Revista Estudios, (35), 2017. ISSN 1659-3316

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I Sección Historia

Personajes y discursos político-ideológicos en la construcción de una historia identitaria: Rusia y Costa Rica



La plegaria de Chernóbil:

memoria del desastre nuclear en el contexto de un poder agonizante


Javier Agüero García

Universidad de Costa Rica, Costa Rica

jav_aguero@hotmail.com



Recibido: 23 de setiembre de 2017

Aceptado: 19 de octubre de 2017


Resumen


Este ensayo constituye una interpretación acerca de la memoria asociada a los efectos causados por el accidente nuclear ocurrido en Chernóbil en 1986, catalogado como el más devastador de la historia. A partir de los relatos contenidos en la obra Voces de Chernóbil, escrita por Svetlana Alexiévich, se aborda primero los desencantos de una ciencia que había prometido bienestar, mediante el desarrollo del uso civil de la energía atómica; segundo, el cambio inevitable en la vida de una sociedad anonadada por el impacto dantesco de una explosión sin parangón; tercero, la persistencia de las estructuras autoritarias, empeñadas en ocultar y en engañar a las personas acerca de lo ocurrido; y cuarto, el costo del heroísmo encarnado en bomberos, liquidadores y soldados que dieron su vida para evitar una desgracia mayor; y quinto, los clamores de los inocentes, sufrientes frente a la adversidad, comprendidos solo en el seno de la familia más inmediata. Finalmente, se esbozan los dilemas existenciales expresados por los testigos del desastre ocurrido en Ucrania que constituyó un preámbulo de la debacle de la Unión Soviética, un imperio agonizante conforme avanzaba el decenio de 1980.


Palabras clave

Historia contemporánea; Ucrania, Unión Soviética, Chernóbil; explosión nuclear.





Abstract


This essay is an interpretation of the memory associated with the effects caused by the nuclear accident in Chernobyl in 1986, which was classified as the most devastating in history. From the accounts contained in the work Voices from Chernobyl, written by Svetlana Alexievich, the disenchantment of a science that had promised well-being was first approached by the development of the civil use of atomic energy; second, the inevitable change in the life of a society stunned by the dantesque impact of an unparalleled explosion; third, the persistence of authoritarian structures, intent on concealing and deceiving people about what happened; and fourth, the cost of heroism embodied in firemen, liquidators, and soldiers who gave their lives to avoid greater misfortune; and the cries of the innocent, suffering in the face of adversity, understood only within the immediate family. Finally, the existential dilemmas expressed by the witnesses of the Ukrainian disaster, which was a prelude to the debacle of the Soviet Union, an agonizing empire as it progressed in the 1980s, are outlined.


Key words
Contemporary history; Ukraine, Soviet Union, Chernobyl; nuclear explosion.


The Chernobyl prayer:  memory of the nuclear disaster in the context of an agonizing power


Introducción: ¿Cuál es la importancia de Chernóbil?


Todos tenemos los mismos recuerdos. Compartimos la misma suerte. En cambio en todas partes, en cualquier otro lugar, somos unos extraños. Unos apestados. Ya nos hemos acostumbrado a que nos llamen «gente de Chernóbil», «evacuados de Chernóbil» (Alexiévich, 2015, p. 323).


Nadezhda Afanásiervna, habitante del poblado urbano de Jóihiki manifestaba con esas palabras su filípica sensación de tristeza. Su dolor resultaba del desastre de la explosión sin parangón ocurrida un 26 de abril de 1986 en Chernóbil, la central nuclear Vladimir Ilich Lenin ubicada en la entonces República Socialista de Ucrania a pocos kilómetros de la frontera bielorrusa. Extensos territorios de Rusia, Bielorrusia y Ucrania fueron afectados directamente por el accidente nuclear, en un espacio geográfico habitado por unos cinco millones de personas.

El fragmento de Afanásiervna forma parte de Voces de Chernóbil escrita por la Premio Nobel de Literatura de 2015, la ucraniana Svetlana Alexiévich. La obra está conformada por testimonios recopilados durante los años subsiguientes de ocurrida la tragedia que cambió el rostro de la Unión Soviética en su último lustro de existencia. La primera edición de Voces de Chernóbil data de 1997.

Voces de Chernóbil subtitulada en su versión en inglés como “la historia oral de un desastre nuclear”1 propone dar a conocer diferentes testimonios de aquellas personas que vivieron en directo los embates de un accidente de gran magnitud que superó con creces el nivel de destrucción de Hiroshima y de Nagasaki en Japón al término de la Segunda Guerra Mundial. La obra de Alexiévich se inscribe en una corriente de producción de escritos basados en historias de las víctimas. Aspecto también presente en otras de sus publicaciones: La guerra no tiene rostro de mujer (1985), Los muchachos de zinc. Voces soviéticas de la guerra de Afganistán (1989), El hechizo de la muerte (1993) y El fin del «Homo sovieticus» (2013).2

Este ensayo trata de dilucidar ¿cuáles son las memorias del desastre de Chernóbil, rescatadas por Svetlana Alexiévich, dentro del contexto del ocaso del poder soviético durante la década de 1980? El análisis de Voces de Chernóbil se ubica dentro de la perspectiva histórica-contextual, abocado al estudio de rasgos económicos, sociales y políticos. Se advierte además que este estudio dista en demasía de los tratamientos asociados al abordaje literario.

Con el fin de enrumbar la discusión se abordan los subtemas siguientes:

-una ciencia repudiada, luego de que fuera promocionada como portadora de grandes ventajas, merced a la utilización de la energía atómica para la paz;

-un cambio de vida inevitable, derivado de las consecuencias asociadas al envenenamiento de las tierras, la sepultura de viviendas y del traslado masivo de personas;

-los ecos del gulag, relativos al ejercicio autoritario del poder materializado en el secretismo, el engaño y la corrupción;

-las acciones heroicas que involucraron a toda la sociedad sin distinción alguna en las figuras de amas de casa, liquidadores y bomberos, entre otros; y

-las voces de los inocentes, elevadas como plegarias por parte de las mujeres, habitantes del suelo contaminado deseosas de traer hijos al mundo, y de los niños que preguntaban acerca del resto de los seres vivos no puestos a salvo por los encargados de enterrar las estructuras.

Al final del documento, se realiza un cierre que engloba tópicos existenciales enunciados por las víctimas, con el propósito de vincular lo acaecido en Chernóbil con lo que podría padecer la humanidad en un futuro no muy lejano si no se da en golpe de timón al estilo de crecimiento económico, cimentado en la depredación del medio ambiente y en la feroz carrera armamentista de las últimas décadas.

Como se anotó con antelación, el abordaje de lo sucedido a partir de la explosión de Chernóbil se realiza con base en las memorias y los testimonios contenidos en la obra de Alexiévich. Para ello se ha tomado como punto de partida lo expresado por el autor de origen búlgaro Tzvetan Todorov (2008) cuando indica que algunos regímenes han atentado en contra de la memoria de las personas. Los sistemas totalitarios se preocuparon por desaparecer cuanta evidencia pudiera dar fe de su misma destrucción suicida; al igual que sucede en las democracias, cuando el recuerdo del pasado es sometido a una tarea de selección por parte de los gobiernos. Muchas veces el resultado de estas acciones desembocan en el embrutecimiento por “…las exigencias de una sociedad del ocio y desprovistos de curiosidad espiritual…” (Tododov, 2008, p. 17). Con la destrucción de la memoria, según Todorov, se corre el riesgo de entrar en el reino de la barbarie; todo al calor del fuego librado entre la conservación y la destrucción de los recuerdos; de ahí que “…cuando los acontecimientos vividos por el individuo o por el grupo son de naturaleza excepcional o trágica, tal derecho se convierte en un deber: el de acordarse, el de testimoniar…” (Tododov, 2008, p. 20).

En este mismo sentido, dentro de los testimonios recopilados por Alexiévich, un periodista de nombre Anatoli Shimarski insiste en la necesidad de documentar los hechos: “Tengo un cuaderno de notas aparte […] Le daré a usted mi cuaderno. A mí se me perderá entre los papeles; bueno, puede que se lo enseñe a los hijos cuando crezcan. Quiérase o no, es historia…” (Alexiévich, 2015, p. 195)

Para la profesora de arte y cultura, Lilia Mijáilovna, su testimonio se centra en la importancia de recordar Chernóbil porque “El arte es memoria. Es recuerdo de aquello que fuimos…” (Alexiévich, 2015, p. 338). Por eso no se puede relegar al olvido, como lo señala una maestra rural, Lidmila Dmítrievna Polénskaya, en otro pasaje recuperado por Alexiévich: “He recordado… Para recobrar la verdad de aquellos días y de nuestros sentimientos. Para no olvidar cómo hemos cambiado…” (Alexiévich, 2015, p. 314).

Dentro de la perspectiva de Alexiévich, es imperioso recordar y recuperar la memoria, aspecto coincidente con Todorov cuando se alude a la recuperación del pasado como una tarea indispensable para preservar un recuerdo de los tiempos ya vividos. De igual forma, la autora de origen húngaro Agnes Heller (1999), en su condición de descendiente de un padre judío hecho prisionero, luego muerto en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, también considera de interés el tema del pasado a través de su concepto clave de la “historia vivida”. Heller subraya la importancia de rememorar al ayer porque la historia vivida es una experiencia social que se rememora junto con los demás. “…La historia vivida rememorada. [para rememorarla] uno sigue las huellas dejadas sobre la membrana de la propia memoria y de la memoria de otros. Se rememora junto a otros. Uno excava, uno revive. Sin embargo, esto no es un espectáculo…” (p. 67).

La rememoración de Chernóbil es social porque los efectos de la explosión fueron vividos por poblados enteros habitados por un conjunto de seres humanos, y este pasado colectivo es expuesto por Svetlana Alexiévich, como un cúmulo de historias vividas a lo largo de relatos publicados a diez años después de sucedido el desastre. Alexiévich se esfuerza por otorgar voz a quienes tradicionalmente no la han tenido y esta labor cobra sentido si se toma en cuenta el objetivo de compartir, a través de un texto, diferentes experiencias adversas acerca de un pasado, que ya forma parte de las personas. Este pasado es concebido por Heller como “…Una experiencia dolorosa que no exige una reflexión ulterior ya ha sido dejada atrás, no porque haya sido olvidada, sino porque ha sido integrada a la vida” (Heller, 1999, p. 69). En la obra de Alexiévich está presente un esfuerzo expresado en no olvidar lo ocurrido por la falla de un reactor nuclear en Chernóbil.

Así los aportes de Todorov y de Heller contribuyen a comprender con mayor profundidad lo expuesto por Svetlana Alexievich en Voces de Chernobil. Su obra polifónica reproduce un compendio de monólogos que constituyen todo un documental donde se escuchan las voces de artistas y periodistas, científicos e historiadores, y viudas y niños, entre otras figuras.3 Todos estos testimonios redundan en contestar la pregunta formulada por uno de los informantes de la autora, el historiador Alexandr Revalski:

¿Qué hace falta? Dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿La nación rusa será capaz de realizar una revisión de toda su historia de manera tan global como resultaron capaces de llevar a cabo los japoneses después de la Segunda Guerra Mundial?... (Alexiévich, 2015, p. 296).

Voces de Chernóbil se compone de un total de 41 monólogos alusivos a la historia en particular de las víctimas. Dichos testimonios se agrupan en tres partes:

A continuación se muestran dos cuadros acerca de la estructura de la obra.7



















Cuadro 1

Voces de Chernóbil:

Estructura de la obra según las versiones castellana e inglesa

Sección

Número de testimonios

Descripción

Preliminar


Nota histórica”

Una solitaria voz humana”

Entrevista de la autora consigo misma

Estos tres apartados son incluidos también en la versión inglesa.

Primera parte: “La tierra de los muertos”

9

Concluye con “El coro de soldados”

Segunda parte: “La corona de la creación”

14

Concluye con “El coro del pueblo”

Tercera parte: “La admiración de la tristeza”

18

Concluye con “El coro de niños” y con “Una solitaria voz humana”

Epílogo


Es diferente según sea la versión inglesa o castellana.


Fuente: Elaboración propia basada en: Alexievich, Svetlana. (2006). Voices from Chernobyl. The oral history of a nuclear disaster. New York: Picador. Alexiévich, Svetlana. (2015). Voces de Chernóbil. Crónica del futuro. Bogotá: Debolsillo.



Cuadro 2

Voces de Chernóbil:

Comparación de la obra según las versiones castellana y inglesa

Aspecto a comparar

Versión inglesa

(2006)

Versión castellana

(2015)

Subtítulo

La historia oral del desastre nuclear”.

Crónica del futuro”.

Sección preliminar

Incluye un prefacio a cargo del traductor Keith Gessen.

Inicia sin preámbulo alguno con: “Nota histórica”.

Epílogo

1-Considera que Soldados de zinc y Voces de Chernóbil tienen en común que ambas tratan de la muerte. En el caso del desastre nuclear, la zona de exclusión Aunque está separada del mundo forma parte de él y lo sucedido allí lo puede captar la literatura.

2-Como referente inmediato al momento de escribir acerca de Chernóbil, se tuvo en mente el texto escrito con antelación acerca de Afganistán, Soldados de zinc, donde el impacto de la destrucción fue más que brutal en una población sorprendida y atacada por armas extranjeras.

3-En el proceso de redacción de Voces de Chernóbil, la autora se valió de la recopilación de relatos realizada durante tres años; el tiempo necesario para tomar los criterios de soldados, médicos y científicos, entre otros.

4-Reconoce que los testimonios brindados por la gente no le son ajenos a la autora. Forman parte de su propia vivencia porque son compartidos.

5-Pese a la amenaza nuclear, con un arsenal de 350 bombas atómicas, la gente sufre otro tipo de guerras; las ocurridas en Armenia, Azerbaiyán, Tajiyistán y Chechenia.

6-Estas guerras explotaron en territorios que formaron parte de la Unión Soviética; su destrucción masiva ha dejado como saldo una gran cantidad de refugiados calculados en millones.


1-Chernóbil se ha convertido, dentro de la óptica del turismo, en la Meca Nuclear; es el espacio geográfico donde se practica el turismo nuclear, que por cierto tiene gran demanda por parte de Occidente. Esto porque la gente está a la espera de nuevas sensaciones más allá de lo conocido y lo divulgado por parte de los distintos medios de comunicación.

2-En Kíev, en una oficina turística, se ofrece un viaje al fin de visitar las aldeas muertas y Chernóbil. Los turistas pueden contemplar allí las casas abandonadas, las prendas ennegrecidas y, desde luego, los anuncios que promocionaban el comunismo soviético.

3-El punto más emocionante del recorrido de la visita lo constituye el sarcófago construido por los robots humanos. Por ser un destino tan especial; desafía cualquier otro destino imposible de ser superado.

4-Para poner punto final a la excursión, los visitantes se toman fotografías con un fondo muy particular: el muro levantado in memoriam de los bomberos, soldados y liquidadores que dieron su vida en Chernóbil. Dicha estructura está llena de grietas y custodia nada menos que los restos del magma candente con potencial suficiente para destruir la mitad de Europa.

5-Como broche de oro, se ofrece a los excursionistas comidas y bebidas fabricadas con productos ecológicamente puros. Eso sí, no se recomienda consumir los pescados de la zona prohibida ni tampoco tomar un baño en las aguas del lugar.

Fuente: Elaboración propia basada en Alexievich, Svetlana. (2006). Voices from Chernobyl. The oral history of a nuclear disaster. New York: Picador.

Alexiévich, Svetlana. (2015). Voces de Chernóbil. Crónica del futuro. Bogotá: Debolsillo.



Svetlana Alexiévich, antes de iniciar la primera parte, dedica unas pocas páginas a una nota histórica con el propósito de ubicar al lector en la geografía de Bielorrusia, el país más afectado por la explosión acaecida en Chernóbil en 1986; después de ser un territorio que había pasado inadvertido para la mayor parte del mundo, se llegó a conocer debido al desastroso efecto letal sobre 485 aldeas y más de una treintena de pueblos. Una de cada veinte personas habita en territorios contaminados con el agravante de la alta incidencia de cánceres (Alexiévich, 2015, p. 14). Todo esto fue producto de la radiación dispersa por todo el planeta: “Bastó menos de una semana para que Chernóbil se convirtiera en un problema para todo el mundo…”(Alexiévich, 2015, p. 15). Esta información preliminar se basa en fuentes como enciclopedias, dictámenes de centros de investigación y publicaciones periódicas

Una vez realizado este encuadre inicial, la autora comienza con el primer relato titulado “Una solitaria voz humana”; es posiblemente el más desgarrador de todos, trata de un bombero que marchó para hacerle frente a la explosión, Valisi Ignatenko salió del lecho matrimonial para enfrentar, al inicio del siniestro, unas llamas diferentes. Luego fue ingresado al hospital y se transformó progresivamente en un “reactor nuclear” para finalmente morir. Acto seguido se da paso a un segundo relato que consiste en una entrevista de la autora con ella misma, se abordan dos temas: a) la historia no contada y b) las implicaciones de Chernóbil. Ambos construyen una imagen acerca de cómo concebir el mundo y a la vez sirven para justificar el interés de la autora de escribir un texto de esta naturaleza, porque


Este libro no trata de Chernóbil sino sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras… (Alexiévich, 2015, p. 44).


Inmediatamente Alexiévich inicia con la presentación de los monólogos conformantes de la primera parte, nueve en total. Cabe anotar que al final de cada una de las tres partes se incorpora un tipo de relato un tanto particular: los coros a cargo de diferentes actores sociales. El correspondiente a la primera parte recoge los testimonios de los soldados; el de la segunda parte, los del pueblo; y el de la tercera corre por cuenta de los niños. Por su naturaleza, los relatos aquí desarrollados son de tipo colectivo y están escritos en primera persona del plural. A lo largo de todo el texto está presente el tono acre de aceptar lo ocurrido; los soldados, muchos engañados por las autoridades porque en vez de hacer frente a una guerra convencional, aquello fue una guerra atómica. El pueblo quedó desconcertado, una maestra de literatura asevera que los libros aplicados a la enseñaba acerca de la guerra quedaron cortos, porque ni siquiera dibujaban una idea sobre cómo enfrentar a un enemigo invisible al que no se le podía disparar; mientras tanto los niños hacían eco de las palabras de sus mayores cuando gritaban con desesperación: «…¡Rezad! Esto es el fin del mundo. Es el castigo de Dios por todos nuestros pecados» (Alexiévich, 2015, p. 378).

Al término del tercer coro, la escritora desarrolla un relato de gran interés titulado igual que uno anterior: “una solitaria voz humana”, trata del testimonio de Valentina Timoféyevna Ananasévich, una mujer que con amargura interior cuenta como en su fiesta de cumpleaños, su marido, Misha, marchó para nunca más volver en el estado que partió. En esta parte del texto la autora se esmera en manifestar su sufrimiento junto con el de su hijo, nacido con un mal congénito responsable de una malformación cerebral; Valentina se conmueve cada vez cuando visita a su retoño en un sanatorio ante las preguntas sin respuesta formuladas desde lo más íntimo de su inocencia.

Al final de la obra, Alexiévich desarrolla un epílogo bastante sugerente porque alude a la condición humana en lo referente a la comprensión y a la aprehensión de la historia. En esta breve sección de dos páginas se aborda el tema del significado de Chernóbil para la gente común.4



Una ciencia repudiada


¿Ha olvidado usted que antes de Chernóbil llamaban al átomo “el trabajador de la paz?; nos sentíamos orgullosos de vivir en la era atómica. No recuerdo que se temiera al átomo. Entonces todavía no temíamos al futuro. (Alexiévich, 2015, p. 342).


El despegue del desarrollo de la energía nuclear devino luego de concluida la Segunda Guerra Mundial, su banderazo de inicio marcó un hito en el potencial destructivo a escala monumental con las consecuencias letales por el lanzamiento de dos bombas en las ciudades japonesas de Hiroshima y de Nagasaki en agosto de 1945. Con este acontecimiento comenzó la carrera armamentista, basada en cuál país sumaba en sus haberes de su arsenal, al artefacto capaz de borrar de la faz de la Tierra a poblaciones enteras. En términos nucleares, primero fue Estados Unidos quien ostentó dicho título con rango monopólico; luego en 1949, la Unión Soviética realizó las primeras pruebas nucleares y, al término de dos décadas de la destrucción de las ciudades niponas, al menos cinco países contaban con dicha tecnología aplicada a la guerra. Para la década de 1960 la capacidad destructiva en manos de los dos grandes superpoderes, la URSS y EUA, llegó a su cenit. No en vano se concibió a esta época como atrapada en un endeble equilibrio del terror distintivo del orden bipolar. Posiblemente el hecho más emblemático de estos años lo constituyó la crisis de los misiles en 1962, momento en que el débil balance por el control de áreas de influencia se vio trastocado por la decisión de la URSS de instalar misiles en la isla caribeña de Cuba; país recién convertido al socialismo a partir del triunfo de la revolución comandada por Fidel Castro. Con este incidente se marcó un punto de inflexión y el mundo entero se percató, sin ningún tipo de ambages, que vivía bajo la amenaza de un cataclismo de dimensiones monstruosas, sin precedentes en la historia de la humanidad, ocasionado por el posible estallido de una guerra nuclear. Gabriel García Márquez exhortaba al público acerca de ese peligro inminente, en un discurso pronunciado en agosto de 1986, cuatro meses después del desastre de Chernóbil,


Un minuto después de la última explosión, más de la mitad de los seres humanos habrá muerto, el polvo y el humo de los continentes en llamas derrotarán a la luz solar, y las tinieblas absolutas volverán a reinar en el mundo. Un invierno de lluvias anaranjadas y huracanes helados invertirá el tiempo de los océanos y volteará el curso de los ríos, cuyos peces habrán muerto de sed en las aguas ardientes, y cuyos pájaros no encontrarán el cielo… (García Márquez, 1986, p. 1055).


La energía nuclear con fines bélicos contó entre sus paladines no solo a las potencias que ejercían el control directo o indirecto desde la Segunda Guerra Mundial sino también encontró gobiernos dispuestos a no escatimar recursos ni esfuerzos en poseer las bombas atómicas. No resultó extraño en aquel entonces, en el decenio de 1970, encontrar a países pobres como la India y Pakistán dispuestos a poseer las suyas para hacer valer sus diferencias en torno a sus conflictos limítrofes. Paulatinamente el solo hecho de contar con este artefacto de destrucción masiva, capaz de barrer poblaciones a la vuelta de cinco minutos, se convirtió en objeto de intimidación frente al enemigo más próximo, como lo fue en el caso de estos dos países vecinos asiáticos en mención.

Aparte del uso de la energía atómica dedicado a la guerra, también se desarrollaron, durante la Guerra Fría, programas dirigidos a la obtención de electricidad. Este era el uso civil más generalizado. La planta Vladimir Ilich Lenin ubicada en Chernóbil fue uno de esos ejemplos de la utilización de la energía a partir del empleo del átomo para la paz –según se promocionaba–. Se consideraba el peligro nuclear solo al asociado con las bombas, sin más. La edificación fue levantada en 1970 y su promesa era convertir a Chernóbil y específicamente a Prípiat –construida en el mismo año– en una ciudad modelo del gobierno soviético, y de paso, proveer de un foco de desarrollo en el norte de Ucrania; en esa urbe satélite ubicada a dos kilómetros de Chernóbil vivían unas cuarenta mil personas. Los cuatro reactores conformantes de la planta contaban con capacidad de generación de 4.000 megavatios; para 1986 la URSS contaba con catorce centrales nucleares (Judt, 2012).

Fue en la madrugada del 26 de abril de 1986 cuando las autoridades de la central nuclear de Chernóbil iniciaron con la implementación de un experimento, se trataba de simular una reducción de la electricidad para medir la capacidad del cuarto reactor; sin embargo, tal acción resultó un fiasco de consecuencias dantescas, el núcleo del reactor se recalentó y explotó, al principio se generó un gran incendio imposible de apagar con agua, que se prolongó por diez días. Con este accidente se empezó a cuestionar aquella visión prevaleciente promotora del uso civil de la energía nuclear, «¡Átomos para la paz: [capaces de brindar] calor en cada hogar!» (Alexiévich, 2015, p. 160). Se contaba con una visión idílica de la plantas nucleares con uso pacífico, “…En la escuela en el instituto, nos enseñaban que eran unas fantásticas «fábricas que producían energía sacada de la nada», donde trabajaban unas personas con batas blancas que apretaban botones (Alexiévich, 2015, p. 285).

Según la sabiduría popular, esta energía proveniente de la nada era totalmente diferente a la responsable del desastre sucedido en Hiroshima y en Nagasaki. La Unión Soviética hacía alarde de contar con los mejores científicos del planeta, con formación en física, como encargados de la operación de estas centrales; eran como dioses cohabitantes de centros de tecnología de punta. No es fortuito entonces que se pregonara que Chernóbil dispusiera de un nivel de seguridad tan alto que la central podría haberse construido en la Plaza Roja junto al Kemlin (Alexiévich, 2015, p. 147).

Pese a que las centrales soviéticas se vanagloriaban de ser las más seguras del mundo, algunos se mostraban dubitativos porque la planta de Chernóbil fue construida en dos o tres años; en cambio, los japoneses hubieran tardado unos doce años para levantar una estructura similar (365). Otros además no tuvieron reparo en aseverar que esa central ni siquiera disponía de un físico nuclear entre la planilla de los directores (365). En este mismo sentido las críticas acerca de este modelo de gestión no se hicieron esperar; para el historiador Alexandr Revalski, entre los operadores de Chernóbil se contaban muchos campesinos que luego de laborar en el reactor por las mañanas, labraban sus campos por las tardes, sobre todo en el cultivo de papas. Había por tanto una carencia de especialización de las actividades propias de una central nuclear (Alexiévich, 2015, p. 294).

Lo acaecido en abril de 1986 fue el desenlace fatídico de algo que ya había sido advertido por los informes de la KGB de 1982 y de 1984; en ambos se ponían en evidencia las deficiencias de los reactores III y IV. Con la explosión del último reactor, las autoridades trataron de minimizar la magnitud del evento, en parte porque: a) se contaba con más centrales atómicas a lo largo y ancho de ese país multinacional y b) porque el régimen político imperante tenía como práctica ocultar la información de lo sucedido en sus tierras (Judt, 2012). No era la primera vez que se registraban explosiones en la URSS. En 1957, en el enclave secreto de Cheliabinsk-40 ubicado en los Urales, cercano a Ekaterinburgo, ocurrió otro accidente causante de arrojar residuos altamente peligrosos cuantificados en setenta y seis millones de metros cúbicos que dejó inutilizada una gran cantidad de territorios. De este desastre, responsable de la evacuación de diez mil personas, Occidente tuvo noticia décadas después (Judt, 2012). La divulgación de este tipo de catástrofes fue duramente castigada por el régimen, no en vano se censuró la producción académica entera del disidente Zhores Medvedev, un científico que por medio de sus publicaciones ponía en evidencia las secuelas del accidente de los Urales (Service, 2010).

Cuando en aquella madrugada de primavera se desató la “lluvia caliente” el cielo se iluminó de todos los colores (Alexiévich, 2015, p. 349), pocas horas después generó, entre los pobladores más cercanos, una sensación de paladar amargo producida por el yodo radioactivo. Luego arribaron batallones enmascarados a Prípiat –el poblado donde residían los trabajadores de Chernóbil– su tarea básica era lavar las calles. Prípiat fue evacuada tardíamente luego de 36 horas de ocurrido el desastre; con el agravante de dejar a la deriva a unos dos millones de bielorrusos que habitaban en tierras contaminadas (Alexiévich, 2015, p. 212). Se calcula que esa urbe volvería a ser habitable de nuevo dentro de 25.000 años, cuando sus condiciones permitan dar abrigo y alimento a lombrices y abejas; mientras tanto permanece como un espacio envenenado donde las autoridades de entonces decidieron enterrar viviendas enteras y sepultar la tierra contaminada con la tierra sana, obviando todo tipo de normas de precaución. El efecto es de alcance monumental, de ahí que


Cuando sólo los historiadores se acuerden de la URSS, todavía subsistirán las huellas de su capacidad nuclear. Algunos residuos nucleares y una parte de las secuelas radioactivas de Chernóbil serán mortales durante 24.000 años –la marca humana más duradera, probablemente del siglo XX y la hipoteca más larga para el futuro impuesta hasta el momento por cualquier generación humana (Mc.Neil, 2011, p. 376).


No faltaron quienes ante el cataclismo responsabilizaron a una conspiración proveniente del centro del capitalismo mundial o a los extraterrestres (Alexiévich, 2015, p. 329). La explosión arrojó a la atmósfera veinte millones de curios de material radioactivo con una potencia que superaba a las bombas de Hiroshima y de Nagasaki. Los efectos de este desastre dejaron secuelas irreversibles; los sobrevivientes fueron los testigos de una Tercera Guerra Mundial de carácter nuclear y sus testimonios han sido aterradores, todos coincidentes en un punto: se derrumbó la física de los científicos altamente connotados, los otrora semidioses empezaron a ser vistos como ángeles caídos (Alexiévich, 2015, p. 329); la era del esplendor de la física soviética acababa de concluir con Chernóbil (Alexiévich, 2015, p. 307).

Para Luidmila, la esposa de Vasili Ignatenko un bombero que acudió a cumplir su deber con celeridad, apenas iniciaba el incendio en la central, era indignante que su marido, una vez hospitalizado en Moscú, le tomaran fotografías desnudo; el objetivo de los médicos consistía en ofrecer insumos a la ciencia. La ciencia no la auxilió en nada: Vasia falleció al cabo de catorce días y la hija que Luidmila llevaba en su vientre solo contó con cuatro horas de vida; nació con cirrosis y con una lesión cardiaca. Esta madre tuvo que hacer valer su derecho de reclamación del cuerpo de su retoño inerte, porque la autoridad se mostró reacia a entregársela en razón de una directriz de utilizar este tipo de evidencias para el estudio científico. La viuda de Vasia rememoraba este episodio así:


¿Cómo que no me la vais a dar? ¡Soy yo quien no os la voy a dar a vosotros! ¡La queréis para vuestra ciencia, pues yo odio vuestra ciencia…! ¡La odio! Vuestra ciencia fue la que se lo llevó y ahora aún quiere más. ¡No os la daré! La enterraré yo misma. Junto a su padre… (Alexiévich, 2015, pp. 38-39).


De igual manera, con un ánimo de darle un giro a los pocos días que le restaban de vida, un liquidador sobreirradiado se dirigía a su esposa y a su hijo diciéndoles: «Si sobrevivo, adiós a la química y a la física. Dejaré la fábrica. Sólo trabajaré de pastor» (Alexiévich, 2015, p. 386).

Vasili Borisovich, el exdirector del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Bielorrusia, al observar en la ciudad de Kiev los convoyes de niños procedentes de Prípiat, se preguntaba: “…¿a quién le hace falta una física así? ¿Una ciencia como esta? Sin tan alto ha de ser su precio” (Alexiévich, 2015, p. 365).


Un cambio de vida inevitable

Para algunos Chernobil es metáfora. Un símbolo. En cambio para nosotros es nuestra vida (Alexiévich, 2015, p. 324).

Prípiat era un pueblo agrícola dedicado al cultivo de papas, ayotes y hortalizas. Sus pobladores esperaban las primeras lluvias de cada año para sembrar, luego de preparar los campos durante los meses anteriores. Esta forma de ganarse el sustento diario fue modificada a raíz de que el cielo se iluminara en aquella madrugada de abril de 1986; los ricos suelos se envenenaron y dejaron de ser el hábitat de abejones y lombrices. Para muchos la ausencia de estos pequeños seres vivos constituye el signo más evidente de que algo fuera de lo común había sucedido; aunque algunas familias se aferraban a no hacer abandono de sus fincas y granjas cuando se dio la orden de evacuación.

De igual manera, paulatinamente corrieron las autoridades a informar acerca de la posibilidad de consumir los artículos producidos a la región. Resulta conmovedor el testimonio de la inspectora de servicio para la protección de la naturaleza quien narra la forma en que se le autorizara ingerir leche a una adulta mayor cuando preguntaba:


Hijos míos, decidme: ¿me puedo tomar la leche de mi propia vaca?

Nosotros con la mirada clavada en el suelo: nuestras órdenes eren recoger datos, pero no relacionarnos demasiado con la población.

El primero en salir del paso fue el sargento:

Abuela, ¿cuántos años tiene?

Ochenta ya tendré, y más. Los papeles se me quemaron durante la guerra.

Entonces, bébala, abuela (Alexiévich, 2015, p. 290).

Se perdió el bosque, el campo, la casa y la vaca; con la explosión se dio un “golpe colosal contra la psique humana” (Alexiévich, 2015, p. 375). Con nostalgia las gentes dejaban toda una vida atrás, para nunca más volver. Así se despidió una abuela de sus cosas, según relata uno de sus nietos:

Le pidió a papá que sacara del desván un saco de grano y lo esparció por el jardín: «Para los pajarillos de Dios». Recogió en un cesto los huevos y los echó al patio: «Para nuestro gato y para el perro». Les cortó unos trozos de tocino. De todos los saquitos echó las simientes: de zanahoria, de calabaza, de pepinos, de cebolla. De diferentes flores. Y las espació por el huerto: «Que vivan en la tierra». Luego le hizo una reverencia a la casa. Se inclinó ante el cobertizo. Recorrió los manzanos y los saludó a cada uno (Alexiévich, 2015, p. 381).


Los efectos del desastre también se perciben en la población. A la gente le daba miedo vivir allí, a algunos les suministran dosímetros para medir la radiación y pese a que la ropa que vestían esté reluciente de limpieza, el dispositivo diseñado para medir la radioactividad registraba altos niveles en el ambiente. Una de las voces del coro del pueblo afirma que sus dos niños asisten diariamente a los hospitales y en ellos las madres se disputan el baño para ir a llorar, en la privacidad fuera de las salas de espera (Alexiévich, 2015, p. 259).

Quienes salieron de Prípiat tuvieron una suerte incierta que inició tardíamente con la evacuación a las treinta y seis horas de ocurrida la explosión, cuando arribaron buses Ikarus de fabricación húngara para trasladar a familias enteras. Así se inauguró un capítulo inédito que aún es rememorado por la población movilizada,


Desde los primeros días sentimos sobre nuestra propia piel que nosotros, la gente de Chernóbil, éramos unos apestados. Nos tenían miedo. El autobús en que nos evacuaron se detuvo durante la noche en una aldea. La gente dormía en el suelo en la escuela, en el club. No había donde meterse. Y una mujer nos invitó a ir a su casa. «Vengan, que les haré una cama. Pobre niño.» Y otra mujer, que se encontraba a su lado, la apartaba de nosotros: «¡Te has vuelto loca! ¡Están contagiados!» (Alexiévich, 2015, p. 269).


Un niño evacuado de la zona prohibida a otro poblado, al asistir a la escuela recibió el mote de “la luciérnaga”, como si fuese el “erizo de Chernóbil” (Alexiévich, 2015, p. 269). En términos numéricos las dimensiones del desastre fueron monumentales, luego de que se ampliara el radio de la zona prohibida:


A principios de junio de 1986 se descubrieron “zonas calientes” fuera de la zona acotada de 30 km, lo que desembocó en la evacuación de otras 20.000 personas. A finales de 1986, unos 116.000 habitantes de 188 asentamientos habían sido evacuados así como 60.000 cabezas de ganado y otros animales de granja. Se pusieron a disposición de estas personas miles de apartamentos en núcleos urbanos y se construyeron 21.000 nuevos inmuebles en zonas rurales para alojar a los evacuados, aunque había gente distribuida por toda la Unión Soviética… (Meybatyan, 2014, p. 63).


Todo esto fue parte de algo desconocido hasta entonces; la radiación no tenía olor, color ni forma, mas sin embargo, como lo dice la directora del teatro, Lilia Mijáilovna: “nosotros cambiamos física y psicológicamente” (Alexiévich, 2015, p. 334). Este cambio era perceptible también por familias que se fueron a vivir a Kiev. A su barrio se le llama: “calle de Chernóbil” (Alexiévich, 2015, p. 42).

Es común además que, cuando arribaron misiones de ayuda humanitaria a las poblaciones damnificadas, los infantes rodeaban a los personeros y les imploraban: “¡Hola, Hola! Somos niños de Chernóbil! ¿Qué nos han traído? Dennos algo…!” (Alexiévich, 2015, p. 367). Con este llamado de misericordia, no es del todo extraño que los efectos de lo sucedido en ese sitio de la Unión Soviética sean vistos por algunos como un “muro de los lamentos” (368), como una versión del juicio final o como el mismo fin del mundo (Alexiévich, 2015, p. 378). Los desplazados a otras partes de la geografía europea empezaron a ser tratados como etíopes, es decir, como una población desahuciada y casi indeseable habitante de jaulas humanas llamadas villas (Alexiévich, 2015, p. 375).

Aparte de ser un golpe siniestro contra la especie humana, Chernóbil también significó un cataclismo para los animales, Zoya Danílovna Bruk, inspectora del Servicio para la Protección de la Naturaleza manifestaba con asombro: “Después de Chernóbil… En una exposición de dibujos infantiles vi uno en que una cigüeña camina por un campo negro en primavera. Y una nota: «A la cigüeña nadie le dijo nada»…” (Alexiévich, 2015, p. 287).

Algunos niños recordaban la acción destacada de los soldados ocupados en lavar las casas y los tejados; sin embargo, reprochaban que a los animales del bosque y al propio bosque nadie lo lavó; todos estos seres vivos morirían porque no se les prestó atención.

Probablemente las palabras de un operador de cine, Serguéi Gurin, resulten aún más significativas. Luego de mostrar un filme a niños acerca de lo acaecido aquella madrugara de primavera de abril, preguntó si había alguna duda; entonces un joven preguntó acerca de si se ayudó al resto de los animales que habitaban la región. La respuesta fue el silencio; sin embargo, luego de esta escena comprometedora para el expositor, él medita lo siguiente:

Y no pude contestarle. Nuestro arte solo trata del sufrimiento y del amor humano y no de todo lo vivo. ¡Solo del hombre! No nos rebajamos hasta ellos, los animales, las plantas. No vemos el otro mundo. Porque el hombre puede destruirlo todo. Matarlo todo… (Alexiévich, 2015, p. 179).

En su reflexión prosigue y agrega, con cierto hálito de admiración por alguien que vivió en el siglo XIII y que sí supo desentrañar los misterios de los otros seres vivos:

En cambio san Francisco predicaba a las aves. Hablaba con los pájaros de igual a igual. ¿Tal vez los pájaros hablaban con él en su lengua y no fue él quien se rebajó hasta ellos? Él comprendía su lenguaje secreto. (Alexiévich, 2015, p. 181).

El cambio de vida significó la muerte para los liquidadores y los bomberos; la destrucción de los árboles y de los animales del bosque que nadie pudo salvar. Para otros la catástrofe nuclear fue el equivalente a convertirse en desplazados de un día para otro; arribaron a otras tierras –que por cierto los recibieron con reservas y rechazo­– por proceder de un lugar envenenado; de ahí que se les mirase como leprosos, portadores de un mal contagioso. Para los habitantes de Prípiat, resulta cada vez más claro dicho cambio; antes vivían “en una sociedad feliz […] Ahora, en cambio, nos han borrado de la historia como si no hubiéramos existido. (Alexiévich, 2015, p. 345).

En palabas de Liudmila Dmítrievna Polénskaya, una maestra rural, esto tiene su explicación en que “No solo se ha “contaminado” nuestra tierra, sino también nuestra conciencia. Y también por muchos años.” (Alexiévich, 2015, p. 312). Su testimonio considera que Chernóbil se hallaba más allá de Auschwitz, en un lugar en donde se percataron que la especie humana no es necesaria.



Los ecos del gulag

vivimos en un gulag, en el gulag de Chernóbil… (Alexiévich, 2015, p. 313).

Las palabras anteriores corresponden a una funcionaria de una biblioteca quien con cierta dosis de estoicismo, se resigna a vivir en un mundo donde Chernóbil está en todas partes; marcó la vida en todo el sentido de la palabra porque para esa maestra rural, la contaminación causada por la explosión de la central nuclear caló en la conciencia misma (Alexiévich, 2015, p. 312).

Todo empezó con el proyecto soviético de conducir a la humanidad a la felicidad con mano de hierro (Alexiévich, 2015, p. 296); fundamentada en la esencia del paganismo soviético basado en una mentalidad de tipo carcelario (Alexiévich, 2015, p. 295) en la que predominaba el engaño, el secretismo y la corrupción. El testimonio de uno de los primeros bomberos sobreirradiados resulta revelador cuando al salir de su habitación le dio instrucciones a su esposa diciéndole: “…Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Vendré pronto” (Alexiévich, 2015, p. 20). A Vasili Ignatenko sus superiores le mintieron porque en realidad lo ocurrido fue una explosión iniciada por el recalentamiento de reactor número cuatro en vez de una simple conflagración. El bombero Vasili afrontó su deber sin tomar las previsiones para atender el percance. Cuando fue víctima del calor extremo, el gobierno lo trasladó a Moscú sin que su esposa se diera cuenta. Se incurrió en el engaño porque so pretexto de disponer de ropa para el herido, se le comunicó a su compañera que fuera a su casa para proveérsela a su marido; cuando ésta llegó Vasili había sido colocado en una camilla con destino a la ciudad capital de la URSS.

Poco tiempo después, se reclutó a jóvenes para acampar, al menos ese era el mensaje para atraer sus voluntades con el anuncio “…No quieres ir a un campamento cerca de Minsk durante unos veinticinco días?...” (Alexiévich, 2015, p. 271). Quienes allí acudieron se les entregó la indumentaria de invierno: capote y gorro, pese a que estaban en verano. El lugar del campamento no era la ciudad capital de Bielorrusia, era Chernóbil; y tampoco eran tres semanas sino medio año. El único incentivo era el estímulo de una promesa de recibir un salario seis veces mayor si accedían a laborar como robots contiguo al reactor siniestrado (Alexiévich, 2015, p. 272).

El secretismo fue también clave porque las autoridades dosificaron la información suministrada a la gente de a pie. Una vez ocurrida la explosión desaparecieron de las bibliotecas los textos que versaban acerca de la radioactividad, incluyendo los correspondientes a los “rayos x”. Al principio solo Radio Svodova se había atrevido a transmitir noticias, a una población cada vez más permeable y receptiva a la divulgación de fuentes informativas alternativas, acerca de la explosión responsable de provocar “aquella lluvia caliente de abril” (Alexiévich, 2015, p. 349). Los pobladores no leían el periódico oficial Pravda, sino que devoraban con ímpetu las páginas de la revista Ogoniok, publicación portadora de una ampliación de la libertad de expresión al mejor estilo de lo demandado por la Perestroika.

Empero en Prípiat y en Bielorrusia no se giró la voz de alarma por parte de las autoridades. Mientras tanto en el resto de Ucrania se había informado a la población (Alexiévich, 2015, p. 342). El director del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Bielorrusia subestimaba lo acaecido y sus declaraciones eran enfáticas en afirmar que se trataba de tan solo de un simple incendio, no obstante la realidad era otra; el desastre había alcanzado proporciones mayúsculas, al lanzar miles de millones de partículas radioactivas, equivalentes a 350 bombas lanzadas en Hiroshima. Las autoridades trataron de ocultar lo sucedido al igual que lo habían hecho en Chiábinsk-40 en los años cincuenta. Así, “…La ciencia estaba al servicio de la política…( Alexiévich, 2015, p. 357).

Había un interés por insistir a la gente de algo habría de morir; para así no entrar en detalles relativos al impacto letal provocado por la radiación. Era más cómodo brindar explicaciones caseras y sencillas encaminadas a inculcar la idea de que cualquier persona podía perecer por un simple resfrío o por una caída en el corredor de su casa (Alexiévich, 2015, p. 361). Para evitar la generación del pánico se optó por no hacer entrega de mascarillas a los tractoristas liquidadores encargados de dar sepultura a las casas (Alexiévich, 2015, p. 364). Con asombro Natalia Arsénievna Roslova presidenta de un comité de mujeres asevera:“…cuando en la botellas de leche aparecieron las etiquetas: «Leche para niños» y «Leche para adultos». Entonces, sí que nos dijimos: ¡aquí está pasando algo! Algo se nos está viniendo encima.” (Alexiévich, 2015, p. 371).

La población formuló preguntas; las respuestas nunca llegaron y la duda se apoderó de la colectividad en los momentos más dolorosos. Con ocasión de la sepultura de un bombero, de cara al último adiós de sus seres queridos, se prohibía hablar con los dolientes de lo sucedido, como le sucedió a quienes acompañaron el féretro de Vasia, uno de los primeros bomberos fallecidos:

En el cementerio nos rodearon los soldados. Marchábamos bajo escolta, hasta el ataúd. No dejaron pasar a nadie para despedirse de él. Solo los familiares… Lo cubrieron de tierra en un instante.

¡Rápido, más deprisa! –ordenaba un oficial. Ni siquiera nos dejaron abrazar el ataúd.

Y, corriendo, a los autobuses. Todo a escondidas.

[…] Al día siguiente, en todo momento estuvo con nosotros un hombre vestido de civil, pero con modales de militar; no me dejó salir del hotel siquiera a comprar comida para el viaje. No fuera a ocurrir que habláramos con alguien; […] Como si en aquel momento hubiera podido hablar, ni llorar podía (Alexiévich, 2015, p. 37).

El sistema político se cercioraba de que quienes colaboraron en las acciones relativas a lavar o enterrar, no contaran lo vivido. Al respecto un servidor, frustrado por el injusto trato recibido en su empleo, alude en su relato a la forma en que se le marginó de la sociedad cuando se prescinde de sus servicios,

Nos hicieron firmar que mantendríamos el secreto. He callado.

Y si me hubieran dejado hablar, ¿a quién se lo podría haber contado? Inmediatamente después del ejército me convertí en inválido de segundo grado. El jefe del taller me decía: «Para de estar enfermo, porque te voy a echar». Me echaron. Fui al ver al director.

No tiene usted derecho. He estado en Chernóbil. Os he salvado.

Si no fuera por mí…

Nosotros no te mandamos. (Alexiévich, 2015, p.132).

Mediante el empleo de estos recursos se silenció también a los soldados provenientes de Afganistán, un conflicto con una duración de diez años (1979-1989) en el que el Ejército Rojo salió derrotado. El silencio también se le impuso de forma encubierta al mismo a Mijail Gorbachov cuando al principio hubo una negativa de ponerlo al tanto sobre el desastre de gran proporción. Service (2010) indica al respecto que los primeros informes dirigidos al secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) “…fueron casi tan terribles como el desastre humano y natural provocado por el accidente…” (Alexiévich, 2015, p. 414). El máximo dignatario de la URSS al principio ignoraba la magnitud del desastre, y sus colaboradores más cercanos tampoco contaban con una visión de conjunto de lo sucedido, hasta que los suecos, anonadados por el aumento en el nivel de radioactividad en la atmósfera, dieron parte a las autoridades de los países que poseían centrales nucleares. De esta forma la comunidad internacional tuvo noticia del desastre cuando la nube radioactiva ya había avanzado por Bielorrusia y Polonia Oriental; en tanto que el Politburó enfrentaba serias dificultades para recibir datos fidedignos. Paradójicamente, pese a que la glasnost promovía la transparencia y la apertura en la información, convertida casi en libertad de expresión, como señala Geoffrey Hosking (2014), con Chernóbil todo fue en vano. La glasnost, dentro de un proceso de desentierro de la sociedad civil, promovía tres aspectos: la posibilidad de crear debate en torno a temas muchas veces dispares, la recuperación de los valores a nivel nacional y una concienzuda revisión de la historia para así esclarecer lo sucedido a partir de 1917. Aunque se hubiera insistido en que la glasnost hizo su “aparición estelar” con el tratamiento informativo de lo sucedido en Chernóbil, esto es solo un convencionalismo muy lejano de la realidad (Taibo, 2010).

En un primer momento, como se indicó con antelación, los personeros encargados de la planta atómica ni siquiera tuvieron la deferencia de dar parte al mismo Gorbachov. Todavía persistía el lastre del estalinismo palpable en una combinación de indisciplina, manipulación organizativa, falta de información y negligencia (Service, 2010). Un físico colaborador del Instituto de Energía Nuclear temía que se le abriera una causa penal o que lo recluyeran en un hospital psiquiátrico debido a su labor divulgativa en poner en evidencia los peligros inminentes asociados al desastre,

Porque estas son las reglas del juego: si no satisfaces los deseos de tus superiores, no ascenderás en el cargo, no conseguirás tal viaje de descanso, tal dacha. Hay que caer bien. De haber seguido viviendo en el mismo sistema cerrado de antes, tras el telón de acero, la gente seguiría instalada hasta hoy pegada a la central. ¡La habrían declarado zona secreta! (Alexiévich, 2015, p. 360).

En un segundo momento, probablemente Gorbachov fue cómplice del engaño cuando se dirigió a su pueblo con estas palabras: “…«No se preocupen camaradas, la situación está bajo control. Es un incendio, un simple incendio. No es nada grave. Allí la gente vive, trabaja» (Alexiévich, 2015, p. 255). Por eso algunos se inquietaron al volver a ver la actitud de los gobernantes porque:


No solo nos engañaron, las autoridades, tampoco nosotros queríamos saber la verdad. En algún lugar… En lo más hondo de nuestro subconsciente… Ahora, claro está, no queremos reconocerlo, nos resulta más agradable reñir a Gorbachov. Echar la culpa a los comunistas. Ellos son los culpables y nosotros los buenos. Las víctimas. (Alexiévich, 2015, p. 312).


No faltaron también los reproches que reclamaban la verdad que auguraban, insertos en un aire democratizador para tener un acceso a la información, no solo era urgente la aclaración de lo sucedido con la explosión del reactor sino también la situación real con el futuro del país entero: En los periódicos… Por la radio, por la televisión no paraban de gritar: «¡Queremos la verdad, la verdad!» […] Las cosas están mal, muy mal. ¡Muy mal! ¡Pronto moriremos solos! ¡Desaparece una nación!” (Alexiévich, 2015, p. 342).

El hundimiento de la Unión Soviética fue casi que inevitable, así lo puso en evidencia el fallo garrafal del accidente de Chernóbil, que junto con la conjunción de otros factores del orden subjetivo y político, provocaron el derrumbe inminente,

El imperio soviético se hundió como el de los Romanov, de arriba abajo. Su profundo distanciamiento de los fallos y las hipocresías de las pretensiones soviéticas condujeron a las elites a una defección casi total del régimen del partido en 1991… (Burbank y Cooper, 2012, p. 586)

En el mismo sentido un fotógrafo, Víktor Latún, ofrece su testimonio con tono cáustico acerca del significado mismo de la hipocresía de las elites gobernantes: “…Nuestros políticos son incapaces de pensar en el valor de la vida…” (Alexiévich, 2015, p. 328). Quienes tenían las riendas del Estado ni siquiera se ocuparon de abastecer los hospitales de jabón y de cepillos de dientes. Las víctimas como Vasili Ignatenko quedaban al amparo del suministro de esos artículos de aseo personal por parte de sus familias; aspecto que confirma lo expuesto por Judt (2012) cuando asevera que “…todos los regímenes socialistas dependían del control centralizado de una escasez sistemática inducida…” (p. 896).

De acuerdo con Gabriel Jackson (1997), en el tiempo mediano por su estructura económica, quienes trazaron los derroteros de la Unión Soviética, centraron su énfasis en la producción de bienes orientados hacia la guerra, aspecto que les dio réditos suficientes para levantar la imagen de una potencia mundial, como sucedió en plena Guerra Fría durante los decenios de 1970 y 1980, cuando entre el 20 y el 40% de la clase trabajadora estaba ocupada de lleno en la actividades ligadas con la manufactura de armamento. Quedaba pendiente la motivación para hacer crecer la economía con vigorosidad en los tiempos de paz; aunque,

Puede que los soviéticos, duros e inflexibles, hubieran conseguido mediante esfuerzos titánicos levantar la mejor economía del mundo al estilo de 1890 […] pero ¿de qué le servía a la URSS que a mediados de los años ochenta produjera un 80 por 100 más de acero, el doble de hierro en lingotes y cinco veces más tractores que Estados Unidos, si no había logrado adaptarse a una economía basada en la silicona y en software?… (Hobsbawm, 1996, pp. 250-251).

Aunado a lo anterior, en el criterio de Jane Burbank y Frederick Cooper (2012), las deficiencias en el abastecimiento de artículos de primera necesidad en el mundo socialista, llevaron al traste el proyecto socialista:

el monopolio estatal del sistema económico soviético, aunque útil en tiempos de guerra y beneficioso a la hora de dirigir los recursos hacia las empresas militares y científicas y al sistema educativo soviético, demostró que era incapaz de generar una producción suficiente en cantidad y en calidad que satisficiera las nuevas necesidades de la gente… (p. 84).

Aparte del desabastecimiento de artículos básicos, se carecía de protección para la defensa civil (Alexiévich, 2015, p. 369); como muestra un botón: las máscaras antigás instaladas en las escuelas, con sus vetustos modelos anteriores a las Segunda Guerra Mundial, no correspondían siquiera a la talla de los infantes. (Alexiévich, 2015, p. 366).

De la mano de estos manejos infructuosos, la corrupción, carcomía el sistema soviético, muy notoria en detalles tan simples como el obsequio de un perfume francés a los funcionarios para que una esposa pudiera entrar al hospital y visitar a su marido irradiado. También algunos inescrupulosos no tuvieron reparo en vender artículos contaminados, además de remunerar con una paga de 50 rublos por viaje, a quien transportara tierra radioactiva a sitios no autorizados (Alexiévich, 2015, p. 352). Esto sin contar las pingües ganancias de aquellos que se aprovecharon de vender café, carnes ahumadas y cítricos; todos estos productos de origen gratuito constituían la ayuda humanitaria procedente de otras repúblicas (Alexiévich, 2015, p. 291).

De una u otra manera, aunque parezca contradictorio, lo sucedido a raíz de la explosión de abril de 1986 sirvió como excusa para retroceder el tiempo y volver a los tiempos del racionamiento típico de la guerra; esta vez inmersa en las condiciones nada ventajosas para la población derivadas por la puesta en marcha de la reestructuración económica denominada Perestroika,

Chernóbil representó un respiro para nuestro sistema, un poder que se diría agonizante. De nuevo vino la época de las medidas extremas. La redistribución. El racionamiento. Como antes, que nos metían en la cabeza eso de «si no hubiera habido guerra», entonces también surgió la posibilidad de achacarlo todo a Chernóbil. […] «Oh, que dolor! Dennos algo. Por caridad. Para que haya algo que repartir»… (Alexiévich, 2015, pp. 374-375)

Dichas prácticas orientadas a la dosificación de la escasez formaron parte del proceso del declive económico de la URSS durante los años ochenta. Aunadas a la derrota de la carrera armamentista, resultante de la insistencia soviética de establecer un alto al arsenal nuclear; y al impulso democratizador de la perestroika y la glasnost, proponentes de la reforma económica y la transparencia de la información. Ambas medidas, en el criterio de Serhii Plokhy (2015), fueron las responsables de la quiebra del ideal comunista y de la consiguiente implosión soviética. La legalización de las empresas privadas para que complementaran la economía planificada, tuvo dos efectos nefastos en la sociedad soviética. Primero, los recursos estatales acabaron encausándose al sector privado con el agravante que los consumidores no tenían suficientes medios para comprar los artículos de primera necesidad. Segundo, se puso en peligro el suministro de los alimentos básicos en las urbes más importantes, empezaron los racionamientos para obtener lo indispensable (Hosking, 2014). Recuérdese que aproximadamente una quinta parte de consumo calórico de la población provenía de importaciones masivas de cereales procedentes del mundo occidental.

En su conjunto, entre las reacciones generadas por las adversidades anteriores, algunos han caído en el escepticismo y en el silencio, según Alexiévich los varones se caracterizaban por hablar poco:

A veces los encontramos. Pero estos hombres no hablan de Chernóbil, sino que te cuentan cómo los han engañado. Les preocupa saber si recibirán todo lo que les corresponde y si otros no recibirán todo lo que les corresponde y si otros no recibirán más que ellos. Nuestro pueblo siempre tiene la sensación de que lo están engañando. En todas las etapas del gran camino. Por un lado, nihilismo, la negación, y por otro, el fatalismo. No creen en las autoridades, ni a los científicos, o a los médicos […] Gente inocente y desvalida. Han hallado el sentido y la justificación de cuanto ocurre en el propio sufrimiento, lo restante parece no tener importancia. (Alexiévich, 2015, p. 374).


En suma, en el gulag las condiciones de vida fueron un collage de sufrimientos padecidos por la población en donde se puso de manifiesto el poder brutal del lastre del estalinismo. Por eso Vasili Borísovich señala que es imperiosa la misión de brindar cuentas de lo sucedido en 1986, al igual de también dar la cara por las purgas de Stalin que alcanzaron su cenit en 1937, cuando el terror se apropió del destino de los soviéticos; en ese año se dio el máximo despliegue de las purgas que a su paso barrieron con los humildes y también con los no militantes del partido. Mientras tanto, el coro del pueblo que no dudaba en aseverar, con respecto a Chernóbil: “…nosotros siempre hemos vivido sumidos en el terror; sabemos vivir en el terror; es nuestro medio natural de vida.” (Alexiévich, 2015, p. 253).



El heroísmo de los soldados de fuego al servicio de un imperio en agonía

«…CHERNÓBIL: TIERRA DE HÉROES», «EL REACTOR HA SIDO DERROTADO»(Alexiévich, 2015, p. 151).


Las palabras anteriores forman parte de los titulares de los periódicos a propósito de destacar las acciones heroicas encaminadas a controlar la explosión de abril de 1986. El espíritu cargado de heroísmo fraguó la consolidación de la Unión Soviética desde sus mismos inicios cuando la revolución bolchevique, que le dio origen, estuvo en riesgo de desaparecer sobre todo con la guerra civil ocurrida entre 1918 y 1923. Fue un conflicto alimentado por el combustible denominado por los bolcheviques como “comunismo de guerra”, inserto en un contexto desafiante de racionamiento progresivo y de escasez de alimentos que agobiaba a la población. En medio de la euforia y de la desesperación se echaron las bases del naciente Estado socialista interesado en eliminar la propiedad privada, para en su lugar crear granjas colectivas, nacionalizar la industria y lanzar una campaña de repudio acérrimo a quienes pusieran en peligro el proyecto revolucionario (Fitzpatrick, 2009).

A raíz de lo sucedido en Chernóbil, se empezaron a realizar comparaciones con la Segunda Guerra Mundial con un cierto aire de apoteosis; se hacía alusión a batallas ejemplares de esa contienda armada: Estalingrado y Kusrk, en ambas se arrasó con poblaciones enteras en pro del objetivo de derrotar a Hitler. Por el peso del sacrificio prevaleciente en la memoria colectiva no era capaz de concebirse otra guerra como la ocurrida en la década de los cuarenta,


Antes pensaba que nunca más tendríamos guerra. Era un gran país, nuestro querido país. ¡El más poderoso del mundo! Antes nos decían que en la Unión Soviética vivíamos pobremente, con escasos medios porque habíamos pasado una gran guerra, el pueblo había sufrido; en cambio, ahora teníamos un ejército poderoso y nadie se metería con nosotros. ¡Nadie nos podía vencer! (Alexiévich, 2015, p. 99).


Durante el decenio de 1940, la guerra patriótica, como se le denominó a la contienda soviética en contra de la expansión del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, contribuyó al desarrollo de un sentimiento de cohesión en contra del enemigo totalitario de derecha responsable de generar gran cantidad de destrucción comparable solo con la expansión mongólica del siglo XIII cuando, hordas provenientes de Asia, arrasaron con iglesias e hicieron cautiva a una gran cantidad de pobladores (Hosking, 2014).

En la Unión Soviética, los padres y abuelos insistían a sus hijos y nietos acerca de la necesidad imperiosa de colaborar en este momento apremiante e invocaban sus gestos de entrega desinteresada para enfrentar el infortunio de Chernóbil. Contribuir con una buena dosis de sacrificio era un asunto del pasado frente a la expansión alemana derivada de la Segunda Guerra Mundial; formaba parte de la motivación para luchar en contra de un nuevo enemigo, esta vez de índole radioactiva.

El entorno estaba cargado de rasgos que presagiaban una guerra inminente, Prípiat, una moderna ciudad con unos 60.000 habitantes ubicada a tres kilómetros de la central nuclear, fue tomada por efectivos enmascarados transportados en vehículos de guerra. Había que luchar en contra de un peligro; solo que el enemigo esta vez era invisible, pero era un combate al fin y al cabo necesario para demostrar el amor por el país, aunque La gente no entendía, se han pasado los años asustando a la gente, preparándolos para una guerra atómica. Pero no para un Chernóbil” (Alexiévich, 2015, p. 290).

Cuando ocurrió la explosión de Chernóbil en 1986, las autoridades apelaron al heroísmo revolucionario, pregonado por Lenin, capaz de inyectar el entusiasmo necesario para defender los valores más genuinos de la URSS. Se hacía entrega de banderas rojas, como reconocimiento, a las mujeres que continuaban con el trajín normal de la vida como amas de casa, habitantes todas de tierras aledañas al área arrasada por la contaminación. Esta tarea fue reforzada por locutores de radio dedicados en difundir, a su manera, una visión particular de que lo ocurrido. Se insistía que el accidente estaba dentro de lo normal y no había obstáculo para continuar con las labores de ordeño realizadas por las mujeres (Alexiévich, 2015, p. 373).

En los hombres se inculcó un tipo de imaginario particular basado en la exaltación de la masculinidad, interiorizado así por los jóvenes llamados a servir a la patria en un momento de apuro comparable al de la guerra cuando participaron sus progenitores; así lo hace ver un integrante del coro de soldados:

De modo que me fui para allá. […] Lo que funcionaba era la pasión por el riesgo. Allí van los hombres de verdad, a hacer algo de verdad. ¿Y el resto? Que se quedaba en sus casas, bajo las faldas de sus mujeres. Uno traía un certificado de que la mujer estaba a punto de parir, otro que si tenía un niño pequeño. El tercero que le había salido una llaga. Era arriesgado, es verdad. Y peligrosa la radiación, pero alguien lo tenía que hacer. ¿O no fueron nuestros padres a la guerra? (Alexiévich, 2015, p. 121).


Los soldados de fuego, como se les denominó a estos héroes que fueron a combatir Chernóbil, se hospedaron a menos de veinte kilómetros del reactor. Para entretenerse por las noches, jugaban cartas y bebían vodka; y si disponían de un televisor, podían seguir de cerca la transmisión del Campeonato Mundial de Fútbol de México celebrado en 1986. Así transcurría el tiempo y a la vez se destruía el imaginario trazado durante la segunda posguerra que pregonaba un mundo feliz y hermoso, caracterizado por un relativo sistema de bienestar al que Leonid Brézhnev denominaba como “socialismo desarrollado” a la altura del decenio de 1970, (Service, 2010, p. 378).

Por lo menos al principio, los muertos eran unos pocos bomberos, no obstante, la cantidad de fallecidos fue en ascenso y llegó a unos ocho mil, sin tomar en cuenta los efectos letales sobre generaciones posteriores. Los gestos de entrega valiente también fueron objeto de exaltación por parte de las autoridades. En sus diferentes labores los soldados y liquidadores lavaban y sepultaban las viviendas; se sacrificaron para sofocar el fuego en la central nuclear e impedir que el magma candente, con más de 1.500 grados centígrados aflorara a la superficie y ocasionara un desastre mayor a escala europea. Quienes luchaban contra el enemigo invisible compartían algo en común: padecieron los estragos ocasionado por el contacto con sustancias radioactivas. El gobierno por su parte entregaba diplomas y medallas de reconocimiento, además de dinero; unos cien rublos, suma que en algunos casos les fue reprochada por el sistema tiempo después.

A quienes laboraban contiguo al reactor número cuatro siniestrado se les llamaba robots, su trabajo era uno de los más peligrosos y se calcula que en esa tarea perecieron miles de hombres. Gracias a su acción decidida, el depósito radioactivo con mayor potencial letal, no explotó. Las autoridades no cesaban de afirmar que esas personas …«Han trabajado con valor y entrega»… y además hacían propaganda a su favor cuando agregaban: «Resistiremos, venceremos», al respecto uno de los robots humanos decía: “…Se referían a nosotros con la bonita expresión de «soldados de fuego»” (Alexiévich, 2015, p. 124).

Los liquidadores lavaban todas las estructuras. Con la ayuda de las excavadoras cavaban fosas, luego recogían todo y finalmente enterraban las viviendas. Cumplieron órdenes, daban muerte a gatos y perros, quien sacrificaba más cantidad, era acreedor a premios. Paradójicamente sucedía algo incomprensible por los humanos:


La primera vez que fuimos, nos encontramos a los perros junto a sus casas. De guardia. Esperando a la gente. Se alegraban de vernos, acudían a la voz humana! Nos recibían […] Los animales no podían entender por qué les disparábamos. Resultaba fácil matarlos. Eran animales domésticos. No temían ni a las armas ni al hombre. Acudían a la voz humana (Alexiévich, 2015, p. 156).


Los hombres lidiaron vis a vis con el fuego y con los efectos devastadores de Chernóbil. Al término de sus diferentes labores, recibían una pensión que, debido al fallecimiento prematuro, pasaba al disfrute de sus familiares directos, aunque con la situación económica posterior al derrumbe de la URSS, el poder adquisitivo de esa remuneración se redujo cuantiosamente producto de la inflación.

El valor del patriotismo fue el motor de esta empresa titánica materializada en tres acciones concretas: a) en apagar el incendio en un primer momento, tarea que se prolongó por semanas enteras; b) en la acción decidida y arriesgada de los robots humanos, calculados en medio millón de voluntarios, dedicados a lanzar sacos de plomo y a la construcción del sarcófago donde se depositaba el magma incandescente; y c) en la labor de los liquidadores abocados a dar muerte a los animales además de lavar y enterrar las edificaciones. Se convirtieron en los sepultureros de una civilización entera.

Luego de prestar juramento, los servidores de la patria se dirigían a campo de acción en donde debían cumplir con el deber encomendado. En el sitio más de uno de ellos se preguntaba:

¿qué era todo esto de Chernóbil? Coches militares, soldados. Puestos de lavado. Una situación de guerra. Nos alojaron en tiendas de campaña, diez en cada una. Unos habían dejado en casa a sus hijos; otro a la mujer a punto de parir que no tenía piso. Pero nadie se quejaba. Hay que hacerlo, pues se hace. La patria te llama; la patria te lo ordena. Así es nuestro pueblo (Alexiévich, 2015, pp. 273-274).

Al respecto un liquidador, Arkadi Filin, se interrogaba si este patriotismo no caía más bien en un “paganismo soviético” (Alexiévich, 2015, p.152). Probablemente una opinión semejante era compartida por Valentina, la esposa de otro liquidador, Valia Timoféyevna Ananasévich, quien reaccionó con estoicismo cuando su marido moribundo fue visitado por un grupo de sus compañeros, quienes le hicieron entrega de una cantidad de dinero recolectada entre ellos mismos, además de un diploma contenido en una carpeta roja con la fotografía de Lenin (Alexiévich, 2015, p. 401).

El espíritu comunitario, tan característico del Homo sovieticus5, se empezaba a resquebrajar conforme las consecuencias macabras de la explosión comenzaron a aflorar. Esto pese al pensamiento predominante que afirmaba:


Nos hemos acostumbrado a creer. Yo soy de la generación de la posguerra y estoy educado en esta creencia. ¿De dónde viene esta fe? Habíamos salido victoriosos de una guerra monstruosa. Entonces, todo el mundo se postraba ante nosotros. ¡Eso sí que era! En la cordillera de los Andes, sobre las rocas esculpían: «Stalin» ¿Qué era eso? Un símbolo. El símbolo de un gran país (Alexiévich, 2015, p. 282).


Sumadas las tareas eran arduas y delicadas pero asumidas con entusiasmo, un informante anónimo, cuyo testimonio conforma el capítulo “De las eternas y malditas preguntas”, se refiere sobre el particular:

Todos éramos parte de este sistema. Creíamos en unos grandes ideales. ¡En nuestra victoria! Venceremos a Chernóbil […] Leíamos con entusiasmo lo que se contaba sobre la lucha heroica por dominar al reactor, que había escapado al control de los hombres (Alexiévich, 2015, p. 341).


Después de cinco años y medio de aquella gran explosión ocurrida en una madrugada de primavera que iluminó el cielo del gran país euroasiático; éste se disolvió y la bandera roja dejó de ondear sobre el Kremlin; en su lugar se colocó la tricolor rusa del tiempo de los zares. La Unión Soviética había dejado de existir como tal. Este hecho es asumido como una ruptura de gran envergadura por parte de una madre e hija quienes indican con dolor colectivo: “¿En qué confiar? ¿Qué esperar? Rusia nunca ha protegido a los suyos, porque es un país grande infinito. Si he de serle sincera, yo no siento que mi patria sea Rusia; nos hemos educado de otro modo; nuestra patria era la Unión Soviética” (Alexiévich, 2015, p. 102). Este tipo de dilemas resultantes de la desintegración territorial soviética, según Plokhy (2015) se vinculan al carácter imperial, a la composición multiétnica y a una estructura pseudofeudal del Estado. Las voces que recienten lo sucedido apelan al sentimiento nacional resquebrajado a propósito de la disolución, acaecida en diciembre de 1991, de un Estado supranacional. Así se expresa en un monólogo:


Antes teníamos una patria, ahora ya no la tenemos. ¿Quién soy yo? Mi madre era ucraniana, mi padre, ruso. Nací y me crié en Kirguistán, me he casado con un tártaro. […] En el pasaporte tengo a los hijos inscritos como rusos; pero nosotros no somos rusos. ¡Somos soviéticos! Aunque el país en el que yo nací ya no exista […] No existe ni el lugar que nosotros llamábamos nuestra patria. Ahora somos como los murciélagos (Alexiévich, 2015, p. 108).


Según acotan Burbank y Cooper (2012), el cambio ocurrido en la soberanía fue uno de los efectos del resquebrajamiento de la URSS; los pueblos bálticos, los de Asia Central y los eslavos reclamaron su independencia en medio de la crisis del poder soviético que sobrevino a finales de los años ochenta y que se cristalizó en la navidad de 1991. Así en el último caso, en las poblaciones eslavas, habitantes de Chernóbil y de Prípiat, empezó a germinar este sentimiento de muerte de una patria grande soviética y de paso se puso en entredicho aquella creencia por parte de muchos que no tenían reparo en declarar a los cuatro vientos, lo siguiente:


Pues sí, lo defiendo. Yo defiendo el poder soviético. Es nuestro poder. ¡El poder del pueblo! En los tiempos soviéticos éramos fuertes, todos tenían miedo. ¡Todo el mundo nos miraba! Unos temblaban de miedo, otros nos tenían envidia ¡Jo…! ¿Y ahora qué? ¿Qué pasa ahora? ¿Con la democracia? Nos traen sus snickers, su mantequilla rancia, sus medicinas caducadas… Tejanos gastados…

(Alexiévich, 2015, p. 346).


Incluso era motivo de preocupación la apertura de los mercados como corolario de la Perestroika puesto estas medidas no iba a llenar el vacío de un sistema político que colapsaba sin remedio,


Con los comunistas, la barra de pan valía 20 cópecs, y ahora 2.000. Por tres rublos yo me compraba mi botella. Y aún me sobraba para acompañarla con algo. ¿Y con los demócratas? Va el segundo mes que no me puedo comprar unos pantalones. Voy con una camisa rota. ¡Lo han malvendido todo! ¡Todo hipotecado! Ni nuestros nietos lo acabarán de pagar (Alexiévich, 2015, p. 347).


El desmoronamiento de ese gran Estado que era la Unión Soviética fue sui generis, porque no medió una batalla convencional, ni una invasión; según lo explica Moshe Lewin (2017), luego del efímero mandato de Konstantín Chernenko

el Estado-Partido (o el Partido-Estado) desaparecería sin que se derramara sangre en un episodio en el que las formidables fuerzas de seguridad, intactas, recibieron la orden de no abrir fuego. Este fue otro de los logros de Gorbachov, pero ello no evitó que la impotencia se apoderara de él y el líder perdió el mando […] A continuación llegaron las «reformas» que han conducido a Rusia a una nueva forma de subdesarrollo. (p. 334).


Concretamente, en Ucrania el descontento ante las autoridades gubernamentales fue creciente luego de la explosión ocurrida en abril de 1986. Todo esto sucedía hasta que en diciembre de 1991 la Unión Soviética recibió una herida de muerte. Pocos meses antes, los líderes de Rusia, Bielorrusia, y Ucrania, encabezados por el presidente ruso Boris Yeltsin, denunciaron el pacto histórico signado en 1922, que había dado origen a la unión misma, y con ello se vino abajo el proyecto de socialismo de setenta años. Con este acto se coronaron entonces las reivindicaciones de mayor autonomía y de independencia encarnadas en las diferentes repúblicas. Confluían así una serie de elementos que contribuyeron en el hundimiento del último imperio –como lo llama Plokhy (2015)–; su contexto más inmediato se puede encontrar en el fracaso de las reformas económicas implementadas por Gorbachov en el marco de la puesta en ejecución del decimosegundo plan quinquenal, con la consiguiente la escasez de los artículos básicos; el fiasco de la guerra de Afganistán, que al igual que la lucha armamentista, erosionaron los recursos económicos ya exhaustos; la emergencia generada por el devastador terremoto ocurrido en diciembre de 1988 en Armenia responsable de la muerte de más de 25.000 personas; y desde luego, la catástrofe de Chernóbil (Service, 2010). En palabras del mismo Gorbachov lo sucedido con la explosión en Ucrania en 1986 evidenció el colapso del modelo soviético porque saltó a la luz “…no sólo cuán obsoleta era nuestra tecnología, sino también el fracaso del viejo sistema” (Fontana, 2017, p. 478).




Las voces de los inocentes


Lo comprobé. La habían envuelto en pañales. Toda envuelta en pañales… Ella no tuvo nombre, no tuvo nada, solo alma. Y allí es donde enterré su alma… (39)


Estas son las palabras de Luidmila Ignatenko, la viuda de Vasili, uno de los primeros bomberos víctima de la explosión. Luidmila fue la madre de una niña, un ser vivo que pereció cuatro horas después de haber llegado al mundo. Su madre colocó su cuerpo inerte a los pies de su esposo que murió durante el período de gestación de la niña. Luidmila se dirige al cementerio con dos ramos de flores, el uno para él y el otro para la pequeña.

Contrario a la suerte ocurrida de Natasha, Kattia, es una sobreviviente, con el agravante de padecer una compleja patología, según su madre Larisa, cuando nació,


No era más un bebé, sino un saquito vivo cosido por todos lados, sin una rendija, sólo con los ojos abiertos. En la cartilla médica hay escrito: «Niña nacida con una patología múltiple: aplasia del ano, aplasia de la vulva, aplasia del riñón izquierdo» (Alexiévich, 2015, p. 139).


Tanto para Luidmila como para Larisa, su vida de madres de resume en que ambas compartían su condición de víctimas de la explosión que dejó a su paso una estela de sufrimiento. Para la primera significó darle sepultura a su hija, que ella en conjunto con su esposo, Vasia, iban a llamar Natasha. Para la segunda, llegó a convertirse en madre de una niña, que por su condición, ha soportado el dolor de ver a su hija sometida a una interminable serie de intervenciones quirúrgicas:




Le han hecho un culito. Le están formando una vulva. Después de la última operación, se le detuvo del todo la emisión de orina no consiguieron colocarle el catéter; para eso aún le hacen falta varias operaciones. Pero nos aconsejan que en adelante, la intervengan en el extranjero. ¿De dónde vamos a sacar las decenas de miles de dólares, dígame, si mi marido gana 120 dólares al mes? (Alexiévich, 2015, p.140).


Más adelante agrega respecto a las autoridades insensibles al dolor ajeno:


Quería denunciarlos. Llevar a juicio al Estado. Me llamaban loca, se reían de mí, diciéndome que niños así ya nacían en la Grecia antigua. Y en la China imperial. Un funcionario me soltó a gritos: «Mírala: quiere las prebendas de Chernóbil! ¡El dinero de Chernóbil!»” (Alexiévich, 2015, p. 142).


El rechazo ad portas de las demandas planteadas por Larisa se circunscribe en el debilitamiento de un nuevo consenso social. Como lo observa Marlène Laruelle (2011) para el caso de Rusia, el pacto social resultante de las cenizas del Estado soviético se enfrenta a diferentes desafíos que se mueven entre el individualismo y múltiples traumas no resueltos de la época anterior. Su combustible es motivado por la libre empresa y los afanes de tendencia imperial, todo a costas de un bajo nivel de Desarrollo Humano de amplias capas de la población.

En términos generales, los efectos de Chernóbil ocasionaron enfermedades como cánceres múltiples, tumores en diferentes partes del cuerpo y problemas en el sistema neurológico que repercutieron en la memoria de las personas: “El mundo nos ha descubierto a nosotros los bielorrusos, después de Chernóbil. Esta ha sido nuestra ventana a Europa. Somos a la vez sus víctimas y sus sacerdotes. Da pánico decirlo.” (Alexiévich, 2015, p. 374).

La enfermedad y la muerte son los principales efectos de Chernóbil. A Luidmila la explosión le quitó a su esposo bombero y a su pequeña hija recién nacida. Su marido, Vasia, falleció a los catorce días de ocurrido el desastre, luego de que se convirtiera en un “reactor nuclear”, según lo expresaron los médicos del hospital moscovita al que fue trasladado. A Vasia se le empezó a desprender la piel como a un leproso, luego de que resultaran infructuosos los trasplantes de médula.

Seis meses después, otra persona llegó a convertirse en una víctima más de la explosión: un liquidador de nombre Misha; quien marchó a cumplir con su deber en pro de evitar la dispersión de mayor radiación a otras poblaciones. Misha salió a atender una misión en octubre de 1986 y de regreso volvió transformado. Así lo recuerda su esposa Valentina:


Decían que era Chernóbil: escribían que era por Chernóbil. Pero nadie sabía qué era aquello. Ahora aquí todo es diferente: nacemos de otro modo y morimos de otra manera. Diferente a todos los demás. Usted me preguntará, ¿cómo se muere después de Chernóbil? Un hombre al que amaba, al que quería de una manera que no habría podido ser mayor si lo hubiera parido yo misma, y este hombre se convertía ante mis ojos en… un monstruo. (Alexiévich, 2015, p. 394).


Las víctimas, sobrevivientes de Chernóbil aseveran que lo sucedido nadie lo creía y su destino se ha distinguido por situaciones dolorosas. Una suegra inquirió a la novia de su hijo acerca de la posibilidad de concebir hijos. Al respecto, Katia, una habitante de la zona de exclusión y la futura esposa, se preguntaba si acaso amar era pecado porque la madre de su prometido condicionaba la futura unión a la capacidad de traer hijos al mundo.

Esa la misma inquietud acerca de su culpa se la había formulado Larisa, la misma progenitora de la niña semejante a “un saquito vivo”, porque era inconcebible el poder del pecado al extremo de castigar a alguien más. Su situación en particular remite al momento específico de la salida forzosa de su hogar, minutos después de ocurrida la explosión, “Primero quisieron evacuar nuestro poblado, pero luego lo borraron de las listas: al Estado se le acabó el dinero. Fue entonces cuando me enamoré. Me casé. Yo no sabía que aquí no podíamos amarnos” (Alexiévich, 2015, p. 140).

Los abuelos de Katia vivieron la Segunda Guerra Mundial, ella, en cambio, vivió Chernóbil y exclama: ¿Por qué rezo? Pregúnteme: ¿Por qué rezó? No rezo en la iglesia, sino sola. Por la mañana o por la tarde. Cuando en casa todos duermen. ¡Quiero amar! ¡Amo! Rezo por mi amor!” (Alexiévich, 2015, p. 163)

En un sentido semejante, la esposa de Vasia no ha podido superar esta pena dado que su niña murió recién nacida, no se perdona el hecho de haberle trasmitido la radioactividad de su esposo a su pequeño retoño:


Yo la maté. Fue mi culpa. Ella en cambio… Ella me ha salvado. Mi niña me salvó. Recibió todo el impacto radioactivo, se convirtió como si dijéramos, en el receptor de todo el impacto. Tan pequeñita. Una bolita […] Ella me salvó. Pero yo los quería a ambos. ¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede matar con el amor? … (Alexiévich, 2015, p. 39).

La relación del amor con el miedo es abordada por otra víctima: Lilia Mijáilovna Kuzmenkoya, una directora de teatro que aborda cómo los habitantes afectados por la explosión se convirtieron en un pueblo entero: en el pueblo de Chernóbil, y en esta transformación hay una alta dosis de temor: “yo tengo miedo. Tengo miedo de una cosa, de que en nuestra vida el miedo ocupe el lugar del amor” (Alexiévich, 2015, p. 338).

Juntas, las regiones afectadas de Ucrania y de Bielorrusia, fueron escenario de la destrucción material atroz y, desde luego, de la devastación humana. El criterio de Luidmila es desgarrador, era la esposa que acompañó a su esposo hasta los últimos minutos de su vida. En medio de su condición, atendía incansablemente a su marido Vasia a asearlo; no pudo evitar el contacto corporal con él. Su labor de cuidados ininterrumpidos provocó estragos en la hija que llevaba en su vientre. Esto pese a que una enfermera advertía a Luidmila acerca del riesgo asumido por su parte: “-No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino aún elemento radioactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre su sensatez (Alexiévich, 2015, p. 32).

En tanto, Valentina Timoféyevna, la esposa del liquidador que partió para Chernóbil el día de la festividad de su natalicio; fue testigo fiel del deterioro progresivo de su marido quien sufrió daños irreversibles, primero perdió su cabello, luego le extirparon la tiroides, la laringe y, finalmente, dejó de hablar. Al cabo de un año su vida se esfumó. De esta relación nació un hijo, una criatura enferma que aunque ha aumentado en estatura, tiene un nivel de desarrollo intelectual equivalente al de un niño; está recluido en una clínica psiquiátrica. Valentina, lo visita periódicamente y siempre es recibida por la inocente e incómoda pregunta de su hijo: “…«¿Dónde está papá Misha? ¿Cuándo vendrá?»”. Mientras tanto Valentina musita: “Lo esperaremos juntos. Yo rezaré mi plegaria de Chernóbil. Y Él… El mirará al mundo con ojos de niño (Alexiévich, 2015, p. 404).

Reflexiones finales


He leído en el periódico que los militares sacaban de allí plutonio. Para las bombas atómicas. Por eso es que reventó. Si lo planteamos en bruto la pregunta sería la siguiente: ¿Por qué Chernóbil? ¿Por qué nos ocurrió esto a nosotros… y no a los franceses o a los alemanes? (Alexiévich, 2015, p. 162).


La anterior es la interrogante formulada por personas vinculadas al mundo de la cacería. Su preocupación surge a partir de lo observado en los campos afectados donde los perros y los gatos aguardaban en sus casas con esperanza la llegada de sus amos. En su labor, los liquidadores más de una vez se preguntaban acerca del porqué ocurrió esta tragedia de magnitud colosal. Quizá las respuestas ensayadas iban desde la fantasía de quienes achacaban a los extraterrestres tal desgracia, hasta los mismos informes de la KGB preparados años antes de la explosión que aludían a los peligros potenciales incubados en la central nuclear.

Sin embargo, además de la destrucción material ocasionada por este evento de proporciones gigantescas, merece tomarse en cuenta una serie de juicios pertenecientes al orden existencial, esbozados por la pluma de Alexiévich, a fin de ser rescatados y de paso brindar un cierre a este ensayo. Pueda que la mejor manera de exponer este tipo de preocupaciones gire en torno a lo expuesto por la misma autora cuanto hace una valoración de lo sucedido un decenio después:


¡Diez años han pasado! Entonces, ¿quiénes somos? Vivimos en una tierra contaminada, aramos, sembramos… Traemos niños al mundo. ¿Cuál es, pues, el sentido de nuestro sufrimiento? ¿Parece que sufrimos? ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué hay tanto sufrimiento? (Alexiévich, 2015, p. 374).


Todos los protagonistas rescatados en los relatos de Alexiévich comparten una serie de experiencias dolorosas que conforman una historia vivida –como la concibe Heller– desde sus diferentes condiciones en su condición de educadoras y de soldados; de amas de casa y de bomberos; y de madres y de liquidadores.

A continuación se esbozan algunas reflexiones relacionadas con este tipo de preocupaciones existenciales.

1- El patriotismo fue la fuerza motriz que movió a bomberos y a liquidadores a apagar el infierno provocado por la explosión del reactor número cuatro a lavar y a enterrar edificaciones. Muchos de ellos se convirtieron en héroes porque pagaron con su vida. No obstante en un marco más amplio, en la misma obra literaria subtitulada en su versión castellana como la “crónica del futuro”, se remite al nivel de destrucción de Chernóbil. Se asume que no es un asunto perteneciente a un pasado sin más; todo lo contrario, los crudos efectos de la explosión acaecida en 1986 podrían manifestarse en un mundo volcado a la autodestrucción permanente como producto mismo de la ininterrumpida depredación humana de los recursos y del entorno, muy lejana a los principios fundamentales que deben guiar a la sociedad. Por eso, Serguéi Gurin, quien admiraba la capacidad de San Francisco de comunicarse con los animales, apunta lo siguiente:

todas nuestras ideas humanistas son relativas. En situaciones extremas, el hombre; en realidad, no tiene nada que ver con cómo lo describen en los libros. A hombres como los que aparecen en los libros, yo no los he visto. No me he encontrado a ninguno. Todo es al revés. El hombre no es un héroe. Todos nosotros somos vendedores de Apocalipsis… (Alexiévich, 2015, pp. 177-178).

2- Ante la debacle observada por los testigos mudos de la magnitud de lo acontecido, saltan a la luz las imágenes más claras de la amargura de quienes se entregaron a la noble causa. Su decisión fue en menoscabo de sus familias y de sus parejas a quienes juraron algún día amor eterno. Pareciera algo inexorable porque el desenlace final ya estaba trazado con antelación. Así la esposa del bombero, que salió a combatir el incendio en la central a primeras horas de la madrugada, acató la orden de su cónyuge: cerrar bien las ventanas del apartamento mientras Vasia, su marido, llegaría de completar la misión encomendada. Años después las palabras de la viuda, Liudmila Ignatenko, se tiñen de un sentimiento de escepticismo y de amargura cuando se remite a iniciar su relato acerca de lo sucedido: “No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?” (Alexiévich, 2015, p. 20).

De igual manera, con el mismo tono de desencanto, otra esposa, esta vez de un liquidador, quien según ella se transformó en un monstruo, permanece aún desconcertada y no acepta su destino fatal cuando anota que “Yo he nacido para el amor. Para un amor feliz” (Alexiévich, 2015, p. 392). Empero una fuerza superior impidió que Valentina pudiera disfrutar al lado de su marido que un día de la fiesta de cumpleaños partió para hacerle frente a su trabajo, por eso no se cansa de preguntarse: “Quién me lo ha quitado? ¿Con qué derecho?... (Alexiévich, 2015, p. 403).

En el mismo sentido, Katia, una joven con deseo de contraer matrimonio, manifiesta su temor ante la catástrofe ocasionado en Chernóbil, tiene la premonición de que algo malo puede suceder cuando con su pareja decidan concebir un hijo; sus palabras son:

Pido amor. Pero tengo miedo. Me da miedo amar. Tengo novio, ya hemos entregado los papeles al registro. ¿Ha oído usted hablar de los hibakusi de Hiroshima? Son los supervivientes de Hiroshima. Solo pueden casarse entre ellos. Aquí no se escribe nada sobre esto; de esto ni se habla. Pero nosotros existimos. Somos los hibakusi de Chernóbi […] ¿Y usted sabía decirme por qué recae sobre nosotros este pecado? El pecado de parir un hijo. Si yo no tengo culpa alguna.

¿Tengo yo la culpa de querer ser feliz? (Alexiévich, 2015, pp. 168-169).


3- Chernóbil quedó incrustado en la historia de la Unión Soviética como uno de sus últimos episodios de su historia; en el epílogo de sus setenta años de existencia. El Imperio Rojo como tal feneció y con él se desvaneció también el sentido de la eternidad encarnado en la utopía socialista. Con la explosión de la central nuclear, el comunismo saltó por los aires. Se podría aseverar como dice Nina Projorovna, esposa de otro liquidador, que “Chernóbil ha destruido al imperio” (Alexiévich, 2015, p. 298). Con Chernóbil se desmoronaron los sueños de lograr plasmar el proyecto sustentado en una utopía, “¿Se imagina usted nuestra gente sin una idea? Sin un gran sueño? Esto también da pavor. […] Todo se derrumba. El vacío de poder. El capitalismo salvaje.” (Alexiévich, 2015, p. 341).

Lo acontecido en Chernóbil tuvo un significado dentro del entorno soviético; Robert Service (2010) así lo constata, “…La nube letal que se habría alzado sobre Chernóbil era una metáfora de las condiciones en las que se desarrollaba la vida pública soviética…” (Alexiévich, 2015, p. 415).

4- Sobre este marasmo de destrucción, recientemente resulta llamativo que en una oficina de Kíev, se ofrezca un paquete turístico a las aldeas ucranianas muertas afectadas por la explosión. Quienes pagan el tour llegan, luego de visitar varios pueblos desolados, al punto más emblemático de todos: al sarcófago supurante, aquella estructura levantada por los robots humanos. Cerca de allí delante de un muro donde están escritos los nombres de los héroes, los viajeros posan para las cámaras. Quizá esto obedezca a que la gente esté deseosa de encontrar emociones fuertes y este tipo de turismo nuclear satisfaga esta necesidad: “…La vida se vuelve aburrida. Y la gente quiere algo eterno” (Alexiévich, 2015, p. 406). Aparentemente la explicación también provenga de otra situación descrita por Alexiévich así:

...De pronto la Tierra se ha vuelto pequeña. Nos hemos visto privados de la inmortalidad. Esto es lo que nos ha pasado. Hemos perdido el sentido de la eternidad. En cambio, por el televisor veo cómo cada día se mata. Gente que dispara. Hoy disparan unos hombres sin inmortalidad. Un hombre mata a otro hombre… (Alexiévich, 2015, p. 335).


Parece entonces que la vida de los sobrevivientes dejó de tener sentido y de pronto se traspasó el umbral hacia la eternidad. Frente a la condición finita de la existencia humana, con Chernóbil se pudo dar un salto después de no contar con nada inmortal, porque las secuelas de la explosión dieron un nuevo matiz a la población en torno al desastre. Se aprendió a concebir la eternidad; en las paredes de las viviendas quedaron colgadas las fotografías, y en las escuelas lucen aún las máscaras suspendidas en los techos, listas para ser utilizadas en caso de una guerra nuclear.

Chernóbil proporcionó la noción de la eternidad que ningún conflicto bélico pudo impregnar en la visión de los habitantes; sobre todo en los recuerdos y en la naturaleza. Sus tierras han de esperar miles de años para que sean el refugio de escarabajos y de lombrices.

5- En esa búsqueda de la inmortalidad y ante la contemplación del espectáculo, que se puede disfrutar siempre y cuando se pague una suma de dinero, se evidencia el uso del pasado. Lo sucedido en Chernóbil se explota con fines turísticos; el ayer se vuelve objeto de veneración, a tenor del propósito de la empresa encargada de organizar las visitas que hace lucro con el sufrimiento humano. Mientras tanto, se corre el riesgo de dejar de lado el resto de lo sucedido en el siglo XX. Este es el peligro inminente del olvido señalado por Tony Judt: …hemos dejado atrás el siglo XX, pero sus luchas y sus temores ya están deslizándose en la oscuridad de las desmemoria…(p. 14). Esto en razón de cierto tipo de prácticas muy en boga esmeradas en hacer uso selectivo y de abusar de la memoria (Todorov, 2008). En el caso específico de Chernóbil, el olvido se constituiría en una tragedia mayor a la ya sucedida con la explosión, tal como lo sostienen estudiosos en materia de salud (Zafra; Amor; Díaz y Cámara, 2002, p. 332).

Para evitar dar paso a la construcción de palacios de la memoria moral, como lo advierte el mismo Judt (2008), es necesario entonces ubicar lo sucedido en Chernóbil en el contexto de un poder político que daba muestras de una agonía inminente. Por eso se ha preferido concluir este ensayo con las palabras del exdirector del Instituto de Energía Nuclear de Bielorrusia, Vasili Borísovich Nesterenko, quien asigna un papel preponderante a la historia cuando señala que “Yo creo en la historia…, en el juicio de la historia… Chernóbil no ha terminado, tan solo acaba de empezar…” (Alexiévich, 2015, p. 366).



Notas

1 Se refiere a la versión inglesa: Alexievich, Svetlana. (2006). Voices from Chernobyl. The oral history of a nuclear disaster. New York: Picador.

2 Los años corresponden a las primeras ediciones.

3 En el presente escrito se transcriben fielmente los nombres de los autores de los testimonios.

4 Se refiere a la versión actualizada de 2006 posterior a la primera de 1997. En este caso alude a la traducción castellana: Alexiévich, Svetlana. (2015). Voces de Chernóbil. Crónica del futuro. Bogotá: Debolsillo., pp. 405-406.

5 Denominación utilizada por Alexiévich en la obra homónima supra citada, Aleksiévich, Svetlana. (2017). El fin del «Homo sovieticus». Barcelona: Acantilado.




Bibliografía

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