Diego Fernando Yanten Cabrera

La vorágine pospuesta a la aparición del εγω (ego) en el mundo que es-ya.
Crónicas existenciales de Antoine Roquentin

Resumen: Si, acaso, el yo se encuentra ya-ausente, si es un tardío aparecer-se que desfigura la duplicidad cartesiana, una no-inmanencia constante, entonces, su manifestar-se transforma el κόσμο (mundo) o, quizá, sea el ser mismo quien, arrojado al mundo, en su estado de yecto, opera una μεταμόρφωση (metamorfosis), pues, ahora, al concretarse en su existencia, el universo mismo, asfixiante, misterioso, hace frente y, sin embargo, es, como si, toda existencia estuviese de más y todo explanar, postrero, fuese la aciaga constatación de la sinrazón de todos los existentes, la elucidación, ulterior, a la absurdidad revelada. ¿El yo es la esencialidad previa para la comprensibilidad del universo o no-es substancia condicionante, pues, es ahí y en ese ahí aparece, genuinamente, lo injustificado?

Palabras clave: Existencia. Conciencia. Ser ahí. Mundanidad. Voluntad de poder.

Abstract: If, perhaps, the I is already absent, if it is a belated one it appears that it disfigures the Cartesian duplicity, a constant non-immanence, then, its manifestation-the κόσμο (world) is transformed or, perhaps, it is the being itself who, thrown into the world, in his state of project, operates a μεταμόρφωση (metamorphosis), because, now, when materializing in its existence, the universe itself, suffocating, mysterious, faces and, nevertheless, is, as if, all existence was over and all elucidated, at the end, was the unfortunate verification of the unreason of all existing, elucidation, ulterior, revealed absurdity. Is the I the essential essence for the comprehensibility of the universe or is it not a conditioning substance, since it is there and in that there, the unjustified appears genuinely?

Keywords: Existence. Consciousness. Being there. Worldliness. Will to power.

Introducción

Encontrareis, la autoafirmación y la negación, subsecuente, a la afirmación del ser, la explicación más inusitada e increíble, lo que os depara es el desembozar de la existencia, preguntar el por qué el ser ahí se inquieta y pregunta por su propio yo, inquiere, cuestiona, flagela y engrupe; define su propia vida por la trascendencia misma de su ser y este, sin embargo, no-es, pues, su inautenticidad se hace evidente, no obstante, careciendo de prueba o fundamento sobre su propia relevancia y, en-sí, adentrándose en su para-sí, descubre que, más que eso, es inimportancia misma. El leitmotiv mismo de la narrativa, que aquí comienza, pretende descubrir si, acaso, el ser ahí está de más o, por de pronto, posee una razón para su ahí, o sí, a despecho, ni el ahí ni el ser, ni cuando rodea al mundo es digno de tal reparo. Para lograr, tan prodigiosa hazaña, la necesariedad de Antoine Roquentin es ineludible, el porqué de tan extravagante compañía se precisa, pues, para conocer la razón de la existencia misma, es prudente, cabalgar, apresuradamente, a veces, entre tanto, en otras, con sutileza, de la mano de ese alguien que descubrió la existencia misma y, en su trasegar, los extravíos y la subrepticia tentación de sucumbir a una razón inalcanzada, parecen evitarse o, quizá, los errores de Roquentin una vez propiciados, proporcionen un nuevo sendero y esta existencia pululante, asfixiante y que se encuentra en derredor, por todos lados, pudiese postergar, al fin, una explicación ya demasiado pospuesta.

Aparentemente, el yo constituye la posibilidad a un plexo de cogitaciones probables, sin el cual la res extensa resulta inaprensible, es, pues, la aperturidad necesaria para conocer el mundo que no-es o no podría ser sin que el subjectum sea; parece ser, que el mundo, en su pletoridad, no puede estar-ya presente si el ser no lo ha constituido como una totalidad a la cual dirigirse, empero, este dirigir es, también, un construir, pues sólo el ser, previamente reconocido en-sí-mismo, en tanto que yo, puede hacer del mundo lo asible para, a ultranza, apresarlo; luego, si el pronombrar personal esta ausente, consecuencialmente, el mundo no-es-más o no lo-es en su ser cognoscible, toda vez que, ώρα (tiempo) y χώρο (espacio) –fundamentos previos o pospuestos para el conocer–, no pueden ser sin que sea ya el εγω (ego)

… toda nuestra intuición no es nada más que la representación de fenómeno; que las cosas que intuimos no son, en sí mismas, tales como las intuimos; ni sus relaciones están constituidas, en sí mismas, como se nos aparecen; y que si suprimiésemos nuestro sujeto, o aun solamente la manera de ser subjetiva de los sentidos en general, [entonces] toda la manera de ser de los objetos en el espacio y en el tiempo, todas sus relaciones, y aun el espacio y el tiempo mismos, desaparecerían; y que como fenómenos, no pueden existir en sí mismos, sino solamente en nosotros. (Kant, KrV A 42 / B 60)

Si, como a-parece, el yo constituye ya, la forma de toda composición perceptible, primero, cognoscible, después, la ausencia de éste es, por defecto, una mala inteligencia: el mundo yace irreconocible en el más allá y la esencialidad que se acerca, sólo se desaleja porque el ser-es-ya en sí conocido, esencialmente constituido. Ergo, es el yo-autoconciente la posibilidad para la aprehensibilidad de la αλήθεια (verdad), para la consagración al-mundo y para la certitud de que éste es aquello que es y no una subrepción negada por la esencia innatural de quien percibe, es decir, lo carente del yo, que en tanto instancia humana substancial, la significancia de su no-estar es ya lo antihumano. No obstante, la verdad, la ulterioridad cognoscible de lo dado, sólo es si el ego está-ya y aquel, sin embargo, es una-otra-cosa a la verdad misma que, por eso, representa su constante escudriñar, en tanto, intrincada derivación del yo que no puede conocer, simplemente, por lo que ve, pues, el ver es un posible engaño en el ser visto

Lo verdadero es, de este modo, el delirio báquico, en el que ningún miembro escapa a la embriaguez, y como cada miembro, al disociarse, se disuelve inmediatamente por ello mismo, este delirio, es, al mismo tiempo, la quietud translucida y simple. (Hegel, 2003, 31)

No obstante, si gracias al acaso –la supresión del mundo temático cartesiano–, el mundo es-ya aunque el ego no lo sea, entonces la verdad es ya-en-el-mundo o no lo es, en tanto, que cuestión humana y si el mundo está presente, a pesar nuestro, la verdad o es manifiesta o lo va a ser ya cuando el ego sea, sin embargo, lo que sea verdadero es, en tanto, que es el ego quien interroga por ella y, entonces, lo verdadero sólo es, concluyentemente, vacilación existencial de lo que hace frente en el mundo. Luego, la pregunta por lo verdadero queda resagada, pues, es la existencia en el ahí que-ya-es, nuestro problema, y el cómo la aparición del yo transtorna lo que-es-ahí o el ser del ahí mismo.

1. La manifestación del εγω (ego)
y el derrumbamiento de lo dado

Si el mundo es el ahí del ser ahí, entonces este es aunque el ser no-sea; el ser es contingencia, eventualidad pura, en tanto, todo lo que es es-ya; el ser, al hacer parte de esa totalidad, es aunque no sea consciente de lo qué o quién sea, pues, es ya en-el-mundo y, lo es, puesto que, la «existencia precede a la esencia» (Sartre, 2014, 11) como posibilidad del ser mismo que no-es aún. Empero, cuando el ser es ya un para-sí, autoconsciente (Hegel, 2001, 551), entonces el mundo cambia o el mundo siendo el mismo que ya-es no es el mismo para el ser, con lo cual, la aparición del yo se antoja repugnante, dado que, el mundo intocado, circundante, no es porque el yo sea, sino que el yo es, ulterior, al ser ya ahí arrojado.

La subsecuencialidad del yo pospone, pues, su preeminencia: el ser ahí, hundido en la existencia, es-ya en el mundo y la conciencia como «conciencia de algo» (Sartre, 2005, 22) está ya en el ahí, en el commercium con los entes intramundanos (Heidegger, 1971, 133-134) a pesar de su yo ausente. El ego cogito primario –en tanto πρωτόλεπτο (protoelemento) para el serdegenera en la innecesariedad de su ya-estar para que lo que él-no-es sea, sin embargo, es la conciencia que es-ya en el ente –en lo ante los ojos o lo a la mano– una verdadera conciencia irreflexiva, no-posicional, carente del conocer-se, es extraña para sí, pues, es ya en el ente, en tanto que, conciencia de ese algo al cual se dirige

La conciencia no puede estar limitada más que por ella misma. Ella constituye, pues, una totalidad sintética e individual enteramente aislada de las otras totalidades del mismo tipo, y el Yo no puede ser, evidentemente, más que una expresión (y no una condición) de esa incomunicabilidad y de esa interioridad de las conciencias. Nosotros podemos, pues, responder sin vacilar: la concepción fenomenológica de la conciencia convierte al rol unificante e individualizante del Yo, en algo totalmente inútil. Es la conciencia, por el contrario, la que hace posible la unidad y la personalidad de mi Yo. El Yo trascendental no tiene, pues, razón de ser. (Sartre, 1968, 19-20)

La conciencia no-posicional acapara al ente y sólo atrae a ella –previa reducción fenomenológica– el noema (Sartre, 1967, 122), puesto que, el ser del ente permanece trascendente como fuente del fenomeno mismo, que es, en-sí, el trasegar noemático en la ya-intencionada conciencia, lo que se tiene y el contenido noético es, pues, la irrealidad revelada de lo que son los existentes, en tanto que, su ser permanece inapresado por la conciencia (Sartre, 2005, 19). La conciencia irreflexiva supone un no al yo, en tanto que, el «Yo no es ni un objeto (puesto que es interior por hipótesis) ni tampoco de la conciencia, puesto que es alguna cosa para la conciencia, no una cualidad traslúcida de la conciencia, sino, de alguna manera, un habitante» (Sartre, 1968, 20-22).

El aparecer del ego sugiere la relación condicionada, según la cual, una conciencia reflexionante es tomada por una conciencia reflexionada, la aparición del yo se disipa en la inmediatez-intencionada y ha de aparecer, pospuesta, a la tendencia intencional misma que es la conciencia en el ahí del mundo del ser ahí, en tanto, ser-en-el-mundo, esto es, conciencia irreflexiva notética, al interior de la que, el yo es impermantente, esto es, la conciencia es conciencia no posicional de sí misma, en tanto que está-ahí con lo entes intramundanos a los cuales intenta apresar mediante fenómenos, proceden de un esse (ser) que los irradía.

Suele suponerse, contrariamente, así lo presagió Protágoras al hacer apodíctica la aserción, que: πάντων χρημάτων μέτρον ἔστὶν ἄνθρωπος, τῶν δὲ μὲν οντῶν ὡς ἔστιν, τῶν δὲ οὐκ ὄντων ὠς οὐκ ἔστιν –«el hombre es medida de todas las cosas, tanto del ser de las que son, como del no ser de las que no son» (Platón, Theaetetus, I, 152a), con lo cual, se pasa por alto el contenido irrefragable del ser de los entes –lo ante los ojos, lo a la manoy el cómo de la percepción, la cual, tan sólo, fenomenológicamente aprehende aquello que es más allá del noema, lo posicional en el mundo inalcanzado. La conciencia es irreflexiva, no-posicional y ateticamente conciencia de algo y el yo no está ya-ahí como percipiente ya de ese algo.

Cuando el ego aparece, flamante y traslucido, emerge como trascendencia a la conciencia que es ya-reflexiva (Sartre, 1968, 23-24), empero –como ya se advirtió–, permanece ausente en toda conciencia irreflexiva. No obstante, la aparición del yo, supone per se, la pregunta del ser ahí por su ser, en tanto, proyección óntica, esto es, ser-en-el-mundo, con lo cual el yo es el introito funesto para una conciencia reflexionante relativa que, siendo aciaga, intenta precisar el porqué de su propia existencia. La aparición del ego presupone el constante desembozar que constituye la pregunta sobre el existir y postula en efecto, atravesado el Rubicón, la Náusea.

Pero, no es absurdo preguntar lo por descubrir cuando esto ya ha sido manifestado. ¿No es, acaso, Antoine Roquentin –quién si no él– aquel que nos descubre con su preguntar, sobresaltado, por la monstruosa existencia, que se apercibe en derredor sobre esa existencia misma, la cual, en definitiva, se posibilita, en su cuestionar, por la reflexivilidad misma y no por la conciencia en el ahí del ser ahí, en tanto intencionalidad irreflexiva del todo de esto? Roquentin, al descubrirse ya arrojado sobre este mundo, en el ahí inmanente, taciturno y arrobado, inquiere: «Es preciso decir cómo vea esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Es preciso determinar el alcance y la naturaleza de este cambio» (Sartre, 1981, 13). Él es, pues, el ser que se ha descubierto ya-existiendo y, precisamente, porque su yo yacía como un algo intrascendente, cuando éste aparece como lo increado, lo siempre presente, entonces sufre, aunque, luego –como siempre lo hace la conciencia prisionera de sí–, escape, a hurtadillas, de esa Náusea que le aprisiona, manifestando, a despecho, que todo no es más que una simple «comedia», una «... tribulación tan vaga, tan metafísica, que... da verguenza» (Sartre, 1981, 172).

La existencia del para-sí aparece como una afanosa desventura, un encontrar-se ya en un mundo no-cósmico –no ordenado y dispuesto para un algo definido–; es la existencia, pues, el preludio de la comprensión y la comprensibilidad misma es-ya una precipitada desilución. Sin embargo, este yo, que en sí parece siempre acompañar toda obra del ser ahí, rehusa de por sí el cambio pospuesto a su presencia, en tanto que no siempre-está-ya con el ser y, en el verse transformador, se niega a sí como cordura y, frente a su nostalgia, franquea su presencia atribuyéndosela, apofánticamente, a una psicosis maniática pospuesta a lo que el ya-era y por lo cual, ahora, enfrentado a su fantasmagórica presencia, se pregunta por su ser: «Lo curioso no estoy nada dispuesto a creerme loco; hasta veo con evidencia que no lo estoy: todos los cambios conciernen a los objetos. Por lo menos quisiera estar seguro de eso» (Sartre, 1981, 15). Es ese yo, pues, que, apareciente y refulgente, se niega y, entenebrecido, aglutinado por la niebla del ser que es sin su-ego, al cual ya estaba acostumbrado, atribuye a lo ente lo transformador y no –lo cual no podría hacerse, sin dejar de estar-ya-en-el-mundo– a la conciencia de ese ego irrefragable que en tanto está-ya, no es condición necesaria, sin embargo, para que el ser no-sea sin él.

Lo dado es lo a la mano, lo ante los ojos, está ahí en el ahí, como el ego también lo está, aunque no lo está siempre, pues, si lo estuviese entonces cómo podría hacerse, sin extraviarse en la yoidad, todo cuanto se hace, pues aquello que se hace se realiza en la mismidad del ser y, sin embargo, no con el yo, es más –como se verá más adelante– el yo, en tanto que presente, es condición para la impropiedad y lo inauténtico, pues, cuando se es y no-se-es más que un uno, entonces el preguntar por la yoidad impide el obrar e incrementa la edificación de espurias barreras que condicionan la seguridad al ser con del ser ahí de los otros. Este ego renaciente, dispuesto a no escapar, concomitante, impreso, en tanto, consciente reflexivamente, constituye ya el impasible cuestionar, por eso, el clamor nausaseo es, pristinamente, indescifrable e inasible y coloca al yo como la víctima de una otra cosa que no-es-él a pesar de ser él mismo

Algo me sucedió, no puedo seguir dudándolo. Vino como una enfermedad, no como una certeza ordinaria ni como una evidencia. Se instaló solapadamente poco a poco; yo me sentí algo raro, algo molesto, nada más. Una vez en su sitio, aquello no se movió, permaneció tranquilo y puede persuadirme de que no tenía nada, de que era una falsa alarma. Y ahora crece. (Sartre, 1981, 17)

La recalcitrancia, el inquirir constante, sin embargo, resulta incesante: «… se ha producido un cambio... ¿Pero dónde? Es un cambio abstracto que no se apoya en nada. ¿Soy yo quien ha cambiado? Si no soy yo, entonces es este cuarto, esta ciudad, esta naturaleza; hay que elegir» (Sartre, 1981, 18) y, ab intra de la duplicidad idealista entre lo a la mano, en cuando ser del útil, lo ante los ojos y el ser ahí de los otros revelado en el ser con, se descubre, se anuncia el ego, como el increado ausente, inimportante, ahora develado

Creo que soy yo quien ha cambiado: es la solución más simple. También la más desagradable. Pero debo reconocer que estoy sujeto a estas súbitas transformaciones. Lo que pasa es que rara vez pienso; entonces, sin darme cuenta, se acumula en mí una multitud de pequeñas metamorfosis, y un buen día se produce una verdadera revolución. Es lo que ha dado a mi vida este aspecto desconcertante, incoherente. (Sartre, 1981, 18-19)

Sucede, pues, como si acaso el mundo, lo circunmundado abrasáse al ser, como si, por de pronto, no hubiese escape alguno, pues, el ser se encuentra ya en su estado de caída en el ahí, en el mundo, por eso, este ser ahí es, en su estado óntico, un ser-en-el-mundo, el cual da libertad a las cosas que, en su mundiformidad, le hacen frente, pues, lo ente yace allí y se disipa en una incesante concomitancia, todo lo cual, lleva a Roquentin a sugerir: «los objetos no deberían tocar, puesto que no viven. Uno los usa, los pone en su sitio, vive entre ellos; son útiles, nada más. Y a mí me tocan; es insoportable…», produciendose en él –el ser ahí– el clamoroso pavor que despierta, «tengo miedo de entrar en contacto con ellos como si fueran animales vivos» (Sartre, 1981, 27) y, a pesar de todo, esto no se ha transfigurado, ha sido siempre tal cual es, sólo que, ahora, el ego se encuentra y lo aprehende, no como conciencia irreflexiva, sino que, en tanto, que el yo ya-es, desde la reflexibilidad misma que lo arroja al aquí de su espacialidad.

Ese yo, pospuesto a la irreflexivilidad, enteramente hundido en el mundo, se disipa en una relación noemática, presagía ya, a despecho, que él está-ya con lo intramundano y que la respuesta, al porqué de su repugnancia existencial no está en el más-allá, sino que, se encuentra enclavada en el más-acá, en la cotidianidad del mundo y por eso mismo sentencia: «La Náusea no está en mí; la siento allí en la pared, en los tirantes, en todas partes a mi alrededor. Es una sola cosa con el café, soy yo quien está en ella» (Sartre, 1981, 41) y comprende, al fín, encontrándo-se prisionero de una resolución, su ulterior existencialidad: «No sé si el mundo se ha concentrado de golpe o si yo establezco entre los sonidos y las formas una unidad tan fuerte: ni siquiera puedo concebir que nada de lo que me circunda sea distinto de lo que es» (Sartre, 1981, 94).

Súbitamente, el ser del ser ahí –el ente que en cada caso somos nosotros mismos– (Heidegger, 1971, 53), comprende que su existencia ya ha sido instalada en el ahí, que la metamorfosis que ahí se produce, escarneciendo y supurando la herida por ella misma propiciada, no ha transfigurado el mundo, sino que éste, en tanto que es ahí, ahora renace, refulgente, como el ahí del ser-en-el-mundo que se pregunta por su ser, dentro de una mundanidad y una significatividad que le permite al ser su estado de abierto, con lo cual lo a la mano hace frente; este despertar, consciente, del yo proclama, pues: «La Náusea no me ha abandonado y no creo que me abandone tan pronto; pero ya no la padezco, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo» (Sartre, 1981, 203).

2. La ύπαρξη (existencia) y la η ίδια η ζωή (vida misma) como absurdidad
no significante

El «Dasein humano» (Heidegger, 2002, 33-34), inserto en aquel estado de caída, sobre el ahí, consciente de su yoidad, padece, de repente, su propio extrañamiento: «Se me hace extraño. Sin embargo, sé que existo, que yo estoy aquí» (Sartre, 1981, 269), tropieza, súbitamente, con la λόγο (razón) de la existencia propia y aquella que le rodea y, sin embargo, inesperadamente, decae en la libertad, aquella que parece arrebatar todo propósito, todo thelos (fin) peculiar, como si la existencia misma careciese de contenido o, acaso, porque siempre apartada de él, impulsaba a actuar como el embrujo de una trascendencia aún no descubierta y, ahora, hace frente al todo marchito; la χωρίς λόγο (sinrazón) acapara todo interrogar, siendo ella misma la razón del preguntar

Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé se han soltado y ya no puedo imaginar otras… Estoy solo en esta calle blanca bordeada de jardines. Solo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte. (Sartre, 1981, 248)

Así, entre sombras y claroscuros, en la irrefragable presencia de ese yo que pregunta, insistentemente, y arroja al ser ahí a la circunmundanidad, se revela, inopinada e irresistiblemente, en la impasible cotidianidad, aquella verdad insuperable, ciertamente, no deseada, propiciada por el peculiar y lúgubre efecto de la existencia misma develada, pospuesta a un descubrimiento pretérito siempre ya-declarado y en la diferencia del ser ahí de los otros, en el ser con mismo, Roquentin advierte, en la plática tardía con su amigo el Autodidacta, su impropiedad:

Comprendí entonces todo lo que nos separaba: lo que yo podía pensar de él no lo alcanzaba, no era más que psicología como la de las novelas. Pero su juicio me traspasaba como una espada y ponía en duda hasta mi derecho a existir. Y era verdad, siempre lo había sabido: yo no tenía derecho a existir. Había aparecido por casualidad, existía como una piedra, como una planta, como un microbio. Mi vida crecía a la buena de Dios y en todas direcciones. A veces me enviaba vagas señales; otras veces sólo sentía un zumbido sin consecuencias… (Sartre, 1981, 139)

Si la existencia carece de razón, ausente su para-qué, entonces, verdaderamente, el yo carece de justificación mas no, por eso, es in-existencia, precisamente, porque existe surge ese desgarramiento, sin intermisión, apegado al perenne para qué nunca resuelto. Sin embargo, ¿ese yo, acaso, no es ya-negado, al igual que la cosa-en-sí, contrariamente, a lo que Roquentin pueda presagiar? ¿No es la mera causalidad una impropiedad y el yo que la produce, o al cual se reconduce, una no-genuinidad apartada de su facultad para conocer el mundo mismo, en tanto ahí del ser ahí? ¿Si el yo, pues, no-es ni puede ser-ya, luego, su presencia no representa más que histeria acumulada y surge como el recubrimiento para un ser que enloquece, en tanto causa motriz de la locura misma?

¿No es, por supuesto, la vida razón de la vida en sí, representando un para-qué de la existencia misma? Si la vida misma es per se, lo trascendente, lo materialmente importante, entonces todo lo otro, es imaginable y tan sólo eso, carente de sentido y significatividad: «... no hay nada en la vida que tenga valor, excepto el grado de poder, a condición, por supuesto, de que la vida misma sea voluntad de poder» (Nietzsche, 2015, 45). Quizá, la categórica condición para lo insuperable, podría ser lo verdadero-valioso, eso que se encuentra en la supresión misma de ese acantilado que resquebraja al hombre, en el emerger por sobre toda moral, más allá de la borrascosa igualdad, elevándose, de entre las cenizas de la moral judeo-cristiana, aquello que preludia al hombre exuberante, el aristocráta-caballero, pues, sólo a éste la vida le es apremiante y, por eso mismo, es debilitamiento

... nuestras fuerzas nos empujan hacia adelante de tal modo que no podemos soportar ya nuestras debilidades y perecemos a causa de ellas; tal vez prevemos este resultado y, sin embargo, no queremos evitarlo. Nos volvemos duros para con todo aquello que debería ser objeto de cuidados solícitos en nosotros, y nuestra grandeza se funda en nuestra barbarie. Semejante catástrofe, que suele costarnos la vida, es un ejemplo de la influencia general que ejercen los grandes hombres sobre los demás y sobre su época. Con lo mejor que tienen, con lo que ellos solos saben hacer, aniquilan a muchos seres débiles e inciertos que están todavía haciéndose a la vida y al querer; por eso son dañosos... (Nietzsche, 2015, 59)

La vida sería, en seguida, razón, fundamento, base para el incremento de poder y anunciación de la libertad de espíritu; sin embargo, no logrando ser incondicionada, sería privativa, reconocería, como su fuente determinadora la condición del no-querer su conservación a causa de extraviarse su precioso fundamento: la fuerza y tergiversarse, con ello, por el endeble-común, al cual ya no le es propio, en su en-sí, la vida misma. Quizá, por eso mismo, los elevados espíritus justifican su existencia en el poder surgente, manifestando: … «La vida misma nos recompensa por nuestra tenaz voluntad de vivir… Recibimos finalmente por ello las grandes ofrendas de ésta; quizá también lo más grande que puede dar: volvemos a revivir de nuevo nuestra misión» (Nietzsche, 1996, 11).

Y, sin embargo, si todo esto no es más que banalidad, no-más que baladí fruición, entonces el preguntar mismo por el fundamento de la existencia en-sí está desprovisto de todo sentido, languidece, pues, la cuestión misma anuncia, antepredicativamente, su propia respuesta, ciertamente, desdibujada, empero, directiva, y, aquí, en este lugar donde la existencia se expresa inconsecuente, cómo podría ya transfigurarse por vida misma. Roquentin, advertirá el ver infortunado, la incomprensión del en torno de y proclamará:

Había imbéciles que venían a hablarnos de voluntad de poder y lucha por la vida. ¿No habían mirado nunca, entonces, un animal o un árbol? Hubiera querido hacerme tomar ese plátano con sus placas de peladera, esa encina medio podrida, por fuerzas jóvenes y ásperas que brotaban hacia el cielo. ¿Y esta raíz? ¿Debería habérmela representado como una garra voraz que rompiese la tierra para arrancarle su sustento? (Sartre, 1981, 213)

Restaba, acaso, aducción alguna para, finalmente, prosternarse ante tan fatídico y quebrantable factum. ¿No era ya, entonces, imposible la justificación misma? Si no el más-acá, tal vez, la respuesta podría fraguarse en el más-allá, al abrigo del Pater deorum et hominum (padre de los dioses y de los hombres), quizá, la divinidad superior, el Deus habrá querido ocultarse y en su encubrimiento subyugó el fundamento mismo de la existencia. Empero, ¿si los dioses mismos son imperfectos –¡he ahí!, la prueba de la infelicidad humana– o sí son perfectos y la existencia es el hálito pretérito a toda justificación y esta nos ha abstraído el juicio mismo que pregunta por ella? Entonces, en el interrogar mismo subyace el misérrimo existir y Dios mismo, rehúye la respuesta, pues tal es su naturaleza

… Se piensa que los dioses nos serían hostiles cuando nos vieran felices y propicios cuando nos vieran sufrir. ¡Nos serían hostiles, pero no se compadecerían de nosotros! Pues se considera que la compasión es algo despreciable e indigno de un alma fuerte y terrible. Si se muestran propicios hacia nosotros cuando somos desgraciados es porque les divierten las miserias humanas y les ponen de buen humor, dado que la crueldad suministra la voluptuosidad más elevada del sentimiento de poder. (Nietzsche, 1994, 45)

No obstante, si Dios-no-es, «Dios no existe», luego «... no hay naturaleza humana porque no hay Dios para concebirla» (Sartre, 2014, 11); frente a esta verdad desnuda, se encuentra el hombre descoyuntado, el ente del «ser ahí» derrumbado y, ante tan fatidica decidia, surge la aserción que, aniquilandolo todo, revela la verdad de lo añorable y lo petrifica para, a ultranza, precipitado colegir: «Si Dios existe, el hombre es nada; si el hombre existe... ¿A dónde corres?» (Sartre, 2017, 194). Finalmente, el ser ahí se descubre, sólo, injustificado, arrojado sin un previo porqué y sin un postrero para qué, sin poder escapar a la facticidad que lo presenta, sin poder rehusarla, advierte lo patente en él y en el mundo circundante:

… la existencia es una sumisión… todas estas somnolencias, todas estas digestiones tomadas en conjunto ofrecían un aspecto vagamente cómico. Cómico… no: no llegaban a eso, nada de lo que existe puede ser cómico; eran como una analogía flotante, casi inasible, con ciertas situaciones de vaudeville. Éramos un montón de existencias incómodas, embarazadas por nosotros mismos; no teníamos el menor motivo para estar allí, ni unos ni otros; cada uno de los existentes, confuso, vagamente inquieto, se sentía de más con respecto a los otros. De más: era la única relación que podía establecer entre esos árboles, esas verjas, esos guijarros. En vano trataba de contar los castaños, de situarlos con respecto a la Velada, de comparar su altura con la de los plátanos: cada uno de ellos huía de las relaciones en que intentaba cerrarlo, se aislaba, rebosaba. Yo sentía lo arbitrario de estas relaciones (que me obstinaba en mantener para retardar el derrumbe del mundo humano, de las medidas, de las cantidades, de las direcciones): ya no hacía mella en las cosas. De más el castaño, allá, frente a mí, un poco a la izquierda. De más la Velada… (Sartre, 1981, 204-205)

La vida misma, en su jovialidad, no puede brindar motivo alguno, tanto menos, un ente increado que vindicará la existencia de aquel que inquiere, frente a las acusaciones de un ego que, ya lanzado-al-mundo, hundido, se desconoce aprehendiendo-se en la reflexibilidad de su propia consciencia. Entonces, el yo es, a pesar nuestro, la conciencia de una existencia inmotivada, catapultada a su propio exterminio y prefigurada como una pulsión conservadora de sí misma, desmedrada de su trascendencia y de la supuesta posición de privilegio que ostenta, un existente entre muchos más y con la imposibilidad de remitirlo todo a un conocer-se, puesto que, a resueltas, «un existente jamás puede justificar la existencia de otro existente» (Sartre, 1981, 281).

3. El «ser ahí» es la posibilidad
de sí mismo que no-es-aún

Anti-densidad es la existencia y toda ulterioridad, que intenta explanar su para-qué, representa un efugio ilegítimo, un artilugio desconocedor, mera artimaña, pospuesta al mundo que es-ya, al cual el hombre –el ente del ser ahí– es arrojadado; luego, el mundo mismo no puede ser descubierto, está y el ser del ahí es, en tanto que ahí en el mundo, como un existente constituido por la sinrazón de su existencia misma, condicionado por los entes intramundanos que se abren y de los cuales el ser ahí se cura

No me sorprendía, sabía que era el Mundo, el Mundo completamente desnudo el que se mostraba de golpe, y me ahogaba de cólera contra ese gordo ser absurdo. Ni siquiera podía uno preguntarse de dónde salía aquello, todo aquello, ni cómo era que existía un mundo más bien que nada. Aquello no tenía sentido, el mundo estaba presente en todas partes, delante, detrás. No había habido nada antes de él. Nada. No había habido momento en que hubiera podido no existir. Eso era lo que me irritaba: claro que no había ninguna razón para que existiera esa larva resbaladiza. Pero no era posible que no existiera. Era impensable: para imaginar la nada, era menester encontrarse ya allí, en pleno mundo, con los ojos bien abiertos, y viviente; la nada sólo era una idea en mi cabeza, una idea existente que flotaba en esa inmensidad: esa nada no había venido antes de la existencia, era una existencia como cualquier otra, y aparecida después de muchas otras… (Sartre, 1981, 215-216)

Se existe cotidianamente, sólo eso, y la cotidianidad per se anuncia, para Roquentin, su desangelada constitución: «… estamos todos aquí, comiendo y bebiendo para conservar nuestra preciosa existencia, y no hay nada, nada, ninguna razón para existir» (Sartre, 1981, 181); repentinamente, pues, se desata el cerrojo del interrogante mismo y la existencia aparece, flagrante, en toda su significación, primero en la conciencia del yo: «… estoy más bien… asombrado frente a esta vida que he recibido. Recibido para nada» (Sartre, 1981, 240), en seguida, se propala a la totalidad:

Todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad. Me dejé ir hacia atrás y cerré los párpados. Pero las imágenes, en seguida vigilantes, saltaron y vinieron a colmar de existencias mis ojos cerrados: la existencia es un lleno que el hombre no puede abandonar. (Sartre, 1981, 213-214)

Esa sensualidad devoradora es, sin embargo, constituyente de una caída singular, peculiar en sí misma, prescrita desde el obvio pre-ser-se, por el estado de abierto y el «poder ser relativamente a» (Heidegger, 1971, 201), adscrito a la voracidad misma de la existencia sadista que el ser ahí apercibe, cimentada en la angustia, la lujuriosa zozobra del existir pero estar de más, de lo inimportante del percibirse existente, de la audacia misma de imprimir como condición la innecesariedad del todo dispuesto, en definitiva, de la insignificancia del yo soy y el dejar de ser-lo. Roquentin, ahora, lo comprendía bastante bien:

Y yo –indolente, lánguido, obsceno, dirigiendo, removiendo melancólicos pensamientos– también yo estaba de más. Afortunadamente no lo sentía, más bien lo comprendía, pero estaba incómodo porque me daba miedo sentirlo (todavía tengo miedo… miedo de que me atrape por la nuca y me levante como una ola). Soñaba vagamente en suprimirme, para destruir por lo menos una de esas existencias superfluas. Pero mi misma muerte había estado de más. De más mi cadáver, mi sangre en esos guijarros, entre esas plantas, en el fondo de ese jardín sonriente. Y la carne carcomida hubiese estado más en la tierra que la recibiese, y mis huesos, al fin limpios, descortezados, aseados y netos como dientes, también habrían estado de más: yo estaba de más para toda la eternidad. (Sartre, 1981, 204-205)

La existencia está, infecunda, espuria, lúcida, en el ahí, ¿cómo, pues, alejarse, a hurtadillas, de esto que propicia la Náusea porque se ha aparecido, de repente, en el mundo? ¿Es posible ocultar-se del ego, hay, acaso una hojarasca lo bastante especiosa para procurar éxito a este propósito? ¡Sí!, el yo es la cuestión, la razón al sentimiento nausaseo existencial mismo, entonces ha de suprimirse para, en la irreflexividad, recobrar la bienaventuranza que ha precipitado su presencia y la ha reducido a su trivialidad, a su propia irrelevancia. Es ese yo el que causa el desazón a la existencia, la cual apercibida, se desenmascara insustancial

Yo soy mi pensamiento: por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso… y no puedo impedirme pensar. En este mismo momento –es atroz– si existo es porque me horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro: el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia. Los pensamientos nacen a mis espaldas como un vértigo, los siento naces detrás de mi cabeza… si cedo se situarán aquí delante, entre mis ojos. Y sigo cediendo, y el pensamiento crece, crece, y ahora, inmenso, rellena por entero y renueva mi existencia. (Sartre, 1981, 162)

¿Cómo hacer de esto lo posible? La conciencia, pues, aparecerá en su irreflexibilidad, como conciencia no-posicional de algo, de una posibilidad que el ser ahí aún-no-es, pues su ahí es nada o, al contrario, embozará su propia pertinencia, en tanto constituyente reflexivo. Así el yo o se expresará ausente y la conciencia descenderá a su cotidianidad, al obrar, en el cual, la conciencia es no-posicional de sí misma, sino que intencionada, trascedente de sí, se arroja sobre el ahí para contemplar una posibilidad del ser ahí mismo, el cual es, más allá de sí, o esto mismo habrá de ocurrir en el uno donde el estar en casa elimina por sí mismo, la pregunta por la existencia, pues, aniquila la angustia a su paso, debido a que se hace presente la inautenticidad del ser ahí y lo interrogado aparece ya-resuelto sin que concurra un preguntar-se legítimo.

El uno representa la posibilidad del ser ahí con de otros, en una peculiar caída sobre el mundo, en la cual, las habladurías, la avidez de novedades y la ambigüedad eliminan la posibilidad por el preguntar, auspician la comprensión media e inapropiada, suponen que, el ser ahí ha caído y las respuestas a posibles interrogantes ya se encuentran resueltos de antemano, propicia, en realidad, una pérdida del ser ahí y la consolidación del estado de interpretado

La ambigüedad del público ‘estado de interpretado’ hace pasar el hablar por anticipado y el sospechar ávido de novedades por el efectivo suceder y estigmatiza de secundario e inimportante el realizar y obrar. Por ende, en el ‘uno’, el comprender del ‘ser ahí’ ‘ve mal’ constantemente sus proyecciones respecto a las genuinas posibilidades de ser. Ambiguamente es el ‘ser ahí’ siempre ‘ahí’, es decir, en ese público ‘estado de abierto’ del ‘ser uno con otro’, donde las más vocingleras habladurías y la más inventiva avidez de novedades mantienen en marcha la ‘faena’, allí donde cotidianamente sucede todo y en el fondo nada. (Heidegger, 1971, 194)

Supone, de antemano, el uno la no-interrogación por la existencia, pues, ésta si bien no en el fondo, ya se encuentra constituida como trascendente ¿en dónde o por qué?, resulta inimportante, pues el ser ahí se ha extraviado de sí mismo. Roquentin, anuncia esto en su Náusea misma y, en su propia constitución, rechaza el ser él mismo un eslabón del estado de interpretado, pues, acaso, ¿no es, precisamente, la pregunta por la existencia un salto de la cotidianidad media que representa al uno en su peculiar estado de interpretado? Se trata, en efecto, de la necesaria soledad que requiere del desierto y el constante alejarse del mercado para constituirse en camello, león y niño y así predicarse el exuberante desarrollo del «espíritu paciente y vigoroso en quien domina el respeto» (Nietzsche, 2005, 52), es, precisamente, el alejamiento necesario para el comprenderse, por eso y no por otra cosa, Antoine Roquentin, advirtiéndose extraño a la cotidianidad antepredicativa, dirá:

Tal vez sea imposible comprender el propio rostro. ¿O acaso es porque soy un hombre solo? Los que viven en sociedad han aprendido a verse en los espejos tal como los ven sus amigos. Yo no tengo amigos; ¿es por eso mi carne tan desnuda? Se diría… sí, se diría como la naturaleza sin los hombres. (Sartre, 1981, 38)

La Náusea posible es más allá del uno en el ser ahí auténtico, aquel que se pregunta por su ser, empero, para el cual todas las barreras de la comprensibilidad media han desaparecido. Este ser ahí quiere conocer-se, pues, si bien, extraviado de sí en el estado de interpretado decayó en la pérdida merodeadora, ahora, al preguntar por la existencia de los existentes, interrogar del cual hace parte su propia existencia, en ese naufragio tan propio de la intranquilidad, se angustia y ahí el ser ahí mismo intenta encontrarse

... La angustia singulariza y abre así el ‘ser ahí’ como ‘solus ipse’. Pero este ‘solipsismo’ existenciario está tan lejos de instituir una cosa-sujeto aislada en el inocuo vacío de un tener lugar sin mundo que pone al ‘ser ahí’ justamente en un sentido extremo ante su mundo como mundo y con ello ante sí mismo como ‘ser en el mundo’. (Heidegger, 1971, 208)

Roquentin ya había decidido, habría que aniquilar-se el yo, sabe bien que no puede retroceder al uno, que ha disipado el estado de interpretado y que superado el uno, por la pregunta misma sobre la existencia, es imposible retrogradar, habrá, pues, que pro-yectarse en el obrar para olvidar y constituirse en la posibilidad del ser ahí que es más allá de sí. No obstante, primero recordaría, pues, con evidente melancolía, el valor de la obra que, cotidianamente, deparaba su atención irreflexiva, aquel libro que escribía, cuando el yo no pre-ocupa y olvidándo-lo emprendía, a ultranza, su irreflexividad obrante

El señor de Rollebon era mi socio: él me necesitaba para ser y yo lo necesitaba para no sentir mi ser. Yo proporcionaba la materia bruta, esa materia bruta que tenía para la reventa, con la cual no sabía qué hacer: la existencia, mi existencia. Su parte era representar. Permanecía frente a mí y se había apoderado de mi vida para representarme la suya. Yo ya no me daba cuenta de que existía, ya no existía en mí sino en él; por él comía, por él respiraba, cada uno de mis movimientos tenía sentido fuera, allí, justo frente a mí, en él; ya no veía mi mano trazando las letras en el papel, ni siquiera la frase que había escrito. Pero detrás, más allá del papel, veía al marqués que había reclamado este gesto, cuya existencia prolongaba, consolidaba este gesto. Yo era sólo un medio de hacerlo vivir, él era mi razón de ser, me había liberado de mí. (Sartre, 1981, 160)

Sin embargo, ya una metamorfosis ha devenido, el yo permanece allí, la existencia supura en derredor todo pensamiento y resulta imposible escapar-se de ella. El obrar, ¡sí, el obrar es la solución!, quizá, al menos, en él no estaría ese ego presente en toda su voluptuosidad, sería desdibujado por la obra misma, se encontraría, empero, agazapado ¿estaría, Roquentin sumergido en el mundo de los objetos? Al contrario, Roquentin es consciente ya de su existencia, su conciencia es posicional y, a despecho suyo, el obrar, ulterior, es reflexividad plena

… Un libro. Naturalmente, al principio sería un trabajo aburrido y fatigoso, no me impediría existir ni sentir que existo. Pero llegaría un momento en que el libro estaría escrito, estaría detrás de mí y pienso que un poco de su claridad caería sobre mi pasado. Entonces quizá pudiera, a través de él, recordar mi vida sin repugnancia. Quizá un día, pensando precisamente en esta hora lúgubre en que espero, con la espada encorvada, que llegue el momento de subir al tren, quizá sienta que el corazón me late más rápido y me diga: ‘Fue aquel día, aquella hora cuando comenzó todo’. Y llegaría –en el pasado, sólo en el pasado– a aceptarme. (Sartre, 1981, 281-282)

Habría, pues, primero que desdibujar ese nihilizar pretérito que, con la pregunta por la existencia y la degradación del pasado, Roquentin había propiciado; transfigurar, precisamente, esa condición que ahora era su obra, tras proferirse «el pasado no existía» y conducir al señor de Rollebón –tema de la obra que inaugura con su actuar– desde el «retornó a su nada» (Sartre, 1981, 160) hacia su posibilidad, como la obvia semblanza de un yo actuante, reflexivamente, que se disipa de su presente para posicionarse en el futuro y procurar-se la evasión propicia para la angustia existencial que ahora lo singulariza

... para evitar el miedo, que me presenta un porvenir trascendente rigurosamente determinado, me refugio en la reflexión, pero ésta no tiene otra cosa que ofrecerme sino un indeterminado porvenir. Esto significa que, al constituir cierta conducta como posible, me doy cuenta, precisamente porque ella es mi posible, de que nada puede obligarme a mantener esa conducta. Empero, yo estoy, por cierto, allí en el porvenir; Por cierto, tiendo con todas mis fuerzas hacia aquel que seré dentro de un momento, al doblar ese recodo; y, en ese sentido, hay ya una relación entre mi ser futuro y mi presente. Pero, en el seno de esta relación, se ha deslizado una nada: yo no soy aquel que seré. En primer lugar, no lo soy porque el tiempo me separa de ello. Después, porque lo que yo soy no es el fundamento de lo que seré. Por último, porque ningún existente actual puede determinar rigurosamente lo que voy a ser. Como, sin embargo, soy ya lo que seré (si no, no estaría interesado en ser tal o cual), yo soy el que seré, en el modo del no serlo. Soy llevado hacia el porvenir a través de mi horror, y éste se nihiliza en cuanto que constituye al porvenir como posible. (Sartre, 1966, 77)

Conclusiones

La conciencia es conciencia de algo, aunque el yo permanezca ausente, ésta –la conciencia– se encuentra sumergida ya con los objetos, pues, la preeminencia del εγω (ego) se encuentra pospuesta a un condicionamiento de tercer grado. En efecto, el yo aparece cuando la conciencia es intencionada, surgiendo un eje relacional entre la conciencia reflexionada y la conciencia reflexionante, empero, en el actuar mismo, en el ser ahí cotidiano, la intencionalidad de la conciencia, en tanto, notética, no posicional de sí e irreflexiva, carece del yo cartesiano reflexivo: la intencionalidad-constituyente está en el ahí del ser ahí, en tanto, hundido en el mundo mismo, en la relatividad de los entes intramundanos.

La aparición del yo, sin embargo, presupone per se, una Náusea pospuesta, al igual que éste, propiciada por la ausencia de preeminencia del ego para la determinación de la circunmundanidad y la mundiformidad con que los demás existentes –lo ante los ojos, lo a la mano y el ser ahí con de los otroshacen frente al ser ahí que en su estado de abierto se cura del mundo; La Náusea es, pues, el encontrarse ya en el mundo que ya-es y no poder escapar de él, la imposible huida de los entes intramundanos que no son en tanto que Náusea, al contrario, la Náusea misma es el yo reflexivo actuante que se descubre en este contexto. Así, parece descubrirlo Roquentin, cuando propala: «La Náusea no me ha abandonado y no creo que me abandone tan pronto; pero ya no la padezco, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo» (Sartre, 1981, 203). No obstante, dado que la existencia carece de justificación y todo está de más, el ser ahí angustiado se recobra para sí, alejándose del uno y retrogradando del estado de interpretado hacía su para-sí en el ahí.

Enfrentado al temor, la conciencia reflexiva, el puro yo, nihiliza su presente y constituye la posibilidad de su ser en el futuro, la cual no-es-él, pues es desemejante a lo que él-es ahora, con todo, la posibilidad misma es una nada en tanto que posibilidad, sin embargo, el ser ahí se pro-yecta hacia el futuro, dado que el hombre no-es sino que ha-sido, con lo cual la existencia del ser ahí mismo es un constante nihilizar y una constante pro-yección de sí en su estado de yecto, la irresistibilidad del tiempo misma

La esencia es todo cuanto puede indicarse del ser humano por medio de las palabras: eso es. Por ello, es la totalidad de los caracteres que explican el acto. Pero el acto está siempre allende esa esencia; No es acto humano sino en cuanto trasciende toda explicación que se le dé, precisamente porque todo cuanto puede designarse en el hombre por la fórmula: eso es, por ese mismo hecho ya ha sido. (Sartre, 1966, 83)

Y, sin embargo, la existencia es, está en el «ahí» al cual el ser ahí se encuentra arrojado, la materia misma que se encuentra en derredor y de la cual se es consciente, reflexiva o irreflexivamente. «La existencia no es algo que se deje pensar de lejos: es preciso que nos invada bruscamente, que se detenga sobre nosotros, que pese sobre nuestro corazón tanto como una gran bestia inmóvil. Si no, no hay absolutamente nada» (Sartre, 1981, 206-207) y es, en sí-misma, absurdidad.

Si la conciencia es conciencia de algo, el εγω (ego) es objeto de esa conciencia, no condición de posibilidad de la conciencia misma, pues esta está arrojada sobre el mundo y la concepción egoica es una condición de reunión de una conciencia espontánea e impersonal, una reflexión pospuesta a la irreflexividad misma. En definitiva, la conciencia va más allá de la condición de yoidad del ser y, precisamente, por esto la conciencia desborda la condición de univocidad con el yo que, al parecer, la limita y, sin embargo, se encuentra avasallada por un más allá que luego viene a unificarse, empero, que no constituye un inconsciente flamante, puesto que, el inconsciente mismo es in-existente. A resueltas, el ser ahí, que, en cada caso, somos nosotros mismos, busca la razón fundante de toda actuación en su εγω (ego), el cual ausente, sin embargo, es constante recurrencia para explanar el porqué del todo y no siendo esto así, sólo una posibilidad replicante es autoevidente: «los hombres siempre estarán locos y quienes crean que los puedan curar son los más locos de la partida» (Voltaire, 2013, 78).

Bibliografía

Hegel, G. (2001). Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (J. Gaos, Trad.). Madrid, España: Alianza.

. (2003). Fenomenología del espíritu (W. Roces, Trad.). México D. F., México: Fondo de Cultura Económica.

Heidegger, M. (1971). Ser y tiempo (J. Gaos, Trad.). México D. F., México: Fondo de Cultura Económica.

. (2002). Interpretaciones fenomeno-lógicas sobre Aristóteles (J. A. Escudero, Trad.). Madrid, España: Trotta.

Kant, I. (2009). Crítica de la razón pura (M. Caimi, Trad.). México D. F., México D. F.: Fondo de Cultura Económica.

Nietzsche, F. (1994). Aurora. Reflexiones sobre la moral como prejuicio (J. Aspianza, Trad.). Madrid, España.

. (1996). Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres (Vol. II) (A. B. Muñoz, Trad.). Madrid, España: Akal.

. (2005). Así hablaba Zaratustra (C. Vergara, Trad.). México D. F., México: EDAF.

. (2015a). La gaya ciencia (J. Nauckhoff, Trad.). México D. F., México: Colofón.

. (2015b). La voluntad de poder. Ensayo sobre una transmutación de todos los valores (A. Froufe, Trad.). México D. F., México: Tomo.

Platón. (1988). Diálogos (Vol. V) (A. A. Gorris, Trad.). Madrid, España: Gredos.

Sartre, J. P. (1966). El ser y la nada (J. Valmar, Trad.). Buenos Aires, Argentina: Losada.

. (1967). La imaginación (C. Dragonetti, Trad.). Buenos Aires, Argentina: Sudamericana.

. (1968). La trascendencia del ego (O. Massota, Trad.). Buenos Aires, Argentina: Calden.

. (1981). La náusea (A. Bernández, Trad.). Madrid, España: Alianza.

. (2005). Lo imaginario (M. Lamana, Trad.). Buenos Aires, Argentina: Losada.

. (2014). El existencialismo es un humanismo (V. P. Fernández, Trad.). México D. F., México: Tomo.

. (2017). El diablo y el buen dios. México D. F., México: Tomo.

Voltaire. (2013). Aforismos. Extraídos de la correspondencia (M. Gallego, & A. García, Trads.). Madrid, España: Hermita Editores.

Diego Fernando Yanten Cabrera (diego.yanten00@usc.edu.co)Doctorante en Métodos Alternos de Solución de Conflictos de la Universidad Autónoma de Nuevo León (México). Profesor titular e investigador, adscrito al grupo de investigación GICPODERI, de la Universidad Santiago de Cali. Docente de la Cátedra Historia del Derecho, vinculado a la Facultad de Derecho y Criminología (FACDYC) de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).

Recibido: 28 de mayo de 2019

Aprobado: 19 de julio de 2019