Diálogos Revista Electrónica de Historia ISSN 1409- 469X
Volumen 6 Número 2 Agosto 2005 - Febrero 2006.
Dirección web: http://historia.fcs.ucr.ac.cr/dialogos.htm
Artículo Relacionado: Carlos Hernández Rodríguez La memoria auscultada: Alvaro Montero Vega, de la evocación a la
historia de vida Dirección web: http://historia.fcs.ucr.ac.cr/articulos/2005/biogra_chernand.htm
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ALVARO MONTERO VEGA: RECUERDOS
DE VIDA Y DE LUCHA. (
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)
Yo vi luz por vez primera, el 4 de marzo de 1921. Nací entre Naranjo y San Juan,
justo a la mitad de camino, cerca de un lugar al que la gente simplemente llama “El Muro”.
Ese sitio no tenía por entonces un nombre particular. No si ahora lo tenga, pero lo cierto
es que de ese lugar, algo después, nos trasladamos al pueblo, donde mi padre alquilaba casa
y oficina. Ahí en Naranjo pasé el resto de mi infancia.
Por causa de unos temblores muy fuertes que se produjeron en mil novecientos
veinticuatro, nos trasladamos a la finca de mi abuela, Rosa Segura Fonseca, quien había
heredado la propiedad de mi singular bisabuelo, Félix Arcadio Montero. Yo recuerdo muy
bien esa estadía, porque llevábamos una vida muy activa y afanosa, teníamos parte en las
cogidas de café, así como en la cuestión de echar la electricidad, ya que teníamos planta
propia. Nos ocupábamos de esas cosas y también solíamos andar en un trapiche y en los
patios de beneficiado del café. Prácticamente llevaba la vida del niño campesino, que
disfruta a diario el andar en las fincas recogiendo frutas, goloseando en los trapiches y
participando de las penas y las alegrías de la agricultura y la recolección del café.
Con excepción de los hijos de mi tío Alejandro, los Montero Herra, quienes
nacieron y se criaron en la ciudad de San José, en Naranjo de Alajuela nos criamos todos
los primos, los Montero Chacón, los Montero Hidalgo y los Montero Aguilera.
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La biografía contó con la colaboración del historiador Carlos Hernández Rodríguez
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Éramos muchos, pues las familias de ese entonces eran numerosas. Siempre
estábamos en los sitios frecuentados por los menores, coincidíamos en la escuela, en las
fiestas, en la iglesia, el mercado, en las posas del río Pilas o del Colorado y en la plaza de
deportes.
El pueblo era pintoresco y acogedor. Había una hermosa Iglesia Católica que se
tardó muchos años en construir, tenía hermosos jardines y una linda gruta dedicada a la
Virgen de Lourdes. Ahí, en las tardes de verano, se celebraban rosarios muy concurridos,
venía gente de todos los rincones del cantón y los jóvenes aprovechaban para cortejar a las
muchachas y acompañarlas a su regreso a casa, desafiando el riesgo de que algún familiar,
pretendiente o algún novio celoso, amenazara con machete en mano, como a menudo solía
ocurrir.
En mis tiempos mozos, el cura párroco era el padre José del Olmo, un español muy
respetado y querido, que organizaba con gran dedicación los rosarios, haciendo venir desde
Alajuela a los padres de la Iglesia de La Agonía, que eran muy buenos predicadores, y por
ello era casi obligado el ir a escuchar los sermones.
El Alcalde era don Emilio Moya, un hombre bonachón que impartía justicia al estilo
salomónico y es probable que por ello nunca fuese removido de su cargo. Mi o, don
Bolívar Montero, fue el sempiterno tesorero municipal y por sus principios y rectitud
ningún partido político se atrevió a removerlo del puesto. Con el jefe político sucedía algo
muy distinto, pues con cada cambio de gobierno este era invariablemente cambiado.
Recuerdo especialmente, entre los muchos que ocuparon el cargo, a Aníbal Pérez, porque
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nos perseguía en las noches cuando nos metíamos en billares o cantinas, o andábamos
tarde, haciendo alboroto o travesuras.
Dos días a la semana había cine. Meno Carballo, dueño de la única sala de cine,
traía las películas de la vecina localidad de Grecia y se pasaba rollo por rollo, con un
intermedio para que la concurrencia tomara un refresco, con gallo de salchichón, tosteles o
una torta de carne que resultaba siempre más masa que otra cosa. Las cosas eran casi
prosaicas pues, aparte del repertorio de cine mudo, recuerdo que a veces no llegaban todos
los rollos y se completaba la película hasta otro día.
Mi infancia coincidió con la época del primer cine. Veíamos con gran deleite las
hilarantes películas de Charlie Chaplín, Ben Turpin, Harold Lloyd, Laurel y Hardy, y sólo
posteriormente llegaron las películas sonoras, de dibujos animados y de vaqueros.
Los domingos eran días de fiesta. En la mañana se iba al mercado, se tomaba
habitualmente un helado de sorbetera o un granizado con leche condensada. Para evitar el
enojo de los mayores, se asistía invariablemente a la misa, se iba al fútbol en la tarde,
posteriormente a la retreta y también, a veces, a algún baile en el Centro Obrero o el Centro
de Amigos de la ciudad.
Naranjo sigue siendo un pueblo pequeño, montado sobre una loma larga que, según
el decir de los viejos, simulaba el lomo de una mula echada. Justamente ahí se ubicaba la
parte central, con la plaza de fútbol que estaba frente a la iglesia y la escuela, situada donde
está ahora el parque. Lo demás eran suburbios, en la actualidad ya unidos e integrados en
todo sentido con el centro.
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La gente en general era muy católica y recuerdo el gran enojo de todos, cuando una
familia facilitó su casa para que se instalara una iglesia evangélica. Los jueves
invariablemente eran días de plaza. Venían los agricultores desde San Carlos, Zarcero, San
Ramón y pueblos circunvecinos, a vender sus productos en Naranjo. El centro del pueblo
se llenaba de carretas que traían papas, cebollas, maíz, frijoles, dulce en tamugas o atados y
otros productos. Era un mercado sumamente activo y siempre, muy de madrugada, los
comerciantes que venían a llevarse esos productos desde Alajuela, Grecia y otros pueblos,
nos despertaban con su gran bullicio.
En invierno era una verdadera hazaña traer esa mercadería de tan lejos y por
caminos llenos de barriales. Recuerdo que también pasaban por esos años, grandes partidas
de ganado, arriado desde San Carlos, hasta la lejana feria de Alajuela. Para los niños y
jóvenes era motivo de gran diversión ver pasar esas manadas de ganado, aunque a veces
venían animales bravos que se salían del grupo y nos ponían en fuga. En ese pueblo,
risueño y adormilado, en medio de parajes bucólicos y gozando de tal ambiente y libertad,
pasé una infancia inmejorable, hasta llegar ya al inicio de la adolescencia.
Con todo y el entorno campesino, soy consciente de que en el fondo provengo de un
hogar de clase media algo distinto. Mi padre, Aristides Montero Segura, era abogado, pero
no trabajaba en un bufete grande, sino en un modesto bufete personal. Trabajaba mucho
con los campesinos y de vez en cuando llevaba algunos juicios, pero por lo general
trabajaba en notariado. Por ese motivo recuerdo que viajaba a caballo por toda la zona
comprendida entre Naranjo y San Carlos. Recorría, entre otros sitios, Venecia, San Carlos,
Zarcero, Cirrí y Sarchí, así como toda la zona de Palmares y San Ramón.
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El era prácticamente el único notario en esa región y es probable que por eso tuviera
muy buen ambiente entre el campesinado. Recuerdo que llevábamos por entonces una vida
que transcurría entre el campo y la ciudad. Por tiempos vivíamos en Naranjo, pero también
solíamos pasar ciertas temporadas en la finca de San Juan.
Mi padre, además de notario, fue un político activo porque siempre siguió fielmente
los ideales de su padre Félix Arcadio Montero. Lo defendía a capa y espada y nos
transmitió a todos el cariño por esa legendaria figura, de modo que en la familia Montero,
no sólo la de mi papá sino la de todos los Montero, Félix Arcadio era una referencia
obligada. Yo creo que por eso los Montero somos rebeldes, luchadores y la mayoría
llevamos en la sangre el gusanillo de la política. Existe entre nosotros una verdadera
tradición, una actitud revolucionaria frente a la vida. Todo esto en mi caso se vio reforzado
por el lado materno, pues los Vega también se han destacado en el campo de la política.
Mi madre, por su parte, era originaria de San Ramón. Era una digna descendiente
de los Vega, de la gran familia ramonense de la que provienen los Valverde Vega, los Vega
Bermúdez, los Vega Camacho, los Rodríguez Vega y los Gamboa Vega.
Después de vivir en Naranjo, cuando aprobé el sexto grado de la primaria, nos
fuimos para San José. El asunto estuvo relacionado con la elección de mi padre como
diputado del Partido Republicano Nacional, liderado por León Cortés. El aspirante
oficialista lo incluyó en la papeleta y esto fue curioso, porque yo recuerdo gráficamente la
visita de León Cortés. Llegó un día al bufete a pedirle que fuera su candidato a diputado.
Yo casualmente llegué ese día, entré a la oficina y él me alzó, sentándome en su regazo.
Recuerdo que mi padre le dijo “Mire don León, yo le acepto, pero sepa usted que va a tener
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un diputado independiente. No voy a ser un diputado incondicional de su gobierno. Si
acepta esa condición yo voy en la papeleta; si no, pues no”. De inmediato, el curtido
político respondió: “No hay ningún problema. Yo lo necesito a usted en esta papeleta de
diputados por Alajuela”.
Cuando llegó a la diputación, como yo había acabado la escuela, mis hermanas ya
habían concluido y el mayor estudiaba Derecho, se dispuso el traslado a la capital. En total
éramos ocho hermanos. Yo ingresé al Liceo de Costa Rica en 1936, los menores entraron a
la escuela y las muchachas empezaron a estudiar contabilidad, lo que en aquel tiempo era
una cosa muy común en las mujeres.
Llegamos a residir al centro de San José, doscientos metros al sur de La Cañada. Al
frente había una casa de adobe, ocupada por un gran taller de zapatería, a la par estaba una
casa de unos orientales que era al mismo tiempo lavandería, oficio muy común entre los
chinos viejos de San José, y después otras casas y algunas pulperías desperdigadas. Ahí
viví algunos años hasta que terminé la secundaria.
En la secundaria tuve la suerte de tener buenos compañeros, casi todos egresados de
la Escuela Buenaventura Corrales y muy aplicados en el estudio. Gente como Alfonso
Trejos Willis, a quien recuerdo en especial, porque justo ahí en los pasillos del Liceo nos
hicimos muy buenos amigos.
Ya establecidos en San José, mi papá montó una pulpería, para que en los ratos
libres no estuviéramos de vagabundos. Estaba cien metros al sur de La Prensa Libre, se
llamaba El Fígaro y ahí trabajé con mi hermano mayor. Pronto adver que en la otra
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cuadra estaba el local del Partido Comunista, que por entonces se llamaba Bloque de
Obreros y Campesinos.
Por pura curiosidad empecé a arrimarme a escuchar, pues las reuniones
generalmente tenían lugar los lunes o sábados por la noche. Cuando mi hermano llegaba a
sustituirme en la pulpería, yo invariablemente iba a oír los discursos. Nunca tuve problema
con mi familia, pues nadie se enteraba. Simplemente salía, estaba algún tiempo oyendo los
discursos y después discretamente me iba para la casa. Al cabo del tiempo empecé a
relacionarme con la gente del Partido Comunista, al tiempo que continuaba mis estudios.
En esos tiempos del Liceo, por ahí del cuarto año, aún no estaba ligado formalmente
a la actividad política ni sindical. Era simplemente un estudiante pero, cuando empecé a ir
a la Biblioteca Nacional, en las vacaciones de tres meses, encontré a Alicia Albertazzi, una
mujer fina y simpática que me atendió muy bien. Lcon avidez los tres tomos de Los
Miserables y al concluir, reparé en un pasaje en el que Víctor Hugo hablaba del socialismo,
de las ideas socialistas y de los movimientos de revuelta. Entonces le dije a Alicia: “Déme
todo lo que tenga de literatura sobre el socialismo”. Ella de inmediato me facilitó la Crítica
a la Filosofía, de Carlos Marx, El Manifiesto Comunista y otros textos. Una vez que acabe,
me dijo, “Si quiere leer más, yo tengo en mi casa algunos libros, son novelas de escritores
rusos”. Recuerdo haber leído, gracias a ella, La Madre, de Máximo Gorki, un libro del
Lunarcharsqui, varias novelas de Gogol y otros escritores rusos de la época anterior a la
revolución de octubre. Eso fue decisivo en mi formación y en la forja de mi conciencia
política.
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Me parece que antes se leía más. Yo tenía un grupo de compañeros del Liceo que
eran buenos lectores y aún mejores estudiantes. Teníamos incluso un centro de estudio de
castellano, en el que participaba Isaac Felipe Azofeifa y ahí discutíamos y escribíamos para
un modesto periódico. Justamente a raíz de ello, conocí a Alberto Cañas y a otros
perfilados jóvenes como Fernando Johnes y Ottón Acosta, los cuales, aún estando en
grados superiores, formaron parte de ese grupo.
En parte, como producto de esos intercambios y discusiones, surgió mi interés por
seguir leyendo sobre marxismo. Estudié a clásicos como Plejanov y me familiaricé con la
ideología marxista. Ese fue un imprevisto inicio y por ello desde antes de que me acercara
al local del Partido, ya yo tenía cierto bagaje ideológico.
Mis recuerdos acerca de mis primeras inquietudes y pasiones políticas, a pesar del
tiempo siguen siendo bastante claros. Como nací en 1921, la coyuntura del Partido
Reformista no me afectó y, para cuando en la década de los treinta llegara a sentir un
creciente interés por la política, la fuerza más notoria y en alza estaba representada por el
Partido Comunista. Pasó poco tiempo antes de que ingresara a la organización y eso tuvo
lugar en el año 1937.
Esos fueron años definitorios y lo cierto es que puedo decir que no me fue fácil
tomar un rumbo de buenas a primeras. Cuando sa del Liceo, andaba un poco
desorientado. Por inclinación natural yo tenía interés en el Derecho, siguiendo la tradición
familiar cultivada por mi hermano, mi papá, mi abuelo y otros muchos parientes, pero una
vez que externé mi deseo de estudiar Derecho, mi papá recomendó que mejor estudiara otra
cosa, aduciendo que había muchos abogados en la familia y agregó que yo no podría vivir
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de la profesión, porque había salido igual que él e inevitablemente terminaría trabajando
para servirle a la gente y no para ganar y hacer dinero.
Ahí dio principio un auténtico peregrinaje. Pensando en cómo relacionarme con la
juventud para ayudar a orientar y tener gravitación política, me adentré en el campo de la
pedagogía. En esos días se fundó la Facultad en Heredia y entonces ingresé y estuve un
año viajando con un par de compañeros, en un grupo mayoritariamente integrado por
muchachas. Mis relaciones en la Facultad de Pedagogía fueron esencialmente con gente de
Heredia, pero ese año de mi ingreso yo realmente sentí que eso no era para mí, que ser
maestro no era lo que me llenaba.
Dialogando nuevamente con mi padre, este respondió que no insistiera con lo del
Derecho y, en vista de ello, pensé que tal vez en el trabajo como profesor me sentiría mejor.
Así principió otra travesía por el campo de Filosofía y Letras. Destaqué como estudiante
porque tenía interés por los temas históricos, filosóficos y las cuestiones políticas, pero al
final cejé en el intento, pues nuevamente terminé de convencerme de que eso no era lo que
me iba a satisfacer.
El afán de salir con una profesión ocupaba mi tiempo. En eso estaba cuando,
súbitamente, don Joaquín García Monge recibió el encargo del ilustre Alfonso Reyes, para
que buscara dos estudiantes que fueran a estudiar Antropología, con una beca del Colegio
de México.
Yo era muy amigo de don Joaquín García desde que estaba en el Liceo. Salía de
clases y era obligatoria una visita a su casa. Me quedaba largo tiempo conversando con él,
en la salita que tenía de estudio y que era justamente el sitio del que salía el Repertorio
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Americano, una publicación única y de larga tradición. Vivo agradecido por su amistad,
tengo ese agradecimiento de toda la vida, porque siempre me recibió muy bien, me dedicó
tiempo, conversó, atendió mis inquietudes y gracias a él conocí a escritores como César
Vallejo, León Felipe, John Dos Pasos y Steimbeck.
Cuando recibió el encargo de las becas me dijo: “Mire Alvaro, aquí tengo esto, vea
si le interesa, llene el cuestionario”. Llené el cuestionario y, cuando me preguntó si
realmente me iría, le respondí sin vacilaciones que para eso era como un sueño porque
yo me identificaba con la Revolución Mexicana, en esa época de Lázaro Cárdenas y quería
conocer y vivir de cerca ese proceso.
El cuestionario se fue junto con el de un muchacho de apellido Castro Tossi, y a los
dos días, don Joaquín recibió telegrama de don Alfonso Reyes, en el que le comunicaba que
el Colegio de México había decidido becarme para que me especializara en Estudios
Sociales.
Me fui para México, estuve dos años y estudié Sociología con Echeverría, así como
Ciencias Políticas con Pedroso, con Giner de los Ríos que era un escritor muy conocido y
con varios profesores muy connotados. Me ligué allá también a la vida política, me vinculé
al Partido Comunista de México y colaboré como redactor y encargado de la sección
internacional del periódico La Voz de México. Tomaba informaciones internacionales,
hacía resúmenes o comentarios y manejaba esa página siendo apenas un estudiante, pero
asumí seriamente esa responsabilidad y entrevistaba por encargo. Así pasó el tiempo y a
los dos años ya estaba de vuelta, aunque siempre con la empecinada idea de dedicarme a la
abogacía.
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Finalmente, contra el consejo de mi padre, ingresé a la Facultad de Derecho. Desde
que aborde en el avión, venía pensando ¿Ahora q estudio? Porque yo no me iba a
quedar con los Estudios Sociales. Pensaba que eran simplemente materias que me servirían
como cultura general y nada más. Empecé Derecho y topé con que mis excompañeros del
Liceo ya eran abogados. Con los que yo me relacioné en ese año de mil novecientos
cuarenta y cuatro, eran los que estaban saliendo del Liceo, me encontré con gente como
José Luis Villanueva, con Fernando Vargas, con Memo Alfaro y Eugenio Rodríguez Vega,
mi primo hermano menor.
Con esto de la abogacía hay algo así como una tradición. La ocupación se va
heredando, se va siguiendo y repitiendo la profesión. La cosa es que ahí me encontré con
un grupo muy interesante, no sólo por sus cualidades, sino también por ser muy politizado.
José Rafael Cordero Crocheri y gente como él, que ju un gran papel en Liberación
Nacional, o gente como Guillermo Villalobos, que también hicieron su honrosa parte en el
Partido Republicano.
Entré a Derecho y, por mi militancia en el Partido, nos empezamos a preguntar en
qué labor organizativa podía desempeñarme y así, luego de discutirlo, decidimos que lo
mejor era que colaborara con la Confederación de Trabajadores de Costa Rica (C.T.C.R.).
Todavía antes del cuarenta y ocho, yo colaboraba con la C.T.C.R., en dos campos. En el de
la educación, dando clases de Historia, en una escuela sindical dirigida por Carmen Lyra,
en la Universidad Obrera y, por otra parte, al mismo tiempo me desplazaba a diferentes
lugares, a ayudar a formar los sindicatos o a apoyar un poco con alguna orientación de
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derecho laboral. Me fui haciendo algo ducho en esas materias, sobre todo en el dominio del
derecho laboral aplicado, sin siquiera haber empezado a estudiar en la Cátedra de Derecho.
Luego de eso vendría lo del cuarenta y ocho. Me involucré en la Guerra Civil,
participé en ella al lado de las fuerzas que consideramos leales, las brigadas de la C.T.C.R.
y del Partido, que fueron al frente a pelear y posteriormente vivieron la represión y la
persecución, dirigida principalmente contra los sindicatos y los militantes comunistas.
La lucha en el frente sindical fue dura, los sindicatos se manifestaban y oponían a
las políticas oficiales, se hacían asambleas sindicales y eran intervenidas por la fuerza
pública. Nos apresaban, nos decomisaban los libros, se llevaban todo lo que podían y
llegaron incluso al extremo de disolver la Confederación, por iniciativa del Ministro de
Trabajo, el padre Núñez, quien gestionó ante los tribunales la disolución de la C.T.C.R.,
pretextando su participación en actividades políticas y electorales en procesos anteriores a
la Guerra Civil.
Esa situación de represión sindical e intolerancia política se extendió hasta mil
novecientos cincuenta y cinco. Vivimos una larga etapa de persecución, los sindicatos
tenían que andar constantemente defendiéndose ante el Ministerio de Trabajo y la acción
organizativa era muy difícil. Era complicada por eso, pero también porque apenas
empezábamos a hacer experiencia. Después de la disolución por vía jurídica de la
C.T.C.R., muchos sindicatos quedaron vivos y entonces empezamos a reagruparlos. Yo
participé activamente en el comité intersindical, empezamos poco a poco a fortalecerlo y a
colaborar muy especialmente con los trabajadores de la Zona Bananera en el Pacífico Sur.
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Quedaban algunos rezagos de organización que mantuvimos contra viento y marea,
en las plantaciones cacaoteras de la Compañía Bananera en el Atlántico. A partir de ellos
logramos realizar un congreso en 1953, un evento que dio origen a la Confederación
General de Trabajadores Costarricense (C.G.T.C.). Fui incorporado en la Secretaría de
Conflictos y me desempeñé cumpliendo funciones de asesoría a los trabajadores
organizados en los momentos de colisión y conflicto.
En ejercicio de tales funciones, me tocó estudiar un aspecto interesante de la acción
sindical. Debíamos resolver el problema de la falta de afiliación y algo aun más difícil,
levantar la moral y dar valor a la gente que sentía temor, no tanto de la represión patronal,
como de la intolerancia y persecución gubernamental. Empezamos a estudiar el derecho
colectivo de trabajo. No desarrollamos experiencia en toda la etapa anterior al cuarenta y
ocho, pues el sindicalismo en Costa Rica, encabezado principalmente por la C.T.C.R., fue
un sindicalismo concentrado en la defensa de los derechos individuales de los trabajadores,
tanto así que todos los dirigentes sindicales eran especialistas en el manejo del Código de
Trabajo, en lo relativo a los derechos individuales: vacaciones, jornada de trabajo, trabajo
infantil, preaviso, cesantía, vacaciones, trabajo de la mujer y otros. Todo eso lo manejaban
al dedillo y hasta los representantes sindicales llegaron a representar a los trabajadores en
los juicios laborales. Se hizo frecuente el ver a los dirigentes sindicales apersonándose ante
los Tribunales de Trabajo, en defensa de determinados derechos de los trabajadores.
Esa fue la gran actividad en el llamado “período de los ocho años”. La otra fue la
incorporación a las Juntas de Salarios Mínimos, que recibió un gran impulso durante la
última etapa del gobierno de Rafael Ángel Calderón Guardia y a lo largo de toda la
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Administración Picado, pero derecho colectivo no hubo. No habíamos desarrollado
experiencia, ni hecho uso del capítulo de Conflictos Colectivos de Trabajo y mucho menos
del capítulo de Negociación Colectiva para ir a las convenciones colectivas de trabajo.
Tuvimos que empezar por hacer, con apoyo de Manual Mora Valverde (ya de
vuelta, tras su exilio en México), una discusión a fondo del Código de Trabajo. Tratábamos
de aclararnos cómo llevar a la negociación colectiva a los trabajadores, tanto de la zona
bananera como de las empresas y talleres. Entonces hicimos algunos ensayos que fueron
definiendo el rumbo. Uno de ellos se intentó en la industria del calzado de San José, pero
topamos con la particularidad de que, si bien una gran cantidad de talleres promediaba los
veinte trabajadores, otros apenas llegaban a los cuatro o cinco. A todos, sin embargo, se les
obligó a negociar la Convención Colectiva de Trabajo. Luego lo intentamos en las tenerías
de Cartago y de Heredia, empezamos con el conflicto colectivo y luego fuimos a la
convención colectiva. Empezamos a relacionar el conflicto colectivo de trabajo, con la
convención colectiva, usando las dos formas de lucha y negociación.
Ensayamos la primera etapa que era la más fácil y la mejor para el movimiento
sindical, porque a partir del conflicto colectivo, al lograr plantearlo y llevarlo a un juzgado
de trabajo, lográbamos de inmediato las garantías de no despido; el juez tenía la obligación
de prevenir al patrono, para que no procediera a hacer despidos durante la etapa del
conflicto, y de obligarlo a nombrar la delegación patronal para la negociación, con ello en
definitiva se alcanzaba una forma más directa y segura de negociación, aunque esta no
adquiría la categoría de la convención colectiva de trabajo que tiene carácter de Ley
Profesional entre las partes.
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Fue por ese flanco que nos empezamos a meter y así, una vez hechas esas primeras
incursiones, decidimos tomar el gran desafío en la Zona Bananera y a ese efecto consagré
mi tiempo y esfuerzos. Principiaban así los ensayos con conflictos colectivos por fincas.
En el cincuenta y tres, fui nombrado Secretario de Conflictos de las C.G.T.C.. Ya
para ese entonces se había fundado la Federación de Obreros Bananeros (FOBA) y
teníamos lo que por aquellos tiempos llamábamos sindicatos independientes, que eran
sindicatos por divisiones, sectores o fincas de la empresa bananera. Existían sindicatos en
la división de Quepos, en la división de Palmar, en la de Coto, en la división de González
Víquez, en Golfito y un sindicato en el taller y en los muelles.
Mi primera incursión como secretario de conflictos fue justamente en 1953. Estalló
una huelga y, a raíz de ella, los compañeros de la FOBA solicitaron asesoría para enfrentar
un conflicto declarado ilegal. Fue una huelga bastante difícil, porque poco tiempo después
de iniciada, toda la dirección sindical fue apresada y sacada de la zona, luego de la
intervención del gobierno de Otilio Ulate. Fueron conducidos a San José y detenidos por
unas semanas en la Penitenciaría Central Isaías Marchena, José Meléndez, Domingo Rojas
y Oconitrillo Jara.
La huelga quedó en una situación delicada, en una especie de punto muerto.
Tuvimos que acudir a la influencia política del Partido. Manuel Mora siempre fue muy
hábil para encontrar soluciones a ese nivel y, de alguna manera, le hizo ver al presidente
Ulate, que había que llegar a un acuerdo, y que la negociación tenía que partir en principio,
de la liberación inmediata de los dirigentes. Al final persuadió al mandatario de la
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conveniencia de un acuerdo sobre salarios y de la urgencia de regulaciones y controles
sobre precios en los comisariatos.
En buena medida, el pleito era porque los precios en los comisariatos de la
compañía los aumentaban antojadizamente, en tanto los salarios permanecían relativamente
bajos, como resultado de la represión posterior a la Guerra Civil y entonces se demandó la
llamada Ley Juárez, sobre accidentes del trabajo. Esa conquista se celebró más que el
pequeño aumento de salario y que la cuestión del control de precios en los comisariatos.
Era sumamente importante el hecho de que la Compañía se obligara a adquirir una póliza
para protección de los trabajadores contra accidentes y riesgos del trabajo, en el Instituto
Nacional de Seguros. De todo aquello, quedó una reveladora imagen, una foto histórica
que, muy sugestivamente, deja ver cómo en el momento en que los dirigentes sindicales son
apresados y conducidos a las cárceles de la capital, quienes de inmediato asumieron la
dirección de la huelga, fueron las mujeres.
Las mujeres de la Zona, fueron fundamentales, y aunque desconozco los
pormenores de su intervención, pues me encontraba en San José, tengo claro que señoras
como Herminia zquez, esposa de Domingo Rojas Villarreal, en el momento más difícil,
se echaron resueltamente a la espalda todo el peso de la conducción del conflicto. Hay una
foto (en un folleto de la Asociación de Mujeres Carmen Lyra) donde aparece Herminia
Vázquez, con la bandera de Costa Rica en alto y junto a ella el grupo de mujeres reunidas,
en una actitud que evidencia su gran beligerancia y convicción.
Fueron ellas, en grupos numerosos, las que mantuvieron la conducción de la lucha
en esos aciagos días. Se constituyeron en comité y fueron a todas las fincas reclamando la
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hombría y firmeza de los trabajadores, levantando la moral y el calor de la huelga. Desde
entonces, y es posible que desde mucho antes, las mujeres jugaron un papel muy importante
en los conflictos bananeros.
Volviendo al punto inicial, cabe señalar que nosotros habíamos venido luchando,
por ver si por la vía del conflicto colectivo, podíamos conseguir alguna negociación,
afirmando los conflictos colectivos por finca. Nosotros intentamos el alegato de que una
finca era un centro de trabajo y avanzamos por ahí con los primeros conflictos colectivos,
sin embargo fracasamos, debido a que los tribunales establecieron que el centro de trabajo
era una división y no la finca, pero ya con eso al menos abrimos un portillo para plantear el
conflicto colectivo por división.
Ya para la huelga de mil novecientos cincuenta y cinco, pensamos en ese nuevo
recurso. En esa ocasión, planeamos llevar adelante varios conflictos colectivos en Coto, en
Palmar y otro en Puerto González Víquez. El plan era bueno, pero lamentablemente las
cosas no salen como uno las imagina; planificar en esta materia es muy difícil.
Esa huelga finalmente fue declarada en la división de la Chiriquí Land Company, en
el distrito de Colorado, al cual llamábamos González Víquez. En esa ocasión conseguimos
la declaratoria de huelga legal, apoyados en la reforma al Código de Trabajo, irónicamente
aprobada por una moción de Gonzalo Facio Segreda, con motivo de la renovación de los
contratos bananeros, en el año de 1954.
En el cincuenta y cinco, aprovechamos tal reforma y escogimos la división de
Puerto González Víquez, no sólo por ser el sector más golpeado, desde el punto de vista de
la explotación y las malas condiciones de vida, sino también por ser el s concentrado o
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geográficamente localizado, lo que planteaba mayores facilidades, en el plano organizativo.
Podía uno tener una relación mucho más directa de una finca a otra y se estrechaban y
facilitaban los vínculos con los trabajadores.
El movimiento prendió muy bien ahí. Por la vía del conflicto colectivo, pasamos
todo el trámite de los Tribunales, hasta llevarlos finalmente a declarar la legalidad de la
huelga. Luego se llegó al polémico arreglo que firmó Isaías Marchena y que en ese
momento nos dejó dolidos, porque la idea, en principio, era sostener el conflicto en
González Víquez, para luego extenderlo a toda la División de Coto que era más grande y
mucho más difícil de manejar.
El acuerdo complicó demasiado las cosas, pues prácticamente desapareció la
efervescencia y agitación requerida para proseguir la huelga en otros sitios y, más bien, la
Compañía hábilmente lo aplicó a las restantes divisiones, bajo la forma de arreglo directo,
nombrando, en unos memoriales, a un fulano de tal por la Compañía Bananera y a dos
obreros como presuntos representantes para después, apelando a la presión y al chantaje,
recoger las firmas del grueso de los trabajadores.
La huelga de Coto fue, desde todo punto de vista, muy importante, muy exitosa y
muy unitaria. Sin embargo, aconteció algo no previsto pues, si bien el movimiento obligó a
la Compañía a la negociación, no creímos que la intervención del gobierno de Figueres se
inclinara tanto a favor de la transnacional. El gobierno simplemente apoyó a la empresa y
puso empeño en liquidar la huelga a como diera lugar.
Dentro de un ambiente sumamente tenso, se fue a la negociación de la huelga. La
negociación se llevó a cabo en casa de un diputado al que llamaban el tuerto Vicente. Este
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hombre era diputado del Partido Liberación Nacional y después fue Ministro de
Gobernación. El ofreció su casa, ubicada por entonces en el centro, entre la población civil
de Golfito y un sitio al que por entonces se aludía como los “Cuadrantes del Uno”. Justo
ahí se llevó a cabo la discusión y en esa ocasión fue cuando, en un determinado momento,
el Ministro Pacheco atropellando con prepotencia a los trabajadores y amenazando con
cárcel a todos presionó de mil modos para acabar con el movimiento.
El hombre, impaciente y con instrucciones muy claras de acabar con el conflicto,
llegó al extremo de poner su escuadra sobre la mesa y decir intimidante: “¡Bueno, carajo!
Esto se arregla a como haya lugar, y si no, nadie sale de aquí”. Eso fue algo drástico, pero
cuando aconteció, ya los representantes de los trabajadores estaban convencidos de que el
acuerdo no era malo y debía aceptarse.
La negociación parecía de ese modo prosperar y rendir fruto, pero el caso fue que
nosotros asumimos una posición poco flexible y si se quiere hasta intransigente. En aquel
momento, no vimos lo positivo de la negociación que lograba muchas cosas. Se alcanzaba
incluso un pequeño fuero sindical, pues la parte patronal admitía el respeto a los comités de
base (uno por cada finca y cada departamento) y la inamovilidad de los miembros de la
directiva o de la seccional sindical, además de algo tan importante como era el
mejoramiento en las viviendas y la electrificación, gracias a lo cual mejoraron
sustancialmente las condiciones de vida.
Las casas, que eran viejos barracones, causaban mucho malestar. Los trabajadores
deseaban mejores viviendas y solicitaban constantemente que fueran separadas las casas de
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los trabajadores con familia, de los cuartos de los hombres solos, pues había mucha
promiscuidad e interminables fricciones que propiciaban a diario la violencia.
El arreglo era en realidad bastante bueno y el aumento de salarios importante. Isaías
Marchena, como buen negociador, consideró que era satisfactorio, pero nosotros como
Confederación, consideramos necesario extender el conflicto a toda la zona. Valorábamos
que la lucha de Coto no podía parar ahí, porque ello comprometía la situación en las
divisiones de Coto y Palmar.
Discutimos con Marchena y él dijo: “No, yo me comprometo a ir a Coto o a Palmar
a levantar el movimiento y hacer la lucha, pero no veo por q no deba aceptarse este
acuerdo, me parece que hay que firmarlo”. Él finalmente lo aceptó, asumiendo la
responsabilidad por lo actuado, y entonces nosotros reaccionamos mal, no hicimos un
análisis acerca de las variantes y estilos de negociación. No consideramos con buen criterio
político el problema y terminamos cometiendo la torpeza de expulsar de la Confederación a
Isaías Marchena.
Todo fue muy doloroso para mí, porque en lo particular lo apreciaba, y cuando
después fui a reunirme con los trabajadores para explicarles por qué se había sancionado al
Cabo Marchena, muchos lloraban y en casi todos los sitios dijeron que no podía ser, que el
Cabo era un hombre muy querido por todos ellos y que no podían aceptar que lo
hubiéramos sacado.
La decisión en todo caso se había tomado y finalmente el que llevó la peor parte fue
Marchena. Hasta se publicó una hoja con la foto de él, explicando por qué se le había
sancionado y aunque eso se hizo con el afán de aclarar el hecho, salvar responsabilidades y
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como parte de la sanción, un detalle particularmente significativo fue que nos dimos cuenta
de que los trabajadores de las fincas recortaban la foto y la guardaban en sus casas, o la
ponían en una libretita o en la billetera y en vez de distanciase de él, mas bien andaban con
afectuoso respeto el retrato del dirigente.
La sanción fue un grave error, mas en todo caso no dio ningún resultado. Isaías
Marchena era un líder natural, un hombre que incluso aprendió mucho de legislación
laboral y que llegó a saber del manejo de los riesgos del trabajo tanto o más que cualquier
abogado especializado. Precisamente, a raíz de su expulsión, se vino a San José y alquiló
una habitación en un hotelillo, cerca del Mercado Central, y ahí llegaban a buscarlo los
trabajadores de la Zona Bananera que se accidentaban o tenían problemas con el Instituto
de Seguros. Era tan popular y eficiente, que ya los obreros no recurrían a como asesor
legal de los sindicatos, sino que iban a buscar directamente a Isaías Marchena.
Marchena tenía un modo de vida honesto, fue un hombre recto en eso porque él
ayudaba a los trabajadores, pleiteaba, litigaba, sabía hacer las demandas, ganaba los casos y
los trabajadores le reconocían a él un porcentaje. Él estuvo así tanto tiempo, que yo
siempre sabía dónde encontrarlo. Definitivamente, era un hombre inteligente y de
irrenunciables principios, eso es algo que siguen reconociendo propios y extraños.
Luego de la huelga de 1959, cuando sobrevino una etapa de reflujo bastante dura, en
quien primero pensé fue en él. Yo dije con todo convencimiento a los compañeros: “Las
cosas pintan muy mal, si no hacemos algo rápido nos vamos a terminar de hundir, hay que
traer otra vez a Isaías Marchena”.
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Lo busqué, lo llevé a Golfito y lo integramos nuevamente. Él humildemente aceptó,
de inmediato dijo que sí. Su decisión de abandonar una situación tranquila y asegurada,
cambiando a un frente en el que se corría todo tipo de riesgos, es realmente la mejor prueba
de que Marchena estuvo en la actividad sindical por pura identificación con los
trabajadores. La invitación que le hice para que considerara volver no pudo ser más clara y
aciaga. Sin ambages le dije en aquella ocasión: “Ahora hay que sacrificarse, Isaías, porque
no hay un salario, hay que ver cómo lo hacemos y cómo lo garantizamos con la ayuda de
los campesinos y los trabajadores. Estamos de capa caída, en cuanto a afiliación las cosas
no se arreglarán pronto y más bien pueden complicarse mucho más”. Él no dijo mayor
cosa, aceptó y se vino a vivir con nosotros todo esa dura, ingrata e interminable etapa de
diez años que fue de reflujo y persecución, hasta que logramos reactivar el movimiento con
la huelga del setenta y uno.
Fueron muchas las incidencias, mas para volver al punto inicial, cabría subrayar
que, con la situación suscitada por la huelga del cincuenta y cinco, efectivamente se abrió
un nuevo capítulo en la historia de las relaciones laborales. La Compañía desarrolló por
vez primera el concepto de arreglo directo que se presentó al Ministerio de Trabajo. Los
patronos empezaron a hacer experiencia. El arreglo directo nunca lo habían aplicado en las
luchas laborales. Aquí dio comienzo una historia totalmente distinta, pues habría que
reconocer que la Compañía maniobró muy hábilmente.
El arreglo al que se llegó, permitía el reconocimiento de los comités de base del
Sindicato y ofrecía un sistema de solución de los problemas laborales, que por esa la vía de
arreglo directo se generalizó en toda la Zona Bananera. Lo que en realidad se hizo fue
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formalizar un sistema de negociación que ya en la práctica venía siendo implementado por
parte de las organizaciones.
Los sindicatos, en caso de conflicto en una finca, se presentaban inmediatamente. A
menudo se paraba el trabajo y se acudía a la casa del administrador o mandador en
demanda de soluciones, ya fuera con motivo de problemas relacionados con el pago de
salarios, la calificación de una operación o por los frecuentes inconvenientes que causaba la
falta de agua, lo cual obligaba a la protesta para que se limpiaran los tanques y se supliera
agua potable.
En los cuatro años que siguieron a 1955, hubo una calma relativa, pero en realidad
sólo en apariencia, pues pequeños conflictos y protestas localizadas en fincas explotaban
con frecuencia y muy pronto se resolvían.
El clima laboral y las reglas de juego cambiaron apreciablemente luego de la gran
huelga en González Víquez. La Compañía tuvo mucho cuidado de que los problemas en
cada finca se resolvieran con mayor prontitud. La precaución empresarial, sumada a las
disputas intersindicales, definitivamente no favoreció la extensión de grandes conflictos.
Por eso, a diferencia del primer lustro de la década de los años cincuenta, la mayor parte del
segundo se caracterizó por la calma y la ausencia de movimientos que afectaran grandes
extensiones y masas de trabajadores.
Hacia el decenio de los años cincuenta, las condiciones de vida eran malas. La
vivienda era el barracón, en el que mal vivía la gente en condiciones de insuficiencia y gran
promiscuidad.
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La señora del trabajador tenía que salir al aire libre, expuesta al mal tiempo, pues la
cocina estaba afuera. El baño, construido con latas, era cerrado y debía ser utilizado por los
moradores de varios barracones; había inevitablemente que hacer fila para poder entrar y,
por si eso fuera poco, el servicio sanitario era colectivo. Era una simple canoa de cemento,
donde las personas debían llegar a acuclillarse y había una especie de balancín, que estaba
todo el tiempo llenándose de agua y conforme se llenaba, se volcaba, vaciándose
mecánicamente en un canal que lo evacuaba.
Esa era de ordinario la situación. Recuerdo que, estando en la Zona Bananera, con
motivo de la “huelga del aguinaldo”, que explotó a finales de 1959, los trabajadores se
acercaron al entonces presidente Mario Echandi, quien poco antes había llegado allá a
propiciar la negociación. Al verle lo abordaron, le plantearon su malestar por diversas
situaciones y le mostraron el peculiar servicio sanitario. Él tras un breve lapso dijo una
cosa que a los trabajadores les causó, a un tiempo, risa e indignación, pues el gobernante,
luego de observar tan singular letrina, con algo de indolencia, manifestó: “Pero señores, eso
es mucho más higiénico y mejor que el otro servicio de agua o el de hueco, porque a
ustedes deponen con más facilidad. Definitivamente, la posición de cuclillas es más
saludable y además el sistema es más higiénico”.
Había una situación de insuficiencias, cuando no de graves carencias. Por esos
tiempos faltaba la electricidad para las casas. Constantemente, como ya antes se ha dicho,
se planteaba la necesidad de cambiar el modelo de vivienda, pues para todos resultaba
urgente hacer casas separadas y claramente deslindadas para familias y trabajadores
solteros, pues en ese tiempo, en el mejor de los casos, la planta baja era para trabajadores
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con familia y la planta alta para los que vivían solos. Por lo general, había una escalera
lateral por donde subían los solteros y ese hacinamiento creaba mucho conflicto entre estos
y los esposos o compañeros de las señoras.
Nunca vi en esa época, una sola casa donde tuvieran las comodidades mínimas. El
mobiliario se reducía a una mesita con unos bancos de madera para comer, algunos
camones toscos y nada más. Las ventanas eran de madera, sin cedazo, no contaban con
parcelas para sembrar y la recreación se reducía al adusto campo de deportes.
Hacia esos años, aún no se había extendido el club de trabajadores a las fincas y la
Compañía tenía únicamente uno, administrado por un particular en Golfito. Los empleados
llegaban a oír música o a comer con la familia, los días sábados y también los feriados.
Las autoridades estaban representadas por los llamados jefes políticos. En las
cabeceras de distrito había algunos agentes de policía, que solían tener una casa cedida por
la Compañía y estaba también el destacamento del Resguardo Fiscal, que era el nombre del
organismo específicamente encargado de controlar el contrabando por la frontera, aunque
con mucha frecuencia estaba a disposición de la Compañía Bananera para la eventual
represión y vigilancia del movimiento sindical.
La policía era siempre gente del país, algunos eran reclutados en la Zona, pero los
jefes nunca eran de ahí, pues por razones políticas y hasta por prejuicios, siempre eran
mandados desde San José. Indistintamente de adonde eran, todos tenían una formación
acentuadamente antiobrera y eran muy apegados a los intereses de la Compañía, por
favores y prebendas como el suministro de leche, hielo, whisky o servicios diversos que de
ella recibían.
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Invariablemente, cuando había actividades, como grandes reuniones o
concentraciones de trabajadores, la empresa llamaba al resguardo fiscal para que fuera a
sacar a los dirigentes y por ello todo el tiempo nos llevaban presos.
Había algunos de esos jefes del resguardo sumamente violentos, pero en general las
condiciones, eran tolerables. Después de la huelga del aguinaldo, sin embargo, recrudeció
la represión, la Compañía pidió que nombrasen y pusiesen a sus órdenes a un jefe político
en Golfito, el cual resultó muy represivo. La atmósfera se tornó tirante y el resguardo
recibió instrucciones de no permitir siquiera el tránsito de los dirigentes sindicales por las
fincas.
Esta situación se extendió a lo largo de toda la década de los sesenta. Cuando
estábamos reunidos, caían y nos decían: Está prohibida la reunión”. Así fue siempre,
hasta que algún tiempo después conseguimos un pronunciamiento del Ministro de Trabajo
y se recuperaron las libertades de transito y de reunión.
En los años anteriores a la huelga del cincuenta y nueve, el movimiento sindical se
había fortalecido bastante. Los sindicatos independientes (de González Víquez, de Coto, de
Palmar, de Quepos y el de Trabajadores del Taller y del Muelle, en Golfito) afiliados a la
FOBA., estaban bien establecidos al igual que la misma Federación.
Durante esa etapa de las huelgas de mediados de los cincuenta, los sindicatos se
hacían sentir en forma apreciable y a pesar de no haber convenios colectivos, se ejercía
autoridad en las diferentes fincas, a través de comités.
Los trabajadores siempre acudían al sindicato para resolver sus problemas, se
presentaban muchos problemas de pago, falta de agua y esos eran motivos suficientes para
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que los trabajadores pararan la finca y acudieran al sindicato. Se exponía por ejemplo que
una determinada labor se estaba pagando mal, que no se sacaba salario y entonces se
procedía, a veces paralizando el trabajo totalmente. En otras ocasiones sucedía algo
distinto, se corría la voz de que a tal hora había reunión, frente a la casa del mandador y,
una vez agrupados los trabajadores, se exigía solución al problema.
Los quejosos iban en masa con el dirigente sindical a enfrentar al mandador y de
este modo se hacían fuertes para exigir soluciones. Lo interesante es que de este modo
ordinariamente se resolvían los problemas. Ese peculiar método de acción, negociación y
solución de los conflictos luego lo trasladamos a la convención colectiva que suscribimos
en 1971, porque era magnífico y funcionó durante toda esa época.
El movimiento indiscutiblemente se había fortalecido, mas aún subsistía el
problema de la división sindical. Existía la FETRABA y con tal organización había una
disputa que a menudo se evidenciaba en las fincas. Frecuentemente, surgía algún problema
que la FOBA no había podido arreglar, y si la FETRABA lo lograba y quedaba en buena
posición, los trabajadores decían: Ah no. Eso es porque esa gente tiene acuerdos por
debajo y se entiende con la Compañía”. Una y otra vez, la FETRABA trataba de
acercarlos, pero no lo conseguía. Nunca pudo trascender su ámbito de acción en el
ferrocarril, el hospital y los muelles.
En la época en que viví más regularmente en la Zona Sur, que fue de 1955 en
adelante, la Compañía recurría a la represión, sobre todo para impedir o dificultar el
desarrollo de los sindicatos. En la vida rutinaria de los trabajadores, su intervención pasaba
relativamente desapercibida o al menos no era tan evidente. A primera vista, la empresa no
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parecía interesada en el control directo de sus vidas, aunque ciertamente tenía otras formas
de controlar, asegurando, por ejemplo, el servilismo y adicción de altas autoridades, como
jefes políticos, alcaldes y jueces (a quienes por regla general concedía no sólo la regalía de
apreciables servicios, sino que, además, les hacía llegar cheques o pagos especiales y les
facilitaba el traer mercadería de la Zona de Panamá).
Era común que uno encontrará en Golfito a los miembros del Tribunal Superior de
Trabajo. La empresa los alojaba en una casa de huéspedes y de ahí comúnmente los
llevaba a hacer compras en avioneta a Panamá y luego los traía directamente al Aeropuerto
de Golfito, de donde finalmente salían para San José, sin ningún control de aduanas.
Con las municipalidades procuraban asegurar la misma influencia, al igual que con
los partidos políticos. La Compañía ponía sus fichas a jugar simultáneamente, con un
partido y con otro. Apostaba en uno y otro lado, de manera que la integración de la
Municipalidad siempre le resultaba favorable y con ello podía influir y favorecer sus
proyectos.
Aunque el control de la vida social no era abierto y evidente, uno sentía
definitivamente, cuando permanecía en la zona, que todo estaba bajo el mando de la
Compañía. De manera inconsciente, llegaba a pensar que la máxima autoridad era la
Compañía Bananera. No es ninguna exageración el afirmar que la misma gente de la Zona,
hablaba de San José como de otro país. Las costumbres, la gente, el habla, el ambiente
social, todo era distinto en aquellas enormes extensiones.
Prácticamente se vivía en un Estado inserto dentro de otro. Eso era el típico enclave
bananero, ahí no se movía nada si no era con la venia de la frutera. No podía ser de otro
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modo, pues tenían prioridad para el empleo del servicio aéreo, controlaban del todo el
ferrocarril y tenían gran influencia en las empresas de transporte marítimo y automotor, lo
cual es mucho decir en una región que por entonces se encontraba bastante aislada.
La salud estaba totalmente en sus manos. Tenía los dispensarios, los centros de
atención elemental, el hospital y, de no ser por algún curandero, no había más donde acudir.
Hasta el agua provenía de sus propias instalaciones, en cada finca había un pozo y un
tanque de aluminio en alto, desde donde se distribuía el líquido a todas las casas.
La educación caía prácticamente bajo su responsabilidad. La empresa nombraba a
los maestros y disponía de los establecimientos. Esto nos preocupaba pues, aunque los
trabajadores tenían la posibilidad de mandar sus hijos a esas escuelas, nos inquietaba la
formación, los valores y las ideas pro empresariales que algunos maestros inculcaban en los
niños. Se les hacía ver, por ejemplo, que la Compañía era como una buena madre
desprendida, que protegía, daba trabajo, bienestar y casa. La Bananera era como la
“Mamita Yunai” de la que hablaba irónicamente Carlos Luis Fallas, y el Sindicato Rojo, al
ser su declarado enemigo, supuestamente dificultaba, cuando no impedía del todo, la
percepción de todos esos beneficios para los trabajadores.
A veces, algunos niños de mediana escolaridad llegaban a la casa comentando que
el maestro les había explicado que el Sindicato era algo malo, o aparecían con impresos
repartidos por los maestros, en los que se hablaba de lo que la Compañía representaba para
el “buen trabajador” y su familia.
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Volumen 6 Número 2 Agosto 2005 - Febrero 2006.
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Artículo Relacionado: Carlos Hernández Rodríguez La memoria auscultada: Alvaro Montero Vega, de la evocación a la
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Como dirigentes sindicales, objetábamos esa educación abocada a la forja de la
“mentalidad bananera”, por eso fue una de nuestras demandas durante mucho tiempo la
nacionalización de las escuelas y, aunque tal reivindicación llevó años, al final lo logramos.
En las primeras fases, y muy especialmente en los tiempos que precedieron a la
guerra civil de 1948, se dio un relativo control del comercio, pues los sistemas de
distribución y venta independientes de la empresa eran sumamente deficientes y costosos.
El trabajador, siempre por causa de sus necesidades alimentarias, se encontraba
comprometido y limitado.
Había múltiples fuentes de distorsión de los precios. Una se originaba en el sistema
que siempre imperó en la zona bananera y que se conocía como el “sistema del comerciante
ambulante”. Un hombre llegaba a vender a todas las fincas, no sólo ofrecía vestido y
calzado sino también comestibles (por lo general carne, queso, salchichón, mortadela y
café). El trabajador, siempre necesitado, compraba al fiado, lo cual de momento le servía,
pero a la larga le consumía la mayor parte del ingreso, pues el día de pago el vendedor
cobraba más del doble de lo que valían esos productos. En parte por esta situación, el
asalariado siempre vivía con un salario disminuido. No había un mercado abierto y la
Compañía no se interesaba por asegurar créditos en sus comisariatos.
Hasta después de la huelga del cuarenta y nueve, que se conoció como la “huelga de
la manteca”, justamente por dirigirse a resolver el problema de los abastos, fue que los
trabajadores organizados lograron que se estableciera el control de precios sobre los
comisariatos de la Compañía, y se exigió la venta de los productos con un margen de
ganancia mínimo, pues la transnacional tenía el derecho de importar sin pagar impuestos.
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Ya desde mucho antes se planteaba con insistencia la situación de los precios y del
costo de la vida. Se logró una disposición en el contrato con la Compañía, gracias al cual
se estableció que los salarios nimos, en el caso de sus trabajadores, se aumentarían
siempre en un cincuenta por ciento, con respecto a los devengados en el sector cafetalero,
de la caña y otros, por ser apreciablemente más alto el costo de la vida en la zona bananera.
Como se ve, eran bastante peculiares las condiciones de vida y trabajo en la zona
bananera. El control de la población no se planteaba siempre en forma explícita, pues
quienes estaban ahí, nicaragüenses, guanacastecos y otros, no eran precisamente sumisos y
disciplinados. Había que saber cómo tratar con todos ellos; eso era algo que nosotros
consideramos mucho y, por supuesto, la Compañía también. Por eso es que, como ya se ha
hecho ver, la empresa combinó la sutileza y la concesión, con los métodos enérgicos y la
intolerancia.
Existe una leyenda negra de atropello y violencia, eso inobjetablemente se ponía de
manifiesto en los famosos bacanales y desórdenes de los días de pago, pero lo que se ha
planteado en relación con la vida cotidiana en las fincas de la zona, no podría ser exagerado
al extremo que algunas veces se ha hecho. Hacia mitades de siglo, los capataces
contratados por la Compañía por lo general andaban armados y usaban una especie de
fuete. Otros andaban simplemente con el machete a la cintura. Pese a ello, yo nunca supe
que a un trabajador lo amenazaran o lo golpearan.
Los capataces cumplían su papel, ordenando los trabajos como la Compañía lo
establecía. Eran usualmente perfectos cómplices en la explotación de los trabajadores, pues
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por lo general procuraban obtener de la empresa una gratificación por reducir los costos de
ciertos trabajos.
Los mandadores hacían su juego, entraban en conflicto con los asalariados y el
sindicato y en ese choque procuraban apoyarse en los “chamberos”, elementos adictos y
aleccionados, quienes a cambio de un trato preferencial, consistente por lo general en
mejores pagos y asignación de tareas menos pesadas, se mostraban dispuestos romper filas
y dar la espalda a sus compañeros, a combatir al sindicato y a sabotear la acción colectiva
de los trabajadores.
El epíteto les venía bien, pues hacían cualquier cosa por “una buena chamba”. Todo
el tiempo andaban con una actitud negativa y presionaban en el trabajo a sus compañeros,
tratando de convencerlos con un discurso cargado de escepticismo, para que salieran del
sindicato, aduciendo que ahí no ganaban nada y que, en cambio, fuera de la organización
podían ganar y estar un poco mejor. El chambero siempre se ponía de ejemplo, aduciendo
que al estar bien con la Compañía, las cosas le iban de maravilla, lo cual era evidente, pues
tenía un nivel de vida mejor.
En la Zona Bananera existían diferencias según se tratara del espacio social. Existía
la comunidad de la plantación que estaba en el corazón del enclave, en los cuadrantes, al
interior de la finca. A la comunidad la formaban fundamentalmente los trabajadores
junto con sus familias, una que otra persona como el maestro de la escuela y algún otro
dedicado a proveer un determinado servicio. Había una relación muy directa, lógicamente
la familia se involucraba en todo, disfrutaba, sufría y apoyaba al trabajador.
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Las mujeres casi siempre apoyaban muy activamente a los trabajadores
sindicalizados y en los más difíciles momentos, estaban al lado de sus compañeros. Había
una integración muy completa y por ello siempre las tomamos muy en cuenta cuando
íbamos a hablar a las fincas. Comúnmente, cuando había reunión sindical, era porque la
convocaban los trabajadores. Se golpeaba y hacía repicar un riel (curiosa forma de
convocatoria también empleada en las fincas del Caribe) y acudía todo el cuadrante,
hombres, mujeres y niños.
Fuera de los cuadrantes, cerca de las fincas y eslabonados por las vías de
comunicación, estaban los pueblos y caseríos, formados generalmente por extrabajadores
de la Compañía y comerciantes. Eran poblados en los que había algunos establecimientos y
nunca faltaban el billar, el bar y por lo menos un prostíbulo.
El bananero usualmente tomaba mucho licor. Cuando tenía dinero siempre gastaba
mucho, no tanto en bebidas livianas como ocurría en Puerto Limón, donde los muelleros, el
día de pago llenaban la mesa con botellas de cerveza, sino con licor, porque eran botellas de
ron, de guaro y de contrabando fermentado con tabaco, chile y hasta pasta de dientes, las
que doblegaban hasta a los más pintados y producían una descomunal embriaguez.
Por los muy diversos vínculos existentes, los diferentes grupos de esas poblaciones
apoyaban a los trabajadores cuando había movimientos de lucha. Había un apoyo decisivo,
pues cuando más se necesitaba contribuían con dinero, con víveres e incluso extendiendo
crédito para la compra de alimentos. Había una relación muy estrecha y, en muchos casos,
en dichos poblados, los dirigentes sindicales encontrábamos un lugar para protegernos y
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descansar de la persecución, un sitio para descansar un rato, pasar una noche o evitar el
control de las autoridades.
La relación con la población campesina también fue muy provechosa. Muchos
campesinos habían tomado tierras baldías, adyacentes a los terrenos de la Compañía. Esta
entraba en conflicto con los invasores, pero terminaba consintiendo la presencia de los
mismos y con ello cedía en parte derechos de posesión. Había una cantidad importante de
parceleros y en esas comunidades campesinas, formadas mayoritariamente por combativos
y solidarios extrabajadores bananeros, teníamos un lugar de refugio, para hacer reuniones
cuando estábamos en dificultades y nos controlaban y perseguían en las fincas.
De igual modo, cuando se declaraban las huelgas, estos grupos de campesinos
ayudaban con artículos de consumo como yuca, plátano, arroz y frijoles. Este apoyo de los
campesinos se debía a que veían en los asalariados una clientela potencial, pero en lo
esencial su comportamiento también hacía evidente un desquite o “sacada de clavo” por
disgustos anteriores, descontento o malestar contra la empresa.
Esos pobladores de la región, muchas veces habían sido despedidos por sus
actividades, su beligerancia o simplemente porque, como ellos mismos decían, “les
tendieron una cama para botarlos”. Ya fuera por su activismo sindical, o bien porque para
hacerse de la tierra tuvieron originalmente un conflicto, lo cierto es que mostraban una
actitud rebelde y francamente opuesta ante la Compañía.
Esos campesinos, además, tenían una fuerte conciencia política forjada por el
sindicato, pues los dirigentes bananeros siempre estuvimos preocupados por dar formación,
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hablar de labores organizativas, teoría política e historia de los movimientos sociales y las
luchas campesinas, tanto a ellos como a los obreros de las plantaciones.
Estos campesinos hacia los años cincuenta ya constituían un grupo importante.
Desde tiempo atrás, como recién se ha dicho, habían disputado tierras con la Compañía,
pero al cabo del tiempo esta entendió aquello de que “no hay mal que por bien no venga”, y
reparo en que resultaba importante que esa población estuviera ahí, produciendo artículos
para el consumo de los trabajadores y de la población establecida en la región. No había
obligatoriamente que perseguirlos y entonces, al tolerarlos, a la larga se quedaron con las
tierras.
La relación con el campesinado fue algo importante, mas volviendo sobre la
situación organizativa en la década de los años cincuenta, recuerdo que hubo una etapa de
reagrupamiento de los trabajadores, inmediatamente después de la represión del cuarenta y
ocho. Hubo una gran persecución luego de la guerra civil, y en el año cuarenta y nueve, la
acción gubernamental fue bastante violenta, gran cantidad de trabajadores nicaragüenses e
incluso (ya fuera por error o mala intención) muchas familias de guanacastecos, fueron
expulsadas a Nicaragua.
Lo de las procedencias siempre fue un asunto complicado. La idea de que había
mas extranjeros que nacionales es errónea, pues siempre hubo menos trabajadores
nicaragüenses que costarricenses. Había, eso sí, más guanacastecos que trabajadores de la
Meseta Central, mas lo cierto es que ese cuadro complicaba el trabajo sindical, pues tal
composición de la masa de trabajadores dificultaba un poco la organización, al haber ciertas
diferencias y rivalidades nacionalistas y regionales.
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Los guanacastecos rivalizaban un poco con los puriscaleños, o con gente llegada de
otras zonas. El meseteño, los veía casi como nicaragüenses, cosa que suscitaba molestia y
reacciones airadas por parte de ellos. No era una rivalidad extrema que llevara a la pelea,
pero sí causaba algunas dificultades.
Recuerdo que el guanacasteco y el nicaragüense eran mucho más propensos a la
organización sindical. Siempre sentí que había una actitud de mayor combatividad, como
si existiese alguna tradición de lucha entre ellos. Eso podría venir de la experiencia
acumulada previamente por ambos grupos, en la zona atlántica como parecieran sugerir los
testimonios de Carlos Luis Fallas, sobre la huelga bananera. El insistió en el hecho de que
estos trabajadores, siempre se mostraron mucho más leales y dispuestos a la lucha, que los
de la Meseta Central. Los puriscaleños en cambio eran más temerosos, no eran enemigos
de la organización, pero si vivían atemorizados por el desempleo. Era gente que llegaba
con grandes expectativas de hacer una economía en la Zona y actuaba entonces con cierta
reserva, dado que el trabajador organizado era despedido.
Lidiábamos con muchos problemas, hubo una etapa en que el Sindicato hacía
reuniones para promover la discusión, analizar la situación y conocer la problemática de los
trabajadores. En esas ocasiones se intentaba recolectar cuotas, se llevaba un sistema de
control con carnets e incluso con estampillas, esto invariablemente planteaba problemas,
pues no siempre era suficiente la cotización.
Por si lo anterior fuera poco, existía gran rivalidad entre la FOBA. y la FETRABA,
lo cual provocaba fuertes divisiones. Esto evidentemente era parte de la estrategia de la
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Compañía, que con ello procuraba mantener la división y la rivalidad al interior de la clase
trabajadora.
Era evidente que la FETRABA tenía ciertas ventajas y era favorecida por la parte
patronal. Recibía un trato preferencial en la discusión de algunos problemas y en la
negociación con los mandadores. Había trabajadores que ante esta situación, se vinculaban
a la FETRABA, pues esta les resolvía más fácilmente los problemas.
La competencia era fuerte, se acudía a los más diversos recursos. Había piratería,
en el sentido de que la FETRABA. aprovechaba la actitud tolerante y benévola de los
administradores y recurría a los mandadores y capataces para quitarle afiliados a su
competidora. Por su parte la FOBA peleaba y cuando ganaba un caso más allá de lo que
podía hacer la FETRABA, entonces aprovechaba el momento, levantaba la voz contra la
competencia, y así atraía y enrolaba nuevos afiliados.
Esa confrontación sindical se daba constantemente y llegó un momento, en que a
raíz de una reforma al Código de Trabajo (para que se aplicara la deducción de cuotas en
planilla), los sindicatos adscritos a la FOBA pudieron pasar a ese sistema de presentar la
lista de afiliados a la empresa y pedir que se le rebajara la cuota en planilla, con lo cual
aseguraron ingresos para funcionar y mantener a los dirigentes, con un sueldo al menos
aceptable (menos de lo que ganaba un trabajador bananero), que debía alcanzar hasta para
la movilización y el transporte, por toda la gran región.
Así transcurrieron las cosas por largo tiempo, hubo un lento proceso de
aproximación y entendimiento a nivel sindical, pero no fue sino hasta mil novecientos
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cincuenta y nueve, cuando con motivo de la lucha por el aguinaldo, hubo gran necesidad de
llegar a algún acuerdo con la FETRABA.
En la Zona había que saber jugar muy bien las cartas. El territorio era extenso y las
fincas estaban diseminadas, el Sindicato tenía por tanto que idear una estrategia inteligente.
Destacados los dirigentes por zonas, a menudo se trasladaban y hacían permutas, pasando
de una región a otra, con el fin tanto de facilitar el contacto con las bases, como de hacerse
conocer por los trabajadores de las distintas plantaciones. Esa rotación definitivamente
favorecía una gran identificación entre la dirigencia y la población trabajadora.
El trabajo organizativo era complicado y difícil. Aun así, había ciertas
particularidades de la vida en la Zona que por el contrario favorecían el dialogo, el
encuentro y la organización de la población trabajadora.
La vida cultural de los bananeros era en realidad bastante pobre en posibilidades.
Esas carencias las advertí desde el primer momento, cuando observe que el trabajador
anhelaba la reunión y se mantenía en espera de las convocatorias, discusiones e
intercambios, propios de la vida sindical. La ocasión simplemente les representaba una
valiosa oportunidad de confrontar ideas, experiencias de vida, de plantear y escuchar
impresiones acerca de sus problemas y de discutir incluso acerca de temas políticos.
El trabajador preguntaba qué estaba pasando en el país, qué estaba pasando en
Vanguardia Popular y en otros partidos. Ese era un espacio especial, pues a las reuniones
también asistían las mujeres con sus hijos. Las reuniones eran muy bonitas, había mucho
interés, mucha identificación de los trabajadores y sus esposas con el Sindicato. Esos
momentos eran aprovechados en múltiples sentidos, pues los compañeros vendían
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Adelante, el periódico del Partido. La gente lo compraba, lo leía con avidez y luego había
comentarios y discusiones, tanto dentro como fuera del lugar de reunión.
Había otras actividades que distraían al trabajador y a su familia. Se pasaba algo de
tiempo en los llamados clubs de trabajadores en las fincas y la gente, en forma gratuita veía
películas o participaba de algún baile o fiesta. Más allá de eso, no había s que la
costumbre muy arraigada, de que el día de pago, buena parte del dinero se iba en juergas y
por supuesto eso no lo hacían los hombres con la familia, pues siempre se iban fuera del
cuadrante, a la cantina, a los lugares cercanos donde había mucho movimiento de juegos,
cantina y prostíbulos.
Esas salidas invariablemente las hacían, cada vez que había día de pago, aunque
algunas veces, la visita al cuadrante la hacían las prostitutas. Algún trabajador soltero que
tenía su habitación en la planta alta del barracón, les facilitaba el cuarto. Era triste ver a las
mujeres esperando en el alto, mientras los trabajadores hacían fila para subir.
El licor circulaba, pero no se expendía en los clubes, sino que el trabajador lo traía
de las cantinas adyacentes. La Compañía y las autoridades no se ocupaban de eso. La
algarabía y los desmanes no se controlaban en lo absoluto, y más bien por el contrario se
facilitaba el trasiego de licor y se toleraba la prostitución con las pendencias y escándalos
que usualmente aparejaba.
El licor creaba un ambiente propicio para que afloraran rivalidades, pleitos y
reclamos, entre trabajadores que explotaban y zanjaban cuentas y diferencias (por ofensas,
celos, u otras cosas). Esto acontecía en las fincas, lo mismo que fuera de los cuadrantes.
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Durante mucho tiempo fue cierto eso de que en el día de pago había cuadros deleznables de
trifulcas, macheteados y hasta muertos.
El fin de semana de un trabajador, comúnmente se iba en la bebida y en paseos
fuera del cuadrante. Si no había ocasión o se prefería no salir, en cada cuadrante siempre
había una plaza de deportes y a menudo había partidos de fútbol. Eso entretenía un poco a
los trabajadores, pero el resto de la semana no había nada. Solo los domingos había juegos
entre equipos de una y otra finca, en una especie de campeonato
La radio era otro medio muy importante, curiosamente la Compañía no tenía
espacios ni presencia en Radio Golfito. Ya desde la década de los años cincuenta, muchos
trabajadores eran aficionados a los programas radiales. Una gran cantidad tenía aparatos de
radio, y escuchaban sobre todo los programas mañaneros de música ranchera. Ya a las
cuatro de la mañana, los receptores estaban a todo volumen, mientras los ellos y sus
mujeres se levantaban al son de la música, tomaban el desayuno e iban al trabajo.
Con aquel bullicio, terminaba el sueño, había que levantarse pues era imposible
seguir durmiendo. A los hombres les interesaban mucho las transmisiones deportivas,
mientras que las radionovelas eran especialmente seguidas por las mujeres que
permanecían en el hogar, sobre todo, antes del tiempo en que empezaron a contratarlas en
las empacadoras.
A la lectura nadie tenía gran afición. Leían cuando mucho, el periódico del Partido
que por entonces circulaba bastante. Eso cambio un poco, cuando salió La Rula, el boletín
del Sindicato, que era mucho mas atractivo y por tanto era leído con mucha mayor
atención.
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La vida del obrero era ordinariamente sencilla y algo monótona. Entre semana,
mientras no hubiera pago, estaba temprano en casa, porque las labores de corta, deshija,
embolsado y otras, se hacían a primera hora, para luego regresar a casa, comer y
permanecer oyendo la radio, jugando a las cartas o conversando con la esposa y los más
allegados. Los temas siempre eran los mismos, el vecindario, las salidas de la finca, y por
supuesto también, los problemas del trabajo (sí estaba bien pagada la labor, si estaba bien
pagada la pieza) y esa particularidad de la vida diaria, esa relación de intercambio y dialogo
constante, definitivamente servía de fermento y de base para la posterior concertación y
reclamo por medio del Sindicato.
Desde el principio comprendí que lo que explica la combatividad y propensión
organizativa del bananero, es la misma vida diaria de la finca. La organización de la vida
social del enclave y el mismo sistema del cuadrante, hacían que el trabajador, al final de la
labor, tuviera tanto la oportunidad como la necesidad de conversar con sus compañeros, de
comentar sus problemas, de discutir acerca del trato recibido, de valorar si las condiciones
de trabajo eran aceptables y si estaba siendo bien o mal pagado. Todo ello favorecía la
relación con el Sindicato y validaba apreciablemente la lucha organizada.
El Sindicato descuido un poco la parte de sociabilidad, la Compañía en cambio,
aprovechó ese enorme espacio inconscientemente cedido, para asegurar una importante
cuota de influencia y control. Ningún sindicato se ocupó de realizar actividades sociales, o
deportivas. La Compañía en cambio aprovechó bien ese aspecto, fue mejorando las
instalaciones deportivas y en Coto por ejemplo, puso a disposición, una plaza de deportes
con graderías, lo mismo que en Palmar. Más allá de aprovechar la fiebre del fútbol que por
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entonces despertaba fervores y emociones por todas partes, la empresa inteligentemente
desató un furor y una gran pasión por tal deporte.
En las principales fincas, el campo de juego era bien atendido y las actividades
deportivas apoyadas en todo sentido. La Compañía traía los mejores equipos de afuera y
los enfrentaba con los equipos de las fincas. Aunque el Sindicato percibía las intenciones
de fondo, no hizo más que trabajar a los deportistas, para que mantuvieran su lealtad y
apoyo. Se trató de evitar que los equipos contribuyeran a boicotear actividades sindicales
como las del Primero de Mayo (que se prestaran por ejemplo para realizar actividades a la
misma hora), pero todo esto fue muy difícil, la Compañía siempre ganaba esa pelea, sobre
todo porque llevaba equipos de primera división y figuras del momento que causaban gran
revuelo.
Hubo épocas, en que el Primero de Mayo se conmemoró exitosamente. Acudían los
trabajadores en gran cantidad y se celebraba en el puro corazón del enclave, en Palmar, en
Esquinas, en Coto o en Golfito. Aún así, siempre fue complicado, el salir bien librados en
esa competencia tan desleal. Sin embargo ya antes del año cincuenta y nueve había
convenios con la Compañía, que le obligaban a facilitar la movilización de los trabajadores
y a disponer los trenes para el transporte y con ello se lograba una buena movilización.
La gente llegaba, movilizada y la Compañía montaba las actividades deportivas y
bailables, pero ahí en esas concentraciones principales, en Golfito o en Coto, según
conviniera, el Sindicato lograba movilizar buena cantidad de gente. En alguna oportunidad,
se convino con los equipos de fútbol que estuviesen a la hora del mitin, pero se previó que
abrieran el espacio necesario, para que el mitin de los trabajadores se llevara a cabo.
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Gracias a la interrupción, se montaba la tribuna, se hacía la celebración y solo después de
eso, continuaban las actividades programadas. Ahora debo reconocer que aunque
insuficiente, eso fue lo que nos pareció mejor en aquellas circunstancias.
Los trabajadores disfrutaban y eran muy atraídos por la actividad deportiva, el
Sindicato en eso nunca tomó parte, lamentablemente no supo reconocer la importancia
estratégica que tenía, lo cual indudablemente fue un error, pues se contaba con los recursos
esenciales y el poder de negociación, como para haber arrancado ese espacio de contacto e
influencia a la empresa. Muchos años después, el control sobre esa parte de la vida del
trabajador, fue inteligentemente cedido por la Compañía y pasó a ser en los años ochenta,
un arma formidable en manos del solidarismo.
En general ese decenio de los años cincuenta fue bueno, porque logramos resurgir a
pesar de la represión posterior a la Guerra Civil y porque enfrentamos y resolvimos
favorablemente el problema del divisionismo y los conflictos sindicales, el cenit de este
proceso de emersión y afirmación, coincidió con el estallido de la formidable y muy
prolongada huelga de 1959.
La cuestión del medio ambiente fue otra problemática que atendimos en forma
insuficiente y parcial. Aunque pensábamos que la salud del medio, era la salud del ser
humano, la problemática ambiental nos preocupó más por las implicaciones de la
producción bananera para la salud humana, que por la perdida de la biodiversidad que era
mas que evidente. Trabajamos y denunciamos, pero ahora visto a la distancia, me parece
que no hicimos lo suficiente, tal vez en ello nos hizo falta algo de conocimiento y apoyo
externo.
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La FOBA planteaba fundamentalmente el problema implicado por el uso de
agroquímicos. Ya desde finales de los años cuarenta, esa fue una preocupación
permanente. Se llea algunos acuerdos con la Compañía y se le obligó a denunciar tales
riesgos de trabajo ante el Instituto Nacional de Seguros. Hubo casos muy evidentes de
daños y perjuicios, por el uso de sustancias lesivas para la salud. El efecto de los
agroquímicos en la sangre de los trabajadores, producía una pérdida total de los glóbulos
rojos y ya por los años cincuenta, a la Compañía hubo que obligarla a hacer la denuncia de
varios casos de anemia aflástica.
Esos problemas relacionados con el uso de agroquímicos, incluían a la familia del
trabajador y a la población en su conjunto, porque el riego aéreo afectaba a todos, en la casa
y fuera de ella. En todas partes, desde el mismo inicio de las actividades en la Zona Sur,
fumigaban con caldo bordeles. Los trabajadores quedaban de un color como azul, las ropas
y la piel se teñían y por eso, como ya es bien sabido se les llamó “los pericos”. El uso
intenso de los agroquímicos para combatir las plagas y la aplicación de herbicidas, afectaba
la vida del trabajador y hubo que tomar medidas para que existiera al menos el compromiso
de la Compañía, de reportar los casos ante el Instituto Nacional de Seguros.
Esa era una pelea diaria, un conflicto que creo malestar a lo largo de años. Era una
condición permanente y tan importante que la huelga del año cincuenta y tres, finalmente
condujo a que la empresa se viera obligada a adquirir una póliza de riesgos del trabajo, para
proteger al trabajador.
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De todas las grandes confrontaciones vividas en la década de los años cincuenta, la
mas impresionante por sus magnitudes y despliegue organizativo fue la Huelga del
Aguinaldo que tuvo lugar a finales del decenio.
Desde antes de la legendaria huelga de 1959, los sindicatos habían empezado a
considerar la posibilidad de una convención colectiva de trabajo. Tanto la FETRABA
como la FOBA se preparaban por separado para hacer un buen pliego de peticiones.
Después de discutirse largamente, quedó en firme el convenio de que para llegar a la
convención colectiva, había que unir las dos fuerzas sindicales, no sólo para cumplir con el
porcentaje que comprendía un tercio del total de trabajadores sindicalizados, sino también
porque la unión de ambas agrupaciones daba más fuerza al movimiento.
Los sindicatos venían divulgando en las bases, su proyecto de convención colectiva.
Se venía preparando un movimiento de gran alcance, pues sabíamos que la Compañía en
principio no iba a aceptar la negociación, y por ello había que buscar la instancia del
conflicto colectivo de carácter económico social, en algunos de los sectores con mayor
disponibilidad para organizar y recoger las firmas necesarias para plantear el conflicto
colectivo, base de una propuesta de convención colectiva de trabajo.
Ese era un punto fundamental en la estrategia sindical: arrancar el compromiso de la
Compañía para negociar la convención, inmediatamente después de terminado el conflicto.
Toda la atención estaba puesta en ello, cuando se presentó el problema del aguinaldo que
levantó la protesta masiva de los trabajadores de las plantaciones, del ferrocarril, de los
talleres, del hospital, del muelle e incluso de la parte administrativa.
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Había una protesta generalizada alrededor de ese punto y entonces nos reunimos
conjuntamente FETRABA y FOBA, discutimos el tema y llegamos a la conclusión de que
si queríamos hacer un movimiento fuerte con el apoyo de todos los trabajadores de la
Compañía, había que hacerlo concretamente en relación al problema del aguinaldo, no
extendiéndolo a otras peticiones más generales, que aún no contaban con el respaldo de la
población trabajadora. Se procedió, entonces, al planteamiento de un conflicto colectivo de
trabajo, con esa petición de pago del aguinaldo completo.
La Compañía, por medio de la prensa, había hecho una declaración oficial dirigida a
todos los trabajadores, donde manifestaba que no consideraba su obligación el acatar la ley
del Aguinaldo, aduciendo que la misma ley obligaba a las empresas agrícolas a pagar
solamente una quincena, cuestión a la que se limitaría.
Considerando el asunto, dejamos sentado que tratándose de una empresa tan
poderosa, con mucho más de los trescientos millones de colones de utilidades anuales, de
los que hablaba la ley, llegamos a la conclusión de que la transnacional estaba obligada a
observarla en todos sus extremos.
Cuando llegó la huelga, ya los trabajadores habían acumulado una importante
experiencia organizativa y las entidades antes antagónicas, se habían aproximado
considerablemente. Había una buena organización sindical, la gente acudía al llamado de
las agrupaciones y daba la pelea cuando era necesario. Se habían alcanzado conquistas
relativamente importantes a nivel de fincas y divisiones, de modo que había en todo sentido
gran combatividad y fue justamente dentro de este marco de efervescencia que en 1959, la
Compañía Bananera manifestara públicamente que la Ley del Aguinaldo no le concernía y
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que de acuerdo a sus contratos con el Estado, no estaba obligada a atender el fondo de tal
legislación.
Esto provocó una reacción tan inmediata como masiva de los trabajadores. En toda
la zona reaccionaron y se vio la necesidad inmediata de una absoluta coordinación y unidad
sindical. Yo me trasladé a la zona, comisionado por la Confederación General de
Trabajadores, para intentar la unidad de las organizaciones.
Existía, en general, buena actitud de la dirigencia y algo que ayudó notablemente a
los fines de integración y unidad, fue mi relación personal, de previo existente, con el
máximo líder de FETRABA, Juan Rafael Solís Barboza, a quien había conocido y tratado
como compañero en el Liceo de Costa Rica, hasta el tercer año, cuando se retirara del Liceo
y marchara a Quepos, abandonando los estudios por razones estrictamente económicas. Por
haber estado y servido como dirigente en Quepos, alguna relación habían tenido también
con él, Domingo Rojas e Isaías Marchena, y todo esto definitivamente ayudó cuando
llegamos a esa coyuntura de la huelga.
Nos reunimos en Golfito, y Solís coincidió en que había que dar la pelea, aceptó un
pacto de acción unitaria, y obviando los roces y diferencias del pasado, planteó una lucha
unida por la consecución del aguinaldo. Prosperó entonces la consigna de “unidad en la
acción”, de inmediato se elaboró el plan de trabajo y se dispuso conducir la lucha, a partir
de un conflicto colectivo conjuntamente planteado, que incluiría como aspecto central, el
pago completo del aguinaldo.
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Empezamos a trabajar conjuntamente con una delegación nombrada de común
acuerdo, en la que había representantes de ambas federaciones sindicales, para llevar el
asunto al juzgado.
Por esa complicada cuestión de las divisiones administrativas de la Compañía
Bananera, tuvimos que plantear diferentes conflictos ante el Juzgado de Trabajo de Osa,
cuyas dependencias se encontraban en Puerto Cortés; ante el de Golfito, que comprendía
esta división y la de Coto, y aún hubo que plantear otro por separado en la División de
González Víquez. Se plantearon todos con un amplio respaldo de firmas, actuando en
forma conjunta con las distintas delegaciones.
Consideramos que era conveniente desarrollar la lucha ante los juzgados y llevar el
caso hasta una posible declaratoria de huelga. El caso lo desarrollamos bien en Golfito.
Tuvimos una buena acogida del juez, que tuvo que sobreponerse a infinidad de presiones y
a quien definitivamente impresionó la gran cantidad de firmas de respaldo que presentó la
parte sindical, en previsión del fracaso de la conciliación por intransigencia empresarial.
Tal precaución no estuvo de más, pues la Compañía se opuso a todo y, a raíz de ello,
se solicitó en forma la declaratoria de huelga legal. La respuesta de la parte patronal fue
que se llevara a cabo un plebiscito, una amplia consulta, a lo que inmediata e
inteligentemente el Sindicato accedió. La población trabajadora de la División de Golfito,
en una proporción superior al sesenta por ciento, votó a favor de la petición del aguinaldo,
luego de lo cual el juez, venciendo temores y presiones, declaró con lugar el derecho de
huelga de los trabajadores.
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La Compañía no aceptó la resolución y apeló. En esos precisos momentos, se había
dispuesto mi traslado a San José, para hacer las gestiones y alguna presión ante el Tribunal
Superior de Trabajo, y estando en esas gestiones, resultó muy evidente para que la
presión de la Compañía Bananera estaba surtiendo efecto, en esa y otras instancias, lo cual
me hizo pensar en la conveniencia de hacer unas declaraciones a la prensa y, aprovechando
el interés suscitado, desde lejos, a través de los medios radiales y la prensa escrita, hice
múltiples recomendaciones a la gente en Golfito. Declaré enérgicamente que si el Tribunal
Superior revocaba la resolución del juez de Golfito, estaría irremediablemente arrastrando a
los trabajadores y a los sindicatos a una huelga de hecho, para la que en todo caso había
disposición y capacidad, indistintamente de cuál fuera la resolución del Tribunal Superior
de San José.
Al día siguiente, cuando llegué a Golfito la huelga había explotado, había gran
actividad y todos los dirigentes estaban ocupados en infinidad de tareas. Isaías Marchena
no estaba en la zona, pues había salido a raíz de la huelga del cincuenta y cinco. En el
Comité de Huelga por la FOBA estábamos José Meléndez, Domingo Rojas y yo; por
FETRABA participaban Juan Rafael Solís Barboza, Otto Armas, un dirigente del ferrocarril
y un liberiano de apellido Mayorga, pero además había un comité general más amplio, que
fungía como órgano ejecutivo y contralor del movimiento. En el momento que había
problemas muy serios que resolver, se convocaba este comité con delegados de todas las
divisiones. Era como una asamblea de delegados.
Empezó de este modo, en las regiones de Coto y Golfito, una larga y muy
complicada lucha contra la Compañía Bananera y el Gobierno. Un conflicto en el que se
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vieron afectadas no sólo las plantaciones, sino también los talleres, el Hospital, el Muelle y
prácticamente toda la zona, pues pronto se hizo extensivo a Palmar, Esquinas y Puerto
González Víquez.
Hubo una preparación previa y estábamos listos para resistir por lo menos durante
un mes. Habíamos dado a los trabajadores la instrucción de prepararse individualmente con
economías salariales, les sugerimos formar una reserva de alimentos y también habíamos
pedido apoyo a los campesinos de las cercanías y a los pescadores. Gracias a ello, durante
todo ese tiempo de la huelga, la población de Golfito pudo asegurar la alimentación, pues
en todo momento se tuvo yuca, plátano, arroz, frijoles y pescado.
La gente de la zona y los piquetes de huelga ordenadamente recibían lo necesario, e
incluso se dispuso dar alimentación a los guardias civiles. Se giraron instrucciones a las
compañeras de los trabajadores, para que tanto en el puerto como en los cuadrantes, durante
las rondas de patrullaje, invitaran a los policías a tomar un refresco o un café, con la idea de
irlos disuadiendo, lo cual se logró muy pronto.
El gobierno había destacado más de quinientos hombres armados y el primer
problema que tuvimos surgió a raíz de la paralización total de los ferrocarriles. Se dio la
orden de que el ferrocarril no se moviera, si no era con autorización del Comité de Huelga,
integrado por los principales dirigentes.
La situación era algo tensa, pero aún alanzamos la consigna Todo el poder en
manos de los comités de huelga”, la cual se hizo efectiva de inmediato, pues los comités
hicieron valer tal proclama. Se dijo “Nada de licor, ni en la Zona Bananera, ni en la Zonita
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de la Compañía, ni en los campamentos”, y después de tal orden, se decomisó
absolutamente todo el licor y se quebraron las botellas.
El asunto llegó al punto en que hasta a los altos funcionarios de la Compañía
Bananera, se les privó de la bebida. A la llegada, en el portón, se revisaban los carros, se
confiscaba el licor y delante de ellos se derramaba o se rompían las botellas.
En la prensa entonces aparecieron denuncias que hablaban de “El Muro Rojo”, se
hizo una fuerte campaña por la prensa, diciendo que los funcionarios estaban sometidos al
“control rojo” y que eso era algo indignante. El sindicato repuso puntualmente que si el
Año Nuevo y la Navidad la tenían que pasar los trabajadores en condiciones de huelga,
pues también los jefes de la Compañía lo pasarían igual.
Cuando llegó la prensa, no negamos nada. Ante el país dijimos: “Efectivamente,
hemos sometido a un estricto control el uso del licor, tanto en las plantaciones como en las
zonas de los altos jerarcas de la Compañía”.
Al margen de este peculiar detalle, una cosa importante fue que se contó con un
gran apoyo, e incluso dos diputados de la oposición, los liberacionistas Espinoza y Marcial
Aguiluz, se declararon defensores de los trabajadores. Enrique Obregón hizo una
categórica declaración, en tanto Aguiluz se trasladó a la Zona y se identificó totalmente con
los comités de huelga y con los trabajadores. Esto resultó muy alentador y fue motivo de
agradecimiento por parte de la población.
Los congresistas respaldaron todo lo actuado y propuesto por el Comité de Huelga y
con ello la convicción de luchar y resistir se reafirmaba, pues había gente vacilante o
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dubitativa en el Hospital, en los muelles y en las bodegas y todos ellos se convencían de la
justeza y procedencia del movimiento.
La participación de estos representantes fue abierta y decidida. Se comprometieron
con los trabajadores, escribieron artículos y pronunciaron discursos encendidos, como uno
que hizo Aguiluz en Palmar, en el que llegó a decir incluso algo así como que si los señores
de la Compañía actuaban contra los obreros, irían todos a dar a lo más profundo del Río
Térraba y que si teníamos que darle machete a todo el banano, nos lo tiraríamos.
En la prensa, Enrique Obregón habló vehementemente, mantuvo una posición de
principios y en su gran identificación con la causa de los bananeros, amenazó con la quema
de los bananales, lo cual hizo que muchos trabajadores, aunque agradecidos y encariñados
con él, se mostraran algo extrañados y luego rieran por largo rato, pues difícilmente se
podía pensar que un bananal cogiera fuego.
Hubo momentos particulares en el proceso de la huelga. Cuando el Presidente
Echandi propuso que la huelga se suspendiera, adquiriendo el compromiso de que en tres
días el Congreso de la República aprobaría el pago del aguinaldo y lo haría efectivo. En
un principio al Comité de Huelga le pareció que la propuesta podía aceptarse, no así al
Comité General, que prefirió mantener el movimiento hasta el día que se verificara el pago
del aguinaldo completo.
Los dirigentes, y en particular Solís Barboza, tuvieron el valor de decirle a la gente:
“Nosotros pensamos que la propuesta del Presidente Echandi es sincera y que la podemos
acoger, pero la asamblea de trabajadores es la que tiene la última palabra. Lo que la
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Asamblea diga, el Comité de Huelga lo acata”. Entonces la gente gritó: “¡No! ¡No! ¡De
ninguna manera!
Se rechazó rotundamente la propuesta del Presidente y entonces, ahí mismo, Mario
Echandi, que estaba oyendo, se quedó muy triste y salió diciendo que esa asamblea había
sido manipulada por algunos de sus enemigos políticos. Regresó a la capital y tramitó en el
Congreso un decreto de ley que excepcionalmente le facultó para cubrir una parte
apreciable del aguinaldo de ese año.
Esa fue una etapa muy interesante de la huelga, pues realmente fue difícil encarar a
los trabajadores asumiendo que existía un principio de acuerdo, sobre todo porque el mismo
infundía cierta desconfianza entre los mismos.
Fue en Golfito donde se vivió la mayor tensión, debido a que ahí estaban cerca de
trescientos guardias civiles. Hubo un momento en que el Gobierno tuvo ahí concentrado a
todo el Estado Mayor de la Fuerza Pública, junto con quinientos hombres armados hasta los
dientes. Pese a ello, nosotros controlábamos la situación, no había otra forma de llegar que
no fuera por avión o en la lancha de la Compañía y, dado que Manuel Montiel, Capitán de
la misma, se había unido a la huelga, las posibilidades de movilización sin consentimiento
de los trabajadores eran mínimas.
El ferrocarril no se movía en lo absoluto y entonces la fuerza pública concentrada,
se dedicó a rondar la población civil y los cuadrantes. Ante esta situación, como ya antes
había referido, instruimos a nuestra gente para ablandarlos con el buen trato, y ya luego, no
lucían amenazadores y más bien se acercaban cortésmente a los retenes de Welly Hopper.
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El Gobierno se preocupó mucho e incluso hubo un momento en que el Ministro de
Trabajo me dijo: “Don Álvaro, tenemos que arreglar esto, porque ya los del Estado Mayor,
toda esa gente que duerme a la par de la casa de huéspedes en la que nos hospedó la
Compañía, no hacen más que hablar de ponerle fin a la huelga, pero obligando a la empresa
a ceder. Ya no hablan en lo absoluto contra los trabajadores. Estamos muy preocupados,
pues no sabemos qué hacer con esto y, por si fuera poco, la fruta que estaba en el muelle y
en los carros del ferrocarril maduró y está chorreando una sustancia vinagrosa”.
Todo eso los tenía muy preocupados y en parte dio motivo para que el Ministro de
Salud dijera en una reunión con el Comité de Huelga: “Necesito eliminar ese fruto
descompuesto. Hay que botar ese banano pues solo así se puede evitar que se desate una
peste. El mosquero es ya un problema y hay que hacer algo”.
Nos reunimos en el local que tenía el Comité de Huelga, en los altos de la
FETRABA, y ahí discutimos el tema, llegando al convencimiento de que era necesario
sacar ese banano del muelle, para evitar complicaciones y problemas de salud.
Autorizamos el movimiento del tren hacia un punto de la costa llamado La Purruja, en el
entendido de que serían los efectivos de la fuerza pública y no los trabajadores los que se
encargarían de botar el banano. Todo se resolvía en forma razonable, pero el problema
vino cuando quisimos disuadir al piquete de huelga, conformado por mujeres del puerto,
para que permitiera la salida de un tren especial que retiraría el fruto.
Había mujeres muy bravas, algunas estaban embarazadas y aún ase mostraban
dispuestas a jugarse el todo por el todo, con tal de impedir la salida de los trenes. Hubo un
momento en que acompañado del Ministro de Trabajo, tuve que ir al portón, justamente
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donde estaba el pretil del mercado, con la idea de convencer a la gente de que accediera a
abrir los portones para la salida del tren, bajo promesa de que lo único que se haría, sería
botar el banano estropeado.
Al llegar me dirigí a los del retén. Como llovía, el Ministro abrió su paraguas para
protegerme del aguacero, mientras yo hablaba a los trabajadores. Eso fue algo que llamó
mucho la atención, pues la imagen, captada por un fotógrafo, apareció después en un diario.
Acompañado del Ministro, yo hablaba como en una asamblea y la gente discutía o
vociferaba. Tras una larga discusión con los huelguistas, al fin la gente aceptó, pero lo hizo
a regañadientes, y precisamente las más molestas, eran las mujeres.
Cuando bajé del pretil a conversar más directamente con la gente del piquete, recibí
una andanada de reclamos y ofensas de mujeres irritadas y hasta de compañeros, a quienes
yo estimaba mucho, por haber estado hombro a hombro, en momentos duros y de riesgo.
Me recriminaban con gran resentimiento que cómo era posible que nos hubiéramos
vendido. Algo dolido pero también indignado respondí: “¡No, nada de eso. Aquí nadie se
ha vendido! Es un acuerdo considerado conveniente por el ComiEjecutivo de la Huelga,
pero si hay dudas o todavía tenemos algo que discutir, vamos al Estadio, ahí tenemos
equipo de sonido y vamos a hablar con claridad del asunto.”
La gente atendió lo dicho, camino apresuradamente y se acomodó en las graderías.
Tengo muy presente una mujer embarazada, esposa de un ferrocarrilero; era sin duda la
más brava. Ella decía: “Vea, mire estos brazos, como los tengo de quemados por estar aquí
al sol, sosteniendo esta cosa para que no entre ni salga nadie, y ahora vienen ustedes y
autorizan que salga un tren entero. ¿Qué es lo que pasa? ¡No me jodan!”
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Era difícil explicar esos temas, había que superar desconfianzas, convencer y
satisfacer a la gente y eso no era fácil. Finalmente, logramos que la mayoría quedara
tranquila y entendiera que era algo excepcional y que, cuando el tren regresara, se volverían
a cerrar los portones y no saldrían más los trenes ni los motocares. Todo así se hizo, y al
final propios y extraños terminaron de convencerse de que éramos nosotros los que
realmente mandábamos y controlábamos toda la Zona Bananera.
Tiempo después las autoridades gubernamentales nos plantearon, que luego de tanto
tiempo, era inconveniente que continuáramos en control de toda la Zona y solicitaron que
levantáramos los piquetes de huelga y permitiéramos el ingreso y control por parte de la
fuerza pública, a lo cual se accedió, con la condición de que las instalaciones principales de
la empresa, acomo los puntos estratégicos, continuarían ocupados por los trabajadores, y
particularmente en las plantaciones, giramos instrucciones de mantener el control de los
sitios de interés.
Estuvimos de acuerdo en reposicionarnos y ceder espacios, pero dejamos muy en
claro que continuaríamos en control de las instalaciones de la Compañía y exigimos que los
efectivos de la guardia pública fueran concentrados en lugares apropiados, para evitar
fricciones y problemas con la población. Al final, todo fue tan bien manejado que hasta
llegamos a organizar partidos de fútbol entre los huelguistas y los efectivos de la policía.
Otro momento de particular tensión, fue cuando se anunció que la Compañía había
traído unos rompehuelgas del ferrocarril al Pacífico, para mover los trenes y se aseguró que
la guardia civil los iba a proteger. De inmediato se hizo una gran movilización que fue
cubierta por reporteros. En las fotos aparecieron al frente las mujeres de los trabajadores,
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enarbolando banderas de Costa Rica, frente a los portones por donde debían salir las
máquinas del ferrocarril.
Las mujeres en esa huelga se movilizaron en toda la zona. En Golfito hicieron una
labor de ablandamiento y distensión, se ocuparon de conseguir alimentos y cocinar para los
huelguistas, pero en realidad hicieron mucho mas que eso, pues participaron directamente
en la vigilancia y las movilizaciones e infundieron valor y levantaron la moral, llenando
incluso de vergüenza a muchos hombres que flaquearon, adversaron o pretendieron
traicionar a sus compañeros.
Las medidas para impedir que se rompiera la huelga se mantenían con toda rigidez.
Era todo muy estricto y en eso participaron mucho las mujeres. Fueron muy firmes en
todos los ámbitos, empezando por el doméstico, pues en sus propias casas muchas veces no
permitieron siquiera que sus maridos llegaran a hablar de presentarse al trabajo.
Recuerdo que cierto día, se pidió al Comité de huelga que quitara los retenes y los
piquetes de huelga, de ciertos puntos como el Muelle. Estábamos tan seguros del control
de la situación que accedimos, al tiempo que lanzábamos la consigna “Aquí nadie quiere
trabajar”. La cuestión fue que el día que se quitaron los piquetes de huelga y se abrieron
los portones en Golfito, de los barracones de los ferrocarrileros salió únicamente un
trabajador de apellido Santamaría. Salió de su casa, con su gorrita del ferrocarril y un
pequeño maletín.
Los días anteriores, la Compañía había hecho toda una campaña con volantes
lanzados desde las avionetas, en los que se daba un ultimátum para volver al trabajo.
Santamaría salió entonces presuroso con la idea de presentarse, iba caminando derechito a
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los talleres y no acababa de salir, cuando observamos que su mujer salió corriendo tras él,
lo alcanzó y jalándolo de la chaqueta, lo increpó, reclamándole la falta de hombría y de
lealtad, al tiempo que lo arrastraba de vuelta para la casa. Después ella misma vociferó en
la calle, “¡Nombre! Este gran sinvergüenza quería presentarse a trabajar, pero yo no se lo
permití. ¡Aquí nadie puede rajarse ahora!”
En otro momento, en una asamblea de trabajadores en Laurel, estaban todos
sentados en una gradería y entonces, justo cuando estaba informando acerca del estado y las
perspectivas de la huelga, lleun ruidoso grupo de mujeres, con un señor al que traían
amarrado y en medio de un gran alboroto me lo pusieron al frente.
que una dijo: “Don Álvaro, aquí le traemos a este señor. Este sinvergüenza es un
rompehuelgas y lo ponemos en sus manos para que le den su merecido”. Otra con voz
penetrante agregó: “El sobalevas este, estaba trabajando en las yardas del mandador, seguro
decidió aprovechar que íbamos a estar reunidos para ir a meterse al cuadrante. Usted dice
qué hacemos con él”.
Yo lo pensé un poco y dije: “Vamos a hacer una cosa. A este señor le falta oír un
poco en qué estamos, qué significa esta huelga y para qué la estamos haciendo. Vamos a
pedirle que se siente aquí en la primera fila para que oiga lo que estamos hablando y que se
aguante aquí toda la reunión. Al final de la asamblea lo dejamos ir para su casa sin ningún
problema.” La gente aceptó y al hombre se le obligó a permanecer y escuchar todo,
quedando al final agradecido por no haber sido linchado ni ridiculizado aún más.
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Volumen 6 Número 2 Agosto 2005 - Febrero 2006.
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Artículo Relacionado: Carlos Hernández Rodríguez La memoria auscultada: Alvaro Montero Vega, de la evocación a la
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Ese fue un caso aislado, pero hubo muchos otros que me fueron referidos, y que
dejaban muy en claro que, si bien con los bananeros no se podía jugar, mucho menos podía
intentarse tal cosa con sus compañeras.
Las mujeres fueron muy activas, corrían cuando había alguna manifestación,
llevaban mensajes y se les veía, cuando todos estaban ya cansados, cocinando todo lo que
traían los pescadores. En las fincas formaron comités de apoyo a la huelga y cuando
íbamos a las reuniones, siempre estaban ahí. Indudablemente, todas ellas jugaron un gran
papel en todo ese proceso.
A menudo he visto que al hablar sobre la participación de las mujeres de la Zona en
la movilización y las luchas sociales de la región, se insiste en sus labores en el fogón y su
participación como mandaderas, pero en realidad la presencia de las mujeres fue mucho
mas allá y como ya antes he señalado, hubo momentos en que la ausencia o apresamiento
de los dirigentes, fue subsanada con el liderazgo improvisado de sus compañeras.
En la huelga del cincuenta y nueve, el protagonismo femenino fue como antes
fundamental, pero como el conflicto se extendió mucho mas de lo que pensábamos, un
problema complicado que se nos planteó fue el del agotamiento de las reservas de dinero.
Eso es algo que siempre genera tensión, pues la gente empieza a presionar para que se
resuelva y se ponga fin a la huelga. La situación era tan apremiante que ya en la fase final,
cuando uno tomaba el tren de pasajeros, llegaba a las fincas y se presentaba a las asambleas
de los trabajadores, la gente se rebelaba, muchos pedían que se pusiera fin a la huelga, pues
argumentaban que no se llegaba a ningún lado y que ya no disponían de recursos.
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Esta fue una complicación adicional, pues empezaba a haber presión desde dentro, y
entonces se decidió que el Comité de Huelga buscara y planteara una solución negociable.
Luego de considerarlo y discutirlo, la solución se aprobó en una asamblea realizada en
Golfito. Se resolvió mantener la posición de que el mismo día en que se pagara el
aguinaldo completo se levantaría de inmediato la huelga.
La solución empezó a vislumbrarse el Día de Reyes, en que se anunció que se
accedería a la petición del pago completo del treceavo mes y con ello muy pronto acabó la
huelga. Estuvimos con trabajos paralizados, forcejeos con la Compañía y discusiones con
el gobierno de Mario Echandi durante todo el mes de diciembre y aún las primeras semanas
del mes de enero, del año sesenta.
La conducción de la huelga fue algo a lo que se prestó mucha atención, no hubo
fisuras y a los rompehuelgas que llegaron de San José y Puntarenas los hicimos devolverse,
sin que pudiesen siquiera tocar una máquina. Habíamos conformado una estructura
organizativa eficaz, con comités de huelga, finca por finca y departamento por
departamento, y con organismos centralizados de conducción. Había una única voz
autorizada que era la del Comité General de Huelga.
Nosotros decíamos: “En esta zona mandan los comités de huelga, no mandan las
autoridades, no manda la policía, ni mucho menos la Compañía” y así se entendía y hacía
valer. Teníamos el poder y eso no era una simple proclama. No permitimos la circulación,
ni la venta de licores, y por eso los enemigos de los trabajadores, empezaron a hablar de la
“cortina de hierro”, para desvirtuar el movimiento de protesta que manteníamos,
relacionándolo con el comunismo más frío e inflexible. Todo eso, por supuesto, eran
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maniobras, pues simplemente existía una disciplina, que implicaba control de la situación,
acatamiento de órdenes y afirmación de una autoridad única en la representación de los
trabajadores. La unidad y la disciplina fueron los factores fundamentales que afianzaron el
movimiento y la firmeza de la huelga.
En ese ambiente de la época, en algunos momentos podía uno fantasear con un
orden social distinto, soñar con la República del Trabajo de la que habíamos sabido por
cierta literatura. Algunos hablaban incluso del triunfo de la Revolución Cubana y de cómo
desde el sur de Costa Rica podría extenderse un movimiento que transformara las
relaciones de poder, otorgando nuevas atribuciones y derechos al pueblo trabajador. Ahora
esos sueños, ocasionalmente acariciados en aquellas lejanas noches, lucen tal vez ilusos y
descabellados, pero en ese tiempo, más que lo que pensamos, eso fue lo que tal vez
ingenuamente sentimos. Sentíamos que había tantas cosas esperando por el cambio y
suponíamos tan francas las opciones de acceso a cuotas de poder, que abrigábamos
esperanzas de hacer cosas realmente trascendentales y nos ilusionábamos con la posibilidad
de profundizar la democracia social costarricense.
En todo caso, el realismo y la responsabilidad prevalecieron por aquellos días.
Nunca nos planteamos la toma del poder o el control del Estado, pues sabíamos
perfectamente que debíamos cumplir con el deber de representar a los trabajadores y el
objetivo simplemente era asegurar el poder en manos de los comités, en esa coyuntura de la
huelga.
El secreto del éxito fue la perfecta coordinación y planificada movilización de los
obreros. Nos manteníamos en contacto con los trabajadores y en ello tenía participación
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todo el grupo de dirigentes. Ahora sorprende que Domingo Rojas, Anselmo Matarrita, José
Meléndez, Juan Rafael Solís y otros cuantos compañeros hubiésemos sido capaces de
conducir y dar cobertura a una zona tan amplia que comprendía puntos tan dispersos y
distantes como González Víquez, Palmar y Golfito.
Por eso todos los trabajadores de esa época nos recuerdan y, cuando uno se los
encuentra en cualquier parte, ellos le dicen: “Se acuerda cuando nos fajamos en la huelga.
Cuando usted llegó a la finca y ahí estábamos nosotros. ¡Nadie se rajó, carajo! De
nosotros nunca se ha dicho nada ¿Verdad don Álvaro?”.
Siempre se acuerdan de todo eso y preguntan q se hizo Domingo, dónde está
Meléndez, qué ha sido de Matarrita. Preguntan especialmente por los nuestros, porque eran
hombres de gran inteligencia y los más fogosos oradores. Recuerdan sus anécdotas, sus
hombradas y ese lenguaje emotivo resuelto y revolucionario que ordinariamente
empleaban.
En el cincuenta y nueve se contó con el apoyo y la influencia del Partido, hubo
participación externa, muestras de solidaridad, llegaron alimentos y fondos enviados por un
Comité organizado por Carlos Luis Fallas, ayuda del movimiento de Juntas Progresistas e
incluso como antes se mencionó, hasta el Pacifico Sur, llegaron los diputados Aguiluz,
Espinoza y Obregón, a arengar a los bananeros y a apoyar decididamente el movimiento.
La parte patronal jugó sus cartas, presionaron en todo momento al gobierno, a los
jueces, a las autoridades y fueron en general bastante intransigentes. Estaba el
superintendente general, un hombre muy prepotente, que tenía mucho poder en la
Compañía y constantemente ostentaba ese mando. Él en particular, se molestó mucho
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cuando quedó totalmente minimizado por los comités de huelga. El licenciado Rivas Lara,
guatemalteco de origen, era el representante legal de la Compañía y ese era también uno de
los más prepotentes.
Los altos funcionarios fueron por lo general muy rígidos, pero el mismo Gerente
General, después de la huelga, me invitó a una reunión para comentar distintas cosas,
procurando establecer una mejor relación con el Sindicato. Ya después la cosa fue
diferente, pero al menos en la fase inmediatamente posterior, hubo un apreciable cambio de
actitud.
Por nuestra parte, nosotros también tratamos con los representantes de gobierno, con
oficiales de policía, diputados y con los ministros que acompañaron al Presidente Echandi.
Con ellos hablamos y coordinamos varias cosas, pero nunca permitimos imposiciones, ni
presiones excesivas, pues en todo el proceso fuimos dueños de la situación.
Lo más que se intentó en nuestra contra y que ciertamente afectó fue el aislamiento,
pues se declaró zona militar y no se permitió la llegada ni salida de nadie. Del aeropuerto
devolvieron incluso a personas con inmunidad, como fue el caso del diputado Hernán
Cordero Zúñiga quien, en cierta ocasión en que nos traía una carta con información y
sugerencias enviadas por Manuel Mora, fuera devuelto del Aeropuerto de Golfito, por
agentes de Seguridad Pública.
Incomunicados como estábamos, sin intercambios con la Dirección Política del
Partido, ni la Central Sindical, entendimos que tendríamos que actuar en solitario, tomar
decisiones por nuestra entera cuenta, incluido por supuesto el negociar o poner fin a la
huelga.
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Fue curioso, pero de algún modo, fuimos cautivos los unos de los otros. La
Compañía quedo sin poder de acción, el Gobierno tuvo que concentrarse en los huelguistas
y nosotros quedamos prácticamente cercados y vigilados por la fuerza pública.
Recuerdo que, en aquellas circunstancias particulares de aislamiento, el Partido hizo
llegar a un tibaseño de apellido Caldalda. Él tenía una motocicleta y le dijeron que viniera
a la Zona, atravesando las partes de la carretera aún no construidas, en las que ni siquiera
había puentes, hasta llegar a Golfito. El mensaje que traía era de Manuel Mora, en el
sugería que no pusiéramos fin a la huelga, hasta tanto no lográramos más garantías.
Cuando el mensaje llegó, sin embargo, de común acuerdo con los trabajadores, ya
habíamos tomado una determinación.
Personalmente respondí el mensaje, contesté que habíamos decidido poner fin a la
huelga, por considerar que no podíamos prolongarla por más tiempo, era evidente que las
condiciones no eran buenas y, al final, agregué que asumía la responsabilidad por todo lo
actuado. Ese paso, sobra decirlo, lo tomamos en condiciones muy difíciles.
La Compañía Bananera de Costa Rica, desinformaba a través de los medios, hablaba
de que los trabajadores se estaban incorporando al trabajo, que había fincas enteras donde
ya la gente había abandonado la huelga y que el movimiento estaba a punto de fracasar.
Eso en realidad no estaba ocurriendo, pero valorábamos nosotros que estaba a punto de
ocurrir. Eso en especial lo recuerdo perfectamente, pues mi costumbre siempre fue viajar
en el tren y constatar directamente con los trabajadores su estado de ánimo, su actitud,
combatividad y decisión de lucha.
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Gracias a numerosas visitas y reuniones que verifique en distintos lugares, pude
advertir que habíamos llegado al límite. Advertí que la situación empezaba a complicarse
pues, al llegar a algún sitio, los trabajadores me rodeaban para decirme: “Compañero,
póngale fin a esta situación, porque ya no sostenemos más. No tenemos recursos, no hay
comida y ni siquiera la leche de los niños se consigue desde hace días. No se puede
aguantar más la cosa, se nos agotó lo que teníamos y no vemos como solucionar eso.
Tenemos que ver q se hace pues ya la gente habla de volver al trabajo”. Eso me lo
plantearon más o menos al mismo tiempo, durante una semana de visita, en Coto, en
Palmar, en González Víquez y en Golfito.
En un momento dado me reuní con un grupo de los baches, donde vivían los
solteros. Me rodearon y me plantearon lo mismo. La mayoría pensaba que era mejor
ponerle fin a la huelga. A raíz de esta situación vimos que no convenía prolongar más la
pelea.
Estábamos en punto muerto, tratando de ver como manejar eso, cuando se presentó
la ocasión de negociar ventajosamente y no la dejamos pasar, pues la oferta de arreglo era
del todo satisfactoria. El día que se pagó el aguinaldo hubo alegría, toda la gente celebró el
triunfo. Hubo una gran celebración, bastante jolgorio, bailes blicos y mucho festejo en
todas las casa de los trabajadores. Uno no podía multiplicarse de tanto que lo jalaban. Ese
día estábamos en Golfito, y tuvimos que andar de casa en casa, porque la gente quería que
estuviéramos en su propia celebración. La gente de la casa invitaba al vecino y a los
compañeros de trabajo y se hacía tamaña rueda. Reunidos todos, comenzaban a contar, a
rememorar los diferentes pasajes de la huelga y se solazaban con esos comentarios.
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Nosotros nos sentimos satisfechos por la acción que habíamos llevado delante, por
la pelea tan dura y por la experiencia que representó tener el control total de una zona tan
vasta, donde había más de siete mil trabajadores con sus familias.
Esa huelga del año cincuenta y nueve dejó muchas enseñanzas y, ahora que
recuerdo los detalles, puedo hacer un balance equilibrado. Hay muchas cosas de las que me
siento satisfecho, pero también otras que ahora reconozco como deficiencias o errores.
La huelga no fue pasiva, había que mantener la atención y los comités de huelga
organizaban los relevos, se turnaban, formaban brigadas de vigilancia con los mismos
trabajadores e integraban a las mujeres. El cambio de turnos se daba muy
disciplinadamente, había listas de la gente que participaba en la vigilancia o en los piquetes
de huelga y algunos compañeros hacían de correo, llevando mensajes a los diferentes
comités, porque había que estar constantemente informando acerca del estado de la huelga
La concentración era algo clave, participaban muy activamente las mujeres y
teníamos canciones alusivas a las luchas, la combatividad y la valentía de los trabajadores.
Supongo que las componían gentes del Guanacaste y nicaragüenses que hacían las hacían
para celebrar la huelga y a sus principales líderes. La gente desarrolló mucho cariño y
aprecio por los dirigentes más destacados. A pesar de cierta desconfianza, que en un
principio hubo hacia Juan Rafael Solís Barboza y su equipo de dirigentes de la FETRABA,
este sentimiento fue desapareciendo al calor de la lucha.
Hay infinidad de anécdotas y cosas llamativas que salieron de ese singular episodio
de la historia de los bananeros. De ese tiempo salió un calificativo que se popularizó
mucho y que durante décadas fue empleado por los bananeros. Fue justamente, Carlos Luis
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Fallas, quien en alusión a la huelga, en un discurso pronunciado en la capital llamó
“cipayos”, a los paniaguados e incondicionales de la Compañía, equiparándolos con los
cipayos de la India, traidores de su patria y serviles de la Corona Británica, y entonces
nosotros nos apresuramos a popularizar ese término, de modo que ya cuando se hablaba de
fulano de tal o de algún mandador, se decía en tono despectivo: “Ese es un cipayo de los
gringos” y la gente empezó a decir que Riva Lara o que tal otro, junto con todos los
abogados, eran los cipayos. Si se acercaba alguien con la intención de orejear, lo
evidenciaban y calificándolo con el mote de cipayo lo sacaban del lugar.
El espionaje se dio mucho, la gente tenía vistos a los que hacían de orejas de la
Compañía. En las fincas, los chamberos y otros advenedizos eran servidores
incondicionales de los mandadores. Llegaban a las reuniones de los comités o asambleas,
llegaban a oír de qué se hablaba, y si algunos se daban cuenta de inmediato decían “Ahí
está ese Cipayo. Sáquenlo! Tiene que irse!” y lo hacían corrido del lugar, porque esos
espías eran como correos que llevaban todo tipo de información a la gente de la Compañía.
Pasado todo, quizás no supimos aprovechar adecuadamente el gran triunfo obtenido.
Tal vez no supimos capitalizar todas las posibilidades para fortalecer aun más la
organización, pero con todo y eso, los sindicatos quedaron muy fuertes. La U.T.G. llegó a
tener cerca de cinco mil afiliados, de una población cercana a los siete mil trabajadores. En
medio del entusiasmo la gente hablaba de la unidad. Eso fue resultado de la huelga y no un
capricho de los dirigentes. La gente decía: “Estamos en capacidad de unir la FOBA y la
FETRABA, en una sola federación.”
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Convocamos rápidamente a un congreso de todos los sindicatos, para constituir una
nueva federación a la que llamamos FUTRA, la Federación Unitaria de Trabajadores. En
ese evento estuvo Carlos Luis Fallas, fue especialmente invitado y de esa ocasión quedó
una foto muy bonita, donde aparece él, saludando a un viejo trabajador bananero.
La constitución de las FUTRA fue una verdadera fiesta, hubo mucho entusiasmo,
mucha decisión de unidad y nos llenó de gran satisfacción. Se formó una dirección
unitaria, a partir del mismo comité de huelga, la gente tenía tanto cariño por todos los que
nos habíamos fajado ahí en los bananales, que nos pidieron ese nuevo sacrificio.
La FUTRA tuvo problemas para inscribirse en el Ministerio de Trabajo, pues al
Ministro se le ocurrió levantar un fantasma y castigar a la FUTRA, atendiendo las
campañas de una sociedad de damas cristianas que se había formado en San José por ese
tiempo, en parte para combatirnos a nosotros. Afirmaron que el comunismo manejaba todo
el movimiento sindical, y que nuestro propósito no era la lucha reivindicativa de los
trabajadores, sino formar guerrillas para tomar el poder, en colaboración con Fidel Castro.
La FUTRA no se inscribió porque el Ministro de Trabajo puso mil peros y entonces
decidimos insistir en la formación de un sindicato único en toda la zona, de ahí salió la
Unión General de Trabajadores de Golfito, la gloriosa U.T.G., a la que ingresó toda la
afiliación de los sindicatos de FOBA y FETRABA, desde talleres, ferrocarril, muelles,
hospital y fincas hasta departamentos de construcción.
También, al calor de esa huelga y de otras luchas internacionales, creamos, con los
grupos de campesinos que nos apoyaron, las Ligas Campesinas. Nos parecía muy bien lo
que estaba haciendo Juliau en Brasil; creando ligas Campesinas en Minas Gerais y quedaba
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la gran pelea por la tierra y entonces dijimos: “Pues diay, hacemos las ligas campesinas
aquí en la Zona Bananera”.
La C.G.T. tenía un sistema que decidimos cambiar. Teníamos el sistema de crear
sindicatos de pequeños productores, pero cuando decidimos crear las Ligas Campesinas,
después de la huelga en la zona, nos fuimos a crearlas en distintos lugares y muy pronto
percibimos un gran entusiasmo de los campesinos. Por supuesto, no tardaron las señoras
cristianas en decir que también era un movimiento comunista, y entonces el Ministro de
Trabajo impidió que se inscribieran formalmente. No recuerdo si tras estas señoras estuvo
Edmundo Guerlí, quien tuvo que ver por entonces con la formación del Movimiento Costa
Rica Libre.
A todas estas dificultades se sumó la creación del Comité de Empleados de la
Compañía. La empresa creó el Comité de Empleados para hacer campaña de desafiliación
de los trabajadores sindicalizados. Eso fue denunciado ante la Organización Internacional
del Trabajo y el reclamo tuvo algunas repercusiones.
Dio principio una larga investigación, pues la O.I.T. decidió mandar una comisión
investigadora al propio terreno. El ya fallecido Maín Isíto mandó un experto inglés de
apellido Kirkpatrick, junto a un experto argentino y aquí, en Golfito, se instalaron en una
casa de huéspedes de la Compañía Bananera.
Nos explicaron que habían aceptado el hospedaje, porque ahí tenían todas las
comodidades para trabajar y aseguraron que eso no les comprometía en lo absoluto. Ahí
recibían la gente que ellos necesitaban oír e iban a los centros de trabajo. Hicieron una
investigación objetiva y recomendaron a la Comisión de Libertad Sindical y al Comité
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Administrativo de la O.I.T. que llamaran la atención del Gobierno de Costa Rica, acerca de
las violaciones a los derechos sobre libertad sindical y organización de los trabajadores.
Eso causo cierta molestia e indignación en ciertos círculos, pero lo cierto es que,
para entonces, ya nosotros habíamos resuelto de otra forma el problema de las Ligas
Campesinas. Los agricultores establecidos en tierras adyacentes o cercanas a las de la
Compañía Bananera, tenían problemas con esta, porque en la mayoría de los casos eran
precaristas que habían invadido sus terrenos.
La discusión se originaba en el hecho de que la Compañía alegaba ser dueña de las
tierras, mientras que los campesinos insistían en que los terrenos no estaban inscritos y, por
otra parte, el tiempo de permanencia y las mejoras introducidas les otorgaban ciertos
derechos de posesión. Naturalmente, entendimos que había una relación de
complementariedad y apoyo. La solidaridad entre los campesinos y los trabajadores
bananeros se mantuvo y se vio reforzada por múltiples razones.
Con todo y lo anterior, es inocultable que desde el punto de vista organizativo, la
Huelga del Aguinaldo tuvo secuelas muy negativas, tanto para la U.T.G. como para la
C.G.T., porque la empresa jugó muy bien sus cartas. Poco después de la huelga, principió
una agresiva campaña de desafiliación, acompañada de la oferta de pago de prestaciones a
todos aquellos que estaban laborando. A raíz de esto, los sindicatos quedaron
prácticamente sin afiliados, si acaso permanecieron unos treinta, a quienes la Compañía por
simple disimulo no despidió, para poder aparentar que había libertad y derecho de
sindicalización.
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Las Ligas Campesinas, en ese contexto de persecución y aniquilación del poder
sindical, jugaron un papel de suma importancia. Hubo una represión bastante violenta
contra el movimiento sindical en toda la zona. Las autoridades gubernamentales de la
región, en asocio con la empresa, reprimieron y controlaron constantemente a los
trabajadores.
Nos perseguían, nos sacaban detenidos, trataban de intimidarnos de mil maneras,
nos prohibían las reuniones y al trabajador que prestara su casa para una reunión, podía
contar con que estaba en serios problemas. Aduciendo que era propiedad privada, la
Bananera nos impedía llegar a las fincas.
La cosa llegaba a tal extremo que despedían a los trabajadores simplemente porque
nos ayudaban o mostraban buena actitud. Para muchos era claro que el facilitar las cosas al
“dirigente rojo”, ofrecer comida o dormida por una noche, comprar el periódico, o
simplemente hablar, era causal de despido. Ellos se enteraban de que había colaboradores
del sindicato o sus dirigentes porque tenían gente en las fincas. Siempre había quien
delatara.
A pesar de todo esto, nosotros llegábamos a una finca lejana y siempre
encontrábamos un trabajador que nos ayudara, que sin reparo dijera: “No, no. A como sea,
y pase lo que pase, usted se queda hoy en mi casa”. Había innumerables dificultades para
realizar el trabajo organizativo y hasta las publicaciones eran decomisadas por las
autoridades.
En lo concerniente a las escuelas públicas, ya no se metían tanto con nosotros,
porque habíamos logrado despertar una gran simpatía entre los maestros. Logramos a
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través de las distintas luchas que las escuelas pasaran al sector estatal y los maestros ya no
dependían de la Compañía. Ellos tenían su organización y mostraban una gran solidaridad
hacia el movimiento sindical, de modo que no se prestaban para campañas en contra de la
dirección sindical desde las aulas.
Los dirigentes sindicales de la U.T.G. logramos sobrevivir con una ayuda que nos
daba la C.G.T. de San José, nos asignaron una suma mensual que debíamos rendir casi al
extremo de los milagros. Teníamos que hacer un presupuesto para poder pagar un pequeño
salario de subsistencia a los dirigentes. A duras penas, nos las fuimos jugando. Pasaron
diez años de represión, de actitudes intolerantes y violentas, y de no poder afiliar a la gente
en planilla, pues aunque algunos trabajadores se mantenían afiliados al sindicato, lo hacía
clandestinamente.
En esas circunstancias, las Ligas Campesinas constituyeron un refugio, una
retaguardia para el sindicato, pues prodigaban espacios en los que se hacía posible que
reuniéramos a los trabajadores bananeros. Por decir algo, un lugar muy común donde
reuníamos la gente del sector Esquinas era en Finca Cartago, en Finca Puntarenas o Finca
Alajuela, en Venecia que quedaba cerca de Tierras Blancas, cerca de Finca Jalaca y en otras
fincas colindantes con el sector de Palmar. La gente iba llegando, nos reuníamos ya tarde,
después de una jornada de trabajo, y discutíamos los problemas, procurando orientar a los
trabajadores.
Fueron diez años de subsistencia y aprovechamos esos espacios para mantener con
vida al sindicato. Nos apoyamos en los grupos campesinos para crear organismos de base,
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mantuvimos en cada lugar una célula y de vez en cuando hacíamos asambleas de
campesinos comunistas en algunas de las fincas de la Compañía.
Los campesinos canalizaban su solidaridad de muchos modos. Se ponían de
acuerdo, por ejemplo, para sembrar en alguna finca y, cuando llegaba la cosecha, separaban
unos sacos para el Sindicato y el Partido. Eso representaba ingresos para nosotros, pues
ellos mismos lo vendían y nos entregaban el dinero.
Eso era reciprocado por los bananeros que también apoyaron a los campesinos en sus diversas
luchas. Cuando vino la política de la Compañía que procuraba abandonar plantaciones, como fue el
caso de González Víquez, sencillamente el movimiento sindical apoyó a los campesinos para que
llevaran adelante una gran lucha, por acceso a la tierra. Como a finales de los años sesenta hubo
invasiones y se formaron grandes grupos de campesinos que después organizaron cooperativas.
Se trataba esencialmente de campesinos, vecinos de la zona, pero entre esa gente había una
gran cantidad de trabajadores que antes había trabajado en fincas de la Compañía, eran exbananeros y
desempeñaron un papel activo en esas luchas. Hubo un apoyo mutuo, y puede decirse que el sector
sindical acuerpó irrestrictamente a los campesinos, al punto de que muchos de los sindicalistas
desarrollaron una considerable experiencia en esas luchas, como fue el caso del destacado compañero
Cruz Obando.
Nosotros, a través de esos contactos, desarrollábamos labores de orientación política, lo cual
era muy importante, pues con ello reforzábamos las luchas sociales y ganábamos presencia en términos
de negociación política. Aunque la Compañía realizó reiterados intentos, no logró liquidar en el
corazón de los trabajadores la conciencia e identificación con lo que ellos mismos llamaban el
“Sindicato Rojo”.
Aún en los peores tiempos, cuando algún dirigente tenía ocasión de asomarse por una finca
bananera, la gente al verle se alegraba y se acercaba de inmediato. Ellos mismos pedían que se hiciera
ahí mismo una reunión, y uno pensaba detenidamente mo hacerlo, porque había una gran
persecución y hostilidad hacia el Sindicato.
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No importando los cambios de gobierno y autoridades, la represión era terrible. Una vez
recuerdo que en Finca Puntarenas me pidieron que charláramos, que hiciéramos una reunión y yo
respondí: “Muy bien, lo vamos a hacer, pero deben garantizarme que, si viene la guardia, ustedes van a
impedir que me saquen detenido de aquí”. Accedieron y, ya estando en la reunión, llegó un grupo del
resguardo fiscal, armado hasta los dientes. Entraron de golpe, dispuestos a disolver la reunión que era
en casa de un trabajador, y dijeron: “O entregan a Alvaro Montero o deshacemos esto a cincha”.
Los trabajadores no querían acceder, no sólo por mantener su palabra, sino por una cuestión
de principios. Yo, viendo la situación, les dije que era preferible que me llevaran a mí preso, a que se
armara un zafarrancho, hubiesen más detenidos y hasta despidos del trabajo.
Les dije: “Yo voy a aceptar que me lleven”. Algunos, sin saber qué decir, se quedaron
viéndome cuando salía de la casa y, cuando los del resguardo me montaban en el motocar, un grupo
muy decidido se paró en frente, impidiendo el paso. Tuve que hablarles y pedirles que por favor
dejaran salir el vehículo, que avisaran a la dirección del sindicato y al día siguiente se vería qué hacer.
Me llevaron hasta Palmar, y ahí me hicieron dormir en un cuartucho dispuesto para los presos.
A la mañana siguiente, muy amablemente me dieron desayuno y luego me llevaron a la Alcaldía de
Puerto Cortés, donde el alcalde, un hermano de don Enrique Guier, al ver que se trataba de mí,
exclamó: “¡Diay! ¿Pero por qué traen este a hombre?”. A lo cual los guardas respondieron: “Es que
estaba haciendo una reunión”. Hubo un momento de congojoso silencio y luego el alcalde dijo: “Bueno,
déjenlo ahí” y, después de que mis captores se fueron, me dijo: “Que vergüenza mas grande. Te vas
para tu casa o con tus amigos. Esto no es motivo para una detención”.
Esos procedimientos eran normales. Aunque los guardas fiscales eran funcionarios del
gobierno, las órdenes las daba directamente la Compañía. En el momento que llegaba un dirigente
sindical a una finca, el mandador o algún paniaguado de la empresa llamaba por teléfono al resguardo
y simplemente decía: “Aquí anda un dirigente comunista haciendo bulla, vengan rápido para que lo
detengan”.
Todas estas arbitrariedades contaban en buen grado con la simplicidad del gobierno.
Por conversaciones que en esa época sostuve con el Presidente Orlich y el Ministro Carro
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Zúñiga, saqué en claro que al Gobierno le interesaba mantener a toda costa la paz social.
Procuraba que la Compañía estuviera contenta y por ello se desentendía de ciertas
irregularidades de las que tenía perfecto conocimiento.
Recuerdo que una vez don Chico Orlich me dijo: “Mire Alvaro, por qué usted no hace un
partido que no sea comunista y entonces forma sindicatos bajo la dirección de ese partido. Ahí
podemos ver cómo le damos libertad a esos sindicatos”. Yo, sin pensarlo, le contesté: “Mire don Chico,
usted pretende halagarme con todo eso de que yo soy un líder capaz de hacer un partido. Posiblemente
lo podría hacer, pero yo no soy de la gente que llega a dividir un partido ya formado. Salir de mi
Partido, que es en el que creo y cuyos principios y orientación política comparto, es algo impensable”.
El Presidente, que se había quedado viéndome, contestó fríamente: “Bueno diay, entonces lo
siento mucho porque la situación seguirá exactamente igual”. Esa situación no era privativa del
Partido Liberación Nacional, pues en el gobierno de JoJoaquín Trejos, esa posición parcializada, fue
aún más clara para nosotros.
Nosotros siempre supimos que teníamos que aguantar, jugar nuestras pocas cartas y esperar a
que pasara el temporal. Tarde o temprano una ocasión propicia se presentaría y entonces volveríamos
a plantear nuestras condiciones y a revalidar los derechos y las cuotas de poder perdidas. Para ello
aprovecharíamos cualquier fisura abierta en el sistema de control implantado por la Compañía.
En eso estábamos, esperando sin desfallecer, cuando inesperadamente llegó el momento
largamente esperado. Curiosamente, fueron los trabajadores, a través de los comités clandestinos
organizados en las fincas, quienes tomaron mejor el pulso a la situación y se percataron de una
situación inmejorable que para nosotros había pasado totalmente desapercibida.
Avanzado el año de mil novecientos setenta, los comités de base que manteníamos
clandestinamente, de modo repentino, solicitaron urgentemente una reunión ampliada en Ciudad Neily,
con el objeto de discutir una situación particular, nosotros encontramos extraño el apremio de los
trabajadores y pusimos atención al hecho, de que absolutamente todos insistían, en que la situación en
toda la zona era francamente explosiva.
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Nosotros no veíamos eso tan claro. Nos preguntábamos cómo podía ser eso posible, pues
ninguno había palpado tal situación. Hicimos la reunión con los trabajadores en Ciudad Neily,
trajimos gente de los diferentes sectores y el planteamiento fue unánime: el momento estaba dado para
ir a otra gran huelga.
Luego de discutirlo, les dijimos a los trabajadores: “Lo primero que vamos a hacer
es comprobar q tan cierto es eso que ustedes dicen. Vamos a probar nuestra fuerza,
enfrentando la fuerza represiva, para ver con quienes contamos en realidad. Convocaremos
una reunión en Finca 51, en Coto. Ahí los esperamos y vamos a tratar de que llegue gente
de otras fincas, pero lo fundamental va a ser el enfrentar a la gente del resguardo cuando
llegue”.
Terminó la reunión, se fueron los trabajadores y quedamos todos pensativos.
Cumplido el plazo, fuimos a Finca 51. Empezamos la reunión y, cuando yo estaba
hablando con los trabajadores, el resguardo rodeó la casa y entonces dijeron como siempre:
“Queremos que entreguen al señor Montero. Salgan de ahí para conversar con él”.
Como la cosa era sabida, los trabajadores contestaron resueltamente que ninguno de ellos iba a
salir para quedar preso, agregando a grandes voces que, si querían llevar a alguien detenido, tendrían
que entrar, pues había ya un comité de recepción esperándoles.
Luego de una breve pausa se oyó una voz que decía desde fuera: No. Miren, de verdad
queremos hablar con el señor Montero”, a lo cual los trabajadores respondieron: Bueno, ustedes
sabrán lo que hacen. Que pase el jefe de ustedes, ahí va a estar don Alvaro Montero Vega y vamos a
estar también nosotros con él”.
Lo hicieron entrar solo y sentarse en una mesita de madera a conversar. Dijo lo de costumbre,
que era prohibido hacer reuniones públicas y que no podíamos continuar reunidos. La respuesta ya
prevista fue que eso no era una reunión pública, que, aunque había gente fuera, estábamos al amparo
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de la casa y el trabajador tenía todo el derecho de reunir a la gente en su casa, por lo cual no podía
nadie disolver la reunión, ni hacer detenciones.
Dichosamente, el asunto no pasó a más y el resguardo se retiró. El jefe del resguardo se
marchó molesto, afirmando que definitivamente no iba a permitir más reuniones. Pudo haber dicho
mucho más, pero ya nosotros sentimos el calor y el espíritu de lucha, y por supuesto nos atrevimos a
convocar reuniones públicas en distintas fincas. La Compañía se preocupó y empezó a infiltrar gente y
a mandar agentes con grabadora, para que grabaran todo lo que decíamos.
Eso para nosotros fue extraordinario. Luego de diez años de persecución, intentos fallidos y
repliegue, empezamos a sacar pecho y en las reuniones, teniendo al lado a los trabajadores, en tono
desafiante les decíamos: “Escuchen bien, pongan atención señores de la Compañía. Pongan bien esa
grabadora porque le vamos a mandar un mensaje al señor Gerente. Que el Gerente de la Compañía
Bananera de Costa Rica oiga nuestra voz, la opinión de los trabajadores y no lo que ustedes le dicen”.
Luego, sabiendo que la cinta estaba corriendo, procurábamos echarnos un discurso combativo
y advertíamos a viva voz: “Estamos organizándonos para un movimiento con pliego de peticiones. El
pliego le llegará en su momento, con el respaldo suficiente de los trabajadores, y si el pliego de
peticiones no se negocia, no dude ni por un momento que iremos a la huelga. Que lo tenga claro el
señor Gerente de la Compañía y que no crea en lo que dicen, ni en los cuentos que le llegan de que el
movimiento no tiene apoyo de los trabajadores o que son sólo cuatro gatos”.
De una vez, organizamos el conflicto colectivo de carácter económico social, recogiendo las
firmas de los trabajadores para ir a la lucha y tener asegurado el apoyo de un sesenta por ciento o más
de los trabajadores. Cuando tuvimos ese apoyo en Palmar, en Coto, parte de Golfito y González
Víquez, entonces decidimos dar el paso decisivo. Estaba en la presidencia don José Figueres y el
Ministro de Trabajo era don Danilo Jiménez Veiga.
Los invitamos a una gran concentración en Ciudad Neily y de inmediato el Ministro dijo que él
se encargaría de llevar a Figueres y agregó, casi retándonos: “Pero hagan de verdad algo que valga la
pena”. Nosotros, para nuestros adentros, nos decíamos: “Ya pronto van a ver. Se van a caer de
espaldas.”
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Llegado el día, sin recursos de ninguna clase, la gente llegó de todos lados. Vinieron
trabajadores desde Palmar y de González Víquez, unos viajaron en trenes hasta cierta parte, otros en
bicicleta y caminando por horas se dieron cita mujeres y hombres, de todas las fincas de Coto. Llegó
Figueres y quedó sorprendido cuando vio concentrados en Ciudad Neily, más de cuatro mil
trabajadores.
Yo hice uso de la palabra y dije: “Señor Presidente, señor Ministro, aquí tenemos el apoyo de
los trabajadores y no sólo eso, sino también las firmas necesarias para llevar adelante el conflicto. Si la
Compañía acepta negociar con la intermediación del Ministerio de Trabajo, nos sentamos a negociar,
pues el pliego de peticiones está aquí. Si no acepta, vamos a los tribunales y si no acepta negociar en los
tribunales, es ya una decisión que vamos de inmediato a la huelga”.
Los compañeros de los comités de base habían tenido razón, la beligerancia existía, la explosión
del conflicto estaba latente y ya ahí, en Ciudad Neily, las exclamaciones y gritos de los trabajadores se
oían ¡Viva la UTG! y ¡Déle pa´lante, que vamos todos con el Sindicato Rojo!
Estábamos frente a esa multitud y entonces don Jo Figueres, quien gustaba de hablar en
forma un tanto campechana, viendo aquella multitud reunida, dijo algo muy interesante: Vean
muchachos. Yo vine aquí porque me invitó Alvaro Montero. Bueno, el asunto es que a mí me
presionaron mucho para que no viniera a esta reunión y los señores de la Compañía, y los de otros
sectores políticos me dijeron que no viniera porque esto era una trampa de los comunistas, que aqlo
que iba a haber era un grupillo de comunistas y que me iba a prestar para una maniobra de ellos.
Bueno, yo que Alvaro Montero es comunista, pero no estoy seguro de que todos ustedes lo sean. Me
parece que son mucha gente para que sean tantos comunistas, aquí debe haber de todo. De lo que
estoy seguro, es de que Álvaro Montero es el vocero de ustedes, con Alvaro Montero hay que tratar.
Eso lo tengo claro. Si ustedes le dan el poder a él para que les represente y lleve la voz cantante, que
sea Comunista, eso a mí no me interesa. El gobierno está dispuesto a servir como intermediario, para
que haya negociación, y a los señores de la Compañía pido que se sienten a negociar, pues la
manifestación es una prueba clara de que el movimiento tiene a la gente de su lado”.
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El movimiento ganó con ello legitimidad. Luego presentamos el pliego de peticiones.
Presentamos copia al Ministro de Trabajo y la Compañía se negó a negociar, aduciendo que éramos
una minoría. Seguimos en la campaña, finca por finca. Fuimos a los tribunales, nuevamente rehusó la
negociación, y entonces hicimos un plebiscito para demostrar que más del sesenta por ciento de los
trabajadores estaba con la huelga. No recuerdo si lo ganamos, me parece que faltaron unos pocos votos
para alcanzar el porcentaje, pero lo cierto es que la decisión de ir a la huelga estaba tomada.
A inicios de 1971, se decretó la huelga en toda la zona y tuvimos el respaldo de los trabajadores
agrícolas. Se integró la dirección, se fortalecieron los comités y la huelga arrancó de adentro hacia
fuera. Observando un procedimiento previsto, la táctica consistió en colocar cuadros jóvenes junto a
otros reconocidos, en cada finca, procurando que en todas y cada una de ellas arrancara una
manifestación de fuerza de los trabajadores, que con ayuda de las mujeres, sorpresivamente paralizara
las labores. Esta táctica de arranque tuvo pleno éxito, a pesar de que hubo una presión tremenda de las
autoridades, que de inmediato reforzaron la zona con más gente armada.
Hubo lucha desde el primer momento, porque la represión, con o sin discursos de apoyo de las
altas autoridades de gobierno, siempre se hizo sentir. Hubo violencia verbal y física, hubo disparos,
bombas lacrimógenas y mucha gente perjudicada por la violencia. De la misma población bananera,
con su firmeza y arrojo, el sindicato tomó fuerzas y se armó de valor, pues en todos lados se veía gente
muy valiente y muy conciente de lo que estaba pasando.
De buenas a primeras, llegaron a tratar de intimidar a los trabajadores y se encontraron con
que estos estaban dispuestos a enfrentárseles. Las mujeres participaron en esto, involucrándose
algunas veces en situaciones de alto riesgo y compromiso. Se hicieron piquetes de huelga para impedir
que los agentes del resguardo fiscal continuaran presionando a los trabajadores. Hombres y mujeres
de la zona, no los dejaron movilizarse y fueron, como bien dijo el jefe del resguardo fiscal, tres días de
pelea con los comités de huelga, hasta que las autoridades llegaron prácticamente a rendirse, ante el
comité establecido en Ciudad Neily.
Llegaron a la casa de Jorge Conejo, que era donde estábamos reunidos, y pidieron audiencia.
Solicitaron un acuerdo para mantener la paz y evitar choques. Nosotros contestamos que nos parecía
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bien y ofrecimos que no habría choques, siempre y cuando ellos no impidieran el libre tránsito de los
trabajadores y de los dirigentes de la huelga. Ese fue un pacto inteligente, los guardias se retiraron a
sus cuarteles y nosotros manejamos la huelga apegándonos al sistema que había rendido tan buenos
frutos en otras ocasiones: comités de huelga en cada finca y coordinación a través de direcciones
generales.
La UTG, gracias a esa nueva dinámica, se reoxigenó y se volvió a ir arriba. Recobró tres mil
afiliados, muy combativos, ya que había una gran cantidad de trabajadores jóvenes que habían
ingresado en sustitución de los tres mil anteriormente liquidados, mediante el pago de prestaciones por
la Compañía. Se renovó con sangre nueva, una vigorosa fuerza sindical y eso hizo que hubiesen valido
la pena los diez años de sacrificio y penalidades.
La huelga del setenta y uno se ganó del todo. Al final esa huelga llevó a la Primera Convención
Colectiva de Trabajo. Ese fue el acuerdo por el cual llegamos a levantar la huelga: un pacto o
compromiso de las partes para negociar la convención, en la que se acordaría un aumento general de
salarios y, desde luego, el fin de las represalias.
En las oficinas del Ministerio de Trabajo, la Compañía Bananera de Costa Rica, por
primera vez su larga historia, tuvo que sentarse a negociar con una dirigencia sindical a la
que invariablemente había perseguido y pretendido desconocer.
Luego de esta larga jornada, mi labor quedó cumplida. Por motivos de salud y por razones
adicionales que son parte de otra historia, perdí protagonismo en la vida sindical del Pacífico Sur, pero
luego de lo vivido creo que quedo tranquilo.
Nosotros casi todo el tiempo tuvimos que luchar contra las limitaciones, contra el discurso
oficial, contra el abuso de autoridad, contra el estigma, contra grupos e intereses sumamente poderosos,
contra divisionistas profesionales, y al final, contra viento y marea, a pesar de los miles de dólares
apostados en nuestra contra, no obstante la desinformación malintencionada, a pesar de las toneladas
de papel calumnioso y los miles de miles de volantes con propaganda anticomunista, lanzados desde las
avionetas sobre las plantaciones, a pesar de la mentira, la difamación de los dirigentes y los muchos
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años de represalias y humillaciones, logramos que el sindicato, la moral solidaria y los mas nobles
principios de la justicia social, se mantuvieran latentes y vivos, como una esperanza inextinguible en el
corazón de los trabajadores bananeros.