Héctor Ferlini Cartín

Rememorar y explicar: la imaginación del tiempo
en el discurso histórico.
Una lectura spinoziana

Resumen: Este artículo tiene como argumento central que la producción historiográfica fundada en la memoria carece de una conceptualización fuerte sobre ésta. Consecuentemente, el texto busca hacer un marco teórico sobre la memoria basado en la filosofía spinoziana, para luego pasar a una reflexión acerca de la cientificidad del discurso histórico.

Palabras clave: Memoria. Afecto. Potencia.Historia. Ciencia.

Abstract: This article arges that the historiographic production founded exclusively on memory lacks a strong conceptualization. In consequense, this text proposes a theoretical framework for memory based in Spinoza´s philosophy, and some afterthoughts about the scientificity of the historical discourse.

Keywords: Memory. Affection. Potence.History. Science.

Introducción

A partir de la segunda mitad del siglo XX, como una alternativa para estudiar lo indocumentado y tener otros medios para comprender las causas y efectos de la extrema violencia vivida en múltiples guerras o, simplemente, como una inquietud por ampliar la riqueza de la disciplina, en cuanto fuentes, la historia acentuó su interés por la memoria, por lo que recordaban distintos individuos sobre diversos acontecimientos.

Así, por ejemplo, la vastedad de material investigado incluye, en producciones a cargo de Alexandra Barahona, Paloma Aguilar, Carmen González, John Beverley, Ignacio Dobles, Dominik La Capra, Beatriz Sarlo, Pierre Nora, Richard Nelly, Víctor Serge y muchos otros, relatos sobre supervivencia y sufrimiento en dictaduras, planes de ejecución militar, censura de reivindicaciones políticas, campos de concentración, organización partidaria, tácticas de espionaje y conspiración y un sinfín de vivencias traumáticas que no hubiese sido posible descubrir a partir de documentos escritos1. De esta forma, la reivindicación historiográfica de la memoria como fuente, que usualmente se da a través del testimonio, tiene una función política manifiesta, a saber, evidenciar el pensamiento, voz y experiencia de sectores explotados y oprimidos, nominados también con la ambigüedad de subalternos. Mas, como toda función es un despliegue organizado, un modo de ser que se dirige a una meta específica, esta función política de la memoria debe tener también una justificación y problematización metodológica y, con ella, un desarrollo teórico, que, a fin de cuentas es conceptual.

A pesar de que efectivamente existe una larga y prolífica problematización metodológica sobre el uso de testimonios y otras formas de transmisión de la memoria en la disciplina histórica problematización, incluso, que tiene como fundamento la valoración de otras formas de escribir la verdad histórica más allá de la versión rankeana de lo verdaderamente existente y el positivismo2, la teoría y conceptualización que define a la memoria, marca sus límites y dilucida sus mecanismos o dinámicas, es débil o, por lo menos, ha sido descuidada, tanto así que, en distintos textos, la memoria es asociada al recuerdo del pasado, pero no a mucho más, sin siquiera explicar qué significa esto3.

Por lo tanto, este trabajo tiene como objetivo central construir bases teórico-filosóficas a propósito de la memoria, para que su concepto clarificado pueda eventualmente utilizarse para juzgar, primero, la pertinencia de la rememoración como fuente historiográfica y, segundo, el alcance y prolijidad de distintas investigaciones que, pasando por alto la necesidad de la categorización, han asumido a la memoria como un factor positivo en el estudio del pasado. Para todo esto, la filosofía de Spinoza será decisiva, pues de ella obtendremos los conceptos, los cuales, posteriormente, nos guiarán con nuevos pasos sobre un sendero ya transitado: la cuestión de si la historia puede ser una ciencia.

Vacío

Uno de las insuficiencias teóricas en relación con la memoria como fuente histórica se encuentra en el libro Violencia de texto, violencia de contexto. Historiografía y literatura testimonial. Chile, 1973 (2008), de Freddy Timmermann. Este autor, a partir del uso de testimonios, desarrolla un discurso acerca de la percepción de distintos miembros de la sociedad chilena del terror producido por el régimen dictatorial de Pinochet. Dado que su investigación, como todo estudio histórico, es hecha una cantidad considerable de tiempo después de que los sucesos han transcurrido, Timmermann encuentra un obstáculo interesante: ¿cómo saber si el recuerdo de los testigos de la violencia no ha cambiado en el transcurso de los años y ahora ellos narran situaciones que no ocurrieron? A esta sugestiva cuestión, sin embargo, el autor no ofrece una respuesta de calado equivalente, pues dice: “creo que se debe estudiar todo hecho de violencia con fuentes cercanas a la ocurrencia de estos, porque son sus matices los que permiten establecer una influencia más profunda del contexto y, por lo tanto, percibirlo en torno a dimensiones distintas a las usualmente tratadas” (2008, 33). Es decir, entre menos tiempo haya transcurrido desde que una experiencia culminó, es más fácil recordarla. Esta fórmula, el mismo Timmermann la sostiene de esta manera:

la distancia temporal entre el acto de “actualizar los hechos” y la ocurrencia de estos es inversamente proporcional a la potencia de retención de la memoria entendida como una capacidad de recordar, más aún si en esta intervienen elementos psíquicos que, pasados los años, se restauran eliminando de esa inicial sensibilidad los detalles, dejando reducido el relato sólo a sus trazos gruesos. (2008, 34)

Leída esta última cita, vale, sin duda, preguntar qué es la potencia de retención, qué significa la restauración y, asimismo, inclusive, el relato. Las respuestas el autor chileno no las ofrece, aunque, quizá, podría inferirse que se encuentran implícitas en la definición de memoria, a la que él llama capacidad de recordar, significación que está basada en el tratamiento de Jacques Le Goff, quien, en su connotado trabajo El orden de la memoria. El tiempo como imaginario (1991), brilla por su indagación histórica, pero no por su elaboración teórica y conceptual. Afirma Le Goff: “la memoria, como capacidad de conservar determinadas informaciones, remite ante todo a un complejo de funciones psíquicas, con el auxilio de las cuales el hombre está en condiciones de actualizar impresiones o informaciones pasadas, que él se imagina como pasadas” (131). Vemos, pues, que, con la conceptualización del historiador francés, las dudas surgidas luego de la cita de Timmermann no se han disipado. Es más, ahora estamos en una peor situación, toda vez que Le Goff menciona la facultad de imaginar. Seguimos con el mismo asunto. Entonces, ¿a quién recurrir? Ya antes dijimos que a Spinoza.

Dejemos, pues, por un momento en suspenso las interrogantes recién planteadas y miremos la filosofía spinoziana. De ella nos interesa especialmente señalar la convergencia de tres asuntos: la afección, el conocimiento y la comprensión del tiempo. Nos nutrimos de distintas proposiciones de la Ética demostrada según el orden geométrico.

Colmado

Antes que nada, hay que considerar que en Spinoza la memoria se explica en virtud de los afectos y, así, resulta imprescindible explicar algunos puntos básicos de estos, es decir, de las formas como los cuerpos exteriores modifican la constitución de nuestro propio cuerpo. Para lo que nos interesa, EII17 nos da la pista al sostener que, “si el cuerpo humano experimenta una afección que implica la naturaleza de algún cuerpo exterior, el alma humana considerará dicho cuerpo exterior como existente en acto, o como algo que le está presente, hasta que el cuerpo experimente una afección que excluya la existencia o presencia de ese cuerpo”. Una suerte de inercia afectiva que nos revela que el recuerdo es una idea. ¿Una idea de qué? De una imagen, que es el vestigio, la huella o la impronta4 que muestra los efectos de los cuerpos exteriores sobre nosotros, y que se mantiene formando parte de la configuración de nuestra individualidad hasta que otro elemento externo la suprima. Si la imagen no es borrada, “el alma podrá considerar como si estuviesen presentes aquellos cuerpos exteriores por los que el cuerpo humano ha sido afectado alguna vez, aunque los tales no existan ni estén presentes” (EII17c). El mecanismo del recuerdo está instalado y con él se prueba que la memoria, al estar ligada a la imaginación, no es exactamente una capacidad positiva, o una acción, sino, mayormente5, una faceta pasiva. Seguimos recordando ciertas cosas porque ellas han dejado un legado en el cuerpo que somos, y “todo cuanto acaece en el objeto de la idea que constituye el alma humana debe ser percibido por el alma humana o, lo que es lo mismo, habrá necesariamente una idea de ello en el alma” (EII12).

Nótese, además, que, cuando empatamos lo recién citado con el segundo corolario de EII16, “las ideas que tenemos de los cuerpos exteriores revelan más bien la constitución de nuestro propio cuerpo que la naturaleza de los cuerpos exteriores”, obtenemos una memoria especular, caracterizada por recordar-imaginar los cuerpos exteriores solo indirectamente, ya que, en ella, lo fundamental es la idea de nuestra propia afección. En lenguaje racionalista, la memoria, como parte de nuestro pensamiento, no versa sobre la formalidad del cuerpo exterior y de su idea, sino sobre su versión objetiva. La rememoración no es del evento, suceso, persona, acontecimiento o experiencia figurada en alteridad que ha pasado a ser inexpugnable pretérito; es de cómo lo externo nos ha afectado. Solamente nos recordamos a nosotros mismos.

En efecto, podemos recordar dos o más de nuestras afecciones al mismo tiempo y fácilmente si ellas se originaron juntas o si en algún momento se cruzaron en el tejido de nuestras siempre cambiantes configuraciones corporales. Es EII18, a saber, “si el cuerpo humano ha sido afectado una vez por dos o más cuerpos al mismo tiempo, cuando más tarde el alma imagine a uno de ellos, recordará inmediatamente también a los otros”, la explicación de cómo los recuerdos no son entidades aisladas o ideas singulares, sino una sociedad de representaciones, las cuales, en su pluralidad y relación, se llaman memoria, esto es “cierta concatenación de ideas que implican la naturaleza de las cosas que están fuera del cuerpo humano, y que se produce en el alma según el orden y concatenación de las afecciones del cuerpo humano” (EII18s).

Con esta ilación de razonamientos, queda clara, nos parece, la manera como debe ser pensada la memoria de acuerdo a la articulación de los afectos. Igualmente, hasta cierto punto, pueden ser respondidas las preguntas planteadas arriba: qué son la potencia de retención, la restauración y el relato. Las dos primeras se responden en un solo gesto, debido a que ambas remiten a la determinación del recuerdo y a su negación, el olvido, pero con continuidades diferenciadas, puesto que por retención se entiende una idea que no se pierde, cuyo objeto es el vestigio de un cuerpo que está constantemente afectando, y por restauración se dice aquello que se perdió y se ha recuperado. En todo caso, lo que opera es cómo un cuerpo ha sido, es y sigue siendo afectado por otros cuerpos y cómo cada una de estas afectaciones tiene una idea, que puede ser acompañada por otras ideas, de otros cuerpos, que afectaron al nuestro en un mismo momento. Volvemos al tema de la inercia afectiva, que se mueve siempre en la misma dirección a no ser que haya una interacción con un cuerpo exterior que la modifique. Para el caso de la supuesta potencia de retención, el asunto quedó saldado cuando razonamos con EII17, a la que se pueden añadir, todavía, otras proposiciones, como EIV5, “la fuerza y el incremento de una pasión cualquiera, así como su perseverancia en la existencia, no se definen por la potencia con que nosotros nos esforzamos por perseverar en existir, sino por la potencia de la causa exterior, comparada con la nuestra”, y EIV7, “un afecto no puede ser reprimido ni suprimido sino por un medio de otro afecto contrario, y más fuerte que el que ha de ser reprimido”. Dicho de otro modo, conservamos una idea o, da igual, no la olvidamos, no por algún unilateral talento memorístico, como sugerirían las inadecuadas concepciones de libertad del sujeto, sino gracias a que la fuerza con que el objeto de esa idea nos ha marcado es mayor que nuestra capacidad para deshacernos de esa marca. A la inversa, el olvido es la imposibilidad de mantener la idea de una afección cuando existe otro afecto que la suprime. Y como esa imposibilidad es el efecto de la interacción de múltiples cuerpos, ella puede ser indefinida, mas axiomáticamente nunca infinita ni absoluta, a causa de que “en la naturaleza no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte. Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquélla puede ser destruida” (EIVax). Ciertamente, la oscuridad de la obliteración también puede ser destruida por la claridad del afecto que a cualquiera asalta súbitamente investido de recuerdo. La restauración dirían algunos.

Ahora, en relación con el relato, hay que decir que es un modo organizador de múltiples ideas que se dan juntas, según la ya citada EII18. La organización puede darse en al menos dos niveles, como un esfuerzo de aproximación a la efectiva y formal concatenación de causas y efectos de las cosas en la naturaleza, de la cual el relato sería un esfuerzo mimético, o de acuerdo a una jerarquización inadecuada, en la que el individuo, cuando narra sus recuerdos, dispone y ordena sus ideas lo mejor que puede para no olvidar sucesiones y acontecimientos, aunque dicha disposición y ordenamiento se limite a ser una invención imaginaria y se distancie de lo real. Esta vez, la clave nos la da el Tratado de la reforma del entendimiento, en el pasaje que sostiene que

la memoria se robustece con la ayuda del entendimiento, pero también sin dicha ayuda. Lo primero, porque cuanto más inteligible es una cosa, más fácilmente se retiene; y, al revés, cuando menos inteligible es, más fácilmente la olvidamos. Por ejemplo, si entrego a uno una copia de palabras sueltas, las retendrá mucho más difícilmente, que si le entrego las mismas palabras en forma de relato. (§81)

Igual que cualquier tipo de existencia modal, los dos niveles involucran la afección, como ya expusimos, empero, también al conocimiento. El primer nivel, que hemos llamado mimético, se fortalece con la ayuda del entendimiento, que se caracteriza por indagar y dilucidar las causas de algo, pero no debe ser confundido con él, en la medida que “es propio de la naturaleza de la razón percibir las cosas desde una cierta perspectiva de eternidad” (EII14c2)6, y, en cambio, es propio del relato estar referido a una duración. Spinoza también lo dice de esta otra manera: “dado, pues, que la memoria es fortalecida por el entendimiento y también sin él, se sigue de ahí que es algo distinto del entendimiento y que, respecto al entendimiento, en sí considerado, no existe memoria ni olvido” (TIE §82).

Si bien la memoria se distingue del entendimiento y la razón, hay que inquirir cómo es parte del conocimiento. La respuesta es fácil, la memoria es parte de la imaginación y esta es un género de conocimiento, pero sus derivas merecen atención. En efecto, este género es el de las ideas inadecuadas, pero también el de la asociación de representaciones (EII50s2). ¿Quiere decir esto que las asociaciones de representaciones son ideas inadecuadas, por estar estas con aquellas en la imaginación? Desde luego que no, como lo evidencia el final de EII17s, y como lo mostraría un trabajoso y depurado relato mimético de algún individuo que narra, recordando, cómo sucedió un acontecimiento que ciertamente pasó como él dice que fue. Entonces, ¿dónde está el error del recuerdo? ¿Cuál es el quid de la ecuación de Timmermann, en la que “la distancia temporal entre el acto de “actualizar los hechos” y la ocurrencia de estos es inversamente proporcional a la potencia de retención de la memoria”? Sí, en hacer pasar la jerarquización inadecuada, el truco de asociación de representaciones que hace la memoria para recordar lo que sea rápido y fácil, incluso de manera inconsciente, por el verdadero orden y conexión de las cosas en la naturaleza. El error se encuentra en desconocer que el relato de segundo nivel es el modo como clasificamos nuestras ideas vinculadas a algún evento pasado y que, cuando damos un testimonio basado en esta organización, estamos exponiendo nuestra administración afectiva. De modo que la formulación de Timmermann no puede ser un teorema matemático respecto a la memoria: como no ha sido elucidado tomando en cuenta su funcionamiento interno, como sí lo hace la teoría afectiva de Spinoza, no tiene validez para explicar todos los casos por igual. Perfectamente, un individuo podría recordar con todo detalle la fisonomía de alguna experiencia que lo haya afectado con una potencia sin precedentes y mucho más que cualquier otra, sin que el paso del tiempo entre el presente y el suceso tenga relevancia. Esa es la razón del trauma, por ejemplo, o, al contrario, de la rememoración de un encuentro sexual, un nacimiento, una comida, un tono musical, de los que se siguen reproduciendo multiplicidad de sensaciones, como el olor, la temperatura, el sabor, etc. He ahí aquel que prueba un alimento una vez en la vida y luego, después de muchos años, al volverlo a probar, sin conocer siquiera su nombre, sabe que ya antes lo ha degustado.

En lo que tiene que ver con el tiempo, hemos adelantado ya bastante. Queda inyectar aún más fuerza a lo que parece fácil de ver: el tiempo es nuestra noción de sucesión y simultaneidad de eventos o, en spinoziano, el conocimiento de la modificación de los estados de movimiento y reposo de los cuerpos. Debido a que decir “ha pasado el tiempo” o “ha pasado mucho tiempo desde aquello” significa que ha habido cambios en el movimiento y el reposo, cambios de los cuales formamos ideas sólo de aquellos que de algún modo u otro afectan nuestro cuerpo, entre más tiempo pasa, o entre más cambios hay, también hay mayor probabilidad o riesgo de que diferentes cuerpos nos afecten más fuertemente que lo que nos afectaron otros cuerpos en el pasado, y que estas afecciones sean eliminadas, borradas, suprimidas, anuladas o destruidas. Coloquialmente, los individuos se excusan, a veces con cierto rubor, diciendo “lo he olvidado porque fue hace tanto tiempo”. En realidad, lo que quieren decir es “como me he expuesto a suficientes oportunidades para que otras cosas me afecten más fuertemente que aquello que me afectó en algún momento de mi vida, esa añeja afección no es más parte de mi cuerpo y, por lo tanto, no tengo ninguna idea que la represente”.

El paso del tiempo no tiene ninguna función mecánica en favor del olvido, ya que el tiempo, en sí mismo, no es nada más que imaginación; no es una oscura fuerza que ejerce su poder en la disgregación irreversible de la memoria, solo es un indicador de la vida, de cómo los cuerpos, considerados como unidad, se mueven y reposan unos frente (y sobre, entre, bajo, detrás, etcétera) otros. Así, como el tiempo tampoco es una magnitud, su lugar en una racionalización matemática como la de Timmermann es infructífera. Al contrario, lo que hay que matematizar es el afecto, al que siempre se ve, en el recuerdo, como estando presente.

Ciencia del tiempo

¿Qué significa matematizar el afecto? Como “la duda siempre surge de que se investigan las cosas sin orden” (TIE§80), la condición para responder la pregunta anterior es definir qué quiere decir matematizar en el contexto spinoziano. Como es sabido, Spinoza, como buen racionalista, prioriza la matemática como forma de acceder al conocimiento claro y distinto de las cosas, hasta el punto que la filosofía, para poder demostrar argumentos correctos y verdaderos, debe disponer de recursos matemáticos o ser parcialmente matematizable. Asimismo, ya que un conocimiento claro y distinto es aquel, y solo aquel, que entiende la cosa por su causa, la matemática es un modo para conocer y exponer las causas adecuadas de las cosas y, con ello, sus relaciones. A este tópico, desde la intitulación de la Ética, se le han dedicado múltiples reflexiones, entre ellas las de Marilena Chaui, quien sostiene que

matemáticamente demostrado significa, para Spinoza, un conocimiento causal o demostrado a priori, esto es, en el sentido seiscientista de a priori, un conocimiento que va de la causa al efecto, entendida aquélla como causa eficiente interna productora necesaria de éste, responsable por la esencia o naturaleza del efecto y por todas sus propiedades; por consiguiente, un saber en el cual el conocimiento del efecto depende del conocimiento de la causa y lo envuelve. Así, un conocimiento sólo es matemáticamente demostrado y, por lo tanto, verdadero, bajo la condición de: 1) presentar la causa o génesis necesaria de lo conocido, es decir, su razón total; 2) deducir de la causa y de la esencia de lo conocido sus propiedades necesarias; 3) deducir las relaciones necesarias de lo conocido con otras cosas ya conocidas o conocidas gracias a su conocimiento; 4) presentarse en la forma de proposiciones causales y relaciones universales necesarias; 5) establecer la articulación intrínseca entre la existencia singular y una esencia singular por el conocimiento de las leyes naturales necesarias de su producción. (2004, 215)

No queda otra respuesta: matematizar el afecto es conocerlo rigurosamente por su causa eficiente, lo que posibilita, a la vez, la ejecución de las acciones enumeradas por Chaui. Si el recuerdo y la disposición general de la memoria son afectos, para entenderlos matemáticamente se debe, número uno, reducir su explicación al funcionamiento de los modos de acuerdo a las determinaciones de la naturaleza; número dos, distinguir cómo es lo rememorado, qué imágenes envuelve y qué nivel o grado7 de potencia concita; número tres, dilucidar con cuáles otras situaciones, eventos, representaciones o formas de la existencia se liga el recuerdo; número cuatro, exponer la cadena de causas que tienen como efecto cierta afectabilidad y testimonio de la memoria; y, número cinco, reconducir la explicación de las determinaciones poniendo el acento en el conocimiento y explicando cómo la memoria se asocia a una idea del tiempo.

Erigida la matematización afectiva, que es, precisamente, uno de los asuntos que Spinoza desarrolla con más fuerza en la Ética, la afirmación de que es posible una ciencia de los afectos, similar a como la piensa Frédéric Lordon (2017), cae por su propio peso.

Ciencia aquí significa un método para conocer adecuadamente los cuerpos. Al seguir el robusto lenguaje spinoziano, la tradicional división de ciencia natural o social es estéril por inadecuada, pues, en sentido estricto, no hay nada por fuera de la substancia y los seres humanos, individualmente pensados o en sociedad, son una manifestación de la naturaleza. Análoga infecundidad aplica al positivismo, si es que este tiene el afán de excluir del método para el conocimiento adecuado de las cosas diversas materias u objetos que puedan dificultar la intelección de una y última verdad, como si los cuerpos pudieran ser entendidos de acuerdo a una imposible inmovilidad. La ciencia, en una lectura de Spinoza, debería ser inclusiva: las categorías de causa, determinación y necesidad no dejan escapar ningún elemento y todo puede llegar a ser conocido racionalmente, incluso los afectos.

Adicionalmente, las llamadas ciencias naturales, al ampararse en la sana costumbre y posibilidad de repetir experimentos, producen la sensación e imagen de que ellas son las verdaderas ciencias, puesto que pueden indagar una vez en las causas de algo y volver sobre lo mismo si el resultado de la indagación no es satisfactorio. Si esta imagen no es correctamente entendida, una ilusión trasviste a su objeto y cualquiera puede empezar a pensar que éste y todos los de su tipo, y solamente ellos, son naturales y, por tanto, ningún otro tiene causas de la naturaleza, sino de distinta índole. Del otro lado, ya se ve, el desliz radica en imaginar que las ciencias sociales tienen un objeto no natural, como si los grupos humanos estuvieran exentos de determinación. La conclusión de este embrollo es que el tipo de ciencia, ya sea la supuestamente natural, ya sea la artificiosamente social, es definida por el objeto al que se dirigen. Pero aquí hemos dicho que la ciencia es un método para el conocimiento adecuado. Si todos los objetos que existen son naturales, ciertamente sobra cualquier calificativo que realce o desvirtúe a un método de conocimiento por el objeto al que enfoca su sistematicidad. Existe la ciencia y de ella no se derivan ciencias más válidas que otras, pues la ciencia, en general, es la matematización, que en sí misma es sistemática, llevada a un método más amplio, que permite experimentación, para satisfacer el deseo de conocimiento de una serie específica de cosas. La renuncia a llamar ciencias a las ciencias sociales es, de hecho, la idea inadecuada de la voluntad, el deseo y la libertad, que concede a cada uno de estos conceptos una esencialidad especial de indeterminación. Pero, si se concibe que esta triada, que supuestamente es la base de la singularidad humana, donde está incluida la memoria y la visualización del tiempo, es afectiva, no se puede escapar de la necesaria investigación de las causas, que es, en su mayor nivel de potencia, matemática y científica.

Por paradójico que parezca, no quiere decir lo anterior que todo lo producido hasta la fecha por la amplia tradición de las ciencias sociales haya sido científico, pues, en efecto, ha habido mucha investigación que desconoce la matematización o simplemente prefiere otro cariz discursivo. Así, dichas investigaciones han asumido la expresión “ciencia social” solamente como un nombre propio, sin detenerse a sopesar las implicaciones de la palabra “ciencia”. Este es el caso de mucha producción historiográfica, que, procurando evitar los a veces violentos embates positivistas, ha renunciado al esfuerzo por el quehacer científico, argumentando que la Historia no puede ser ciencia debido a que su objeto es el pasado, siempre esquivo y nunca repetible. Aún peor cuando la Historia se dirige a la memoria, toda vez que suma a la esquivez e irrepetibilidad la dificultad para acceder a las laberínticas capas subjetivas del recuerdo. Por consiguiente, la negación del estatuto científico de la Historia se debe a una mala interpretación de su objeto, pensado normalmente como el pasado evanescente, edificado por las no naturalmente determinadas decisiones humanas, lo cual obstaculiza la elección y construcción de un método para dirigirse a él. Al contrario, entonces, la afirmación de la Historia como ciencia amerita la aclaración y reorganización de su objeto, que no es el tiempo, porque éste es mera imaginación, sino las fuentes presentes, documentales, orales o de otro tipo, que permiten emitir un criterio riguroso sobre las sucesiones, cadenas y redes de causas de cualquier fenómeno social. Para la historiografía que toma a la memoria como fuente, que es de lo que en este artículo nos hemos ocupado, el tratamiento científico no debería recaer en la referencia al pretérito en el testimonio de un individuo o grupo, pero sí en el orden y conexión con que objetos exteriores los han afectado.

Con todo lo anterior, no queremos, sin embargo, presentar una mirada obtusa sobre la historiografía. Sí puede haber discursos históricos no científicos, con su propia potencia y elementos de racionalización de acuerdo a ciertos deseos de conocimiento8, pero la cientificidad en la Historia, como en toda ciencia, radica en la causalidad. Para atender al punto cuatro enumerado por Chaui, es menester pensar en las formas de su exposición, donde aparecen como mínimo dos asuntos interesantes, la cronología y la finalidad o teleología. Éste, después de pasar por el filtro de una matriz crítica con respecto a los fines, como lo hace Spinoza en el Apéndice de la primera parte de la Ética, podría presentar una argumentación en la que eventos que ocurrieron después que otros en la sucesión del tiempo aparezcan antes en la exposición9, dándole sentido a estos, como podría ser, por ejemplo, los objetivos políticos de una guerra, que se mencionan como universalmente entendibles, sin tener que haber narrado precedentemente las peripecias de la guerra misma. Esta forma de exposición, si bien no es la más común, ha sido ensayada por múltiples historiadores e historiadoras, fundando narraciones creativas, pero, sobre todo, permitiendo organizar los sucesos históricos de acuerdo a tópicos que, a su vez, son insumos para la reflexión de si el ser humano es verdaderamente dueño de sus acciones y cuánta capacidad tiene la sociedad para obrar de acuerdo a un fin. Por su parte, con la exposición cronológica ocurre lo mismo que con el relato mimético del testimonio de la memoria, es decir, los sucesos se narran tal y como aparecieron en la línea de tiempo, emulando el aparente orden y conexión de las cosas.

Como se ve, además de que no existe una sola manera de narrar el conocimiento adquirido gracias a la investigación científica histórica, esta guarda, en relación con la referencia al pasado, o sea, con la exposición, semejanza con las formas como en un testimonio se cuentan los recuerdos. La razón de esto es que la Historia como ciencia y la comunicación de una colección de recuerdos solamente utilizan el tiempo como elemento retórico, pues una, en realidad, habla de cuál es su disposición afectiva, mientras la otra examina y experimenta con fuentes de información que siempre son presentes, de lo contrario no existirían. Esto último de ningún modo significa que la Historia sea un ejercicio fácil, más bien muestra su complejidad, tanto más cuanto dentro de sus posibles objetos y fuentes de información se encuentra la maleable memoria de diversos individuos.

Conatus

Que la ciencia de la Historia y la memoria puedan ser similares en sus modos de exposición no las equipara. Como dijimos, la diferencia está en la rigurosidad que tiene aquella en la investigación de las causas adecuadas y en la susceptibilidad del individuo para ser afectado y que sus afecciones pasen a ser parte de su complexión. En términos latos, la Historia es activa y la memoria expresa pasión, pero, si se hila finamente, se descubrirá que puede haber una activación del recuerdo, lo que obligaría a reconsiderar o matizar esa dilatada e imprecisa afirmación. Tres puntos: el primero ya lo referimos arriba, leyendo el escolio de EII1710, el acto mismo de recordar puede ser pensado como una virtud. El segundo tiene que ver con el hecho de que, como la memoria es afectos, para inteligir por qué cierto individuo recuerda lo que recuerda, o, es indiferente, tiene las ideas de las afecciones que tiene, es necesario revisar la historia de su vida, al punto de identificar qué ha causado que se haya encontrado en posición de ser afectado por aquello que lo marca y que él recordará más tarde; además, como es posible que este mismo individuo haya sido causa eficiente de encontrarse él mismo en dicha posición, él será también causa de lo que le ha afectado y recuerda, con lo que la memoria, por un rodeo, nos dará luces de la capacidad de actuar de este individuo hipotético y no solamente de su pasión. Finalmente, el tercer punto consiste en que alguien, quien sea, puede proponerse recordar un evento o dato cualquiera. Si conoce los mecanismos de la memoria, puede proporcionarse a sí mismo aquello que sea necesario para, mediante la asociación de representaciones explicada en EII18s y en EII44s, no olvidar lo que quiere recordar. Este truco tan común, utilizado por el religioso cuando, para no comportarse de manera soez, mira en su brazo un brazalete que le hace rememorar sus propias fantasías sobre lo que supuestamente hacía Jesús y sigue el imaginario ejemplo; por el músico, quien, para tener presente el adagio, una y otra vez escucha la obra de Haydn; por el que está en duelo, cuando se propone traer de vuelta conversaciones pasadas con un amigo ya difunto, para nunca abandonar sus enseñanzas, o por cualquier otro; este truco, decimos, evidencia cierta activación, cierta organización a propósito de los pensamientos, que revela el perfil activo de la memoria.

En fin, como todo lo que hace cualquier ser existente está vinculado a su conatus, pero, más precisamente, como la capacidad de obrar, o, en otra palabra, de actuar, es la que revela la cantidad de potencia con la cual un individuo se esfuerza por perseverar en su ser, la memoria deja ver el tejido conativo con sus múltiples inflexiones, sobre todo si ella indica acción, pues el individuo se esmera en recordar las cosas que considera necesarias para elevar su potencia, la cual será mayor, desde luego, si la idea de la cosa recordada es acompañada también de las ideas de sus causas (EV3). Y, toda vez que la memoria está ligada al conatus y éste es en esencia deseo (EIII9s), cuando un recuerdo emerge, se debe preguntar por qué, cómo y para qué se ha recordado.

Igualmente, la Historia y, para estos efectos, la ciencia en general brota de un deseo. Quien la hace piensa que su quehacer es la mejor manera para aumentar su potencia. Empero, la divagación acerca de un solo individuo que hace ciencia en soledad es en extremo abstracta, tanto así que raya lo absurdo. El oficio científico no puede menos que ser pensado como un esfuerzo social, en el que median instituciones. La pregunta correcta, entonces, no es en qué radica el deseo de un científico, sino a qué intereses responden los mecanismos institucionales de producción científica, puntualmente los históricos. Al tomar en cuenta la complejidad institucional como un solo individuo, una veluti mente, cuál y cómo es la capacidad de obrar que se desea elevar. Similarmente ocurre con las instituciones y la recuperación y transmisión del recuerdo, por lo que es un ejercicio con justificación suficiente explorar, aparte de lo contado por testimonios de víctimas o sectores subalternos en situaciones sociales cruentas y que nadie más cuenta, las estrategias políticas para afectar a individuos a que recuerden específicamente ciertos asuntos, logrando, inclusive, el descabellado hecho de que ciertas personas, actuando como autómatas de la memoria, defiendan que recuerdan situaciones que en realidad nunca vivieron11. De ahí que se formen memorias colectivas, del mismo modo como se dan los imaginarios sociales, por medio de la manipulación afectiva de quienes detentan el poder, y que en las escuelas y otros lugares se enseñe a memorizar todo aquello que responde a la coherencia de los discursos que blindan ideológicamente la perseverancia de un régimen, Estado o identidad nacional.

Notas

1. Aquí, hemos vinculado el estudio de la memoria a la transmisión no escrita, principalmente oral, debido a que esta es quizá la primera forma por la cual el recuerdo de situaciones pasadas es transmitido. Aun así, la memoria también ha sido estudiada a través de la escritura. Para la relación memoria-transmisión oral y la necesaria reflexión sobre el método que ella exige, la obra The death of Luigi Trastulli, and other stories: form and meaning in oral history (1991), de Alessandro Portelli, puede ser muy sugerente. A propósito de la canalización de la memoria a través de documentos escritos, el libro de Jacques Le Goff, El orden de la memoria. El tiempo como imaginario (1991), al que nos referiremos un poco más en este artículo, es una excelente referencia.

2. El debate sobre qué es la Historia, cuáles son sus límites y alcances y si es una ciencia u otra cosa es de larga data y ha enfrentado a positivistas con autores adheridos a otras corrientes de pensamiento. De estos últimos, no son pocos los que defienden la cientificidad de la Historia, principalmente a partir de la obra de prominentes escritores como Lucien Febvre, Marc Bloch y la escuela de los Annales, pero enfatizando el calificativo “social” en el nombre propio “ciencias sociales”, quizás como una forma de distinguir su trabajo de las otras manifestaciones científicas, quizás como un recurso argumentativo para alejar la discusión de los razonamientos positivistas sobre la verdad y el estudio de la naturaleza. Con todo, para acercarse a este siempre actual asunto es provechosa la antología preparada por Ciro Cardoso La historia como ciencia (1975), que, en su primera parte, dice:

según la concepción positivista de su labor, la misión del historiador debería concentrarse en el establecimiento a partir de los documentos escritos de los “hechos históricos”, es decir, aquellos hechos singulares, individuales, que “no se repiten”. Al historiador le incumbiría recogerlos todos, objetivamente, sin elegir entre ellos: se los veía como algo substancial, la materia misma de la historia, que existiría ya, latente, en los documentos, antes que el historiador se ocupase de ellos.11

Como se verá más adelante, a este tema le dedicaremos algunas palabras.

3. Ciertamente, esta afirmación admite matices. La muestra la da Beatriz Sarlo, quien, en Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión (2006), expone, partiendo de Walter Benjamin y en algunos casos de Nietzsche, la validez conceptual de la memoria, particularmente del testimonio. Empero, nos da la impresión que el esfuerzo de Sarlo sigue sin apuntar al germen de la rememoración, lo cual hace que su exposición sea justamente una validación y no una teorización.

4. Queremos hacer notar el uso de las palabras “vestigio”, “huella” e “impronta”, que análogamente a otras como “marca” o “impresión”, en la tradición, desde Platón y Aristóteles, conceptualmente expresan el funcionamiento general de la memoria y el particular de la reminiscencia o la exacta acción de recordar. Grosso modo, el alma o la mente, como si fueran de cera, son modificadas por los elementos exteriores de los que luego el intelecto se acuerda. Sobre esta metáfora, en el Teeteto, Sócrates pregunta cómo es posible recordar lo que se ha olvidado, si es que el olvido significa que lo olvidado no se sabe y el recuerdo que sí se sabe, o sea, ¿de qué modo se puede saber aquello que no se sabe? Este fascinante asunto es examinado por Paul Ricoeur en su genial y voluminosa obra La memoria, la historia, el olvido (2003), poniendo cuidado en la variación de los conceptos griegos eikōn y typos. Curiosamente, el capítulo uno de este libro, en el que Ricoeur comenta la obra platónica y aristotélica, tiene una “Nota de orientación” sobre Spinoza, destinada a anunciar la cercanía de las versiones de los dos filósofos griegos con el holandés al respecto de la reminiscencia. Como es notorio, sin embargo, la diferencia radica en la predilección de Spinoza por la utilización de los conceptos imagen y afecto, que no es episódica, sino el pilar de una robusta teoría.

5. Decimos mayormente y no completamente porque Spinoza, al final del escolio de la proposición a la que nos estamos refiriendo, deja abierta la puerta a que la imaginación sea una capacidad positiva: “si el alma, al tiempo que imagina como presentes cosas que no existen, supiese que realmente no existen, atribuiría sin duda esa potencia imaginativa a una virtud, y no a un vicio, de su naturaleza”.

6. Entendimiento es la acción de conocer las causas y razón es el género de conocimiento de las causas adecuadas. Si bien no son sinónimos, para ambos aplica la proposición citada, sobre todo si se considera que nadie busca conocer las causas de algo esperando estar equivocado, sino para hallar una verdad que funcione siempre, sin importar el tiempo, en la explicación de todos los casos en que el objeto de dicha verdad esté en cuestión, aunque eso no excluya la posibilidad de darse cuenta de un error posteriormente. Con todo, la razón incluye una operación de entender.

7. Nivel o grado de manera intensiva, así como lo piensa Deleuze:

la potencia es una cantidad, de acuerdo, pero no es una cantidad como la longitud (…) La potencia no es una cualidad. Pero tampoco se trata de las cantidades llamadas “extensivas”. Entonces, aún si se trata de cantidades, se trata de una escala cuantitativa muy especial, una escala intensiva. Eso querría decir que las cosas tienen más o menos intensidad. Sería la intensidad de la cosa lo que reemplazaría a su esencia, lo que definiría a la cosa en sí misma. (2008, clase 3)

Una cantidad no extensiva hace que su expresión numérica sea complicada, pero esto no impide que sea matematizable, porque la matemática es un lenguaje que, como cualquier otro, se define por reglas, máxime en el contexto spinoziano en el que aquí nos movemos, donde lo matemático es mayoritariamente geométrico y se define por su capacidad metódica antes que por las variables que pone en expresión.

8. Sobran los ejemplos de historiografía no científica, en la que los intereses discursivos pasan por otros filtros y toman recursos de distintas materias. Puede pensarse en la obra de Michel DeCerteau o Reinhart Koselleck, muy distantes entre sí y, al mismo tiempo, con el elemento común de hacer una historia cuasi filosófica, en la que los mecanismos de interpretación, valoración y otorgamiento de sentido no requieren demasiada sistematización científica. Véase, v.g., los distintos tomos de La invención de lo cotidiano (1996) para comprender mejor esta glosa.

9. Lo más fácil de encontrar, efectivamente, es que dentro de una estructura de narración temática, en la que hay múltiples momentos de ida y vuelta entre los años o las fechas de ciertos sucesos relacionados, haya también redacción cronológica. Así, cuando se identifica un fenómeno problemático que está en conexión con otros posteriores, es necesario explicar el primero, por lo que la narración debe retroceder en la mención del tiempo y seguir cronológicamente. Para ilustrar, revísese el texto de Knut Walter El régimen de Anastasio Somoza 1936-1956 (2004). Hasta donde nos alcanza, no existen textos históricos que abandonen por completo la cronología en prosa, quizás porque esto sea muy radical para la concepción de la historia basada en el tiempo pasado, o talvez porque las y los historiadores parten de cierto convencimiento de que “presentar la forma de proposiciones causales y relaciones universales necesarias”, que es lo que requiere la exposición matemática y, después, científica, no puede hacerse abandonando el orden de sucesión de los eventos. Esto último, lo que devela es la idea de que las causas y la historia misma son unidireccionales y no admiten contradicción.

10. Véase la nota 5 y el lugar en el texto de donde ella procede.

11. La riqueza de este tema tiene que ver con la concepción afectiva de la política por parte de Spinoza. Para un fecundo comentario, puede verse el ya mencionado texto de Lordon, Los afectos de la política (2017).

Bibliografía

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Héctor Ferlini Cartín (hector.ferlini@ucr.ac.cr) es licenciado en filosofía por la Universidad de Costa Rica y profesor de la Escuela de Filosofía y de la Sede del Pacífico de esta misma universidad.

Recibido: 12 de abril de 2020

Aprobado: 19 de abril de 2020

Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LIX (154) Mayo-Agosto 2020 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589