Laura García-Vega Redondo y Luis García Vega

El evolucionismo y la dialéctica
en el origen del ser humano

Resumen: Según el evolucionismo la diferencia entre la especie humana y la especie animal es tan solo gradual y cuantitativa, dependiendo de la cantidad de reflejos capaces de aprender cada especie. Para el materialismo dialéctico la diferencia es cualitativa; cada una de estas dos especies tiene un cerebro diferente con funciones diferentes.

Palabras clave: Reduccionismo. Emergentismo. Lenguaje. Actividad. Consciencia.

Abstract: According to evolutionism, the difference between the human species and the animal species is only gradual and quantitative, depending on the amount of reflexes capable of learning each species. For dialectical materialism the difference is qualitative; each of these two species has a different brain with different functions.

Keywords: Reductionism. Emergentism. Language. Activity. Consciousness.

Dejando aparte el complicado tema de la genética, pretendemos en este trabajo realizar un repaso histórico de esta cuestión.

Para la filosofía escolástica, el ser humano comparte con los animales las facultades vegetativas y sensitivas, pero es un ser especial en la naturaleza por poseer en exclusiva dos facultades inorgánicas: el entendimiento y la voluntad, con las que puede penetrar en las esencias de las cosas y ser libre, lo que constituye al ser humano como persona (Santo Tomás, Summa Teológica, I, 18,1; 1, 78-82 y Cuestiones disputadas, arts. 12 y 15).

En la época moderna, Descartes diferencia el ser humano del animal; el animal es tan solo “res extensa”, cuerpo, una “máquina refleja” (1984, 61-62). El ser humano, además de ser “res extensa” es “res cogitans”, “una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y también imagina y siente” (1984, 83 y 125). Las capacidades de pensar, querer y sentir representan lo específicamente humano, es decir: el intelecto, la voluntad y la conciencia. Las respuestas animales carecen de la dimensión intelectual, no son regidas por la libre voluntad y además con ellas el animal carece de consciencia, «no siente que siente».

A mediados del siglo XVIII, el médico francés Julian Offrey de la Mettrie, en su obra L’homme machine (1747) rebaja la condición humana negando el alma y colocando al ser humano al mismo nivel que el del animal. El primero tan solo se diferencia del animal en que tiene algunas “ruedas y resortes” más que los animales más perfectos y también por el “lugar que ocupan estos resortes y por los grados de fuerza de los mismos” y además porque al cerebro humano llega más cantidad de sangre, por estar más próximo al corazón. Pero ambos, humanos y animales están “amasados con el mismo barro”; en los dos “la naturaleza no ha empleado más que una sola y la misma pasta de la que únicamente han variado las levaduras” (1987, 73).

En 1863 el fisiólogo ruso I. M. Séchenov en un trabajo titulado Los reflejos cerebrales defendió una concepción reduccionista y fisiológica de la naturaleza humana. Séchenov pretende negar el carácter voluntario de los actos humanos, cuya posesión se había convertido en el principal argumento de la psicología tradicional vitalista para demostrar la existencia del alma. Los “mal denominados actos voluntarios” son, en opinión de Séchenov, “actividad parecida a la de una máquina” que posee dos “mecanismos fisiológicos” cerebrales, uno que refuerza o intensifica la intensidad de un movimiento respecto a la intensidad del estímulo que lo provoca y otro que suprime o inhibe la respuesta (1978, 85).

Según Séchenov, hasta lo más noble en el ser humano no es otra cosa que un movimiento reflejo regulado por estos dos mecanismos cerebrales:

La infinita variedad de manifestaciones externas de la actividad cerebral se reduce, en definitiva, a un fenómeno simple: el movimiento muscular. Sea la sonrisa de un niño ante un juguete, la de Garibaldi perseguido por amar en exceso a su patria, el estremecimiento de una muchacha ante el primer ensueño de amor o el gesto de Newton al descubrir las leyes del universo y transcribirlas sobre un papel, el último hecho en todos los casos es el movimiento. (Séchenov, 1978, 36)

Esta visión tan materialista del ser humano hizo que el 9 de julio de 1866 el Comité de Censores de San Petersburgo condenara a Séchenov en los siguientes términos:

Esta teoría materialista reduce al hombre más educado a la fatalidad y repudia la noción de bien y de mal, de obligaciones, de responsabilidad. Priva a nuestros actos de todo mérito y de toda culpa y, al abolir las bases morales de la sociedad en la vida de aquí abajo, destruye el dogma religioso de la vida futura; no está de acuerdo ni con los puntos de vista cristianos ni con los del derecho penal y conduce al relajamiento de las costumbres. (Séchenov, 1978, 8)

Las observaciones de Charles Darwin en la década de 1830 van a consolidar la semejanza de las especies animales, llegando a incluir al ser humano como una más de las especies animales. La evolución darwiniana de las especies establece su continuidad y la diferenciación entre ellas es tan solo de carácter gradual o cuantitativo. En su libro, El origen de las especies (1859), defiende esta idea de continuidad y en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (1872) aplica este principio al tema de las emociones. La teoría darwiniana de la evolución de las especies supera la radical separación entre los humanos y los animales planteada por Descartes, colocando la primera piedra de la moderna psicología comparada.

En la década de 1880 en Inglaterra, G. S. Romanes, defensor del evolucionismo, en sus obras Animal Intelligence (1882) y Mental Evolution in Animals (1884), basándose en anécdotas de comportamientos de animales domésticos y poco fiables científicamente, llega a la conclusión de que el animal posee inteligencia y otras cualidades humanas, tales como los sentimientos de culpa y de responsabilidad.

Pero, esta ilusión antropomórfica del animal, va a ser muy pronto contestada, a la luz de la “verdadera ciencia”, por el naturalista inglés Conwy Lloyd Morgan, que en su Introducción a la psicología comparada (1984) establece un “canon” o criterio científico: “en ningún caso se puede interpretar una acción como resultado del ejercicio de una facultad psíquica superior si puede ser interpretada como resultado del ejercicio de una facultad que está por debajo en la escala psicológica” (1906, 53).

Pocos años después (1898) el psicólogo norteamericano E. L. Thorndike en su tesis doctoral sigue escrupulosamente la “canon” de Morgan. Según Thorndike el animal no necesita ni del instinto, ni de la imitación, ni, por supuesto, de la inteligencia para resolver el problema de salir de una jaula donde se halla encerrado. Es el principio elemental de la causalidad y de la asociación respuesta/éxito el que por sí solo explica este aprendizaje instrumental de tirar del dispositivo que abre la puerta y poder comer el alimento que está fuera. A partir de 1904 Thorndike va a explicar el aprendizaje del niño en el aula por este mismo principio y otros derivados del mismo.

Iván Petrovich Pávlov defendió la idea de que el ser humano funciona como un animal, como una “máquina”, manipulable desde fuera: “el hombre es un sistema, una máquina y está sometido –como cualquier otro sistema en la naturaleza– a leyes naturales inevitables y comunes” (1973, 328). Hasta aquí Pávlov defiende la igualdad de las especies humana y animal pero, en el mismo texto y a continuación reconoce que el ser humano posee “un sistema autorregulador en su más elevada expresión”, una “extrema plasticidad”, “innumerables posibilidades”, “ideales, aspiraciones y propósitos”, siendo el cerebro humano un sistema “único por su elevadísima capacidad de autorregulación” y declara que “el hombre es la suma culminación de la naturaleza, la encarnación más elevada de los infinitos recursos de la materia”, capaz de “conocerse a sí mismo”, con “libre arbitrio” y, por lo tanto, debe responder de sus “obligaciones cívicas” (1973, 328). Esta paradójica concepción del ser humano como una “máquina”, que está sometida a unas leyes comunes a las de los animales y que, sin embargo, sobrepasa los límites de la animalidad, tal vez pueda comprenderse porque la aplicación práctica de su doctrina humana debe ajustarse a la nueva concepción y terminología de la filosofía soviética. Hay que tener en cuenta que Pávlov escribió este trabajo en 1932, un momento de pleno auge impositivo de la ideología marxista-leninista.

A la luz de este reduccionismo fisiológico, Pávlov interpreta la teoría de Descartes y a la vez critica también la de Sherrington. De Sherrington, comenta en una de las “Sesiones de los Miércoles Pavlovianos” (miércoles, 18 de septiembre de 1934) que “está enfermo y que aunque solo tenga setenta años, padece signos evidentes de senilidad y de envejecimiento” por defender que la actividad nerviosa superior está circunscrita a la influencia del espíritu (Pávlov, 1973, 408 y sigs.). Respecto a la postura dualista de Descartes que establecía “un límite brutal entre el animal y el hombre”, Pávlov piensa con Richet que Descartes tuvo que reconocer el alma para no ser condenado: “son los curas los que le obligan a hablar y a pensar así. Evidentemente, él compartía nuestro punto de vista” (1973, 410).

En la década de 1910, Wolfgang Köhler, psicólogo alemán y cofundador de la Gestalt, mantiene un criterio diferente al dignificar la conducta de los chimpancés confiriéndoles un cierto nivel de inteligencia. Los experimentos realizados por Köhler en Tenerife (1913-1920) basados en el aprendizaje por comprensión (acto intuitivo/inteligente) de la realidad parecen reconocer al chimpancé “el mismo tipo y forma” de inteligencia que la humana, hasta el punto de que Köhler llegó a aplicar a los niños las experiencias obtenidas con los monos (Köhler, 1989, 151 y 163). Como conclusión a sus experimentos Köhler (1989, 285-289) dice que “los chimpancés exhiben una conducta inteligente del mismo tipo que la que conocemos en el hombre”, pero es la ausencia del lenguaje y la carencia de “representaciones” lo que hace no se den en estos animales ni siquiera los más elementales rudimentos del desarrollo cultural.

En el año 1933, Francia regaló a Pávlov para la Estación Biológica de Koltushi dos chimpancés de seis años, “Rafael” y “Rosa”. Allí trató, entre otros, E. G. Vatsuro (1959), de verificar las conclusiones de Köhler. Vatsuro entrega a Rafael dos bastones, uno agujereado en los extremos y todo a lo largo del mismo; lo mismo que Sultán, Rafael “observó” el palo, lo manipuló pero metió el otro palo en un agujero erróneo no pudiendo construir un instrumento más largo capaz de alcanzar la comida. Según Vatsuro la conducta de Sultán es mucho más primitiva de lo que suponía Köhler. En realidad, Sultán no había metido un palo en el otro para alcanzar el alimento, pretendiendo construir así un “instrumento” más largo (1959, cap. 12).

Entre tanto, en Estados Unidos, tanto J. B. Watson como B. F. Skinner defienden una psicología científica estricta con exclusión de cualquier variable o concepto no observable, colocando así al ser humano en el mismo nivel que el de los animales, siguiendo el criterio evolucionista darwiniano de la continuidad de las especies. Skinner encabeza el capítulo IV de su obra Ciencia y conducta humana con la frase “el hombre: una máquina”, cuya “conducta queda afectada y cristalizada precisamente por sus propias consecuencias” (1973, 28). Declara Skinner que es un error “atribuir a la conducta humana intenciones, propósitos, objetivos y metas” (1973, 16). Skinner desguaza el interior del hombre tal y como había sido concebido tradicionalmente. Para Skinner pues la concepción tradicional del ser humano que le separa del mundo animal, convirtiéndole en un ser diferente es “una ilusión”, propia de quien ignora que todo lo que hace “es un subproducto de su conducta en relación con sus consecuencias” (1973, 250-253).

Sin duda, la psicología comparada supuso un enorme avance, pero no todos están de acuerdo en hacer una psicología sobre esta idea de equiparar el animal al ser humano. La psicología soviética plantea los hechos de otra manera: el mundo exclusivamente animal termina en el mono más desarrollado y de él se separó un grupo de animales superiores que han producido la ruptura de la continuidad de las especies, surgiendo así el ser humano como un extraño “milagro de la naturaleza”. El materialismo dialéctico corrige la psicología evolutiva (García Vega, 2007, 163-189). El desarrollo evolutivo presupone cambios de naturaleza cuantitativa, dando lugar a seres con tan solo diferencias graduales y así, para esta teoría, el primate y el ser humano tan solo se diferenciarían por la cantidad de condicionamientos capaces de alcanzar cada uno.

La diferencia radical entre el ser humano y el animal aparece claramente en el pensamiento de Carlos Marx al asignar al primero la capacidad de diseñar su conducta antes de ejecutarla; capacidad denominada por Vygotsky de la “doble experiencia” (1990-1996, T. I, 46). Esto, que a simple vista parece tan sencillo, es precisamente lo que define la capacidad intelectual y voluntaria humana, colocándole como “ser revolucionario” en la situación de tener que responder de sus actos:

Una araña ejecuta operaciones que semejan a las manipulaciones del tejedor y la construcción de los paneles de las abejas podrían avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de obras. Pero hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, brota un resultado que, antes de comenzar, el proceso existía ya en la mente del obrero; es decir, un resultado que tenía ya existencia real. (Marx, 1980, T. I, 140)

Federico Engels en su obra El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre (1873) señala los pasos del proceso capaces de producir, mediante un salto dialéctico, la ruptura de la cadena de la continuidad de las especies, situándola entre el último eslabón de los animales y el ser humano. Esto sucede cuando las condiciones de vida obligan a un grupo de monos a mantenerse en postura erecta, entonces comienza este proceso de cambio, en el que las patas delanteras se convierten en MANOS y con las manos se empiezan a construir instrumentos para hacer algo con otros y, como consecuencia final, surge el desarrollo del «habla», el más sofisticado instrumento que posee la naturaleza humana (1974, 59-76 y 1984, 15).

Este posible cambio de la materia se explica porque la propiedad intrínseca e inseparable de toda materia es el movimiento (Engels, 1964, 23, y Lenin, 1983b, 296-302). El tipo de movimiento depende de la estructura de la materia que se mueve (“principio de la especificidad”) pero, a su vez, el movimiento puede provocar un cambio en la estructura (“principio de la reciprocidad”): “no solo la estructura determina la función, sino que la función también determina la estructura” (Engels, 1974, 62 y Rubinstein, 1967, 115).

El cerebro del animal es una materia dotada de una estructura con un alto grado de organización. Su actividad fue estudiada experimentalmente por Pávlov y su movimiento se define como “capacidad señalizadora” o de “creación de estímulos señales”. Gracias a esta capacidad, el cerebro puede producir, por “agrupación por asociación”, sistemas neuronales simples, relativamente rígidos y de ámbito bastante limitado. Pero, el animal no posee la “capacidad de significación”. El estímulo es señal, pero no signo. La “significación” reestructura de raíz toda la operación psicológica elevando la función dada a un grado superior (Vygotsky, 1990-1996, T. I, 70).

El cerebro humano, cuya actividad estudia la neuropsicología, concebida como la “ciencia de la organización cerebral de los procesos mentales del hombre” (Luria, 1982, 42), es diferente del cerebro animal: “las unidades estructurales de la actividad cerebral específicas del hombre difícilmente pueden darse en el reino animal, el cerebro humano dispone, en comparación con los animales, de un principio localizador gracias al cual ha llegado a la conciencia humana” (Vygotsky, 1990-1996, T. I, 139). El cerebro humano se caracteriza por una serie de dispositivos superiores, tales como: la compleja “localización sistémica de sus funciones” (Anojin, 1940) , la “localización dinámica de los sistemas funcionales” (Bernstein, 1935), la capacidad de crear “nuevos órganos funcionales” basándose en la “hipótesis del carácter intercambiable de los movimientos necesarios para una meta” (Luria, 1977, 25), que, según Luria, constituye una de las características que distingue la organización funcional del cerebro humano de la del animal (1982, 31-32). Todo esto hace que el cerebro humano pueda desarrollar “vías alternativas” en el caso de la “restauración de las funciones cerebrales dañadas” (Luria, 1978, 31). La actividad restauradora se logra mediante los programas de “actividad extracortical”, elemento clave de la neuropsicología y a los que Vygotsky dedica una especial atención. A todo esto, hay que añadir el hecho de que, según la “hipótesis del desarrollo por etapas del sistema funcional” (Galperin, 1979), cualquier actividad en fase de desarrollo pase a “depender de un sistema diferente de zonas de trabajo”, lo que supone una nueva actividad regulada por principios diferentes: “las funciones psicológicas superiores no conservan un tipo único de estructura rígido sino que pasan a realizar la misma tarea de modo diferente, por la incorporación de distintos sistemas cerebrales de conexiones que se sustituyen” (Luria, 1977, 39).

La conciencia, que es la característica fundamentalmente humana, no es otra cosa, según Vygotsky, que el movimiento del cerebro humano y objeto de estudio de la psicología (1990-1996, T. I, 39-60). Por supuesto, el concepto vygotskiano de conciencia no es el mismo que el que tenían Descartes o William James, la conciencia es “actividad”, es “acto instrumental”, o como también diría Vygotsky “actividad mediadora o de creación y empleo de signos”.

La diferencia dialéctica entre el animal superior y el ser humano viene acompañada de muchos trabajos de los científicos soviéticos, fundamentando su postura a nivel cerebral en el desarrollo alcanzado por los lóbulos frontales. En opinión de Vygotsky, el problema de la localización de las funciones psíquicas superiores está ligado a “ciertos sectores del cerebro específicamente humanos: los lóbulos frontales y apriétales” (1990-1996, T. I, 134). En este sentido Luria señala que la región frontal de la corteza cerebral humana es tan importante que llega a ocupar hasta una cuarta parte de la masa cortical y que constituye, junto con la región parietal inferior, “la estructura más compleja e históricamente nueva de los grandes hemisferios” (1977, 273 y 1982, 185). Para Luria, los lóbulos frontales del cerebro humano se convierten, debido a su especial desarrollo, en el “órgano superior de la vida psíquica”, “el órgano del pensamiento activo” y “el órgano de la conciencia crítica”. Sólo en el ser humano los lóbulos frontales han logrado “su total desarrollo” (1977, 261), encargándose de ejecutar los actos señalados por Marx en el emblemático texto antes comentado de las habilidades de la abeja y la araña y del artesano. Los complejos programas de comportamiento, la capacidad de tener una actitud consciente hacia los propios actos, su regulación y verificación, son funciones que tienen como sustrato material los lóbulos frontales (1982, 262 y sigs.). Estas funciones no se pueden expresar en términos de conducta animal, es decir, en “conceptos del arco reflejo establecidos en la fisiología clásica” (1977, 262).

Tras el desarrollo dialéctico, si bien los lóbulos frontales de los primates alcanzan un desarrollo considerable, sin embargo, solamente en el ser humano las áreas convexas de la corteza de la región prefrontal adquieren una estructura bastante diferenciada, distinguiéndose en ellas “una serie de campos nuevos que no existían incluso en las etapas más avanzadas de la evolución de los animales” (Luria, 1977, 274).

La Psicología soviética defiende que el movimiento del animal surge de una necesidad incondicional, base para el establecimiento del reflejo condicional; pero:

Las acciones y movimientos voluntarios del hombre, a diferencia de esto, pueden surgir también sin una determinada base biológica incondicionada. Una enorme cantidad de nuestras acciones y movimientos voluntarios surgen de la base de los `propósitos´ en cuya formación participan factores sociales y el lenguaje, que formula el objetivo de la acción, lo correlaciona con el motivo y traza el esquema fundamental de la solución de aquel problema que el hombre se plantea. (Luria, 1977, 288)

A.V. Petrovski, tal vez el ideólogo más importante de la psicología soviética en los últimos tiempos, en lo que fue durante muchos años texto básico de Psicología, su libro Psicología general (1982), describe al ser humano d como un esencialmente diferente al animal, capaz de crear y usar el lenguaje (cap. 8), capaz de pensar (cap. 12), capaz de tener libertad (cap. 15) y de desarrollar sentimientos especialmente humanos, es decir, el “sentimiento de responsabilidad”, los “sentimientos de la praxis”, los “sentimientos morales” en relación de cada hombre con el “colectivo” y otros sentimientos como el del deber, el de la amistad, el del amor a la patria y los sentimientos estéticos e intelectuales (cap. 14).

Así pues, y a modo de conclusión, podemos afirmar que el pensamiento de la psicología soviética dignifica y separa la especie humana frente al resto de las especies animales confiriéndole un estatus especial en la cima del desarrollo de la materia. El comportamiento humano, como dice Vygotsky, además de ser “experiencia duplicada”, es “experiencia histórica”, “experiencia social”, en tanto que el comportamiento animal es “experiencia heredada físicamente”, a la que se añade, mediante el condicionamiento reflejo, la experiencia resultante del “mecanismo de la multiplicación de esta experiencia heredada por la experiencia personal” (1990-1996, T. I, 45).

El tema de la conciencia, tomada en el sentido de poseer la capacidad de tener la “sensación de lo que ocurre”, situando este concepto en la línea vital del devenir pasado, presente y futuro, es clave para determinar el significado de la conducta. William James le confirió una importancia capital en el capítulo X de sus Principios de Psicología (1890), caracterizándola muy sutilmente como “conciencia del yo”. Con esto quiere decir que el yo, la persona, en última instancia, se constituye sobre la conciencia.

Para abordar este tema de la conciencia, voy a referirme a dos importantes equipos de investigación actual, uno formado por Gerald Edelman, director del Instituto de Neurociencias de San Diego (California) y Premio Nobel de Medicina en el año 1972, y su colaborador Giulio Tononi, catedrático de psiquiatría de la Universidad de Wisconsin y el otro grupo liderado por Antonio R. Damasio, director del Departamento de Neurología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa.

Edelman y Tononi hablan de dos tipos de conciencia “la conciencia primaria” y “la conciencia de orden superior”. Los animales poseen la conciencia primaria, siendo capaces de construir una escena mental pero, por carecer de lenguaje, no tienen capacidad simbólica o semántica. En todo caso, el animal con esta conciencia primaria “será capaz de experimentar una escena, pero carecerá de una identidad, de un yo nombrable, y diferenciable desde su interior” (2002, 127).

La “conciencia de orden superior”, propia del ser humano, presupone la conciencia primaria, pero viene acompañada de la propia identidad y de la construcción de escenas pasadas y futuras y se asienta sobre la capacidad semántica logrando una armonía integradora entre las imágenes del pasado, presente y futuro (Edelman y Tononi, 2002, 127, 129, 212-213). La “conciencia de orden superior” surge de los cambios neuronales que conducen al lenguaje con el comienzo del habla y a partir de las relaciones sociales y afectivas, haciéndose posible la construcción de un yo. Este yo “va más allá de la individualidad de base biológica que posee un animal con conciencia primaria... la emergencia del yo conduce a un refinamiento de la experiencia fenomenológica capaz de enlazar los sentimientos con el pensamiento, la cultura y las creencias” (2002, 135).

Para explicar el sustrato cerebral de la conciencia, Edelman y Tononi sugieren la “teoría del núcleo dinámico”. Éste es un concepto muy similar al propuesto por la teoría sistémica de la actividad del cerebro de la psicología soviética. La actividad cerebral superior es una organización altamente integrada pero al mismo tiempo diferenciada (2002, 81-100). Según la “hipótesis del núcleo dinámico”, la consciencia está relacionada con una agrupación funcional de “poblaciones de neuronas” dispersas en amplias zonas del sistema tálamo-cortical; en cada instante dicha agrupación está “altamente integrada”, lo que hace que la experiencia consciente en dicho instante sea única y no ambigua, tal y como anecdóticamente se demuestra en la percepción de la cara de la vieja/joven, en los cubos de Necker o en la copa de Rubin. En estos casos, en cada instante perceptivo los elementos de una experiencia no se mezclan con los de la otra. Además, tal composición perceptiva es siempre “cambiante”, porque, además de ser “una composición de neuronas” que permanece fuertemente integrada en cada instante, de un instante a otro esta agrupación es una “composición siempre cambiante”. Este hecho explica el carácter de fluidez que, según James, posee la conciencia. A estas dos cualidades de integración y cambio, los autores añaden la capacidad de alta selectividad, basada en la “alta diferenciación” que posee “el núcleo dinámico”, lo que permite seleccionar un estado de consciencia entre otros muchos posibles. Otra nueva cualidad de la conciencia según James es la referencia a un yo de las experiencias psíquicas. Según la “hipótesis de núcleo dinámico” esto se logra cuando se incorporan a una agrupación funcional compleja neuronal con capacidad semántica o de lenguaje, lo que permite la inclusión de la memoria autobiográfica con base en el pasado y proyectada hacia el futuro.

A modo de conclusión, Edelman y Tononi (2002, 10) sostienen la idea de que la conciencia se apoya en un sustrato cerebral cuyas funciones superiores necesitan interactuar con el mundo y con otras personas. Si bien el animal realiza ambas funciones, en modo alguno puede interactuar de forma parecida al ser humano.

Antonio Damasio habla de dos tipos de conciencia, el más simple es la “conciencia central”, encargada de proporcionar al organismo la “sensación de ser” en un momento pasajero y en un lugar determinado. Del pasado tan solo se vislumbra lo ocurrido en un instante antes, pero no existe un antes y un después. Al tipo complejo de conciencia le llama “conciencia ampliada”, que es la que sitúa a la persona en un punto del tiempo histórico; conocedora del mundo que le rodea, de un pasado vivido y de un futuro anticipado: “la conciencia ampliada es, desde luego, una función prodigiosa y en su máxima expresión es únicamente humana” (2001, 201); y por abarcar toda la vida del individuo: el pasado, el presente y el futuro previsto constituye su “registro autobiográfico”.

Los animales poseen la conciencia central y algunos animales superiores poseen un embrionario “ser autobiográfico”, pero hay una diferencia fundamental respecto a la memoria autobiográfica humana, por contar esta con el lenguaje, la herramienta humanizadora: “creo que los monos, como los chimpancés bonobo, tienen un ser autobiográfico y me atrevería a asegurar que lo mismo les pasa a algunos perros que conozco. Poseen un ser autobiográfico pero no una persona total. Usted y yo poseemos las dos cosas, por supuesto, gracias a una dotación más amplia de memoria de capacidad razonadora y de ese don fundamental llamado lenguaje” (Damasio, 2001, 204). En esta misma postura se sitúa Köhler al interpretar algunas conductas de sus monos llegando a la conclusión de que existe una cierta “capacidad de representación” acerca del futuro y que éstos actúan como si pensaran de la siguiente manera: “si no cojo una cantidad suficiente de comida ahora, en lugar de ponerme a consumirla, después me voy a encontrar con que no tengo suficiente alimento y voy a pasar hambre” (1989, 295). También Köhler pretendió constatar que el mono se comporta en función de su prolongación hacia atrás, “hacia el pasado”.

De la conciencia central surge un tipo de ser, el “ser central”, como entidad transitoria y procesadora de cada momento de las sensaciones presentes. Pero, la idea consolidada de ser tiene que ver con los hechos y modos de ser únicos y no pasajeros que caracterizan a una persona; esto es, la identidad personal, “nuestro ser personas” (Damasio, 2001, 202), que se asienta sobre la memoria autobiográfica, exclusiva del ser humano (Damasio, 2001, 27-29).

Los grados avanzados de conciencia humana requieren una memoria extensa, una memoria de trabajo, capaz de mantener una imagen simultáneamente con otra durante el tiempo necesario para que sea efectiva su comparación y su categorización, pudiendo tener acceso a los grandes depósitos de recuerdos personales; lo que supone entrar en el mundo exclusivo de la persona humana, dotada de una estructura cerebral (los lóbulos prefrontales y el hipocampo) capaz de soportar esta compleja función psicológica superior.

En todo caso, la memoria de trabajo no se ha de confundir con la persona aunque sea una pieza clave de ella.

La conciencia ampliada, según Damasio da lugar a la “consciencia”, concepto que, en opinión de Damasio «permite a los organismos humanos llegar a la mismísima cúspide de sus capacidades mentales” (2001, 234).

Recientemente el conocido primatólogo holandés Frans De Waal, basándose en una interesante y minuciosa observación del comportamiento moral de diferentes especies de primates llega a la siguiente conclusión:

No conozco ningún ejemplo de razonamiento moral en animales. Los humanos seguimos una brújula interna: juzgamos nuestros actos y los ajenos evaluando las intenciones y creencias que subyacen en nuestras acciones… El deseo de contar con un marco moral consistente en el ámbito interno es singularmente humano. Somos los únicos a los que preocupa por qué pensamos lo que pensamos… Todo ello es mucho más abstracto que el nivel de comportamiento concreto en el que el resto de los animales parecen operar. (De Waal, 2007, 215-216)

Pero, a pesar de este reconocimiento de que concretamente el más alto nivel de moralidad es singularmente humano, De Waal afirma que esto no quiere decir que el razonamiento moral esté completamente desvinculado de las tendencias sociales de los primates ya que la razón de la diferencia está en el proceso de «la interiorización de nuestras interacciones con los demás». Razón está por la que niega los momentos dialécticos del desarrollo afirmando que éste es exclusivamente evolutivo y así lo dice expresamente:

Por supuesto, yo nunca hablaría de «discontinuidades». La evolución no ocurre a saltos: los nuevos rasgos que van apareciendo son modificaciones de los antiguos, de modo que las especies unidas por un parentesco cercano difieren entre sí únicamente de forma gradual. Aun cuando la moralidad humana represente un significativo paso adelante, apenas supone una ruptura con el pasado. (De Waal, 2007, 201)

Conclusión

En resumidas cuentas, ante este problema de la relación de las dos especies: simios y hombres ha habido dos posturas: la tradicional y la del materialismo dialéctico, que consideran al ser humano diferente y con todos sus derechos legales, y las que podrían derivarse, bien sea del evolucionismo o del naturalismo romántico, que, en el primer caso, sitúa al ser humano en la escala continua del mundo animal y, en el segundo, dignifica sentimentalmente al animal.

Referencias

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Laura García-Vega Redondo (lauragarciavegaredondo@gmail.com): Profesora de psicología en el Colegio Cardenal Cisneros de la Universidad Complutense de Madrid. Desde el año 1998 profesora universitaria en diferentes Universidades de la asignatura de historia de la psicología para alumnos de psicología y filosofía. Doctora en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid. Master Internacional de Seguridad e Higiene Laboral y en Mediación Familiar. Directora y profesora del curso de posgrado de Terapia de Pareja de la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus más recientes libros se encuentran: Erich Fromm (Madrid: Ediciones del Orto, 2019) y, con Luis García Vega, Amor, deseo y pasión Una lectura desde la psicología y la neurociencia (Barcelona: Bonalletra Alcompás, 2019).

Luis García Vega (lgarciav@ucm.es): Catedrático de Psicología en la Universidad Complutense de Madrid. Profesor Emérito vitalicio. Profesor Honorífico del Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. Licenciado y doctor en Filosofía y licenciado en psicología. Ha hecho estancias de investigación en la Universidad Lomonosov de Moscú y en la Universidad de la Habana estudiando la psicología marxista leninista. Es autor de 19 libros, de los cuales 3 libros son de terapia de pareja y 16 de temas relacionados con la historia de la psicología. Algunos de ellos han sido libros de texto en universidades españolas y latinoamericanas. El más reciente, además del arriba mencionado con Laura García-Vega Redondo, es con la misma coautora, B.F. Skinner (Madrid, Ediciones del Orto, 2014).

Recibido: 4 de abril de 2019

Aprobado: 31 de enero de 2020

Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LIX (154) Mayo-Agosto 2020 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589