En el segundo capítulo, Quesada Monge caracteriza la forma, estilo y estrategia narrativa
del escritor guatemalteco; lejos de las crónicas de guerra ocupadas de la carnicería, Gómez
Carrillo priorizaba espacios y cotidianidades que le habían llevado a hacer suya la cultura
burguesa francesa, por lo cual no resulta extraño que se sumara a una lectura de la
confrontación como enfrentamiento entre civilización francesa y barbarie alemana,
atendiendo a su vez las profundas variaciones experimentadas en las formas de combate.
Los cuatro restantes capítulos se detienen en los ejes temáticos con que Quesada Monge
ha clasificado la vasta obra del escritor sobre la Gran Guerra. El primero de esos ejes, “Los
pueblos”, revela una atención permanente a los lugares (calles, museos, catedrales,
tabernas, hasta zapaterías) y su importancia histórica, la vida cotidiana en torno a los actos
más simples del comer y del beber, y a las consecuencias fatales que el paso del ejército
alemán dejaba en estos escenarios. El segundo eje, “Los héroes”, se presenta como una
forma de revitalizar la épica desde un lenguaje clasicista, incluso caballeresco, que hacía
del escritor un resignado conocedor del modo poco heroico de combatir en aquella
industrializada contienda de barro y piojos; por esto mismo, su atención se centró menos
en el cuerpo del soldado -protagonista frecuente de la literatura de guerra-, y más en
aquellos héroes de la decisión militar y política. No por ello, “Las trincheras”, como tercer
eje, dejaron de formar parte de la crónica de este burgués por enamoramiento; pero esta
cualidad le llevó a describir aquel mundo -dice Quesada Monge- desde un ángulo
testimonial y no presencial, por lo que el foco era colocado en aquellos elementos
cotidianos que hacían recordar el mundo perdido de los soldados (y más precisamente, del
cronista), como las fotografías, la prensa, o los pueblos circundantes. Esto explica el cuarto
eje, en torno a “La retaguardia”, principalmente por su sostenida observación de la
destrucción de ciudades y aldeas, ruinas que anunciaban el naufragio civilizatorio europeo;
es este escenario donde los soldados arriban para recuperarse del espanto de las batallas,
pero también, y sobre todo, donde la mirada del cronista y la sensibilidad analítica del
historiador detectan sutiles episodios en los cuales reemerge la risa en medio del
belicismo: ella le sirve al investigado para aferrarse a un tronco existencial con que
mantenerse a flote, y al investigador para estudiar la nostalgia imperial.
No es posible saber si Gómez Carrillo conoció del testimonio de soldados alemanes cuyas
experiencias, hechas novela, también los mostraron como partícipes de las delicias de la
vida burguesa y de cierto sentido del humor. Hablando sobre las letrinas comunitarias,
anexas a las trincheras, el escritor y veterano alemán de guerra Ernst Jünger (1895-1998)
decía en su novela Tempestades de acero (1920) que “Al soldado le agrada quedarse allí
mucho rato, bien para leer el periódico, o bien para organizar sesiones conjuntas, a la
manera de los canarios. Allí está la fuente de todo tipo de oscuros rumores que circulan
por el frente”, situación que, al paso de los proyectiles, obligaba por instantes a tirarse al
suelo, con todo lo que ello implicaba: “Esto da ocasión, como es natural, a toda clase de
bromas” (Jünger, 2015, p. 57). El episodio no es muy distinto al que luego narraría su
compatriota, también veterano de guerra, Erich María Remarque (1898-1970) en su novela
antimilitarista Sin novedad en el frente (1929): “No es por causalidad que ha surgido la
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ISSN 1659-331
V Sección: Reseñas bibliográficas
Revista Estudios, 2023
| Febrero 2023
Rodrigo Quesada Monge. La Primera Guerra Mundial en las crónicas de Enrique Gómez Carrillo
| Arias Mora, Dennis