Hugo Ibarra Ortiz

La fundamentación dialógica
de la ética por Karl Otto Apel

Resumen: Este artículo intenta explicar e interpretar la ética discursiva de Karl Otto Apel y su fundamentación última. En un momento histórico donde pareciera que ya no se debe fundamentar nada, en donde las ideas han sido rebasadas por la contundencia de los hechos, en una época en donde la modernidad se ha puesto en tela de juicio y ha nacido la posmodernidad, en un instante donde las democracias se tambalean por falta de diálogo, es necesario investigar y elucidar la postura filosófica de un pensador honesto y consecuente con su postura, como Apel. Aquí explico cuáles son los tópicos filosóficos de los cuales parte para construir su propio discurso. Además, examino críticamente su propuesta ética.

Palabras clave: Fundamentación, Argumen-tación, Diálogo, Consenso, Ética.

Abstract: This article tries to explain and interpret the discourse ethics of Karl Otto Apel and their ultimate Foundation. In a historic moment where it seems that nothing has a foundation; where the ideas have been surpassed by the forcefulness of the facts; in an era where modernity has been questioned and Postmodernity is born; at a moment where democracies falter due to the lack of dialogue, it becomes necessary to investigate and elucidate the philosophical position of a thinker as honest and consistent with his position as Apel. Here I explain the philosophical topics upon which he builds his own discourse. In addition, I examine his ethics proposal critically.

Keywords: Reasoning, Argumentation, Dialogue, Consensus, Ethics.

1. Introducción

En un mundo como el presente, donde hay distintas posturas respecto a la filosofía en general, y en la ética en particular; en una situación donde se vive una ligereza en la normatividad; en una posmodernidad que ha traído como consecuencia mil justificaciones de cualquier posición, algunas muy extravagantes; en una era del consumo, donde lo único importante es producir y comprar; en una democracia con ciudadanos light, huidizos ante el compromiso político; donde la política se ha vuelto sólo una mera transacción comercial y no se ve por los intereses de la mayoría; en una sociedad como la actual, donde se pondera con mayor presteza al bufón que al pensador; ante un escenario así, es menester una postura ética consensual para el bien de todos.

Karl Otto Apel, fallecido en mayo del 2017, fue un testigo finisecular y un pensador de gran talla. En este artículo deseo exponer su intento de fundamentación última de la ética. Apel, al igual que Jürgen Habermas, quisieron darle a la filosofía un giro ético. Si ya se había dado un giro lingüístico con Martin Heidegger y con Ludwig Wittgenstein, lo pretendido por Apel era refundar la ética kantiana a la luz de la pragmática trascendental. Apel fue un filósofo que no sólo se preocupó por una teoría de la verdad, además busco la conexión entre filosofía y teoría social.

Después de la Segunda Guerra Mundial ya nada fue igual. La generación que sufrió esta hecatombe, como en el caso de Apel, se dividieron en dos bandos. Los que aún creían en la posibilidad de fundamentar la filosofía y sus némesis. Karl Otto Apel fue en ferviente creyente de la capacidad de diálogo y del discurso humano. Las razones y no la fuerza es lo que debe privar, según su postura. Por lo cual se da a la tarea de elaborar una teoría de la verdad consensuada para de allí partir para fundamentar una ética del discurso, de la argumentación. Karl Otto Apel está convencido en el ejercicio de logos como posibilidad para el ser humano salir de sus problemas tanto epistémicos como éticos.

2. La metamorfosis de la filosofía

“Hoy en día el título Transformación de la filosofía podría contraponerse fácilmente al título más atractivo y más actual para muchos jóvenes “La muerte de la filosofía” o al menos la decadencia de la filosofía” (Apel, 1985, 5). Así comienza sus razonamientos Karl Otto Apel. La filosofía no ha muerto, sólo se transforma. Apel pertenece, junto con Jürgen Habermas, a lo que ha sido llamada la Escuela de Fráncfort. Bajo la tutela del mismo asesor, Apel se doctoró con la tesis sobre Ser y tiempo y Habermas haciendo lo propio sobre Adorno. Herederos de un marxismo continental, bien pronto Apel se desilusionaría de éste al ver las tropas soviéticas invadir Polonia. Los dogmas caen y las ideologías también. Hermeneuta crítico de la ideología: “que Auschwitz no se repita”; humanista cuasi renacentista, antropólogo del conocimiento, transformador de la subjetividad trascendental kantiana, defensor de la fundamentación última, ético dialógico de la responsabilidad. Su reflexión nace de una insatisfacción producida por los discursos relativos y relativizantes de su época. Brota de un descontento de su entorno. Apel sale del yo moderno de una manera muy distinta a la de los posmodernos, a la de sus contemporáneos; es el nosotros quien lo salve del fastidio posmoderno. Pero va a ser la ética la parte que más interese al trabajo de comparación:

La transformación de la filosofía significa transformar la filosofía trascendental clásica de la conciencia, que parte del individualismo metódico, en una filosofía trascendental del lenguaje que reconoce el carácter dialógico, comunicativo de la razón. Es precisamente esta razón comunicativa la que podrá asumir en nuestros días la tarea de fundamentar una ética racional. (Apel, 1985, 68)

El giro pragmático-hermenéutico, o pragmática trascendental como también se le denomina, emana a partir de una pareja de gemelos opuestos: la filosofía analítica y la hermenéutica existencial. Los padres son Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein. Pero en tal maridaje intervino, de manera decisiva, Charles S. Peirce y sus estudios semióticos: “se trata de una filosofía trascendental del lenguaje, nacida después de Hegel, que contempla la posibilidad de una progresiva superación de la evidencia fenoménica en dirección de la verdad intersubjetivamente válida de la interpretación de los signos de tal posibilidad...” (Apel, 1987, 197). La semiótica trascendental peirciana le da la oportunidad a Apel de salirse de un solipsismo monadológico husserliano.

A mi juicio la concepción desarrollada por Charles S. Peirce acerca de la formación del consenso en la comunidad científica puede ofrecer una primera idea de cómo cabe pensar todavía filosóficamente una transformación de la filosofía de los grandes pensadores. Según Peirce esta comunidad de experimentación y de reinterpretación desplazaría a la época del apriorismo solipsista basada en la evidencia y establecería de forma metódicamente controlable como concreción del sujeto trascendental kantiano aquel consenso veritativo, que en la época en que precedió según Peirce al método a priori de los grandes pensadores individuales, se obtuvo coactivamente utilizando el método de la autoridad. (Apel, 1985, 12)

Esta cita tan larga es importante para resaltar la influencia que tiene Peirce en el discurso filosófico de Apel. El intento es transformar la filosofía trascendental kantiana. Para esto utiliza la hermenéutica de Martin Heidegger. Apel atribuye a Heidegger el haber disuelto la dicotomía sujeto-objeto cartesiana, con su comprensión de los entes. Pero Apel considera que la concepción heideggeriana de la verdad está en un error, porque: “ha desarrollado la problemática de la constitución del sentido del mundo incluida en la estructura anticipativa del comprender, pero ha atribuido la problemática de la validez del sentido a una filosofía trascendental perteneciente a la metafísica que debe ser dejada de lado” (Apel, 1985, 41). Esto lo dicen también Richard Rorty y Jaque Derrida acerca de Heidegger: vierte vino nietszcheano en odres kantianos. En efecto, parece ser que Heidegger no se sacudió la metafísica por él mismo condenada: una fe ciega en el destino del ser. Este destino, para Apel, difícilmente superará la filosofía trascendental kantiana; es menester una transformación de la misma mediante una filosofía que tenga en cuenta la estructura anticipativa del comprender en todas sus formas. Esto es: la estructura preliminar del ser-en-el-mundo, la cual determina

…la precomprensión propia de todo comprender actual; esta estructura contiene (...) presupuestos históricos contingentes, sino también irrefutables presupuestos del logos, presuposiciones trascendentales pragmáticas de la argumentación. Esta tendencia me llevó a la concepción de una hermenéutica trascendental y de una pragmática trascendental. (Apel, 1987, 176)

Él mismo confiesa que son de inspiración peirciana sus ideas, ya que Peirce nunca abandonó el arquetipo kantiano de las ideas reguladoras para el progreso del conocimiento, el motivo normativo teorético.

Por otro lado, hay una valoración por parte de Apel de la hermenéutica existencial de Heidegger y de Hans G. Gadamer. Pero ¿cómo puede dicha hermenéutica ayudar a la transformación de la filosofía? Apel considera algunas tesis que pueden ayudar: “A mi juicio la hermenéutica sufrió en Heidegger una radicalización ontológica y existencial cuya relevancia gnoseológica quedó patente ante todo, al superar la idea que la comprensión es un método que compite con la explicación analítico causal para responder científicamente a las preguntas sobre el porqué” (Apel, 1985, 24). En efecto, la hermenéutica le parece a Apel la mejor vía para explicar las cuestiones sobre el ser humano. Además, ayuda de manera significativa para el proceso de la transformación de la filosofía. Su ética se nutrirá con esta posición.

Otros que inciden de manera decisiva en la formación de los conceptos, de las estrategias, de las unidades discursivas de Apel son Wittgenstein, Alfred Tarski, Bertrand Russell y Willard van Orman Quine, es decir, la filosofía analítica. Estos filósofos habían propuesto un análisis lógico del lenguaje y hasta se habían atrevido a decir, más específicamente Wittgenstein, que la lógica subyace a la estructura del mundo, que es condición sine qua non de la existencia del mismo. Por otro lado, Tarski ofrece el siguiente argumento contra los realistas, asegurando que se deben conformar con toda la realidad que quepa en un enunciado como: “la nieve es blanca si y solo si la nieve es blanca”. Todo realismo al que se puede referir el conocimiento no es más que el que está enunciado en la teoría semántica-formal-lógica de Tarski. Pero, ¿de hecho la teoría de Tarski se refiere a la realidad? ¿Y si es ésta la única realidad que puede abordar el conocimiento se queda en una visión epistémica extrema?

En la filosofía analítica hay una aporía, una contradicción, una inconsistencia. “Tal aporía es debida al hecho de que hasta hoy la filosofía orientada en sentido lógico-lingüístico no ha logrado poner en pie nada que pueda equivaler a la tematización reflexiva de la evidencia fenoménica de la autoconciencia en la filosofía trascendental clásica” (Apel, 1985, 182). La pregunta sería si esa filosofía intenta endilgar una evidencia apodíctica e irrefutable. Lo cierto es que con sus metalenguajes y sus metateorías, sostiene Apel, no conseguirán nada; está destinada al fracaso, pues los metalenguajes no pueden concluir. “Así hablar de la correspondencia entre enunciados y hechos es hablar criteriológicamente en el vacío, pues los hechos se han definido a priori como aquello con lo que se corresponden los enunciados verdaderos” (Apel, 1991, 88). Esto va en contra de la ontosemántica-formal del primer Wittgenstein y en contra de Tarski.

Con Wittgenstein y contra Wittgenstein. Tras su desencanto de sí mismo, de la lógica, de la ontosemántica-formal, Wittgenstein se refugia en el hogar del ser, diría Heidegger, en el lenguaje natural, en los juegos del lenguaje. Para Wittgenstein la cuestión central es ¿cómo conocemos de hecho que un hombre sigue una regla? Y la respuesta que da el vienés son los juegos del lenguaje. Para Apel esto implica lo siguiente:

…un enjuiciamiento de una determinada forma de vida... es por principio imposible. Simplemente, se dan distintos juegos del lenguaje o formas de vida y ellas son el último horizonte trascendental y el último criterio sobre las reglas y su contravención… Fuera de este horizonte no hay ningún criterio de verdad y falsedad o de bondad y maldad. (Apel, 1985, 253)

Para Apel, el filósofo debe ponerse a distancia de dichos juegos de lenguaje en una actitud crítica. Esto es, no debe dejarlos pasar de lado o ignorarlos como si fuesen parloteos inocuos, sino más bien, se deben recibir con una cierta postura, con una determinada estimación. Parangonarlos, diferenciar unos de otros, clasificarlos, agavillarlos según correspondan.

A mi juicio no son los juegos lingüísticos fácticamente existentes, variados e inestables, ligados a formas de vida a sí mismas variadas e inestables, los que están en condiciones de suministrar el contexto regulativo postulado por Wittgenstein para el seguimiento de una regla; sólo es capaz el juego trascendental del lenguaje, que se presupone ya en todos ellos como condición de posibilidad y validez del acuerdo intersubjetivo. (Apel, 1985, 154)

Así, Apel con Wittgenstein acepta los juegos del lenguaje como el último horizonte inteligible, pero considera que todos estos juegos del lenguaje están ligados, encadenados a un lenguaje último en el cual son mutuamente comunicables.

Charles S. Peirce es el que bendice el maridaje que realiza Apel de la filosofía analítica y la hermenéutica existencial con su semiótica trascendental. Peirce es el fundador del pragmatismo norteamericano. Se dedicó más al magisterio y sus publicaciones fueron hechas de manera fragmentada en revistas, no construyó realmente un sistema total y acabado; sin embargo, los norteamericanos lo llaman su Kant. Estudió la lógica en todas sus direcciones, desde Kant hasta Duns Scotto. La filosofía de Peirce es una filosofía de laboratorio, así como él mismo afirma: “usa los métodos más racionales que puede descubrir para encontrar lo poco que puede encontrarse del universo, del espíritu y de la materia a partir de las observaciones que cada cual pueda hacer en cualquier momento de su vida en vigilia” (Peirce, 1997, 79). Desarrolló también una semiótica que va a ser asilada en el discurso filosófico de Apel.

“La teoría de Pierce está concebida de antemano como explicación semántica y pragmática del sentido de la verdad” (Apel, 1985, 64). Esto es, no sólo está pensada como la relación de adecuación que pudiese haber entre las palabras y las cosas, entre el significado y su referente concreto, sino también como los usos que se pueden hacer de ellas. También la teoría peirciana contiene la tridimensionalidad de la función sígnica, a saber: el uso icónico, como signo de sí mismo y de nada más; el uso indicativo del signo es con referente al objeto, el signo es signo del objeto; y el uso simbólico, que es el signo para el sujeto, el signo interpretado por el sujeto. Solo que no es el caso de un individualismo como en la época moderna, no es un signo que interprete un yo, sino que el signo siempre está a la disposición de la comunidad, es la comunidad quien lo elucida.

Para Peirce la certidumbre de una evidencia fenomenológica es a través de los signos interpretados: “la evidencia empírica de los fenómenos puede ser integrada en la verdad intersubjetivamente válida de la interpretación lingüístico conceptual” (Apel, 1987, 204). Asimismo, la teoría de Peirce otorga la reconstrucción lógica-semántica de la correspondencia con una posible explicación del sentido de la verdad. Claro que esta correspondencia no es en el sentido privadamente subjetivo, sino más bien en una comunidad interpretante.

La teoría pragmatista-normativa de la explicación del significado bajo la idea rectora de los intérpretes lógicos se puede enlazar con el esfuerzo por el consenso progresivo acerca de la verdad, incluso con el significado de la hipótesis de fondo de la precomprensión del mundo, hipótesis implícita siempre en el uso y comprensión del lenguaje. (Apel, 91, 79)

De la misma forma, la teoría de Peirce ayuda a la filosofía trascendental a darse a sí misma una orientación gnoseo-antropológica.

Lo que Peirce realiza, según Apel, es una transformación semiótica de la filosofía trascendental en sentido kantiano. En efecto, Peirce es el único filósofo que continúa con el proyecto kantiano de un a priori trascendental, solo que el a priori que postula Peirce no es subjetivo, ni idealista en ningún sentido; pero tampoco es realista, sino más bien lingüístico.

La expresión “unity consistency”, que Peirce emplea en su crítica a Kant, indica realmente la dirección en el que él mismo busca el “punto supremo” de su “deducción trascendental”: no se trata de la unidad objetiva de las representaciones (...) en un yo-conciencia, sino de la consistencia semántica de una representación de los objetos intersubjetivamemte válida, conseguida mediante signos y que, indudablemente, según Peirce, solo podemos determinar en la dimensión de la interpretación de los signos. (Apel, 1985, 160)

Para Peirce es más un pragmatismo del lenguaje, que una teoría de la lógica de la ciencia. Así, por consiguiente, el uso simbólico del lenguaje, es decir, la interpretación que realiza el sujeto del signo, no es una interpretación de un sólo individuo, sino de una comunidad de individuos. Es lo que sería más tarde en Apel la comunidad comunicativa.

Hermenéutica existencial, juegos del lenguaje, la desaprobación del falibilismo en pos de una comunidad interpretante, la pragmática del lenguaje peirceana son las tradiciones que subyacen de alguna manera a la teoría consensual de la verdad apeliana. Esto es, la verdad será puesta de manifiesto mediante una comprensión hecha por una comunidad interpretante del mundo mediado por la función sígnica del lenguaje, con una argumentación siempre en estado de superación propia. La ética entra en posesión de todo este discurso para constituirse a sí misma.

3. Su intento de fundamentación
de la ética

A Apel no sólo le interesa el campo teórico, es decir, dar los prolegómenos para construir una teoría de la verdad en este siglo en que la filosofía se ha secularizado, relativizado; también le interesan las cuestiones prácticas, las relaciones del hombre con el hombre, le incumbe la ética. Quizá nazca su preocupación de presenciar el gran holocausto nazi y, sin embargo, su intención es muy encomiable; incluso le interesa no sólo la comunidad europea, ya que ha establecido un diálogo permanente con un filósofo de la periferia, de Latinoamérica: Enrique Dussel.

Apel pasa, con su teoría del consenso, de un “yo sé” a un “nosotros argumentamos”; de un kantismo a un fenomenologismo-pierciano-hermenéutico-falibilista. Intenta demostrar que la categoría del yo pienso, del yo sé, se queda aislada, ya no procede, ha sido superada. Ahora es el advenimiento de la época del nosotros, de la comunidad comunicativa concreta. Es la etapa de la ética del discurso. “Y es que la pragmática trascendental nos ha mostrado esa relación sujeto-sujeto, en la que ya siempre somos, nos ha mostrado que la razón humana es en diálogo, no en monólogo” (Cortina, 1985, 27).

Para Apel la ética debe ser de una comunidad, es decir, desde afuera y desde adentro, no sólo de adentro como lo había supuesto la época moderna. En efecto, Hume, Kant, Hegel, Stuart Mill, James, conservaban la idea de que el ser humano estaba dividido en dos, en el afuera y en el adentro; es decir, que debía tener reglas morales para su casa, su hogar, su familia, su parroquia, su adentro; pero que debería conducirse de manera diferente ante la sociedad, ante la ciudad, el estado, la política, etc. Apel disuelve esto.

En un primer momento, es decir en la parte que él denomina A de su ética, se refiere a una comunidad comunicativa ideal. Es ideal en el sentido trascendental, es decir, es un a priori, como posibilidad de realización de la comunidad comunicativa real. Intenta esbozar aquí una ética de la comunidad comunicativa, pero bien pronto se percata que hay dos razones muy poderosas para referirse a la ética como ética del discurso; la primera es: “esta denominación se refiere a una forma especial de la comunicación el discurso argumentativo como medio para la fundamentación concreta de normas” (Apel, Dussel, Fornet, 1992, 11). Esto es, Apel está seguro que una ética nada más de la comunicación no le podrá dar la seguridad que se pueda llegar a la fundamentación de reglas normativas para la vida. Es necesaria la argumentación, el dar los razonamientos precisos, la demostración lógica, inclusive, ofrecer las razones de por qué es mejor tal norma y no otra; el simple diálogo no ayuda en nada, la argumentación es imprescindible.

La otra razón por la cual Apel se inclina a llamar a su postura ética del discurso es porque: “remite a la circunstancia de que el discurso argumentativo y no, por ejemplo, una forma cualquiera, arbitraria, de comunicación en el mundo de la vida contiene también el a priori racional de la fundamentación del principio de la ética” (Apel, Dussel, Fornet, 1992, 12). Contra Kant y Hume: el primero pensaba que el a priori racional de la ética era el imperativo categórico y el segundo, era el instinto, la pasión; o en encaramiento con Stuart Mill, quien estaba convencido que el fundamento de la ética era la utilidad. Apel les antepone la argumentación, el raciocinio, el poner en práctica esa definición del hombre tan antigua como la filosofía: animal racional. Este es el fundamento de la ética, irrecusable, pero también aborrecible para algunos.

En una sociedad abierta en que cada uno pareciera tener la verdad de las cuestiones morales o que ninguno la tuviese, en un mundo donde la diversidad cultural es cada día más promiscua, más abundante; o bien en que las sociedades están más informatizadas, en más comunicación y por lo tanto en mayor posibilidad de conocer lo que otros hacen o realizan, piensan y construyen, industrializan o destruyen; la ética de Apel trata de que se asuma una mayor “responsabilidad solidaria con relación a las consecuencias globales primarias y secundarias de la actividad colectiva de la humanidad por ejemplo, la de los usos industriales de la ciencia y la técnica además de la organización de esta responsabilidad como una praxis colectiva” (Apel, 1991, 148).

Responsabilidad, solidaridad, humanidad y praxis colectiva. Ser responsable significa: respondo, contestar a, estar comprometido con, un maridaje doblemente fuerte, reiteradamente enlazados con nuestros semejantes, son unos esponsales que nos re-ligan, pues a lo que estamos religados es lo que nos hace vivir, nos hacemos vivir. La solidaridad viene de un sentimiento de hermandad; aunque Richard Rorty deje de lado la idea de humanidad por ser un concepto metafísico, para Apel hay solidaridad porque hay humanidad y esa responsabilidad y esa solidaridad sólo se podrá realizar en una práctica de todos, todos tienen el mismo estamento para decir, para hablar, para argumentar.

No se trata de que algunos cuantos especulen qué es lo bueno para todos, ya sea el Estado, una monarquía, un burocratismo, un partido político, un grupo de filósofos; y después, todos lo sigan a pies juntillas, sino entre todos plantear lo qué es mejor para todos. “... es decir, la cooperación solidaria de los individuos ya en la fundamentación de las normas morales y jurídicas susceptibles de consenso por medio del discurso argumentativo” (Apel, 1991, 149). Es una ética formada desde las bases, esto es, desde la microfísica, desde la relación de humano a humano, familia a familia, pueblo a pueblo, sociedad a sociedad, nación a nación, esto es, una institucionalidad política de los discursos prácticos. Respecto a que la argumentación es el fundamento a priori de la ética Apel afirma:

Su dimensión verdaderamente filosófica, consiste en que la idea del discurso argumentativo, su carácter irrebasable para todo pensamiento con pretensiones de validez, debe también hacer posible una fundamentación última del principio ético a partir del cual han de derivarse siempre todos los discursos argumentativos como discursos prácticos de la fundamentación de normas. (Apel, 1991,149)

Esto es lo que verdaderamente constituye a la ética del discurso como un proyecto filosófico, como una salida racional al problema de la fundamentación de la ética en este mar de la incertidumbre, en este flujo y reflujo de corrientes alternas, paralelamente opuestas, oblicuas, perpendiculares.

La ética del discurso no es una negociación, pues la negociación siempre lleva un deje de debilidad, ambigüedad; no es un juego de ofertas y demandas donde gane el que más ofrezca a más bajo costo de compromiso o exigencia moral, tampoco es un reducirse a una fundamentación precomunicativa de la ley moral, referida al individuo autártico tal como lo pretendía Kant, no es un “yo quiero” nietzscheano de la voluntad de poder; más bien es una pretensión “estrictamente filosófico-trascendental por supuesto, en el sentido de una transformación y resolución pragmático-lingüística.” (Apel, Dussel, Fornet, 1992, 14). La transformación de la ética kantiana, de su imperativo categórico, se da a través de la semiótica trascendental peirciana, de la pragmática del signo, del lenguaje.

El yo pienso que va de Descartes, pasando por Kant hasta llegar a Husserl es descontinuado, dejado de lado, colmado por la irrebasabilidad, por la regulación de las relaciones intersubjetivas de un grupo de sujetos que el cogito cartesiano y el ego trascendental husserliano los constituye como objetos de percepción, como elementos de la experiencia, y no como co-individuos. No pueden dar ninguna de las dos posturas una fundamentación trascendental.

Es la ética del discurso quien supera y transforma una ética kantiana del reino de los fines. En la ética kantiana la libertad y la autonomía quedan referidas a un reino establecido por Dios, un reino metafísico. “Así, la certeza práctica de la libertad y la autonomía tendría que derivarse, de acuerdo con Kant en consonancia con el primado de la razón práctica a partir del deber de la ley moral, supuesta ya como válida” (Apel, Dussel, Fornet, 1992, 17). Y si Kant tiene razón ¿qué responsabilidad tiene el ser humano en la elección de lo bueno o lo malo si ya Dios lo previó todo? Ciertamente no es un determinismo, pero este argumento no vale para todos, no vale, por principio de cuentas, para los ateos, e irreligiosos; y no es que Kant ponga a Dios como el fundamento, sino que el reino de los fines a que él se atiene, no está dado por el hombre. Es menester dar un fundamento más sólido, “más acá”, más de nosotros y en favor de nosotros, un fundamento irrecusable, este es: no el yo pienso, como ya se vio, sino el nosotros argumentamos.

Esta transformación de la ética kantiana por medio de una semiótica trascendental viene a mostrar dos cosas: primero, debemos suponer las condiciones normativas de posibilidad de un discurso argumentativo ideal. Y por lo tanto, esto es lo segundo, estamos aceptando la ética del discurso. Así pues, si nosotros aceptamos que el yo pienso cartesiano queda rebasado por un yo argumento de tipo apeliano, estamos suponiendo que debemos tomar en cuenta cuáles son las condiciones de posibilidad de tal argumentación y dichas condiciones no pueden ser sino éticas; terminamos aceptando la ética del discurso.

Contra los escépticos y relativistas, contra los cínicos y teóricos irónicos, contra los deconstructores y roedores, Apel destaca la argumentación como horizonte irrebasable, pues hasta el más testarudo de los irracionales argumenta. Claro está que Apel está suponiendo que dicha argumentación debe ser “honesta y temáticamente ilimitada,”1 pretende que su interlocutor sea honesto, que no diga mentiras o bien que argumente de acuerdo a algunas reglas preestablecidas. Ya que para él todos los involucrados en la discusión ética de un cierto tema deben estar totalmente interesados en la resolución del tema o del conflicto. Así pues, la ética del discurso pretende tener muy en cuenta la honestidad de los interlocutores, de los argumentistas para llegar a un consenso: “Precisamente en ello reside el punto de la fundamentación reflexiva última de la ética” (Apel, Dussel, Fornet, 1992, 19).

Apel se refiere a los argumentadores serios, honestos, a aquellos que se saben en una comunidad real; esto es, insertos en la vida cotidiana de la problemática, seres humanos envueltos por contrariedades, conflictos, dilemas. La otra característica de un argumentador serio es que se sabe referido a una comunidad argumentativa ideal, es decir, para poder comunicarse debe suponer una normatividad de tipo ideal, universalmente válida. Esta idealidad no es de tipo platónica o plotiniana, sino como ideal en sentido de modelo, de esquema preferible.

Pero, ¿cuáles son estas normas universales? He aquí la parte B de la ética de Apel, que se refiere a la comunidad comunicativa real: una de ellas es la corresponsabilidad, otra es la igualdad de derechos, y la susceptibilidad de consenso. Así podemos asegurar que todos somos responsables, en alguna medida, de los actos realizados en el mundo vital, todos ponemos nuestro granito de arena en tales situaciones. La igualdad de derechos supone que todos tiene el mismo status legal, fáctico e inclusive hasta ontológico; no hay superioridad racial de ningún tipo, o superioridad económica, política, cultural, etc. Todos somos iguales ante todos.2

Todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser reconocidos como personas, puesto que en todas sus acciones y expresiones son interlocutores virtuales, y la justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a ningún interlocutor y a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión. (Apel, 1985, II, 380)

Y la otra norma establece que todo tipo de problemática se puede resolver mediante un consenso. Es de esta manera que se bosqueja la fundamentación última pragmático-trascendental del principio de universalización de la ética, es la transformación de la ética kantiana en pos de la intersubjetividad lingüísticamente mediada.

Pero a la ética del discurso no se le puede acusar de lo que se le acusó a la época moderna, a saber, del olvido de la historia concreta de los seres humanos; pues la ética del discurso es una ética de la responsabilidad histórica. En su trabajo, Apel lo divide como una parte abstracta, la fundamentación última y la otra parte la denomina ética del discurso en su injerencia histórica.

La ética del discurso no solamente toma en cuenta la idealidad de la comunidad comunicativa, además: “Su punto de partida es también el a priori de la facticidad de la comunidad comunicativa real; es decir una forma de vida sociocultural a la que cualquier destinatario de la ética ha de pertenecer siempre debido a su identidad contingente, a su nacimiento y socialización” (Apel, 1992,164). No está hablando Apel de los seres humanos como categorías a priori del conocimiento, como se realizó en la época de la razón instrumental, más bien Apel menciona que los hombres, los integrantes de una comunidad comunicativa real, son los que viven en sociedad, en una cultura determinada, hombres de carne y hueso.

Es así que hay una consecuencia benéfica de la fundamentación última en sentido pragmático-lingüístico de la ética del discurso; a saber: “la norma básica de la responsabilidad histórica de la preocupación por la preservación de las condiciones naturales de la vida y los logros histórico-culturales de la comunidad comunicativa real fácticamente existente en este momento” (Apel, 1992, 165). Esta pre-ocupación no es de corte teórico, está directamente en relación con los hechos históricos, con la vida cotidiana. No está hablando Apel de rangos, de clasificaciones especulativas; está discutiendo de los hombres existentes, realmente en coexistencia, empíricamente sensibles, materialmente perceptibles.

Pero, ¿cómo es posible que se reúnan en una fundamentación de la ética del discurso razones a priori con contingencias históricas? Es posible:

el a priori dialéctico de la comunidad comunicativa que tiene a su favor, en primer lugar, el hecho de considerar desde principio las ideas de la hermenéutica filosófica en el a priori de la facticidad e historicidad del ser en el mundo humano y de la necesaria pertenencia a una determinada “forma de vida” sociocultural. (Apel, Dussel, Fornet, 1992, 28)

Están aquí muy presentes Heidegger y Wittgenstein. El primero con su ser en el mundo, con la hermenéutica existencial, el otro con sus juegos del lenguaje pertenecientes a cada forma de vida. Pero la distinción es muy precisa: la argumentación aparte de ser histórica, concreta, es el factum de la razón, esto es, la condición de posibilidad de todo discurso, de todo juego del lenguaje, “que en nuestros días pertenece a la facticidad de nuestro ser en el mundo” (Apel, Dussel, Fornet, 1992, 28).

La ética del discurso no puede ser una pura ética deontológica, un decálogo de cómo comportarse, de la pura obligatoriedad, pues ese tipo de ética, ya anunciada por Kant, es ahistórica, abstracta e inverosímil. La ética del discurso:

tiene que considerar que la historia humana también la de la moral y la del derecho ha comenzado desde siempre y la fundamentación de normas concretas puede y debe conectarse también, ya siempre, a la eticidad concretada históricamente en las correspondientes formas de vida. (Apel, 1991, 167)

Sin embargo, esto no quiere decir que la ética del discurso deje de lado el punto universalista propuesto por Kant en el deber ideal, más bien, la fundamentación universalista de la ética la ofrece la interpretación pragmático-trascendental del factum de la razón.

Así Apel concluye la explicación de su teoría de la ética del discurso diciendo que su ética no alude a ningún tipo de utopía social concreta, no intenta ser una revolución mundial donde se instaure el reino de la libertas, se trata de dar “las condiciones ideales de la posible formación de consenso sobre normas” (Apel, 1991, 184). Su ética se lleva a cabo cuando una comunidad concreta se atiene a presupuestos ideales de la argumentación mediada hermenéuticamente por una pragmática de los signos lingüísticos, que es trascendental, pues se rige como irrebasable, para establecer normas morales concernientes a todos en una historia determinada, en una forma de vida específica.

4. Crítica a la ética de Apel

El presente comentario crítico no es con el fin de condenar absolutamente la teoría de Apel, más bien, es el intento de señalar los puntos débiles de la teoría, tanto en lo epistemológico como lo referente a la ética. La primera crítica a señalar es esta: su teoría consensual de la verdad no es más que una adecuación de todos los participantes en la investigación de un suceso; primero con el suceso, y después entre sí. La intersubjetividad está mediada por la interpretación de la pragmática de los signos lingüísticos de Peirce. Según Mauricio Beuchot, esta semiótica es recogida de la tradición escolástica.

Esta parte de la segunda escolástica o escolástica-renacentista fue la que más influyo sobre Peirce y su elaboración de la semiótica. Ciertamente usó mucho a autores medievales especialmente nominalistas como Ockham en sus estudios de lógica sobre todo en lógica de relaciones; pero en sus investigaciones sobre la semiótica, además de Duns Scotto, está muy presente la escuela portuguesa, a través del Cursus philosophicus de los jesuitas de Coimbra, los Conimbricenses. Pierce los utiliza mucho para su noción de interpretante. (Beuchot, 2002, 17)

Es así que, si Apel se funda en la semiótica trascendental de Pierce y éste se basa en la escolástica segunda, no podemos decir que la posición de Apel sea muy nueva o deje de lado la adecuación de la mente con las cosas y con otras mentes.

Por otra parte, Apel instaura la argumentación dialógica como el horizonte irrebasable, al que todos se deben sujetar para llegar al consenso; tanto en cuestiones de verdad como en lo referido a la ética. Y sin embargo, la argumentación dialógica tampoco es nueva. En su libro Ensayos sobre la teoría de la argumentación, la remite Mauricio Beuchot a los tópicos dialéctico de Aristóteles (Beuchot, González, 1994, 59). Es así que no es nada nuevo. En efecto, también Fray Alonso de la Veracruz en su libro Tratado de tópicos dialécticos hace una revisión de las suposiciones del estagirita (Veracruz, 1989,63). La argumentación está al principio de la filosofía, es la que la hace continuar, Apel tiene influencias escolásticas.

Apel acusa a Heidegger de un olvido del logos y a Kant de olvidarse de fundar la ética en cuanto referencia a una responsabilidad histórica; mas si de acusaciones se trata, se puede acusar a Apel de dejar a la ética a la sombra de la epistemología. Apel cometió el mismo error que sus predecesores, quienes intentaron fundamentar a la ética desde la epistemología. En Kant, Hegel, Stuart Mill, James, el fundamento de la ética no es más que una burda copia del fundamento de la epistemología, del espíritu absoluto, de la utilidad, de la voluntad de poder, de la pragmática; lo mismo sucede con Apel. No funda a la ética en tanto que ética, en lo que tiene de propio y de sí. Menciona que la ética debe buscar el consenso de la comunidad comunicativa ideal y ese consenso no fue pensado para construir a la ética, sino para continuar con la tradición cartesiana-kantiana de fundamentar la epistemología en algo inconmovible.

No se salva Apel de la acusación dirigida por el mismo a Kant. Su posición también es epistemológica. Es un metarrelato con pretensiones de absolutez, unidad y de una panconceptualización increíble. En efecto, Kant, con su yo trascendental, no empírico ni histórico, intentaba darle a la filosofía ilustrada la piedra angular que sirviese para construir todo conocimiento posible, para escapar de la incertidumbre, evadirse del error y abrazar con brazos fuertes a la certidumbre, a la exactitud, a la verdad. En cuanto a la cuestión de la razón práctica, Kant se ve obligado a referir la libertad a un reino de los fines establecido por Dios; pues lo que le interesa es salvar la ética de la relatividad fundándola en el imperativo categórico. Apel se cree heredero de esta tradición, se cree con el deber de fundar la filosofía en algo irrebasable, sólo que, como ya vimos, ese algo irrebasable no es nada nuevo. Quizá lo único nuevo sea la partícula nosotros a la que tanto se aferra para salvarse de un solipsismo estilo Descartes. Sin embargo, éste es un término de tipo metafísico, por eso cae dentro de la metafísica que critica.

Otro punto poco claro dentro de la teoría de Apel es ¿cómo puede sacar de dos posturas que no tienen ninguna pretensión de absolutez, ni de fundamentación, como lo son la hermenéutica existencial y los juegos del lenguaje de Wittgenstein, una fundamentación última de la filosofía con sentido epistemológico? ¿Cómo puede Apel extraer de dos discursos referidos a la contingencia del ser y del lenguaje un discurso con pretensiones trascendentales? Es decir, ni Heidegger ni Wittgenstein buscan fundamentar de forma última e irrevocable a la filosofía. Ambos pensadores, Heidegger y Wittgenstein, ven a los filósofos anteriores a ellos deformados por las heridas intelectuales que se provocan al intentar rebasar el lenguaje, o intentando posturas metafísicas; desfigurados por su ambición de dominio del ente, por el olvido del ser. Apel reconcilia ambos discursos por medio de la pragmática trascendental de Peirce. Pero ¿no es la semiótica de Peirce algo tan ambiguo o más que la poética del lenguaje de Heidegger o los juegos del lenguaje de Wittgenstein? Apel no lo deja tan claro.

Y no lo deja tan claro porque Apel asume la hermenéutica heideggeriana de manera tácita. Es decir, supone que Heidegger está en lo correcto. Lo cierto es que, a mi manera de ver, hay en Heidegger un apasionamiento tajante que nadie cuestiona y que por lo tanto hay puntos poco esclarecidos: como lo es la famosa fórmula del olvido del ser. De todas maneras, Apel lo acepta como fundamento de su teoría. Por otro lado, Wittgenstein con sus juegos del lenguaje intenta destruir todo lenguaje último de la realidad, todo plexo unívoco omnicomprensivo definidor de la realidad. Y sin embargo, Apel lo traiciona. Interpreta al filósofo vienés como mejor le conviene para la elaboración de su teoría. No niega los juegos del lenguaje, pero los quiere agavillar en uno solo, unívoco, no equívoco.

Uno de los puntos más punibles de la ética dialógica de la responsabilidad de Apel, el que más interesa en este artículo, es la idea de honestidad de los argumentadores. Apel, en la explicación de la ética del discurso, dice que la va a llamar así porque no le concierne una ética de la comunicación, pues ésta se puede dar de muchas maneras; le va a interesar especialmente la argumentación. Pero para que un argumentador sea serio tiene que ser honesto. Ya está Apel caracterizando al argumentador, le está dando un distintivo ético. Este argumento es circular. Pues para llegar a un consenso ético los interesados deben ser éticamente honestos. No es un argumento fuerte. Se supone que se le debe dar al individuo razones suficientes y válidas para que haga el bien y no el mal. Decirle que va argumentar sobre cuestiones éticas a alguien pero que lo va a hacer de manera ética y responsable es un argumento circular. Es como decirle que debe ser bueno porque sí o porque es bueno ser bueno. Apel con su ética pierde ante los cínicos, ante los teóricos irónicos, ante los pensadores que no tienen y no quieren tener un compromiso de responsabilidad con su historia y con los demás.

Otro punto sumamente criticable es el que la ética se lleve a cabo por medio del consenso. En efecto, por medio del consenso se pueden dejar de lado muchos derechos propios de los hombres. Pondremos un ejemplo concreto para ver que la ética dada por el consenso puede tener efectos negativos, no deseados. Supongamos que en una comunidad, cualquiera que sea su vastedad, ya sea un estado o un país; están argumentando sobre el aborto y ganan los que den argumentos más lógicamente estructurados o eficazmente contundentes. ¿Qué pasa? El aborto se legaliza en dicha comunidad; y con ello un homicidio con premeditación alevosía y ventaja. O bien, se pone a tema de debate el que se despenalice el tráfico de drogas y al poco tiempo se ven las penosas consecuencias de niños consumiendo drogas como si fueran gansitos. La ética, a mi manera de ver, no se debe fundar en la argumentación, pues ésta no es principio eficiente y suficiente para que se establezcan normas éticas buenas para todos. Los intereses de grupo, de individuos pueden mediar dicha argumentación y, por lo tanto, ser traicionado el fin al que se intentaba llegar.

El nosotros de Apel está también en entredicho. Este nosotros es excluyente, quiere decir que hay “otros” que no son nosotros y que no pueden entrar en la argumentación. Esos otros son los que no pertenecen a nuestra comunidad, son los distintos, los bárbaros; pero, ¿dónde están los bárbaros? ¿Quiénes son nosotros y quienes los otros? Al intentar definir el “nosotros” siempre estamos en riesgo de que intervengan ciertos juicios de valor. Y por tanto ser poco ecuánime, poco imparcial. Apel considera que este “nosotros” es lo único que puede ayudar a la ética del discurso en la transformación de la ética kantiana del sujeto; pero no se da cuenta que dicho término es un favoritismo, un sectarismo, un elitismo. Apel no deja de ser alemán eurocéntrico.

No obstante, la ética propuesta por Apel es una de las más serias y acabadas en esta centuria comenzada. Ciertamente, tiene varios puntos reprensibles, pero su intento es bueno. Al menos Apel no tiene una visión descomprometida con la sociedad, no es irresponsable como algunos filósofos posmodernos. Intenta seriamente establecer un fundamento último para llegar a la verdad y de ahí arrancar para la construcción de una ética. En una sociedad como la actual, donde se da un solipsismo digital, donde lo que prevalece es el individualismo a ultranza, donde la indiferencia es el pan de cada día, donde no hay obligación ni política, ni social, ni epistémica, los intentos de Karl Otto Apel son muy encomiables, amén de sus posibles puntos débiles.

Notas

1. Este es uno de los puntos débiles e inclusive circulares de la ética de Apel.

2. Esta norma es muy parecida a la ética cristiana.

Bibliografia

Apel, K.O. (1985). La transformación de la Filosofía. Tomos. I y II, (Trad. Adela Cortina, Joaquin Chamorro y Jesús Conill). España: Taurus.

. (1987). “El problema de la evidencia fenomenológica a la luz de una semiótica trascendental” en Vattimo G. (Ed.) La secularización de la filosofía. (Trad: Carlos Cattroppi y Margarita N. Mizraji.). España: Gedisa.

. (1991). Teoría de Verdad y Ética del discurso (Trad. Norberto Smilg). España: Paidos.

Apel, K.O.; Dussel, E.; Fornet, B. R. (1992). Fundamentación de la ética y Filosofía de la Liberación. México: Siglo XXI.

Beuchot, M. (2002). Estudios sobre Peirce y la escolástica, Cuadernos de anuario filosófico, Serie Universitaria 150. España:Universidad de Navarra.

. (2014). Charles Sanders Peirce. Semiótica iconicidad y analogía. Barcelona: Herder.

Beuchot, M.; González Ruiz E. (1994). Ensayos sobre la teoría de la argumentación. Guanajuato: Universidad de Guanajuato.

Dussel, E. Ed. (1994). Debate en torno a la ética del discurso de Apel. México: Siglo XXI.

Peirce, C. S. (1997). Escritos filosóficos. Vol. I. (trad. Carlos Vevia Romero). Michoacán: El Colegio de Michoacán, Zamora. Veracruz, A. (1989). Tratado de los tópicos dialécticos (Traducción Mauricio Beuchot). México: UNAM.

Hugo Ibarra Ortiz (hueribor@yahoo.com.mx). Universidad Autónoma de Zacatecas, México.

Recibido: 25 de marzo de 2019

Aprobado: 9 de agosto de 2019

Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LIX (153) Enero-Abril 2020 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589