001, que lo sucedido el 7 de
noviembre de 1889 fue causado por la posibilidad de que un creciente número de
electores expresaran en las urnas su desasosiego y oposición con las reformas libe-
rales. De acuerdo con Molina, Costa Rica experimentó una tendencia a la inclusión
política de las clases populares armada en 1885 pues la Constitución de 1871 (rees-
tablecida en 1882), prácticamente había instituido el sufragio universal masculino en
las elecciones de primer grado. En ese nivel, la Constitución no exigía a los votantes
saber leer y escribir, en cambio el requisito de poseer una propiedad era tan ambiguo
que no constituía realmente un criterio de exclusión. Los votantes de primer grado
escogían a los electores de segundo grado quienes, en votación secreta, elegían al
presidente, a los diputados y a los regidores municipales. Para ser elector de segundo
grado sí se establecían requisitos: tener 21 años cumplidos, saber leer y escribir y
ser propietario de una cantidad no inferior a quinientos pesos o bien, tener una renta
anual de doscientos pesos.
No obstante, como lo señala Molina (2001) “es verosímil que entre un 40
y un 60 por ciento de los costarricenses adultos pudiera cumplir, en la década de
1890, con los requisitos establecidos por la Constitución de 1871 para ser elector de
segundo grado” (p. 25). El límite, en ese sentido, residía en la cantidad de electores
de segundo grado establecido en función del tamaño de la población en una propor-
ción de tres electores por cada mil habitantes. Sin embargo, lejos de ser dominados
por la oligarquía cafetalera, estos puestos se repartían entre las jerarquías agrarias,
formadas por pequeños y medianos agricultores y por comerciantes, lo cual hacía
que la política partidista dependiera de las relaciones cara a cara entabladas entre
los electores de primer y segundo grado. Los electores de segundo grado, en tanto
elegidos por los de primer grado, debieron esforzarse por conseguir su favor ya que,
en la ronda de votación, cuando eran elegidos como electores, era muy difícil realizar
fraude (Molina & Lehoucq, 1999).
La animosidad y la división política producidas por el 7 de noviembre
de 1889, según Molina (2001), se expresaron en la concreción de partidos polí-
ticos que se mantendrían en el cambio de siglo. Pero también se manifestarían de
diversas maneras en los siguientes años, particularmente en la actitud del presi-
dente Rodríguez de cerrar el Congreso y perseguir y desterrar a sus opositores.
En consonancia con eso, a mitad de setiembre de 1892, Rodríguez suspendió el
orden constitucional, para reestablecerlo un año después al convocarse a las elec-
ciones presidenciales (Rodríguez, 1893). Los enfrentamientos, los egos políticos y
las individualidades se volvieron a colocar en la palestra política, condimentados
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esos elementos con el activismo de sacerdotes católicos a favor de José Gregorio
Trejos, candidato del Partido Unión Católica, y de los ocialistas que abogaban por
Rafael Iglesias Castro, yerno del presidente Rodríguez. La política, de esa forma,
se denía como un espacio no solo de lucha por el poder, sino de choque de intrigas
grupales por el pasado reciente.
Lo ocurrido en las elecciones de 1894 volvió más complicado ese escenario de
choque. En las elecciones de primer grado, desarrolladas entre el 4 y 6 de febrero, el
partido Unión Católica obtuvo una considerable mayoría, gracias a la acción de los
círculos y clubes católicos organizados por ese partido en cada provincia (Sánchez,
2009). Pero el gobierno de Rodríguez mandó a las asambleas electorales de provincia
a anular los resultados electorales en lugares en donde el Unión Católica había
arrasado (Salazar, 1998). Luego, el gobierno acusó al Unión Católica y a su candi-
dato de fraguar una conspiración y con ese cargo metió en prisión a Trejos el 23 de
febrero y suspendió las garantías individuales (Obregón, 2001; Vargas, 1991). Ante
eso, los católicos intentaron repetir el movimiento de noviembre de 1889: en Grecia
(Alajuela), un cura movilizó a varios hombres que se enfrentaron con las fuerzas
gubernamentales el 23 y el 24 de febrero. Según se reportó en “Orden Público”
(1894), también hubo movimientos similares de sacerdotes en Heredia y Cartago. Ya
que el “plan revolucionario” y el “motín” de los curas, informados por “Actualidad”
(1894), se presentaron como la excusa perfecta, el presidente Rodríguez desplegó a
los militares y encarceló a varios cabecillas del movimiento y también a varios de sus
electores (“Presos políticos”, 1894).
Con el principal partido opositor perseguido y neutralizado, las elecciones de
segundo grado se desarrollaron el 1 de abril de 1894 y Rafael Iglesias y su Partido
Civil obtuvieron el triunfo (Obregón, 2001). Por supuesto, las argucias producidas
desde el gobierno para favorecer a su candidato y los resultados generados por
su uso del poder militar en contra de una parte de los opositores no hicieron sino
aumentar el malestar político. Al abrir sus sesiones el Congreso el 1º de mayo de
1894, varios diputados opositores solicitaron la anulación de las elecciones presi-
denciales. Incluso, el diputado Leónidas Pacheco aseguró que de no proceder así, el
gobierno de Iglesias sería “un gobierno de hecho, impopular y que se impone a la
nación en virtud de la fuerza” (Obregón, 2001, p. 210). Aunque la mayoría civilista
en el Congreso reconoció el triunfo ocial de Iglesias, lo ocurrido en las elecciones
en 1889 y 1894 decantó al menos dos frentes políticos enemistados: el de los civi-
listas seguidores de Iglesias y el de los otros liberales que lo veían como un impostor
en el poder.
Entre los enemigos políticos de Iglesias estaban los candidatos enfrentados en
su carrera a la presidencia: Juan José Flores, líder del Partido del Pueblo, Fadrique
Gutiérrez, cabeza del Partido Agrícola y Félix Arcadio Montero, el caudillo del
Partido Independiente Demócrata (Salazar, 1998). El Independiente Demócrata
parece haber sido el primer partido político que incluyó en su programa cambios
institucionales de tipo económico para atraer el apoyo de los pequeños y medianos
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productores agrícolas (Molina, 1988). Su líder, Montero, participó en la moviliza-
ción del 7 de noviembre de 1889 y fue un activo diputado en contra del suegro de
Iglesias durante el periodo 1890-1892. En ese último año, José Joaquín Rodríguez
lo expulsó del país hacia Guatemala, pero volvió en setiembre de 1893 para seguir
oponiéndose al gobierno y para organizar su partido para las elecciones de 1894
(Salazar, 1998). Es decir, la política electoral, que ponía cara a cara a contendientes
políticos y a sus seguidores, también podía alimentar los sinsabores de la derrota y
alentar los desquites cuando parte de esa derrota se explicaba por el uso represor del
aparato estatal.
Al parecer, una parte de los opositores de Rodríguez y de Iglesias comenzó
a pensar que la violencia era la única vía para sacarlos del poder. Por la tarde del
15 de setiembre de 1894, mientras se celebraban las estas de la independencia en
la capital, hubo algunas trifulcas y pronto la gente las vinculó con una revolución
en proceso. Entre esos escándalos, apareció un fulano de nombre Nicanor Araya,
quien gritó “¡viva el segundo designado, Dr. Carlos Durán!”, y luego le disparó cinco
tiros a quemarropa al presidente Iglesias, pero con muy mala puntería. El edecán del
presidente, Leoncio Bonilla, reaccionó y le disparó a Araya. Luego de la confusión,
se comenzó a rastrear a los productores del atentado y fueron apresados más de
20 hombres. De acuerdo con la información proporcionada por “Crónica” (1894),
“Sección editorial” (1894) y “Rectitud y nada más que rectitud” (1894), entre los
detenidos estaban Juan Bautista Jiménez, Francisco Aguirre, José Zeledón Delgado
y Andrés Céspedes Araya, quienes fueron enviados a prisión y allí permanecieron
varias semanas con grillos en los pies y esposas en las manos. El 17 de setiembre se
suspendieron por 60 días las garantías individuales (Salazar, 1981; León, 1894). ¿De
verdad había sido un atentado contra Iglesias o fue un invento del presidente para
legitimar su persecución a los opositores?
En los siguientes días, se entrevistó a varios militares quienes indicaron que
Iglesias conocía sobre las actividades revolucionarias desde dos o tres meses antes
del atentado en su contra. Todos los militares entrevistados coincidieron en identi-
car a Montero como la persona a quien los conspiradores querían imponer en el
poder, una vez muerto Iglesias. Asimismo, varios civiles declararon y dijeron haber
estado en la revista militar y pudieron identicar a muchos de los sospechosos como
monteristas que los invitaron a unirse a su causa (Asamblea Legislativa de la Repú-
blica de Costa Rica, 1894).
De las decenas de declaraciones tomadas por el scal militar, Dionisio
Arias, se desprende que el complot del 15 de setiembre fue la culminación de
una serie de intentos por atentar contra la vida del presidente Rafael Iglesias. La
scalía comprobó con testimonios de gente de Naranjo, Cartago y Santo Domingo
las asociaciones emprendidas en esos lugares para nanciar y ejecutar el plan de
atentados contra el presidente. Asimismo, de la urdimbre de alianzas se nota la
participación de personas de la élite josena, alajuelense, herediana y cartaginesa
y también eclesiásticos, pero usaron peones de las clases populares, particular-
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mente trabajadores y obreros, para el atentado. Los encargados de mediar entre
esos grupos fueron dirigentes políticos locales que tenían vínculos con los partidos
del Pueblo, Agrícola e Independiente Demócrata.
De acuerdo con los documentos reunidos por la Asamblea Legislativa (1894),
Montero fue incriminado por varios testigos que tenían cercanía con él desde años
atrás. A nales de octubre, Nicanor Araya, seguramente informado por la scalía
sobre los testimonios incriminatorios en el complot (aunque no se puede descartar
que se haya sometido a torturas), le conrmó al scal los nombres de quienes complo-
taron, los santos y señas de cómo debía proceder una vez que estuviera en San José,
el plan del 15 de setiembre y el papel de Félix Arcadio Montero. De acuerdo con el
reporte de “Comandancia de Plaza” (1894) y por la documentación de la Asamblea
Legislativa de la República de Costa Rica (1894), en esos mismos días otros de
los involucrados, nuevamente detenidos, cambiaron o ampliaron sus declaraciones
en el mismo sentido que lo hizo Araya. Posteriormente, comenzaron a quedar en
libertad algunos de los presos políticos vinculados con el atentado (“En libertad”,
1894; “Libres” 1894). Asimismo, el 16 de noviembre se volvió al orden constitu-
cional (Iglesias, 1894).
En 1895, Montero fue procesado por rebelión con Juan Bautista Jiménez,
José Zeledón y Jenaro Soto y sentenciado a dejar el país; junto a su familia, aban-
donó Costa Rica el 18 de noviembre de 1895 con rumbo a Jamaica, desde donde se
trasladaría a Barcelona, España (“Gacetillas”, 1895). La historiografía costarricense
ha considerado la acusación contra Montero como un montaje de Iglesias, como un
“autoatentado”, y ha armado cosas como: “A decir verdad, nunca se comprobó la
responsabilidad del licenciado Montero en ese atentado, por lo que podemos suponer
que todo fue una patraña de Iglesias para deshacerse de los principales líderes de la
oposición” (Salazar, 1998, p. 52; posiciones similares en: Salazar & Salazar, 1991;
Quesada, 1995; De la Cruz de Lemos, 2004). El principal alegato del defensor de
Montero, el Lic. Albino Villalobos, fue que el tribunal instituido para juzgar al excan-
didato era ilegal pues era marcial y no civil. Villalobos alegó que ese juzgado, llamado
Corte Superior Marcial, era un invento sin fundamento, advirtió los testimonios de los
declarantes como inválidos porque se los sacaron con violencia y declararon como
indiciados y como cómplices, o testicaron con la promesa de salir de prisión (Santos,
1897). Además, en octubre de 1895 Villalobos elevó a la Corte Superior de Justicia
un memorial con la solicitud de declarar ilegal a la Corte Suprema Marcial que había
llevado el caso de la rebelión y se designara la Sala Segunda de Apelaciones para
juzgar a los acusados (Jiménez, 1895a; Jiménez, 1895b). Es decir, Villalobos quiso la
anulación del juicio por cuestiones de procedimiento y no por el fondo; la Corte Plena
declaró sin lugar la solicitud de Villalobos por considerar que “según el artículo 53
de la ley citada [Ley Orgánica de Tribunales], que enumera las facultades concedidas
a la Corte Plena, no tiene ésta la intervención en la organización de los tribunales de
instancia, en la forma que se pretende” (Jiménez, 1895c, p. 1).
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No obstante, al examinar críticamente todos los testimonios recabados por el
scal, su empeño en entrevistar personas de diferentes partes del país, algunos de
ellos muy cercanos a Montero, y después de visualizar la forma en que los princi-
pales involucrados terminaron aceptando su papel y revelando la red del complot, es
muy difícil negar la participación de Montero en la trama contra Iglesias. El atentado
de setiembre de 1894, en todo caso, fue una perfecta excusa para que Iglesias apre-
tara la soga a sus enemigos políticos. De esa forma, la violencia fue creciendo como
opción legítima para ambos bandos, en su carrera por el poder, pues las ofensas se
iban acumulando. La campaña política de cara a las elecciones de 1897 forticó esas
rencillas.
LA REVANCHA PERDIDA, 1897
Félix Arcadio Montero intentó regresar a Centroamérica en 1897; se embarcó
el 3 de mayo en Barcelona con rumbo a Colón, para pasar a Panamá y de ahí se dirigió
a Acajutlá, en El Salvador, donde enfermó de ebre amarilla y murió en altamar el
5 de junio y su cuerpo fue lanzado al mar (Kaled, 1897; “Gacetillas”, 1897; “Una
víctima”, 1897). Sus amigos y seguidores en Costa Rica, quienes antes de 1894 ya
habían tratado de modelar su imagen como la de un caudillo sin igual (Molina, 1988),
lamentaron tremendamente el deceso y llenaron las páginas del periódico El Inde-
pendiente Demócrata con documentos referentes al proceso seguido contra Montero
en 1894-1895, notas de duelo en que se le nombraba como “un patriota honrado,
mártir de sus principios, de su amor a la Patria” (Saenz, 1897, p. 2), que veía como
sus espejos de vida a “Job, Isaías, Salomón, David, Moisés” (Marín, 1897, p. 2).
A Montero se le reconocía como “el hombre que encarnó un temible partido de
oposición en Costa Rica” (Marín, 1897, p. 2). Pero, además, en ese diario Madrigal
(1897) culpó de la muerte de Montero a “los tiranos, los viles conculcadores de
los derechos que al pueblo pertenecen” (p. 3) y la forma de honrar la memoria del
fallecido era “no permitiendo que en la patria, por la que él se sacricó, impere la
autocracia más descarada que registre nuestra historia” (p. 3). Es decir, Montero fue
convertido en un mártir de la lucha contra Iglesias. Aunque había muerto por una
enfermedad, de su deceso se responsabilizó al presidente. Esa imagen caló tanto en
varias personas, que incluso en 1908 uno de los hijos de Montero lanzó una amenaza
en la prensa contra la “inmunda persona que es bien conocida por los costarricenses”,
a quien tildó de “asesino, hipócrita y cobarde” y juró que no se contentaría “hasta
vengar en la tuya [persona], la primera gota de la sangre de su padre” (Montero,
1908, p. 1).
La noticia de la muerte de Montero cayó como aceite sobre brasas encendidas.
A inicios de 1897, el presidente Iglesias convocó al Congreso de la República para
analizar una propuesta de las municipalidades del país, para reformar el artículo 97
de la Constitución Política y se permitiera la reelección presidencial sucesiva por
una sola vez (Obregón, 2001). Los oposicionistas enfrentaron ese proyecto como
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“antirreeleccionistas” y denunciaron que era nocivo para Costa Rica. Asimismo,
organizaron clubes políticos antirreeleccionistas en las principales ciudades del país.
No obstante, la reforma se aprobó el 12 de mayo (“Sección Ocial, 1897a; Obregón,
2001”) y el 28 de julio el Congreso convocó a elecciones de primer grado que se
realizarían el 14, 15 y 16 de noviembre para elegir electores (Supremo Poder Ejecu-
tivo de la República de Costa Rica, 1898).
Para frenar a Iglesias, el 25 de julio de 1897, se realizó una concentración de
diferentes oposicionistas en la plaza de los Ángeles en Cartago. Los organizadores
de ese evento denunciaron entonces, que alrededor de 40 partidarios de Iglesias los
estaban esperando en la estación del ferrocarril con tarros de lata, y los comenzaron
a sonar cuando llegaron los trenes. Además, estaban armados “de garrotes, puñales,
realeras, cuchillas, piedras, revólveres” (“Viaje a Cartago”, 1897, p. 3) para atacarlos,
aunque ellos no cedieron ante la provocación. Los oposicionistas también denun-
ciaron que la policía no era neutral y se mostraba abiertamente hostil a su reunión. Al
día siguiente, los clubes políticos de oposición se fusionaron en el Partido Republi-
cano, para disputarle las elecciones a Iglesias (Salazar, 1998).
En las primeras semanas de agosto, los oposicionistas se reunieron continua-
mente en diferentes ciudades, para discutir sobre el asunto de las elecciones. En esos
espacios, recordaron a Félix Arcadio Montero, se mostraron como amantes de la
libertad y enfrentaron los intentos reeleccionistas del presidente. La caracterización
hacia Iglesias en esos lugares lo mostró como un ser indigno, amoral, sin piedad, que
buscaba el poder a toda costa y era un tirano; a su vez, la aprobación de la reelección
presidencial fue expuesta como el triunfo “de la mentira o de Satanás” (“Patrio-
tismo”, 1897, p. 1). En un discurso pronunciado por Ramón Bolaños Rodríguez,
secretario del Club Independiente Demócrata, el 4 de agosto de 1897, dijo que se
enfrentaban a la infamia que el ocialismo estaba lanzando sobre la patria y, en caso
de concretizarse la reelección de Iglesias, la grandeza de Costa Rica se echaría abajo
en el concierto internacional de naciones. Para él, los ocialistas o “continuistas”,
denidos como “hijos bastardos de la patria”, producirían “el hundimiento de nues-
tras libertades”. Como “hombres libres”, en cuyas venas ardía “la sangre de nuestros
heroicos antepasados”, debían echar abajo la reforma del artículo 97 de la Constitu-
ción Política. Bolaños (1897) caracterizó a Iglesias como alguien que trabajaba en la
oscuridad, ambicioso por el poder, se servía de “agentes vendidos al lucro”, volvía
las elecciones un simulacro y se imponía por la fuerza, a pesar de “que tantos odios
le está acarreando” (pp. 1-2).
Así deslindadas las fronteras entre unos y otros, y con reuniones de clubes en
diferentes lugares de forma continua, los odios se llevaron a las acciones (“Heredia”,
1897a). El 10 de agosto, la prensa informó del asesinato en San José de los jóvenes
artesanos José Rojas Durán y Juan Morúa. De acuerdo con el diario La República,
todo comenzó con un “¡viva!” lanzado por Morúa, que provocó a un grupo de
hombres que iban detrás de los muchachos; uno de los del grupo, de apellido Araya,
se abalanzó sobre los artesanos y los apuñaló. Según la prensa: “La pasión polí-
David Díaz Arias • La lucha entre El Olimpo y la República: culturas populares, violencia política... 1111
tica exacerbada por el licor, ha sido, pues, seguramente, la causa de este crimen…”
(“Actualidades”, 1897, p. 2). Ese mismo día, un grupo de civilistas de Alajuela asaltó
el club de la oposición en esa ciudad y arrió a garrotazos y golpes a quienes allí
estaban reunidos; el resultado fue un muerto en las las de los agresores de nombre
Diego Cerdas. El 11 de ese mes, las tensiones volvieron a calentar y se dieron de
golpes, otra vez, opositores contra ocialistas (“Alajuela”, 1897; “Ecos de Alajuela”,
1897b).
Los clubes de ambos partidos se lanzaron a hacer propaganda barrio por barrio
en todo el país, en un empeñoso esfuerzo por convencer a los votantes para respaldar
su causa. De acuerdo con lo informado por “Heredia” (1897b), a su camino, repartían
volantes y escarapelas, se las ponían en el saco como identicación de su tendencia
política; los reeleccionistas daban un botón blanco de porcelana con el retrato de
Rafael Iglesias y los antirreeleccionistas un botón blanco con la bandera nacional
y la inscripción “antirreeleccionista hasta morir” (“Ecos de Alajuela”, 1897, p. 2).
En parte, eso alimentó que los encuentros entre opositores y ocialistas fueran más
continuos, y así las posibilidades de enfrentamiento callejero se multiplicaban. En
Alajuelita, el 20 de agosto se armó una trifulca y se puso en la cárcel a toda la comi-
sión que el Partido Republicano había enviado a esa localidad a hacer propaganda.
Ese día por la noche, en el Parque Central de San José un joven le arrancó la insignia
a un opositor y acabaron a golpes (“Crónica josena”, 1897a). Una gresca similar,
pero entre mujeres, ocurrió unos días después en una esquina del Hospital San Juan
de Dios: una muchacha se acercó a un republicano y le arrancó su insignia partidaria
de la solapa, una amiga del ofendido se dio golpes con la ofensora (“Crónica jose-
na”, 1897b). En Cartago, el 23 de agosto se inauguró el local del Club Republicano,
pero la actividad terminó en un escándalo de golpes, garrotazos y balas cuando los
ocialistas llegaron a enfrentar a los opositores (“Notas de Cartago”, 1897a).
A mediados de agosto, los líderes del partido alternavilista -como ya se auto-
nombraba la oposición- José Francisco Peralta, Francisco E. Fernández, Francisco
Aguilar Barquero y Juan Federico González mandaron una solicitud al presidente
de la República, que también hicieron circular en forma de hoja suelta, y le pedían
garantías para ejercer el sufragio y le solicitaban que le encargara el mando a alguno
de los designados, “por no convenir que él sea juez y parte entre el bando que lo
sostiene y el contrario” (“Notas de Cartago”, 1897b, p. 2). Iglesias no respondió a
esa solicitud.
A inicios de setiembre, en un intento por frenar los constantes enfrentamientos
y escándalos, el ministro de Gobernación ordenó a gobernadores y jefes políticos
del país reprimir las plazas políticas cuando los oradores usaran expresiones como
“bandido, asesino, ladrón, estafador y otras semejantes”, pues, según él, con esos
insultos se comenzaban las riñas. Asimismo, se prohibieron “los gritos de vivas”, la
circulación de propaganda política sin permiso de las autoridades, la portación de
armas, y las reuniones políticas que amenazaran la paz (“Poder ejecutivo”, 1897, p.
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2). Por supuesto, ese recurso sirvió para el encarcelamiento, por parte de la policía,
de simpatizantes republicanos al utilizar como justicación el alegato de violación
de la ley, lo cual equivalió a echar más leña al fuego (“Notas de Heredia”, 1897).
El domingo 12 de setiembre, un grupo de los reeleccionistas de Alajuela y
Heredia, calculado en más de mil personas, se desplazó a Santo Domingo de Heredia
con la excusa de hacer propaganda y en franca provocación hacia los republicanos
que eran mayoría en esa villa. A las 11:30 a.m., ese grupo entró a pie y en desle
al sitio, en donde los estaba esperando un grupo de trescientos antirreeleccionistas
encabezados por Albino Villalobos (el abogado y amigo de Félix Arcadio Montero)
y Abrahán Campos. Al pasar el desle frente a ellos, varios de los republicanos
gritaron “¡mueran todos estos muertos de hambre!”; al frente de la iglesia católica
comenzó la batalla campal entre los grupos: con puños, garrotes y a tiros se enfren-
taron. La policía intervino y un grupo de ocialistas pudo seguir deslando hacia
una plazoleta; en ese sitio los alcanzaron los oposicionistas y se volvió a armar una
trifulca, ahora con piedras y cuchillos.
Al iniciar la tarde del 12 de setiembre, la sangre ya corría por la calle: decenas
de heridos y tres muertos fue el saldo cuando la policía pudo acabar con el desorden
a eso de las 2 p.m. En Heredia, donde se realizaba un desle de los republicanos,
al conocerse lo que ocurría en Santo Domingo, algunos civilistas lanzaron balazos
contra sus opositores políticos. En San José, se agruparon simpatizantes de los
dos bandos para recibir noticias de lo que pasaba y fue hasta entrada la noche que
se desperdigaron (“Crónica”, 1897; “Información política”, 1897a; “Lo de Santo
Domingo”, 1897; “Combate dominicano”, 1897). Ese día y en los siguientes, la
policía detuvo y metió a prisión a varios líderes del Partido Republicano de Alajuela,
Heredia, Cartago y San José (“Información política”, 1897b; “Vejaciones”, 1897). El
14 de setiembre, la Comisión Permanente en el Congreso suspendió por 60 días las
garantías individuales (“Sección Ocial”, 1897b).
Pero la suspensión no erradicaba el odio. Reducidas las posibilidades de ganar
el poder por medio de votaciones limpias, los opositores intentaron hacerlo por
medio de una revolución. La noche del 28 de setiembre, un grupo de hombres asal-
taron la estación de electricidad en San José y cortaron la luz a las 10 p.m. Apenas
reinó la oscuridad, en los barrios de Cuesta de Moras, La Soledad, el Paso de la Vaca
y Hospital, se produjeron escándalos que sirvieron para atraer la policía y enfrentarla
a balazos por parte de grupos aparentemente alzados en revuelta contra el Gobierno;
el resultado fue un policía muerto y varios heridos (“Actualidad”, 1897; “Ojeada
retrospectiva”, 1897). No obstante, el conato de revuelta no fructicó y sus cabeci-
llas fueron puestos en prisión.
La violencia se silenció en las siguientes semanas, debido a la suspensión del
régimen constitucional y porque muchos de los líderes oposicionistas estaban entre
rejas o habían sido desterrados, a la acción de la policía, y al miedo. Aunque las
garantías se restituyeron unos días antes de las elecciones de segundo grado, veri-
cadas el 14, 15 y 16 de noviembre, las directivas centrales del Partido Republicano
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de San José, Cartago, Heredia, Alajuela y Puntarenas circularon una hoja suelta en
la que anunciaron que su partido no votaría en esos comicios (“Suscrita”, 1897).
Como anotó Molina (2001), las elecciones las ganaron los ocialistas, por supuesto,
pero a las urnas solo asistió un 39 por ciento de los votantes, lo cual le dio un halo
de ilegitimidad al nuevo periodo de gobierno de Iglesias. El dato de la asistencia
a las urnas, además, conrma una sociedad costarricense tremendamente dividida
por la política, por los odios construidos al calor de las elecciones y de la estructura
autoritaria impuesta por el Poder Ejecutivo. Iglesias fue electo presidente el 12 de
diciembre, pero ya arrastraba consigo una acumulación de rencores y desprecio por
un grupo opositor al que bautizaría un joven republicano unos años después como
“el Olimpo”.
Por un lado, la violencia política desencadenada en 1894 había alcanzado un
momento determinante en 1897. Esa violencia tenía un patrón muy claro: ocurría
en las villas y ciudades del Valle Central, recurría a cualquier artefacto para hacer
daño al opositor, se producía en la calle, ocurría de manera grupal, y no temía llegar
hasta el asesinato. Por otro lado, la violencia era un recurso para exponer la animad-
versión por el contrincante político y para dar evidencia del sistema de represión en
que estaba el país. En vista de que la represión se ejercía contra una parte de la élite
política y no solo contra votantes de sectores populares, la agresión se justicó por
parte de esas élites locales como una forma de reacción legítima que, a su vez, atraía
a sus familiares y amigos a la arena de lucha. La espiral de furia iba creciendo; si
no se le ponía freno, el resultado podía ser tremendamente contraproducente para el
proyecto de país.
REDUCIR LA VIOLENCIA: EL PACTO COMO
HERRAMIENTA POLÍTICA, 1901-1902
En febrero de 1899 hubo un nuevo intento de golpe de Estado, pero fracasó
(Obregón, 1981). La violencia amenazaba con volver a aparecer como protagonista
en las elecciones de 1901-1902, particularmente si Iglesias extendía todavía más
sus años en el poder. Sin embargo, en agosto de 1901, Iglesias le envió una carta a
Cleto González Víquez, destacado en ese entonces como abogado y militante de la
oposición política, para llegar a un acuerdo que permitiera una transición política en
1902. Gracias a esa correspondencia, el 14 de setiembre se materializó una reunión
de Iglesias y algunos de sus allegados con dirigentes del Partido Republicano, y
resultó un consenso para postular como candidato presidencial a Ascensión Esquivel
(Asamblea Legislativa, 1901). Tal y como explica Salazar (1998), de ese pacto nació
el Partido Unión Nacional, aunque, en la práctica, los opositores solo lo llamaban el
Partido Nacional y a sus seguidores nacionalistas.
Al considerar esta transacción, el historiador Orlando Salazar Mora ha puesto
el motivo principal en la tremenda crisis económica vivida en el país en ese momento
lo que había obligado a Iglesias a transar: “Sin lugar a dudas la crisis económica
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afectó la ya erosionada imagen del presidente Iglesias, quien muy hábilmente buscó
una salida política decorosa para evitar que sus enemigos llegaran al poder y exami-
naran sus actuaciones públicas desde 1889” (1998, p. 202). Por su parte, Eduardo
Oconitrillo (2004) ha apuntado que “los campesinos” temían la posibilidad de una
nueva reelección de Iglesias y supondría una guerra inevitable con Nicaragua; por
ende, serían forzados a enlistarse en el ejército.
No obstante, no fueron la crisis económica ni un posible conicto en el norte
los problemas que movieron al autoritario político a pactar, sino la extensión de la
división comenzada en 1889 y tenía fracturado al país hasta ese momento. Aunado a
eso, las diferencias políticas habían producido varios muertos y decenas de heridos
en el pasado cercano y eso podría volver a ocurrir. Después de dos elecciones cues-
tionables, Iglesias no podría sobrevivir a una tercera. El mismo Iglesias lo reconoció
así, en su carta a González Víquez al apuntar que un pacto sería lo deseable: “para
evitar en lo posible los trastornos consiguientes a toda lucha electoral en que inter-
vienen elementos movidos por distintos y encontrados criterios” (Asamblea Legis-
lativa, 1901, p. 1).
La transacción beneciaba a Iglesias, sin duda, y era la opción de muchos
liberales para evitar quedar fuera del poder una vez más. Pero otros liberales repu-
blicanos, entre ellos Albino Villalobos, Faustino Montes de Oca, José María Zeledón
y los jóvenes hermanos Rogelio y Víctor Fernández Güell; no aceptaron la transac-
ción y decidieron ir por separado a las elecciones para enfrentar a Esquivel (Salazar,
1998). Esta contrariedad atrajo nuevamente a la campaña electoral los discursos
sobre la ilegitimidad.
Desde el periódico El Derecho: diario republicano, fundado y dirigido
por los hermanos Fernández Güell, se lanzaron los principales dardos en contra
de la transacción política, al hacer declaraciones como que no se podían fundar
“Repúblicas con lágrimas, ni se reconquistan los derechos de un pueblo lleván-
dolo a los pies del amo” o el “oro se arranca del seno de la tierra y la libertad de
las entrañas de los tiranos” (V.F.G., 1901, p.2). Los republicanos intransigentes
alegaban que Unión Nacional no era sino una “imposición” alrededor de cuya
bandera se refugiaban “los ambiciosos, los enemigos del pueblo y unos cuantos
patriotas extraviados”; en cambio, ellos eran patriotas, amantes de Costa Rica por
cuyas venas corría “ese mismo fuego que corrió en las de los héroes del San Juan”.
Ellos alegaban sentir un ardor patriótico similar al “que arrastró a Bolívar hasta
las riberas del Orinoco y la cumbre del Chimborazo; que impulsó a San Martín a
internarse en los desladeros tenebrosos de los Andes; que lanzó a Kociusko [sic:
Kościuszko] a luchar por la libertad de la infeliz Polonia” (“La campaña”, 1901,
p. 2). Más directamente, los republicanos decían que había llegado la hora del
combate y que el clarín anunciaba la pelea.
En un arranque de imaginación, a inicios de octubre de 1901, bajo el seudó-
nimo de “Pascual”, el joven Rogelio Fernández Güell apodó a los antiguos miem-
bros republicanos del Unión Nacional como “El Olimpo”. En ese texto, en que se
David Díaz Arias • La lucha entre El Olimpo y la República: culturas populares, violencia política... 1515
presentó la situación política de Costa Rica como sombría, la creación del joven
fue muy poética:
Todo estaba en silencio; los Dioses en el Olimpo dormían dulcemente, en tanto que la
tempestad tronaba sobre el pueblo… De pronto se conmovió el monte y ante los Dioses
se desplegó una bandera blanca que decía ‘Transacción’. Ellos se levantaron, y pocos
momentos después, la bandera ondeaba en sus manos. […] Embriagados en el incienso
vano, se llenaron la cabeza de humo, la gloria los visitó un día en medio de aplausos,
vieron brillar en lontananza un porvenir soberbio y llenos de orgullo se apellidaron Dioses.
Ningún título mejor: esa palabra representa todos los sueños de una época pasada, todos
los absurdos de una edad que rodó a la sepultura, todas las falsedades que inventaron los
hombres un día y que luego creyeron realidad. ¡Dioses! […] Esos divinos señores jamás
se presentaron abiertamente en el campo de combate. El porvenir era el destierro. Apenas
el nombre de transacción llegó a sus oídos, despertaron. ¿A dónde nos han arrastrado? A
los pies del amo. ¿Qué debemos hacer? ¡Combatir al amo y a los falsos Dioses! (Pascual,
1901a, p. 2).
Liberado el apodo, muchos otros lo utilizaron en las páginas de El Derecho
(por ejemplo: Ravachol, 1901; Núñez, 1901, Pascual, 1902; Pascual 1902b; Pascual,
1902c). Asimismo, al reorganizarse, los republicanos se opusieron a la candidatura
de Esquivel con un discurso nacionalista que lo identicaba como nicaragüense
(Salazar, 1998; Oconitrillo, 2004). Pero quizás más importante fue su desprecio por
los transaccionistas y la recuperación más acentuada del recuerdo del 7 de noviembre
de 1889 e intentaron movilizar a los obreros a favor de su causa (“¿Qué harán los
artesanos?”, 1901a; “¿Qué harán los artesanos?”, 1901b). El recuerdo de 1889 era
determinante para identicar en Iglesias, al mismo designado que quiso ser impuesto
entonces por los liberales como presidente: “En el ánimo de todos ha quedado
grabado el 89; es una herida que aún no se ha cicatrizado y que, al solo nombre del
señor Esquivel, se vuelve a abrir” (Pascual, 1901b, p. 2).
En realidad, la cicatriz no se había cerrado desde 1889; justo por eso, los
republicanos escogieron el jueves 6 de noviembre de 1901 para reunirse en el Teatro
Variedades en la capital, recordar aquella fecha e insistir en su lucha contra Esquivel
(Pascual, 1901c). En su esfuerzo, miticaron el 7 de noviembre como un momento
determinante para la república (no usaban la palabra democracia), cuyo legado era
traicionado por el pacto con Iglesias: “Hoy volvemos a la misma situación del 89;
los que trataron de ametrallar a los patriotas se levantan con la faz siniestra, llamando
cobardes, indignos y miserables a los que tratan de limpiar nuestra bandera” (R.,
1901, p. 3).
Los republicanos propusieron la candidatura de Máximo Fernández, a quien
describieron como “hijo legítimo de Costa Rica, republicano irreductible” y lo
vincularon con 1889 (“Nuestro hombre”, 1901). Así, aunque no lo reconocieran los
fernandistas, la opción abierta por la transacción devolvió a la lucha electoral el
papel central en la decisión sobre la dirección del país y redujo las posibilidades de
que la violencia se impusiera como en las elecciones anteriores. El pacto político,
como instrumento de apaciguamiento entre las élites políticas costarricenses, servía
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para evitar la extensión del odio hasta los electores. Así lo expuso La Prensa Libre,
dirigida por el abogado cubano Antonio Zambrana, al recordarle al candidato de los
republicanos la forma en que, en el pasado, las transacciones habían servido para
evitar la disrupción del orden:
¿Es cierto, o no es cierto, que hubo transacción implícita en aceptar a don Próspero
Fernández como heredero de don Tomás Guardia, y a don Bernardo Soto como heredero de
don Próspero Fernández? Claro que la hubo. Entonces, ¿por qué don Máximo Fernández,
que aceptó aquellas situaciones de la política, dice ahora, según arma ‘El Fígaro’, que la
transacción es contraria a los principios? (“Política”, 1901, p. 2).
¿Era suciente el pacto como para evitar que la violencia volviera a ser prota-
gonista? Al menos las elecciones de primer grado llegaron sin problemas y se desa-
rrollaron el 15, 16 y 17 de diciembre, con solamente un incidente en Cartago provo-
cado por civilistas locales quienes no quisieron aceptar la transacción y asaltaron
dos mesas de votaciones para robar los registros de las votaciones (“Los sucesos de
Cartago”, 1901). Al conocerse los resultados con un estrepitoso triunfo del Partido
Unión Nacional, los republicanos aceptaron la derrota y la explicaron como un
presagio en vista de la transacción y de la reorganización que debieron hacer de su
partido y se alegraban de que su lucha había tenido eco entre “multitud de pechos
generosos” (La Directiva Central, 1901, p. 2). Por eso, se ufanaban de haber desper-
tado al pueblo costarricense, “del profundo sueño en que yacía” para hacerlo intere-
sarse nuevamente por la política (“Política”, 1902, p. 2).
No obstante, conforme avanzaron los días, los republicanos comenzaron a
identicar a las elecciones como ilegales, pero básicamente para decir que la victoria
de Esquivel fue “bien triste” y no merecía “cantarse en voz alta” (“Proceso electoral
de 1901”, 1901, p. 3), que contribuyó a la asistencia baja en las urnas, pues muchos
civilistas se abstuvieron de votar. Algunos informes de líderes republicanos de dife-
rentes lugares del país, como el de Alfredo González Flores publicado en 1902 sobre
las elecciones en San Antonio de Belén, dieron a entender que se había cometido
fraude. Eventualmente, las elecciones de segundo grado, realizadas el 16 de febrero
de 1902 en el Edicio Metálico, serían impugnadas por Víctor Fernández Güell, pero
su denuncia no tuvo ningún éxito (Lehouqc & Molina, 2002).
¿Resolvió la transacción el problema de la violencia política que se arrastraba
desde 1889? Sí. Las vías seguidas por los opositores a Esquivel fueron las de ir a
elecciones, intentar evitar que Esquivel fuera electo como primer designado a la
presidencia con una discusión en el Congreso acerca de su lugar de nacimiento e
impugnar las elecciones de segundo grado (Pascual, 1902). Agotadas esas vías, el 3
de mayo de 1902 hubo un intento de cuartelazo, pero los republicanos no participaron
en él (“Pronunciamiento y rebelión”, 1902; “La torpe aventura”, 1902). Además, a
diferencia de la actitud de Iglesias en el pasado en contra de sus enemigos, Esquivel
declaró una amnistía a los militares golpistas un mes después de su intento fallido
(Obregón, 1981).
David Díaz Arias • La lucha entre El Olimpo y la República: culturas populares, violencia política... 1717
EL TRIUNFO DE LA CULTURA DEL
ACUERDO POLÍTICO, 1906-1910
Los tipos de violencia política que generó el periodo de competencia abierto
por la ampliación de la democracia costarricense en la segunda mitad de la década
de 1880 desaparecieron en las contiendas electorales de 1906 y 1910, en un contexto
donde prácticamente todos los costarricenses adultos estaban inscritos para votar y
la asistencia a las urnas llegó a superar el 70 por ciento, como se puede ver en los
estudios político-electorales de ese periodo (Salazar, 1998). Asimismo, la violencia
bajó y el recurso a la impugnación de las elecciones a partir de la denuncia de fraude
se volvió más importante, particularmente porque las reformas electorales de 1908
y 1909 le dieron mayor poder a los demandantes para apelar los veredictos de las
mesas electorales al Tribunal de Casación de la Corte Suprema de Justicia (Lehoucq
& Molina, 1999).
Las asonadas en los cuarteles por motivos político-electorales casi desapare-
cieron, pues solo hubo una en 1906, que no tuvo éxito (Obregón, 1981), pero cuya
violencia sirvió para la decisión de González Víquez de negociar, con sus opositores,
reformas a las leyes electorales, considerara la abolición de la Comisión Perma-
nente y restringiera la capacidad del presidente de suspender el orden constitucional
(Lehouqc, 1998). Todo eso, a pesar de que el conicto entre El Olimpo y los repu-
blicanos no desapareció en el periodo, y aunque en las elecciones permanecieron las
piedras y los palos como recursos para incitar los miedos, esos recursos no se convir-
tieron en vías de expresión de una lucha estructural, sino en formas de agresión
individual animadas por las diferencias políticas, pero no dirigidas por las cúpulas.
Con el n de evitar que los conictos entre los políticos llegaran hasta las
bases, el acuerdo político se volvió una práctica fundamental. De hecho, la posi-
bilidad de pactar entre partidos fue real de cara a las elecciones de segundo grado
de 1906, entre los partidos Republicano, Republicano Independiente, del Pueblo, y
Unión Demócrata para impedir el ascenso del candidato del Partido Unión Nacional:
Cleto González Víquez. La unión la solicitó en julio de 1905 el militante del Partido
del Pueblo, Adán Saborío, quien públicamente subrayó no ver diferencias entre los
partidos oposicionistas. Saborío valoró en igual forma a sus candidatos y los llamó
a dialogar para seleccionar un único candidato porque, según él, “la unión del País
entero puede contrarrestar la inuencia que el Poder y sus secuaces tienen para torcer
el camino que sigue siempre la Democracia para el triunfo libre de su única causa,
la causa popular” (Saborío, 1905, p. 2). Al ganar las elecciones de primer grado
los nacionalistas, la oposición decidió fundirse como una “Unión Republicana”
(“Conducta”, 1906) incluso a pesar de los intereses personales de sus candidatos
quienes entorpecieron muchas veces las conversaciones entre ellos (Salazar, 1998).
Un nuevo pacto se produjo también en enero de 1909, cuando, para enfrentar
la candidatura de Rafael Iglesias por el Partido Civil, el Partido Republicano escogió
como candidato presidencial a Ricardo Jiménez Oreamuno, quien era asociado con
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El Olimpo desde la década de 1880 y era un destacado diputado en el Congreso, en
donde había ganado fama por sus discursos nacionalistas y antiimperialistas (Molina,
2009). Además, para darle sustento a esa candidatura, el nombre de Jiménez Orea-
muno fue propuesto por Máximo Fernández en una reunión en el Teatro Variedades
de delegados republicanos de todo el país (“Convención republicana”, 1909). Aun
cuando ese pacto no fue aceptado por los republicanos de Santo Domingo de Heredia
que habían enfrentado a Iglesias y a Esquivel en el pasado, tuvo el efecto deseado y
probó que las uniones podían servir para alcanzar la presidencia: Jiménez Oreamuno
fue electo presidente del país el 3 de abril de 1910 (“Las elecciones de segundo
grado”, 1910). Finalmente, esa cultura pactista permitió en 1914 el ascenso al poder
de una persona que ni siquiera había sido candidato presidencial: Alfredo González
Flores (Oconitrillo, 1979).
¿Qué pasó con el discurso de odio y venganza? La propaganda de las campañas
de 1905-1906 y 1909-1910 se fueron al cuerpo de los candidatos con insultos, valo-
raciones negativas, chismes, y mentiras, pero permanecieron en ese nivel de despres-
tigio sin involucrar las vías del enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Además, aunque
subiera la temperatura en los improperios, se impuso el reconocimiento de los
elegidos sin llamar a su desconocimiento o subrayar la ilegitimidad de su autoridad.
El Partido Unión Nacional, o nacionalistas, lo resumió así el 6 de julio de 1905:
Sí, señores del fernandismo, tenemos que reconocernos como enemigos declarados, como
enemigos irreconciliables, mientras esté sobre el tapete el problema de la política que, una
vez resuelto, debe dar por terminada toda diferencia para proporcionar al futuro Gobierno,
un campo libre de malezas en que pueda desplegar su actividad en bien de nuestra Patria
(A., 1905, p. 1).
El apaciguamiento en el lenguaje del odio ocurrió, además, en un contexto
donde las nuevas generaciones de políticos, intelectuales y obreros se abrían espacio
en el paisaje de un mundo liberal que comenzaba a variar en el primer lustro del
siglo XX. Muchos de esos jóvenes despreciaban el patriotismo liberal por consi-
derarlo vacío y rechazaban las elecciones porque las entendían como una forma de
legitimación de aquellos que, una vez en el poder, le daban con el látigo a quienes los
elegían (Díaz, 2015). Como Roberto Brenes Mesén en 1904, añoraban un partido que
llamara al abstencionismo hasta que existiese un partido verdaderamente formado en
una ideología y no en un caudillo. Al bajar el tono de la violencia y realizar cambios
en la ley electoral, los políticos liberales, principalmente los del Olimpo, también
comenzaron a cooptar a esos jóvenes críticos, hasta el punto de integrarlos en la
campaña electoral de Ricardo Jiménez Oreamuno en 1908-1909 (Rodríguez, 1981).
Al saludar esa candidatura, José María Zeledón señaló:
Es el momento, pues, de que los escépticos que ya comenzábamos a desconar del
triunfo de la evolución y paseábamos el pensamiento en los jardines de una redención
menos platónica donde revientan las ores encarnadas de la revolución, vengamos a lidiar
nuestra última batalla, la que habrá que hinchar tal vez la vela de nuestras esperanzas, o dar
David Díaz Arias • La lucha entre El Olimpo y la República: culturas populares, violencia política... 1919
cumplida justicación a nuestro retraimiento venidero y a nuestros torvos sueños de acción
desesperada (Zeledón, 1908, p. 2).
La reforma política promovida por el acuerdo político, entonces, no solo
permitió un cambio en la cultura política fundada en 1899, sino que fue una herra-
mienta muy útil para encausar por el camino de la política liberal a nuevos grupos
que terminaron participando directamente en el campo electoral y en las lides del
Congreso (Molina, 2002, p. 171).
EPÍLOGO
Al celebrar la elección de Ricardo Jiménez Oreamuno en abril de 1910, el
periódico La República se congratulaba del espíritu democrático costarricense y, al
respecto, apuntó:
Es en estos casos cuando uno se siente orgulloso de haber nacido en este rinconcillo de la
América Central, en donde las prácticas republicanas se traducen en hechos y se vive la
vida de la libertad que hace felices a los habitantes y los alienta para continuar con más
ahínco y más fe por la luminosa senda de las grandes ideas de progreso moral y material
(“Las elecciones de segundo grado”, 1910, p. 2).
¿Había desaparecido el fantasma de 1889? Hacia 1910, las elecciones habían
logrado insertarse en el discurso de la identidad nacional costarricense, como una
parte fundamental de la expresión de su particularidad. De esa forma, al lado de
las etiquetas de país pacíco, blanco, ordenado, trabajador, con más maestros que
soldados, las elecciones libres cuyos resultados eran respetados por el gobierno
saliente y por los perdedores se convirtieron también en parte de la retórica nacio-
nalista del país. En 1914, el joven estudiante estadounidense Dana Gardner Munro,
quien investigaba para su tesis doctoral, conversó ampliamente, por separado,
con Cleto González Víquez, Rafael Iglesias y Ricardo Jiménez Oreamuno. Ellos
le certicaron la narrativa de que, desde 1902, Costa Rica vivía una plena demo-
cracia liberal explicada por su historia diferente en América Latina, la “relativamente
poca y relativamente primitiva” población indígena, la presencia determinante de
pequeños propietarios que trabajaban la tierra, y la pequeñez de una clase social
rica frente a una gran mayoría de campesinos. Al anotar esos datos, Munro miró su
presente y escribió:
Para 1914, los costarricenses aseguraban, con mucha razón, que ellos tenían el gobierno
más democrático en América Latina. La prensa gozaba de libertad y no había presos polí-
ticos. Todos los cinco presidentes que estaban con vida residían en el país y usualmente
se les convocaba para contar con su criterio cuando se discutían asuntos de gran impor-
tancia. El ejército era pequeño. Los costarricenses se ufanaban por tener más maestros que
soldados (Munro, 1983, pp. 6-7).
El paisaje pintado por Munro (1983) era el resultado del triunfo de la cultura
de los acuerdos políticos entre la clase política costarricense, desarrollado con el
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n de paliar la forma en que las elecciones de primer grado podían politizar a los
electores hasta convertir la violencia en una herramienta para intentar alcanzar el
poder. El evento fundador de esa cultura política basada en la violencia ocurrió el
7 de noviembre de 1889 y esa semilla se cultivó, cuidó y se convirtió en or en los
siguientes años. La expresión partidista de ese tipo de cultura fue la lucha entre los
políticos liberales y aquellos autodenominados republicanos. El punto cúspide de esa
cultura fue el enfrentamiento con Rafael Iglesias durante sus dos gobiernos.
La inestabilidad producida por el autoritarismo de Iglesias llevó al país a una
profunda división política que utilizó categorías binarias de buenos y malos para
describir a los contrincantes, echó mano de planes revolucionarios, de intentos de
asesinato político, de palos, piedras, cuchillos, armas de fuego y montoneras para
intentar imponerse en el poder.
La cultura pactista logró superar esas prácticas que, de haber continuado,
hubiesen trastocado las nociones que daban fundamento a la identidad nacional
costarricense. Al imponerse el diálogo y el acuerdo político, el país pudo concretizar
una cultura electoral y le dio sentido a su “democracia pre-reformada”.
AGRADECIMIENTOS
El autor agradece enormemente los comentarios y recomendaciones que Iván
Molina Jiménez realizó a este ensayo, lo cual permitió enriquecerlo mucho.
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