Mario Barahona Quesada

La noción de concepto en los mapas conceptuales: Una discusión desde las ciencias cognoscitivas

Resumen: El presente trabajo intenta situar la noción de concepto que sostienen los proponentes de los mapas conceptuales dentro de las cuatro categorías de análisis que Margolis y Laurence (2006) han identificado como representativas de las discusiones más relevantes acerca de la naturaleza de los conceptos en el contexto de las ciencias cognoscitivas.

Palabras clave: Mapas conceptuales. Ciencias cognoscitivas. Conceptos. Conocimiento. Lenguaje.

Abstract: This paper attempts to situate the notion of concept held by the proponents of concept maps within the four categories of analysis identified by Margolis and Laurence (2006) as representative of the most relevant discussions about the nature of concepts in the context of cognitive science.

Keywords: Concept maps. Cognitive science.
Concepts. Knowledge. Language.

Introducción

Los mapas conceptuales son herramientas gráficas que tienen como propósito hacer explícitas las estructuras proposicionales involucradas en los procesos de construcción del conocimiento humano (Novak y Cañas, 2010). Fueron desarrollados inicialmente por Joseph Novak y su equipo de investigación durante la década de los setenta del siglo pasado, en atención a las reflexiones del psicólogo David Ausubel (1963, 1968) acerca del aprendizaje significativo (Novak y Cañas, 2010). Desde entonces, su popularidad como recurso didáctico ha ido en aumento; y, en la actualidad, su uso se ha vuelto cada vez más extendido en los ambientes educativos (Novak y Cañas, 2010).

En vista de ello, y dada la centralidad de la noción de concepto dentro de la propuesta general de los mapas conceptuales, resulta de particular importancia, desde un punto de vista epistemológico, elucidar qué se entiende por concepto en el marco de estas herramientas de representación del conocimiento. Tal y como reconocen Cañas y Novak (2009), responder a esta pregunta es un requisito esencial para comprender los mapas conceptuales y para aprender a elaborarlos y a utilizarlos. Sin embargo, abordar esta tarea desde una perspectiva crítica fundamentada en el estudio de la cognición humana impone ciertas limitaciones teóricas y metodológicas, algunas de las cuales se señalarán a continuación. Por un lado, es necesario hacer notar que existe una condición de aislamiento entre las teorías sobre conceptos emanadas de las disciplinas afines a la ciencia cognitiva (particularmente, la filosofía de la mente, la psicología cognitiva y la teoría del lenguaje) y la noción de concepto que priva en los mapas conceptuales, pues —hasta donde sabemos— en ninguno de estos dos ámbitos de investigación se discute, critica o, tan siquiera, se considera el trabajo proveniente del otro. Esto no significa que no sea posible establecer ciertos paralelismos entre algunos de los enfoques del primer grupo y la visión acerca de los conceptos sostenida por Novak y sus colaboradores;
sin embargo, la naturaleza de estos puntos de intersección resulta ser más de carácter contingente que producto de un intercambio académico entre las partes. Por otro lado, es importante aclarar que la aproximación a los conceptos avanzada hasta el momento por los proponentes de los mapas conceptuales no se presenta como una teoría plenamente articulada, sino más bien como un conjunto de ideas generales —por momentos, inconexas— en torno de este objeto de estudio. Por esta razón, muchos de los elementos de juicio que podrían ayudarnos a discernir aspectos relevantes de la noción de concepto detrás de los mapas conceptuales no pueden extraerse directamente de formulaciones explícitas en ese contexto, sino que habrá que buscarlos en el análisis y extrapolación de las consecuencias potenciales que de ellas se desprenden.

Ahora bien, en la esfera de los estudios sobre la cognición, quizás la sistematización más completa disponible a la fecha a propósito del pensamiento conceptualista resida en los trabajos de los profesores Eric Margolis y Stephen Laurence (1999, 2006), quienes se han dado a la tarea de realizar un escrupuloso examen de las distintas posiciones teóricas al respecto en áreas como la filosofía, la psicología y la lingüística. De acuerdo con los resultados de las investigaciones conducidas por estos autores, cuatro de los tópicos más significativos en el rumbo de la discusión sobre los conceptos en ciencia cognitiva han sido los siguientes: la ontología de los conceptos, su estructura, su estatus dentro del debate entre empirismo e innatismo y su relación con el lenguaje natural (Margolis y Laurence, 2006). Siendo así, en lo sucesivo, intentaremos situar —sin ánimo de exhaustividad— la noción de concepto que nos ocupa en el marco de estas cuatro categorías de análisis.

Ontología de los conceptos

Tradicionalmente, la cuestión sobre el estatus ontológico de los conceptos ha sido abordada desde tres perspectivas distintas: ya sea entendiéndolos como entidades abstractas, como representaciones mentales, o bien como habilidades cognitivas (Margolis y Laurence, 2006).
De estas tres alternativas, la que resulta más cercana al pensamiento que se desprende de la propuesta de los mapas conceptuales es la que identifica los conceptos con las habilidades presentes en los agentes cognitivos para discriminar aquello a lo que los conceptos se refieren de aquello a lo que no. Si bien Novak y Cañas (2008) definen un concepto como “…una regularidad percibida en eventos u objetos, o registros de eventos u objetos…” (1), es decir, como un patrón directamente observable en el mundo físico; su correlato cognitivo —su existencia en la mente— parece corresponder precisamente a la habilidad del sujeto cognoscente para reconocer esas regularidades en los eventos o los objetos. Al respecto, los autores señalan que, desde el nacimiento, los seres humanos venimos equipados con una capacidad innata, producto de nuestra herencia filogenética y quizás presente en otras especies, para discernir regularidades en el mundo que nos rodea, lo cual se verifica a partir del mismo momento en que el niño logra distinguir, por ejemplo, los sonidos particulares de la madre o del padre respecto de otros ruidos a su alrededor (Cañas y Novak, 2009; Novak y Gowin, 1984). Según afirman, el aprendizaje temprano de los conceptos se llevaría a cabo por medio de un proceso de descubrimiento que ocurriría aún antes de la adquisición del lenguaje natural, y que sería, en gran medida, lo que la posibilitaría (Cañas y Novak, 2009; Novak, 1998; Novak y Gowin, 1984). Este proceso consistiría, primeramente, en reconocer los patrones o regularidades en cuestión, para luego asociarlos consecuentemente con las etiquetas que los adultos utilizan para referirse a ellos, siendo esto último prerrogativa de nuestra especie (Cañas y Novak, 2009; Novak y Gowin, 1984).

Estructura de los conceptos

Al igual que ocurre en medio de la discusión sobre el estatus ontológico de los conceptos, existen variadas propuestas acerca de su estructura o composición interna. Entre las más relevantes, podemos mencionar: las que atribuyen a los conceptos una estructura definicional en virtud de las condiciones necesarias y suficientes para que un concepto sea aplicable; las que les asignan una estructura probabilística, ya sea por proximidad a un prototipo o a un ejemplar, o bien por parecido familiar; las que les adjudican una estructura basada en conocimiento, explicaciones o teorías sobre un dominio en particular, donde el contenido de un concepto aparece definido por su relación con otros conceptos; y las que consideran los conceptos como átomos (en el sentido etimológico del término) carentes de estructura interna, cuyo contenido está determinado por una relación causal con el mundo (Margolis y Laurence, 1999, 2006). De acuerdo con la definición de concepto planteada por Novak y sus colaboradores, en principio, podríamos situar esta posición entre las que atribuyen a los conceptos una naturaleza atómica; pues, si decimos que un concepto es “…una regularidad percibida en eventos u objetos, o registros de eventos u objetos, designada por una etiqueta” (Novak y Cañas, 2008, 1), su contenido equivaldría a la relación causal apropiada para reconocer la regularidad a que éste se refiere en el plano físico. En efecto, estos autores se sirven de la metáfora del átomo con el fin de ilustrar cómo los conceptos se vinculan entre sí para formar proposiciones (moléculas), las cuales, a su vez, constituirán las principales unidades significativas de todo conocimiento (Cañas, 2009; Novak, 1998). Otro punto en el que coincide el atomismo conceptual, así llamado, y la propuesta de los mapas conceptuales radica en entender los términos con que se designa a los conceptos como meras etiquetas asociativas carentes de poder descriptivo. Cañas y Novak (2009) señalan, por ejemplo, que, si bien las etiquetas para la mayoría de los conceptos están constituidas por palabras, también es posible utilizar signos gráficos, tales como + o %, para desempeñar la misma función. Sobre esto volveremos al referirnos a la relación entre los conceptos y el lenguaje natural.

Más allá de esta primera aproximación, existen, sin embargo, aspectos de la propuesta de los mapas conceptuales que resultan incompatibles con la idea de una estructura conceptual atómica. En concordancia con los principios del aprendizaje significativo, Novak (1998) afirma que el significado de un concepto está constituido por el conjunto de todas las proposiciones aprendidas en las que ese concepto aparece. De este modo,
la riqueza de contenido de un concepto aumentaría exponencialmente conforme se adquieren más y más proposiciones válidas donde se relacione al concepto en cuestión con otros conceptos (Novak, 1998). En este sentido, Cañas y Novak (2009) argumentan que los conceptos no pueden existir en aislamiento, sino que tienen que formar parte de un sistema conceptual cuyos elementos se definan por sus relaciones con los demás. Cuando utilizamos un concepto, señalan, su etiqueta apunta a nuestra estructura conceptual, la cual, en el caso de los conceptos que se refieren a objetos, suele estar constituida por una categoría que describe todas las posibles variaciones en las características del objeto (Cañas y Novak, 2009). Evidentemente, estas afirmaciones riñen con la definición inicial de concepto de la que parten estos autores, y colocan su propuesta más cerca de las posiciones que atribuyen a los conceptos una estructura teórica. Desde esta perspectiva, no queda claro si debemos entender finalmente los conceptos como regularidades percibidas asociadas con una etiqueta —es decir, como unidades atómicas— o como acumulados de conocimiento que involucran activamente a otros conceptos y que, consecuentemente, requieren de procesos cognitivos de más alto nivel que el de la percepción.

Creemos que la fuente de esta ambigüedad obedece a un fenómeno ya antes reconocido por Gorski y Tavants (1960), esto es, que los conceptos desempeñan una doble función. Según señalan:

…como parte de los juicios, [un concepto] constituye la idea exacta de los caracteres de un objeto que lo distinguen de todos los demás. La otra función, la más importante, consiste en su capacidad para reflejar en la idea un resultado más o menos completo, una suma de conocimientos. Es una idea compleja, la suma de una larga serie de juicios e inferencias precedentes que definen elementos esenciales del objeto. El concepto como resultado de la cognición es un conjunto de numerosos conocimientos sobre el objeto, obtenidos ya y condensados en una idea. (Gorski y Tavants, 1960, 39-40)

Visto así, podríamos decir que, mientras la noción de concepto como unidad atómica privilegia en cierto modo la primera de estas funciones, la caracterización basada en acumulados de conocimiento favorece la segunda. Sin embargo, el hecho de que en el marco de los mapas conceptuales se abarquen ambas funciones no es garantía de que exista coherencia interna dentro de la propuesta misma. Antes bien, parecería necesario, o abandonar la definición de concepto como una regularidad percibida en favor de otra que incorpore, como se dijo, relaciones con otros conceptos y procesos cognitivos superiores, o explicitar de manera precisa cómo es que se visualiza la articulación entre estas dos perspectivas, lo cual no se presenta como una tarea sencilla.

Situación de los conceptos dentro del debate entre innatismo y empirismo

Durante los últimos sesenta años, la reflexión acerca del innatismo recobró relevancia de la mano de los argumentos de Noam Chomsky (1959) sobre la pobreza de estímulos en la adquisición del lenguaje. En el ámbito de los conceptos, la propuesta más representativa de esta línea de pensamiento ha sido el llamado innatismo radical de Jerry Fodor (1975), según el cual todos los conceptos léxicos (aquellos que comúnmente se designan por medio de una sola palabra) han de ser innatos. De acuerdo con Fodor (1975), para que un concepto pudiese ser aprendido, se requeriría de un proceso de formulación y confirmación de hipótesis, pero paradójicamente la elaboración de una hipótesis acertada involucraría de antemano la posesión del concepto por aprender. En correspondencia con la multiplicidad de críticas de que ha sido objeto está posición y el escepticismo que la rodea, la gran mayoría de las teorías contemporáneas sobre conceptos se adhiere, en cierta medida, a un empirismo moderado, en el sentido de considerar los mecanismos de la percepción y el aprendizaje como la fuente primaria para la adquisición de conceptos, sin caer necesariamente en el verificacionismo o concebir —al estilo de los empiristas de los siglos XVII y XVIII— los conceptos como copias exactas de las impresiones sensoriales (Margolis y Laurence, 2006).

Según lo que se ha discutido hasta el momento, la propuesta de los mapas conceptuales se suma claramente a esta segunda perspectiva. Si bien, se afirma que las habilidades para reconocer regularidades en objetos o eventos son innatas en el ser humano, al ser las regularidades mismas lo que determina el contenido de los conceptos (Cañas y Novak, 2009), éstos sólo podrían ser adquiridos a partir de la experiencia, tanto personal como cultural. Al respecto, Novak (1998) señala que el significado de un concepto es distinto para cada individuo en función de la forma en que haya experimentado la combinación entre pensamientos, emociones y acciones a lo largo de su vida. En otras palabras:

Cada uno de nosotros ha tenido una secuencia única de experiencias; por consiguiente, cada uno de nosotros ha construido sus propios significados idiosincráticos. Sin embargo, existe suficiente coincidencia entre nuestros significados como para que podamos utilizar las etiquetas del lenguaje común con el fin de compartir, comparar y modificar significados. (Novak, 1998, 36)

Desde este enfoque, la cultura constituye el vehículo por medio del cual se logran adquirir los conceptos que han venido siendo construidos, empleados y transmitidos a través de las generaciones. Además, el contexto escolar, como mecanismo catalizador de la cultura, posibilita que los niños aprendan estrategias para organizar eventos y objetos que les permitan apreciar nuevas regularidades y reconocer las etiquetas que las representan (Novak y Gowin, 1984). Según Novak y Cañas (2008), este proceso se ve favorecido cuando existe disponibilidad de experiencias concretas o apoyos de carácter práctico.

Por otra parte, Novak (1998) enfatiza en el contraste entre la perspectiva constructivista que subyace a los mapas conceptuales y la visión defendida por el empirismo y el positivismo lógico. En este sentido, subraya que, mientras la última considera que la validez de un conocimiento reside en su verificabilidad, el constructivismo admite que solamente podemos hacer afirmaciones sobre cómo creemos que se comportan los fenómenos, sin aspirar a una certeza absoluta (Novak, 1998). Sin embargo, esta distinción se vuelve borrosa a la luz de algunos de los aspectos contemplados dentro de la propuesta de los mapas conceptuales. En primer lugar, el definir un concepto como una regularidad o patrón percibido es indicativo de una aproximación estrictamente referencial a la función de los conceptos, es decir, presupone que éstos guardan una relación inmediata con la experiencia sensorial y, en consecuencia, resultan susceptibles de verificación en términos empíricos. En segundo lugar, cuando se dice que las proposiciones —las unidades básicas del significado— son enunciados acerca de algún objeto o evento en el mundo (Novak y Cañas, 2008), se privilegia nuevamente una posición denotativa respecto de la significación y el conocimiento en general. Esto sin profundizar en el hecho de que, por momentos, parece tratarse a los conceptos como equivalentes de los objetos o eventos a que hacen referencia. Finalmente, Novak (1998) señala que, en el ámbito de las ciencias y, específicamente, en el de las ciencias sociales, existen dificultades para reconocer regularidades en los objetos o los eventos debido a que se suele carecer de registros precisos sobre ellos y se tienden a confundir los hechos con los productos de la actividad humana, cuyo significado está sujeto a interpretación. Asimismo, se afirma que esta dificultad para identificar patrones también está presente a la hora de trabajar con términos abstractos, tales como “evolución” o “constructivismo” (Cañas y Novak, 2009). Si bien es cierto que la ausencia de registros precisos y la necesidad de recurrir a mecanismos de interpretación representarían serios problemas para una posición empirista o positivista fuerte, no vemos por qué habrían de serlo desde una perspectiva que asume el conocimiento como un proceso en constante construcción, donde lo que se intenta es precisamente ofrecer aproximaciones a los fenómenos, no verdades absolutas.

Relación entre los conceptos
y el lenguaje natural

En ciencia cognitiva y sus disciplinas afines existe un importante debate en torno de la relación entre los conceptos —y, en general, los procesos de pensamiento— y el lenguaje natural, cuyas consecuencias son cruciales para comprender tanto la naturaleza y función de los conceptos como la del lenguaje mismo. Básicamente, la discusión puede ser planteada en la forma de las siguientes dos preguntas: ¿pueden existir conceptos en ausencia de lenguaje? y, en todo caso, ¿cuál es el orden de prioridad entre los conceptos y el lenguaje natural en nuestra especie? (Margolis y Laurence, 2006).

Respecto de la primera pregunta, algunos autores —en su mayoría partidarios de la teoría computacional de la mente— argumentan que la observación de ciertas formas de procesamiento cognitivo, tales como la acción calculada, el aprendizaje conceptual y la integración perceptual, en especies no verbales sólo puede ser explicada atribuyendo a estos organismos sistemas de representación interna, los cuales evidentemente serían distintos e independientes del lenguaje natural (Fodor, 1975). No obstante, otros investigadores señalan que existen diferencias de grado significativas entre los sistemas de representación presentes en otras especies y el que caracteriza a la nuestra, y que tales diferencias obedecen primariamente a la posesión del lenguaje natural (Arce, 2010; Barahona, 2012, 2013). De este modo, los conceptos vendrían a ser entendidos no como cualquier forma de representación mental, sino como una que, entre otros atributos, estaría siempre mediada lingüísticamente.

En cuanto a la segunda pregunta, además de apelar al argumento mencionado sobre las operaciones cognitivas en organismos no verbales, los defensores de la idea de que los conceptos tienen precedencia respecto del lenguaje justifican su posición sobre la base de las tesis siguientes: (a) el lenguaje es ambiguo en formas en las que el razonamiento no lo es; (b) el lenguaje es aprendido y, por tanto, el pensamiento es anterior; y (c) es posible formular nuevos conceptos que posteriormente recibirán un nombre (Fodor, 1975; Pinker, 1994). Por el contrario, autores como John Ellis (1993) consideran el lenguaje natural como nuestro medio de categorización por excelencia. Según afirma, debido a que la realidad se nos presenta, en todo momento, como un fenómeno continuo, nuestra posibilidad de comprenderla, comunicarla y operar sobre ella está sujeta a un proceso previo de análisis, evaluación, organización y, sobre todo, simplificación de la experiencia (Ellis, 1993). Así, las categorías y conceptos con que intentamos comprender la realidad no derivan directamente de la estructura del mundo, antes bien, dependen de la actividad organizativa del lenguaje y de los propósitos de sus hablantes: “una palabra en una lengua encarna la decisión de tratar un rango particular de cosas como si fueran lo mismo, y de tratar todo lo que se sale de él como algo distinto” (Ellis, 1993, 30).

Desde esta perspectiva, los argumentos de la contraparte se desprenden del error de entender el lenguaje como nada más que un conjunto de palabras y reglas que permite comunicar información y evocar significados sin que éstos le sean inherentes, negando así su posición central dentro de los procesos cognitivos superiores de nuestra especie. En consecuencia, tales argumentos podrían ser objetados como sigue. En primer lugar, la supuesta ambigüedad e imprecisión del lenguaje respecto de los procesos de pensamiento simplemente evidencia los límites de la lógica convencional y su incapacidad para lidiar con el verdadero razonamiento humano, aquel cuyo instrumento central radica en las lenguas que hablamos diariamente (Ellis, 1993). En segundo lugar, como se dijo, la diferencia entre los procesos cognitivos de los seres humanos frente a los de las demás especies y de los adultos frente a los de los niños en etapas tempranas de su desarrollo corresponde a una distinción en cuanto a su grado de complejidad y a su capacidad para simplificar, jerarquizar y valor la experiencia, para lo cual el lenguaje es imprescindible (Ellis, 1993). Por último, la posibilidad de que haya conceptos carentes de un nombre no significa que éstos ocurran fuera del lenguaje natural, pues casi indudablemente estarán constituidos por definiciones, descripciones, caracterizaciones u otras estructuras de índole lingüística (Ellis, 1993).

En este contexto, la propuesta de los mapas conceptuales se perfila como una posición híbrida respecto de las preguntas antes formuladas, esto es, admite cierta injerencia de la facultad lingüística en la formación y uso de los conceptos, pero supone que estos últimos son anteriores al lenguaje en orden de explicación. Novak y Gowin (1984) afirman que “aunque es posible que otros animales también reconozcan regularidades en eventos u objetos, los humanos parecen ser únicos en su capacidad para inventar y utilizar el lenguaje (o símbolos) para etiquetar y comunicar estas regularidades percibidas” (4). De este modo, si recordamos que para estos autores el aprendizaje conceptual consiste en identificar patrones y asociarlos consecuentemente con etiquetas constituidas por palabras o signos gráficos (Cañas y Novak, 2009; Novak y Gowin, 1984), podríamos asumir que la presencia del lenguaje natural, al menos en este sentido particular, promueve una distinción entre los conceptos humanos y lo que ocurre en el resto de las especies. Sin embargo, cuando consideramos el papel que atribuyen los proponentes de los mapas conceptuales al lenguaje dentro del complejo de la cognición humana, se hace evidente que la dimensión lingüística de los conceptos es percibida como un componente ancilar. Primeramente, como ya se mencionó, en el marco de esta propuesta se sostiene que el aprendizaje de los primeros conceptos no sólo precede a la adquisición del lenguaje, sino que es una condición necesaria para que ésta ocurra (Cañas y Novak, 2009; Novak, 1998; Novak y Gowin, 1984). Hasta donde se puede apreciar, estos conceptos tempranos no tendrían, entonces, un estatus cognitivo distinto —como conceptos propiamente dichos— del de aquellos que aparecen ya mediados lingüísticamente en los niños mayores o los adultos. Por otra parte, se estima que las palabras asociadas a los conceptos desempeñan una función estrictamente nominal, es decir, sirven como etiquetas para nombrarlos y comunicarlos, pero carecen de cualquier valor cognitivo ulterior (Cañas y Novak, 2009; Novak, 1998). Por ejemplo, Novak y Gowin (1984) recomiendan que en el medio escolar es necesario ayudar “…a los niños a darse cuenta de que el lenguaje no crea los conceptos, sino que tan sólo proporciona los signos que utilizamos para designarlos” (30). Bajo este supuesto, no resulta del todo sorprendente que estos autores planteen que las etiquetas de los conceptos puedan estar igualmente constituidas por signos gráficos —entre ellos, siglas, letras, símbolos matemáticos, etc.— (Cañas y Novak, 2009); aunque cabe preguntarse qué objeto tiene establecer tal distinción si, en última instancia, todo signo convencional no es sino una reducción del lenguaje natural, claramente representable por medio de palabras.

Consideraciones finales

A lo largo de esta discusión, se ha intentado situar la noción de concepto que sostienen los proponentes de los mapas conceptuales dentro de las cuatro coordenadas identificadas por Margolis y Laurence (2006). De acuerdo con ello, podríamos caracterizar, en términos muy generales, la aproximación de Novak y sus colaboradores de la siguiente manera. Ontológicamente hablando, se entiende por concepto la habilidad de un sujeto cognoscente para reconocer regularidades en los objetos o los eventos. En el plano estructural, parece oscilarse entre una posición atomista y una visión basada en acumulados de conocimiento. En lo que concierne a la cuestión entre el innatismo y el empirismo, se tiende a favorecer un empirismo moderado que, sin embargo, se acerca por momentos al verificacionismo. Finalmente, en cuanto a la relación entre los conceptos y el lenguaje natural, se asume que éstos son anteriores en orden de explicación a la facultad lingüística, a la cual se le atribuye, a su vez, una función estrictamente comunicativa. Aunque no ha sido el propósito del presente trabajo analizar las implicaciones que este enfoque particular podría acarrear desde un punto de vista educativo, creemos haber aportado elementos de juicio para promover la reflexión futura al respecto.

Referencias

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Mario Barahona Quesada (mbarahona@uned.ac.cr). Bachiller en Filología Clásica (Universidad de Costa Rica) y Magister Scientiae en Ciencias Cognoscitivas (Universidad de Costa Rica). Investigador del Programa de Investigación en Fundamentos de la Educación a Distancia (PROIFED) de la Universidad Estatal a Distancia (UNED). Entre sus publicaciones figuran:

Barahona, M. (2012). El argumento del cuarto chino y la hipótesis del lenguaje del pensamiento. Humanitas, 9 (9), 190-204.

Barahona, M. (2013). Algunas consideraciones sobre el concepto de representación desde la perspectiva de las ciencias cognoscitivas. Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, 52 (133), 9-16.

Barahona, M. (2013). El papel de la investigación teórica en la construcción del conocimiento: Una reflexión desde la UNED. Rupturas, 3 (1), 2-16.

Barahona, M. (2013). Hacia una caracterización del engaño en el contexto de la Teoría de Dinámica de Tropas. Káñina, 37 (1), 155-166.

Recibido: 13 de setiembre de 2018

Aprobado: 6 de junio de 2019