Dossier | Mujeres y humanismo: reflexiones, críticas y aportes
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ISSN 1659-331
Revista Estudios, 2022
| Julio 2022
Si bien en el texto no se sabe exactamente quién habla, las voces del texto aclaran que ella
prácticamente nunca habló, excepto un momento donde, después de gran expectación,
aparentemente dijo. “-(…)Yo no lo hice” (Enríquez, 2010, p. 16); sin embargo, tampoco se
puede asegurar que esa fuera su voz, pero el uso de la primera persona singular es lo que
le da esa apariencia. Las voces también mencionan repetidamente que Lizzie nunca bajó
la mirada.
En el juicio se discute sobre un anillo que portaba el señor Borden, regalo de Lizzie, y un
desacuerdo familiar que habían tenido sobre una propiedad; sin embargo, las voces
hablan en dos sentidos: algunas creen que sí cometió el crimen y otras no, entre estas
últimas, la razón es la siguiente: “La Señora Borden, que en paz descanse, era una mujer
alta y corpulenta, pesaba alrededor de doscientas libras. La Señorita Lizzie no posee tal
fuerza” (Enríquez, 2010, p. 9). Finalmente, sale absuelta del juicio, pues el crimen obedecía a
una fuerza y talla superiores a la de Lizzie.
Pero, esa libertad es relativa, pues aclaran las voces: “-Pero otras rejas ya aprisionaban a
Lizzie. / -Y no hablo sólo de las que ella colocó alrededor de su nueva casa” (Enríquez, 2010,
p. 18). Después del juicio, todo el pueblo se encamina hacia el primer nivel de
reconocimiento del otro, nadie quiere tratos con ella, evitan mirarla, la gente abre paso
cuando ella pasaba, no contestan sus saludos, “-No volvió a comprar a las tiendas, no paseó
más por las calles, nunca más regresó a la iglesia… / -Hombre, mujer, niño, extranjero,
hermana… Todos la aborrecieron” (Enríquez, 2010, p. 19). Lizzie deja de ser un sujeto de
significados, como lo explica Villoro, y se convierte en un objeto: comentan situaciones de
su vida personal, pero casi en susurro de chisme, por ejemplo, que tuvo una relación con
una actriz, que se cambió de nombre o que cuando en otros pueblos se enteraban de
quién era: “Todos huían horrorizados cuando sabían que ella era la infame Lizzie”
(Enríquez, 2010, p. 19). Todo el pueblo, que al principio la consideraba hermosa y dulce, al
final la llama solterona, decrépita, marchita y con una marca de pecado imperdonable.
Al igual que Anita, se convierte en el tabú del objeto, como lo explica Foucault:
La prohibición de determinados vocablos, la decencia de las expresiones, todas
las censuras al vocabulario podrían no ser sino dispositivos secundarios respecto
de esa gran sujeción: maneras de tornarla moralmente aceptable y técnicamente
útil. (Foucault, 2005, p. 29)
Las voces del pueblo claman “-Que muera ya, para que podamos olvidarla”. Pero al no
querer hablar de ella, se hizo que se hablara de otros modos: “La habían convertido en
leyenda, en canción y versos” (Enríquez, 2010, p. 22). La obra de teatro termina con la
cancioncilla que se ha ido acuñando a lo largo de todo el texto, y que, por su musicalidad,
parece una canción de cuna, sin embargo, no lo es:
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