Mario Salas Muñoz
Spinoza y Hobbes:
apuntes para un estudio comparativo
de sus respectivas filosofías políticas
Resumen: En el presente artículo, el autor analiza las diferencias entre las doctrinas filosófico-políticas contenidas en el Leviatán de Thomas Hobbes y el Tratado teológico-político de Baruch Spinoza. Concluye que tales diferencias se fundamentan en la manera en como cada uno de ellos concibe el derecho natural y la obligación de respetar los pactos.
Palabras clave: Spinoza. Hobbes. Leviatán. Tratado teológico-político. Derecho natural. Filosofía política.
Abstract: In this paper, the author analyzes the differences between the philosophical political doctrines exposed in Thomas Hobbes’ Leviathan and Baruch Spinoza’s Theological Political Treatise. He concludes the differences are based upon the ways in which each author conceive Natural Right and the obligation to respect covenants.
Keywords: Spinoza. Hobbes. Leviathan. Theological-Political Treatise. Natural Law. Political Philosophy.
El propósito del presente trabajo es realizar un primer esbozo de un estudio comparativo de las filosofías políticas de Hobbes y Spinoza que sirva de base a un estudio posterior más acabado. No he pretendido por lo tanto ser exhaustivo, ni tampoco discuto las interpretaciones que otros autores puedan tener sobre la relación entre estos dos filósofos. De hecho limito mis consideraciones a dos obras de los autores que aquí nos conciernen: el Leviatán y el Tratado teológico-político. Mi propósito es mostrar tanto las evidentes semejanzas en el tratamiento de los temas específicamente políticos por parte de ambos –sin obviar la evidente influencia de Hobbes en Spinoza– como las diferencias, las cuales, a mi juicio, resultan altamente significativas. Estas diferencias culminan en ideales políticos radicalmente opuestos: Hobbes, defensor de la monarquía como la mejor forma de gobierno, quien privilegia el miedo como medio de evitar la guerra de todos contra todos y desconfía de la libertad de pensamiento, frente a Spinoza, defensor la libertad de filosofar, para quien la democracia es la mejor forma de organización política.
Empecemos por las respectivas concepciones del derecho natural. Para Hobbes (Leviatán, capítulo 14), el derecho natural es “la libertad que tiene cada hombre de usar su propio poder según le plazca para la preservación de su propia naturaleza” (Hobbes, 2018, 184). En la condición de mera naturaleza, afirma, “cada hombre tiene derecho a todo, incluso a disponer del cuerpo del prójimo” (Hobbes, 2018, 185). No está de más, para entender mejor su concepción del derecho natural, detenernos brevemente en su idea de la libertad. Hobbes, al igual que Spinoza, es un determinista: la legalidad de la naturaleza determina fatalmente lo que debe acaecer, no hay nada que escape al orden causal de la naturaleza, orden que incluye, también, la voluntad humana. La libertad no implica entonces para él independencia frente a la causalidad natural. En el capítulo 21 del Leviatán, Hobbes define la libertad como ausencia de oposición, y precisa “por oposición quiero decir impedimentos externos al movimiento, y puede referirse tanto a las criaturas irracionales e inanimadas como a las racionales” (Hobbes, 2018, 277). De todo aquello que esté atado o encerrado de modo que solo pueda moverse dentro de un cierto espacio, decimos que no tiene libertad de ir más allá.
Y así de todas las criaturas vivientes cuando están encarceladas o limitadas por muros o cadenas; y del agua cuando está contenida por presas o canales, ya que de otro modo se esparciría por un espacio más amplio, decimos que no está en libertad de moverse del modo en que lo harían sin esos impedimentos externos. Pero cuando lo que impide el movimiento es parte de la constitución de la cosa misma, no decimos que le falta libertad, sino el poder de moverse,1 como ocurre cuando una piedra permanece quieta o un hombre se halla sujeto a su cama por causa de la enfermedad.(Hobbes, 2018, 277)
Hay no obstante, una diferencia sutil entre la forma en como Hobbes define el derecho natural y el modo en que lo hace Spinoza. Este último nos dice, en el capítulo 16 del Tratado teológico político, que
Por derecho y disposición naturales entiendo, ni más ni menos, las reglas de la naturaleza del ser individual según las cuales concebimos que cada cosa está determinada para una cierta manera de existir y actuar. Los peces, por ejemplo, están determinados por la naturaleza para nadar; y los grandes para comerse a los chicos. Por lo tanto, los peces son dueños del agua, y los grandes se comen a los chicos por un derecho natural supremo. (Spinoza, 2014, 237)
Para Spinoza, la naturaleza –Dios, al fin y al cabo, pues ambos conceptos coinciden en su filosofía– tiene el máximo derecho a extenderse a todo aquello que sea capaz, pero añade:
Como el poder de la naturaleza no es otra cosa que el poder de todos sus individuos en conjunto, de ello se deduce que todo individuo tiene un derecho supremo a todo aquello de lo que es capaz. O, en otras palabras, que el derecho de cada uno se extiende hasta donde llega su capacidad particular.2 (Spinoza, 2014, 237)
La diferencia entre el modo en que ambos autores formulan el derecho natural consiste a nuestro juicio en lo siguiente: en Hobbes, el derecho natural está pensado como ausencia de constricción moral para lo que quiero hacer –en el sentido de una obligación o deber de no hacer lo que quiero– lo cual es consistente con la forma en como entiende la libertad. El derecho natural es pensado entonces como el derecho a hacer lo que uno quiera (entendiendo, por supuesto, que este querer debe considerarse dentro de las posibilidades de la voluntad humana, que no es otra cosa que el acto por el cual el cuerpo humano se determina a hacer lo que efectivamente hace: volar, por ejemplo, no se halla dentro de esas posibilidades, pues mi voluntad no puede determinarme a volar. Habría que precisar sin embargo algo más: en el contexto donde se habla del derecho, el concepto opuesto a este es el de obligación, en el sentido de deber, no de constricción natural, física. Tengo el derecho a hacer todo aquello que no estoy obligado, a hacer; pero como en el estado de naturaleza la obligación, en el sentido moral del término, propiamente no existe –pues esta sólo surge a partir una cesión voluntaria de mi libertad– entonces mi derecho natural no encuentra límite alguno: esto explica la afirmación hobbesiana de que cada hombre tiene derecho a todo. Ahora bien, una cosa es tener derecho a todo, esto es, no estar obligado a reconocer límite alguno frente a los otros, y otra cosa es poder ejercer efectivamente ese derecho. Como tengo derecho a todo, tengo derecho, por ejemplo, a imperar sobre el resto de la humanidad (derecho que también tienen todos los demás);3 pero dada la igualdad natural entre los seres humanos ‒que no es otra cosa que una igualdad relativa de fuerzas, esto es, de capacidad para realizar lo que se quiere‒ me es imposible hacer efectivo ese derecho: Mi derecho a todo enfrenta la resistencia de los demás, quienes por su parte tampoco tienen ninguna obligación (deber) de respetarlo, y por eso el estado natural es un estado de guerra de todos contra todos.
En la formulación espinociana del derecho natural, en cambio, no es posible sostener sin más que tengo derecho a todo, pues mi derecho alcanza solo hasta donde llega mi poder efectivo. Esta es una diferencia importante en la manera que tienen ambos autores de concebir el derecho natural. No tengo, por ejemplo, derecho a ser emperador del mundo, pues mi poder efectivo no llega hasta ahí. Es verdad, no obstante, que en el Tratado teológico-político la diferencia parece a veces desaparecer, por ejemplo, cuando Spinoza dice en el mismo capítulo 16 que
De la misma manera que el sabio tiene un derecho soberano a todo lo que le dicta la razón, es decir, a vivir en función de las leyes de la razón, así también el ignorante y el anímicamente incapacitado tiene el derecho supremo a todo lo que le dicte su apetencia, o, en otras palabras, a vivir en función de las leyes de dicha apetencia. (Spinoza, 2014,238)
Aquí pareciera entonces que todo ser humano tiene derecho a todo lo que quiera, ya sea que este querer esté guiado por la razón esclarecida o por las pasiones; pero luego añade que el derecho natural de cada persona está determinado “por su deseo y su capacidad”,4 volviendo a enfatizar la idea de que se trata de aquello que efectivamente puede realizar, precisión que no se encuentra en Hobbes. Aunque algunas líneas después la diferencia parece nuevamente desaparecer, como cuando dice que “aquello que cada individuo, contemplado exclusivamente bajo el imperio de la naturaleza, considere útil para sí según la guía de la sana razón o del impulso de los afectos, le estará permitido apetecerlo y tomarlo5 con todo el derecho de la naturaleza” (Spinoza, 2014, 239), la identidad de derecho y poder tiene en Spinoza un peso mayor que el que pudiera tener en Hobbes, y este peso tiene consecuencias en cuanto a su concepción de lo político.
Tanto en Hobbes como en Spinoza, se sale del estado de naturaleza mediante un pacto. De hecho, la idea de obligación –en el sentido moral del término, diferente de la mera constricción física– es inseparable en Hobbes de la idea de una cesión voluntaria del derecho natural a todas las cosas (los pactos constituyen un tipo particular de esta cesión). Antes de tal cesión, la obligación no existe. Spinoza dice igualmente a este respecto, refiriéndose al hecho de que la única ley que gobierna a los individuos en el Estado de Naturaleza es su propia apetencia, que “esto es lo que enseña también Pablo, quien no reconoce la existencia del pecado antes de la ley, es decir, cuando se consideraba que los seres humanos vivían bajo el imperio de la naturaleza” (Spinoza, 2014, 238). Hobbes mismo afirma que donde no hay ley no hay pecado (Hobbes, 2018, 368), pero aquí podría surgir una dificultad, porque cuando Hobbes define la ley natural –poco después de haber definido el derecho natural– nos dice que esta es un precepto de la razón que nos prohíbe hacer aquello que sea destructivo para nuestras vidas o que elimine los medios de conservarla, es decir, que nos obliga –moralmente– a evitar todo lo que ponga en peligro nuestras vidas. Como la guerra de todos contra todos, fruto del ilimitado derecho natural, es algo que pone en peligro nuestras vidas, parece que de ahí se seguiría la obligación de buscar la paz, y como la paz solo es posible mediante la cesión voluntaria del derecho natural que se realiza mediante los contratos, de ahí se desprendería la obligación de ceder esa libertad y establecer contratos. Pero el mismo Hobbes reconoce que la ley natural no es propiamente una ley sino un precepto –una regla prudencial, digamos– de la razón, pues la ley solo es “la palabra de quien, por derecho, tiene mando sobre los demás” (Hobbes, 2018, 219), dándonos a entender en seguida que la ley natural es ley porque las mismas reglas descubiertas por la razón que miran a la preservación de la paz nos han sido dadas en la palabra de Dios “el cual tiene,
por derecho, mando sobre todas las cosas” (Hobbes, 2018, 219). Esto constituye un punto polémico en la interpretación de la obra hobbesiana que ha dado lugar a un largo debate en el que no voy a entrar ahora. Solo me limitaré a señalar que uno de los puntos de la discusión es la cuestión de cómo sabemos que tales preceptos son efectivamente la voluntad de Dios, pues nuestro conocimiento natural de Dios se limita a señalar que él es la causa primera del mundo y no va más allá de esto.
Sea como sea, Hobbes admite que hay una obligación moral de respetar los pactos y que es precisamente mediante los pactos que surgen las demás obligaciones, pues antes de los pactos mi derecho natural no conoce límites y nada de lo que yo haga puede ser injusto –el mismo concepto de justicia consiste en respetar los pactos–. Pero reconoce que solo estoy obligado a respetar un pacto si tengo suficiente garantía de que el otro también lo va a respetar, y en el estado de naturaleza esa garantía es prácticamente inexistente, pues siempre puede surgir una razón para sospechar que el otro no tiene intención de cumplir. Sólo bajo el poder del Estado existe esa garantía, pero el Estado se basa a su vez en un pacto: aquel pacto fundacional por el cual una colectividad de individuos concuerdan en transferir todo su derecho natural a un hombre o a una asamblea de hombres.
En Spinoza, el Estado surge también en virtud de un pacto: para llevar una vida “segura y óptima” los seres humanos “tuvieron que ponerse de acuerdo y hacer, por tanto, que el derecho a todo, del que el individuo gozaba por naturaleza, lo disfrutaran las personas en forma colectiva y no estuviese determinado ya por la fuerza y la apetencia de cada uno, sino por la capacidad y la voluntad de todos en conjunto” (Spinoza, 2014, 240). Hay sin embargo una sutil diferencia en la concepción de los pactos en ambos autores: mientras Hobbes insiste en que quien cede un derecho está obligado moralmente por su mismo acto a no reclamar de vuelta el derecho entregado, es decir, a cumplir la obligación asumida, Spinoza nos dice que
es ley universal de la naturaleza humana no descuidar algo que se considera bueno, a no ser por la esperanza de un bien superior o por el miedo a un daño mayor; ni permitir algo malo, si no es para evitar otro más grande o por la esperanza de un bien superior. Es decir, que entre dos bienes todos elegirán el que consideren mayor; y entre dos males el que les parezca menor. Digo expresamente: el que le parezca mayor o menor a quien elige, y no que las cosas sean tal como él las juzga.6 (Spinoza, 2014, 240)
De ello se deduce “que nadie prometerá, si no es por engaño, renunciar al derecho que tiene sobre todas las cosas, y que nadie será fiel a sus promesas si no es por miedo a un mal mayor o por esperanza de un bien superior” (Spinoza, 2014, 240). Spinoza admite que tengo el derecho natural a quebrantar una promesa si de ella se sigue un mal mayor para mí que el bien que se seguiría de cumplir la promesa, cosa que Hobbes no admitiría a pesar de que de su concepción estrictamente determinista de la naturaleza se seguiría que el que rompe una promesa o un contrato actúa así compelido por la necesidad natural, por el orden causal ineluctable de la naturaleza. En el capítulo 14 del Leviatán, Hobbes argumenta que los convenios que se hacen por miedo son válidos. “Por ejemplo –dice– si yo convengo pagar un rescate o un servicio a un enemigo para salvar mi vida, estoy obligado a cumplir. Porque se trata de un contrato en el que uno recibe el beneficio de la vida y el otro recibe por ello dinero o un servicio (…) Por tanto, los prisioneros de guerra, si se les deja en libertad confiando el pago de su rescate, están obligados a pagarlo”7 (Hobbes, 2018, 195-196).
Spinoza considera un caso parecido: el de un ladrón que me obliga a prometerle (aparentemente con violencia) que le entregaré mis bienes cuando él quiera, pero sus conclusiones son muy diferentes a las de Hobbes: “Dado que –nos dice– según he explicado, mi derecho natural solo está determinado por mi capacidad, es indudable que, si puedo librarme de ese ladrón mediante engaño, prometiéndole lo que quiera, me estará permitido hacerlo por derecho natural, es decir, pactar de forma dolosa lo que él quiera” (Spinoza, 2014, 241). El mal que se seguiría de cumplir el pacto es, obviamente, mayor que el que se sigue de romperlo. No tengo ninguna obligación moral de cumplir un pacto así.8 “La conclusión de todo ello –dice Spinoza, distanciándose así de Hobbes– es que un pacto solo puede tener fuerza en virtud de su utilidad. Si se elimina esta, se acaba también con el pacto, que quedará invalidado” (Spinoza, 2014, 241). Lo único que fuerza –que obliga– a cumplir los pactos es el miedo a un mal mayor que la ventaja que se sigue de romperlo, o la esperanza de un bien mayor que aquel que se sigue de quebrantarlo.
Esto nos lleva otra vez al pacto fundacional del Estado. En Hobbes, este pacto es un pacto por el cual los futuros súbditos de un Estado entregan cada uno su derecho natural a un individuo o a una asamblea de individuos, a condición de que cada uno de los demás haga lo mismo. Este pacto puede dar origen tanto a una monarquía –en el caso de que el derecho transfiera a un solo individuo– a una aristocracia –si se transfiere a un grupo de individuos– o a una democracia, si se transfiera a la totalidad de las asambleas de los que pactan (aunque Hobbes considera que la democracia es la menos recomendable de las posibles formas políticas por su inestabilidad). No obstante hay un elemento que no aparece claramente explícito en Hobbes, pero que sin embargo está ahí: no queda más que admitir que antes del pacto por el cual se transfiere el derecho a un soberano –sea este un monarca o una asamblea– hay un pacto previo por el cual todos se comprometen a respetar la voluntad de la mayoría de la asamblea, de suerte que, aunque el resultado final no fuera el que ellos esperaban, están no obstante obligados –moralmente– a aceptar la voluntad mayoritaria. “Cada individuo de esa multitud –dice Hobbes– tanto el que haya votado a favor como el que haya votado en contra autorizará todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, al igual que si se tratara de los suyos propios” (Hobbes, 2018, 236). Esto se ve más claramente ahí donde Hobbes argumenta que ningún hombre puede, sin incurrir en injusticia, protestar contra la institución del soberano declarado por la mayoría, “pues si entró voluntariamente en la congregación de quienes se reunieron para establecer el pacto, tácitamente dio su consentimiento para reconocer la voluntad de la mayoría” (Hobbes, 2018, 240). Esto supone por lo tanto, un pacto tácito, previo al pacto por el cual se transfiere el derecho a una forma determinada de soberanía, es decir, supone un pacto por el cual cada individuo transfiere el derecho a la asamblea de los congregados y avala de antemano lo que ella decida. Pero, aunque Hobbes no lo diga, esto no es otra cosa que instituir una democracia: en el origen de toda forma política, sea esta una monarquía o una aristocracia, debe haber por lo tanto una decisión democrática de una asamblea soberana: la democracia sería así la primera de todas las formas políticas y la única que podría legitimar, por decisión mayoritaria, cualquier otra forma diferente.
En Spinoza, el carácter democrático del pacto aparece desde el principio, pues no se habla, como en Hobbes, de que se trate de una transferencia del derecho natural a una instancia extraña a la asamblea misma de los futuros súbditos:
para llevar una vida segura y óptima, tuvieron que ponerse de acuerdo y hacer, por tanto, que el derecho a todo del que el individuo gozaba por naturaleza, lo disfrutaran las personas de forma colectiva, y no estuviese ya determinado por la fuerza y la apetencia de cada uno, sino por la capacidad y voluntad de todos en conjunto (…) Así pues, tuvieron que decidir y pactar con suma firmeza que lo dirigirían todo exclusivamente en función del dictamen de la razón (que nadie se atreve a contradecir abiertamente para no parecer un insensato), que refrenarían su apetencia en la medida en que propone cosas dañinas para el prójimo, que no harían a nadie lo que no quisiesen para sí mismos, y, en fin, que defenderían el derecho ajeno como si fuera propio. (Spinoza, 2014, 240)
Pero si el derecho natural de un individuo (o de un grupo de individuos) llega hasta donde llega su poder, ¿en qué se basa el derecho (es decir, el poder) del Estado? No puede ser en la mera fidelidad a un pacto, pues el derecho natural de los individuos está por encima de los pactos cuando estos no son ventajosos en el sentido de proporcionar un bien superior o de evitar un mal mayor, según hemos visto. No se puede basar, por lo tanto, en la obligación moral a la que Hobbes recurre (aunque hay que conceder que no recurre exclusivamente a ella, pues el miedo, y también la esperanza, juegan un papel en cuanto a motivaciones para obedecer el pacto, aunque no son, sin embargo, el fundamento de su obligatoriedad). En Spinoza, en cambio, de manera consecuente con su concepción del derecho, esta obligatoriedad se basa únicamente en el poder efectivo que tiene el soberano para hacer obedecer a los súbditos. Ahora bien, este poder puede tener un doble origen: puede basarse en el miedo, pero también puede basarse –y este sería quizá el fundamento más sólido– en el reconocimiento voluntario de que el poder soberano es útil y ventajoso para todos.
Empecemos por el miedo: “quien tenga el máximo poder –dice Spinoza– para obligar a todos por medio de la fuerza y refrenarlos mediante el miedo al máximo suplicio, objeto de temor universal, ostentará también el derecho supremo sobre todos. Y solo retendrá ese derecho mientras conserve ese poder de hacer lo que desee” (Spinoza, 2014, 242). Esto último, por supuesto, es completamente coherente con su concepción de que el derecho coincide con el poder efectivo. “De lo contrario, su hegemonía será precaria y ninguno más fuerte que él se sentirá obligado a obedecerle si no quiere” (Spinoza, 2014, 242).
Pero no solo el miedo lleva a la obediencia: en el capítulo 17 nos dice Spinoza que
para entender correctamente hasta dónde llega el derecho y la potestad del Estado, hay que señalar que esa potestad no se reduce al mero poder de obligar a las personas recurriendo al miedo, sino que consiste en todo aquello mediante lo cual puede conseguir que obedezcan sus mandatos (…) tanto si es el temor al castigo, como el amor a la patria o cualquier otro estímulo afectivo, tomarán esa decisión –de obedecer al soberano– por voluntad propia, y, no obstante, actuará por orden del soberano. Por lo tanto, del hecho de que la persona haga algo por su voluntad no hay que concluir sin más que actúe por derecho propio y no en función del derecho del Estado. Dado que, para evitar el mal, actúa siempre por voluntad y decisión propias, tanto cuando se siente obligada por amor como forzada por el miedo. ( Spinoza, 2014, 254)
La democracia es la mejor forma de gobierno. En ella el individuo transfiere todo su poder a la sociedad de la que él mismo forma parte. En ella el pueblo es el soberano. Ciertamente en cualquier forma de soberanía efectiva los súbditos han de obedecer los mandatos del poder soberano “aunque dé las órdenes más absurdas” (Spinoza, 2014, 243); pero no hay que olvidar que los soberanos solo tienen derecho a ordenar lo que sea mientras ostenten realmente la autoridad suprema, es decir, mientras su poder –su derecho– sea efectivo. Si pierden esta autoridad, nos dice Spinoza, “pierden también el derecho a dar cualquier clase de órdenes” (Spinoza, 2014, 243) y este derecho recaerá entonces en quien en su lugar adquiera esa autoridad –un poder revolucionario, por ejemplo– y sea capaz de retenerla. El derecho a gobernar solo lo tiene el poder efectivo: si los soberanos dan órdenes absurdas y arbitrarias, si en vez de procurar el bien común y guiarse por la razón se guían por las pasiones y el capricho, terminarán perdiendo su poder, pues el poder basado en la sola violencia, en el solo miedo, no suele durar. “Como dice Séneca –acota Spinoza– nadie ha conservado durante mucho tiempo un poder violento” (Spinoza, 2014, 243). Esta idea aparece también en Hobbes, donde a pesar de que el súbdito tiene el deber –fundado en el pacto– de obedecer al soberano, este debe por ley natural procurar el bien del pueblo. Si no lo hace, el pueblo, a pesar de que su deber es obedecer, terminará rebelándose y destruyendo la soberanía.9 Y un soberano que ya no tiene el poder efectivo de proteger no tiene por qué ser obedecido: el pueblo puede acogerse, entonces, a otra soberanía.
Pero una de las ventajas de la democracia sobre las demás formas de soberanía es, precisamente, que en ella las órdenes absurdas son menos de temer que en esas otras formas, pues, dice Spinoza, “es casi imposible que la mayoría de una asamblea numerosa coincida en algo absurdo”(Spinoza, 2014, 243). En el capítulo 17 del Tratado teológico político, Spinoza afirma que nadie puede transferir nunca todo su poder a otro y que jamás habrá un poder soberano capaz de hacerlo todo según su voluntad. Hobbes reconoce un límite al poder soberano: este no puede tener poder sobre los sentimientos y opiniones de sus súbditos, pues estos no dependen de la voluntad de estos; tampoco pueden ordenar a los súbditos que se hagan daño a sí mismos o que no opongan resistencia al daño, pues este tipo de pactos, según Hobbes, son nulos, pero sí pueden obligar a los súbditos a que no expresen sus opiniones: el soberano es juez de doctrinas.10 Sin negar que un soberano tendría derecho a reprimir la expresión de las opiniones de sus súbditos, Spinoza argumenta desde la utilidad, representada en su grado máximo por la razón, y desde la existencia de un poder efectivo y no meramente nominal que se ve puesto en peligro por la ejecución de actos arbitrarios: “admito pues –dice– que tienen derecho a reinar con suma violencia y condenar a muerte a sus ciudadanos por causas levísimas, pero todos negarán que puedan hacerlo respetando el juicio de la sana razón. Más aún, como no les es posible hacerlo sin un gran peligro para todo el Estado, podemos negar también que tengan poder absoluto y en consecuencia, un derecho absoluto para llevar a cabo esas acciones y otras similares. Ya demostramos que el derecho del soberano está limitado por su capacidad”.11 Y continúa: “Por tanto, si nadie puede renunciar a su libertad de juzgar y pensar lo que quiera, sino que cada cual es dueño de sus pensamientos en función del derecho supremo de la naturaleza, habremos de concluir que en una república no se puede intentar nunca, a no ser con consecuencias muy desafortunadas, que la gente, a pesar de tener ideas diversas y opuestas,
hable solo en función de lo ordenado por el soberano, pues ni siquiera los más diestros, por no hablar de la gente corriente, saben callar (…) Por lo tanto, el gobierno que niegue a las personas la libertad de decir y enseñar lo que piensan será violentísimo. Y, en cambio, será moderado aquel en el que esa libertad se concede a todos” (Spinoza, 2014, 304-305). Pero un gobierno violentísimo, dado que la naturaleza humana es como es y que busca, como todo en la naturaleza, maximizar su potencia de actuar, es un gobierno que produce las condiciones que atentan contra su propio poder, y por lo tanto contra su derecho que, no lo olvidemos, coincide con su poder. Por otra parte, el juicio sobre las diversas formas de gobierno, independientemente de reconocerles su derecho, es decir, su existencia efectiva, su poder de facto, se basa en el criterio de la utilidad, fundada precisamente en la intención por la cual los seres humanos crean el orden político: buscar asegurar su derecho natural –su capacidad de actuar– y su libertad, que no es otra cosa que la maximización de esa capacidad de actuar y que coincide, precisamente, con el gobierno de la razón sobre las pasiones. Las diversas formas de gobierno son justas por definición, pero juzgadas desde la racionalidad y la utilidad, la democracia es superior.
Notas
1. La cursiva es nuestra.
2. La cursiva es nuestra.
3. Así dice Hobbes, en el capítulo 31 del Leviatán: “Considerando que todos los hombres, por naturaleza, tenían derecho a todas las cosas, también tendría cada uno derecho a reinar sobre los demás” (Hobbes, 2018, 442).
4. La cursiva es nuestra.
5. La cursiva es nuestra.
6. Solo el sabio conoce la verdadera naturaleza de las cosas, y no aquel que es esclavo de sus pasiones. La cursiva es nuestra.
7. Esto vale para el estado meramente natural. Cuando ya existen instituciones políticas, la ley del soberano puede declarar inválidos este tipo de pactos.
8. Quizá porque es difícil hablar en Spinoza de obligaciones morales: el sabio no sigue una ley moral impuesta a su voluntad como una constricción exterior, sino que su voluntad esclarecida coincide con la ley moral: él no quiere otra cosa que la ley. La ética hobbesiana, en cambio, es deontológica.
9. Al hablar de la función del soberano (capítulo 30 del Leviatán), Hobbes señala que el soberano está obligado por ley natural a procurar el bien del pueblo y a rendir cuenta a Dios (y solo a él) en tanto que autor de dicha ley. Un soberano que no cumpla con este deber estará generando las condiciones para que el pueblo, guiado por sus pasiones, se rebele contra el poder soberano. Aunque Hobbes no reconoce el derecho a la rebelión, es consciente de que esta se producirá de hecho si el soberano descuida su deber; y una vez perdido el poder los súbditos no le deberán obediencia ni lealtad alguna, pues él ya no puede protegerlos. Quedarán libres, por lo tanto, para buscar un nuevo soberano.
10. Véase el capítulo 18 del Leviatán.
11. La cursiva es nuestra.
Bibliografía
Hobbes, T. (2018). Leviatán. Madrid: Alianza.
Spinoza,B. (2014). Tratado teológico-político. Pamplona: Laetoli.
Mario Salas Muñoz (mario.salas@ucr.ac.cr). Profesor, Escuela de Filosofía. Universidad de Costa Rica.
Recibido: 12 de abril de 2020
Aprobado: 19 de abril de 2020
Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LIX (154) Mayo-Agosto 2020 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589