ISSN 1409 - 469X
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Director de la Revista: Dr. Juan José Marín Hernández juan.marinhernandez@ucr.ac.cr Editor académico: Dr. Ronny Viales Hurtado - ronny.viales@ucr.ac.cr Editor técnico: M.Sc. Marcela Quirós G. - marcela.quiros@ucr.ac.cr
Dr. Juan José Marín Hernández, Catedrático. Director del Centro de Investigaciones Históricas de América Central. Universidad de Costa Rica. Costa Rica. juan. marin@ucr.ac.cr
Dr. Ronny Viales Hurtado. Catedrático. Historia Económica y Social. Universidad de Costa Rica. Director de la Escuela de Historia. Costa Rica. ronny. viales@ucr.ac.cr
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Adriana Álvarez Adrián Carbonetti
Malaria, paludismo, Argentina, enfermedades infecciosas, atención primaria de salud, epidemiología, atención al enfermo.
Malaria, Argentina, infectious diseases, primary health care, epidemiology, patient care.
Fecha de recepción: 24 de enero, 2013 - Fecha de aceptación: 04 de octubre de 2013
El objetivo de este artículo es analizar la aparición del universo agrario en la agenda de las
autoridades sanitarias argentinas entre fines del Siglo XIX y los inicios del XX. Enfermedades como la malaria o la fiebre amarilla fueron entendidas como una “amenaza interna”, cuando sus
consecuencias excedían los marcos provinciales, como fue la aparición de focos palúdicos en la provincia de Córdoba. Esta expansión, condujo a la realización de varias iniciativas siendo muy
significativas las campañas contra el paludismo realizadas en la década del treinta, cuya logística se capitalizó en la prevención de un foco de fiebre amarilla que amenazó en esos años a países
limítrofes con la Argentina.
The objective of this presentation is to analyze the emergence of the universe on the agenda of agricultural health authorities Argentina between the late nineteenth and early twentieth centuries.
Diseases such as malaria and yellow fever were understood as an “internal threat”, when impacts
exceed provincial frameworks, as was the malaria outbreaks in the province of Córdoba. This
expansion led to the implementation of several initiatives being very significant malaria campaigns
carried out in the thirties, whose logistics are capitalized in preventing an outbreak of yellow fever in those years threatened to countries bordering Argentina.
La Argentina de principios del siglo XX, se caracterizaba por un dinamismo integral que se plasmaba visiblemente en el plano de la economía, la cual venía creciendo desde la centuria anterior de la mano del modelo agroexportador, pero que como consecuencia del desarrollo de la Primera Guerra Mundial y los cambios en el comercio internacional, la misma tendió a transformarse, lo cual, servía de marco para la metamorfosis que tanto en la sociedad como en las instituciones se daría entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Las enfermedades, como las instituciones sanitarias, no fueron ajenas a ese proceso, por el contrario cobraron relevancia, problemáticas que hasta entonces habían sido opacadas. Tal fue el caso de la sanidad rural, que había quedado por décadas relegada a un segundo lugar, pues la atención se centró en el mundo urbano y “sus males”. Sin embargo, durante el período de entreguerras, dicha asimetría fue reducida, de la mano de un Estado que para entonces desarrolló nuevas funciones, ampliando su esfera de acción, y de las mutaciones que se dieron en el campo cultural, educativo y político, lo que estimuló la aparición de renovadas agendas sanitarias donde se incluyeron aquellos espacios alejados de los epicentros urbanos.
Esa agenda, y básicamente los avatares organizacionales que se experimentaron durante los años treinta de la entre guerra, en relación con el cuidado de la salud de las poblaciones del interior norteño -y parte del pampeano-, son objeto de análisis de este artículo.
La Argentina desde fines del siglo XIX, venía desarrollando instituciones destinadas al cuidado de la salud, que habían emergido -en gran medida- como fruto de la aparición de brotes epidémicos, lo que puso de manifiesto la necesidad de dotar a las grandes capitales de servicios sanitarios. Al interior, esas grandes extensiones territoriales alejadas de las cosmopolitas ciudades portuarias, como lo eran Buenos Aires, Rosario o Bahía Blanca; debieron luchar arduamente para lograr captar la atención de las autoridades gubernamentales. Lo que fue posible en parte por la existencia de médicos funcionarios oriundos de las provincias del interior, que mediante un discurso higiénico, nutrido por las realidades lugareñas, lograron que emergieran las primeras políticas de sanidad rural, en los inicios de la década del diez.
Esos discursos pintaban una realidad teñida por los altos índices de mortalidad infantil, por la pobreza, por la falta de médicos y de hospitales; la existencia de otras dolencias, además de las enfermedades tradicionales, entre las cuales, una de las más visibles era la malaria o paludismo, también conocida como “chucho” por los habitantes de esa Argentina profunda. Enfermedad que les era propia, pues coexistían con ella desde tiempos inmemoriales, lo que había provocado hasta
cierto grado una costumbre, por parte de los nativos, de convivencia con ese mal, restando importancia a las acciones preventivas y curativas.
Un mal que, como hemos demostrado en otras publicaciones, afectaba a la
provisión de mano obra, tan necesaria para la economía azucarera y algodonera
vigente en esas regiones, siendo esta una de las razones que despertó la conciencia
gubernamental de su existencia y de la necesidad de combatirla en todos los terrenos,
tanto en el biológico como el cultural, con el fin de generar conciencia social en relación con los factores que la propagaban.
La zona endémica por excelencia estaba ubicada en el noroeste del país y se caracterizada por un paludismo de montaña, que se extendía desde la frontera con Bolivia hasta las regiones más fértiles y productivas de las provincias de Salta, Jujuy, Tucumán y Catamarca; y parte de las provincias de Santiago del Estero y La Rioja. Pero a medida que el siglo transcurría, a las zonas tradicionales se le sumaron otras, cuyo clima y características geográficas eran distintas a las regiones “endemiadas”, tales fueron los casos de Córdoba y San Luis, a lo que se agregó, a través de la zona costera del Alto Paraná, provincias tan distantes entre sí como fue el nordeste de la provincia de Santa Fe y Mendoza. Es decir, en la década del treinta, las enfermedades transmitidas por mosquitos dejaron de ser, en el territorio argentino, patrimonio de las provincias norteñas dueñas de un clima subtropical, que hasta entonces había justificado su existencia; y se extendieron al centro del país, atacando –entre otras- a la provincia de Córdoba, cuya capital es la ciudad más poblada después de Buenos Aires y la más extensa de Argentina, por lo que se había constituido desde épocas coloniales uno de los centros culturales, económicos, educativos, y financieros más importante del país. Además, a diferencia de las provincias norteñas, esta zona está dominada por un clima pampeano, que se caracteriza por ser templado moderado, con las cuatro estaciones bien definidas.
La aparición de focos de enfermedades transmitidas por las picaduras de mosquitos, en zonas tan alejadas de las regiones conocidas en la literatura de la época como “maláricas”, alertó a las autoridades; pues por un lado, ponía en discusión una serie de postulados que vinculaban la presencia de la enfermedad con la cuestión climática; pero por otro, al tratarse de una provincia densamente poblada las consecuencias podían ser mayores a las conocidas hasta entonces.
El nuevo cuadro de la situación que trajo aparejado la década del treinta, con un Estado que, desde los años veinte, se venía perfilando como director e interventor1, induce a pensar que, en materia de políticas sanitarias en general, pero particularmente en las zonas rurales se actuó con idéntica lógica de acción.
Sin embargo, en las páginas siguientes se podrá observar como en materia
de políticas públicas, por lo menos en las referidas a las rurales, hubo límites en el
accionar de ese Estado, que intentaba extender su gestión sanitaria. Esas limitantes
son explicadas en este artículo por las vigencias de un sistema federalista de gobierno,
en el que las fronteras provinciales actuaron, en varias ocasiones, como muros de
contención frente al avance del Estado Central y en otras se convirtieron en la única
alternativa de acción, debido a la deficiente ejecución del Estado Central, lo cual era resultado de la inexperiencia que las agencias gubernamentales tenían en ese terreno.
Esta perspectiva de análisis traza un panorama sanitario donde se visualizan
cambios y transformaciones, pero también las persistencias que le otorgan complejidad
a un proceso, en el cual cobraron protagonismo las respuestas regionales, frente al avance del Estado Central, precisamente en un momento donde este intentaba prosperar.
En el mismo año que se realizaba en Bogotá la Xª Conferencia Sanitaria
(1938), en Argentina, mediante elecciones fraudulentas, llegaba a la presidencia de
la Nación Roberto Ortiz. Por razones de enfermedad, en 1942 Ortiz dejó el cargo en manos de su vicepresidente Castillo, quien gobernó hasta 1943, cuando un nuevo golpe militar instauró el gobierno a Rawson, pero solo por unos pocos días, ya que fue reemplazado por el General Pedro Ramírez.
En materia de salud pública, en 1930 el Departamento Nacional de Higiene seguía siendo el organismo regente a nivel nacional y no había experimentado mayores cambios respecto a la década anterior. Es decir, que a diferencia de otros países de América Latina, donde la tendencia era convertir estos organismos en ministerios, en Argentina, según Susana Belmartino (2005), esta idea no prosperó, a pesar de que existían reclamos para que se gestara un organismo técnico, capaz de coordinar los servicios públicos federales, provinciales y municipales; y de beneficencia privada.
Dichas demandas, se hicieron sentir en el seno de la IX Conferencia Sanitaria Panamericana, celebrada en Buenos Aires en 1934, la que recomendó reunir los servicios de asistencia social y sanidad bajo el régimen de una sola autoridad, “... lo que significa evidente provecho para la acción tutelar del Estado y para el robustecimiento de la Salud Pública...” (Novena Conferencia Sanitaria Panamericana de las Repúblicas Americanas, 1934), hecho que en Argentina solo se materializaría con el peronismo a partir de la década del cuarenta.
Los cambios en el gobierno nacional y en el plano económico convierten a la década del treinta en una etapa de grandes transformaciones, pero que a nivel sanitario/institucional solo significaron un reemplazo de nombres en la conducción del máximo organismo: en el Departamento Nacional de Higiene (en adelante DNH), Tiburcio Padilla sustituyó a Aráoz Alfaro. Posteriormente, en 1932, cuando se hizo cargo del gobierno Justo y J. A. Roca (h) la presidencia de ese organismo quedó a cargo del Dr. Miguel Sussini.
Con la llegada de Ortiz al gobierno en 1938, se hizo cargo de esta dependencia Juan Jacobo Spangenberg2, quien tradujo sus intenciones centralizadoras mediante un proyecto de creación de la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social, el que finalmente nunca fue aprobado.
En el plano económico, entre la llegada de Uriburu al poder (1930) y la de
Ramírez (1943), el progreso de Argentina fue importante. Durante la década del
treinta la industria emergió como un importante factor de poder en el país, sin embargo, la crisis la afectó de manera inesperada. Efectivamente, la baja de precios de exportación y la contracción de la demanda internacional dejaron al país con grandes carencias de divisas.
Entonces, se hacían difíciles las importaciones y se estimulaba, sin proponérselo necesariamente, la industria argentina. Esto era particularmente estratégico para las nuevas ramas en los sectores textil, metalúrgico y químico. En este sentido, y a diferencia del ritmo que adquirieron las instituciones sanitarias en general, y las palúdicas en particular, al no verse mayormente afectadas por el impacto político
que representó el golpe de 1930, la crisis económica provocó el efecto inverso.La quinina -el alcaloide natural empleado como medicamento antimalárico-
era introducida en nuestro país desde Alemania o los Estados Unidos, elaborada
en comprimidos de 0,25 o 0,50 gramos. Cuando se produjo la crisis económica y
se interrumpieron en gran medida los intercambios internacionales, este producto
farmacéutico no fue la excepción, puesto que su abastecimiento ya se había visto obstaculizado en otras oportunidades por factores externos; por ejemplo, la Primera Guerra Mundial. En esta oportunidad la reacción del gobierno fue sustituir la adquisición externa de la medicina, por la producción local. Para ello autorizó la compra de clorhidrato de quinina en polvo, con el fin de acondicionarlo en comprimidos para su administración, puesto que se consideraba que la industria local “…con su constante perfeccionamiento se halla en condiciones de realizar ese comprimido...” (Archivo General Nacional, 1936).
La demanda constante de quinina, agudizada por los rebrotes palúdicos de esos años, dinamizó la producción local de este medicamento, sustituyendo las partidas importadas, por la elaboración nacional.
Otros procesos también imprimieron un dinamismo propio a esta etapa. Tal cual lo señalan Armus y Belmartino (2010), fue en estos años cuando la higiene defensiva, como disciplina y política pública, quedó relegada a un segundo plano. Esto sucedió, en gran medida, por el resultado de las nuevas tendencias en la mortalidad. Para esos años, en el mundo urbano la gente ya no moría por viruela o sarampión y la tuberculosis no aumentaba, a pesar de que continuaba haciendo estragos; eran las “enfermedades nuevas o modernas” (las cardiovasculares y el cáncer), las que comenzaban a destacarse en las estadísticas.
La mortalidad infantil seguía siendo relativamente alta, en gran medida como resultado de las enfermedades gastrointestinales. En el mundo rural, especialmente en el Noreste, el paludismo dominaba la agenda de las iniciativas en materia de salud pública, y junto con la tuberculosis, adquirieron o reafirmaron una dimensión socio cultural, donde lo meramente biomédico se saturaba de nuevos significados y sentidos.
La existencia de aproximadamente 200.000 palúdicos en las provincias del norte, el hecho de que la anquilostomiasis afectara a una cuarta parte de los habitantes de Corrientes y el triste cuadro que pintara la epidemia de polio (1934-1935), junto con los brotes de viruela (1939) y los de peste bubónica (1940) hicieron que
el mundo rural y sus males cobraran un protagonismo indiscutible frente a los ya dominados males urbanos. Había llegado la hora de enfrentar las pestes rurales y sus males, los cuales como se verá a continuación, no eran solo de índole biológica.
Los sucesivos fracasos por controlar los brotes maláricos, que se dieron en los años treinta, pusieron en discusión, desde el conocimiento que se tenía sobre los vectores hasta los métodos aplicados, las políticas y sus instituciones. No obstante, las respuestas a los reclamos en este último universo fueron más lentas o tardías, si las comparamos a
las proporcionadas desde “el mundo del laboratorio”, durante esos mismos años. De hecho, desde 1909 hasta 1937, la lucha contra la enfermedad del sueño
mantuvo una misma lógica organizativa, cuya centralidad estaba en el DNH y dentro
de este en la “Sección Central de la Profilaxis Antipalúdica”, la cual, desde la Capital Federal, y a cientos de kilómetros de los territorios infectados, emprendió las tareas de saneamiento y desinfección. Estas tareas se enmarcaban en la Ley 5195 (1907) de defensa contra el paludismo, la que desde su aprobación había puesto de manifiesto una serie de limitantes, entre las que cabe mencionar la variabilidad en los montos de los recursos acordados año a año por la Ley de Presupuesto de la Nación.
Igualmente, la sanción de esa norma plasmó una serie de ventajas, ya que a partir de ella se creó una base orgánica para la lucha antipalúdica, se establecieron las medidas destinadas a la fumigación, los criterios y acciones para la atención de los enfermos y se incursionó en el área de los medicamentos, al instaurar el suministro gratuito de quinina y declarar libre de todo derecho la introducción de sales de esta droga. Pero, sin duda alguna, lo más significativo fueron sus efectos indirectos, ya que fue la plataforma de partida para el desarrollo de una sanidad rural, inexistente hasta el momento.
Los rebrotes palúdicos de 1930, 1931, 1932 y 1940 marcaron un viraje tanto en el campo del laboratorio como en el de las prácticas médicas vigentes hasta entonces. En ese contexto, la legislación (Ley 5195) también fue puesta en discusión, con el fin de encontrar en ella, sino la causa, por lo menos la identificación de uno de los tantos factores que contribuían al regreso de esta enfermedad3.
Esta necesidad se unía a la adquisición de nuevos conocimientos sobre la
epidemiología del paludismo y sobre la biología de su agente transmisor, hecho
que se daba en los marcos de la paulatina conformación de un campo doctrinario
favorable a la intervención del Estado Nacional en la organización de los servicios de salud. Ello implicaba, a su vez, un incremento en las demandas por una mayor intervención del Estado en el área. Varios fueron en este sentido los debates, las acciones y otros tantos, los proyectos propuestos.
Entre las acciones llevadas a cabo comenzaron a ser prioritarios los cambios
en los niveles locales, como los que se dieron en 1930 en los servicios de la Defensa Antipalúdica, en las provincias de Salta, Jujuy y Catamarca. Estas modificaciones no eran una respuesta a una acción de planificación y/o organización superadora, sino más bien el resultado de hacer primar sus autonomías en un área que estaba
manejada desde el gobierno central y de cuyos resultados se dudaba.
Por esto, contrariamente a que el año 1930 fue signado por la centralidad que ocuparon los avatares políticos institucionales, debido al golpe militar, en los niveles provinciales se perdió la línea directa con el DNH y comenzaron a organizarse de manera autárquica de la máxima autoridad sanitaria. Los resultados no fueron alentadores dado el recrudecimiento de la enfermedad a partir de 1931-1932, desde allí y hasta la reorganización en 1937 los debates parlamentarios ocuparon la escena política.
En 1932, el diputado Luis Alberto Ahumada presentó una iniciativa mediante la cual se creaba la Dirección Regional Antipalúdica en forma autónoma, independiente del DNH, cuyo lugar de radicación ya no sería Buenos Aires, sino Tucumán. De los fundamentos presentados por el parlamentario se desprende que, uno de los principales obstáculos de la legislación vigente entonces, era la maquinaria burocrática montada.
En 1933, de la mano del socialista Ángel María Giménez se pidió al Poder Ejecutivo un informe del estado sanitario de las provincias y territorios del Norte Argentino, como de los servicios que prestaban las organizaciones sanitarias nacionales, municipales y privadas; y los resultados obtenidos con la aplicación de las leyes de paludismo, lepra, viruela, entre otras. En su argumentación aseguraba: “...el paludismo hace estragos, desvaloriza la raza, disminuye la capacidad de trabajo...; la ley de paludismo... ha fracasado en gran parte por la conducta subalterna de algunos y porque se han seguido prácticas irregulares...” (1933), (1934)4. Por lo cual, eran varios los diputados que reclamaban un plan sanitario eficaz para
combatir esos males.
Si bien estos proyectos no llegaron a formar parte del corpus reglamentario,
los reclamos llevaron al Congreso de la Nación a establecer en la Ley de presu
puesto del año 1937 una partida especial para la reorganización de los servicios palúdicos, que contemplaba la ampliación del personal técnico-administrativo y su
traslado a la ciudad de Tucumán.
Por decreto del 26 de abril de 1937, el Poder Ejecutivo creó la Dirección General de Paludismo, en la que el Director General y el segundo Jefe eran “fulltime”. En las bases conceptuales de esta nueva dependencia se pueden encontrar los principios de planificación, de integración de prácticas preventivas y de atención médica; organizados bajo la concepción de una “unidad de comando”. La unidad empezaba por los Servicios Técnicos Administrativos Centrales (STAC), que eran los encargados de estudiar, planear y controlar el accionar médico/profiláctico en general. El eslabón inmediato eran los Servicios Regionales (SR), ejecutores de las medidas dictaminadas por los STAC, y se ubicaban en los marcos de las direcciones regionales, las que, a su vez, estaban a cargo de un director regional.
Los STAC contaban con un área técnica conformada por la Sección de Ingeniería Sanitaria, que se ocupaba de los planos, de estudiar los proyectos de las obras de saneamiento y de la selección de los métodos de lucha antipalúdica y, además, con una Sección de Estudios Técnicos, que realizaba las investigaciones epidemiológicas en general.
El seguimiento de los resultados obtenidos lo realizaba la Sección de Control Entomológico, que se encargaba de monitorear la lucha antilarvaria y la Sección de Hematología, que ejecutaba los controles hematológicos e investigaba sobre plasmodios. Todos estos datos eran procesados en la Sección de Estadísticas, que fue creada en 1939 y tenía por meta cruzar los datos mencionados anteriormente con los resultados de los gastos y costos por rubros de cada servicio. La finalidad de esto era relacionarlos con su rendimiento sanitario.
¿Cómo se implementó o efectivizó esta nueva logística organizativa? Se canalizó por medio de un plan asistencial-preventivo. El plan asistencial comprendía las prestaciones oficiales, o sea, la atención de enfermos y distribución de medicamentos antipalúdicos por los servicios del DNH y el suministro especial, que se hacía por intermedio de las instituciones sanitarias provinciales, municipales, escuelas y agentes particulares u “oficiosos” de distribución.
El suministro especial tuvo efectos limitados, lo que fue tributario de “la falta de organización, disciplina y espíritu de cuerpo”5 por parte de los organismos provinciales y municipales, cosa que no era privativa al suministro de quinina, sino de la precariedad en cuanto a la organización sanitaria de la Argentina interior, por la falta, entre otras cosas, de la tan reclamada reorganización en el ordenamiento de esas instituciones. Además, esto ponía en evidencia que muchos de esos servicios médicos eran decididamente deficientes e insuficientes.
Esta situación se agudizaba más en las zonas rurales, dado que muchas de ellas carecían de servicios médicos, lo que se intentó remplazar con Centros de Distribución de medicamentos antipalúdicos a cargo de “agentes oficiosos de distribución”. Estos agentes eran definidos como particulares responsables, sin ningún tipo de relación de dependencia con los organismos oficiales, constituyendo una
especie de voluntariado. En estas áreas el efecto fue más negativo aún, por la falta de controles y de continuidad.
El Plan Preventivo se basaba en el saneamiento y era financiado con fondos
provenientes del Estado y de particulares. Estos últimos eran, especialmente, los
ingenios azucareros. De hecho, el total de estos aportes sumó $ 75.291 en 1942 (cifra con la que se abonaron 22.996 jornales) contra $ 65.139 en el año 1941 y $44.551 en 1940. Estas cifras indican un mayor recurso financiero, pero también una contraposición frente a “...la escasa, ineficaz o nula cooperación de las instituciones médicas y sanitarias (regionales) en el plan asistencial...” (Departamento Nacional de Higiene, 1943)6.
Según la visión de los analistas contemporáneos, dicha situación obedecía a
la necesidad de una reorganización en la estructura de las instituciones sanitarias
del país, tanto nacionales como provinciales y municipales. Sin embargo, esto no explica la importancia que el mismo tema adquiría para el ámbito privado, sino se
vincula con la preocupación de este sector por el mantenimiento de la mano de obra jornalera, pues en gran parte de la zona norteña -pero especialmente la región tucumana- la actividad azucarera tenía su epicentro económico. La industria del azúcar
había logrado sobrevivir exitosamente a los avatares que el modelo agroexportador,
basado en carnes y cereales, generaba en áreas donde esos recursos eran escasos o no aptos para la exportación.
En este sentido la caña de azúcar era generadora de trabajo, pero además fuente de inversión de capitales, no solo nacionales, sino también extranjeros. Estos últimos vieron una oportunidad económica al adquirir la propiedad de varios ingenios de la zona. Por esta razón, eran muy frecuentes los reclamos por parte de estas empresas, que demandaban a las instancias políticas la realización de campañas antipalúdicas, pues trataban de enfrentar el gran problema que representaba la escasez de mano de obra, la cual decaía en gran medida por los altos índices de trabajadores atacados por el paludismo.
Por ello, y en parte como respuesta a las demandas señaladas en el párrafo anterior, los STAC poseían una escuela de Oficiales Sanitarios en Monteros, a la cual se le confiaba la preparación del personal subalterno, capataces y ayudantes. Una vez formados, eran derivados a las diferentes secciones de saneamiento.
La Escuela de Monteros indica que el país adolecía de una serie de problemas,
como la falta de formación de los jefes de saneamiento y de ayudantes del personal
no médico. Sin embargo, esta instancia de formación técnica estaba atravesada por
la realidad local, por ejemplo, la permanente circulación de la peonada, personas
que se empleaban y al poco tiempo abandonaban sus tareas para marcharse a trabajar en la zafra (de junio a diciembre), cuyo jornal era mayor. Esto hizo que no pudieran ejercitarse en el trabajo que debían ejecutar, y que a su vez, fuera dificultoso obtener mano de obra en los meses de invierno y primavera.
Pero la carencia más importante era la de médicos sanitarios para ocupar los cargos de jefes de servicios. La razón de esta escasez radicaba en que la especialidad de médico sanitario (public health officer) solo podía ser desempeñada por un médico oficial; este requisito no era compensado, ya que dichos cargos carecían de estabilidad y de una adecuada remuneración; por lo tanto, no existían estímulos para perfeccionarse en una especialidad que resultaba ser aleatoria. De hecho, de doce facultativos que el DNH mandó a Italia en los años veinte a estudiar
paludismo, solo dos ejercían como tales, el resto habían renunciado a sus cargos y a sus aspiraciones como mariólogos.
Vinculado, de alguna manera, a lo anterior, también se trató de avanzar en la
educación y divulgación sanitaria como un complemento de la lucha antipalúdica.
Uno de los recursos utilizados fue el Almanaque Sanitario, el Juego del Mosquito (con dados y fichas) y el Cuadro de los Tratamientos.
El Almanaque Sanitario, editado desde años anteriores, estaba destinado a las poblaciones rurales y en 1942 se distribuyeron alrededor de 40.000 ejemplares. Constaba de tres elementos: un cuadro alegórico en tono burlesco, literatura con frases sencillas y breves y el calendario. Se apelaba a este recurso argumentando “... el interés de nuestro habitante de campo por poseer un calendario, al que acude con frecuencia para conocer las fiestas y los días de trabajo...”7.
El Cuadro de los Tratamientos contenía indicaciones precisas sobre la forma de curar el paludismo según las edades. Su distribución abarcó todas las “agencias sanitarias sin servicio médico” (Departamento Nacional de Higiene, 1943, pág. 17). El Juego del Mosquito estaba destinado a escolares y era semejante al Ludo: la idea del juego era fijar en la mente del niño las nociones elementales de cómo se adquiría el paludismo (casillas con anofeles obligaban a retroceder) y cómo podía evitarse (casillas con elementos de destrucción o defensa contra los mosquitos permitían avanzar).
Resulta claro que la aparición de la Dirección General de Paludismo implicó
un cambio cualitativo desde el punto de vista organizativo; pero no fue estructural y
de hecho, el mayor obstáculo fue que se realizó en el marco de la Ley Antipalúdica
vigente desde 1907, cuyas limitantes eran, para entonces, muy evidentes.
Además, por esos mismos años, la problemática palúdica en el escenario argentino tendió a complejizarse, puesto que había dejado de ser una cuestión norteña y se había extendido a zonas donde, por sus condiciones climáticas, resultaba impensable su desarrollo; como fue el caso de la provincia de Córdoba. De la mano del creciente incremento de las vías de comunicación producto del dinamismo económico, sumado a la inmigración golondrina, el universo geográfico malárico se amplió8.
El acrecentamiento del área de influencia de la malaria hacia el centro del país dividió a las regiones en endémicas y epidémicas. Las endémicas eran las zonas conocidas tradicionalmente como “maláricas”, es decir las ubicadas en la región del norte del país y estaban mayormente dotadas de recursos para combatir esta enfermedad, pues desde la sanción, en 1907, de la Ley contra la malaria; más la reorganización de los servicios en 1937, se habían llevado adelante campañas para combatir esta dolencia, las cuales, si bien carecieron de regularidad, tuvieron resultados muy útiles, pues a partir de ellas se articularon dispositivos sanitarios
en aquellas zonas. Sin embargo, las regiones maláricas nuevas estuvieron, en gran
medida, al margen de ese proceso; sirva de ejemplo el caso de Córdoba.
Esa provincia fue afectada por la malaria en los años treinta, si bien la
enfermedad se hizo presente en una versión más benigna, impuso un límite en los
marcos interpretativos que hasta entonces se tenían. En función de esto, unos años más tarde, la Organización Mundial de la Salud afirmaría que “…el paludismo es
principalmente una enfermedad tropical pero se ha registrado casos en lugares tan
septentrionales como… Córdoba…” (Organización Mundial de la Salud, 1957).
La presencia palúdica a mediados de los treinta en territorio cordobés era un anticipo de lo que a mediados de la década siguiente ya era indiscutible: que los viejos métodos de control, que consistían en reducir al mínimo la reproducción de los mosquitos y en aliviar o curar la enfermedad mediante el uso de quinina, ofrecían resultados parciales. Además, la localización de la enfermedad en el interior cordobés ponía en evidencia que la propagación no era solo efecto de aspectos biológicos, sino también sociales y económicos.
La presencia de la enfermedad en el contexto cordobés se ubicó en una basta zona del noroeste de la Campaña provincial. En un conjunto de Departamentos situados al Noroeste de la provincia, particularmente en los de Cruz del Eje, Minas, Pocho, San Alberto y San Javier.
La Región Noroeste de Córdoba comparte un conjunto de rasgos que la colocan en una posición potencialmente relegada en términos socioeconómicos, en relación con la región Sur y con el Departamento Capital; las cuales están plenamente insertas en el desarrollo capitalista agroexportador, a lo largo de gran parte del periodo considerado en este trabajo. El sudeste cordobés contaba con ventajas comparativas respecto del noroeste, pues poseía recursos naturales aptos para la explotación agropecuaria, punto que la acercaba al modelo agroexportador, pues estaba en condiciones de adaptarse a las exigencias que planteaba la demanda europea. Lo anterior se tradujo en que las regiones no integradas plenamente al litoral agropecuario, como el caso del noreste, sufrieran un significativo estancamiento económico, y a largo plazo, una marcada reducción demográfica.
En materia de régimen demográfico, la región noreste se definía como una
zona antigua con una mortalidad alta. Este comportamiento, a pesar de los dislo
camientos económicos que sufrió la región en el período censal 1914 -1947, fue compensado por un alto índice de natalidad, que definió un panorama donde no se verificaban disminuciones en la población, aunque si, migraciones endógenas y
exógenas hacia las localidades y ciudades más prósperas económicamente.
Asimismo, en el periodo considerado, el crecimiento de la población en estas regiones se evidenció tanto en los incrementos de la población urbana, como en la
rural. De acuerdo con los datos de los censos de 1914 y 1947, el crecimiento de
la realidad urbana se ubicaba exclusivamente en las localidades cabeceras depar
tamentales y, en ningún caso superaron las 16.000 almas. Y, éste aumento estuvo
dado únicamente por la ampliación de las ciudades cabeceras departamentales como
Cruz de Eje (Departamento Cruz de Eje), Villa Dolores (Departamento San Javier) y Deán Funes (Departamento Ischilín), mientras el incremento de la población rural se vinculó al desarrollo de pequeñas localidades situadas al interior de cada uno de
los Departamentos de la región.
Sin embargo, el carácter rural de nuestra región palúdica se corrobora al considerar que, mientras para 1914 la provincia en su conjunto contaba con un porcentaje de población rural del 54,8 %, la región noroeste tenía un porcentaje de 82,4 %, y en 1947, mientras la provincia considerada globalmente poseía un 47,40 % de población rural, la región en estudio sostenía un elevado porcentaje del 73,78%, con una preponderancia de poblaciones de menos de 2.000 habitantes.
A pesar de que el paludismo atacaba por igual en la ciudad o en el campo, resulta importante considerar que el predominio de pequeñas localidades trajo aparejada una mayor vulnerabilidad en las poblaciones de estos pueblos. Es que, en términos regionales, a este cuadro de población y asentamiento le correspondió una situación socioeconómica precarizada que, según intentamos mostrar, se corresponde en los años analizados con una política sanitaria insuficiente y renuente a incorporar la problemática palúdica de la zona en las agendas estatales.
En un difícil intento por definir el mapa socioeconómico y ambiental del periodo, podemos destacar algunos datos significativos: tanto las grandes, como las pequeñas unidades económicas de la región fueron más infructuosas que las del sudeste provincial, hecho que se evidencia en los volúmenes de producción. Asimismo, las condiciones de producción estuvieron significativamente limitadas, por ejemplo, en 1937 la región, en su conjunto, contaba con una red ferroviaria más escasa, en comparación con el promedio provincial y, para 1947 solo el 4,55 % de las unidades económicas poseía bombas para irrigación.
A este panorama se suma la no existencia, por muchas décadas, de un tendido de redes de agua corriente, por lo que comúnmente se obtenía agua mediante el
almacenamiento de lluvia, el aprovechamiento del recurso de los ríos y la extrac
ción del líquido del subsuelo. Completaban ese cuadro las escasas precipitaciones,
la consecuente falta de pastos naturales; así como las características de los terrenos,
que exigían la preparación del desmonte, además de los insuficientes y costosos
medios de transporte.
Por otra parte, las condiciones de vida de la población crearon un contexto
favorable para la extensión del paludismo, así como de otras enfermedades, en
una región que en 1937, concentraba el 41,3 % del total de los ranchos. El mismo comportamiento se imputaba al hacinamiento individual, es decir aquellas familias que vivían compartiendo una misma habitación. En ese sentido, las condiciones de vida imperantes en la región quedan ampliamente demostradas al considerar que para 1937, en el Departamento de Cruz del Eje, de un total de 5.731 familias censadas, en el 47,8 % de los casos, todos los miembros dormían en una sola pieza. Además existían en la región en su conjunto, 3.291 viviendas de barro y paja, de un total de 7.968 constatadas en todo el territorio provincial.9
Si bien sabemos, por trabajos anteriores, que la presencia anofelina no respeta condición social, por lo cual las condiciones difíciles de vida y la situación precaria de las viviendas no fueron factores determinantes para su propagación, es indudable que estos un componentes ayudan a explicar la vigencia de la enfermedad en una zona, en detrimento de otras. En el caso cordobés parecen ser elementos que favorecieron los brotes epidémicos, a diferencia del Tucumano, por ejemplo.
La presencia palúdica en el escenario cordobés despertó desconcierto en la máxima autoridad sanitaria a nivel nacional. Si bien el registro de datos muestra que, antes de la tercera década del siglo XX se habían registrado algunos casos, nunca llegaron a ser tan significativos como los existentes para esa misma época en el Norte del país. Inclusive los brotes epidémicos de los años treinta fueron vistos como esporádicos, debido a que la tasa de mortalidad local se hallaba significativamente por debajo de la media de la de otras regiones del país.
Es decir, a pesar del desconcierto que produjo la aparición del mal en un espacio considerado como poco propicio a su desarrollo, por sus características climáticas, la atención de las autoridades gubernamentales nacionales siguió enfocada en la zona norte de Argentina, lo que provocó que en la zona palúdica de Córdoba, el Estado provincial, fundamentalmente a través de su Consejo de Higiene, pasara a ocupar un papel protagónico en la lucha antipalúdica. En ese marco, las intervenciones sanitarias quedaron prácticamente supeditadas a las dinámicas de la agenda provincial y con ello a las capacidades de ese nivel estatal, lo que en parte también era resultado de sus complejas relaciones con el gobierno nacional.
En el siglo XX, los brotes epidémicos de paludismo continuaron afectando a la región noroeste del interior provincial cordobés. Los datos muestran que con el nuevo siglo aumentó considerablemente el número de afectados por la enfermedad, en el marco de la profundización de las desfavorables condiciones socioeconómicas que ya venían caracterizando la vida social en la Región Noroeste de Córdoba, fundamentalmente a partir de los cambios macroeconómicos de la década del 30.
Si a nivel nacional se fortalecía la presencia de un estado director e interventor, en los niveles provinciales los Estados también tendieron a cambiar su perfil, en parte porque el esquema de gobierno vigente desde la constitución de 1853 se los permitía, pues las raíces de las autonomías provinciales se cimentaban
en los pilares de los gobiernos instituidos por las Constituciones provinciales.
Estas transformaciones se evidenciaron en la provincia de Córdoba a través de
una mayor presencia de las instancias estatales, en la articulación de las respuestas
públicas en torno a las enfermedades y los fenómenos de la Salud Colectiva. En el espacio político local ese cambio de énfasis comenzó a delinearse a partir de los
gobiernos demócratas y se cristalizó más decididamente en las dos administraciones
sucesivas del radicalismo sabattinista: 1936-1940/1940-1943.Superada la etapa demócrata, el gobierno radical dio comienzo a una periodo
inspirado en concebir la intervención del Estado como medio para reorganizar la sociedad y se iniciaron novedosos procesos de reforma estatal, marcados por una tendencia a priorizar la restauración institucional y el respeto a la autonomía de la provincia, lo cual se conjugó con una política de oposición al gobierno nacional
alineado en la llamada “restauración conservadora”. En materia de salud pública, se definieron objetivos amplios y se profundizaron las atribuciones del Consejo Provincial de Higiene, al confiarle amplias y ambiciosas metas asociadas con “…la defensa integral de la sociedad frente a los daños que puedan originarle las enfermedades, la mala vivienda, la alimentación deficiente, el trabajo insalubre y todo otro factor negativo respecto a la salud y su progreso” (Philp, 1998, pág. 63).
Además, como demuestra en un avance investigativo M. L. Rodríguez (2008),
relativo a los primeros brotes palúdicos en Córdoba durante la administración radical,
si bien era una endemia que venía afectando el noroeste del interior de la provincia desde hacía varios años, nunca había sido objeto de beneficio por parte de las políticas nacionales que estaban vigentes desde 1907, ni tampoco fue objeto de acciones sistemáticas por parte de los gobiernos provinciales. Esto hizo que las respuestas al brote palúdico en 1936 fueran el resultado de dos procesos que resultaron ser convergentes: en primer lugar, la experiencia cordobesa de no haber sido beneficiados, en las décadas precedentes, con las acciones que el Departamento Nacional de Higiene venía emprendiendo desde la década del diez (S. XX); situación que no se modificó con la creación de la Dirección General de Paludismo en 1937.
En segundo lugar, la otra cuestión, no menos importante, fue el rol que estaba asumiendo el Estado Provincial, en cuanto a ampliar su esfera de acción. Ambas instancias alimentaron, por lo menos en materia de intervención directa, el robustecimiento de la acción local y del Consejo de Higiene por sobre la Dirección Nacional de Paludismo y el Departamento Nacional de Higiene. El Consejo de Higiene Provincial, actuó motivado por la epidemia, pero también estuvo signado por la inexperiencia en esa materia. Con lo cual, Rodríguez (2008) detalla dos momentos: el primero inició en agosto de 1936 con la campaña antipalúdica emprendida en los Departamentos de Cruz de Eje y Los Sauces, dado lo cual, después de unos meses se pensó que el paludismo estaba controlado, de acuerdo con los informes vertidos por los médicos responsables (Archivo de la Provincia de Córdoba, 1936). Sin embargo, tiempo después se iniciaba una segunda etapa que fue producto del recrudecimiento de la enfermedad. A partir de 1937 se concentró en dos frentes principales, dadas las características de la endemia-epidemia. Se desarrolló una labor de tratamiento en las poblaciones afectadas. Paralelamente, se trabajó en
los saneamientos, drenajes, canalizaciones de los terrenos y fuentes hídricas de
la región. En ese sentido, en lo que se refiere a saneamiento, se resaltó que las particularidades geográficas e infraestructurales de la zona de Cruz del Eje y sus aledaños representaban limitaciones a la acción.
Entre los inconvenientes más importantes que se citaron podemos mencionar las dificultades en los drenajes de ciertos ríos de la región, que al poseer lechos pedregosos imponían la utilización de explosivos, la corriente débil de las acequias y las permanentes filtraciones de los arroyos en éstas. Estos trabajos seguían el modelo de saneamiento que se sugería desde el Departamento Nacional de Higiene, pero el mismo se canalizaba por el Consejo de Higiene Provincial, cuyo contacto con la máxima autoridad sanitaria fue accidentado, por lo menos en esta etapa, por lo cual se alejó de la ambición centralizadora y directora a la cual aspiraba el Estado Central y que se concretó con la llegada del peronismo al poder en 1945, y básicamente con la reforma constitucional de ese mismo año, al crearse el Ministerio de Salud Pública.
La década del treinta fue una etapa signada por una serie de cambios en el campo de la higiene. Debido al exitoso control de la mortalidad que se había logrado básicamente en las grandes ciudades argentinas, se dejó atrás el temor a la “enfermedad epidémica” y junto con él los trazos de un discurso decimonónico, que ponía el acento en una medicalización de la sociedad basada en una disciplina generalizadora de la población, que abarcaba desde la práctica de la vacunación hasta la moral. Sin embargo, en el mundo rural y a pesar que en este período se fortaleció una red de instituciones de atención médica, cuya prioridad era la enfermedad palúdica, sus funciones también alcanzaron áreas como la obstetricia, la clínica o las enfermedades venéreas, aunque se estaba muy lejos de obtener los logros de las zonas urbanas.
Además, la ampliación del universo malárico, en el mismo momento en que el rol del Estado buscaba ser modificado con miras a otorgarle un perfil más interventor, cristalizó los desencuentros entre los niveles nacionales y provinciales, por lo cual fue preciso que se fortalecieran los gobiernos provinciales, frente al embate de enfermedades como la malaria.
La lucha contra el paludismo en el interior de la provincia de Córdoba es muestra de lo expresado anteriormente, pues con el ascenso del sabattinismo al poder, no sólo se conceptualizó la Salud Pública como una preocupación central de la agenda estatal, sino también la burocracia especializada en salud fue renovada, por lo menos en los cuadros superiores del Consejo de Higiene. La alta movilización de esos médicos originó que desde esa cartera se articularan posiciones para exigir a los Poderes de Estado mayor apoyo para las iniciativas médico-sanitarias antipalúdicas, más allá de los discursos.
Sin embargo, esto no era premonitorio de un desenlace trunco en relación con las aspiraciones del Estado Central, por el contrario, a mediados de los años cuarenta y de la mano de Juan Domingo Perón, ese Estado interventor y director se
corporizó, y en la problemática palúdica, cobró un protagonismo único e indiscu
tible, pues fue el responsable de emprender las “grandes luchas”, mediante el uso
del poderoso insecticida DDT, con el cual se controló rápidamente la difusión de
los mosquitos y se opacó cualquier otra técnica que se pretendiera aplicar.
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Acciones que han sido analizadas por la historiografía argentina en el plano económico y en el social, en los que sobresalen los estudios en torno a la cuestión social y en el político, con
las intervenciones a los gobiernos provinciales, entre otras.
2 Los términos de la renuncia de Sussini se consignan en un informe sobre lo actuado durante su gestión. Sobre el tema se puede consultar el Legajo 21, expediente 20432-5 de 1939, del Ministerio del Interior, que se encuentra en custodia en el Archivo General Nacional. (Archivo General Nacional, 1939)
3 Los distintos anteproyectos y modificaciones propuestas a la Ley 5195 sobre profilaxis palúdica, se pueden encontrar en los expedientes del Ministerio del Interior conservados en el Archivo General Nacional (Archivo General Nacional, 1934), (Archivo General Nacional, 1937).
4 Diario que quedó a cargo del mariólogo Carlos Alberto Alvarado y cuya base de operaciones fue Tucumán, centro geográfico del área endémica. La vieja estructura, de corte clásicamente administrativo, fue convertida en una organización técnica, con personal especializado (Cámara de Diputados, 1934), (Cámara de Diputados, 1933).
5 Ver en Memoria de la Dirección de Paludismo de 1941 (Departamento General de Higiene, 1941, pág. 14).
6 Ver en Memoria de la Dirección de Paludismo de 1943 (Departamento Nacional de Higiene, 1943, pág. 15)
7 Ver en Memoria de la Dirección General de Paludismo de 1943 (Departamento Nacional de Higiene, 1943, pág. 16)
8 Los principales transmisores de la fiebre amarilla, malario y dengue son diversos tipos de mosquitos, los cuales trasmiten infecciones que provocan diferentes afecciones. En el caso del dengue, se caracteriza por fiebre y dolor intenso en las articulaciones, inflamación de los ganglios linfáticos y erupción ocasional de la piel; posee una extensión geográfica similar a la malaria, pero a diferencia de ésta, el dengue se encuentra a menudo en zonas urbanas. El dengue se transmite a los humanos por el mosquito Aedes Aegypti, aunque también es transmitido por el Aedes albopictus, no siendo posible el contagio directo de una persona a otra. La malaria presenta síntomas muy variados, empezando con fiebre de 8 a 30 días después de la infección, acompañada, o no, de dolor de cabeza, dolores musculares, diarrea, decaimiento y tos. Los vectores de esta enfermedad son diversas especies del género Anopheles, aunque sólo lo transmiten las hembras.
9 A partir de datos proporcionados por el Consejo Nacional de Educación, generados en el IVCenso Escolar de la Nación, Tomo II citado por Graciela Oliviera.
Adriana Álvarez: Argentina, Doctora en Historia. Investigadora de Conicet y docente en la Universidad Nacional de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.
Adrián Carbonetti: Argentino, Doctor en Demografía. Investigador de Conicet, miembro del
Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.