Sesenta años después
“Nada tenía entonces, salvo afán de verdad y placer en la ilusión”, como escribió Goethe, alguna vez. Con el impulso que brotaba de ese patrimonio, me presenté a la Universidad de Costa Rica hace 60 años, la tarde de un lunes, en un marzo menos frío que este, según recuerdo. Un pequeño grupo de estudiantes iniciábamos, por primera vez, nuestros estudios de filosofía. Pero no se trataba solo del inicio de nuestra carrera… era el inicio de la carrera misma. Sepultada, la filosofía, primero por un tomismo de tratados tomados de tratados, en el siglo XIX; reducida, después, por un positivismo de cortas miras, la filosofía había sobrevivido sin contar, hasta ese día, con un asiento en primera fila, dentro de la universidad.
Ciertamente, el antecedente inmediato… aquellos espléndidos Estudios Generales, de entonces, sirvió de base para lo que surgía ahora. Esto no disminuía, sin embargo, lo sorprendente del acontecimiento: por fin echaba raíces la filosofía en el suelo nacional, como una planta capaz de crecer y dar frutos. Sin carrera de filosofía la universidad estaba incompleta y esta carencia hería la vida intelectual del país. La filosofía… o si se quiere, el filosofar, es un fenómeno que siendo profundamente individual, es, al mismo tiempo, colectivo, social. Recordemos el inicio de la Política de Aristóteles. Se filosofa con el otro… incluso, contra el otro, en un movimiento pendular que viene y vuelve de la intimidad a la comunicación, al punto de que, cuando ese otro falta, el filósofo se ve precisado a imaginarlo. Pero además, la institucionalización asegura y fortalece la continuidad del oficio.
El profesor entró… era don Teodoro Olarte. Ahí estábamos, Roberto Murillo, Oscar Enrique Mas y yo, llenos de expectativas. Para comenzar, nos anunció que no escribiría en la pizarra, pues las imágenes atentan contra el pensamiento abstracto. ¡Qué diría, si viviera hoy, en medio de esta cultura dominada por imágenes! Llegaron también Yamel Jacob —la única mujer—, Indalecio Bustabad y Jorge Solano Chacón.
Casi nunca se sabe dónde se aprende cada cosa, ni cómo se dio una experiencia decisiva o por qué nos inclinamos por una posición señera, en nuestra existencia. Sin embargo, puedo decir algo, con toda seguridad: muchos de nuestros conocimientos más profundos, de nuestras más ricas experiencias intelectuales, de nuestras posiciones como seres respetuosos de la condición humana, se gestaron ahí. Nuestra formación trascendió la especialidad en que se centraba, y así debía de ser, pues como decía Olarte, el que solo filosofía sabe, ni filosofía sabe.
Como suelo decir, aquel primer año, navegué por el Mediterráneo de los siglos IV y V antes de Cristo y conocí la Hélade, con familiaridad, gracias a los profesores que me sirvieron de guía y a un mapa —poligrafiado, sin colores— que nos dio Carlos Monge, profesor de Historia Antigua. Sí, esos recursos elementales me permitieron desplazarme con familiaridad por el Mediterráneo de tiempos de Pericles. Del Ponteusino, tras cruzar el Helesponto, nos lanzábamos por el Egeo. Si no subíamos a Tracia, bajábamos por Anatolia; tal vez, hacíamos una parada en Samos, en Lesbos o en Creta y subíamos al Peloponeso. Ya por tierra, nos internábamos hasta llegar a Macedonia, donde alguna vez encontramos a Aristóteles, instruyendo a Alejandro.
Ese año, trabamos contacto con las lenguas clásicas y con el pensamiento antiguo. Y supimos detalles, hasta ahora ignorados, de las literaturas griega y latina. Sobre ese sustrato corría el ordenado y poderoso cause de la filosofía clásica. Por algo decía Whitehead que la filosofía occidental es una serie de notas a puestas al pie de página, de la filosofía de Platón. Tal vez un poco atrevidamente, ampliaría un poco esa frase, diciendo que es un conjunto de notas al pie de la filosofía griega de la antigüedad.
Los cursos de Filosofía de la Ciencia, a cargo de Roberto Saumells, arrancaban también con el pensamiento antiguo. ¿Y qué decir del curso de Filosofía de la Historia a cargo de Constantino Láscaris? Él era el demiurgo, el gestor, el espíritu de aquel movimiento que surgió de ahí. Filósofo hasta el tuétano, daba la impresión de pasearse por la Atenas del Siglo V, como si fuera su barrio, tal era el número de conocidos que tenía ahí; y no por erudito, dejaba de ser profundo.
Fuimos muy afortunados: tuvimos maestros, como pocos los han tenido. Para comenzar, Teodoro Olarte, con su pipa que se apagaba y se encendía, sin cesar. Gran metafísico, existencialista influido por Heidegger, que derivó hacia el pensamiento de Teilhard de Chardin; Roberto Saumells, catedrático de la Complutense que, durante cinco años —con intervalos— vino a explicar filosofía e historia de la ciencia: el mejor expositor de las materias filosóficas que haya conocido… aquí y fuera del país. Láscaris se identificaba con el existencialismo sartreano, pero antes que nada fue un racionalista, al punto de que las posiciones y las actitudes de la gente, en innumerables campos, las explicaba como pre y postcartesianas.
Luego, estaban con nosotros, los profesores jóvenes: Víctor Brenes, quien fue nuestro profesor de ética y consejero natural de sus amigos; Guillermo Malavassi, el incansable profesor encargado de introducir a los estudiantes en el pensamiento moderno, ejemplo del filosofo que se empeña en influir sobre la vida social. Finalmente, tuvimos a Ligia Herrera, profesora de filosofía medieval y de lógica formal: empeñosa, inteligente, amigable. Punto y aparte merece Claudio Gutiérrez quien se movía, en ese periodo, entre el existencialismo cristiano y la lógica simbólica. Revelador de una dimensión inusitada del pensamiento, nos impactó por su juventud y por el dominio de su materia, al punto de convertirse en modelo… un modelo contra el cual algunos se defendían, sin que nadie lograra salvarse de su influencia, por adhesión o por rechazo.
Un privilegio adicional en nuestra formación fue compartir la vida académica con alumnos de filología y lingüística, de historia y geografía y aun de otras especialidades. Fue parte del milagro de la desaparecida Facultad de Ciencias y Letras. Iba a referirme a ella, como “antigua”, pero recordé que murió joven, estrangulada por el especialismo a ultranza de algunos “partidarios” de interdisciplinariedad. Ahí, en ese espacio intelectual y físico, con sus prolongaciones, convergíamos todos: primero como alumnos, luego, cuando ya habíamos dejado atrás nuestra condición de estudiantes, aprendimos a ver, como colegas, a químicos, matemáticos, físicos, sociólogos, antropólogos… para qué seguir.
Como una consecuencia de esto, se dio un segundo milagro, también inolvidable: la Soda de Ciencias y Letras. A la 1:30 entraba don Abelardo Bonilla, con su marcha vacilante que hacía recordar un barco en el mar, dirigido por la vela de una mirada clara y profunda. Erudito, apasionado por las ideas, enfático, humanista integral. Marco Tulio Salazar, el prudente sociólogo conocedor de los seres humanos, estaba ahí desde antes. Pero aquello se animaba cuando llegaba don Enrique Macaya, exdecano, y se juntaba con Láscaris y Olarte. A veces, aparecía don Rafael Lucas Rodríguez , profesor de biología quien no paraba de trazar sus monogramas y sus orquídeas; algunos físicos se asomaban por ahí, y matemáticos, como Manuel Tebas Peiró, español que permaneció algunos años en Costa Rica. Don José Joaquín Trejos pasaba de lado: saludaba y se iba a encontrar a sus alumnos de álgebra.
Pero lo importante era el contenido de las tertulias, las discusiones, los aportes que aprovechábamos los estudiantes de los últimos años y los profesores jóvenes. Ahí, o en la Soda Guevara, cercana a la universidad, se prolongaba la lección o se discutían temas actuales o se abordaban asuntos con gran profundidad intelectual. Circulaban, a veces, sobre todo al atardecer, los poetas jóvenes: Alfonso Chase, Jorge Debravo, Julieta Dobles, Rodrigo Quirós, Laureano Albán, Gerardo César Hurtado… Quince Duncan. Ciencias y Letras, sin ser Paris, era una fiesta.
Nuestros maestros nos indujeron a abrevar de las fuentes originales, de las obras centrales de la historia del pensamiento, directamente. Creo que fue una gran enseñanza. Ah, y olvidaba… de ellos aprendimos que la filosofía es una y que, por encima de las diferencias de posiciones, aun de las más radicales, aparece un sustrato común que no admite adjetivos, cuando se busca explicarlo… eso es lo que hace que las filosofías sean filosofía.
Y como debo terminar, cuando apenas comenzaba, me apuro a señalar algo importante del legado del Departamento de Filosofía de aquellos días: aprendimos ahí, el respeto por todas las corrientes de pensamiento; descubrimos que no hay ideas peligrosas y si alguna nos lo parece, debe ser combatida con otras ideas. El peligro reside en el error obstinado y en el fanatismo de quienes las sustentan sin examen o con odio. Ciertamente, la filosofía que se enseña y se aprende en las universidades es un conocimiento técnico y esa dimensión de nuestra disciplina ocupó un lugar importante en nuestra formación profesional, pero, al mismo tiempo, siguiendo el ejemplo de nuestros maestros, descubrimos que ese conocimiento debe ir ligado, indisolublemente, a una experiencia personal, íntima: la filosofía es una actividad viva.
Sin duda, fuimos afortunados. Con el tiempo, como suele ocurrir, las cosas tomaron el rumbo que habrían de seguir. Ojalá los estudiantes de hoy, encuentren motivo para sentirse plenamente satisfechos, como nos ocurrió a nosotros. Tal vez, ahora, tengan la fortuna de no verse obligados a buscar una explicación cuando alguna persona, después de interrogarlos sobre lo que estudian, les pregunte: ¿y eso para qué sirve? Y si alguien los pone en ese trance, les deseo la paciencia infinita, inagotable, de Láscaris, que se detenía a explicárselo, con gusto, aun al más humilde y sencillo de los habitantes de este país.
En este momento, en medio de mil recuerdos, me viene a la memoria un canto cuyos orígenes pueden rastrearse en el siglo XIII, compuesto para ser entonado por los estudiantes alemanes de entonces, mientras tomaban cerveza. Ahora, una vez expurgado, se ha visto convertido, impropiamente, en un himno solemne. De él repito mentalmente, con gran fuerza, lo que han cantado muchos a lo largo de más de un milenio: Vivat academia! Vivant professores!
Francisco Antonio Pacheco. Abogado y Doctor en Filosofía por la Universidad de Estrasburgo, Francia. Ha sido profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica, y ha ejercido diversos cargos en la vida pública costarricense, entre ellos como Ministro de Educación (1986-1990) y Presidente de la Asamblea Legislativa (2006-2010).
* Una versión ligeramente resumida de este artículo se publicó en el periódico costarricense La Nación, el 19 de marzo de 2019.