Minor E. Salas

Sin los mitos, somos nada: Debatiendo con el horror metaphysicus de Leszek Kolakowski

“En efecto, si el hombre es aquello que es en el

tormento respectivo de la duración empírica, en su

determinación zoológica y nada más, entonces ningún

derecho le llama a la felicidad (…)”

L. Kolakowski (1999, 40)

“Dios no existe, pero no se lo digáis a mi criado,

no sea que me asesine durante la noche.”

Voltaire (cit. en Noah Harari, Y., 2016, 130)

Resumen: Este ensayo explora el concepto de mito en la obra del filósofo polaco Leszek Kolakowski (n. en Polonia, 1927; m. en Oxford, 2009). Para dicho autor, el mito debe ser entendido, esencialmente, como una estructura de sentido que entrelaza todas y cada una de las acciones e instituciones humanas. Nada escapa a esa estructura. La “presencia del mito” en la civilización encuentra su explicación más primigenia, no tanto en una “huida del dolor” por parte de los seres humanos, sino más bien en la “indiferencia del mundo” para con nuestra existencia, deseos y esperanzas.

Palabras claves: Mito. Realidad. Estructura de sentido. Existencia incondicionada. Indiferencia del mundo. Huida del dolor. Conocimiento. Lógica. Horror metafísico.

Abstract: This essay explores the concept of myth in the work of the Polish philosopher Leszek Kolakowski (born in Poland, 1927; died in Oxford, 2009). For this author, the myth must be understood, essentially, as a structure of meaning that intertwines each and every aspect of human actions and institutions. Nothing escapes that structure. The “presence of myth” in civilization finds its most primal explanation, not so much in a “flight from pain” by human beings, but rather in the “indifference of the world” to our existence, desires and hopes.

Keywords: Myth. Reality. Structure of meaning. Unconditioned existence. Indifference of the world. Flight from pain. Knowledge. Logic. Metaphysical horror.

(1).- Hay muchas formas de filosofar. A martillazos –como diría Nietzsche– o con guantes de seda –como lo hacen esos “filósofos” que se conforman hoy día con la bohemia, la autoayuda y el espiritualismo grosero: ¡metafísica de las masas! De nuestra parte, aunque pecando quizás un poco de simplistas, digamos que se puede filosofar desde, al menos, tres ángulos distintos:

Desde la historia. Acá lo que importa es dejar que el pasado hable. Que los grandes espíritus ya caídos resurjan y escalen los paredones de nuestro tiempo con sus incertidumbres, preguntas y respuestas. Reconstruir las doctrinas que un día esos filósofos pensaron, meditaron y describieron: he ahí el objetivo. Examinar e interpretar sus pensamientos y aprender de ellos para las nuevas circunstancias. Filosofar es, pues, hacer historia de las ideas y del pensamiento; de la cultura. Es aplicar a nuestras propias vidas las ideas de Platón, Aristóteles, Leibniz, Spinoza, Hume, Descartes, Kant, Hegel o Marx. Dialogar con ellos, para coincidir o contradecirlos. Asentir o debatir. La clave está en el recorrido. Se podría decir, sin temor a exagerar, que casi todo lo que se escribe hoy día bajo el nombre de filosofía es, esencialmente, eso: historia de sus creadores y de sus creaciones.

Desde la biografía. Tal y como una vez dijo Nietzsche, la filosofía es un ejercicio fisiológico. No hay una idea que esté emancipada de la biografía de su creador; de sus estados mentales y espirituales, de sus desequilibrios y arrebatos. “Filosofar es hablar consigo mismo”, creo que dijo una vez alguien. La filosofía se torna así, y en esencia, una dialéctica introspectiva (que ya había sido anunciada por el propio Sócrates y su herencia de pensamiento: el conócete a ti mismo). Fue él quien inauguró esta veta del filosofar, que luego ha sido emulada por Diógenes, Agustín (el de las Confesiones), Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Miguel de Unamuno, los existencialistas, los surrealistas o Cioran. Fue este último quien dijo, en giro sintético de lo acá dicho: “Yo soy un filósofo aullador. Mis ideas –si ideas son– ladran: no explican nada, estallan” (Cioran, 2000, 18).

Desde las ideas mismas. Filosofar podría ser, en tercer lugar, una actividad esencialmente analítica; o sea, desapegada de su contexto histórico y de las circunstancias subjetivas, biográficas que las generan y de los aspectos personales o vitales de sus creadores. La historia de las ideas importa solo en la medida en que nos acerca un poco más a la comprensión cabal, evolución y desarrollo de ciertos pensamientos objetivos de importancia para la solución de problemas apremiantes de la civilización. En el trasfondo de todo el esfuerzo analítico subyacen los permanentes binomios de la cultura: distinguir la verdad de la falsedad, lo real de lo aparente, y el bien del mal.

Este enfoque de la filosofía es, como podrá suponerse, mucho más raro y escaso. Aquí no importa la historia, ni los arrebatos subjetivos de los pensadores. La filosofía no es un arte de la consolación, el epitafio de los espíritus caídos, ni un tratado de las lágrimas y el grito, como creen algunos artistas y estudiantes de teatro. La filosofía es y debe ser esfuerzo analítico: impávido frente a la exaltación y el éxtasis; neutral ante la historia; frío ante las circunstancias. Son pocos los hombres que se enfrentan, con sus propias cabezas, estén en lo correcto o no, a las ideas mismas de su mundo.

El filósofo Leszek Kolakowski es, al menos así lo interpreto yo, un pensador del tercer tipo señalado. Un analítico puro. O casi puro, para no caer en la hipérbole. El enfoque histórico, una vez que Kolakowski echa a rodar su aplastante maquinaria intelectual, pasa a un segundo o tercer plano. Lo mismo sucede con el segundo enfoque indicado: el biográfico. Es cierto, este autor, nacido en la ciudad de Radom, Polonia, en 1927 y muerto en Oxford el 17 de julio del 2009, a sus 81 años, tiene un conocimiento profundo de la historia del pensamiento, de sus corrientes, doctrinas y filósofos. Nada más basta con leer su obra Las principales corrientes del Marxismo1 para percatarse de la erudición profunda y del vasto conocimiento que este profesor de Varsovia poseía. Sin embargo, repetimos, ni la historia ni la biografía son necesariamente lo suyo.

Su terreno es más bien la demolición, y más concretamente, la demolición de mitos. Enfrentado con las principales ideas filosóficas de nuestra cultura, el autor polaco procede como un cirujano con un paciente necrosado y en fase terminal. Corta y desecha, para conservar solo lo vital. Disecciona, disloca, desarticula sin ceder terreno a las consideraciones biográficas o anecdóticas. Va directamente al núcleo (al corazón de la cosa como digo yo generalmente a mis estudiantes) para proceder, casi siempre, a mostrar que aquellas ideas que nosotros generalmente asumimos como dadas, aquellos dogmas en los cuales creemos sin mayores cuestionamientos, no se sostienen; son implausibles o indefendibles filosóficamente. Esas ideas y dogmas buscan, esencialmente, otorgarle sentido extra empírico a realidades puramente empíricas; dotar de significado un mundo que no tiene significado, otorgar felicidad a una criatura que no está llamada a ello, proveer de trascendencia algo que es, básicamente, terrenal y mundano.

Nuestro autor no deja, para usar ese giro lingüístico tan trillado, “muñeco con cabeza”. No perdona. Es inclemente, frío y despiadado. Muy probablemente esa es la razón por la que sus obras principales (que en sus propias palabras serían esencialmente el ensayo: Horror metaphysicus2, así como su pequeño tratado: La presencia del mito3) no son textos especialmente reconocidos en el mundo académico. Y es que en el mundo académico – como en el teatral– hoy día la comedia, la más raquítica de todas, es la que vende. Tal y como decía ese excelente sociólogo que fue N. Postman: “Dios ama a quienes nos hacen reír” (1985, 13).

Y no es que Kolakowski, por oposición dialéctica a lo dicho, nos haga llorar. No. Es más bien que ni siquiera da pie para la posibilidad del llanto; pues en el umbral mismo de su reflexión cuestiona precisamente tanto lo uno como lo otro: la risa y el llanto, la esperanza y la derrota, el amor y la indiferencia, el conocimiento y la ignorancia, mostrando los frágiles hilos en que cada una de estas instituciones y sentimientos penden. Cortando con su estilete los goznes que unen la membrana íntima de las estructuras sociales, políticas, jurídicas y religiosas de la civilización; Kolakowski realiza una labor crítica como pocas en la actividad filosófica de los últimos decenios.

Dentro de una lógica según la cual se vuelven famosos solo los “pesos más ligeros”, como diría S. Andreski (1973, 227 y ss.), o sea los espíritus joviales y esperanzadores, es que Kolakowski adquirió fama por cuestiones menos álgidas que las que he señalado. Si uno busca referencias suyas encontrará que su divulgación internacional se basa y se limita fundamentalmente a señalarlo como un “marxista” que, por cuestionamientos a la ortodoxia del partido comunista polaco, fue expulsado de la cátedra universitaria que tenía en la Universidad de Varsovia y obligado al exilio en 1968. Ya a partir de 1970, y como profesor en las universidades de Berkeley, Yale, Oxford y Chicago adquirió notoriedad justamente por su crítica a los regímenes comunistas y su oposición a los totalitarismos.

Sin embargo, estimo que esa (el marxismo) no es su veta principal, sino que él tiene mayor relevancia como filósofo analítico, que es precisamente el estatus que le hemos asignado en este ensayo. Yo considero que obras como Horror metaphysicus, Conversaciones con el diablo, En caso de que Dios no exista, y por supuesto, La presencia del mito, son tratados de mayor agudeza y profundidad filosófica que sus ensayos sobre el marxismo y la crítica a los regímenes comunistas. En especial, La presencia del mito se me hace como uno de los textos más agudos y devastadores de la filosofía en la segunda mitad del siglo XX. Pocas obras como esa. Las razones por las cuales emito este juicio, quizás un poco exacerbado y vehemente en su formulación sintética, son las que a continuación me gustaría examinar con mayor detalle a lo largo de las siguientes páginas.

(2).- Imaginemos la siguiente situación (obviamente es una situación hipotética, que utilizo como un ejemplo para explicar mejor las ideas que expondré a continuación): Imaginemos, repito, un mundo anterior a la aparición de los seres humanos; el mundo de hace 2.5 millones de años, antes de la aparición del género Homo en algún lugar de África. Antes de esto es obvio, y así lo demuestra la historia biológica de la tierra, que la vida florecía de manera extraordinaria y variada. Rica en todas sus expresiones. Millones y millones de especies vegetales y animales cohabitaban el planeta en una lucha asombrosa y sin igual por la existencia. Hasta donde se sabe, la aparición de los primeros organismos vivos en la tierra tuvo lugar hace unos tres mil ochocientos millones de años, lo que marca el nacimiento de la biología. Pero no es sino hasta hace apenas seis millones de años que desapareció la última abuela común de los humanos y los chimpancés. Y hace apenas 200 mil años fue que se generó, por evolución de otros homínidos, el Homo sapiens, o sea, nuestra propia especie.

¿Cómo era la vida antes de eso? Esta puede parecer una pregunta realmente extraña. Sin embargo, es el inicio de las reflexiones que quiero ofrecer a propósito del mito y de Kolakowski. La respuesta más simple a esta pregunta, por ser esencialmente una tautología, es esta: la vida era como era. No es que no existiera, como afirmaría el más delirante de los solipsistas (al sostener que toda la realidad no es más que un producto de la mente humana). Es solo que esa vida, por más asombrosamente variada, rica y multiforme, no era, hasta donde sabemos, consciente de sí misma. El mundo era lo que era y punto. O como lo diría Wittgenstein en otro contexto: las cosas acaecían como acaecían. Nos encontramos así, para utilizar una imagen metafísica de la ontología de Parménides, frente al “Ser” en su más pura expresión.

No fue si no hasta con la aparición de nuestra especie y específicamente hasta con la aparición del cerebro humano (al menos eso es lo que hasta hoy día se sabe), que la realidad o la vida, toma consciencia de sí misma. No vamos a entrar acá en una discusión, que se tornaría interminable, sobre qué signifique “tomar consciencia” o sobre si otras formas de vida pueden o no “tomar consciencia” de la realidad en los términos que lo hacemos nosotros. Vamos a partir de una definición estipulativa muy básica, donde llamaremos “consciencia” a la capacidad mental del ser humano de aprehender cognitiva y lingüísticamente su entorno, representándolo mediante una serie de signos comunicables, o sea, transmisibles por medio de un lenguaje común, formulando teorías generales y válidas que buscan explicar lo que sucede en su entorno.

Al tomar consciencia de sí mismo y de su ambiente, los seres humanos desarrollaron una capacidad extraordinaria no solo de crear tecnologías de sobrevivencia nunca vistas (la agricultura, la domesticación, la escritura, la ciencia, etc.), sino que también desarrollaron un talento gigantesco para imaginar cosas que no existen en la realidad puramente empírica. Fue esta capacidad la que, según ha descrito de manera excepcional Yuval Noah Harari, lanzó al ser humano en la aventura científica y tecnológica más extraordinaria en la historia de nuestro planeta. Al respecto, nos dice el profesor de Jerusalén:

Pero la característica realmente única de nuestro lenguaje no es la capacidad de transmitir información (solo) sobre los hombres y los leones. Más bien es la capacidad de transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto. Hasta donde sabemos, solos los sapiens pueden hablar acerca de tipos enteros de entidades que nunca han visto, ni tocado ni olido. Leyendas, mitos, dioses y religiones aparecieron por primera vez con la revolución cognitiva (que tuvo lugar entre el 70 mil y el 30 mil a.C. y que obedeció a cambios aparentemente genéticos accidentales en nuestras conexiones neuronales). Muchos animales y especies humanas podían decir previamente ‘¡Cuidado! ¡Un león!’ Gracias a la revolución cognitiva, Homo sapiens adquirió la capacidad de decir: ‘El león es el espíritu guardián de nuestra tribu’. Esta capacidad de hablar sobre ficciones es la característica más singular del lenguaje de los sapiens. (Harari, 2016, 37-38)

Dentro del vasto conjunto de cosas que no existen en el mundo físico (o sea, que fueron inventadas por la mente humana) pero que han ejercido y ejercen una abrumadora influencia en el nacimiento y desarrollo de las civilizaciones se encuentran cosas como: el dinero, las religiones, los dioses y demonios, la familia, o más modernamente, los derechos humanos, la libertad, la igualdad, las corporaciones y las sociedades anónimas. Lo realmente revolucionario de esta forma de pensar y de comunicarse es que permitió la cooperación de grandes grupos de individuos vinculados tan solo por una idea común: un mito, que consistía justamente en la idea que se había inventado y que luego se creía y predicaba de manera masiva.

Ahora bien, ¿qué vamos a entender acá por “mito”?

Me parece que existen al menos tres formas de entender el concepto de mito. Una muy general y abarcadora, una de rango medio, por llamarle de alguna forma, y otra mucho más específica, que es la que nos interesa en este momento:

(a) La manera general de entender el mito es simplemente como una narración extraordinaria, una historia fantástica sobre seres con poderes sobrenaturales, tales como dioses, héroes, monstruos, demonios, mediante los cuales se busca, de forma alegórica o simbólica, brindar una explicación o justificación de ciertos fenómenos importantes para las sociedades y los seres humanos. Dentro de esos fenómenos que se desean explicar están cosas como: el nacimiento, la muerte, la enfermedad, el devenir de los eventos, el origen de la vida, el origen del mundo y del universo. El estudio de los mitos, en este sentido general, le corresponde a la mitología como disciplina teórica. Y según ella, los mitos se clasifican en varios tipos (cosmológicos, antropológicos, fundacionales o de origen, etc.), siendo los mitos religiosos muy importantes en la cultura, pues con ellos (como es el caso del mito cristiano del Paraíso y de Adán y Eva) se desea explicar el origen de la comunidad humana.

Cuando se habla de mito en este sentido general, entonces se presupone que hay una división más o menos nítida entre “la realidad” propiamente, por un lado, y “el mito”, por el otro. De ser así, entonces lo mítico estaría claramente circunscrito a una esfera que tiene que ver básicamente con lo metafísico, lo extraordinario, lo “sagrado” en términos de Mircea Eliade. Al delimitar el concepto de mito a este ámbito semántico, entonces los individuos estarían en condiciones de saber cuándo algo es un mito y cuando no lo es. Por ejemplo, se sabe que el Mito de Sísifo es una representación poética, al menos eso cree Albert Camus, del tedio y del absurdo de la vida humana; el mito de Caín y Abel es la explicación teológica de la aparición de la envidia, los celos y del asesinato en el mundo; o el mito latinoamericano de La Llorona, es la explicación folklórica de cómo la culpa puede convertir a un ser humano (a una madre filicida en este caso) en un ser desgraciado y errante de por vida.

(b) En segundo lugar, es posible entender el mito ya no como una mera leyenda o fenómeno sobrenatural, sino como una situación o evento que, aunque muy poco creíble y probable, es admitido por una colectividad humana. Las razones básicas de esa aceptación son, en esencia, la tranquilidad espiritual y el consuelo que se suele ofrecer a quienes aceptan dicha situación o evento. Acá hay que tener muy presente que la verdad o falsedad de la situación es absolutamente irrelevante para su aceptación generalizada. Al respecto, decía el antropólogo Lévi-Strauss, en su obra Antropología Estructural:

Que la mitología… no corresponda a una realidad objetiva carece de importancia: la [persona]cree en esa realidad, y es miembro de una sociedad que también cree en ella. Los espíritus protectores y los espíritus malignos, los monstruos sobrenaturales y los animales mágicos forman parte de un sistema coherente que funda la concepción [primitiva] del universo. (Lévi-Strauss,1995, 221)

Contrariamente a la opinión dominante, suele darse una suerte de paradoja social –llamémosle la paradoja del absurdo incondicional, para ser bien gráficos– según la cual cuanto menos factible resulte un fenómeno, o incluso cuanto más absurdo sea este, mayor inclinación tendrán algunas personas de aceptarlo incondicionalmente. La cantidad de ejemplos a este respecto son innumerables, y por ello se podría afirmar que una buena parte de la existencia social depende, en grandísima medida, de la presencia y existencia de tales mitos colectivos: las creencias religiosas, la creencia en instituciones sociales tales como la familia, el Estado, el matrimonio, el noviazgo, el Derecho, la igualdad, la libertad, la patria, los partidos políticos, el dinero, las sociedades anónimas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el “sentido de la vida”, el honor personal, los santos, los héroes, la felicidad, la vida después de la muerte, el amor romántico… Nada de esto, mis estimados lectores, existe fuera de la fértil imaginación de esta raza de homínidos enfermos, de estos “animales que guardan muertos”, como nos llamó Unamuno.

Todo es –en el mundo visible e invisible de la cultura– el producto y el resultado histórico de una apuesta incondicional por entidades que no existen más que en nuestra mente. Esas identidades imaginadas son, al final, compartidas por otras personas que creen en cosas similares, para así dar pie a realidades a partir de mitos comunes. Son esos mitos los que permiten, y esa es su principal función social, la cooperación de grandes masas de individuos quienes, sin esas creencias en común (respecto a las cuales, obviamente, no existe la mínima evidencia de objetividad empírica) resultaría imposible agrupar a millones de personas bajo un mismo lema. No obstante, ¡cuántos individuos pueden aglomerarse en éxtasis bajo los dorados techos de la libertad, de la igualdad, de la religión, de la patria, y cuántos individuos pueden morir en su nombre! Al respecto, nos ha dicho un historiador contemporáneo:

Sin duda, es impresionante pero no hemos de hacernos falsas ilusiones acerca de estas redes de cooperación en masa que operaban en el Egipto de los faraones o en el Imperio romano (o en las democracias modernas). Cooperación suena muy altruista, si bien no siempre es voluntaria y rara vez es igualitaria. La mayoría de las redes de cooperación humana se han organizado para la opresión y la explotación. (Harari, 2016, 123)

Ahora bien, los mitos, en cierto sentido y desde un plano puramente descriptivo, no son necesariamente “buenos” o “malos”. Simplemente son eso: herramientas imaginadas y compartidas al servicio de la concurrencia de intereses humanos en busca de los objetivos establecidos históricamente. No tienen el rango de una herramienta biológico-evolutiva, pero sí de un instrumento indispensable al servicio de una descomunal empresa de supervivencia de la especie. Todos somos esclavos al servicio de una maquinaria cuyos engranajes muchas veces desconocemos y cuyos propósitos son, en buena parte, azarosos y casuales.

Un rasgo importante de la gigantesca mitología que mantiene unida nuestra civilización es que ella (la mitología) no puede ser impuesta únicamente por la fuerza. Es necesario crear y recrear instrumentos: ideologías, rituales, liturgias, procesiones, congregaciones de fe y, llegado el caso, mentiras o lavados de cerebro, para que las personas (ustedes, ellos, nosotros y todos) colaboremos dócilmente en el devenir pacífico y sereno de la cultura. Los mitos no pueden, pues, ser creados o establecidos por la fuerza bruta. Para imponer los mitos están los tribunales de justicia, las universidades, las iglesias, las instituciones públicas: todas trabajando, día y noche, al servicio del “pegamento mítico” que sostiene los pilares de toda civilización. El mito necesita y requiere verdaderos creyentes: hombres y mujeres de fe, dispuestos, incluso, a pagar con su propia vida por el ritual al cual se le rinde devoción, culto y pleitesía.

De esta manera, y para ponerlo de forma sintética: el eslabón perdido entre un simio y un dios, no es el Homo sapiens, sino el creyente. Sí, es al devoto, al partidario, al incondicional y secuaz al que se le rinde culto. Es a él, y principalmente a él, a quien debemos la colosal estructura material y espiritual de una civilización.

Esta es la razón por la que los cínicos no construyen imperios y por la que un orden imaginado solo puede mantenerse si hay grandes segmentos de la población (y en particular grandes segmentos de la élite y de las fuerzas de seguridad) que creen realmente en él. El cristianismo no habría durado 2.000 mil años si la mayoría de los obispos y sacerdotes no hubieran creído en Cristo. La democracia estadounidense no habría durado 250 años si la mayoría de los presidentes y congresistas no hubieran creído en los derechos humanos. El sistema económico moderno no habría durado ni un solo día si la mayoría de los accionistas y banqueros no hubieran creído en el capitalismo. (Harari, 2016, 131)

Por todo lo dicho, hay que ser escépticos con todas aquellas empresas (individuales o colectivas) que buscan, mediante los mecanismos que sean, tratar de suprimir estos estratos míticos de las sociedades modernas. Esas pretensiones son, en realidad, de lo más ingenuas, pues no consideran el carácter esencial y vitalizante para las agrupaciones humanas de las energías y pulsiones míticas que allí operan. Las personas de carne y hueso no van a dejar jamás de creer en cosas como las religiones o los ángeles y demonios, el dinero y las corporaciones. Y si dejan de creer en ellas, es para empezar a creer en otras cosas iguales o más irreales aún.

(c) Sin embargo, no es en estos sentidos: general e intermedio, que Kolakoswki entiende el mito. Para él hay también un sentido específico, mucho más relevante desde la perspectiva analítica-filosófica que acá privilegiamos. Según este enfoque, el mito no se manifiesta solamente en el plano metafísico e institucional, por llamarle así; o sea, en el ámbito de las historias y leyendas extraordinarias y de las instancias poco creíbles de la civilización, sino que está muy presente en ámbitos en los cuales no creemos que exista del todo. Es decir, el mito no solo atraviesa las capas más superficiales de la cultura: como serían las esferas escatológicas, religiosas, espirituales, sino que también atraviesa las capas más profundas y menos proclives a ser consideradas míticas; o sea, aquellos ámbitos en los cuales la sociedad, especialmente, la cultura tecno-científica, deposita sus mayores esperanzas de validez absoluta y de verdad científica.

Por consiguiente, el mito debe ser, ciertamente, comprendido como una estructura de sentido de cada aspecto de la vida del ser humano. Esa estructura de sentido tiene la forma, para usar una metáfora bien gráfica, de una gran red que entrelaza todas y cada una de las acciones humanas, de sus instituciones, de sus empresas, de sus proyectos y visiones. Nada escapa a esa gran red. Cada uno de sus filamentos y de sus hilos abraza y une íntimamente cada pieza del gran rompecabezas llamado “civilización”. Sin esa red mítica todo sería caos.

En el devenir universal de la materia empírica, la única ley vigente parece ser, hasta donde la ciencia ha demostrado, la contingencia y el azar. Casi todo sucede de manera aleatoria, sin orden ni consideración a fuerza superior alguna. No hay trascendencia, ni arquitecto, ni plan, ni Demiurgo, ni Dios que organice las fuerzas invisibles y ciegas de un universo cuya ley fundamental es únicamente la entropía creciente. No hay felicidad humana postrera, no hay gloria, ni porvenir después de la muerte, no estamos llamados a nada más allá de los pequeños y frágiles planes que podamos forjar en nuestra corta existencia para proteger aquellos a quienes amamos y admiramos.

Ante este panorama, o sea, ante la fuerza avasalladora de la materia y del mundo, frente a la incontestable realidad de un universo ciego para con el bien y para con el mal, la única salvación de la consciencia (ese fenómeno singular y evolutivo de la materia viva) consiste en entretejer los distintos elementos empíricos con los elementos del mito. A partir de allí, nace una suerte de lienzo –mitad realidad y mitad ficción: el lienzo de la cultura, mediante el cual se le otorga sentido a una realidad sin sentido; trascendencia a un mundo contingente y estéril; gloria a una vida vana e inútil desde una perspectiva cosmológica.

De lo que se trata, pues, según Leszek Kolakowski, es de descubrir, de examinar, la ‘presencia del mito’ en aquellas esferas que generalmente consideramos como neutrales y libres del ingrediente mitológico. Por lo tanto, dice el autor polaco, yo intento descubrir la presencia del mito en los ámbitos no míticos de la experiencia y del pensamiento. Por lo cual, por ejemplo, no me sirvo de la confrontación de dos bloques heterogéneos, ciencia-religión; y no solo porque los fenómenos religiosos funcionan como instrumento en distintas esferas de la existencia colectiva, sino también porque las legitimaciones genuinas del esfuerzo científico se sirven del trabajo de la consciencia mítica. Por idénticos fundamentos intento, en la medida de lo posible, evitar oposiciones como intelecto-intuición, pensamiento-afectividad y otros. (Kolakowski, 1999, 11)

(3).- A continuación, me gustaría exponer, a título de ejemplos, algunos de esos ámbitos presuntamente no-míticos de los que habla Kolakowski, para mostrar cómo allí también el mito está presente, y cómo sin esa presencia, dichos fenómenos se mostrarían ininteligibles e incomprensibles para los seres humanos.

(a) Si existe una forma de conocimiento humano que parece realmente inamovible y sujeta a los más estrictos criterios de certeza, es el conocimiento lógico. Muy pocas personas, incluso las más escépticas, se atreverían a cuestionar leyes lógicas como: el principio de identidad (toda entidad es idéntica a sí misma, de tal suerte que A es igual a A); el principio de no-contradicción (una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido); o el principio del tertium non datur (la disyunción de una proposición y su negación es siempre verdadera).

Claro, debe aclararse que, puede suceder, al menos en la teoría, que un escéptico radical cuestione las mismas leyes de la lógica. De hecho, en el pasado autores marxistas ponían en tela de duda lo que ellos denominaban la “lógica formal”, por considerar que se oponía a una “lógica dialéctica” de tipo especial, donde no regían los principios mencionados. Igualmente, en las especulaciones más recientes de autores como Lacan, Kristeva, Luce Irigaray y Bruno Latour, según lo han denunciado Sokal y Bricmont en su magnífico libro Imposturas Intelectuales (1999), se ponen también en entredicho los principios lógicos.

Sin embargo, se puede tomar como una premisa bastante sólida aquella según la cual la cultura intelectual occidental, así como la cultura tecno-científica de hoy día, estiman que las leyes de la lógica son el fundamento de todo el conocimiento científico y que, por tanto, poseen una validez general. Por ejemplo, ningún científico serio se atrevería actualmente a afirmar que el sol es, al mismo tiempo y en el mismo sentido, una estrella incandescente y congelada; o que es verdad que Cristóbal Colón llegó a América y que él no llegó a América; o que yo estoy en este momento impartiendo una conferencia sobre Kolakowski y que a la vez, en el mismo tiempo y espacio, estoy en una exposición de caballos españoles o que el lector de este artículo existe y no existe en este mundo físico, etc. Afirmar tales cosas, si bien es posible teóricamente, en la práctica de las relaciones humanas cotidianas nadie lo hace sin pasar por un excéntrico, un filósofo algo despistado o peor, por un loco de atar.

Siendo así ¿cuál es el cuestionamiento que realiza Kolakowski de los fundamentos de la lógica? O más exactamente, ¿cómo es que él pretende mostrar las estructuras míticas de la lógica? El problema principal, en mis propias palabras, sería el siguiente:

Asumamos que, millones de años antes de la aparición de nuestra especie (o sea, de los seres humanos), el sol era una estrella incandescente. O sea, que no era una estrella congelada. Y que, por lo tanto, o bien era incandescente o bien era una estrella congelada. Sabemos que lo primero es lo “verdadero”, en virtud de la evidencia empírica y del principio lógico del tertium non datur. Fue justamente el hecho de ser una estrella incandescente lo que posibilitó la vida en este planeta y la aparición de nuestra propia especie. Pero de ser esto así (y yo dudo mucho que algún científico moderno desee ponerlo en tela de duda), entonces la lógica, y en especial el principio de no contradicción y el de tercero excluido, lo que hacen es reflejar, a priori, una estructura ya dada del mundo. Atención: es decir, que lo que el cerebro humano ha logrado es reproducir unos principios o leyes lógicas que ya están, ontológicamente, dados o preconstituidos en el universo mismo. Dicho de manera absolutamente concreta: nosotros no inventamos los principios lógicos (como el de identidad, no contradicción y tertium non datur, entre otros), sino que ellos ya existían antes de los humanos, antes de la tierra y seguramente antes de nuestra galaxia y universo conocido. Los descubrimos paulatinamente, conforme se acrecienta el conocimiento humano.

Pero de ser esto así, estarían por verse cuestiones fundamentales del siguiente orden: ¿Por qué existen esas “leyes lógicas” del Universo? ¿Existen desde siempre y en todo lugar? ¿Aplican solamente en el universo conocido? ¿Hay más de esas leyes y principios que aún ignoramos? Y una última pregunta que muchos se han sentido (y se sienten) tentados a formular: ¿Quién “creó” esas leyes lógicas?

Pero de razonar así, ya hemos saltado estrepitosamente del ámbito de la lógica a la metafísica, y hemos establecido que el universo está constituido de una cierta manera que es captada y, de alguna forma, reflejada por nuestro conocimiento y sus fundamentos. O sea, que ya hemos abandonado el plano de la filosofía analítica y hemos incursionado en la teología, de manera sutil.

No obstante, frente a esta posición (defendida en parte por Husserl), se ha esgrimido una tesis radicalmente opuesta, según la cual la totalidad del conocimiento lógico refleja únicamente nuestra propia mente, nuestra estructura cerebral básica. Un cerebro construido de otra manera, evolutivamente formado a partir de una biología, de una química, de una composición genética distinta (como la de una ballena jorobada o un vampiro), percibiría la “realidad” de otra forma muy distinta. No hay tal estructura lógica a priori del mundo, ni las proposiciones ni los principios de la lógica reflejan esa estructura ontológica primigenia y básica. Lo único que hay es un lenguaje (convencional y contingente), creado por una cierta especie zoológica, que reproduce, ya no algo que antecede al lenguaje y al cerebro humano, sino que es producto justamente de ese lenguaje y de ese cerebro.

Sin embargo, estima Kolakowski que no es necesario asumir uno de estos dos caminos opuestos y extremos: ni el del objetivismo lógico, ni tampoco la tesis psicológica o subjetiva. En realidad, la pregunta genética: o sea, la pregunta que cuestiona sobre el origen último de los principios lógicos puede y debe ser aplazada por razones puramente prácticas.

El sentido de las reglas lógicas consiste en que describen las regularidades fácticas de nuestro trabajo intelectual… deben su legitimidad a la necesidad práctica de comunicación interhumana y de eficacia tecnológica. La pregunta, sin embargo, por qué sucede esto así, y no de otra manera, que la eficacia tecnológica necesite de una lógica determinada y no de cualquier lógica, surge de hábitos metafísicos y puede prescindir de todo sentido empírico: no tenemos, por tanto, ningún derecho a afirmar que la lógica cargue nuestro pensamiento como obligación. (Kolakowski, 1999, 47)

Desde mi punto de vista, hay que aclarar, en primer lugar, que las proposiciones de la lógica no se refieren a objetos reales del mundo; es decir, no son proposiciones ontológicas (sobre si una cosa X existe o no existe, si es o no lo es); sino que son eso: proposiciones lingüísticas, es decir, un lenguaje sobre los objetos, no los objetos mismos. Un metalenguaje. Esto significa, por ejemplo, que si yo afirmo que o bien estoy impartiendo una conferencia sobre Kolakowski o no la estoy impartiendo y que solo una de estas dos proposiciones contradictorias puede ser verdadera; entonces no estoy afirmando necesariamente y, en sentido estrictamente lógico, la existencia de un “yo”, como un ente físico, perteneciente a la especie sapiens, hablando de un filósofo polaco; sino que solo estoy estableciendo unas reglas de relación entre dos enunciados lingüísticos.

Con otras palabras, si en algún universo desconocido (ejemplo, en un hipotético universo paralelo, si existiera) es posible, ontológicamente, que un ente esté impartiendo una conferencia y no la esté impartiendo a la misma vez, no hace mella alguna sobre el hecho de que, entre dos proposiciones lingüísticas contradictorias, en el lenguaje interhumano, convencional, solo una de esas proposiciones pueda ser verdadera y la otra falsa.

En segundo lugar, la pregunta en cuestión (o sea, la pregunta sobre si las leyes lógicas anteceden la percepción humana o si son producto justamente de esa percepción) rebasa, nos dice el autor polaco, el ámbito de la experiencia posible. “La cuestión, en cambio, ¿hay en la naturaleza del pensamiento una cualidad, que fuerce todo lenguaje común a constructos, desde los que tenga que resultar precisamente esta lógica y siempre la misma? rebasa el ámbito de la experiencia posible” (Kolakowski,1999, 47).

Efectivamente, no hay manera alguna de responder satisfactoriamente a esa cuestión. Además, y esto es fundamental, no se requiere, para el ejercicio de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, una respuesta a ese interrogante genético. Si en la práctica vital de las actividades cotidianas, tal y como me decía un día el borrachito del barrio, “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, y si ello viene a ser constatado una y otra vez por la repetida continuidad de las experiencias cotidianas, entonces no se ve por qué tengamos que responder la pregunta genética antes de aceptar la cuestión como tal. Por ello, y en definitiva, pareciera que el ejercicio de la actividad científica, e incluso el cultivo de una correspondiente “mentalidad científica”, no presupone necesariamente la solución de la cuestión metafísica aludida. Concluye Kolakowski a este respecto:

El mito de la razón no dejará precisamente de ser mito, sólo en una ofuscación ilusoria podrá ser trastornado en una parte del saber…La fe en la razón no puede poseer fundamentos, que sean descubiertos por la mera aplicación de la razón. La fe en la razón es una opción mítica, por tanto, trasciende las atribuciones de la razón. Dicha opción es necesaria para que el ser humano pueda constituirse como presencia de la razón en un mundo irracional. Ésta es necesaria para la autoconstitución del ser humano, para la autoidentificación, para la autocomprensión radical del hombre como un ser algo distinto que un plasma con sensibilidad más diferenciada. El mito de la razón debe contrarrestar el consentimiento desesperado con su propia contingencia… El mito de la razón purifica de la desesperación, es un argumento contra la contingencia; él mismo, sin embargo, no puede ser un fundamento de legitimidad… (Kolakowski, 1999, 50)

(b) Pero el mito también está presente en otros ámbitos de la vida humana que se consideran justamente lo opuesto a lo mítico. Uno de esos ámbitos, aparte de la lógica, es el conocimiento general. Creemos firmemente que nuestro conocimiento escapa al mito. El conocimiento es la trinchera en la cual se refugian los conceptos de verdad, racionalidad, ciencia, tecnología, coherencia, certeza, evidencia, exactitud. Por el contrario, lo mítico es leyenda, intuición, sobrenatural, fábula, apariencia, ficción, simulación. El conocimiento estaría, según la concepción dominante de la mentalidad tecno-científica, vacunado, inmune, libre y protegido contra el mito. Conocimiento y mito son, pues, antónimos en la ecuación de verdades universales y de validez general.

Sin embargo, Kolakowski también nos dice que por más firme y seguro que se nos muestre el conocimiento general o científico, este tampoco escapa al carácter mítico. El problema del conocimiento puede resumirse de la siguiente forma: ¿Existe algo objetivo fuera de nuestra percepción? Y de existir ese algo, ¿nuestro conocimiento da cuenta válida de su naturaleza o más bien da cuenta de la naturaleza de nuestra propia mente? Y si la mente no es (como creía la psicología tradicional, incluyendo el psicoanálisis) una instancia radicalmente distinta del cerebro, sino que es un derivado biológico-evolutivo del cerebro, entonces: ¿Es todo el conocimiento simplemente un subproducto material del cerebro de un mamífero, pero sin el carácter de una validez que trascienda nuestra condición zoológica? La pregunta central, tal y como a lo largo de la historia de la filosofía se ha planteado, es esta: ¿Existe la cosa fuera del acto de percepción?4

Para Kolakowski, el problema con esta pregunta radica en que si bien es cierto es posible formular la cuestión, mediante una referencia topológica (el adverbio “fuera de”), ello no deja de ser absurdo puesto que se presupone que somos capaces de ver un “todo”, permaneciendo nosotros “fuera” de él y así valorar si la cosa está “dentro” o “fuera”. Indudablemente esta forma de razonar pareciera una simple metáfora, que no arroja mayor luz sobre el problema del conocimiento. Una cuestión semejante no se puede formular (más que metafóricamente, repetimos) en virtud de que no tenemos consciencia, ni podemos tenerla, de una instancia trascendental: un “yo” abstraído del tiempo y del espacio, o sea, fuera de todo tiempo y espacio.

Desde esta perspectiva, el llamado “problema del conocimiento”, que ha preocupado a los filósofos por miles de años, desaparece de un solo golpe. Y no solo desaparece, sino que se revela como un sin-sentido. Efectivamente, es imposible que un ser humano piense en términos no-humanos, desde una perspectiva pre- o sobre-humana, valorando así la “objetividad primigenia” de un mundo: avalorativo, ahistórico, atemporal, y además, emitiendo un juicio sobre cómo sea esa condición ontológica previa a la propia existencia.

Si cambiar la piel propia es una esperanza vana para los hombres, si el mundo viene dado sólo como dotado de sentido, y el sentido es un producto del proyecto práctico humano, si el hombre no puede comprenderse a sí mismo colocándose en un mundo previo al sentido y prehumano (historia de las especies, cuerpo inconsciente), porque ese mundo no puede serle conocido en su desvinculación del proyecto del hombre –siendo esto así, pierden de golpe su vigencia el problema metafísico y el problema del conocimiento. (Kolakowski, 1999, 26)

Sin embargo –y acá viene lo principal de la reflexión– a pesar del carácter fútil del interrogante por un conocimiento “objetivo”, más allá de las contingencias y atributos que puedan impregnarle la mente y el cerebro de una especie zoológica entre otras muchas, la cuestión (no decidible racionalmente del todo) sigue activa y presente en la historia de la filosofía y de la epistemología. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón para la persistencia de una cuestión absurda como la del “problema del conocimiento”?

Pareciera que, en la base de esta pretensión por un conocimiento absolutamente objetivo, nos dice el autor polaco, subyace, finalmente, la necesidad profunda de disponer de un instrumento (el conocimiento justamente) que sirva a nuestra especie para estatuir su propia existencia, y sobre todo la existencia de un “algo incondicionado”. Qué sea ese “algo incondicionado” es justamente el estrato formador de mitos que está permanentemente presente en la cultura humana.

Ahora bien, la cuestión principal a la que busca responder Kolakowski en su obra es, según creo yo, la siguiente: ¿Por qué anhelamos tan fuertemente y con tanta furia lo incondicionado? Es decir: ¿Por qué aspiramos a alcanzar una experiencia a prueba de toda contingencia, decadencia y muerte? ¿Por qué deseamos tan hondamente encontrar una “verdad absoluta”, un “conocimiento objetivo”, unos “valores permanentes” que se resistan al paso del tiempo y de las circunstancias? ¿Dónde radica nuestra añoranza y nuestro anhelo, contra toda la evidencia del mundo, contra todas las pruebas en contrario, de que pueda existir un “amor eterno” que se resista a la traición y al olvido, al decir bello de Rabindranath Tagore?

Ese amor,

el amor cotidiano de todos los hombres,

el amor del pasado, el amor de siempre,

el regocijo universal, la pena universal,

la Vida misma,

la memoria de todos los hombres,

las canciones de todos los poetas

del pasado y de siempre,

se funden en este Amor,

que es el Nuestro. (2009)

(4).- La búsqueda de unas bases y cimientos “incondicionados” para las leyes lógicas, para el conocimiento, para los valores, o para experiencias tan personales e íntimas como el amor romántico, encuentra su raíz más profunda, según Kolakowski, en una experiencia fundamental y originaria del ser humano: esta experiencia es la indiferencia del mundo (Die Gleichgültigkeit der Welt). ¿Qué hemos de entender por dicho concepto? Kolakowski no brinda una definición puntual5, pero ofrece acotaciones que ayudan a entender mejor lo que quiere decir con ello.

Uno de los movimientos de la consciencia es, tal y como hemos visto, la búsqueda de fundamentos incondicionados para las realidades empíricas. Al no encontrar esos fundamentos (porque del todo no existen o rebasan la experiencia posible: no hay vida eterna, verdades absolutas, conocimientos inamovibles, amores perpetuos, juventud sin límites, placeres más allá del éxtasis), entonces la consciencia se refugia, como he explicado, en la opción mítica.

El mito nos tranquiliza momentáneamente; nos protege de la contingencia; nos arrulla ante el miedo inminente de la muerte, propia o de seres queridos. Es ese proceso de aplacamiento, de ataraxia, de ofrecer tranquilidad y serenidad en momentos críticos y noches oscuras, lo que también permite que el mito sea, como ya también se vio, el principal artilugio de la cultura para posibilitar la cooperación y la convivencia social en grandes grupos humanos. ¡Los rebaños siempre se han aglomerado en las noches de tormenta!

Empero, hasta los mitos tienen sus límites. Con o sin ellos: la vida se acaba, las guerras explotan, las catástrofes naturales avasallan, las hambrunas y pestes avanzan, los seres queridos mueren, la juventud se escapa, los grandes amores se marchan, y con o sin nuestro conocimiento y aquiescencia… la existencia continúa, dejando una enorme estela de vida y muerte, en un ciclo interminable. Entonces, se podría pensar, el mito es la huida del dolor. No, responde Kolakowski. El mito es la huida de la indiferencia del mundo. Lo que genera la angustia formadora de mitos, no es necesariamente el dolor, es el hecho de la impotencia.

Pero ¿de qué huimos?

Lo más sencillo sería decir que huimos ante el sufrimiento. Pero… eso ante lo que huimos, es la experiencia de la indiferencia del mundo, y los intentos de superar esa indiferencia forma el sentido central del combate humano con el destino en su cotidianeidad y en sus extremos. (Kolakowski, 1999, 75-76)

Un día, sin que podamos hacer absolutamente nada al respecto, las cosas llegan y se marchan. Tarde o temprano se marchan. “Lo peor siempre llega, solo que no sabemos cuándo” (Cioran). La huida del tiempo, la fugacidad de la memoria, la omnipotencia del olvido. Todo es como una niebla que se filtra sigilosamente debajo de la puerta, mientras dormimos. La condición vaporosa de la existencia nos alcanza, nos invade, como en aquel famoso cuento de Julio Cortázar: La casa tomada, donde una presencia etérea, siniestra, metafísica, ominosa, invade la habitación donde se encuentran sus habitantes…. Sin que estos puedan hacer nada al respecto, terminan marchándose. Dejando atrás su historia, sus vidas, su pasado, sus recuerdos. Quizás por eso decía Nietzsche, que todos los grandes eventos del ser humano: “llegan con pasitos de paloma”. Pequeños, diminutos, insignificantes.

Un día cualquiera, un día rastrero como cualquier otro, nos levantamos y nuestro cuerpo no responde. Nos sentimos jóvenes, sentimos aún la fuerza de un espíritu indómito, pero simplemente la desobediencia y la rebeldía de los miembros ha llegado ya y tomado todo. Pasamos de ser jóvenes a viejos, y de ser viejos a decrépitos. El cuerpo nos es indiferente. Igual sucede con aquellos que mueren y amamos: lo que más duele, lo que más perturba, es el hecho de que sean indiferentes a nuestro llamado; a nuestro afecto, a nuestra súplica de que aún no es tiempo; de que tenemos cosas que expresar, de que hay palabras que aún no han sido dichas. Su respuesta es silencio y nada más...

Con la anticipación de la muerte propia, pasa exactamente lo mismo: la no aceptación de ese evento, la imposibilidad misma de representárnoslo concretamente, la repugnancia básica y primitiva que genera su sola idea, obedece a que no hay nada que podamos hacer: somos impotentes frente a ello. El mundo continuará exactamente igual. La vida seguirá su curso. La familia, los seres queridos, los amigos, los conocidos y desconocidos. Nada se detendrá. Para la materia omnipotente, mi muerte, nuestra muerte, o mil millones de muertes son idénticas. Nada importa cosmológicamente. Es esa indiferencia radical, soberana, esa indiferencia del mundo, del universo, la que –según el autor de Varsovia– constituye la base, el fermento mismo, desde el cual nace el impulso mítico inarraigable de la cultura.

Una compensación que hemos obtenido a cambio, a lo largo de los siglos y milenios, es básicamente el dominio tecno-científico del mundo, del entorno vital e incluso en algún tiempo muy probablemente de otros mundos. Sin embargo, dominar un mundo por la fuerza, no significa necesariamente conquistarlo, ni mucho menos que este no nos sea indiferente. La pura y neta verdad es que la especie humana, sea un individuo o millones, le resulta tan indiferente a este mundo y al universo, como el vuelo de un gorrión o la muerte de una libélula. Finalmente, la “indiferencia” es una categoría propia del pensamiento humano, no atribuible, por vía de la hipostasión, del animismo, o de la transferencia psicológica, a ninguna otra entidad más que a nosotros mismos.

Lo cierto es que nuestros intentos por la conquista tecnológica del entorno no logran satisfacer la necesidad primigenia y fundamental de vencer la no-indiferencia del mundo. Es como si, nos dice Kolakowski, tratáramos de obtener amor copulando con un cadáver. No existe reciprocidad. No hay conexión, ni alternancia, ni otredad. Y todos los esfuerzos en ese sentido están destinados al fracaso más rotundo.

Y, sin embargo, tras los éxitos del ejercicio del poder sobre las cosas permanece visible… el desasosiego. La cultura tecnológica nos permite apoderarnos del mundo a la manera de un botín, pero no suprime verdaderamente su indiferencia; el domeñamiento de las cosas es sólo aparente, el sentimiento del encuentro con la naturaleza en intercambio mutuo es tan ilusorio como el amor de un necrófilo. La naturaleza obedece sólo al hombre en su indiferencia, no en reciprocidad. El mundo, que está tan completamente lleno por las huellas de nuestras intervenciones tecnológicas, este mundo aparentemente humanizado, marcado en todos sus ángulos por la intensidad de nuestras intervenciones, comienza a aparecernos de nuevo como una pesadilla. (Kolakowski, 1999, 79)

Otra forma, el último refugio para lograr vencer la indiferencia del mundo, lo hemos buscado en la experiencia erótica y del amor. Es en ella, y solo en ella, que algunos creen posible un estado de verdadera comunión, de una fusión tan radical que logre derrotar el sentimiento permanente de “desarraigo”, de “no pertenencia”, de “separatividad” al cual estamos indeleblemente condenados y que es la base de la consciencia mítica. Encontrar a alguien a quien importemos hasta el final, incondicional, categórico, ilimitado en su entrega. Absoluto en su devoción. La superación definitiva del “yo” con la totalidad de lo existente. La fusión postrera, indisoluble, de mi persona, ya no con la materia anónima e inerte de que se componen mundos enteros, sino la fusión con otro ser igual a mí, idéntico a mí. Tú y yo.

Pero ese último refugio también está condenado al fracaso. En su búsqueda permanente de fusión, de superación de la diferencia, de devoción incondicional y absoluta, el amor se torna inevitablemente auto-destructivo. Es un monstruo que se engulle a sí mismo; cuanto más se ama al otro, menos somos nosotros mismos. Cuanto más nos entregamos, menos nos pertenecemos. Y es en ese carácter contradictorio y cruelmente paradójico,
si
se quiere, del amor, donde radica su permanente debilidad; la cual se muestra a diario en la comunicación interhumana fallida.

Al final de la partida, y por las razones que sean, si el ser incondicionalmente amado no corresponde al sentimiento, no se le puede obligar a que no nos sea indiferente (recordemos que lo contrario del amor nunca ha sido el odio, sino justamente la indiferencia). Así, lo que surgió como un instrumento –el último y más noble quizás de los disponibles en la cultura– para derrotar la “separatividad” humana, se convierte en el principal instrumento para su demolición.

Quedamos, al final del juego, en un mundo ajeno, en un universo indiferente, donde los últimos recursos y expedientes que hemos utilizado para vencer la Gleichgültigkeit der Welt y su extrañeza intrínseca han fracasado. Todo queda anulado, todo ha fallado. Es allí donde, como el Ave Fénix, resurge de las cenizas y de los escombros de una naturaleza en ruinas, el mito: no importa si falso, si absurdo, sin sentido, poco creíble, implausible, paradójico e irracional. Él nos vuelve a tender su mano, nos acoge en su cálido regazo, y nosotros, como niños temerosos de los rayos en una noche de lluvia, regresamos a él mansamente y le permitimos ingresar de nuevo a nuestra habitación, donde nos encargaremos de alimentarlo y si fuera del caso, inventar y contarnos junto con él otros mitos más fantásticos y poderosos que nos ayuden a superar la próxima faena.

Notas

1. He consultado la edición en alemán: Die Hauptströmungeng des Marxismus, Piper Verlag, München-Zürich, 1976.

2. Horror Metaphysicus. Das Sein und das Nichts. Piper Verlag, München-Zürich, 1989.

3. He consultado dos versiones: en alemán y español. Die Gegenwärtigkeit des Mythos, Piper Verlag, München, 1973. La presencia del mito, trad. de Gerardo Bolado, Catedra/Teorema, Madrid, 1999.

4. Obviamente, la respuesta a estas cuestiones, por parte de la filosofía tradicional ya las conocemos y también sabemos que el gran aporte de Immanuel Kant a la historia del pensamiento fue disponer que el conocimiento humano no solo deriva de las impresiones sensibles generadas por nuestra mente, sino que además de esos elementos empíricos hace falta una “algo más”. Y ese algo más viene dado por el sujeto, quien inmerso en el espacio y tiempo, aprehende los fenómenos, pero jamás las cosas en sí (el llamado “noúmeno”).

5. Nos dice, empero, que: “El fenómeno de la indiferencia del mundo pertenece a las experiencias fundamentales, es decir, aquéllas que no se pueden interpretar como casos particulares de otra necesidad más originaria. Esta circunstancia me parece de la máxima importancia” (1999, 74).

Bibliografía citada en el texto

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Cioran, E.M. (2000). Cuadernos. 1957-1972 (trad. de Carlos Manzano). Barcelona: TusQuets.

Harari, Y. N. (2016). Sapiens. De animales a dioses (trad. de Joandomènec Ros, 2. Edición) Barcelona: Debate.

Kolakowski, L. (1973). Die Gegenwärtigkeit des Mythos. München: Piper Verlag.

. (1976). Die Hauptströmungeng des Marxismus. München-Zürich: Piper Verlag.

. (1989). Horror Metaphysicus. Das Sein und das Nichts. München-Zürich: Piper Verlag.

. (1999). La presencia del mito (trad. de Gerardo Bolado). Madrid: Catedra/Teorema.

Lévi-Strauss, C. (1995). Antropología Estructural (trad. de Eliseo Verón). Barcelona: Paidós.

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Tagore, R. (2009). Amor eterno [poema publicado en blog]. Recuperado de https://rosawrosa.wordpress.com/2009/03/28/amor-
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Prof. Dr. Minor E. Salas (minor.e.salas@gmail.com). Catedrático de la Universidad de Costa Rica. Facultad de Derecho / Instituto de Investigaciones Jurídicas. Doctor por la Ludwig-Maximilians-Universtität-München. Autor de varios libros, entre ellos: Kritik des strafprozessualen Denkens. Rechtstheoretische Grundlagen einer (realistischen) Theorie des Strafverfahrens, Verlag C.H. Beck, Band 194, Munich, 2005. Albert, Hans: La ciencia del derecho como ciencia real. Presentación, traducción y notas de Minor E. Salas. Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política, Distribuciones Fontamara S.A., México, 2006. Rüthers, B., Teoría del Derecho. Concepto, validez y aplicación del Derecho, del original: “Rechtstheorie. Begriff, Geltung und Anwendung des Rechts, Editorial Ubijus, Vanguardia en Ciencias Penales, Instituto de Formación Profesional, México, 2009. Yo me engaño, tú te engañas, él se… Un repertorio de sofismas corrientes en las ciencias sociales. O de la guerra sin fin contra el pensamiento dogmático, Isolma, San José, Costa Rica, 2011. Los rostros de la justicia penal: ensayos críticos sobre temas fundamentales del derecho procesal penal, Editorial Isolma, San José, Costa Rica, 2012, pp. 311. Antidogmática. El Derecho penal en el banquillo de los acusados, Editorial Olejnik, Buenos Aires, Argentina, 2017. Y decenas de artículos en distintos países y revistas especializadas sobre temáticas de Derecho, Derecho Penal, Filosofía del Derecho, y Teoría y Epistemología del discurso normativo.

Recibido: 8 de abril de 2019

Aprobado: 7 de julio de 2019