Laura Álvarez Garro

Imagen-palabra. Lugar, sujeción y mirada en las artes visuales centroamericanas. Pablo Hernández Hernández. (Madrid, Frankfurt am Main: Iberoamericana, Vervuert y Arlekín, 2012, 336 páginas)

A modo de introducción, he de decir que el texto abre numerosas aristas y posibilidades de lectura. Esto hace que tenga una riqueza particular, ya que se intersecan problemáticas relacionadas con el arte y su estatuto; la política, la historia, el territorio; en conjunción con lo que el autor quiere aportar, un análisis de la relación entre imágenes y palabras, no solo entre sí; sino con eso que se expresa a partir de un cuerpo que habla y produce imágenes, que mira y escucha, que a su vez es mirado y escuchado a través de su obra; y que interpelado por lo anterior, produce una red de sentido que se inscribe en un tejido sociosimbólico particular. Un sujeto o sujetos que se narran, creando imágenes de sí y de los otros, narrando imágenes, o imaginando con palabras, aquello que se les escapa, que es la verdad de su historia, el porqué del sufrimiento y del desgarre social.

El Dr. Hernández construye su problema de investigación a partir de una premisa inicial, que marca el tono del libro en su totalidad: la subversión o, se podría decir, lo atraviesa un gesto de corte deconstructivista, de la distinción entre la imagen y la palabra, de esa aparente separación entre lo visual y lo verbal, misma que se desborda una vez que se pasa de la conjetura o especulación teórica al espacio de la experiencia, aquel en el cual las cosas nunca están separadas, sino que se cohabitan, se copertenecen, se anudan. Lo anterior puede ser leído desde el psicoanálisis lacaniano, que piensa a lo imaginario, lo simbólico y lo real como anillos entrelazados, que operan simultáneamente y tienen por efecto ese extraño lugar perceptual al cual llamamos “realidad”.

De esta manera, el autor guía a los y las lectoras por una exposición crítica acerca de las diversas tradiciones que han intentado argumentar la separación entre imágenes y palabras, pasando desde la antigua Grecia hasta la modernidad europea, en las cuales se ha pretendido establecer límites precisos entre la una y la otra, como si nuestro pensamiento fuera o estuviera compuesto únicamente de palabras o de imágenes, como si una palabra no evocara una imagen, o una imagen no evocara palabra. En esa tensión, que Hernández parafraseando a Foucault, denomina una dialéctica inestable, se pone en juego no solo elementos de carácter teórico, sino políticos. Es decir, que el estatuto de primacía de una sobre la otra responde a configuraciones ideológicas determinadas, las cuales, a su vez, podrían ser pensadas como expresiones de un orden simbólico determinado.

En ese sentido, la apuesta del autor por salir de esa discusión binaria entre imágenes y palabras, y pensar una vía que incorpore el elemento del entremedio, supone reconocer que entre ambas producciones del pensamiento no tendríamos límites precisos, sino que ambas operan como formas de registro de eso que denominamos la realidad, que dan cuenta no solo de nuestra experiencia subjetiva de estar en el mundo, sino de cómo interpretamos nuestra experiencia política y social, nuestro pasado y nuestro futuro; cómo representamos el mundo, cómo producimos el sentido, cuál es la relación que tiene esto con la producción del espacio y con los cuerpos de los cuales emergen estas imágenes y palabras.

Ahora bien, Hernández no se detiene en la discusión teórica-conceptual sino que avanza a aplicar su propuesta al análisis de prácticas artísticas contemporáneas en la Centroamérica de finales del siglo XX y principios del siglo XXI, en las cuales se ponen en tensión las formas de representación y presentación, de cómo nos pensamos desde nuestros lugares situados, cómo esto tiene que ver con la memoria y la política, con las formas de poder y con lo que puede ser dicho y visto. No me detendré a hacer un análisis pormenorizado de las obras que el autor analiza –para eso deben leerse el libro–, empero si me interesa destacar el vínculo estrecho que existe entre las palabras e imágenes que pueden ser circuladas en un determinado tiempo y espacio, y las subjetividades que se construyen.

Es claro que el lenguaje contiene en sí mismo su historia, una historia de encuentros y desencuentros, de disputas por la palabra o la imagen adecuada. En pocas palabras, el orden simbólico nunca está completamente fijado y por ende, muta; a veces de forma acelerada, a veces pareciera que no pasa nada. Centroamérica es una región sin duda de contrastes, en las cuales habitan múltiples preguntas e intentos de respuesta, profundos desgarres en el tejido social a partir de la apuesta necropolítica que parece caracterizarla, mismos que se pliegan y repliegan cada vez que un sujeto hace suyas, o rechaza, esas imágenes creadas o esas palabras con las cuales la política pretende que nos narremos.

Esto lleva a plantearse varias preguntas, las cuales no pretendo contestar de forma conclusiva, pero quisiera marcarlas como líneas de fuga que se abren a partir de pensar esta obra como parte de un entramado rizomático –a sabiendas que el autor es un asiduo lector de Deleuze–: ¿cómo nos interpela lo que miramos? ¿cómo lo que vemos está sujeto al poder? ¿cómo establecemos lo imaginable o lo decible? ¿cómo opera la carga histórica asociada a las palabras, imágenes y lugares cuando circulan? ¿cómo aquello que vemos y que escuchamos, lo que producimos y lo que decimos está marcado por esa escandalosa singularidad que se produce entre lo político y la psique?

Es en esta última pregunta que quisiera detenerme. Si bien pude abordar el texto desde una perspectiva propia de la teoría política, de la ideología, o de la historia de la región; he tomado la decisión, a partir de lo que el texto produjo en mí, de abordar el problema relativo a la imagen-palabra desde la función que tienen la imagen y la palabra para el psicoanálisis.

Empecemos por una de las citas más conocidas de Lacan: “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”. Esto nos indica la dependencia radical del sujeto al orden simbólico que lo inaugura como tal, es decir, no habría sujeto sin palabra, palabra dicha por el Otro que nos marca: somos hablados por el lenguaje. Ahora bien, esta dependencia radical con el Otro no se inicia ni se acaba en el registro de lo simbólico, sino que se anuda con la dialéctica inaugural en la cual el sujeto se reconoce a sí mismo en su imagen a partir de la mirada de un Otro, que se “descubre” a través de su mirada, descubrimiento que es recibido por ese niño o niña con júbilo, porque le otorga una coherencia ortopédica a aquello que antes era pura desorganización.

Desde Lacan, la identificación con la imagen brinda las condiciones de posibilidad para la posterior identificación simbólica, en la cual el niño o la niña adviene al orden del significante y queda atrapado para siempre en ese juego. El niño o la niña ingresa en un drama cuyo empuje interno precipita de la insuficiencia a la anticipación, ya que, a partir de la primera identificación que es espacial, puede dominar esa imagen que anteriormente se presentaba de forma fragmentada, deformada y separada hasta constituir una forma que Lacan (1949) denomina ortopédica de su totalidad, una unidad ideal, imago salvadora (Lacan, 1948) de la cual queda prendado; la cual no es dada sino como una Gestalt, es decir, una forma que sin duda es más constituyente que constituida, bajo una simetría que la invierte en oposición a la turbulencia de movimientos con que se experimenta a sí mismo como animándola.

Otra consecuencia fundamental de la conquista de la imagen es la estructuración en el sujeto del moi, y más aún del je (Marini, 1989); términos bajo los cuales Lacan procuraba explicar la escisión fundamental que se produce en el sujeto como consecuencia de la dependencia de la imagen: el moi (yo sustantivo) corresponde al sujeto del enunciado en tanto es el sujeto del deseo, y el je (yo formal) es el sujeto de la enunciación; es decir, el yo (je) de la enunciación que se fija en el orden del discurso tiende a ocultar cada vez más al sujeto del deseo, y esto establece una objetivación imaginaria del sujeto, el cual no tiene otra escapatoria que identificarse cada vez más con los diferentes “representantes” que lo actualizan en el discurso (Dör, ٢٠٠٠): “yo soy tal, yo soy lo otro, etc”. Estos “representantes”, a su vez, provienen de un campo socio-simbólico determinado, en el cual conviven de forma coetánea, la historia, la política, la cultura, el territorio, etc.

Para Lacan (١٩٥٧), el yo (je) actúa como un significante, es decir, actúa como un indicativo; que en el sujeto del enunciado designa al sujeto en cuanto que habla actualmente, es decir, designa al sujeto de la enunciación, pero no lo significa. Por consiguiente, la función de re-conocimiento del sí mismo siempre va a estar marcada por una ruptura, una falla, que se produce desde el primer momento en el que el sujeto se aliena a la imagen en el espejo.

El reconocimiento de esta operación psíquica hace que Lacan separe la mirada del acto de mirar: la mirada se convierte en el objeto del acto de mirar, en el objeto de la pulsión escópica. La pulsión escópica nos permite percibir “imágenes” y a sí mismo como una “unidad”. Así, la mirada no está del lado del sujeto, es la mirada del Otro:

Lacan piensa una relación antinómica entre la mirada y el ojo: el ojo que mira es el del sujeto, mientras que la mirada está del lado del objeto, y no hay coincidencia entre uno y otra, puesto que “ustedes nunca me miran desde el lugar en el que yo los veo” (S11, 103). Cuando un sujeto mira un objeto, éste está siempre ya devolviéndole la mirada, pero desde un punto en el cual el sujeto no puede verlo. Esta escisión entre el ojo y la mirada no es otra cosa que la división subjetiva en sí, expresada en el campo de la visión. (Evans, 2007, 130)

Esta operación psíquica fundamental aparece referida en la obra de Hernández en múltiples ocasiones, por ejemplo: “En este espacio, que no se encuentra ni en la obra ni en el sujeto que la observa, sino en la imagen-palabra, lo que miramos nos mira, la palabra nos mira tanto como la imagen, y de esta manera nos interpela sobre la evaluación de nuestras formas de mirar” (Hernández, 2012, 22). En esta relación ex-tíma, entre el objeto que creamos y lo que nos devuelve, queda clara la estructura de la obra de arte como aquella que construye alrededor de un vacío fundamental, mismo que habita al sujeto en su tragedia individual.

Por otra parte, así como cuando hablamos con un otro semejante, sentimos que su mirada nos soporta, la palabra, función de la voz, puede ser un soporte, una forma de inscribir, de poner en el afuera aquello que agita en el interior del sujeto. Las palabras producen efectos insospechados: una palabra amable o una palabra cruel, palabras de consuelo, de amor o de odio, de rechazo o de inclusión.

Así, podemos pensar la imagen-palabra junto con Mauss y Levi-Strauss como una forma de “intercambio simbólico” de un “don”, un “regalo”, como un “pacto” que asigna roles tanto al emisor como al receptor; la palabra es una “invocación simbólica” que puede crear un acto, que puede acercar al sujeto a la verdad de su deseo. Sin embargo, este acercarse es siempre diferido, porque hay una dimensión del deseo que se le escapa al sujeto, es materialmente imposible.

Así, en esta apuesta por tratar de dilucidar una conceptualización de la imagen-palabra, Hernández se encuentra con este resto irrepresentable, esta hiancia siempre operante entre aquello que el o la artista quiere plasmar, lo que su obra le devuelve como pregunta y afirmación, entre el o la espectadora que mira y a su vez es mirado, es interpelado y cuestionado en su pulsión escópica e invocante, que pide a gritos un cierre, una voz que le devuelva la palabra precisa. Es así que la imagen-palabra solo puede remitir a otras imágenes y otras palabras, en una constante differánce o metonimia:

Pero, que la imagen y la palabra establezcan una relación de tal modo que a partir de ésta se abra un espacio en donde las relaciones entre las imágenes y las palabras puedan referirse, más o menos directamente, a sí mismas, es algo que permite no sólo la elaboración de un discurso, un pensamiento, una figura de percepción y un saber sobre las referencias correspondientes y sobre lo representado, sino también sobre las lógicas de referencia y sobre la representación, y sobre los mecanismos sociales que van detrás de ellas y sus consecuencias políticas. (Hernández, 2012, 310-311)

A manera de cierre, quisiera señalar la importancia que tiene para una región como la nuestra el poder representar de alguna manera nuestra tragedia, no solo colectiva, sino subjetiva. Si no hay circulación de la imagen-palabra lo único que resta es la muerte, no solo simbólica, sino existencial. Poder hacer algo con el horror que nos habita, transformarlo, volverlo algo que construya indispensable si queremos sobrevivir a nuestra propia pulsión de muerte. Usar las palabras que han sido insultos para apropiarse de ellas. Usar las imágenes de la guerra para pensar otro espacio posible. Modificar la situación de habla en la que se dieron. Crear otra forma de hablarnos y de vernos.

Referencias bibliográficas

Evans, D. (2007). Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano. Buenos Aires: Paidós.

Dör, J. (2000). Introducción a la lectura de Lacan. El inconsciente estructurado como lenguaje. 1 ed. 2 reimp. España: Gedisa Editorial.

Hernández Hernández, P. (2012). Imagen-palabra. Lugar, sujeción y mirada en las artes visuales centroamericanas. Madrid, Frankfurt am Main: Iberoamericana,Vervuert.

Lacan, J. (1948). La agresividad en psicoanálisis. En: Lacan, J. (1975). Escritos II. México: Siglo XXI Editores.

. (1949). El estadio del espejo como formador de la función del yo tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica. En: Lacan, J. (1971). Escritos I. México: Siglo XXI Editores.

. (1957). La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud. En: Lacan, J. (1971). Escritos I. México: Siglo XXI Editores.

Marini, M. (1989). Lacan: itinerario de su obra. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.

Laura Álvarez Garro (laura.alvarezgarro@ucr.ac.cr). Profesora de la Escuela de Filosofía e investigadora del Centro de Investigaciones en Historia de Centro América, ambas de la Universidad de Costa Rica.

Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LIX (154) Mayo-Agosto 2020 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589