Juan Antonio González de Requena Farré

Esquema para una polemología pluralista
de los registros del conflicto

Resumen: En algunos ambientes intelectuales contemporáneos se da una fascinación por el antagonismo político como constitutivo de lo social, sin prestar suficiente atención a los diferentes tipos de conflicto. A pesar de la riqueza descriptiva de algunas teorizaciones sociológicas del conflicto, también se repiten los tratamientos dicotómicos que distinguen un conflicto constructivo y otro destructivo, para reducir funcional o pragmáticamente la heterogeneidad de las luchas. En este artículo, se apuesta por una descripción sistemática y una esquematización teórica de los registros imaginarios, simbólicos y reales del conflicto (bajo un modelo cuasi lacaniano de nudo borromeo). Se esboza así una polemología pluralista, capaz de dar cuenta de los matices, los entrelazamientos y la convertibilidad de los conflictos humanos, sin caer en la tentación de idealizar el antagonismo.

Palabras claves: conflicto social. polemología. registros lacanianos. antagonismo político.

Abstract: In some contemporary intellectual settings, there is a fascination with political antagonism as constitutive of the social, without paying enough attention to the different types of conflict. Despite the descriptive richness of some sociological theories of conflict, dichotomous treatments that distinguish constructive and destructive conflict are also repeated, in order to reduce the heterogeneity of the struggles functionally or pragmatically. In this article, we opt for a systematic description and a theoretical schematization of the imaginary, symbolic and real registers of conflict (under a quasilacanian Borromean knot model). Thus, a pluralistic polemology is outlined, capable of accounting for the nuances, intertwining and convertibility of human conflicts, without falling into the temptation of idealizing antagonism.

Keywords: social conflict. polemology.Lacanian registers. political antagonism.

En la década de los noventa, Albert Hirschman ya reflexionaba sobre el modo en que la fascinación por el conflicto como fuente de los vínculos sociales reaparecía recurrentemente como un planteamiento supuestamente radical, decisivo y original en el pensamiento contemporáneo:

De este modo, en cualquier momento dado, la idea de que el conflicto (o algún grado de conflicto) puede jugar un rol constructivo en las relaciones sociales despierta la atención de quienes la consideran una idea no conformista, paradójica y absolutamente original. En consecuencia, no les importa parecer los precursores, y la idea resurge con considerable regularidad. (Hirschman, 1996, p. 121)

El argumento de Hirschman se enfocaba en autores como Helmut Dubiel, quien desde la Teoría Crítica ha defendido la posibilidad de que las sociedades democráticas basen su solidaridad en el modo de dar forma a sus antagonismos y contenerlos al servicio de la cohesión social. Según Dubiel, en una sociedad secularizada es inevitable que irrumpa el conflicto en el vínculo social; pero, a través del conflicto cultivado, se introducen modalidades de autodominio de los actores encarnadas en formas jurídicas e institucionales, y en cualidades personales y culturales, de modo que emerge una reserva de compromisos morales sobre los cuales se sustenta la política democrática, sin necesidad de suponer un consenso prepolítico sobre algún tipo de bien común o visión sustantiva de la vida buena. Así pues, cuando el conflicto se cultiva más allá de cruda lógica estratégica de la guerra, se perfilaría una convivencia política y un sistema de instituciones, basados en la escenificación de posiciones irreconciliables dentro de la sociedad, las cuales se civilizarían al adherir a ciertos modos democráticos de poner en escena el conflicto y de disputar la esfera pública democrática (Dubiel, 1998, pp. 214-220).

Hirchsman también aludía a Marcel Gauchet, quien en un texto de finales de los setenta sobre Tocqueville ya había afirmado que la democracia no supone algún tipo de consenso espiritual de fondo, sino cierta unión en la oposición, la fragmentación del sentido y el antagonismo intelectual. Según Gauchet, a pesar de la valoración tocquevilleana del espíritu comunitario en la democracia americana, el conflicto político resulta constitutivo del experimento democrático moderno, que se forjó precisamente a través de la oposición a la propia democracia, del conflicto de concepciones del orden político, del debate social e, incluso, del conflicto de intereses sociales contrapuestos. En fin, la democracia moderna presupondría cierta existencia de lo irreconciliable en la sociedad y desplegaría una puesta en escena de la conflictividad, mediante una representación legítima de las divisiones sociales, de los intereses antagónicos y de la confrontación de partidos (2007, pp. 98-103). En todo caso, más allá de las reflexiones de Dubiel y Gauchet, hay numerosos precedentes intelectuales para esta idea de que el conflicto puede cumplir una función positiva en la articulación del vínculo social; pero Hirchsman entiende que este planteamiento polémico tiende a repetirse como original por su aparente radicalidad.

Los episodios más recientes de rescate de la idea de que el conflicto puede cumplir una función social positiva pueden atribuirse a cierto pensamiento político postfundacional y a la actual izquierda lacaniana. Oliver Marchart ha caracterizado cierta izquierda heideggeriana (representada por figuras como Nancy, Lefort, Badiou o Laclau) que se habría tomado en serio la imposibilidad de fundamentación última, al remarcar el carácter eventual, histórico y decisional del sentido social y de la ontología política, ineludiblemente atravesada por la diferencia entre lo político constituyente y el orden de la política, pero también marcada por la negatividad que impediría la clausura de lo social. Desde esta perspectiva posfundacional, si no hay fundamento de lo político ni clausura de lo social, es en última instancia por la división, discordia y antagonismo que fragmentan el campo social y difieren cualquier opción de reapropiación plena de lo social o de fundamentación del orden político (Marchart, 2009, pp. 15-21). La dislocación de lo social y la diferencia política serían, por tanto, inseparables de la instancia ontológica decisiva del antagonismo, por más que haya intentos de desplazar este aspecto desfondado y negativo de lo político, al despolitizarlo en alguna forma política de ordenamiento racional o en alguna perspectiva pospolítica de superación final del conflicto. En palabras de Marchart, “en este caso, se deniega la existencia misma del antagonismo en el fundamento de lo social” (2009, p. 212).

Además de los heideggerianos de izquierda, también cierta izquierda lacaniana (así ha designado Yannis Stavrakakis a pensadores como Castoriadis, Laclau, Žižek o Badiou) habría reivindicado el antagonismo político irreducible, como ese aspecto de lo real y ese momento negativo que disloca lo social y hace posible la invención democrática radical. A través de este frente heterogéneo de una izquierda lacaniana, Stavrakakis ve esbozarse algo semejante a una política de lo real, esto es, de la falta, de la fractura, de lo que se resiste a la simbolización y, en última instancia, de la negatividad que se resiste a la positivización en algún orden representacional (Stavrakakis, 2010, pp. 30-31). Más allá de los fantasmas de la clausura y la identidad sociales definitivas, más allá de la fantasía utópica de la superación del antagonismo en alguna forma de administración posdemocrática del goce en el orden consumista del capital, la izquierda lacaniana apostaría por experimentar la revolución democrática como un tipo de subjetividad política que goza la falta social, la eventualidad, negatividad y el antagonismo. En suma, el antagonismo democrático se perfilaría como el momento instituyente de cualquier hegemonía política parcial, de modo que la radicalización de la democracia pasaría por institucionalizar la falta y el antagonismo; esto es, se trata de asumir apasionadamente la irreductibilidad de lo real y lo negativo del conflicto, el cual desborda los límites de la comunidad y el reparto de lo social, para hacer posible la transformación de los órdenes hegemónicos existentes (Stavrakakis, 2010, pp. 286-299).

Como se puede apreciar, tanto en el pensamiento político posfundacional de los heideggerianos de izquierda como en la izquierda lacaniana, parece esbozarse una suerte de polemología negativa: el conflicto resulta instituyente y decisivo en la constitución de lo social y en la radicalización de la democracia, siempre que permanezca más allá del orden de la representación y resulte diferido como falta o imposibilidad que no se deja positivizar. Extrañamente, esta polemología negativa del conflictus absconditus ontologiza el antagonismo como una instancia sustractiva, en falta, sin fundamento y diferida, sustraída al reparto de las partes, a la competencia de intereses o a alguna forma de enemistad histórica concreta. Paradójicamente, en nombre de este antagonismo sustractivo y faltante, ontologizado como negatividad constitutiva de lo político, la polemología negativa denuncia la neutralización del conflicto bajo formas pospolíticas y posdemocráticas; como si la ontologización del conflicto no fuese una forma de neutralización metafísica de los antagonismos políticos.

En este trabajo, nos proponemos analizar la gramática del conflicto desde una perspectiva pluralista, que no solo eluda las tentaciones de ontologización metafísica del antagonismo, sino que además registre los sutiles matices opcionales del conflicto, sin forzar su reducción funcional a alguna distinción dicotómica entre conflictos racionales e irracionales, reales e irreales, o bien manejables e inmanejables. Al fin y al cabo, tras esas dicotomías subordinantes podría ocultarse alguna forma de jerarquización e idealización ética, política o, simplemente, pragmática del conflicto bueno, constituyente o funcional (frente a otro tipo de conflicto indeseable, mal valorado y negativo). Antepondremos, pues, la descripción de los distintos registros del conflicto (y sus solapamientos y entrecruzamientos) a cualquier intento de idealización ético-política o domesticación operacional de las distintas formas de hostilidad, división y antagonismo.

Polemologías pluralistas y dualistas

A pesar de la profusa bibliografía sobre las funciones positivas del conflicto social, Hirschman (1996) considera preciso someterla a cierta crítica, al preguntarse por las condiciones en que el conflicto contribuye paradójicamente a la cohesión y progreso colectivos. Al fin y al cabo, hay conflictos constructivos y antagonismos destructivos. En ese sentido, Hirschman distingue entre aquellos conflictos que generaron integración en las sociedades pluralistas democráticas de mercado, al ser negociables en términos de una distribución gradual (más o menos) y, por otro lado, los antagonismos innegociables que desintegran la sociedad al plantear disyuntivas excluyentes (o uno u otro), como ocurre en el caso de los conflictos identitarios o doctrinales. Los conflictos distributivos han sido muy frecuentes y variados en las sociedades de mercado pluralista, y generarían la posibilidad de cultivar el arte de la negociación, la moderación gradual y el compromiso, en vez de buscar ilusoriamente alguna solución final o definitiva, como ocurre en el caso de los conflictos identitarios y de los fundamentalismos religiosos (Hirschman, 1996, pp. 126-127). Precisamente, solo con relación a los conflictos distributivos y negociables resulta verosímil la tesis de Gauchet y Dubiel respecto a la función positiva del conflicto en la sociedad democrática; pero no podría afirmarse lo mismo de las políticas identitarias, las luchas étnicas o los fundamentalismos. Aunque Dubiel (1998, pp. 213-214) ha contrargumentado que los conflictos aparentemente indivisibles de carácter identitario o doctrinal involucran aspectos distributivos e implican modalidades estratégicas de persecución racional de intereses colectivos en competencia (del mismo modo que los conflictos estratégicos movilizan identificaciones grupales y expectativas morales), la distinción entre conflictos divisibles y antagonismos indivisibles parece aportar una herramienta analítica muy valiosa a la hora de sopesar si los conflictos emergentes pueden enriquecer el vínculo social en las esferas públicas democráticas.

Así como Hirchsman consideró recurrente la idea aparentemente original de que el conflicto puede cumplir una función social positiva, no resulta difícil comprobar que también tiene una larga data la distinción entre tipos de conflicto abordables e irreconciliables. No obstante, cabe reconocer teorías sociológicas de la oposición y del conflicto más matizadas y decididamente pluralistas a la hora de establecer distintas opciones de división y confrontación sociales. En su libro 1898 titulado Las leyes sociales, Gabriel Tarde consideraba necesario que el estudio científico de los fenómenos sociales no se limitase a dar cuenta de las formas de repetición y adaptación, sino que también investigase las oposiciones, luchas y combates. Para Tarde, se trataba de reemplazar las oposiciones vagas, superficiales y exteriores, por oposiciones más sutiles profundas e inherentes; de ese modo, los antagonismos mitológicos y antítesis metafísicas deberían dar paso a oposiciones más matizadas e individualizadas, como las que se despliegan en la concurrencia y competencia económicas. No en vano, Tarde estimaba que la diferencia diametral es solo un tipo de oposición, pero existen otras como la diferencia de grado o la evolución serial a una fase heterogénea (1906, pp. 53-57).

Según Tarde, las oposiciones externas entre grupos humanos (partidos, sectas o facciones) presuponen cierta lucha interna en cada persona, que puede discriminar, matizar el grado de sus creencias o evolucionar a una nueva figura; no obstante, a diferencia del conflicto psicológico, la lucha social abierta requiere la oposición externa de los contrarios y la negación recíproca de la otra posición (los juicios, creencias, costumbres o deseos ajenos) (1906, pp. 58-62). Además de distinguir entre conflictos psicológicos y luchas entre facciones sociales, Tarde diferenció los grandes conflictos bélicos y su objetivo de conquista pacificadora, respecto de otras formas de oposición social: la competencia económica, que establece una concurrencia entre consumidores y productores y cierta lucha entre los deseos de estos; o bien la discusión, que consiste en una oposición verbal respecto a creencias y pretensiones, con cierta capacidad para generalizar conclusiones (1906, pp. 67-79). En Tarde, esta diferenciación de modos de oposición respondía a cierta ordenación histórica: “de la época en que la guerra predomina, se pasa a otra en que lo predominante es la concurrencia y finalmente la discusión” (1906, p. 82), marcada por la civilización de sus manifestaciones.

En su reconocido trabajo sociológico de 1908 sobre el conflicto, Georg Simmel también afirmaba que la lucha constituye paradójicamente una forma de socialización, la cual intensifica la acción recíproca y rechaza la indiferencia; además, sostenía que la lucha actúa no solo a través de la vida personal como un supuesto anterior a la unificación, sino que atraviesa cualquier unidad social con sus dinámicas divergentes (1986, pp. 266-267). Así, en casos de estructuras sociales divididas en clases, estamentos o grados, el antagonismo cumple una función positiva e integradora en la preservación de la diferenciación y la adscripción sociales, al tiempo que la oposición permite tolerar la opresión (Simmel, 1986, pp. 269-270). En la vida urbana, las antipatías aportan opciones de socialización frente a la indiferencia (Simmel, 1986, p. 271). En general, en cualquier comunidad anímica –incluidas las relaciones eróticas–, afecto y distancia, o bien estima y desprecio, se entretejen como factores convergentes y divergentes del vínculo social (Simmel, 1986, pp. 272-273).

Al describir sociológicamente la lucha, Simmel registraba formas muy matizadas del conflicto social. En ciertos tipos de antagonismo violento, se persigue la aniquilación o exterminio del otro, pero resulta posible que la hostilidad no concluya con la muerte del enemigo, como ocurre al esclavizar al prisionero, con quien establece un vínculo social (1986, pp. 275-276). Eventualmente, la lucha puede darse por el simple placer de combatir, pero también puede deberse a alguna finalidad exterior u objeto determinado, en cuyo caso el conflicto puede someterse a normas compartidas o restricciones recíprocas, y resultan concebibles medios alternativos para obtener el fin perseguido. En ese sentido, los conflictos atribuibles a la motivación subjetiva y al placer personal de luchar son más difíciles de contener, pues no hay medios alternativos, al ser la lucha un fin en sí mismo, un modo de autoafirmación mediante la negación del otro, o bien la impredecible y espontánea manifestación de hostilidad preexistente, que crea artificialmente un objeto de disputa aparente (Simmel, 1986, pp. 277-280). Según Simmel, los conflictos regulados bajo el orden social y puramente objetivos, como un litigio jurídico, pueden exhibir rasgos de una contienda implacable e incondicional, precisamente en la medida en que se sitúan al margen de consideraciones personales; la misma ausencia de reservas y atenuaciones se observa en las luchas por causas trascendentes o ideales objetivos suprapersonales (1986, pp. 285-287). Con todo, los conflictos más incontenibles son aquellos que se sostienen con quienes hay algún lazo y convivencia, como ocurre en el antagonismo entre cercanos, en la lucha interna en comunidades íntimas o pequeñas o bien en el caso de quien reniega de su pertenencia; entonces, la diferencia se hace personal y se intensifica constantemente la tensión entre la hostilidad y la pertenencia, el vínculo y el antagonismo, como atestiguan los celos (Simmel, 1986, pp. 290-300).

Simmel le atribuye una particular virtud socializadora a la competencia, en la medida en que la lucha es indirecta: no implica necesariamente vencer al adversario en tanto que recompensa subjetiva, sino que persigue un objetivo independientemente del rival, como ganar el favor del público y satisfacer a terceros, y provee así valores sociales objetivos. Ese es el potencial socializador de la competencia como “una lucha en que se combate con prestaciones objetivas, destinadas a favorecer a terceras personas” (1986, p. 322). En todo caso, la competencia no evita la posibilidad de cierta crueldad asociada a la eliminación de consideraciones personales y factores subjetivos, incluida la conciencia moral (Simmel, 1986, pp. 300-324). Por lo demás, según Simmel, la lucha no solo establece cierta relación social entre las partes en conflicto, sino que también contribuye a la estructuración interior de cada parte, ya sea favoreciendo la unificación y concentración grupales (como ocurre en la guerra), o bien al fijar las expectativas y opciones de negociación de los grupos en conflicto (1986, pp. 325-336).

La teorización del conflicto propuesta por Simmel sería retomada y sistematizada décadas más tarde por el sociólogo Lewis Coser desde una perspectiva funcional (a propósito de los enfoques funcionalistas en polemología, véase Lorenzo Cadarso, 2001). En su libro 1956 The functions of social conflict, se introduce una definición estipulativa del conflicto como “una lucha con respecto a valores y derechos sobre estados, poderes y recursos escasos, lucha en la cual el propósito es neutralizar, dañar o eliminar a sus rivales” (Coser, 1961, p. 8). Además, Coser convirtió algunas afirmaciones del ensayo de Simmel en proposiciones teóricas a partir de las cuales pretendía conceptualizar y sistematizar los rendimientos funcionales del conflicto en la vida social. Así, en esta teoría funcional del conflicto se formula explícitamente la proposición de que el conflicto tiene rendimientos para la cohesión e identidad grupales (1961, p. 35). En cuanto a la presencia de tensiones y hostilidades en el conflicto, Coser (1961) plantea una serie de proposiciones: en prácticas como el duelo, la brujería o los espectáculos de lucha, los sistemas sociales disponen de instituciones para canalizar el conflicto mediante válvulas de seguridad que desplazan la hostilidad sobre algún objeto sucedáneo (p. 43); no todo conflicto va acompañado de impulsos hostiles, pues requiere de algún objeto (p. 62); las motivaciones divergentes se entrelazan ambivalentemente con las motivaciones convergentes en las relaciones de carácter íntimo (p. 69). Hay proposiciones de Coser (1961) que conciernen a los conflictos dentro de un grupo social: como ilustran las figuras del apóstata, el hereje o el renegado, la intensidad del antagonismo aumenta cuanto mayor es el vínculo íntimo entre las partes en conflicto (p. 75); el conflicto impacta de modo variable en las estructuras del grupo, dependiendo de si cuestiona el principio de la relación y las bases del consenso o no, pero la interdependencia y pluralización de los conflictos (laborales, profesionales, comunales, etc.) puede frenar las escisiones fundamentales (p. 81); asimismo, el conflicto puede contribuir a la estabilidad de una relación cercana, como muestran las diferencias en un matrimonio (p. 92).

Este tipo de planteamientos sobre la funcionalidad del conflicto para la preservación interna del orden social ya se había ilustrado, desde una perspectiva antropológica, en Costumbre y conflicto en África de Max Gluckman (originalmente publicado en 1955):

Primero, las querellas se originan entre los hombres debido a que viven juntos en sociedad. Segundo, cada sociedad posee costumbres que configuran la forma que toman estas querellas. Pero, en tercer lugar, hasta cierto grado las costumbres también dirigen y controlan las disputas mediante los conflictos de lealtades, de forma que, a pesar de las rebeliones, el mismo sistema social sea restablecido sobre amplios sectores de la vida comunitaria y a través de períodos más largos de tiempo. (2009, 77)

Por otro lado, un grupo de proposiciones de Coser se refiere al conflicto intergrupal: en caso de conflictos con grupos extraños se favorece la cohesión y concentración interna del grupo, como ilustra la función de la guerra durante el nacimiento del moderno Estado central (Coser, 1961, p. 98); el conflicto con otros grupos no solo afecta y caracteriza a la estructura grupal, sino también al tipo de relación con la disidencia, el conflicto interno y a las reacciones consecuentes (p. 109); los grupos sociales pueden buscar enemigos para mantener la cohesión y concentración grupales (p. 119). Coser reflexiona también sobre el nexo entre ideología y conflicto: cuando concurre algún tipo de convicción ideológica el conflicto se puede radicalizar al dejar de lado consideraciones personales, como se apreciaba en los movimientos obreros marxistas (1961, p. 128). Algunas proposiciones insisten en la capacidad unificadora del conflicto: el conflicto puede vincular normativamente a los contendientes (Coser, 1961, p. 138); eventualmente, las partes pueden estar interesadas en la unificación del enemigo, como se ha observado en los conflictos entre sindicatos y patronal (p. 147); de ese modo, el conflicto puede establecer y mantener equilibrios de poder (p. 153). Por último, el conflicto puede requerir la formación de alianzas, asociaciones y coaliciones grupales que estimulan la participación social, como ejemplifican los partidos y grupos de intereses de la política estadounidense (Coser, 1961, p. 159). En esta teoría funcional del conflicto, la matizada descripción del juego de aspectos subjetivos y objetivos en distintos tipos de conflicto en el ensayo de Simmel se reduce a una dicotomía analítica entre dos tipos ideales de conflictos:

Los conflictos que surgen de la frustración de demandas específicas dentro del marco de relaciones, y de la estimación sobre las ganancias que los participantes pueden lograr, y que benefician al presunto objeto frustrador, pueden llamarse conflictos reales, en cuanto son medios para lograr un resultado específico. Por otra parte, los conflictos irreales, aunque también implican la interacción entre dos o más personas, no son ocasionados por los fines rivales de los antagonistas, sino por la necesidad de liberar cuando menos la tensión de uno de ellos. En este caso la elección de antagonistas depende de determinantes que no están directamente relacionadas con el asunto en disputa, y no está orientada hacia el logro de resultados específicos. (Coser, 1961, 55)

Según Coser, los conflictos reales se dan cuando en el sistema social hay demandas antagónicas relacionadas con derechos pretendidos y valores conflictivos de las partes; pero, en los conflictos ficticios, interviene una frustración personal que solo busca relajarse mediante la hostilidad dirigida a objetivos variables, de modo que se obtiene satisfacción en la agresión misma (1961, p. 62).

En un repaso del pensamiento polemológico del siglo XX, no podría faltar la figura de Julien Freund, creador del Institut de Polémologie en Estrasburgo (respecto a la polemología de Freund, véase Molina, 2000). Como ocurría en la teoría funcional de Coser, en el libro en de Freund Sociologie du conflit se formula una definición explícita del concepto de conflicto, bajo el supuesto de que el vocabulario disponible para designar formas de confrontación interhumana sería demasiado disperso, pues comprende términos tan disímiles como el antagonismo, la guerra, la competencia, la revolución, la pelea, la discusión, el desacuerdo, la rivalidad, etc (Freund, 1983, p. 63). En la definición propuesta por el polemólogo francés, resuena ciertamente la propuesta por Coser:

El conflicto consiste en una confrontación o choque intencional entre dos seres o grupos de la misma especie que manifiestan entre sí una intención hostil, generalmente en relación con un derecho, y con quién mantener, afirmar o restaurar el derecho, y que intentan romper la resistencia del otro, posiblemente recurriendo a la violencia, la cual si es necesario puede tender a la aniquilación física del otro. (Freund, 1983, p. 65)

En todo caso, Freund enriquece su definición del conflicto con algunas explicaciones adicionales: la confrontación ha de ser voluntaria e intencional; además, los antagonistas deben compartir la especie o ser congéneres, de modo que no hablaríamos de conflicto entre humanos y animales; la intencionalidad del conflicto se asocia a la voluntad hostil y a la agresión, incluso aunque una de las partes no experimente el impulso hostil; el objeto del conflicto consiste en algún derecho, no entendido solo como garantía formal legal, sino como demanda de justicia, en nombre de los cuales las partes buscan legitimarse (Freund, 1983, pp. 65-68). Asimismo, el polemólogo francés aclara que el conflicto no es un simple procedimiento de litigio o un juego, ya que intenta quebrar la resistencia del otro y, en esa medida, involucra una manifestación de poder y la derrota ajena, por medios tan diversos como la intimidación, la amenaza y la violencia directa o indirecta; el conflicto, particularmente cuando hay equilibrio de fuerzas, lleva implícita como posibilidad extrema la escalada violenta y, eventualmente, la radicalización de la violencia puede conducir a la aniquilación del rival (Freund, 1983, pp. 68-69).

Freund comparte con Coser la perspectiva de que el conflicto es un fenómeno social normal, el cual puede desempeñar un papel de integración y regulación en la vida social (Freund, 1983, p. 88), si bien el polemólogo francés enfatiza el papel central de la violencia como medio radical que puede rematar eventualmente el antagonismo y se mantiene latente como núcleo del conflicto (Freund, 1983, p. 97). Así como Coser distinguía entre el conflicto real y el irreal, Freund establece cierta dicotomía entre dos formas del conflicto: la lucha y el combate. En la lucha, se da una forma indeterminable y confusa de conflicto: la violencia puede volverse desproporcionada y brutal, al margen de las normas legales o morales; las partes y participantes no son claramente reconocibles; el curso del conflicto resulta impredecible; puesto que no tienen un objetivo determinado ni un enemigo especificable, sus medios son incalculables y, a menudo, incontrolables (Freund, 1983, pp. 70-74). Como contrapartida, Freund considera que el combate es un tipo de conflicto sujeto a reglas o convenciones relacionadas con la declaración, desarrollo, salida y trato de los combatientes; se caracteriza por el control de la violencia y su contención dentro de ciertos límites; además, en el combate existen partes identificables y organizaciones destinadas a ese objetivo (en el caso de los ejércitos en guerra, uniformadas, jerarquizadas y disciplinadas); en definitiva, el combate se da como una forma de conflicto moderado mediante la disciplina de las partes y la invocación de las normas para regular el enfrentamiento (1983, pp. 74-78).

La dicotomía entre lucha y combate le permite a Freund establecer cierta comprensión de la política como transformación de la lucha en combate regulado; en esa interpretación, resulta decisiva la distinción entre estado polémico y estado agonal. La condición polémica remite a una situación de conflicto en que se ejerce la violencia abierta o se da un combate establecido con enemigos, a los cuales se enfrenta con intención hostil y con la pretensión de eliminarlos físicamente si fuera preciso (1983, pp. 81-83). En el estado agonal, el conflicto se desactiva al ser reemplazado por la rivalidad de una competencia, en la cual las partes se comportan como oponentes o adversarios, sin enemistad a muerte ni intención hostil; se trata de triunfar sobre la resistencia ajena por medios regulados que excluyen la eliminación del rival, de manera que el resultado regular no se impone discrecionalmente por el ganador. En todo caso, Freund entiende –siguiendo a Carl Schmitt– que el estado agonal no puede lograr una armonía plena ni subordinar toda la vida social a la regulación y la legalidad, pues así se neutralizaría la iniciativa política, y se podría desencadenar una nueva forma de confrontación violenta, así como un regreso del estado agonal al estado polémico (1983, pp. 83-87).

Para disponer de otro ejemplo más reciente de representación dicotómica de las opciones del conflicto, vamos a recurrir a una de las figuras prominentes en el campo de la resolución de conflictos: Peter Coleman, director del International Center for Cooperation and Conflict Resolution. En un texto titulado “Intractable Conflict”, Coleman establecía las características de los conflictos inmanejables, es decir, de los conflictos intensos, prolongados y profundamente arraigados que tienen efectos particularmente destructivos, persisten de modo duradero y parecen irresolubles (como los de la antigua Yugoslavia a finales del siglo XX o el persistente conflicto entre Israel y Palestina). Desde la perspectiva de la resolución de conflictos, la dicotomía funcional entre conflictos manejables e inmanejables concierne básicamente a cuatro dimensiones: los contextos asociados, los temas centrales, las relaciones, los procesos y los resultados (Coleman, 2006, p. 534).

En el caso de los conflictos manejables, se suponen contextos históricos de igualdad relativa, con atenuación de las desigualdades e irrupciones contadas de la dominación y la injusticia, de modo que se conserva cierto orden estable, equilibrio de poderes y marcos institucionales efectivos. Los tópicos centrales del conflicto estable conciernen a problemas acotados y resolubles, relacionados normalmente con asuntos de distribución o integración, susceptibles de acuerdos negociados. En ese sentido, al centrarse en asuntos acotados y concretos, no dependen de marcos simbólicos o ideologías comprehensivas que interconecten los problemas en alguna narrativa de conjunto. El patrón de relación que suscita el conflicto se caracteriza por la posibilidad de eludir las relaciones hostiles y destructivas, en la medida en que existen estructuras inclusivas, y las motivaciones se combinan con aspectos negociables; por eso, las identidades de los grupos en conflicto no se polarizan rígidamente en virtud del antagonismo, sino que exhiben cierta apertura, complejidad y capacidad de adaptación al margen del conflicto; así pues, la dinámica interna del conflicto responde a necesidades y motivaciones conscientes de las partes, cuyas agendas pueden explicitarse, sin que exista faccionalismo o división intragrupal. En cuanto a los procesos involucrados en los conflictos manejables, las emociones no juegan un papel decisivo, sino más bien periférico y pasajero, ya que existen constricciones sociales; por otro lado, la malignidad y violencia son muy moderados, en la medida en que hay algún foco normativo inclusivo. De ese modo, los conflictos de este tipo no son complejos ni transversales, al exhibir límites acotados, cierta estabilidad, así como pocos niveles y partes. Las consecuencias de este tipo de conflicto manejable no se asocian a traumas prolongados, sino a trastornos y ansiedades pasajeros y definidos; por su duración limitada y debido a la disponibilidad de soluciones sostenibles, normas y compromisos, no se normaliza la hostilidad (Coleman, 2006, pp. 535-536).

Como contrapartida, los conflictos inmanejables responden a contextos históricos de dominación cultural y estructural, opresión, violencia, victimización e injusticia; se desarrollan en períodos agitados y de cambio sustancial, que comprometen los marcos institucionales y normativos, al modificarse las aspiraciones, competencias y poderes. Los conflictos inmanejables suelen centrarse en asuntos que generan polarización y dilemas paradójicos irresolubles; además, exhiben una interconexión de temas en narrativas comprehensivas, bajo marcos simbólicos y posiciones ideológicas fundamentales. La pauta relacional de los conflictos manejables se caracteriza por ser ineludible, debido a lo intrincado y confuso de las motivaciones, de modo que la relación tiende a la ruptura. En ese sentido, surgen identidades colectivas polarizadas, monolíticas y excluyentes; en última instancia, las dinámicas internas involucran necesidades y mecanismos de defensa inconscientes, por lo cual hay una agenda oculta del conflicto y numerosas fracturas intragrupales. Los conflictos inmanejables despliegan emociones intensas, con expresiones encendidas de humillación, pérdida, ira, pero también de lealtad y dignidad; además, desencadenan intensos procesos malignos, con escaladas de violencia, atrocidades y ausencia de compromisos morales. Por su carácter complejo, penetrante y transversal, son conflictos muy fluidos e invasivos. Finalmente, el desenlace de un conflicto inmanejable se traduce en prolongados y difusos traumas individuales y colectivos, con una marcada pérdida de confianza; las hostilidades se normalizan y se convierten en rivalidades históricas intergeneracionalmente perpetuadas bajo compromisos normativos destructivos, férreas adhesiones a la causa y antagonismos existenciales (Coleman, 2006, pp. 534- 541).

Como se puede apreciar, la dicotomía funcional entre conflictos manejables e inmanejables no parece ponerse al servicio de la idealización de algún conflicto valioso, supuestamente constructivo para la vida social; sirve para remarcar las consecuencias desastrosas que algunos conflictos siembran en la convivencia humana. Así pues, desde la perspectiva de la resolución de conflictos, hay formas odiosas de antagonismo que hunden a las sociedades en la miseria, la intransigencia y la desesperanza, de modo ineludible:

En resumen, los conflictos intratables son complejos, volubles, agotadores y plagados de miseria. Su persistencia puede ser el resultado de una amplia variedad de causas y procesos diferentes. Sin embargo, en última instancia, sugiero que es la interacción compleja de muchos de estos factores en los diferentes niveles del conflicto (desde el personal al internacional) durante largos períodos de tiempo lo que los lleva a un estado extremo de desesperanza e intransigencia. (Coleman, 2006, p. 541)

La posición de Coleman plantea, sin duda, una clamorosa admonición frente a todas aquellas posiciones teóricas que han idealizado el conflicto o lo han ontologizado como un elemento metafísicamente constitutivo de lo político. Sin embargo, queda la duda de si acaso la dicotomía valorativa entre conflictos manejables e inmanejables (lo mismo que cualquier representación dicotómica de naturaleza funcional o pragmática) permite describir adecuadamente los registros y matices de las variadas experiencias de división, confrontación y antagonismo.

Los registros imaginario, simbólico y real del conflicto

Para reconstruir sistemáticamente los matices y solapamientos de los conflictos humanos, vamos a servirnos –muy libremente y, a la vez, con mucha cautela– de la teorización lacaniana de los tres registros de la condición humana: lo imaginario, lo simbólico y lo real. Aunque Jacques Lacan le confirió una importancia crucial a esa tripartición de registros en su versión del psicoanálisis (e incluso le dedicó un seminario completo, entre 1974 y 1975, al asunto de los nexos entre lo real, lo simbólico y lo imaginario), no resulta fácil sistematizar las definiciones y relaciones de estos conceptos en los escritos lacanianos. El sentido de estos conceptos varía plásticamente y se redefine con nuevas connotaciones paradójicas a través de la enseñanza y la escritura de Lacan, quien nunca pretendió ser lacaniano ni fijar una doctrina maestra. Por tanto, si buscamos análisis conceptuales acotados de estos registros, no parece insensato recurrir a cierta vulgata lacaniana (tal como se recoge en algunos diccionarios especializados de psicoanálisis). Al fin y al cabo, nuestra apropiación de los registros no puede considerarse militantemente lacanista ni tampoco doctrinalmente lacaniana; solo proponemos una reconstrucción cuasilacaniana o paralacaniana de las dimensiones interpersonales, discursivas, culturales y normativas de los conflictos humanos, sin omitir el carácter inestable, incompleto y fallido de las identificaciones simbólicas y posiciones subjetivas de las partes en conflicto. Lejos de la tentación de ontologizar el antagonismo y circunscribirlo en alguna lógica totalizante o teorización unificadora, los registros lacanianos pueden aportarnos un circuito conceptual para describir y esquematizar las diferentes manifestaciones del conflicto y sus inestables modos de interacción y entrecruzamiento.

Lacan caracterizó tempranamente el registro de lo imaginario en su elaboración teórica del estadio del espejo en 1936: la imagen especular del cuerpo unificado en el reflejo, y la experiencia alienante de la propia imagen como otro, posibilitarían cierto reconocimiento imaginario del yo, con marcados componentes narcisistas. El registro de lo imaginario no solo se entiende a partir de la imagen especular, sino que involucra la relación dual con la imagen del semejante y, por ende, una relación intersubjetiva que siempre tiene algo de proyección ficticia; introduce la posibilidad del engaño, la seducción y la impostura en la identificación, así como el desconocimiento, la alienación y eventualmente la agresión (Chemama, 1998, pp. 218-220; Evans, 2007, pp. 108-110; Laplanche y Pontalis, 2004, pp. 190-191; Roudinesco y Plon, 2008, pp. 521-522).

En la obra de Lacan (concretamente desde su seminario sobre las psicosis), el registro de lo simbólico comprende el orden de los fenómenos humanos estructurados como un lenguaje. A partir de las enseñanzas de la lingüística estructuralista y de la antropología estructural, Lacan pudo sostener que no hay un vínculo interno entre significante y significado (salvo el nexo imaginario del sentido), de manera que las significación se constituye en virtud de las relaciones diferenciales entre significantes; además, las dimensiones de la vida cultural y las estructuras sociales pueden entenderse como sistemas simbólicos y circuitos de circulación e intercambio de significantes, en los cuales el sujeto humano resulta constituido en tanto que animal parlante. Como criatura regida por el lenguaje y capaz de simbolización, el sujeto del registro simbólico se constituye al ser interpelado mediante la nominación e inscribirse en el orden normativo de la ley, siempre en función de un Otro (Chemama, 1998, pp. 405-410; Evans, 2007, pp. 179-181; Laplanche y Pontalis, 2004, pp. 405-406; Roudinesco y Plon, 2008, pp. 1026-1028).

En cuanto al registro de lo real, Lacan le asigna una compleja significación, pues connota lo heterogéneo e indeterminado, imposible de simbolizar y opuesto a la imagen; asimismo, concierne a lo que se resiste como obstáculo a nuestros deseos y como resto inaccesible a los pensamientos subjetivos; pero también termina aludiendo a aquello que es objeto de rechazo y que la intervención de lo simbólico desplaza, para retornar traumáticamente (Chemama, 1998, pp. 372-376; Evans, 2007, pp. 163-164; Roudinesco y Plon, 2008, pp. 923-925). Estamos, quizá, ante uno de los conceptos más complejos, esquivos y sujetos a variación en la de suyo veleidosa escritura lacaniana. Algunas interpretaciones recientes han vinculado lo real a la falta, incompletitud e imposibilidad constitutiva que atraviesan cualquier orden simbólico e impiden la clausura del sentido, ya sea como lo real presimbólico inaccesible y presupuesto por la representación, lo real en tanto faltante, o bien el resto inasimilable y el fracaso de la simbolización, eso que introduce la dislocación del orden simbólico. Se trata, en suma, de aquello que atraviesa y disloca cualquier pretendida homogeneidad o continuidad de una presunta realidad, para exhibir su incompletitud. En ese orden de ideas, Stavrakakis ha reivindicado la pertinencia de una ética y una política centradas en el carácter constitutivo de lo real como dislocación de la estructura social, la cual siempre se organiza en torno a una imposibilidad, una resistencia y una falta no suturable:

[…] lo real es lo imposible, es decir, imposible de representar de alguna manera imaginaria o de inscribir en algún sistema simbólico. […]. Es esa misma Cosa que escapa a la mediación del discurso; escapa a su representación y simbolización y retorna siempre a su lugar para mostrar los límites de estas. La constitutividad de lo real es aquello que revela al sujeto como sujeto de la falta. La constitutividad de lo real es aquello que crea la falta en el Otro; la constitutividad e irreductibilidad de lo real imposible es aquello que escinde el campo social. (Stavrakakis, 2007, 185)

En su seminario de 1974 a 1975, Lacan insistió en la imbricación y anudamiento de los registros de lo real, lo simbólico y lo imaginario, al representarlos como tres anillos entrelazados en forma de nudo borromeo, de manera que, si uno de los redondeles se corta, también los otros se desvinculan (Chemama, 1998, p. 247; Evans, 2007, p. 139). Respecto al anudamiento de los registros, Slavoj Žižek nos ha recordado que “debemos tener presente la compleja interconexión de la tríada lacaniana Real-Imaginario-Simbólico: toda la tríada se refleja a sí misma en cada uno de los elementos” (2004, p. 140). Desde esa perspectiva, existirían tres modalidades de cada uno de los registros, en la medida en que se solapan y anudan con los otros: además de lo real mismo, habría un real simbólico y un real imaginario; junto a lo simbólico en sentido propio, se podría reconocer un simbólico real y un simbólico imaginario; por último, lo imaginario coexistiría con lo imaginario real y lo imaginario simbólico (Žižek, 2004, pp. 140-141).

En nuestra reconstrucción esquemática de los registros del conflicto humano, vamos a suponer una estructura de anudamiento y entrelazamiento análoga a la propuesta por Lacan y Žižek. Existen conflictos imaginarios, derivados de la relación dual con la imagen de un semejante; se trata de conflictos vinculados a las expectativas interpersonales, así como a la seducción y agresión a través de las cuales el yo autoafirma su imagen, a la vez que se ve expuesto a la alienación en el otro y a la frustración. Por otro lado, hay conflictos simbólicos en los que están en juego las divisiones y exclusiones asociadas a los órdenes significantes de la cultura y a la normatividad de la ley; y es que, a través de la distribución de un orden simbólico, se deciden y reparten las posiciones de sujeto, las adscripciones fundamentales y las construcciones valorativas que estructuran la vida social, siempre por medio de sutiles fronteras simbólicas, de la calificación o descalificación de los sujetos de la enunciación, de la imposición o reproducción de discursos y del recorte de circuitos controlados de significación. Finalmente, encontramos conflictos reales, los cuales conciernen a las fracturas, dislocaciones y privaciones que atraviesan traumáticamente la estructura social; en lugar de reafirmar las expectativas mutuas imaginarias o el reparto simbólico de la realidad social, la experiencia real de la falta pone de manifiesto la fragilidad e incompletitud de cualquier vinculación interpersonal u ordenamiento simbólico.

El registro imaginario del conflicto

Si especificamos las modulaciones y matices de los conflictos imaginarios, cabe reconocer un formato puramente imaginario de relaciones conflictivas interpersonales. En su propuesta de análisis discursivo de inspiración lacaniana, Michel Pêcheux estableció que la producción del discurso humano involucra formaciones imaginarias: cada una de las partes involucradas en la interacción dual de la comunicación se forma una imagen del lugar de sí mismo, del interlocutor y del referente (1978, pp. 49-51). Así pues, cada formación imaginaria anticipa una posible respuesta a alguna pregunta subyacente; ese tipo de interpelaciones nos permite concebir los tipos de tensión imaginaria que se hace presente en las interacciones personales cotidianas: ¿Quién es él para hablarme así? ¿Quién se cree? Las antipatías cotidianas a que se refería Simmel como tejido de lo social podrían vincularse a este tipo de relación imaginaria con el otro, que no necesita de la formulación simbólica para manifestarse, sino simplemente de la imagen y la expresión imaginaria del otro (la mirada o el gesto ajenos). No obstante, existen conflictos imaginarios con una impronta simbólica, en los cuales la frustración personal o los sentimientos desagradables se remiten a otra persona, quien resulta significada como culpable y nominalmente imputada. Theodor Adorno y Max Horkheimer reconocieron que este tipo de conflicto imaginario, basado en la proyección, constituye el núcleo del antisemitismo y de su irreflexiva locura paranoica:

[...] la falsa proyección traspone lo interno, a punto de estallar, en lo externo y configura incluso lo más familiar como enemigo. Los impulsos que el sujeto no deja pasar como suyos, y que sin embargo le pertenecen, son atribuidos al objeto, a la víctima potencial. (Horkheimer y Adorno, 1994, p. 231)

Además de las modulaciones imaginarias e imaginarias-simbólicas, en el registro de lo imaginario se inscriben ciertos conflictos imaginarios marcados por lo real, esto es, por la falta del objeto de deseo, de manera que la relación imaginaria con el otro aparece mediada por el deseo mimético: se persigue como objeto de deseo lo que el otro desea, y solo porque el otro desea eso mismo, de modo que uno mismo se pregunta por qué el otro quiere o tiene lo mismo que yo. Sabemos, gracias a René Girard, en qué medida el mimetismo del deseo introduce la rivalidad y puede exasperarse bajo la forma de una violencia contagiosa y de la reciprocidad violenta, la cual disloca el sistema organizado de diferencias del orden cultural:

La rivalidad no es el fruto de una convergencia accidental de los dos deseos sobre el mismo objeto. El sujeto desea el objeto porque el propio rival lo desea. […] El sujeto espera de este otro que le diga lo que hay que desear para adquirir este ser. (Girard, 1983, p. 152)

El registro simbólico del conflicto

En el registro de lo simbólico, no solo existen conflictos eminentemente simbólicos, relacionados con el control del discurso, con la distribución o exclusión de los sujetos de la enunciación y, eventualmente, con esa imposición de significantes en la que consiste la violencia simbólica:

Quien pueda imponer la validez de determinados significados, determinada por jerarquías “verticales” de valor y materialización horizontal de signos, ejerce “violencia simbólica”. La violencia simbólica es el poder de imponer a otros seres humanos la validez de significado mediante signos, con el efecto de que otros seres humanos se identifiquen con el significado validado. (Pross, 1983, 113)

En el registro simbólico se dan también conflictos vinculados a la yuxtaposición de sistemas de representación simbólica, y a los distintos compromisos normativos, creencias fundamentales, pertenencias identitarias y diferencias culturales. De manera amplia, cabe reconocer un tipo de violencia cultural asociada a la legitimación de la desigualdad y la agresión:

Por “violencia cultural” entendemos aquellos aspectos de la cultura, la esfera simbólica de nuestra existencia […] que pueden ser utilizados para justificar o legitimar la violencia directa o la violencia estructural. Vienen a la mente las estrellas, las cruces y las medias lunas; las banderas, los himnos y los desfiles militares; el retrato omnipresente del líder; los discursos inflamatorios y los carteles incendiarios. (Galtung, 1990, 291)

Los conflictos identitarios y la violencia fundamentalista constituyen ejemplos nítidos de conflicto en el registro simbólico: invocan la comunidad idiomática, la idiosincrasia cultural, o bien la verdadera doctrina, para marcar la diferencia y, eventualmente, excluir al otro, bajo el argumento de que ellos son distintos. En ese sentido, las comunidades históricas acuñan conceptos contrarios asimétricos que enmarcan el reconocimiento mutuo y excluyen al otro, como ocurre con los pares heleno-bárbaro o cristiano-pagano; en palabras de Reinhart Koselleck:

[…] las unidades históricas de acción suelen adaptar los posibles conceptos generales a la singularidad para determinarse y concebirse a sí mismos. Para un católico “la Iglesia” puede ser solo la suya, “el partido” puede ser solo el comunista, “la Nation” para los revolucionarios franceses fue solo la suya. Aquí, el artículo realiza la singularización política y social. (1993, 206)

Asimismo, el registro simbólico integra conflictos simbólico-imaginarios, en los cuales las pretensiones discursivas, las posiciones de sujeto interpeladas y los compromisos normativos resultan condicionados por la posición, creencias y valoraciones de otros sujetos sociales (como ocurrió típicamente en la relación entre socialismo real o comunismo y, por otro lado, capitalismo demoliberal durante la Guerra Fría). En ese caso, topamos con los típicos conflictos ideológicos, atribuibles a identificaciones imaginarias en torno a representaciones simbólicas y a la movilización de los significantes con fines de autoafirmación simbólica. Slavoj Žižek reconoce este aspecto especular de la ideología como una característica universal de la interpelación y el reconocimiento ideológicos:

[…] no hay ideología que no se afirme a sí misma por medio de su demarcación respecto de otra “mera ideología”. Un individuo sometido a la ideología nunca puede decir por sí mismo “Estoy en la ideología”, siempre necesita otro corpus de doxa para poder distinguir de ella su propia posición “verdadera”. (2003, p. 29)

De ese modo, en la disputa ideológica, las creencias y valoraciones de los oponentes se relativizan, desenmascaran e, incluso, descalifican especularmente, bajo el supuesto imaginario de que ellos solo se autojustifican y nos quieren manipular.

Por último, también existe una modulación real de los conflictos en el registro simbólico: en la medida en que el orden simbólico se concreta y materializa en un reparto estructural de posiciones y competencias, esto es, un sistema social estratificado y segmentado, cabe hablar de conflictos estructurales atribuibles a las tensiones derivadas de la distribución desigual de recursos, oportunidades, titularidades y derechos. Aunque aparentemente se trata de una desigualdad cristalizada e institucionalizada en la estructura social, en la cual no destaca un agente personal o un sujeto de la violencia, no por ello deja de producir deprivación y sufrimiento muy concretos, como la pobreza, el hambre o la enfermedad (Galtung, 1969, pp. 170-173). En palabras de Galtung:

La estructura violenta arquetípica, en mi opinión, tiene la explotación como pieza central. Esto significa, simplemente, que los privilegiados consiguen mucho más (medido en el equivalente de las necesidades) de la interacción en la estructura que otros, los desvalidos. Hay “intercambio desigual”, un eufemismo. (1990, p. 293)

No en vano, las diferencias, asimetrías y exclusiones estructurales en que se materializa el orden simbólico de la sociedad pueden traducirse en un tipo de violencia estructural y, por ende, contribuir a la reproducción de la desigualdad, la explotación económica, la represión política o jurídica, la marginación institucional y la alienación o autoextrañamiento (como ocurre bajo la tolerancia represiva del capitalismo de consumo y de la sociedad del espectáculo), con el consiguiente daño o menoscabo a los derechos, necesidades fundamentales y potencialidades humanas; a su vez, esta violencia estructural asociada a la injusticia social puede desencadenar violencias directas y contraviolencias con efectos decisivos (Galtung, 1981, pp. 97-102).

El registro real del conflicto

En el registro de lo real se manifiesta, en primera instancia, un conflicto sin atributos, irrepresentable y destructor de cualquier relación interpersonal; es el tipo de conflicto crudo e indeterminado que se despliega en la lucha por la nuda supervivencia y en las formas más directas de violencia, en las cuales están en juego las necesidades más elementales, esas que exponen radicalmente la fragilidad, carencia, sufrimiento y humillación de los seres humanos. Lo real de ese tipo de conflicto radica en la imposibilidad de la apropiación simbólica o en la articulación en algún tipo de discurso; se trata de una dislocación tajante del ordenamiento simbólico, de la normatividad cultural y del vínculo interpersonal, y en sus manifestaciones límites sume a los participantes en la espiral autorreferencial de la agresión sin propósito, a lo sumo acompañada del grito ininteligible o de la expresión apasionada. En ese sentido, el conflicto crudo y la violencia directa tienen un aspecto disruptivo, que interrumpe la reproducción estructural y la normalización cultural del orden social, como una erupción de crueldad perpetrada sin tapujos (Galtung, 1990, p. 295). Al fin y al cabo, a través de las formas de ordenamiento simbólico y de reconocimiento imaginario que conforman la vida social, bajo las estructuras de distribución y los discursos de legitimación del orden establecido, así como bajo modalidades cotidianas de humillación y menosprecio (e incluso tras las prácticas y discursos que impugnan pública o resisten veladamente el statu quo), se encuentran concretamente prácticas de apropiación directa, explotación material y dominación violenta de los cuerpos vivientes y de la fuerza de trabajo, de las capacidades humanas y las necesidades físicas. Como sostiene James Scott:

Las relaciones entre amos y esclavos, entre brahmanes e intocables, no son solo un enfrentamiento de ideas sobre la dignidad y el derecho de mandar; son también un proceso de subordinación sólidamente arraigado en prácticas materiales. Cada caso de dominación personal está de hecho íntimamente relacionado con un proceso de apropiación. (2000, p. 222)

De esta dimensión real del conflicto se sigue que, a pesar de cierta monserga sobre el carácter simbólico, discursivamente articulado, normativamente regulado o, incluso, virtualmente mediatizado de las actuales relaciones de poder, no hay que subestimar la presencia de la fuerza bruta y la violencia física (Graeber, 2015, pp. 31 y 58).

No obstante, existen articulaciones simbólicas del conflicto real, esto es, conflictos reales-simbólicos, en los cuales la dislocación y fragmentación del orden simbólico resulta atribuible a la presencia de diferentes demandas que eventualmente pueden integrarse en cierta cadena de equivalencias y escindir el campo social. En ese sentido, como ha argumentado Ernesto Laclau, las demandas sociales heterogéneas y parciales patentizan una deficiencia e insatisfacción a través de la petición o la solicitud. Sin embargo, las demandas pueden convertirse en reclamos y peticiones de explicaciones, hasta articularse en cadena y unificarse simbólicamente como una fuerza antagónica, la cual fractura el sistema social y patentiza la falta y exterioridad de lo social; así resulta posible la irrupción un sujeto político antagonista, que, al representar simbólicamente la heterogeneidad de las demandas, desborda y disloca las identidades diferenciales y el reparto de roles en el orden simbólico (Laclau, 2005, pp. 98-114). Desde esta perspectiva, a diferencia de las contradicciones u oposiciones entre posiciones objetivamente dadas, los antagonismos simbólicamente articulados no solo patentizan una división interna de la sociedad que subvierte cualquier pretensión de positivizar la presencia de la sociedad como un todo ordenado, sino también involucran la constitución discursiva de las subjetividades políticas enfrentadas y ponen de manifiesto la imposibilidad de fijar identidades plenas:

([…] es porque un campesino no puede ser un campesino, por lo que existe un antagonismo con el propietario). En la medida en que hay antagonismo yo no puedo ser una presencia plena para mí mismo. Pero tampoco lo es la fuerza que me antagoniza: su ser objetivo es un símbolo de mi no ser y, de este modo, es desbordado por una pluralidad de sentidos que impide fijarlo como positividad plena. (Laclau y Mouffe, 1987, p. 145)

Por último, se da un tipo de conflicto real-imaginario en el ámbito de los intereses humanos: hay algo exterior a los actores de la relación social, el incentivo de todo un juego de expectativas recíprocas y anticipaciones estratégicas, algún objeto faltante que desencadena la rivalidad; y eso que se sitúa entre las partes (cierto inter-esse) desencadena interacciones cuyo curso e implicaciones dislocan el reparto simbólico y el marco normativo del vínculo social. El momento imaginario de estos conflictos de interés radica en que, a pesar de girar estratégicamente en torno a algún objeto externo faltante, cada una de las partes rivales se conduce a través de la imaginación de los movimientos y expectativas de la otra; se identifica imaginariamente con los cálculos ajenos y, de ser necesario, despliega señuelos instrumentales para la maximización del propio interés. En Las pasiones y los intereses, Albert Hirschman ha descrito de qué modo, en la Modernidad, se estableció esa economía pasional que reemplazó las pasiones violentas del Antiguo Régimen (como la ambición de poder y gloria) por un tipo de pasión inocua y realista, menos heroica y más cercana a como es realmente el ser humano, a saber: el interés, vinculado a la eficacia calculable y marcado por la motivación razonada y el cálculo de expectativas, tal como ocurre en el afán de lucro disciplinado y racionalmente conducido (1978, pp. 49-63). Aunque este desplazamiento parecía esbozar una dulcificación y previsibilidad de las motivaciones, lo cierto es que, bajo el lenguaje del interés y los supuestos de cierto individualismo posesivo, se ha autoconcebido en gran medida la experiencia del conflicto social desde Hobbes hasta el marxismo. Ya sea que se apele al autointerés individual o al interés de clase, en el conflicto de intereses, las partes se ven constreñidas “por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás” (Marx, 1976, p. 27).

En fin, para representarlo de modo cuasi-lacaniano, resulta concebible cierto nudo borromeo de las formas del conflicto humano, en el cual los registros imaginario, simbólico y real se entrelazan de modo complejo y exponen las matizadas modulaciones del enfrentamiento interpersonal, las divisiones y exclusiones impersonales o los antagonismos transpersonales. Tendría el aspecto de la figura 1:

Figura 1

Tipos de conflicto en los registros imaginario, simbólico y real

Nota. Fuente: elaboración propia.

Conclusión: una polemología pluralista de los registros del conflicto

Más allá de cualquier idealización ético-política u ontologización del conflicto, la reconstrucción esquemática de los registros del conflicto pone de manifiesto la compleja heterogeneidad, entrelazamiento y convertibilidad de las luchas interpersonales, las exclusiones simbólicas y los antagonismos reales. En ese sentido, no cabe concluir con alguna ética o política que identifique lo real del conflicto con el antagonismo político; como si el conflicto fuese constitutivo de lo social (y, particularmente, de la democracia) a través de la dislocación o torsión de la estructura simbólica del orden social. Nuestra reconstrucción esquemática de los registros del conflicto conduce más bien a la conclusión de que hay diferentes modulaciones imaginarias y simbólicas del conflicto en el propio registro de lo real, así como existen modulaciones reales de los conflictos imaginarios y simbólicos; en ese entramado de registros trenzados, no resulta evidente ni es siempre concebible la reapropiación simbólica del conflicto bajo la forma del antagonismo político, de modo que se constituya cierto potencial ético-político democrático. Tras la descripción matizada de los distintos registros y anudamientos del conflicto humano, tampoco cabe concluir simplemente con alguna representación dicotómica que reduzca funcional o pragmáticamente esa pluralidad a algún tipo de oposición subordinante entre el conflicto positivo o constructivo (el conflicto manejable, regulado, real u objetivo) y el conflicto negativo o destructivo (el conflicto inmanejable, indeterminado, irreal o subjetivo). Y es que, como el esquema del nudo borromeo ilustra, los registros imaginario, simbólico y real del conflicto se reflejan, convierten e interactúan de modo complejo, fluido e inestable.

En cierto modo, nuestro esquema de los registros del conflicto constituye un rescate de las matizadas descripciones y de las conceptualizaciones pluralistas de las luchas y antagonismos en sociólogos como Simmel, solo que con un andamiaje conceptual que permite apreciar sistemáticamente el entrelazamiento y convertibilidad de los conflictos humanos. Desde esta perspectiva, no se consagra algún tipo de estasiología (como la esbozada por Jean Baechler, 1974, pp. 23-24) que identifique el conflicto social con los fenómenos revolucionarios y, por tanto, solo con las formas de contestación o de desacuerdo con el orden establecido de la sociedad que introducen una ruptura social o conducen a alguna antisociedad. De nuestra reconstrucción de los registros del conflicto, tampoco se sigue alguna clase de irenología (como la propuesta por Johan Galtung, 1981), la cual registre las formas de la violencia y, por ende, los modos en que se obstaculiza la autorrealización humana, para así estudiar las maneras de superar la violencia y concebir las condiciones de la paz. En ningún caso, nuestro esquema de polemología pluralista se asimila a los empeños del pensamiento gerencial por tipificar las fuentes de poder en las organizaciones y por la resolución del conflicto organizacional, ni entronca con la industria disciplinar y editorial de la mediación en conflictos o la resolución alternativa de conflictos, con sus abigarrados repertorios de estrategias de intervención y afrontamiento del conflicto grupal o intergrupal (al respecto, valga de muestra el trabajo de Josep Redorta, 2005).

En el pensamiento contemporáneo, hay otros intentos críticos de clarificación de la diversidad de motivos y modos de menoscabo asociados a los diferentes conflictos sociales. La influyente línea de reflexión abierta por Axel Honneth se ha propuesto analizar la gramática moral de los conflictos sociales en términos de distintas formas de lucha por el reconocimiento: el reconocimiento afectivo del individuo en la esfera de relaciones íntimas del amor familiar y la amistad, que hace posible la autoconfianza; el reconocimiento formal de la autonomía personal en la sociedad civil, mediante el sistema del derecho y las relaciones jurídicas, base del autorrespeto; o bien el reconocimiento efectivo del sujeto y la valoración de sus capacidades en virtud de la solidaridad social y en el marco de las instituciones políticas, condición de posibilidad de la autoestima (Honneth, 1997, p. 159). Desde la perspectiva de esta teoría del reconocimiento, no solo se patentiza la pluralidad de ámbitos, objetos y medios del conflicto, sino que además se pone el énfasis en las formas de menoscabo, privación y agravio moral que se asocian a cada tipo de conflicto: las vulneraciones que afectan al bienestar individual como consecuencia del maltrato físico; el desprecio de la responsabilidad moral y el daño al autorrespeto, como sucede en el fraude o la exclusión de derechos y la desventaja jurídica; por último, la humillación social, la falta de respeto, la estigmatización y la vulneración de la dignidad y honra del ciudadano (Honneth, 2009, p. 322).

No obstante, a pesar de su carácter pluralista y del foco puesto en lo real de la humillación, el menoscabo y la exclusión, la teoría de Honneth reconstruye la gramática de los conflictos sociales a partir de las expectativas normativas incumplidas, desde el punto de vista de la intersubjetividad. De ese modo, esta propuesta enfrenta dificultades a la hora de dar cuenta de los conflictos estructurales latentes e inimputables, o bien de las formas reales de antagonismo político, en las cuales está en juego una dislocación del orden simbólico o una desestructuración del vínculo social, más allá de las relaciones interpersonales y las expectativas intersubjetivas. Al parecer, la gramática del reconocimiento gira demasiado en torno a las expectativas morales interpersonales; sin embargo, existen registros impersonales o transubjetivos del conflicto, que no se dejan reducir al reconocimiento intersubjetivo. No resulta muy convincente el contraargumento de Honneth, según el cual los conflictos distributivos también conciernen en el fondo a luchas simbólicas sobre un dispositivo socio-cultural de legitimación de los derechos y titularidades (2010, p. 43); como si, en la desigualdad y exclusión económicas, solo estuviera en juego otra forma de lucha moral por el reconocimiento personal y la apreciación intersubjetiva, de espaldas a la cruda experiencia de la deprivación real y la nuda necesidad, que disloca radicalmente cualquier vínculo social. Por eso, acierta Nancy Fraser cuando considera irreducibles las luchas por el reconocimiento cultural o identitario, las luchas por la justicia distributiva y, finalmente, las luchas por la representación política, concernientes al marco y modalidad de la participación democrática (2008, pp. 39-43). En ese sentido, nuestra polemología pluralista de los registros del conflicto también asume la irreductibilidad de los conflictos identitarios o culturales, los conflictos distributivos y los antagonismos políticos, a la vez que concibe formas más matizadas del conflicto derivadas de la interrelación, anudamiento y conversión de los conflictos a través de los registros imaginario, simbólico y real. Desde nuestra perspectiva pluralista, en los conflictos socio-históricos estos registros resultan irreducibles, aunque las modulaciones imaginarias, simbólicas y reales pueden entrelazarse y transformarse complejamente en virtud de procesos concretos y contextualmente específicos.

Podría objetarse que nuestra reconstrucción conceptual de la polemología no se asocia a descripciones históricas concretas, aunque esa limitación resulta consustancial a un intento de sistematización teórica y filosófica relativa a categorías fundamentales. También podría considerarse que una limitación aparente de este esquema de polemología pluralista radica en no haber definido formalmente qué se entiende por conflicto. En todo caso, dado el carácter heterogéneo y proteico de los conflictos humanos, tal vez resulte más sensato y honesto describir estructuralmente opciones y variaciones de las oposiciones, luchas y antagonismos, de modo que se pueda concebir prototípicamente un repertorio de parecidos de familia a través de los distintos registros imaginarios, simbólicos y reales del conflicto. A ese propósito de descripción sistemática y esquematización conceptual responde nuestra polemología pluralista de los registros del conflicto.

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Juan Antonio González de Requena Farré (jgonzalez@spm.uach.cl) de nacionalidad española y residente en la ciudad chilena de Puerto Montt, es Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y se desempeña como académico del Instituto de Psicología de la Universidad Austral de Chile, Sede Puerto Montt. Investiga primordialmente en los campos de la filosofía política, los estudios del discurso y la retórica. Recientemente (2021) ha publicado: “Las dos torres de Babel en el pensamiento de Michael Oakeshott”, Veritas48; “La filosofía del troleo: una revisión interpretativa”, Revista Humanidades11(2); “De necios a idiotas. Transformaciones discursivas del léxico de menosprecio intelectual”, Nóesis30(59).

Recibido: 14 de julio, 2020

Aprobado: 31 de agosto, 2020


Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LX (158), Setiembre-Diciembre 2021 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589