Ensayos
Archivística e historia: Un diálogo por el deber de recordar y el derecho a saber
Archival and history: A dialogue for the duty to remember and the right to know
Archivística e historia: Un diálogo por el deber de recordar y el derecho a saber
Revista e-Ciencias de la Información, vol. 12, núm. 1, pp. 158-187, 2022
Universidad de Costa Rica
Recepción: 21 Agosto 2021
Corregido: 28 Octubre 2021
Aprobación: 02 Noviembre 2021
Resumen: Este trabajo busca resaltar la relación bilateral y el potencial interdisciplinar que existe entre la archivística y la historia. Dos saberes, cuyo vínculo se ha dado por sentado, pero que pocas veces se ha analizado a profundidad con el propósito de dimensionar a cabalidad las interdefiniciones y la reciprocidad entre estos ámbitos de conocimiento. Regularmente, la historia y la archivística han caído en una rencilla sin sentido por determinar quién es “auxiliar de” quién. Un legado de las viejas jerarquizaciones intelectuales del positivismo que aún no parece estar superado. Se sostiene que la archivística es parte central de la institución historiadora, al igual que la racionalidad histórica es un componente inseparable de la estructura de conocimiento archivístico. En otras palabras, la relación entre la archivación y la indagación histórica es dialéctica y mutuamente complementaria, sin una no es posible la otra.
Palabras clave: archivo, patrimonio, interdisciplinariedad, historiografía.
Abstract: This work seeks to highlight the bilateral relationship and the interdisciplinary potential that exists between archival science and history. Two types of knowledge, whose link has been taken for granted, but which has seldom been analyzed in depth in order to fully dimension the interdefinitions and reciprocity between these fields of knowledge. Regularly, history and archival science have fallen into a meaningless feud over who is "auxiliary to" whom. A legacy of the old intellectual hierarchies of positivism that still does not seem to be out of date. It is argued that archival science is a central part of the historical institution, just as historical rationality is an inseparable component of the archival knowledge structure. In other words, the relationship between archiving and historical inquiry is dialectical and mutually complementary, without one the other is not possible.
Keywords: archive, heritage, interdisciplinarity, historiography.
1. Introducción
Pensar la relación entre la historia y la archivística implica reflexionar sobre la forma cómo se han configurado las narrativas del pasado, pensar cómo se ha construido memoria colectiva y por qué se han patrimonializado determinadas materialidades, ideas y huellas vivenciales; al tiempo que otras han sido tercerizadas, negadas u olvidadas (García-Canclini, 1999, pp. 18, 23-24; Cruz-Mundet, 1996, p. 86). Observar esta relación disciplinar supone un análisis acerca de quién rememora, para qué se rememora y por qué se valoran, priorizan y conservan unos recuerdos a expensas de otros. Pensar este enlace bilateral facilita una reflexión acerca del ejercicio legitimador del poder político. Entendiendo que –tal como ha planteado Foucault (2002, pp. 10-11)– el documento es, en sí mismo, un monumento, es decir, un testimonio material, cuyo soporte y contenido cumplen la función de remembrar y conmemorar.
En este sentido, el documento, en tanto registro de la actividad humana y, por tanto, objeto (sujeto) de interés de la archivística y medio para la construcción de la fuente historiográfica, maneja regularmente una intencionalidad oculta en su aparente objetividad, o sea, el documento miente (Cook, 2013, p. 93), ya que, en lo sucesivo, la selección, valoración y conservación documental son procedimientos que se realizan siguiendo determinaciones patrimoniales y memorísticas unilaterales (Le Goff, 1991, pp. 236-237). Determinaciones que facultan a los sectores de poder para que fijen el tipo de historia que debe escribirse y la herencia cultural que amerita custodiarse, a partir de los testimonios documentales y las unidades de información que se preservan o se discriminan para su consulta (Derrida, 1997, p. 12; Suárez-Pinzón, 2012, p. 156; Alberch i Fugueras y Cruz-Mundet, 1999, p. 100).
La confluencia biunívoca de la historia y la archivística en el documento, como instancia contenedora y transmisora de información, favorece una postura crítica que contribuye a desmontar la creencia positivista, aún con fuerte arraigo académico, de que el documento per se es una “fuente” neutral, virginal, objetiva, auténtica, fiable y, por tanto, prueba de buena fe. Es por ésta y otras razones, que el diálogo entre el análisis de la temporalidad, y el estudio teórico y práctico de los vestigios y contextos de la información social, conduce a un cuestionamiento profundo de los procesos de configuración de las comunidades políticas, de los intentos de construcción de sociedades históricas, de los proyectos de invención de la tradición, de los discursos de nación, de los relatos hegemónicos de identidad y de la formación de capital cultural. Componentes cohesionadores que siempre han sido consustanciales al surgimiento de espacios de lucha material y simbólica (Gramsci, 1981, p. 108; Cook, 2010, p. 154).
Es así como este trabajo busca poner en evidencia la riqueza teórico-práctica y el potencial problematizador derivado del diálogo entre la archivística y la historia. Un diálogo que se ha creído dado, pero que, pese a la indiscutible reciprocidad de ambas disciplinas, cada vez se ha hecho menos manifiesto, debido a la ortodoxia cientificista que aún sigue pesando en las ciencias sociales, y al protagonismo que ha tenido el “hacer” sobre el “saber” en el plano de la mercantilización y para-estatalización del conocimiento.
La sobrevaloración de los métodos y las técnicas frente a la conceptualización y la reflexión crítica (por lo regular, incómodas e improductivas para las convenciones políticas y económicas), ha sido una herencia de la razón ilustrada y del positivismo decimonónico que continúa generando una indiferenciación entre la realidad observada (lo dado) y la realidad problematizada (lo analizado) (Saint-Simon, 2004, pp. 143-144; Comte, 1999, pp. 77-78; Adorno, et al., 1973; Marcuse, 1994, pp. 317-318). Situación que ha ayudado a pronunciar el fraccionamiento existente entre las ramas del saber, al igual que a cerrar, yuxtaponer y ensimismar los dominios de conocimiento. Todo ello, ha limitado de manera considerable el reconocimiento del carácter multidimensional de la realidad social, así como precarizando la estimación de la amplitud y significación de la condición humana como complejidad (Tamayo, 1995, p. 5; Bazerman y Prior, 2005, p. 138; Rivera-Alfaro, 2015, pp. 12, 14; Benoist, 1983, p. 170; Smirnov, 1983; Apostel, 1983; Morin y Piatelli, 1983, p. 191).
La idea con este escrito es examinar en doble vía la relación entablada entre las disciplinas mencionadas, es decir, de qué manera la archivística aporta significativamente en la producción del conocimiento histórico y cómo la historia contribuye de forma sustancial en el pensamiento y quehacer archivístico. Entendiendo que entre ambos campos de conocimiento existe una integración dinámica relativa a su función y pertinencia social (Cruz-Mundet, 1996, p. 86; Florescano, 1998, pp. 104-105; Mancipe y Vargas, 2013, pp. 108-109). En otras palabras, son oficios interdisciplinares[1], concatenados por su lucha contra el olvido y convergentes en su empeño por guardar registro del acontecer humano. No obstante, sus interdefiniciones e interfaces (puntos en común) aún no han sido del todo explotadas a causa de la especialización radical de los saberes y de la mutua subestimación disciplinar que se ha expresado de forma recurrente a través del calificativo “auxiliar de” (Cruz-Mundet, 1996, pp. 79, 86; Tanodi, 1961, p. 16; Rubio, 2005, p. 171; Alberch i Fugueras, 2003, p. 21; Cook, 2010, pp. 155-156).
2. Un diálogo por el deber de recordar
La archivística y la historia son dos facetas del saber complementarias, dos disciplinas de movilización cultural, cuyo vínculo e interdependencia permiten enlazar los testimonios y las experiencias acontecidas con los usos y sentidos del presente (Casareto, 2018, p. 2). Su articulación disciplinar contribuye significativamente a entorpecer la construcción de un pasado enajenado[2], de un relato extrañado, engalanado y dulcificado que favorezca la ausencia de la injusticia y la crueldad en las representaciones del devenir humano. En otros términos, el diálogo entre estas dos esferas de pensamiento subraya la importancia sin igual del “deber de recordar”[3]. Un deber ciudadano que no constituye una formalidad de forzoso cumplimiento, sino, más bien, una obligación ético-política de carácter personal. Una determinación de la propia voluntad que hace parte del libre desarrollo de la personalidad y de la formación de la identidad colectiva (De Greiff, 2005, p. 194; González, 2007, p. 5).
Aunque aparentemente esta tarea de recordar no es una obligación, cuya omisión produzca sanción, el Estado la asume como un deber propio y la resuelve por sus gobernados a través de sus aparatos ideológicos (escuela, iglesia, fuerzas armadas, medios de comunicación, etc.), los cuales transmiten unos contenidos políticos e histórico-culturales favorables a la estructura de poder (Althusser, 2005, pp. 114-116). No por eso, la facultad de rememorar de los individuos y de las comunidades queda anulada, pese a la falta de garantías y de reconocimiento, las iniciativas particulares o microsociales no se extinguen, y algunos espacios quedan abiertos para reivindicar narrativas y disentir de las versiones oficiales.
En esta medida, es necesario precisar que el recuerdo es una incisiva herramienta de poder. El recuerdo de conjunto y socializado como imagen situacional conmemorada recrea imaginarios, establece rasgos comunes, impone historias vinculantes, y niega o destaca sujetos políticos. La administración del recuerdo, en tanto instrumentalización del pasado, permite configurar medios simbólicos para transmitir una tradición metafórica y una memoria orgánica que cohesiona, al tiempo que subordina (García-Canclini, 1999, p. 23; Erll, 2012, pp. 148-151). He allí, la trascendencia del deber de recordar. Este deber constituye una responsabilidad ética que al ser crítica y reflexiva se convierte en un acto de justicia; en un ejercicio de dignificación, de reconocimiento y participación. Y en la configuración de esta criticidad, la historia como análisis de lo acontecido y la archivística como análisis del registro testimonial y de su (no) conservación, ofrecen herramientas sustanciales, a propósito de la representación de la realidad social.
El conocimiento de una sociedad sobre su trayectoria de vida le permite entender por qué hoy es así y no de otra manera, este autoconocimiento le posibilita saber lo que ha hecho, lo que puede hacer y lo que es como grupo humano. El horizonte de sentido, pero, sobre todo, la puesta en perspectiva y la sensación de expectativa que genera conocer el lugar que se ha ocupado dentro del flujo colectivo de la existencia, constituye el corazón de la memoria social y del patrimonio cultural de los pueblos, dos manifestaciones del acto de recordar (Florescano, 1998, pp. 93, 96; González, 2007, p. 5).
La memoria no es más que una reconstrucción y apropiación del tiempo pretérito a través del recuerdo sentido. De tal manera, la información que se obtiene de los testimonios del pasado en el proceso colectivo de memoria es fruto de un acercamiento emotivo-evocativo, mientras que la historia, como disciplina, realiza una aproximación razonada (ya sea crítica o no) en términos de demostración e inferencia (Halbwachs, 2004, pp. 34-36; Erll, 2012, p. 21, Nora, 2008, p. 21). La memoria por sí misma no es tangible. Ésta sólo adquiere materialidad cuando es exteriorizada como testimonio y simultáneamente registrada, esto es, consignada en un soporte. Una vez esto sucede, la memoria se transforma en documento. Documento, que puede ser construido como fuente histórica o convertido en objeto de estudio y de procesamiento archivístico (Murguia, 2011, p. 23; Alberch i Fugueras, 2003, p. 201; Ricoeur 2004, p. 208). Podría decirse que tanto el documento como el archivo son formas institucionalizadas de la memoria, tecnologías del recuerdo (mnemotécnicas) que materializan y comunican las vivencias de un tiempo pretérito, y, por tanto, constituyen una espacialización de las huellas del pasado (“lugares con voluntad de verdad”). Espacialización que les permite a los seres humanos figurar y permanecer (no perecer totalmente) en el mundo (Upward, 1996).
En cualquier caso, el retorno a la experiencia acontecida se lleva a cabo significando algunos recuerdos y vivencias, al tiempo que excluyendo y silenciando otros. La memoria es un ejercicio selectivo compuesto por un compendio artificioso de lugares, acontecimientos, personas, anécdotas e incluso hechos ficticios que resultan constitutivos de la relación que los sujetos entablan con el pasado. Al ser un constructo social y un elemento determinante en la formación de la identidad individual y colectiva, la memoria es susceptible de ser instrumentalizada y políticamente encausada (Klein, 2007, p. 15; Murguia, 2011, p. 22).
Situación que también ocurre con el patrimonio, entendido éste como el acervo de bienes culturales materiales e inmateriales que son priorizados, recuperados y conservados porque se valoran como elementos referenciales de una herencia histórica (García-Cuetos, 2012, p. 19). El patrimonio es, al igual que la memoria, un artefacto dentro de un sistema social que puede ser modificado y reinventado según los criterios e intereses hegemónico-culturales de las estructuras de poder, y conforme a las convenciones y cosmovisiones de los grupos sociales (Gramsci, 1981, pp. 120-121; García-Canclini, 1999, pp. 16-17).
Vale agregar que el patrimonio y la memoria no son lo mismo, a pesar de que se entrecrucen y signifiquen mutuamente. El patrimonio resulta de la relación que establecen los seres humanos con los elementos espacio-temporales, o sea, es producto de la observación-acción (y también de la desatención-omisión) que el cuerpo social realiza al integrar el entorno físico, las geografías vivas y la dimensión histórica para superponer imágenes, formas, costumbres y prácticas que den pie a un sentido común y perfilen la identidad. De tal suerte, el patrimonio es fruto de la valoración cultural y estética del espacio contemplado y socialmente transformado, es el corolario de la singularización de las cualidades del paisaje humanizado y de las narrativas que este ofrece (García-Cuetos, 2012, p. 18). La memoria, en cambio, hace referencia a los recuerdos y retazos del pasado que se encuentran presentes en la experiencia de los sujetos y colectivos. El ejercicio de memoria reconstruye y recapitula episodios inmediatos, vivencias cotidianas, segmentos historiográficos y acontecimientos aprehendidos, en muchos casos, no vividos, que son consustanciales a un sistema de creencias y a un régimen de expectativas (Marco y Sánchez, 2007, p. 55; Nora, 2008, p. 21).
En este sentido, el patrimonio es, en sí mismo, un acto de memoria porque en él reside una marcada voluntad de remembrar, de hacer valer un legado “indiviso” que rinde honores a los sacrificios, sufrimientos y abnegaciones del pasado, para imponer deberes en el presente. Por su parte, la memoria cuando es exteriorizada, socializada y adquiere valor cultural, se transforma, del mismo modo, en una manifestación patrimonial (Nora, 2008, pp. 33-34). Podría decirse que la memoria es una historia recordada más no recobrada, mientras que el patrimonio es una memoria fuera de uno y en relación con uno.
Si bien la memoria y el patrimonio son actos eminentemente colectivos, existen actos individuales de recordar, actos que son puntos desde los cuales se observa la memoria y el patrimonio instituido, entendiendo que la agencia tiene el poder de asimilar, hibridar o resistir los marcos sociales del recuerdo que le son legados (Halbwachs, 2004, pp. 34-36; Erll, 2012, p. 21). El hecho de que existan memorias y patrimonios otros, o sea, vernáculos, emergentes y alternativos, es una prueba fehaciente de ello. Pero que sean rupturistas y no convencionales no quiere decir que sean neutrales e ingenuos. Tanto la memoria como el patrimonio, ya sean oficiales o no, hegemónicos o no, implican algún tipo de intencionalidad, así como unos marcos de saber-hacer y unos ordenamientos que definen los ingredientes referenciales de la formación identitaria (García-Cuetos, 2012, p. 18; Murguia, 2011, p. 22).
Si bien esta práctica formadora y deformadora de la tradición pareciera ser una constante histórica, lo cierto es que la idea de datar y parcelar el paso del tiempo para distinguir entre pasado y presente, entre lo antiguo y lo moderno, es una idea originaria del paradigma civilizatorio de la Modernidad occidental. Fue sólo a partir de la eclosión del Humanismo renacentista y del surgimiento de las bases del Estado moderno en el Quattrocento que se fortaleció la creencia por un “ahora” separado de un “otrora”. Fue en ese momento que pudo apreciarse una distancia temporal con algo llamado “antigüedad”, al igual que estimarse el valor pedagógico y la utilidad política de sus testimonios (García-Cuetos, 2012, pp. 19-20; Murguia, 2011, p. 21).
Los criterios utilitaristas de la Modernidad opacaron la importancia del ejercicio de memoria por una promesa de mejora llamada progreso. Ser moderno era mirar hacia “adelante”, hacia el futuro. Bajo esta lógica, nació una sociedad con saberes disciplinados y productivos, con una disciplina histórica que, al servicio del poder, tomó el lugar de la memoria colectiva (Foucault, 2002, pp. 215-216; Nora, 2008, p. 20). La historia no era útil como añoranza, como sentido de retorno, pues el pasado representaba un lastre; ésta sólo era funcional como un conjunto de lecciones sacrificiales que forzaban la creación de un porvenir (García-Cuetos, 2012, p. 21; Murguia, 2011, pp. 21, 23). El discurso oficial implícito en la representación del pasado hizo que la historia para-estatal se transformara en una memoria pública que daba una condición de posibilidad a los proyectos de construcción de nación y al binomio identidad-consenso. No por nada, la tradición se escenificó y teatralizó, los depósitos documentales se institucionalizaron junto con técnicas para conservarlos y la definición del patrimonio se monumentalizó. Todos estos procesos eran indicativos del potencial restaurador y exaltador del progreso (Foucault, 2002, pp. 219-220; García-Canclini, 1999, p. 23).
Como puede verse, hablar de historia y archivística remonta inmediatamente a las discusiones sobre la memoria, el patrimonio y la identidad, en tanto componentes simbólicos relevantes para el mundo moderno (Cook, 2010; 2013). Los conceptos de memoria y patrimonio están directamente vinculados a la lucha de los grupos humanos contra el olvido, a esa lucha por encontrar en los recuerdos testimonios que les permitan definirse en el hoy (González, 2016, p. 1268). La memoria y el patrimonio son artefactos duales, cuestiones paradójicas relativas al acto de remembrar, pues el olvido hace posible el recuerdo y, de manera inversa, el recuerdo existe porque se corre el riesgo de olvidar. Esta confusa relación, más que una inversión de términos, es una clara demostración de que el ejercicio de memoria, ya sea patrimonializado o no, reta la formalidad y los marcos de comprensión de la positividad (Murguia, 2011, pp. 21, 19).
Como quiera que sea, de la lucha contra el olvido nace el deber de recordar. Un deber que le permite a las sociedades autoconocerse, así como comprender las circunstancias y eventos que las han llevado a ser lo que son. De esta manera, el deber de recordar es una obligación moral que le da sentido al presente y una oportunidad al futuro. Es una responsabilidad colectiva que cultiva una consciencia de sí, capaz de confrontar la monumentalidad de los pasados gloriosos con la manifestación rupturista de los pasados trágicos y subalternos. Este deber de memoria hace que el conocimiento histórico sufra un proceso de democratización y de desmarcamiento disciplinar. Proceso, que permite la emergencia de recuerdos y sentidos replegados por la vocación universalista y ortodoxa de los mecanismos intelectuales (González, 2016, p. 1268; Nora, 2008, pp. 19-20).
El deber de recordar es una obligación de las instituciones, pero no exclusivamente de ellas. La valoración y preservación de la memoria y el patrimonio, como actos de recuerdo y costuras de momentos de un pasado imaginado, es competencia de las comunidades y colectividades. Los procesos de construcción de la identidad a partir de la búsqueda del origen y de la restauración de la herencia histórica deben concebirse como decisiones que atañen a toda la sociedad y no como determinaciones que sólo incumben a la administración política. La reconstrucción del recuerdo y el mismo deber de recodar son operaciones que requieren de la titularidad de la gente, es decir, de un activismo social y de un ejercicio participativo donde la elección de lo que se conserva y las formas de hacerlo son resueltas mediante un ejercicio consultivo y de adopción compartida en el que interviene activamente la población, teniendo en cuenta sus costumbres, usos, opiniones e itinerarios identitarios. En función de esta perspectiva, dice García-Canclini (1999)
es posible plantear a las políticas culturales preguntas reveladoras sobre los usos sociales que se dan a los bienes históricos. [Por ejemplo:] […] ¿Con qué óptica se los restaura y cataloga? […] ¿De qué modo se presentan y se explican? […] ¿Qué sucede con la recepción y apropiación que cada grupo hace de su pasado? (p. 24).
En la definición participativa del deber de recordar, la historia y la archivística tienen mucho que aportar. La mutua transferencia de problemas, conceptos, métodos y marcos interpretativos, ofrecen soluciones concretas desde la cooperación y la coorganización disciplinar para atender las grandes disyuntivas que los seres humanos desarrollan al preguntarse por el sentido colectivo, por las significaciones propias y por los fundamentos de la vida cultural, a propósito de las reivindicaciones y de las convicciones que pudieran alentarse desde los registros del acontecer (Cook, 2010; 2013). Claramente, el recuerdo como tradición impuesta es un mecanismo de violencia simbólica, mientras que el recuerdo construido de forma abierta y participativa, aunque sigue siendo un ejercicio de inclusión-exclusión, de priorización-desestimación, tiene el potencial de dignificar, de concientizar y de descentralizar las responsabilidades político-culturales.
En procura de ello, la archivística puede dialogar con la historia, en tanto saber crítico, para encontrar alternativas de apertura disciplinar, así como senderos que la inserten en las discusiones contemporáneas de las ciencias sociales (Braudel, 1970, p. 32; Suárez, 2012, p. 161). Es bien sabido que a la archivística le ha costado mucho superar la perspectiva custodial y tecnicista que le dio origen. Ello se explica en el continuismo de su saber-hacer, el cual sigue fuertemente condicionado por los cánones formalistas del positivismo decimonónico, debido a que depende de un conjunto de procedimientos aplicados para atender “fenómenos físicos”: el documento y el archivo[4] (Pérez y Setién, 2008, p. 2).
Asimismo, su centralidad en la legitimación de las estructuras de poder ha determinado su resistencia al cambio y, de igual manera, su más reciente viraje hacia la gestión documental, en el marco de las tendencias economicistas de la información, del capitalismo cognitivo y del institucionalismo empresarial, ha contribuido también a refrendar y justificar su orientación instrumental (Lodolini, 1993, pp. 58-60; Alberch i Fugueras, 2003, p. 21; Mejía-Pavony, 2004, pp. 145-147). Una situación en la que las personas archivistas han tenido un considerable grado de responsabilidad, ya que han caído en una especie de conformismo disciplinar donde la regla es reproducir manuales y obviar la revisión de los fundamentos teóricos.
Sin embargo, es preciso mencionar que, desde la década de 1990, pero, especialmente, durante el siglo XXI, han venido surgiendo nuevas generaciones de archiveros en el Atlántico Norte y Latinoamérica que se han interesado por la epistemología de la archivística, por su transformación paradigmática, por su función social, por su vigencia teórica y por el lugar que ha ocupado dentro de las ciencias sociales y de la información, a propósito de la interdisciplinariedad (Alberch i Fugueras y Cruz-Mundet, 1999; Da Silva y Ribeiro, 2002; Ribeiro, 2001; 2013; González, 2007; Pérez y Setién, 2008; Cook, 2007; 2010; 2013; Ávila-Araujo, 2013; Mancipe y Vargas, 2013; Mena-Mugica, 2017). Todo ello, en buena medida, ha sido fruto del impacto que han generado los giros lingüístico y cultural de la corriente posmoderna en los saberes de la esfera humana. Y de los cuales la archivística no ha escapado, sobre todo, teniendo en cuenta que a partir de 1991 la globalización y el relanzamiento del neoliberalismo como políticas postsoviéticas, generaron serios desafíos para el Estado de Bienestar, al igual que para la memoria, la identidad, la reivindicación y el derecho a la información de los pueblos (MacNeil, 1991; Gorbach y Rufer, 2016).
A pesar de todo el esfuerzo crítico y auto-reflexivo de esta ola de archivistas, la disciplina archivística continúa gobernada por una tendencia mainstream que prioriza los tecnicismos y formalismos de la organización (gestión) por sobre la problematización de su(s) objeto(s) de estudio. Tal circunstancia ha limitado las aproximaciones introspectivas al oficio, al igual que reducido el entendimiento de las mecánicas de poder que están implícitas en él. De esta manera, un saber histórica y sociológicamente no analizado es un saber anquilosado que poco responde a las demandas de su entorno y, quiérase o no, este es un inconveniente que, por ahora, la archivística está lejos de resolver (Da Silva y Ribeiro, 2002, pp. 203-204).
Es bien sabido que la historia y la archivística son invenciones del Estado moderno y, por tanto, nacieron como dispositivos ideológicos para el orden, encargados de la configuración de identidades y ciudadanías (Droysen, 1983, p. 35; De Certeau, 2006, pp. 86-87; Cook, 2010, pp. 155-156, 158-159). Sin embargo, la historia pudo salir de ese reduccionismo político gracias a que no renunció a las transiciones paradigmáticas de las ciencias sociales. La archivística, en cambio, quedó presa del funcionalismo por seguir aferrada a una idea externalista de cultura, o sea, atrapada en una lógica lineal e inmovilista de la información social. La historia, particularmente, la historia cultural y la historia de las ideas con sus perspectivas críticas y retrospectivas de sí pueden ayudar a que la archivística logre entablar lazos más estrechos con la teoría social y, así, consiga consolidar una corriente postcustodial que conduzca a la humanización y complejización de su objeto de estudio (Canguilhem, 2009; Foucault, 2002; Braudel, 1970; De Certeau, 2006; Le Goff, 1991; Cook, 2007).
Queda claro que la archivística es mucho más que un método. Esta no sólo se reduce a una escueta economía informativo-documental, es una estructura de conocimiento, un campo del saber cuya razón de ser trasciende las técnicas de organización que han sido útiles al historicismo y convenientes a la administración política e industrial (Villanueva, 1997, p. 17). La historia, así como otras ciencias sociales, pueden contribuir significativamente en la transformación de la naturaleza orgánica y funcional de la archivística para que esta pueda abrirse, impulsarse y redefinirse como un ámbito de estudio que no sólo se pregunte por el cómo, sino también por el por qué y el para qué del oficio (ver figura 1) (Mancipe y Vargas, 2013, pp. 110, 112).
Dicho diálogo interdisciplinar también le ayudaría a reconocer problemas de análisis más profundos y complejos, como es el caso de la memoria colectiva, del patrimonio cultural (deber de recordar) y del acceso a la información (derecho a saber). La introducción en la discusión archivística de conceptos como: patrimonio documental, patrimonio archivístico, institución, usuario, lugares de memoria, entre otros, han venido abriendo senderos hacia la reconsideración de la naturaleza práctica y funcionalista de esta disciplina, tanto así, que gradualmente se ha venido desmontando la lógica de entender a la información y a la documentación como objetos de tratamiento, para concebirlos como instancias intersubjetivas de investigación (Gorbach y Rufer, 2016).
A otro nivel, la historia se ha nutrido de la archivística para dimensionar a cabalidad cuál ha sido su rol dentro de los binomios origen-poder y recuerdo-hegemonía, entendiendo que el archivo constituye un retenedor de la memoria y un almacén de evidencias del que bebe la escritura de la historia. Si el archivo y los procedimientos que se implementan (o no) para darle carácter de unidad a la documentación manejan una intencionalidad política, inexorablemente, la historiografía reflejará dicha intencionalidad o las carencias testimoniales que esta induzca. He allí, el potencial de la archivística para coadyuvar al esclarecimiento de los usos sociales e instrumentales de la historia (ver figura 1).
De esta suerte, si bien la archivística emerge, en parte, a causa de la concepción materialista y positivista de la fuente histórica, la historia edifica su pretensión científica y disciplinar en el campo que le facilita el acercamiento y la comprensión a su cantera investigativa, es decir, en la archivística (ver figura 1) (De Certeau, 2006, pp. 86-89; Aróstegui, 2001, p. 378). El tiempo acontecido no es un objeto aprehensible, pero fragmentos de éste sí son perceptibles y manipulables en los testimonios y huellas documentales. Toda investigación social e histórica requiere de manifestaciones y “materialidades que representen la realidad social, cultural, política o institucional en dimensiones objetivas, pero también subjetivas e intersubjetivas” (Ruz y Galdames, 2015, p. 3).
Este permanente requerimiento de información para el autoconocimiento humano es el que sitúa a los archivos y a la archivística como elementos determinadores y propiciadores del quehacer historiográfico. Aunque el oficio de historiar no depende netamente de los archivos, pues existen otras instancias de construcción fontal conforme al problema y contexto analizado, sí es en éstos donde el historiador puede recabar la mayor cantidad de información de sociedades y sujetos que ya no existen físicamente, o que personalmente o a través de otros no pueden narrar lo que fueron. Es en el archivo, “como conjunto de testimonios, huellas, símbolos, monumentos, imágenes o sonidos, organizados con carácter de unidad”[5] (Ruz y Galdames, 2015, p. 3), donde el historiador consigue una interlocución más favorable con los registros y soportes del pasado para dar fundamento a sus esquemas de estudio.
Uno de los grandes desafíos de la historia y la archivística, a propósito del deber de recordar, es replantear su inclinación por los documentos escritos y por la información formal, para que así puedan abrirse al reconocimiento y cuidado de nuevas narrativas y expresiones de memoria, de “patrimonios otros” que ayuden a ensanchar la consciencia sobre las condiciones históricas de la existencia (Burke, 2005; Sand, 2005; De Certeau, 2006, pp. 214-234). Este es un reto ético en clave interdisciplinar que invita a la renovación de los paradigmas sobre lo archivable y a la ampliación del espectro documental susceptible de convertirse en fuente histórica. Cambios que podrían fortalecer la pertinencia social de los saberes en mención, al tiempo que impulsarlos a dialogar más estrechamente con las ciencias sociales, e incluso a compenetrarse con ellas (Da Silva y Ribeiro, 2002, p. 206; Mancipe y Vargas, 2013, pp. 113-114). Tanto el historiador como el archivista al hallarse enfrentado a la multiplicación de las instancias documentales se encuentra inexorablemente obligado a abrir sus modelos de análisis y aplicativos a más de una disciplina.
Las oralidades, las sonoridades, las imágenes, las representaciones pictóricas y las demás formas de manifestación no escrita de la memoria colectiva, constituyen productos testimoniales que no gozan del mismo protagonismo y tratamiento a la hora de registrar y estudiar el pasado (Burke, 2005; Sand, 2005; Ricoeur, 2004, p. 218; De Certeau, 2006, cap. V). La recuperación y el redescubrimiento de éstas y otras manifestaciones requieren necesariamente de un diálogo de saberes. De una trasgresión de las fronteras disciplinares que además de reducir la yuxtaposición de los dominios de conocimiento y ofrecer recombinaciones constructivas, permita sintonizar las labores de historiar y de archivar con las demandas y preocupaciones de la sociedad. Ello ayudaría significativamente a ir desmontando la percepción generalizada de que la historia es un relato de anticuario y de que el archivo es un recinto enmohecido, sombrío y donde rige el secretismo (González, 2007, p. 5; Morín y Piatelli-Palmarini, 1983, p. 191; Piaget, 1976, pp. 280-281).
La conjunción entre la historia y la archivística aporta al redescubrimiento recíproco del papel que cumplen estos oficios en la sociedad, entendiendo que los actos de recuerdo aunados a los ejercicios de preservación son, en sí mismos, poderosas formas de militancia y de activismo ciudadano (Pittaluga, 2007, p. 199). En tal sentido, el deber de recordar no se refiere a una remembranza forzada, todo lo contrario, se relaciona con el afrontamiento del pasado y con la construcción de una memoria colectiva para trasgredir las evocaciones imperativas. Precisamente, la relación federativa archivística-historia ofrece unos planteamientos desdisciplinados o, mejor dicho, indisciplinados que inducen una visión más abierta y sistémica para reposicionar el valor pedagógico de la memoria y el patrimonio, así como la función veedora del recuerdo y el potencial participativo de no olvidar.
3. Un diálogo por el derecho a saber
El derecho a saber es consustancial al deber de recordar y a la obligación de informar, repertorios colectivos en los que la sociedad civil siempre ha entablado una relación de incomprensión-complacencia o de antagonismo-dependencia con el Estado. En el plano sociocultural, tales repertorios se fundamentan en el interés retrospectivo de los grupos humanos por hallar su sentido colectivo y conocer la marcha de la vida pública. El derecho a saber es una facultad que le da una condición de posibilidad al entendimiento de lo que sucede y ha sucedido en el entorno social, apoyándose en los principios democráticos de accesibilidad a la información y de libertad de estar informado. De hecho, el derecho de las personas y comunidades a saber o, mejor, a informarse de lo que pasa y ha pasado en su entorno social y consigo mismas, constituye, al menos, desde lo ideal, una de las bases del liberalismo político y con frecuencia ha sido uno de los pilares principales de las estructuras constitucionales (Jaén-García, 2006, p. 45).
La información se entiende como la síntesis enunciativa y testimonial que surge de los documentos cuando se les procesa, interpreta y organiza para convertirlos en datos que permitan la comprensión de un hecho (Rendón, 2005, p. 94). El acceso a la información como derecho a saber es, precisamente, la razón de ser de los archivos y la archivística, pues un depósito de documentos en manos de pocos y para nadie es una pila de soportes que sólo sirve para ocupar espacios, negar existencias y suprimir historias. Esto no quiere decir que el acercamiento a la información deba ser totalmente irrestricto, puesto que la potestad legítima de saber a través de la documentación e información archivística tiene como límite otros derechos fundamentales como la intimidad, la integridad, la honra, la protección de datos y la no revictimización de las personas (MacNeil, 1991). Sin embargo, donde el derecho a saber sí es universal y faculta una consulta casi-absoluta es en el campo de la información de dominio público, me refiero puntualmente, a las evidencias y los testimonios documentales que han surgido del funcionamiento de la administración nacional y de sus contextos institucionales. Aunque aquí, vale aclarar, también persisten algunas prohibiciones relacionadas con la reserva judicial y con la confidencialidad de la llamada seguridad nacional (Alberch i Fugueras y Cruz-Mundet, 1999, p. 103).
En Latinoamérica, esta dimensión archivística e histórica del derecho a saber ha tenido una manifestación discontinua y contradictoria. A diferencia de lo que ha sucedido en el Atlántico Norte donde los Estados se han preocupado por conservar y alimentar sus colecciones documentales, archivos, museos y lugares patrimonio, para darle sustento físico y vigencia histórica a los mitos e invenciones nacionales; de este lado del mundo la construcción de la cultura nacional y de la identidad colectiva se ha soportado en una historia monolítica y dogmática, así como en un monumentalismo oficial y tradicionalista, que no admiten revisión. De esta suerte, los referentes históricos y patrimoniales fueron definidos por decreto y por la eternidad, decisión amparada en la infinita sabiduría de los hijos “notables” e “ilustres” que, se supone, forjaron la “Patria”. Como la historia es una sola y ya ha sido contada por la voz confiable de los “hombres eminentes”, no es necesario conservar volúmenes colosales de documentos ni, mucho menos, organizarlos para la consulta pública, pues ello supondría el surgimiento de posturas disonantes frente a algo que ya está dado y consagrado. Así pues, desde esta óptica, el Estado-nación ya está definido y no es objeto de discusión, por tanto, cualquier cuestionamiento sobre él, así sea, sustentado con evidencias, es accesorio y carente de sentido.
De esta manera, mientras en el Norte Global se buscó sustentar el ordenamiento y la cohesión de las comunidades políticas a partir de la preservación masiva de bienes y documentos, independientemente de su uso; en Latinoamérica el mecanismo funcionó a la inversa, pues el statu quo fue cimentado en virtud del descuido, de la destrucción, de la clausura y del encubrimiento de las huellas del pasado. Por esta razón, hablar de archivos, museos y bibliotecas en América Latina es contar la crónica del olvido de los bienes históricos y simbólicos, es referirse en seguida al no-archivo, al no-museo, a la no-biblioteca. Analizar la cuestión de los centros documentales y proveedores de información social en esta región del hemisferio implica – como bien infiere Pittaluga (2007) –
reflexionar sobre su escasez, sobre la falta de repositorios públicos, de forma tal, que si alguien quisiera escribir una historia sobre ello tendría que ceñirse a una historia de su ausencia, de su liquidación, su emigración o su privatización (p. 199).
Este tipo de manejo ha sido el que, de ordinario, han tenido las políticas de memoria en Latinoamérica. Una región donde conservar documentos y publicar testimonios se han convertido en actos de franca militancia y resistencia. La circunstancia del no-archivo, que se acentúa mucho más a nivel local, ha limitado la escritura de una historia más descentralizada, plurívoca y pretérita, lo cual indica que los acervos documentales son formidables fuentes de poder, cuyo acceso y tutela pueden determinar los marcos de acción, decisión e identificación. De manera que, su abandono, destrucción y restricción, posibilita la erección de legitimidades y la configuración las dimensiones hegemónicas del ser, saber y hacer, desde el vaciamiento histórico.
No obstante, el desinterés por los registros del pasado, la inapetencia por su preservación y democratización, va más allá de la mera omisión, de la incompetencia o insuficiencia presupuestal, pues las estructuras de poder en el Sur Global se han sustentado históricamente a través de políticas palaciegas que justifican su conveniencia en la desinformación masiva y en el dogma de la autoevidencia. En este contexto, la práctica archivística y la escritura de la historia terminan siendo vistas como actividades subversivas que es necesario acallar. Y, una forma efectiva de hacerlo, es acotando los espacios de custodia y producción del recuerdo, así como pronunciando la memoria pública y el patrimonio oficial por sobre la memoria colectiva y los patrimonios otros. Por eso, los archivos reprimidos y el no-archivo son las manifestaciones más claras del poder del Estado cernido sobre el historiador. (Derrida, 1997, p. 12; Pittaluga, 2007, p. 200).
En tales circunstancias, el derecho a saber, representado en el acceso a la información pública y en las posibilidades de construcción de memoria razonada, constituye una facultad disruptiva y crítica del mandato que es restringida a través de unos procesos de olvido y descuido sistemáticos, los cuales son perpetuados por los organismos oficiales bajo la excusa trillada de las prioridades políticas y socioeconómicas. Sin embargo, el diálogo entre la historia y la archivística ha venido ayudando a paliar esta política de memoria supeditada en el déficit y suspendida en la autoridad del no-archivo. Un paso significativo en esta labor ha sido el cultivo de la perspectiva postcustodial y postobjetual de la documentación. Una apuesta que intenta abrir los archivos, sacarlos de su lugar, des-domiciliarlos para desplazarlos al campo de la circulación simbólica y cultural (Da Silva y Ribeiro, 2002, pp. 203-204; Murguia, 2011, p. 28; Caimari, 2017, p. 85; Carrillo, 2019; Rufer, 2016).
Las nuevas tecnologías han sido un medio efectivo para materializar esta “deslocalización” archivística. Las TIC han cumplido una función determinante en la superación del requisito físico del testimonio para ser prueba fidedigna y en la demolición de las barreras espacio-temporales para la consulta documental. Además, la esencia colaborativa y co-creadora de la web 2.0 ha otorgado un papel más activo a las personas destinatarias de la información, quienes ahora pueden someter a crítica la estructura convencional del archivo y las categorías tradicionales de la documentación. A partir de allí, es posible co-diseñar itinerarios, y acordar por qué y en beneficio de quién se archiva (Dollar, 1992; Ribeiro, 2001; 2013; Pittaluga, 2007, p. 204; Mancipe y Vargas, 2013, p. 110).
El resultado más notorio de la mencionada interdefinición “clio-archivística” acompañada de las nuevas tecnologías ha sido el desmonte paulatino de la naturaleza arcóntica de la información social. Naturaleza que obedece a una concepción clásica de la conservación, donde el patrimonio documental se define como un material incógnito y sectorizado, esto es, del goce exclusivo de unas cuantas agencias de poder (Derrida, 1997, pp. 9-11; Ruz y Galdames, 2015, p. 5). El asunto aquí, es que la preservación per se, esencialista y sustancialista carece de todo sentido, pues cercena la función ciudadana de la memoria y el patrimonio. Tampoco se trata sólo de las y los historiadores y de las fuentes para sus textos inquiridores. La cuestión de la conservación se orienta más hacia la movilización cultural de la documentación, hacia el establecimiento de puentes que conecten las vivencias y experiencias acontecidas con las demandas e interrogantes del presente (García-Canclini, 1999, p. 22; Casareto, 2018, p. 2). Ello hace imperativo el establecimiento de vínculos de reciprocidad entre las estructuras de conocimiento teórico-técnicas de la archivística con los enfoques antiesencialistas e interaccionales de la historia social, del análisis institucional y de los estudios culturales.
Claramente, la disciplina histórica, en especial la corriente historicista, ha determinado en demasía el sustento metodológico y la tendencia mainstream de la archivística, cuya vigencia, hasta el momento, no parece ser desafiada. El criterio de “respeto de los fondos”, así como los principios de procedencia y de orden original (cronológico) que constituyen el sustento básico de este saber de los archivos y de la información, si bien nacen de las prácticas jurídico-administrativas y patrimonialistas del poder tradicional, sólo adquieren una consideración sustantiva y universal tras la instrumentalización sintética y analítica-documental que hizo el historicismo de su “fuente” de indagación (archivos como laboratorios de la historia) para logar el anhelado fundamento científico-positivo (Cruz-Mundet, 1994, pp. 47-48; De Certeau, 2006, p. 85; Cook, 2010, p. 156).
Precisamente, la perspectiva custodial de la archivística proviene de esta idea arcaica del positivismo que considera que nada existe ni puede ser conocido más allá de la naturaleza física y pre-dada de los objetos. Todo lo que intente ser entendido trascendiendo lo cósico, “lo real”, escapa de las convenciones de la razón y, por tanto, es superstición y conjetura. Bajo esta óptica, los documentos son vistos como materialidades neutrales y de base constante que se encuentran al margen del contexto, o sea, son “fuentes primarias” que irradian objetividad y certeza (Comte, 1999, pp. 77-78; Droysen, 1983, pp. 35-36; Marcuse, 1994, pp. 317-318; Cruz-Mundet, 1994, pp. 45-46, 58-63; Sánchez, 2010, pp. 20-26, 36-41).
Esta visión historicista y custodial se ha enfocado tanto en la función que cumplen los documentos que ha descuidado al archivo como unidad problemática de agrupamiento. Es decir, la costumbre ha sido guardar u ordenar la documentación para que cumpla una tarea o esté al servicio de, pero pocas veces se piensa en los espacios de acopio donde los documentos adquieren un significado particular debido a las relaciones seriales y a las actividades que los integran en un todo (Murguia, 2011, p. 27). No es lo mismo un documento suelto que uno que hace parte de una sección, fondo, serie o expediente. La reunión y concomitancia pone a los documentos en contexto, les da concernencia y los caracteriza, a tal punto, que éstos se transforman, en sí mismos, en problemas de conocimiento (Lodolini, 1993, p. 35; Villanueva, 1997, p. 17-18).
De esta manera, la labor del archivista no se reduce a aplicar ad hoc y a hacer respetar las convenciones funcionalistas de la procedencia y del orden original. Su trabajo también consiste en pensar, cuestionar y replantear tales principios para que éstos se adecúen a los cambios y exigencias de las sociedades, a propósito del derecho a saber (Cook, 2010, pp. 161-162). Nótese que, así como no hay testimonio sin recuerdo ni memoria colectiva sin transmisión, tampoco existe un sentido del archivo sin uso social. En otras palabras, “no hay archivo sin afuera” (Casareto, 2018, p. 2). Un acervo documental cerrado y estático que no se ajusta al estado de las relaciones e interacciones sociales ni a los requerimientos comunicativos del ahora es, simplemente, un depósito inerte que, cuando mucho, sirve para refrendar las memorias de poder o para guardar soportes viejos.
Urge que los archivistas asuman el desafío de aportar a la construcción de una nueva noción de la materialidad, mediante la cual se pueda sacar al archivo de su prisión historicista y otorgarle al documento un rol protagónico en la escena de los objetos sociales. Vale recordar que los seres humanos, además de estar definidos por tramas simbólicas y discursividades (objetos ideales), nos encontramos sumamente determinados por las materialidades humanas (bienes históricos), o sea, por los actos sociales que por su significado individual o colectivo quedan registrados en algún tipo de soporte (Ferraris, 2008). Dichas materialidades son, per se, documentos que ya sea por su valor de cambio, valor sentimental o relación con los recuerdos, terminan identificando, representando, y/o despertando pasiones, nostalgias, entusiasmos y quereres en las personas. Este redescubrimiento de los objetos sociales como actos registrados y soportados, llenos de significación, es un terreno en el que la archivística tiene mucho que aportar de cara a la visión reduccionista y lineal del funcionalismo custodial que sigue cobijando a los documentos de archivo y frente a los fundamentos hegemónicos cósico-natural-positivistas de la materialidad (Ferraris y Torrengo, 2014).
Lo anterior conduce a pensar de nuevo en relaciones más estrechas entre la historia y la archivística. Relaciones que superen las rencillas bizantinas e infundadas en torno a la subordinación disciplinar. La historia se nutre de la teoría y práctica archivística, así como la archivística se vale del saber histórico para realizar sus análisis y robustecer su metodología. Por ejemplo, en archivística el principio de procedencia es entendido como un procedimiento de racionalidad administrativa asociado a un método histórico de clasificación (Villanueva, 1997, p. 18; Mejía-Pavony, 2004; Cachiotis, 2004; Casilimas, 2004, pp. 33-34; Escamilla, 2011, pp. 381-382). Y ello es así, porque en la operación archivante (reunión-consignación-acceso) se hace indispensable el uso de la historia institucional[6] para que los documentos tengan estructura y clasificación según su “orden original”. Asimismo, cuando en gestión documental se establecen tablas de retención y valoración, los documentos deben ser estimados conforme a su importancia histórico-social, histórico-agencial, histórico-legal o histórico-política. De este modo, desde su recepción hasta su disposición final, el documento de archivo se transforma en un problema de carácter histórico (ver figura 1) (Mejía-Pavony, 2004, p. 146).
Es más, el solo hecho de que un documento esté (o no) en un archivo es producto de una situación histórica que es susceptible de ser estudiada. Lo mismo acurre con la existencia o no de los archivos, con sus formas de funcionamiento, con su rol socio-cultural y político, al igual que con los procesos de organización, abandono, custodia, consulta, eliminación, etc., que son consustanciales a la existencia de los fondos documentales y a sus modalidades de disposición. Como indicó Marc Bloch (1982):
la presencia o la ausencia [del documento], en tales o cuales archivos, en una u otra biblioteca, en el suelo, dependen de causas humanas que no escapan al análisis, y los problemas que plantea su transmisión, lejos de tener únicamente el mero alcance de ejercicios técnicos, rozan lo más íntimo de la vida del pasado, porque lo que se encuentra así puesto en juego es nada menos que el paso del recuerdo a través de las generaciones (p. 59).
La consciencia histórica es entonces, un factor primordial en el oficio del archivista. Pero, de igual manera, la labor historiográfica requiere de la comprensión de los contextos de información que ofrece la archivística para llevar a cabo su análisis documental (Aróstegui, 2001, p. 392-393). La historia, sobre todo, la de los tiempos más remotos, no es posible sin la archivación. En la operación documental, que conserva y luego apertura, que reúne y después con-signa, inicia la escritura de la historia. Esta es una dimensión de la misma práctica de historiar que es transversal a la hermenéutica y a la representación discursiva (Cook, 2010, pp. 156-157; Ricoeur, 2004, pp. 215-216). La archivación es, así, un ejercicio de construcción fontal que revela la confluencia de los dominios de saber en cuestión, ya que tanto la historia como la archivística hacen uso recurrente de ésta para transformar los testimonios, las “memorias soportadas” en pruebas documentales que se distribuyen y utilizan bajo marcos de razón (ver figura 1).
La dimensión documental es el primer momento en el curso de la alteración historiadora de la memoria, entendida como registro originario. Tal dimensión implica técnicas y estrategias que someten al testimonio a un proceso de conversión en huella material para que pueda ser conservado (archivado) y, posteriormente, usado como documento-evidencia (Pittaluga, 2007, p. 203). Esta transfiguración del vestigio en documento, del apuntamiento en indicio archivado, necesita de un espacio archivísticamente acondicionado que haga de los testimonios agrupados efectivos documentos de consulta. Obviamente, se está haciendo referencia al archivo. El archivo proporciona de forma permanente el contexto de la información contenida en sus fondos, series y tipologías. Contexto que es sumamente importante a la hora de poner en situación a los documentos para proceder a su crítica interna y externa, para analizar su fiabilidad y adecuación (Droysen, 1983, pp. 77-81; Aróstegui, 2001, pp. 392-397; Pérez y Setién, 2008, p. 14).
De entrada, una persona investigadora es desconocedora de la procedencia de la información. Si el documento está aislado o refundido en un fondo acumulado el destinatario no podrá saber de dónde proviene, cuál fue su contexto de producción, bajo qué circunstancias llegó a ser la huella que es hoy, en definitiva, la interlocución entre el receptor y el emisor de la información queda coartada. “El archivo ocupa entonces el lugar de autoridad, de respaldo frente a quien lo consulte y construye una nueva situación interlocutiva” (Pittaluga, 2007, p. 203). De tal manera, el archivo no sólo preserva materialidades testimoniales, también conserva el carácter aleccionador y situacional de la información, es decir, impide que el documento sea un rastro fragmentado y mudo de sí. Lo cual es sumamente vital a la hora de realizar el análisis documental. Instrumento fundamental en la labor empírica de la historia.
Así las cosas, la archivística es parte central de la institución historiadora, al igual que la racionalidad histórica es un componente inseparable de la estructura de conocimiento archivístico (Foucault, 2002, pp. 10-11; Cook, 2010, p. 164). La práctica archivante[7], del mismo modo que el procedimiento heurístico en el ejercicio historiográfico, transforma la huella testimonial en prueba documental. Esta es una operación donde se construye la fuente evidencial, esto es, el yacimiento indiciario que proporciona los sentidos necesarios para avalar una trama argumental. Y es que construir una fuente se relaciona básicamente con destacar cualidades y propiedades (clasificación), con fijar relaciones y compatibilidades (ordenación), con diseñar espacios de adecuación y producción documental (instalación). Todas pautas instrumentales de la organización archivística, pero también de la prospección historiográfica (Cruz-Mundet, 1994, cap. 10; Aróstegui, 2001, pp. 378-379; De Certeau, 2006, pp. 69-70; Pittaluga, 2007, p. 203).
En función de lo anterior, todo archivo es un lugar de producción y reproducción de memorias, de formación y de distorsión de las huellas materiales. Y ello no puede ser de otra manera, porque a todo acto de archivación subyace una inclinación. La archivística, por ejemplo, por más sistemática, objetiva y técnica que pueda ser o parecer, jamás podrá alcanzar una neutralidad valorativa, pues ésta no es más que una pretensión aporética e ilusoria, entendiendo que cualquier determinación patrimonial o de memoria nunca renuncia a su sesgo político ni al deseo de hacerse del poder del documento, ya sea, apropiándoselo, ocultándolo o representándolo de maneras muy diversas. Toda ciencia de archivo inscribe una institucionalización, unas leyes que autorizan y restringen, así como un pliego de límites, y unas directrices de lo que resulta conservable y lo que no, de lo que debe recordarse y, por efecto, olvidarse (Derrida, 1997, pp. 11-12; Ricoeur, 2004, pp. 81-82; Foucault, 2002, pp. 219, 306-307; Cook, 2010, p. 159). Tales consignas instituyen una “violencia archivadora” disimulada en un repertorio de parcialidades bienhechoras. En este sentido, el archivo como lugar de memoria existe bajo una condición bipolar: “es a la vez instituyente y conservador. Revolucionario y tradicional” (Derrida, 1997, p. 15).
Precisamente, dicha condición es la que determina el llamado “mal de archivo”, esto es, aquel deseo febril por conservarlo todo y que de manera inevitable implica el olvido sistemático de algo. De esta suerte, el mal de archivo se relaciona con la obstinación por el retorno al origen; por ubicar, descubrir y descifrar a través de operaciones deliberadas un punto de inicio, en tanto condición de sentido y certidumbre. Los archivistas y los historiadores o, mejor dicho, los archivos y las historiografías cumplen el rol de mediadores en esta vuelta al pasado germinal, aplicando artificios deducidos en órdenes físicos y patrones eruditos que fingen imparcialidad. Ciertamente – agrega Derrida (1997) – “no habría deseo de archivo sin la finitud radical, sin la posibilidad de un olvido que no se limita a la represión” (p. 27). Al margen de cualquier reflexión o técnica, este constante y obsesivo retorno al origen inhibe la pulsión de la vida que, más allá de sus tradiciones y permanencias constitutivas, consiste en fluir, transformar y perecer.
De este modo, el archivo neutral, al igual que el documento objetivo (pre-interpretativo, virginal) son, en realidad, instancias de orden, de poder, de control, de verticalización, de colonialidad del saber (Foucault, 2002, p. 220; Cook, 2010, p. 161). En condiciones ideales la práctica archivante, por medio de los principios de procedencia y de orden original (cronológico) presenta a las personas investigadoras o historiadoras una disposición documental estandarizada, cuya distribución y organización, en muchos casos, no corresponden a las circunstancias de producción original de la huella material ni existieron en las realidades concretas de sus creadores (Cook, 2010, p. 161; Escamilla, 2011, p. 383; Rufer, 2016).
Esto podría calificarse como un acto de normalización de la memoria archivada que desprende al documento de su estado previo (“desorden”) para encuadrarlo y seriarlo conforme a las convenciones y los universalismos archivísticos. En esta maniobra de archivación subyace una anulación de la condición pre-archivística del testimonio documental. Condición que, quiérase o no, también hace parte de su historia y del contexto de la información que pueda brindar. De lo anterior se deduce que, así como el documento miente, el archivo también lo hace, puesto que éste “acumula, capitaliza y almacena una infinidad de capas, de estratos a la vez superpuestos, sobreimpuestos y envueltos los unos en los otros” (Derrida, 1997, p. 30). Todos procedimientos inventados por una voluntad discrecional de memoria que agrega y desagrega, que dispone e interpone la información que deberá ser legada.
Sin embargo, esta crítica postcustodial no quiere decir que los archivos no sirvan más que para engañar y gobernar. En efecto, estas han sido sus funciones más destacadas a partir del pensamiento residualista y de la teoría archivística clásica, pero bien se sabe que los archivos tienen el potencial de convertirse en verdaderos centros del cuidado de la memoria y del patrimonio en clave participacionista e intercultural. No se trata sólo de historiadores o de pesquisas intelectuales, el archivo es primordialmente un espacio donde la memoria es controvertida, donde las identidades se contrastan, donde se redescubre lo extraño, donde se redefinen las relaciones de poder. Es por esta razón que el oficio archivístico es una labor vital para “desenredar organizaciones, comunidades y sociedades”, así como para garantizar el ejercicio de los derechos y deberes consensuados (González, 2007, p. 2).
Una práctica archivante superadora de la visión unívoca de la custodia y abierta a múltiples procedencias y órdenes es una herramienta más efectiva para realizar veeduría ciudadana, para velar por la transparencia administrativa y realizar una lucha más eficaz contra la corrupción (González, 2006). Nótese que un archivo sin uso o un no-archivo es un poderoso refugio para la adulteración, el fraude y la usurpación. Irregularidades que han servido, de ordinario, para sustentar la legitimidad del orden político en el abuso y la privación de las mayorías (Cook, 2010, p. 163). Aunque a simple vista no lo parezcan, los archivos guardan una posición sumamente relevante en el marco de las actuaciones de poder, pues son incisivos instrumentos de denuncia, de reivindicación y de reclamo de responsabilidades sociopolíticas. Gracias a ellos es posible afrontar los pasados traumáticos, al igual que sancionar, reparar y construir garantías para la no repetición (González, 2007, pp. 4, 6).
La pertinencia social de los archivos y de los procesos de archivación también puede verse en el plano de la defensa de los derechos humanos y civiles. Conquistas históricas de los pueblos que se encuentran permanentemente desafiadas y sometidas a un estado de suspenso (Alberch i Fugueras, 2008; González, 2009; Cox, 2012; Giraldo-Lopera, 2017). Sobre este aspecto, los archivos constituyen valiosos soportes simbólicos y materiales para acometer transiciones políticas hacia Estados sociales de derecho, son también plataformas para el ejercicio de la vigilancia comunitaria sobre la gestión pública y el proceder de las fuerzas de seguridad. Los archivos cumplen, igualmente, una importante función de registro de la vida social y de consignación de la existencia de los individuos. Una cualidad biopolítica que puede ser cuestionable, debido al control sobre la vida que puede desprenderse de allí (Foucault, 2002, pp. 220-221), pero que, en términos prácticos, impide que las y los más vulnerables se vuelvan fácilmente objeto de trata y desaparición.
Por ejemplo, un recién nacido o un niño no registrado es un ser “desestimado” que es susceptible de convertirse en un bien de mercado o en cuerpo de impunes vejámenes. Además, qué sería de los derechos civiles sin los archivos de las registradurías y notarias (escribanías), o de los derechos procesales (habeas corpus) y de las responsabilidades penales sin los archivos judiciales. Qué pasaría con la vida de los presidiarios sin los archivos penitenciarios, qué sería, en definitiva, de los derechos individuales a la investigación histórica y del habeas data sin las historias laborales, sin las historias clínicas, sin los expedientes académicos, en suma, sin los archivos que provean la información suficiente para ejercer el derecho a saber (González, 2007, pp. 3, 5).
La toma de decisiones archivísticas en diálogo con la historia crítica y las ciencias sociales puede, sin duda, hallar bases más sólidas para incorporar nuevas formas de observar, conocer e instalar el patrimonio documental. Los recursos antiesencialistas y autocríticos de las humanidades ayudarían significativamente en la compleja misión de reinventar los archivos, reconociéndolos más allá del funcionalismo administrativo y para-estatal con el fin de convertirlos en intermediadores activos de las narraciones profundas de las historias humanas y ecosociales. Lo cual, en consecuencia, favorecería a los saberes sociohistóricos en la identificación de otras dimensiones de la realidad, temporalidad y cultura. En suma, la historia y la archivística conforman una colegiatura disciplinar, cuyo afianzamiento tiene el poder de esclarecer el sentido del deber de recordar, al tiempo que contribuir a la promoción de la libertad de expresión y facilitar el proceso de transmisión-adquisición de información, a propósito del derecho a saber.
4. Conclusión
Este escrito partió del análisis del deber de recordar por una sencilla y sustancial razón: sin una preocupación real y profunda por la memoria, el patrimonio y sus efectos de poder, es imposible hallarle sentido a la institución historiadora y a la valoración documental derivada de la práctica archivante. Sin un interés auténtico por el recuerdo, por ese pasado que tiene el potencial de incomodar, reivindicar y resignificar, muy difícilmente se comprenderá el provecho colectivo de conservar y estudiar las huellas de un tiempo que es pretérito, pero que define en el ahora. Bajo la carencia de ese deseo de revisitar la memoria, de razonarla y controvertirla se extingue la fuerza transformadora del testimonio y de la información social, difuminando así, los fundamentos del derecho a saber lo que ha ocurrido y por qué ha ocurrido.
Se sobreentiende que el pasado como realidad concreta no existe y no existirá por más textos que se escriban o por más documentos que se recopilen. El único pasado que puede ser apreciable es el pasado-presente, es decir, el pasado que se construye y reconstruye a partir de las preguntas que se plantean a los rastros testimoniales. De esta manera, la huella transformada en fuente de información y en documento prueba ofrece formas y representaciones de lo que se ha sido y acontecido, devuelve algunas imágenes (distorsionadas o no) de realidades remotas y extrañas que determinan el ahora y, probablemente, el mañana. En todo este proceso, la relación bilateral entre la historia y la archivística cumple una función vital, pues facilita el diálogo entre los vestigios del pasado y los problemas que inquietan el presente.
En términos generales resulta muy difícil diferenciar de forma precisa a la archivística de la historia, a la historia de la sociología, a la sociología de la antropología, a la antropología de la educación, a la educación de la ciencia política, a la ciencia política de la geografía humana y, a todos estos ámbitos de conocimiento, de la lingüística, la comunicación y la ciencia de la información. Y ello sucede porque la especialización de los saberes, aunque persigue fines prácticos y favorece la operatividad disciplinar, carece de todo fundamento epistemológico. Las fronteras disciplinares son más un asunto de conveniencia metodológica que de necesidad teórico-analítica. Por eso, es inevitable que las disciplinas terminen conjugándose, transfiriéndose enfoques, conceptos y métodos, y estableciendo unidades de conocimiento. Claramente, las interfaces que entablan entre sí y de forma entremezclada, la archivística, la bibliotecología, la museología y la historia, y su estrecho acercamiento a campos como la paleografía, la diplomática, la numismática, la cronología, la bibliografía, el derecho, los estudios culturales y lingüísticos y, más recientemente, la informática, son una prueba fehaciente de ello.
Por último, bastaría decir que, así como lo ha venido haciendo la historia en función del pensamiento latinoamericano, es necesario descolonizar los archivos y la estructura de conocimiento archivístico, esto es, sacar a la dimensión documental de la matriz del poder colonial que ha establecido formas totalizantes, monopólicas y etnocéntricas del saber y del hacer. El tipo de archivo que hoy contemplamos o que idealizamos se relaciona con la inferencia de unas leyes universales de la archivística que corresponden a contextos y a sociologías completamente distintas a las circunstancias y realidades sociales donde son aplicadas. En América Latina hemos reproducido las maneras de archivar que han funcionado en las latitudes septentrionales y que se han consolidado como formulaciones epistémicas globales, pero pocas veces hemos pensado otras modalidades de la práctica archivante que partan del conocimiento situado, que admitan lo vernáculo y lo subalterno, que acojan otros itinerarios y narrativas de memoria. Todo en aras de que el patrimonio documental esté al servicio de los pueblos y en mayor sintonía con las demandas de las comunidades.
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Notas