Miguel Biscaia

Gastroestética, o reflexión filosófica sobre las posibilidades estéticas del sentido del gusto

Resumen: Tras una sucinta revisión histórica, se examinan las tesis que han denostado y defendido las cualidades estéticas del sentido del gusto. Por otro lado, se ha realizado una caracterización fenomenológica, relacionando este sentido con la llamada Filosofía del gusto del siglo XVIII.

Conclusión: Aunque el sentido del gusto no posee las complejas cualidades de otros sentidos superiores (vista o audición), sí tiene entidad propia como para reconocerle una cierta dimensión estética, lo suficientemente profunda como para otorgar a su ámbito de actuación, lo gastronómico, una posible dimensión artística.

Palabras clave: Fenomenología. Sensualismo. Sentidos Especiales. Percepción. Cocina de Vanguardia.

Abstract: After a succinct historical review, we examine the theses that have either disdained or defended the aesthetic qualities of the sense of taste. On the other hand, we undertake a phenomenological characterization, relating this sense with the so-called Philosophy of taste of the eighteenth century.

We conclude that although the sense of taste does not possess the complex qualities of other higher senses (sight or hearing), it does have its own entity to recognize a certain aesthetic dimension, deep enough to give its gastronomic scope a possible artistic dimension.

Keywords: Phenomenology. Sensualism.Special Senses. Perception. Vanguard Cuisine.

Comer con los ojos: Posición del gusto en la jerarquía de los sentidos

La apreciación estética y el deleite frente a lo bello exigen una primera aproximación al objeto explorado desde la percepción de los sentidos. Tradicionalmente, los sentidos de la vista y de la audición (los denominados como sentidos superiores) han sido considerados como los únicos capaces de facilitarnos el acceso a las obras de arte, los únicos, por tanto, dignos de ser considerados en una Estética Filosófica. Con el primero, la vista, y por medio de la luz, somos capaces de captar las imágenes, formas, colores, líneas o volúmenes representativos de las artes visuales. Con la audición, responsable de recibir sonidos como traducción de una vibración del medio aéreo, reconocemos las frecuencias, tonos y armonías característicos de la música. Los otros sentidos (denominados inferiores), como el olfato, el gusto y el tacto, han sido denostados desde el punto de vista estético y artístico por la inmensa mayoría de los grandes pensadores de la historia debido a razones epistémicas, fenomenológicas, morales y, cómo no, estéticas.

Los primeros pensadores que realizaron una reflexión profunda sobre la jerarquía de los sentidos fueron los filósofos griegos. Una de las justificaciones para separar los sentidos en superiores e inferiores tenía que ver con la relación espacial entre el emisor del estímulo (luminoso, acústico…) y el receptor ubicado en el órgano sensible a dicho estímulo. Así, en la vista y en la audición no hay contacto físico con el objeto emisor (son sentidos de distancia), mientras que en el tacto y en el gusto sí que lo hay (son sentidos de proximidad), en forma de presión o vibración, en el primero, o de contacto químico (por medio de una sustancia sápida disuelta en saliva), en el segundo.

Abundando en la separación jerárquica de los sentidos en superiores e inferiores, Platón escribe en el Timeo cómo nos relacionamos con el mundo exterior con la ayuda de los sentidos. El autor reflexiona sobre su conocido conflicto dual entre cuerpo y alma, señalando que en el caso del sentido del gusto las sustancias sápidas que llegan con los alimentos inmediatamente abandonan la cabeza (morada del alma intelectiva) para viajar a regiones puramente corporales e inferiores (tal es el caso del estómago o los intestinos). Obviamente, Platón desconocía lo que hoy sabemos sobre neurociencias, a saber, que todos los elementos perceptivos, cognitivos y emocionales relacionados con los sentidos especiales acontecen en el cerebro, que por supuesto está en la cabeza. Por otra parte, describe los sabores básicos y mantiene un firme encorsetamiento del gusto como un sentido menor, mostrando que se relaciona con acciones y conductas puramente corporales, mundanas y animales como el hambre y la alimentación. Incluso, lo denigra moralmente, ya que considera que es un sentido cuyo objeto es la experimentación de un, llegado el caso, peligroso placer que podría conducir a la glotonería. Cree y en este sentido no le falta desde luego razón que sentidos elevados como el de la vista permiten acceder de una forma compleja a muchos objetos de nuestro entorno, facilitándose con ello la indagación racional y el desarrollo de experiencias cognitivas superiores como el lenguaje o la comprensión matemática (Platón, ٢٠١٢).

Aristóteles también reflexionó sobre la importancia de los sentidos para conocer la realidad del mundo que nos rodea. Al igual que Platón, destaca la importancia de la vista, aunque habla además del sentido común como de aquel capaz de interrelacionar datos provenientes de diferentes sentidos con el fin de producir la impresión de un único objeto cognoscible. Cree que, tras el tacto, el gusto es el sentido más inferior, debido a su condición de sentido relacionado con la supervivencia animal y debido también a la necesaria proximidad (incluso contacto directo) entre emisor y receptor. Como Platón, considera que la vista y la audición son superiores porque la información que proporcionan es más compleja, permiten un mejor conocimiento del mundo: la vista, por ejemplo, reconoce formas, no precisa pues de la captación de materia, que es algo que sí necesita el sentido del gusto puesto que el objeto cognoscible debe entrar total o parcialmente en nuestra boca para ser identificado. En la obra Ética a Nicómaco (Aristóteles, ٢٠١٤) llega incluso a analizar las virtudes de los sentidos, volviendo nuevamente a apuntar los peligros del desenfreno gustativo en forma de glotonería (dirá en el libro III, capítulo XI: «los glotones no desean una lengua larga sino la garganta de una grulla»).

Ya en la Edad Media, Santo Tomás de Aquino escribirá en el capítulo XXVII de su Summa Contra Gentiles que «es claramente imposible que la felicidad humana consista en los placeres físicos, los más importantes de los cuales son los placeres de la mesa y del sexo» (de Aquino, ٢٠٠٤). De esta reflexión se puede concluir, igual que de otras tantas presentes en autores del medievo, que los sentidos del gusto, el olfato y el tacto están excluidos como sentidos estéticos y conducentes a una actitud moral ante la vida. Así pues, la estética tomista, que empieza siendo sensualista (la percepción se inicia gracias a los sentidos), terminará convirtiéndose en una estética del juicio, que es lo que finalmente determina si algo nos agrada o no.

Autores del siglo XVIII, como el Padre Yves-Marie André, llegan a diferenciar lo hermoso sensible de lo hermoso inteligible, excluyendo al sentido del gusto, del olfato y del tacto como capaces de transportarnos hacia un agrado puramente racional e intelectivo (André, ٢٠٠٣). También el fenomenólogo Hans Jonas destaca el predominio de la vista en The Nobility of Sight, señalando su mayor valor con base a la simultaneidad (lo que vemos se muestra de una sola vez, no depende de una secuencia temporal), la neutralidad dinámica (se puede ver algo sin tener que relacionarse íntimamente con ello) y la distancia espacial anteriormente mencionada. Al final concluye que los sentidos inferiores, como el gusto, ni siquiera deberían ser considerados como sentidos filosóficos (Jonas, ١٩٥٤, ٥٠٧-٥١٩).

En la clasificación de las artes según el medio sensible de expresión que realizaron diversos autores, como por ejemplo E. Souriau, se enumeran siete cualidades sensibles para dicha catalogación: línea, volumen, color, claroscuro, movimiento, sonido articulado y sonido puro. Excluye, pues, lo gustativo, lo olfativo y lo táctil. Esto da lugar, según su criterio, a siete artes presentativas (música pura, arabesco, arquitectura, pintura pura, proyección luminosa, danza y prosodia pura) y siete representativas (música dramática o descriptiva, dibujo, escultura, pintura figurativa, cine y fotografía, pantomima y literatura) (Plazaola, ٢٠٠٧, ٤٩٢). Considerándolo insuficiente, EF. Carritt procura incluir en este cuadro a lo gustativo y lo olfativo, siendo así una de las primeras aproximaciones entre arte y sentido del gusto (Plazaola, ٢٠٠٧, ٤٩٣).

Sobre gustos… ¿no hay nada escrito?: Fenomenología del sentido del gusto

Antes de conocerse con precisión el funcionamiento a nivel fisiológico y neurobiológico del sentido del gusto, el escritor Brillat-Savarin ya especuló sobre sus cualidades en su Fisiología del gusto. Para comprender la importancia que daba a dicho sentido, dejó numerosas sentencias, como por ejemplo que «los animales se alimentan a sí mismos, los hombres comen, pero sólo los hombres inteligentes conocen el arte de la comida». Introduce así la complejidad del fenómeno gastronómico como conducta exclusivamente humana. En otro momento también dirá «dime lo que comes y te diré lo que eres», proponiendo casi, si se permite la expresión, una especie de gastro-metafísica o gastro-onto-estética (Brillat-Savarin, ٢٠٠١). Una de sus principales aportaciones sobre esta primitiva, aún, fisiología del gusto tiene que ver con las fases de la percepción gustativa: cuando comemos introduciendo un alimento en la boca, lo primero que reconocemos es una sensación directa al identificar en boca lo que acaba de entrar (sería, además de perceptivo, algo cognitivo). Segundos después llega la sensación completa, fase en la que estaríamos ya degustando, descubriendo así las cualidades organolépticas y, llegado el caso, placenteras de lo comido. Finalmente aparece la sensación refleja, precisamente en el momento en el que emitimos un juicio gustativo sobre todas estas percepciones: sería el nivel de mayor racionalidad en el acto de degustación.

Desde hace muchos años, con el desarrollo de las ciencias biomédicas en general y de la neurobiología en particular, es mucho lo que hoy se sabe al respecto de la fisiología del gusto (Guyton y Hall, 2011; Kandell, 2001; Netter, 2008): en la cavidad oral presentamos un conjunto de papilas gustativas (clasificadas en diferentes tipos según su localización, morfología, estructura y función), en cuyo interior aparecen botones gustativos llenos de células receptoras que son, en primera instancia, las responsables de detectar las sustancias sápidas disueltas en la saliva tras la ingesta de los alimentos. Dichos receptores son capaces de reconocer cuatro sabores básicos, a saber: ácido, salado, dulce y amargo. Los dos primeros se caracterizan porque para funcionar, unas moléculas llamadas iones (protones y sales, respectivamente) deben acceder al interior de la célula receptora. Por el contrario, para distinguir lo dulce y lo amargo es necesario que haya un contacto directo entre la sustancia sápida (azúcares, para el primero, y alcaloides u otras sustancias complejas para el segundo) y un receptor transmembrana específico presente en la célula gustativa. Además, recientemente se ha incluido un nuevo sabor, el umami, percibido al detectar la presencia de sustancias muy saciantes y sabrosas en los alimentos, como por ejemplo el glutamato monosódico. Todos estos receptores gustativos se encuentran distribuidos fundamentalmente en la lengua, siguiendo un cierto patrón espacial que regionaliza zonas para la detección de cada sabor. Todos los receptores gustativos mencionados tienen una interesante cualidad aunque cada uno de ellos en un grado diferente y no es otra que el fenómeno de adaptación. Dicho fenómeno se basa en que, tras un tiempo más o menos prolongado de exposición a la sustancia sápida, los receptores gustativos empiezan a responder con una menor eficacia que al inicio de la estimulación. Otra característica interesante es el umbral para la detección de cada sabor, que puede ser más bajo o más alto en función de la peligrosidad de las sustancias a ingerir presentes en ciertos alimentos. Así, el umbral para lo amargo y lo ácido es muy bajo, puesto que la presencia de toxinas y venenos o ácidos en alimentos podridos o fermentados puede comprometer seriamente la salud del individuo.

Una vez que se produce el contacto entre la sustancia sápida y el receptor gustativo se inicia una compleja vía de señalización intracelular que acabará produciendo que, tras múltiples sinapsis que se producen en la vía neuroanatómica gustativa, dicha información nerviosa termine en diferentes lugares del sistema nervioso central١ para codificar y percibir el sabor de lo que estamos degustando. Cuando esta información llega a los centros superiores de nuestro cerebro se inician complejos mecanismos de procesamiento que permiten tener una experiencia cognitiva y emocional con respecto al sabor y alimento percibido. Por si fuera poca la complejidad de lo mencionado hasta ahora, resulta que, además, tenemos la capacidad de reconocer la presencia de otras sustancias químicas en nuestra boca, como las grasas o los elementos metálicos. También podemos distinguir sustancias picantes٢ y reconocer otras cualidades propias de los alimentos como su temperatura (gracias a la presencia de termorreceptores), su astringencia o su textura (gracias a mecanorreceptores).

Para la percepción de los sabores es fundamental que también funcione correctamente el sentido del olfato, aunque no se conoce del todo el mecanismo que conecta a ambos sentidos. Este hecho, conocido desde antiguo, ha permitido menospreciar en cierta medida al sentido del gusto por no poseer una autonomía total. Para salvar este obstáculo, Duffy y Bartoshuk hablan de sentido bucal para referirse conjuntamente no sólo al gusto y al olfato, sino también a la restante sensibilidad química, la temperatura y el tacto (Korsmeyer, ٢٠٠٢). Y es que, en relación con todo esto, Brillat-Savarin ya escribió en su famoso libro «el gusto y el olfato forman un único sentido cuyo laboratorio es la boca y cuya chimenea es la nariz» (Brillat-Savarin, ٢٠٠١).

A pesar de reconocer sólo unos cuantos sabores básicos somos capaces de identificar una gama casi infinita de alimentos. Carolyn Korsmeyer lo explica magníficamente en su libro, El sentido del gusto, a través del siguiente ejemplo: en la limonada, que es ácida y dulce, reconocemos estos dos sabores de forma separada, aunque también en conjunto, constituyendo precisamente lo que estamos tomando: limonada; sabor final que es bien distinto de cualesquiera otras combinaciones de ácido y dulce, como el vinagre y la miel, que desde luego no nos recuerdan en nada al refresco cítrico (Korsmeyer, ٢٠٠٢). Abundando en esta idea, y para comprender mejor la complejidad de la combinación de la paleta de sabores básicos para ofrecer la ilimitada oferta de sabores finales, Hans Henning ideó un mapa tridimensional que posicionaba el sabor de los alimentos ingeridos según la combinación de sus sabores básicos (Colman, ٢٠٠٨).

Una de las razones por las que nos resulta tan difícil describir y explicar el sabor de algo, salir de los límites de los cuatro sabores básicos, tiene que ver con la denostación del sentido del gusto como sentido estético y el, por tanto, desajuste lingüístico-perceptivo: no tenemos suficientes palabras para referirnos a todos los matices de los sabores paladeados. Incluso, en ocasiones debemos describir el sabor de algo mediante la comparación con otra cosa conocida (quién, de manera coloquial, no ha usado la expresión de «sabe a pollo» para explicar el sabor de algo cárnico indefinido).

Una crítica adicional para infravalorar al sentido del gusto desde la fenomenología tiene que ver con su carácter de sentido primitivo: apareció muy tempranamente, durante la evolución, en seres simples, antes que la vista y la audición, como un sentido íntimamente ligado a la supervivencia y a la nutrición. Por ello, muchas veces las conductas que desencadena han sido relegadas al nivel del mero instinto irracional. Este argumento se rebatirá más adelante, cuando se analicen las implicaciones sociales y culturales del gusto, su importancia y complejidad ceremonial y simbólica. Desde luego, un enólogo profesional no estaría más en desacuerdo con esta crítica, dada la compleja secuencialidad en la percepción gustativa del vino, la abundante gama de matices organolépticos del caldo o la ritualidad y simbolismo del brindis o de la Eucaristía cristiana.

Mucho se ha discutido sobre la objetividad-subjetividad en Estética, sobre todo en lo que respecta a las cualidades del objeto bello y en referencia a la percepción y emoción-placer estético percibido. Sin entrar de lleno en este complejo y extenso debate, se iniciará una breve y oportuna reflexión sobre la universalidad del sentido del gusto desde una posición fundamentalmente fenomenológica: Carolyn Korsmeyer seguramente es la filósofa que más ha discutido y se ha interesado por este asunto. Sostiene que tradicionalmente se ha obstaculizado el incluir al sentido del gusto como sentido estético debido a la imposibilidad de crear un canon universalmente válido, pues es un sentido muy subjetivo. Además, puede que no haya habido un interés por ser un sentido cognitivamente irrelevante en comparación con la vista y la audición, que ofrecen mayores y mejores posibilidades de percibir y comprender el mundo. La autora reconoce, en primer lugar, que es un sentido muy particular, cuya proclamada subjetividad es fruto de una mezcla de factores que van desde la genética, pasando por la experiencia, la psicología o la cultura (Korsmeyer, ٢٠٠٢). Para empezar, por ejemplo, con lo puramente biológico, podría indicarse que no todos los individuos tenemos el mismo repertorio de papilas gustativas en todas las partes de la lengua. Además, las diferencias genéticas implican que cada uno tenga un diferente umbral y adaptación para los sabores. No obstante, también es cierto que hay una predilección evolutiva (por tanto, innata) por lo dulce y lo salado (son necesarios para la supervivencia) y cierto rechazo por lo amargo y ácido (sabores presentes en sustancias potencialmente dañinas). La combinación y constatación de ambos hechos se puede reconocer de forma sencilla, por ejemplo, en que puede que a prácticamente todos nos guste lo dulce, pero no a todos nos gusta el mismo tipo de dulces: o sea, en la percepción no sólo cuenta el sabor básico, sino el objeto mismo que estamos saboreando y que es poseedor de ese gusto particular. Otro ejemplo sobre la explicación subjetiva del sentido del gusto (no tanto sobre la percepción y reconocimiento del sabor sino sobre el agrado y placer consecuente) desde el punto de vista biológico lo encontramos en un esencial alimento esencial, la leche: no todas las personas tienen la enzima lactasa, necesaria para hacer digerible y, por tanto, agradable la lactosa de este alimento. Sabemos, además, que el rechazo por determinados alimentos puede venir condicionado por la presencia de alergias alimentarias. Para concluir esta reflexión fenomenológica desde la biología, debemos considerar que ciertos aspectos contingentes, como los pares hambre-saciedad y salud-enfermedad condicionan el gusto y apreciación por los sabores y los alimentos. Así, por ejemplo, no nos sabrá igual un buen bocado si acabamos de darnos un atracón o padecemos una enfermedad gastrointestinal. La cuestión es que estos condicionantes son transitorios: tan pronto como volviese el hambre o desapareciese la afección regresaría a nosotros el deseo y apreciación por determinado sabor y alimento.

También en lo cultural encontramos dificultades para soportar la universalidad estética del gusto. Así, el consumo de determinados alimentos se puede ver afectado por cuestiones sociales (dietas) o morales-religiosas (los musulmanes, por ejemplo, no comen carne de cerdo). Un argumento adicional para discutir sobre las posibilidades de universalización del placer estético derivado del gusto tiene que ver con el hecho de que el paladar se puede (culturalmente) educar: lo vemos en el gusto por las bebidas alcohólicas o los quesos muy curados.

Un punto de análisis que no debe ser evitado en el estudio fenomenológico del gusto es que reconocer lo que se va a ingerir afecta a su posterior interpretación estético-gustativa. Con el auxilio de la vista, que nos permite ver lo que comemos, y del raciocinio, que reconoce y valora lo ingerido, se completa la experiencia placentera del gusto. Y sino, basta con pensar cómo una comida que nos está gustando puede convertirse en una experiencia muy desagradable si reconocemos algún alimento tabú en dicho plato. Este argumento, sin embargo, no priva al sentido del gusto de su complejidad estética o, llegado el caso, artística, igual que no lo hace el aportar información explicativa en una compleja obra de arte de vanguardia mediante un letrero o un título.

Korsmeyer también indica en su obra que, aunque el sentido del gusto se dirija hacia adentro, contribuyendo a los factores subjetivos de la percepción que nos permiten alcanzar el goce frente a un sabor o alimento, en realidad cuando comemos también se está analizando cognitivamente algo del mundo exterior, el propio alimento, o sea, algo que es objetivo٣. Por tanto, el sentido del gusto no siempre cumple únicamente funciones básicas, nutritivas, placenteras e instrumentales: en la degustación (una cata de vinos, por ejemplo), uno prueba algo para tener una aproximación cognitiva (de reconocimiento de lo ingerido y de sus cualidades en base a unos criterios estandarizados, en base a unos juicios estéticos preestablecidos), que es placentera, aunque igualmente podría no serlo. El relativismo que se le otorga al gusto (ese «a mí algo me gusta, aunque a ti no») puede, por tanto, ser consecuencia de lo cultural o de lo biológico. No obstante, es un sentido, como se ha dicho, que permite una cierta -aunque limitada- objetivación del mundo. De este modo, que el gusto sea un sentido hacia adentro y hacia afuera al mismo tiempo, lo hace especialmente íntimo: los objetos analizados pasan a formar parte de uno mismo.

El gusto es mío (¿o nuestro?):
Viaje de ida y vuelta entre el gusto literal y estético

Tradicionalmente se ha utilizado el término gusto, procedente del ámbito sensorial y gastronómico, o sea, el gusto literal, como sinónimo del concepto de gusto estético, tan estudiado por algunos pensadores europeos del siglo XVIII. Este uso metafórico del término gusto para describir el deleite y contemplación estética referenciándolos por analogía con el gusto literal por el agrado y placer frente a diferentes sabores y alimentos no deja de ser paradójico, toda vez que dicho gusto ha estado alejado de toda posibilidad estética profunda y filosófica en los siglos precedentes, como se vio más arriba. Y es que, en el fondo, el uso de esta metáfora sensorial no deja de indicar que ciertas cualidades del sentido del gusto (su particularidad perceptiva, tan subjetiva de ahí la expresión «sobre gustos no hay nada escrito» y su profunda conexión con el placer inmediato) pueden ser indicadas para, por comparación, acercarnos a goces estéticos más sofisticados.

En realidad, el sentido más relevante que se le daba al gusto estético no era tanto la gratificación perceptiva de tales o cuales cualidades, sino la conveniencia en la evaluación estética de un objeto dado ateniéndonos a una serie de reglas preestablecidas y estandarizadas (de ahí la expresión pretendidamente universalizadora de «tener buen gusto»). Así, además de la conexión entre el gusto literal y el estético, nacía también una conexión entre el gusto estético y el posterior juicio crítico. Durante los siglos de la Ilustración se debatió ampliamente si este gusto estético era función de facultades racionales (más conectado, pues, con el juicio estético) o meramente sentimentales y perceptivas. El predominio de lo sentimental fue defendido por teóricos como el abad Dubos (parafraseando, dirá, que un guiso está bueno cuando lo probamos y nos agrada, no cuando analizamos racionalmente sus ingredientes y preparación). Estos y otros sensualistas argumentaban que el gran problema del gusto para definir lo estético (igual que sucede con el gusto literal) era su enorme subjetividad, lo que le hace escapar de un control racional y de todo posible juicio consensuado (Dubos, 1967, 225).

Y es que la historia de la filosofía muestra, en lo que al arte y a la estética se refiere, que siempre fue difícil encontrar un correlato objetivo para la belleza en el objeto analizado desde la subjetividad estética experimentada por cada individuo (quién no ha utilizado alguna vez la expresión «aquello tiene un no sé qué» para indicar que algo le gusta sin saber identificar claramente lo que es). Aunque fueron los platonistas quienes intentaron buscar esa objetividad, con la llegada del pensamiento empirista en el siglo XVIII a la belleza le fue arrebatada el estatus de objetiva para pasar a ser considerada un tipo de placer, por tanto, algo subjetivo. En este sentido destacó el pensador John Locke, quien defendía que las ideas como la de la belleza se derivan en última instancia de una experiencia sensorial. Para él, la belleza es una modalidad mixta, o sea, una idea compleja formada por varias ideas simples que tienen que ver con el dolor-desagrado o el placer-agrado (Locke, 1990). El problema de este análisis era el relativismo al que estaba abocado el juicio estético, alejado así de toda pretensión de universalidad. Como indica C. Korsmeyer en su citada obra, para Thomas Hobbes el placer que constituye lo bello pasa a ser una mera indicación del interés del espectador frente a un determinado objeto: todo es relativo, subjetivo, y prima un cierto egoísmo en el apercibimiento y goce estético (Korsmeyer, 2002). Más adelante, esta posición tan hedonista de la belleza como una especie de placer experimentado será también muy criticada por diferentes autores, quienes se propusieron buscar placeres que no denotaran la satisfacción de un deseo.

En esta línea de pensamiento escribieron muchas e importantes líneas filósofos como Hutcheson, Shaftesbury o Kant. El primero, en sus Investigaciones sobre el origen de nuestra idea de la belleza, concibe la belleza como algo percibido de forma directa y pasiva, igual que las ideas que proceden de la percepción sensorial. Habla de un órgano interno, innato y natural, distinto de la mera percepción sensorial para captar esa belleza. De aquí surgirá la idea de placer desinteresado: aquel que no deriva de la satisfacción de un deseo ni de la gratificación del interés propio. Señala que la percepción de esta belleza no debe ser algo instrumental ni práctico. Así, el gusto literal se percibe como un placer inmediato, placer que responde a la necesidad imperiosa de la nutrición, al aplacamiento del hambre (Hutcheson, 1992).

Por otro lado, Hume también se plantea la cuestión y analiza la analogía de ambos gustos, el literal y el estético: aunque cree que el gusto estético es personal y subjetivo, hay en él una cierta objetividad, al menos en los juicios estéticos sobrevenidos, que hacen que unos sean mejores que otros (Hume, 1965). Esta especie de objetividad se basaba en la similitud en lo que a la creación de juicios entre todos los hombres se refiere, lo cual haría crear una especie de estándar para el gusto estético basado fundamentalmente en el acuerdo entre los expertos. Kant, por su parte, no estaba del todo de acuerdo con esta reflexión, pues exigía un mayor rigor fundacional para la belleza y el gusto estético. Cree el pensador que, efectivamente, los juicios estéticos son los que otorgan universalidad al gusto estético, aunque estos juicios sobre lo bello no sólo son consensuados, como reconocía Hume, sino que además están sometidos a la universalidad y necesidad. De este modo distingue entre lo agradable (lo que impronta los sentidos, que es subjetivo) y lo bello (lo que se reflexiona con el juicio y que se puede universalizar). Cree que para encontrar lo bello necesario y universal hace falta, primero, que el juicio sobre el gusto estético invoque un placer desinteresado. Y considera además que, aunque el placer experimentado sea subjetivo, todos los seres humanos tenemos juicios estéticos similares sobre aquello que nos ha agradado previamente, dada la capacidad de todo hombre de acceder a la belleza (Hume, 1965). Con respecto al gusto literal opina que no se adapta a los requerimientos del juicio estético puesto que en aquél aparecen elementos prácticos en la apreciación del sabor (como la nutrición y el hambre) que dirigen la atención hacia nuestro propio cuerpo (Hume, 1965).

Kant aísla la belleza pura de otros placeres, como los del sentido del gusto, indicando por tanto que sólo la vista y el oído pueden ser estéticos (Kant, 2001). En el siglo XIX, el francés Jean-Marie Guyau ataca el desinterés kantiano como criterio estético, pues la emoción estética está ligada a una necesidad, a saber, el deseo sentimental del sujeto (que es algo también, pues, egoísta). Será un pensador muy sensualista al afirmar que toda sensación agradable debe poder convertirse en bella dadas ciertas condiciones. De este modo eliminaba los privilegios de determinados sentidos (Bayer, 1965, 290). Otros autores, como John Baillie y Edmund Burke, creen que al tener el sentido del gusto unos límites de supervivencia tan estrechos (sus márgenes de tolerancia), no se puede acceder con él a una importante cualidad de lo estético, como es lo sublime (sólo con la vista y el oído podría alcanzarse este nivel) (Korsmeyer, 2002).

Por otro lado, el filósofo alemán Hegel dirá que para la apreciación del arte la mera dimensión sensorial es insuficiente. Cree que tanto la imaginación como otras capacidades superiores son fundamentales, y sólo con la vista y el oído puede alcanzarse esa aprensión espiritual. Además, el deseo vinculado con el sentido del gusto hace que sea imposible librarnos de la individualidad percibida del objeto analizado para trascenderlo y llegar a una verdad universal. Critica también el sentido del gusto desde una nueva perspectiva, diciendo que «sólo podemos degustar destruyendo» (cosa que obviamente sucede al comer). Cree que la pérdida o transformación del posible objeto de arte, la comida, es un hándicap para considerar a este sentido como artístico (Hegel, 1977).

En defensa de la proclamada subjetividad del gusto, y en una nueva línea de pensamiento, destaca Pierre Bourdieu, que en su obra La distinción indica que las preferencias estéticas son producto de un habitus de las distintas clases sociales, habitus que supone factores económicos, educativos, etc. Cree que ese supuesto «buen gusto» sólo es posible entre las altas esferas de la sociedad, pues los pudientes tienen tiempo y dinero para dedicarse al deleite estético más sofisticado. Habrá, pues, un gusto por el lujo y un gusto por la necesidad según seamos ricos o pobres, respectivamente. Así, sostiene que no hay juicios estéticos puros, pues toda valoración está influenciada por la clase social (Bourdieu, 1998). Una prueba palpable de esta opinión podemos encontrarla en la educación del sentido del gusto: son numerosos los ejemplos de alimentos que de forma natural no nos agradan y que, con el tiempo, el hábito y la influencia social aprendemos a valorar, como el café, el queso curado, las bebidas alcohólicas y tantos otros.

Siguiendo esta misma línea, en el siglo XVIII el inglés Alexander Gerard escribió su Essay on Taste. Cree que el buen gusto estético tiene una componente natural y otra procedente de la cultura (por tanto, que se puede cultivar). Aporta, además, un nuevo concepto: el de novedad como elemento esencial del goce estético. Es decir, para este autor no sólo cuenta el efecto de los objetos externos en nosotros, sino también la conciencia de sus propias operaciones y disposiciones (Bayer, 1965). Esta idea de novedad, de búsqueda de lo inusitado e inesperado, de lo asombroso, también fue defendida por el inglés Henry Home (Bayer, 1965, 264-266).

Para finalizar este repaso histórico sobre la estética del gusto, en el siglo XIX el alemán Schopenhauer establece una interesante teoría de los sentidos y la estética. Cree que las sensaciones que sirven para captar objetivamente el mundo exterior no deben ser ni agradables ni dolorosas. Lo ideal es que dejen a la voluntad en un estado de indiferencia que permita acceder al objeto estético de una forma más pura y libre. El autor clasifica así los sentidos por un orden de dignidad relativa, es decir, los considera más o menos dignos según sean más o menos susceptibles de proporcionar placer o dolor. Vista y oído serían superiores, y tacto, olfato y gusto, inferiores. Cree, por supuesto, que sólo los superiores abren la puerta a la estética y al mundo de arte (Bayer, 1965, 230-232).

Recapitulando y concluyendo:
Tesis, antítesis y síntesis del binomio gusto-estética

Teniendo en cuenta todo lo dicho, podría resultar difícil obtener una conclusión clara y definitiva sobre las posibilidades estéticas del sentido que se está analizando. Se han dado diferentes argumentos (la mayoría negando dicha posibilidad), por lo que tal vez sea oportuno ponerlos ahora todos juntos, confrontando las tesis en contra de la esteticidad del gusto con sus respectivas antítesis, si es que las hay, para decidir llegados a este punto si se puede alcanzar algún destino cierto en forma de síntesis final.

-Relación emisor-receptor: A diferencia de los sentidos superiores, en el sentido del gusto es necesaria una proximidad y contacto directo con el objeto percibido.

Aunque esta apreciación es verdadera, utilizar este argumento para jerarquizar en sentidos de primer y segundo nivel parece carente de sentido si lo que se pretende con ello es ensalzar o denigrar estéticamente a unos u otros: la luz visible es un tipo de radiación electromagnética que excita físicamente a los fotorreceptores de la retina, ubicados en el ojo, tras ser reflejada por el objeto cognoscible que deseamos ver. El sonido es una onda que viaja por el aire y que transmite una vibración a una serie de huesecillos, líquidos y cilios presentes en nuestro oído medio e interno. El gusto, por su parte, se codifica al interaccionar determinadas sustancias en nuestra saliva con receptores localizados fundamentalmente en la lengua. Si bien hay ciertas diferencias, como por ejemplo el hecho del contacto físico entre el objeto cognoscible y el receptor en el caso del gusto, no así de los sentidos superiores, en todos los casos hay una fisicidad similar en otros aspectos: un elemento o acción física que interacciona con un receptor biológico: fotón-fotorreceptor (vista), vibración-estereocilio (audición) y sustancia química-quimiorreceptor (gusto). Y un medio por el que viaja dicho elemento: el aire (vista y oído) y el agua-saliva (gusto). Que dicha acción dependiente puramente de la física se inicie en una mayor o menor distancia de su receptor final, o que haya contacto directo objeto-receptor, no parece justificar por sí mismo la superior catalogación estética o moral de la vista y el oído; aunque puede que no así la cognitiva, como se verá más abajo.

-Instrumentalidad y primitivismo: El sentido del gusto tiene una función muy encorsetada por la supervivencia animal, que no es otra que facilitar la alimentación.

Que el sentido del gusto apareció muy pronto en la historia evolutiva de los seres vivos, y que fue y es fundamental en la supervivencia de los mismos, es un argumento que también puede aplicarse a los otros sentidos especiales, como la vista o el oído. El fundamento de todos nuestros sentidos no es otro que permitirnos establecer una relación con el mundo que nos rodea, para percibirlo, conocerlo y emitir respuestas que garanticen nuestra perpetuación. Y aunque es cierto que con la vista y con la audición podemos acceder al mundo con un objetivo puramente contemplativo, alejándonos pues de la imperiosa necesidad biológica, también es cierto que algo similar puede suceder con el gusto: podemos probar algo, sin tener hambre, degustar un vino, sin deglutirlo posteriormente, o alimentarnos de algún alimento que no sea nutritivo, que sea incluso potencialmente peligroso como las bebidas alcohólicas, los alimentos muy salados o excesivamente dulces. En estos casos el hambre o la nutrición, ambas conductas instrumentales, pasarían a un segundo plano, primando, por ejemplo, el puro goce sensorial o el deseo de conocer o experimentar algún aspecto culinario.

-Peligrosidad moral: El excesivo placer derivado del sentido del gusto puede degenerar en inapropiadas conductas como la gula.

Más allá de si es o no pecado comer desaforadamente, cosa que no se valorará aquí pues escapa a las pretensiones de este estudio, la cuestión es que podría ser discutible si un aspecto supuestamente inmoral hace que un objeto o experiencia no sea estética. Pero es que, además, el goce estético (perceptiva o reflexivamente) no tiene por qué desembocar necesariamente en la glotonería. Y, por si fuera poco, ¿acaso el exceso de otros sentidos más elevados como la vista no podrían llevarnos a cometer también ciertos excesos hedonistas?

-Conocimiento del mundo: Los sentidos inferiores no aportan demasiada información, ni cuantitativa ni cualitativamente, sobre el exterior.

Es verdad que el grado de conocimiento sobre el mundo exterior que aporta el sentido del gusto, al menos en la especie humana, es inferior si se le compara con la vista o el oído. Pero cualquiera convendrá en que no es un sentido dirigido exclusivamente hacia el interior, hacia el placer o deleite del sujeto: cuando saboreamos algo, cuando lo comemos, obtenemos información sobre el alimento ingerido: su composición, su reconocimiento o identificación, su estado o calidad, su temperatura, su textura o, incluso, su significado e implicaciones simbólicas (pensemos, por ejemplo, en tomar una hostia consagrada, con todas las connotaciones religiosas que implica). Que en nosotros sea un sentido más limitado no quiere decir que no pueda llegar ser más sofisticado: las serpientes, por ejemplo, saborean el mundo para conocerlo. Hay pues en el sentido del gusto una mayor potencialidad cognitiva de la que se le supone.

-Reflexión racional: El sentido del gusto se queda en el mero espacio de la percepción placentera, no trasciende hacia una sofisticada y compleja intelección.

Es un sentido que, efectivamente, tiene una clara carga hedónica. Y para muchos autores, como se vio, esto ya es mucho, puede incluso serlo todo pues consideran que el gusto estético de, por ejemplo, una comida nace (e incluso se queda) en el mero apercibimiento agradable de su sabor. No obstante lo dicho, es del todo falso que el sentido del gusto no pueda transportarnos hacia marcas más elevadas: del placer inicial podemos derivar, después, un juicio gustativo. ¿Acaso no podemos identificar lo comido, decidir si nos gusta, compararlo con otros alimentos, recuperar su sabor de la memoria, vincularlo después con alguna experiencia de nuestro pasado, con alguna expectativa de futuro (si tomo café espero obtener la recompensa de la cafeína)? Desde luego es una reflexión racional de un grado menor que la alcanzada con los sentidos de la vista o del oído por ejemplo, en las experiencias artísticas relacionadas con su ámbito, la pintura, la música, el cine, pero no por ello debe negársele al gusto y al acto de comer una cierta intelección.

Y si el sentido del gusto pudiera ser definitivamente estético, si tuviera esa componente intelectiva que se le exige para ello, ¿no podría de algún modo ser considerada la comida un complejo objeto intelectivo, incluso artístico; no podría la cocina y el comer ser una experiencia igualmente artística? En este sentido, con frecuencia se ha venido destacando que el contenido (o tema) de un plato culinario es difícil que haga referencia a algo más allá de su materialidad, de sus cualidades inmediatamente percibidas por los sentidos. No obstante, la nueva cocina de vanguardia apela a la reflexión a partir de un, por así decir, contenido o temática abstracta similar a la que podemos reconocer en ciertas pinturas. El tema, por ejemplo, podría ser la deconstrucción, término cada vez más habitual en la denominada cocina molecular. También debemos considerar que ciertos alimentos ceremoniales encierran significados y una simbología que puede enriquecerlos, dotándolos de una trascendencia que va más allá de su pura materialidad.

En este sentido convendría analizar a la gastronomía en relación con una de las principales funciones del arte, a saber, la imitación o representación de lo real. Que los alimentos representan cosas es algo bien sabido. Por ejemplo, el pan y el vino de la Eucaristía, los Pretzel (representan a un santo con los brazos cruzados) o los cruasanes (representan la victoria contra los turcos en Viena en el siglo XVII). También se puede jugar con el engaño en la representación: alimentos que parecen una cosa, pero son en realidad otra, como sucede con los trampantojos culinarios o como pasaba en las obras gastronómico-arquitectónicas del chef Marie-Antoine Carême. Así, la Teoría Cognitiva del Arte de Nelson Goodman podría ayudar a comprender la importancia de los significados de los alimentos y su inclusión como posibles objetos artísticos, completando así la función estética del sentido del gusto: aunque no mencionó a la comida, su sistema de símbolos bien podría serle aplicado. Considera que los objetos artísticos deben (1) representar o denotar y (2) ejemplificar algo: por ejemplo, una manzana roja tiene muchas cualidades, aunque podría quererse ejemplificar el rojo sobre otras características. Los objetos artísticos también deben (3) expresar algo; algo que no tiene por qué poseer objetiva o intrínsecamente el objeto: puede tener una función metafórica (como en la manzana del Génesis bíblico) (Goodman, 1974). Siguiendo su teoría, por tanto, podría concluirse que para Goodman en cierto modo los alimentos podrían ser considerados como objetos artísticos. Un poco en esta misma línea de pensamiento, Mary Douglas opina que la comida es un sistema de comunicación que revela mucha información sobre pautas sociales y sobre el comportamiento de las gentes, aspectos ambos muy relevantes en las significaciones artísticas (Douglas, 2011).

-Dependencia de otros sentidos: Para obtener una experiencia organoléptica y gastronómica plena es necesaria la colaboración de otros sentidos.

Esto es totalmente cierto. Pero puede leerse en clave negativa, diciendo que es un sentido con poca autonomía, que es lo que suele hacerse, o en clave positiva, admitiendo que los otros sentidos completan al gusto en una experiencia degustativa y gastronómica total. Al fin y al cabo, artes como el cine no son inferiores por estar operando al mismo tiempo el sentido de la vista y de la audición.

-Limitación perceptiva y formal: El sentido del gusto se construye sólo sobre cuatro sabores básicos por lo que no se puede alcanzar una gran complejidad formal, estética o artística.

Aunque son sólo cuatro sabores básicos los percibidos por el gusto, algo similar podría afirmarse con respecto a la vista, que distingue unas cuantas longitudes de onda en forma de colores también básicos. La complejidad viene después, en el procesamiento sensorial posterior, en la interpretación cognitiva y emocional que vendrá. Aunque es cierto que el sentido del gusto no puede alcanzar la complejidad formal de las artes visuales (líneas, colores, formas, volúmenes, claroscuros) o de la música (armonías y melodías), algo positivo se puede decir al respecto si se analiza su principal ámbito de existencia, a saber, la experiencia gastronómica en el acto de comer: en la disposición formal de una comida debe considerarse una complejidad formal, una cierta jerarquización que nace con la ideación del menú, continúa con la combinación y armonía de los ingredientes básicos, sigue con la composición dentro del mismo plato y termina con el conjunto de platos que pueden presentarse en el mismo menú de degustación: todo ello forma parte del entramado estructural de una misma obra-comida. En definitiva, como defendía Lévi-Strauss, en la comida puede haber una sintaxis y semántica gastronómica.

-Subjetividad y relativismo: El sentido del gusto remite a unas percepciones y juicios muy particulares, difícilmente universalizables.

Y es que, ¿no puede en el fondo suceder esto también con los otros sentidos? Como se discutió más arriba, el debate sobre la subjetividad-objetividad del objeto y gusto estético ha estado muy abierto a lo largo de los siglos. Se comentó también que, efectivamente, hay elementos subjetivos con respecto al sentido del gusto (algunos tienen que ver con la biología del individuo), con la experiencia o coyuntura de cada cual (si tiene o no hambre, si está o no enfermo) o de la cultura (un sabor o alimento puede gustar en un tiempo y lugar, pero no en otro). Y se dijo igualmente que había aspectos objetivos que no debían desconsiderarse, como la objetivación en la educación del gusto por ciertos sabores o alimentos, la preferencia biológica por lo dulce y salado o las significaciones objetivas en una sociedad dada frente a ciertos alimentos simbólicos o tabú.

-Desinterés: Un juicio estético verdadero y universal sólo puede alcanzarse si el placer experimentado no procede de la satisfacción de un deseo.

Este argumento puede ser muy controvertido, pues en el placer experimentado por la visión de un cuadro también se está satisfaciendo un deseo, desde luego más velado que el hambre o la sed, pero un deseo, al fin y al cabo, por ejemplo, por obtener una recompensa emocional o un reconocimiento intelectual frente a lo visto. Alguien podría decir que apreciar estéticamente un guiso teniendo hambre rebaja su estatus estético, pero igualmente podría referirse que buscar desaforadamente la escucha de un adagio en un momento de duelo implica satisfacer la necesidad de victimismo o autocomplacencia.

-Objeto estético-artístico: El sentido del gusto sólo puede manifestarse destruyendo su objeto.

Esto es habitualmente cierto, aunque uno podría saborear un alimento lamiéndolo, sin destruirlo. La poca durabilidad de la obra-comida no justifica necesariamente su rechazo estético, puesto que muchas obras y acciones consideradas artísticas son efímeras, como las performances o las acciones. Sería, por ejemplo, equiparable a la música: un nocturno sólo se disfruta mientras suena, como una comida mientras se saborea, aunque siempre queda la partitura, o la receta. Podríamos pensar que, más que destruir el posible objeto estético al ingerirlo, como indicaba Korsmeyer, lo hacemos íntimamente nuestro (Korsmeyer, 2002).

En síntesis, aunque el sentido del gusto no alcanza la dimensión estética de los considerados sentidos superiores (vista y audición), parece que no debería considerársele tan a la ligera como no estético. Y si hay argumentos razonables para ello (parece que sí), seguramente sería también plausible analizar si la cooperación con los otros sentidos podría incluir a su razón de existir, la comida y el acto de comer, como elementos susceptibles de constituir una auténtica experiencia o incluso disciplina artística.

Notas

1. Uno de los más destacados es una región cortical muy profunda y de funcionalidad aún bastante desconocida denominada Ínsula.

2. Gracias a los receptores vanilloides tipo TRPV1, los mismos que están implicados en procesos inflamatorio, en la nocicepción (recepción del dolor) y en el control de la temperatura por parte del sistema nervioso, de ahí la percepción subjetiva y expresión coloquial de «echar fuego por la boca».

3. Por ejemplo, el cocinero prueba un guiso que está preparando para saber si está hecho, no para alimentarse o disfrutar momentáneamente de su sabor.

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Miguel Biscaia (josemiguel.biscaia@universidadeuropea.es) es Profesor Titular de la Universidad Europea de Madrid (UEM).

Recibido: 31 de julio de 2019

Aprobado: 11 de octubre de 2019

Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LIX (154) Mayo-Agosto 2020 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589