Javier Corona Fernández

La universidad frente al paradigma eficientista
de la educación neoliberal y tecnocrática

Resumen: El presente artículo propone una reflexión en torno a la formación universitaria del siglo XXI en el marco de la globalización capitalista. Para ello, analiza la manera en que la universidad ha sido sometida a criterios de eficiencia en un marcado contraste con la idea de educación emancipatoria. Por último, pone énfasis en la urgente situación que viven las sociedades contemporáneas que enfrentan un creciente deterioro en el mundo de la vida y el papel que la educación superior tendría para contribuir al conocimiento y eventual superación de la marginación y la pobreza extremas.

Palabras clave: Educación. Emancipación.Teoría crítica. Universidad.

Abstract: This paper proposes a reflection on the university formation of the 21st century in the context of capitalist globalization. To do this, it analyses how the university has been subjected to efficiency criteria in marked contrast to the idea of emancipatory education. Finally, it emphasizes the urgent situation of contemporary societies facing increasing deterioration in the world of life and the role that higher education would have in contributing to the knowledge and eventual overcoming of extreme marginalization and poverty.

Keywords: Education. Emancipation. Critical Theory. University.

Con una edad que ronda ya los nueve siglos, en un sinuoso itinerario que la ha colocado numerosas veces en la entraña de acontecimientos históricos, la Universidad no sólo es una de las más longevas instituciones de la civilización, sino que, desde su creación, ha constituido un crisol en el que se fraguaron los elementos del sentido de realidad que recorrió el mundo medieval. En el momento de su fundación, la universidad actualizó el saber antiguo y luego, a través del paradigma moderno, llega hasta nuestros días conservando y transmitiendo el acervo de una existencia milenaria. Sin embargo, en detrimento del fin que le dio origen crear una comunidad de aprendizaje y amistad, en las últimas décadas la universidad se ha visto cercada, como sucede con la mayoría de producciones culturales, por los criterios y mecanismos de eficiencia y rentabilidad propios de una empresa mercantil, a tal grado que sus integrantes se definen no como individuos que a través del conocimiento buscan cultivar su espíritu y formar su personalidad, sino como clientes que interactúan en un mercado en el que se venden y compran servicios educativos con toda la problemática que este tipo de intercambio acarrea.

Sobre este fondo, el presente trabajo propone una reflexión en torno a ciertos aspectos que definen las condiciones de la educación universitaria en el siglo XXI en el marco de la globalización capitalista. Su abordaje está dividido en tres apartados: el primero de ellos, titulado “La compulsión instrumentalista por una educación competitiva”, da cuenta de la manera en que, en el apogeo globalizador, la educación ha sido sometida a las restricciones de los mercados, las agencias de calificación, los organismos financieros internacionales y los tratados de libre comercio propios del neoliberalismo; el segundo apartado, que lleva por lema “Idea universal de una educación emancipatoria”, recupera aquellos elementos que permitían ver en la universidad las posibilidades de realización de una vida estimable y digna, propia de una sociedad que quiere reconstruirse y de seres racionales que han propuesto la idea de libertad como horizonte de realización que aún valdría la pena mantener; por último, el tercer apartado, “El aliento de una educación inclusiva”, pone énfasis en la urgente situación que viven las sociedades contemporáneas que, como la mexicana, se enfrentan a un deterioro social que ha sumido a prácticamente todas sus instituciones en una vorágine de la cual ni siquiera la universidad se mantiene a salvo. Aquí hacemos una reconsideración de algunos postulados recogidos por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), como una instancia que, más allá de las limitaciones de una institución que podría considerarse fallida a la vista del imperio monetarista que hoy priva, pretende articular con más pena que gloria, las directrices de una política internacional de paz y, a través de la educación, superar la marginación y la pobreza extremas, lo cual ofrece líneas de orientación que cabría criticar al interior de la vida universitaria.

La compulsión instrumentalista por una educación competitiva

Soy completamente de la opinión
de que la competencia es, en el fondo, un principio opuesto a una educación humana. Creo además también que una enseñanza que discurre en formas humanas no puede tender en absoluto a reforzar
el instinto de competencia. Por esa vía tal vez

puedan educarse deportistas, pero, desde luego,
no personas libres de toda barbarie.

T. W. Adorno

Un primer trastrocamiento de la educación universitaria en nuestros días se evidenció al colocar como prioridad la atención al cúmulo de procedimientos de certificación en boga, en los que se evalúa la pedagogía no por sus alcances formativos, sino con base en “rúbricas”, “indicadores” o “estándares” idóneos para cuantificar la competitividad del servicio prestado. La influencia ejercida por esta idea de “universidad-empresa”, que surge al despuntar el siglo XIX en el contexto de la nueva ciudad industrial ya contaminada y negruzca, se generaliza en los años ochenta del siglo XX como expresión consumada de las tendencias neoliberales que marcan la pauta de la vida social mediante la primacía de la lógica del mercado, la libre operación de las leyes de la oferta y la demanda y la autorregulación del sistema productivo. Este sometimiento íntegro al mercantilismo, ha hecho que la actual burocracia universitaria que ocupa los principales puestos directivos tenga el deplorable honor de personificar la cosificación de la conciencia en un nivel sin precedentes, en cuya prospectiva la educación como formación de la personalidad cedió sus espacios a la mera capacitación de la mano de obra industrial, y la burocracia administrativa, presa en las redes de la multifuncionalidad de grupos de trabajo compite por alcanzar estándares de calidad internacionales. Ese es el rostro actual de la universidad.

Dicho fenómeno de oscurantismo, que irónicamente se verifica entre el sector de la población que posee estudios de “nivel superior”, da cuenta de la enajenación a la que pueden llegar los seres humanos. Basta con ver cómo la clase que pretende dirigir la educación del siglo XXI antes que vislumbrar la construcción de una sociedad distinta desde el espacio que la universidad permitiría, ha puesto como su meta principal el anhelo de tener un sistema de gestión de calidad diseñado para responder a las exigencias consumistas de la sociedad contemporánea. Para semejante modelo de universidad no interesa la investigación que evalúa previamente la huella ambiental al generar conocimiento aplicable, sino la innovación productivista que incrementa la riqueza a cualquier costo, respondiendo así a los criterios de rentabilidad impuestos por los organismos que regulan el mercado globalizado de los bienes y servicios. Pero esta visión no es privativa de la universidad, inunda el ámbito educativo en todos sus niveles, por ello vemos cómo periódicamente los responsables de la educación esperan con una mezcla de temor, entusiasmo y ansia, acceder a los mecanismos de evaluación que para este propósito han diseñado las instancias internacionales comandadas por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), fundada en 1961, con sede en Francia.

Para los participantes, la publicación de resultados llega a causar conmoción, sea que se logren los estándares reservados para los exitosos y triunfadores, para los dueños de premios e incentivos; o, por el contrario, se les califique como perdedores y fracasados. Cabe advertir que no sólo los directivos de instituciones educativas caen en este marasmo generado por la calificación obtenida en las evaluaciones, también los gobernantes de los más variados países suelen estimar las políticas públicas de su gestión a partir del resultado alcanzado. Tal es el caso de América Latina, zona en la que las universidades públicas tienen el compromiso de ampliar la cobertura y contribuir a que la equidad en la educación sea una realidad para un mayor número de pobladores. Bajo esta premisa progresista, el acceso a una formación de calidad permitiría vislumbrar mejores condiciones de vida para la población y superar, en cierta medida, la violencia y destructividad que caracteriza a las sociedades de la región. No obstante, más allá del resultado conseguido en un examen, también es justo reconocer que la educación en esta demarcación del planeta se enfrenta a graves problemas como el abandono escolar, escasa eficiencia terminal, bajas tasas de titulación, rezagos en infraestructura, entre otros. De manera que, pese al avance registrado en las últimas décadas, persisten dificultades que impiden estructurar un sistema educativo pertinente y de excelencia.

Por otra parte, en la organización curricular se tienen que redoblar esfuerzos para ir al ritmo de las transformaciones de la sociedad y de las expectativas de las jóvenes generaciones que se enfrentan a un mundo con pocos espacios para el desarrollo profesional. Esta exigencia de competitividad que ha escalado niveles sin precedente, ha provocado también que a últimas fechas la educación universitaria se dirija prioritariamente a integrar su planta académica con la contratación de profesores con estudios de posgrado (un estándar de calidad), lo que posibilita dar un mayor impulso a la investigación, pero con ello se ha desestimado el trabajo docente y, por lo tanto, se puede apreciar un grave declive en la formación de profesionistas en áreas estratégicas que diversos sectores de la sociedad demandan. Uno de los grandes retos que destacan los especialistas es equilibrar la generación de conocimiento con la transmisión y divulgación de éste; asimismo, se requiere compensar la habilitación en saberes y prácticas ancestrales, con la actualización permanente en áreas de desempeño laboral que conllevan responsabilidad civil. Aunado a lo anterior, se ha tenido que reconocer la necesidad perentoria de instrumentar programas específicos para ir reemplazando al profesorado que espera contar con una digna jubilación al cabo de años de servicio, pero al que se le quiere endosar el quebranto en el sistema de pensiones, pasando a un segundo término lo que en su vida activa los profesores dieron a la sociedad.

Si bien es justo reconocer que no son tiempos para albergar alguna brizna de optimismo porque sería una falta de respeto a las miles de víctimas de la violencia y la crueldad imperantes en todo el mundo, cabría afirmar que en una lectura un tanto apologética a los ojos de la sociedad la universidad se ha ganado un lugar específico como espacio multidisciplinario que divulga el conocimiento y contribuye a su avance, propiciando instancias de reflexión en prácticamente todas las ramas del saber humano. Además, la universidad ha tenido, al paso de los siglos, una tarea social y política primordial asentada en la defensa de la autonomía de la razón, el derecho a la libre búsqueda de la verdad y la custodia del patrimonio cultural. En nuestros días, cabría preguntar si esa imagen perfecta corresponde o ha correspondido alguna vez a la universidad real.

Sin embargo, en el siglo XXI la educación universitaria, además de la férrea red de la administración que la constriñe, está atrapada por dispositivos de coerción que han dañado el eje primordial de la convivencia humana que en sus espacios tenía lugar, cerrando las posibilidades de emergencia de un pensamiento crítico que pudiera estar a la altura de las necesidades y reclamos del mundo actual. En este aspecto, como fiel expresión de su época, en algunos países más que en otros, la universidad se ha visto amenazada en su interior por severos problemas de marginación, que han puesto de manifiesto la violencia de género que priva en una institución patriarcal y autoritaria que ha dirigido el conocimiento no hacia la emancipación de la humanidad, sino hacia la explotación de la riqueza sin importarle la destrucción de la biósfera. A partir de la industrialización, la universidad está atravesada por el afán de dominio y, por lo tanto, no puede situarse por encima de la problemática mundial que la circunda.

Por si fuera poco, en el proceso enseñanza-aprendizaje existen problemas de fondo que urge afrontar, como la progresiva informatización que inunda las aulas, haciendo del aprendizaje una maraña de datos y, por otro lado, la creciente compulsión por las evaluaciones que, a través de un baremo “universal”, pretende cuantificar el “rendimiento académico” sin detenerse a considerar la realidad concreta de individuos y comunidades. Los esquemas que formulan los expertos en innovación educativa se pierden en la búsqueda de la eficiencia traducida en resultados medibles y justifican su trabajo enumerando todas las fortalezas identificables para una población que de manera directa demanda una escuela convincente. Por su parte, los evaluadores promulgan a los cuatro vientos las recomendaciones positivas que se desprenden de la adecuación de la dinámica escolar al modelo neoliberal, en el que el conocimiento es la mercancía ad hoc para consolidar aquello que los versados asumen como logros inobjetables de un mundo cambiante y cada vez más digitalizado, que cuenta con una fuente inagotable de datos para consulta, que se incrementa cada segundo y que erróneamente se cree que está “al alcance de todos”, como si las profundas desigualdades económicas fueran una ficción. De esta manera, constatamos una vez más que el camino al infierno suele estar plagado de buenas intenciones o de autoengaños, según sean las gafas que se utilicen para leer las “bondades” de la nueva planificación educativa en la “sociedad del conocimiento”, metáfora ésta que goza de gran aceptación entre quienes ven con naturalidad la conversión del conocimiento en la mejor mercancía, en la palanca del desarrollo e impulso hacia la productividad, herramienta que bate fronteras y coloca en la bolsa de valores los activos de las empresas situadas en la vanguardia de la innovación.

Entre las frases hechas y desgastadas que anegan los planes y programas de estudios fórmulas que en los últimos años se han actualizado para responder a los retos de capacidad y competitividad académicas, podemos citar una serie de maravillas que, desde las lujosas e inteligentes oficinas de los funcionarios universitarios han sido estructuradas en función de la planificación por objetivos y resultados medibles, conducidos claro está desde la óptica de una prospectiva empresarial, mercantil y optimista. De manera que, en un ejercicio de autoelogio que pretende ser objetivo, los funcionarios en turno enuncian las fortalezas que es preciso cuidar para dar cuenta de una gestión acorde con la época, que demanda ideas brillantes para triunfar y adueñarse del mundo. Entre los apotegmas de la calidad total en la educación se pueden enumerar los siguientes ejemplos:

1. El Plan de Estudios cumple con el perfil de egreso que marca el Modelo Educativo por competencias y define los conocimientos y habilidades para que los egresados puedan desarrollarse con éxito en el campo laboral, asumiendo el rol de líderes.

2. Los egresados consideran que su formación les faculta para la construcción y comprensión de conceptos y la resolución de problemas, pero no en un plano teórico o abstracto, sino de liderazgo y organización, lo cual es un rasgo que valoran los empresarios y, en general, los empleadores.

3. Los estudiantes conocen oportunamente los programas de cada asignatura, la capacitación que les aporta y los criterios cuantificables de su evaluación.

Esta lista de bien intencionados deseos y autoengaños se complementa con otra serie de buenas prácticas y sugerencias, cuya aceptación es axiomática para ser cada vez mejores y más profesionales. Para tal efecto han proliferado toda suerte de instancias evaluadoras que, a partir de un jugoso contrato, acreditan la calidad de los programas educativos; así, fundamentan, mediante un instrumento de medición, su idoneidad en función de las exigencias del mercado y, si como es de esperarse, se cumplen los estándares, indicadores o rúbricas de calidad, entonces se otorga el galardón de reconocimiento en una ceremonia formal y vacía que nada tiene que ver con la educación, sino con una mal entendida política de logro de metas y objetivos de calidad que más parece una comedia de autoelogio. Además, estos organismos de evaluación se permiten sugerir recomendaciones que han de ser puntualmente seguidas como condición sine qua non para ir por el pavimentado camino del éxito. Entre las más preclaras recomendaciones, podemos enumerar las siguientes:

1. Es necesario hacer más flexible el Plan de Estudios y ampliar la oferta de cursos optativos como respuesta a las puntuales demandas de los empresarios y administradores.

2. Se sugiere incluir en el mapa curricular asignaturas de administración, pues en su estructura se muestra un vacío, lo cual propicia una formación incompleta de cara a las exigencias del mercado laboral.

3. Fomentar desde el plan de estudios las estancias en empresas y la movilidad académica, fortalecer liderazgos para que los estudiantes sean emprendedores y desarrollen sus iniciativas.

Desde luego que, para un criterio formado en el litigio empresarial, algunas de esas recomendaciones no tendrían por qué ser desechadas sin más, pues ¿quién podría estar en contra de una buena educación y de mejores oportunidades de vida para la población? Empero, el problema que adolecen en su propio contexto es que tales indicaciones están alineadas, desde su origen, con un juego de lenguaje guiado por esos parámetros que rinden culto a la nueva religión del mercado mundial en la que pasa a segundo plano la vida individual de las personas.

Idea universal de una educación emancipatoria

Allí donde crece el peligro,
crece también la salvación.

Hölderlin

Es innegable que la mercadotecnia ha ampliado sus márgenes de operación arrasando todo lo que encuentra a su paso. No obstante, el planteamiento de una opción distinta también puede caber en el espacio de una educación universitaria, a pesar de todos los lastres con los que en la actualidad carga. La formulación de una alternativa humanista tiene que ver asimismo con la existencia de una subjetividad crítica, considerada como la mejor característica que pudo emerger de la sociedad moderna, la cual no sólo ha producido la fascinación por el dinero. La subjetividad todavía posee, en el proyecto de Theodor W. Adorno, una órbita esclarecedora en medio del nuevo oscurantismo que rodea a la sociedad contemporánea. Como pensador dotado de un agudo sentido de la crítica, Adorno sabe muy bien que no todo puede ser desechado como inservible en el añejo curso de la educación, pues la crítica misma carecería de sentido si no valorara los elementos que subyacen en aquello que cuestiona. En Educación para la emancipación, apelando a un filósofo como Kant, Adorno abre un nuevo frente en ese camino de lucha y resistencia propio de la subjetividad crítica, que puede llevar a la transformación del estado de cosas imperante.

La exigencia de emancipación parece evidente en una democracia. Para precisar esta cuestión voy a referirme sólo al comienzo del breve tratado de Kant titulado Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung? (“Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?”). Ahí define la minoría de edad, y con ella también la emancipación, diciendo que esta minoría de edad es autoculpable cuando sus causas no radican en la falta de entendimiento, sino en la falta del valor y de la decisión necesarios para disponer de uno mismo sin la dirección de otro. “La Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad autoculpable”. Considero que este programa de Kant, al que ni con la peor voluntad podría acusar nadie de oscuro, sigue estando hoy sumamente vigente. (Adorno, 1998, 115)

En nuestros días la nueva minoría de edad consiste en sucumbir ante esa idea de educación promulgada por el neoliberalismo. En efecto, la vigencia de la reflexión hecha por Immanuel Kant a propósito de la actualidad de la filosofía conduce a la revaloración de un campo formativo como las humanidades que, a últimas fechas, ha estado un tanto oculto en el espesor del mundillo universitario y al que la maquinaria académica acusa de rezago e inactualidad, de poca o nula pertinencia al no tener suficientes estudiantes para justificar su razón de ser. Bastaría con pensar en el golpe dado por Jair Bolsonaro al sistema educativo de Brasil al iniciar la segunda década del siglo XXI, para darse cuenta de lo que sucede, en mayor o menor medida, en universidades e institutos de investigación que viven bajo la soberanía del llamado “índice de impacto”, rasero que tasa la importancia de una investigación y, al mismo tiempo, se erige como condición de sobrevivencia en los escaparates de los supermercados que inundan la sociedad del conocimiento. En el caso de la Filosofía y, en general, de las humanidades, el ojo del mercader las ve con menosprecio, a pesar de ser un suelo fértil de saber milenario, origen de la universidad como institución, pero que ahora apenas sobrevive con una estrategia no de crecimiento sino de resistencia, a causa de que su carácter es opuesto al reduccionismo de la razón instrumental. Las llamadas por Wilhelm Dilthey “ciencias del espíritu” son disciplinas que no gozan de buen cartel a la vista de los criterios de eficiencia y productividad que prevalecen en muchas esferas gubernamentales encargadas de dictar las políticas de educación. Para estas instancias su utilidad no es visible, e incluso llegan a ser fuente de problemas, según dicen los tecnócratas, por la crítica que incomoda a los funcionarios y políticos que medran al interior de las universidades públicas. Paradójicamente, en nuestros días las humanidades y las ciencias sociales ante la opinión publica empiezan a recuperar su lugar como piezas clave en la cultura, pero también, por desgracia, este repunte se da generalmente en épocas de crisis social como la que estamos viviendo, en la que de manera cada vez más recurrente emergen expresiones sobre la ausencia de parámetros de orientación para la vida práctica impregnada de violencia y miedo.

Es evidente que la sociedad de nuestra época se encuentra enferma y que su estado de salud se reporta grave. Si la medicina se encarga de curar las enfermedades fisiológicas con un diagnóstico previo, las humanidades deben encargarse de hacer ese diagnóstico precursor a todo intento de curar los males de la sociedad. Mas debe cuidarse de prescribir recetas fáciles, ya que los padecimientos de la vida colectiva deben ser tratados por medio de la autonomía de la voluntad y del pensamiento, puesto que aquí el síntoma del malestar está referido a las creaciones culturales y a su historicidad. En un escrito intempestivo publicado en 1798 titulado El conflicto de las facultades1, Kant da cuenta de la importancia que reviste la lucha continua y comprometida por la libertad intelectual, uno de los rasgos característicos de su personalidad como profesor universitario. Aquí el filósofo de Königsberg señala reiteradamente el valor que la filosofía tiene como búsqueda del saber de manera desinteresada, y lo hace en el momento en que inicia el ascenso productivista de la sociedad industrial. Por ello, en una aparente inactualidad, El conflicto de las facultades expone el punto de vista de nuestro autor respecto a la filosofía como investigación de la verdad. Además, dicha obra no sólo es la ocasión para pronunciarse una vez más acerca de la Aufklärung y su consigna central como valor para pensar por cuenta propia, sino que le permite establecer su posición respecto al saber y, sobre todo, respecto a la universidad y dentro de ella la jerarquía que corresponde a la Facultad de Filosofía, cuya tarea política consiste en la defensa de la autonomía de la razón, el derecho a la libre investigación y la conservación del patrimonio cultural; asimismo, le da pie para advertir sobre los peligros del militarismo y la guerra como obstáculos al avance espiritual de los pueblos.

Si tomamos como referencia lo que Kant traza en El conflicto de las facultades, es claro que el rasgo propio de la universidad es la formación humanística y, en esta acepción, no cabe duda de que es un producto cultural que reviste una importancia vital desde hace muchos siglos. Como institución transversal, la universidad ha sido a la vez testigo y protagonista en la historia humana y representa un modelo de pensamiento que se ha mantenido porque alude a una comunidad encargada de recuperar y sistematizar el saber y proyectar la educación para el mundo venidero, a pesar de que con el desarrollo de la industria se haya utilizado como el taller que provee la mano de obra calificada. Pero no por ello renunció al sentido de la crítica, que mantuvo como frente de resistencia ante los embates del feroz mercantilismo que prohijó el dominio colonialista y condujo más tarde al abismo de la destrucción en las guerras mundiales, en las que abiertamente se utilizaron los recursos y el conocimiento generado en las universidades y centros de investigación, haciendo converger ciencia y política en un mismo afán de dominio.

La Primera Guerra Mundial fue llamada la guerra de los químicos. Su principal experto en esa disciplina fue Fritz Haber, un Nobel alemán que descubrió cómo fijar el nitrógeno es decir, cómo extraerlo del aire y utilizarlo en la fabricación tanto de fertilizantes como de explosivos y luego dirigió la primera guerra química a gran escala inundando las trincheras francesas de gas cloro. Hasta el fin de la guerra, los ejércitos británico, francés y alemán utilizaron no sólo cloro, sino también fosgeno, cianuro de hidrógeno, cloruro de cianógeno y sulfuro de etilo diclorado (o gas mostaza), entre otros, y la guerra química mató o hirió a un millón de soldados. (Finkbeiner, 2007, 33)

Después de sobrellevar tanta destructividad, las comunidades universitarias de la segunda mitad del siglo XX, sobre todo merced al impulso de los movimientos estudiantiles, recibieron una nueva carga de vitalidad dándole rostro a una idea de universidad solidaria y cercana a la gente, como la formulada por Kant cuando se pregunta acerca del mejoramiento moral de la humanidad. Una universidad que, paradójicamente, también se nutrió de conceptos, actitudes y formas de resistencia tomadas de pensadores a los que en su momento no les dio cabida en sus espacios, como sucedió con Marx, Nietzsche o Benjamin, entre otros. La universidad es ejemplo de un fenómeno en constante transformación, que pertenece a la cuenta larga del tiempo y que ahora parece ahogarse tanto por el embate externo del poder económico y político que no ha cesado de asediarla durante más de dos siglos, como por los recientes vicios internos de una convivencia dañada.

No obstante, la rememoración del pasado que puede recaer en lo idílico, no debe hacer que la conciencia pierda de vista el dinamismo y fugacidad que conlleva la vida cotidiana, como tampoco es dable caer en la imagen de un mundo bucólico suspendido en el tiempo. Es importante tener presente que, a diferencia de la idea que se tiene de cómo transcurría la vida en la Edad Media cuando surgieron las universidades, o en el despunte del industrialismo moderno, el siglo XXI se caracteriza por la vertiginosidad de los fenómenos, el hiperdesarrollo científico y tecnológico, y por el despliegue de la razón cognoscitiva en una infinita variedad de emplazamientos que hacen inconmensurable la idea de universidad a través de las épocas más allá de los hilos de continuidad que consigan formularse.

Por lo común se acepta que la cultura ha sido siempre un extenso mosaico de saber y creatividad en diversos campos de desarrollo y, pese a los esfuerzos que han hecho algunos filósofos y científicos por abatir el abismo que media entre las múltiples disciplinas, aumenta la incomunicación entre las humanidades y la investigación científica, como si ambas no fuesen expresión de la inventiva humana en su devenir histórico. Pero cabría preguntar por qué, a pesar de tanto conocimiento y de una exuberante productividad aportada por la religiosa disciplina del trabajo, lo que prevalece es un estado de descomposición social, una condición tal de ruina y quebranto que lleva a concluir que el conocimiento no ha servido más que para dominar la naturaleza. ¿Dónde está la raíz de esta deshumanización? Para una de las más fecundas expresiones de la filosofía contemporánea, la que identifica su procedencia en la raíz fenomenológica del primer tercio del siglo XX, existe una dilucidación posible de este estropicio de la civilización y no se requiere salir del plano de la reflexividad para acceder a ella, ya que ese extravío consiste en la reducción positivista de la ciencia a un simple repertorio de hechos; contracción que arrebata a la ciencia su más profunda significación humana al poner énfasis sólo en la prosperidad de la inventiva industrial ligada a la ingeniería, y porque en su interés por nombrar y contar esta posición positivista excluye el problema del sentido y del valor de la existencia, problema metafísico del que según su criterio no vale la pena ocuparse. El debate entre positivismo y crítica tuvo en la universidad una de sus principales arenas de confrontación, espacios que por desgracia el militarismo no tardó en ocupar para llevar la investigación científica a los umbrales de la máxima barbarie.

La Segunda Guerra Mundial fue, por el contrario, la guerra de los físicos. A finales de la década de 1930 y principios de la de 1940, físicos británicos y estadounidenses desarrollaron el radar. La tecnología consistía en una breve emisión de ondas de radio que rebotaban sobre un blanco y regresaban al emisor; cronometrando el tiempo de retorno de esa emisión de ondas, se podía calcular la distancia que mediaba hasta el mencionado blanco. Aquello permitió que, por primera vez, se pudiera localizar a un enemigo invisible e inaudible; aviones, misiles, barcos y submarinos en emersión pasaron así a ser detectables desde lejos y en plena noche. Más o menos por la misma época, los físicos europeos averiguaron que el núcleo de un átomo podía escindirse y que en dicha escisión (o fisión) se liberaban cantidades ingentes de energía. Entre físicos, las noticias vuelan con gran rapidez y atraviesan sin problemas las fronteras nacionales, así que, de forma casi inmediata, todos se dieron cuenta de que la energía procedente de la fisión —y, en concreto, de la fisión de una cierta variante del átomo de uranio— podría aprovecharse para fabricar bombas de extraordinaria potencia. (Finkbeiner, 2007, 33-34)

Con la escalada bélica, la ciencia fue apartada del camino que durante mucho tiempo tuvo y, después de dominar la naturaleza, se utilizó para destruir contrincantes en la disputa por la abundancia, fenómeno que la autorreflexión crítica de la filosofía pronto evidenció. Así lo expone Edmund Husserl en Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, libro que, en el análisis de la situación que prevalece en la educación actual, no puede menos que resultar esclarecedor y fascinante. Se trata de un manuscrito que data de mediados de los años treinta, pero publicado por vez primera en 1954, obra con la cual Husserl toma el pulso al sentido de realidad del mundo contemporáneo mediante el diagnóstico del estado que guarda su rasgo más característico: el conocimiento científico.

Tomemos nuestro punto de partida en un cambio de valoración general con respecto a las ciencias, ocurrido a fines del último siglo. Este cambio no se refiere a su carácter científico, sino a lo que ellas, a lo que la ciencia en general ha significado y puede significar para la existencia humana. La exclusividad con la que, en la segunda mitad del siglo XIX, toda la cosmovisión del hombre moderno se dejó determinar por las ciencias positivas, y se dejó deslumbrar por la “prosperity” debida a ellas, significó un alejamiento indiferente de los problemas que son decisivos para un auténtico humanismo. Meras ciencias de hechos hacen meros hombres de hechos. (Husserl, 1984, 11)

En un camino opuesto al seguido por el criterio positivista, en palabras de Husserl la formación filosófica propone un modo de concebir el conocimiento que no ha de excluir el “mundo circundante”, que es el terreno real donde vive y actúa el ser humano. La filosofía se concibe como un fenómeno histórico de vital importancia, pero también representa una tarea abierta, perenne, inagotable, infinita, que consiste en la intención de crear una humanidad que llegue a un estado supremo de toma de conciencia de su realidad cósmica e histórica, mediante el cultivo de una forma de pensar que le lleve a revertir el reduccionismo de los métodos empíricos que no le han permitido al ser humano descubrirse como sujeto creador de su entorno, como artífice de su mundo circundante. Contrario a los prejuicios en boga, Husserl señala que el conocimiento científico no es ajeno a esta trama de fenómenos que configuran el mundo circundante, pero los métodos del positivismo empleados para clasificar hechos muestran su propia limitación al darle exclusividad a la problemática lógico-objetiva, y por ello no permiten alcanzar la realidad intersubjetiva de lo humano, pues para tales emplazamientos el hombre es un mero objeto en un mundo de cosas. Por ende, la cuestión de la libertad, los valores, las finalidades y todos aquellos conceptos que son a su vez interrogantes esenciales en filosofía, no pueden ser elucidados con los métodos de explicación causal, de la misma manera que las ciencias naturales no pueden colocarse al margen de las más urgentes necesidades humanas.

El cambio de la apreciación pública fue inevitable sobre todo después de la guerra, y en la joven generación se transformó poco a poco, como sabemos, en un sentimiento hostil. En el desamparo de nuestra vida así oímos decir esta ciencia nada tiene que decirnos. Justamente las cuestiones que excluye por principio son los problemas candentes para los hombres entregados a conmociones que ponen en juego su destino en nuestros tiempos infortunados: las cuestiones acerca del sentido o del sinsentido de toda existencia humana. (Husserl, 1984, 11)

Se impone entonces la necesidad de un camino distinto y riguroso, que posibilite el acceso a esos núcleos esenciales de la realidad humana inserta en un mundo que requiere tanto de una explicación causal de los fenómenos, como de una comprensión de la finalidad que articula la existencia. Según Husserl, la cientificidad plena y auténtica se aboca al estudio de la complejidad del mundo de la vida, sabiendo que su examen posibilita y reclama diversas problemáticas que sin duda son distintas entre sí, pero que a la vez están relacionadas. Tal cientificidad plena y auténtica, que no es otra que la filosofía, ha de ocuparse del infinito cruce de eventos agrupados bajo el título de mundo de la vida, sabiendo que a esas tareas les corresponde un tratamiento conjunto.

Con todo, es justo señalar también, con un énfasis quizá mayor al que se esperaría de otras disciplinas, que de parte de las humanidades se requiere de un esfuerzo de comprensión para abatir ese distanciamiento provocado por una fragmentaria idea de ciencia y así poder expresar lo que para la humanidad significa ésta, no como un saber cultivado por un reducido núcleo de especialistas, sino como una producción del propio espíritu humano, como una forma de pensamiento que, si se comprende en un horizonte ontológico, permite colegir que la investigación científica ha configurado un sentido de realidad sin precedentes, que no se reduce a inventar una nueva maquinaria. Por ello es inadmisible que a estas alturas de la historia se mantenga todavía esa separación de saberes y disciplinas.

El aliento de una educación inclusiva

Puesto que las guerras nacen en la mente
de los hombres y las mujeres, es en la mente
de los hombres y las mujeres donde deben erigirse los baluartes de la paz.

Constitución de la Unesco

Respecto a la actitud que en el ámbito de la educación universitaria hoy cabe asumir lo que significa plantear la vigencia de un modelo de educación como el representado por la universidad, desde nuestro punto de vista, en la teoría crítica de raíz frankfurtiana se encuentra un concepto de educación que consiste en construir los vasos comunicantes de una comunidad unida en su diversidad desde un elemento colectivo que arraiga en la comprensión de la radical importancia que tiene para todos los seres humanos el análisis de la vida cotidiana y las diversas formas en que se despliega; análisis que vislumbra rutas distintas que son, a su vez, recorridos de una inmensa búsqueda de significados y de conexiones entre las personas. Se trataría ahora de establecer senderos de exploración a través de la cotidianeidad de todos aquellos vínculos intersubjetivos que determinan la construcción de los imaginarios sociales y personales, rudimentos no sólo necesarios, sino imprescindibles para intentar superar la espiral de violencia y destructividad que ha tomado por asalto los más diminutos pliegues del mundo de la vida.

En efecto, de la vida cotidiana es de donde se desprende toda la serie de conductas abyectas que a la sazón conforman el mundo circundante, pero también de la vida cotidiana es de donde surgen las actividades consideradas como superiores, aquellas que corresponden tanto a la percepción inmediata como a la reproducción de la realidad, la ciencia, el arte y toda la gama de complejas relaciones sociales, económicas y creativas que, en forma de necesidades, se plantean los seres humanos y les permiten crecer, para luego retornar en forma de distintos requerimientos que se vuelcan de nueva cuenta en la vida cotidiana de manera más enriquecida. Dado que el espíritu humano asimila los nuevos saberes y las nacientes expresiones del arte para incorporarlas al bagaje científico y cultural, dando lugar a formas superiores de objetivación, la interacción entre la ciencia y la vida cotidiana es más íntima de lo que solemos creer, los problemas que se plantean a la ciencia nacen directa o inmediatamente de la vida cotidiana, y ésta se modifica con la aplicación de los resultados y los métodos elaborados por la ciencia. La fecundidad de la realidad de la vida cotidiana se ubica, entre otros horizontes, en medio de dinámicos extremos: entre la rigurosidad de lo científico y la sensibilidad de lo estético.

Al respecto, resulta inevitable aludir una vez más a Kant, figura emblemática en la historia del pensamiento, quien escribió una obra que al paso de los siglos ha adquirido una dimensión trascendente: Hacia la paz perpetua, que en 2020 cumple 225 años de su publicación. Texto en el que el filósofo de Königsberg propuso una reflexión sobre las relaciones entre los Estados y dio pie para articular los inicios de una unidad entre las naciones después del holocausto ocurrido a mediados del siglo XX. Los principios contenidos en este escrito han sentado las bases para la creación de instituciones y formas de vida, al grado que hoy se puede afirmar que la filosofía de este pensador es parte del acervo cultural de la humanidad. Como sabemos, en el plano internacional hay una célula activa (que no sin dificultades) se empeña en formular vías posibles para acceder a una vida racional por medio de la educación y la paz, tal como aquella obra kantiana plantea. Así, frente a los criterios productivistas de la OCDE, que funestamente ha dictado por mucho tiempo las directrices de la educación, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco)2 con todas las vicisitudes que puedan reconocerse en una institución de esta naturaleza, nominalmente representa, en oposición a la guerra, el anhelo humanista que aún mantiene un proyecto educativo emancipatorio. Con esa aspiración, en distintos momentos a lo largo de su historia ha suscrito, por encargo de la organización que representa, una serie de documentos vectoriales dignos de análisis que, a últimas fechas y a contracorriente de aquella tendencia empresarial, no han dejado de marcar ciertas pautas para intervenir en los temas de marginación social y orientar la idea de una educación liberadora e incluyente.

Las expectativas con que inició el siglo XXI y los tipos de sociedad que se empezaron a definir en las primeras décadas del nuevo milenio, han vuelto a poner a la educación en la principal línea de interés para organizaciones públicas, privadas y de origen ciudadano, lo mismo que para individuos y comunidades de las más variadas dimensiones, desde la esfera familiar o local hasta el propio concierto de las naciones. Hoy en día la creciente conflictividad social ocupa los encabezados de noticias en el transcurrir de la vida corriente, que se desplaza al ritmo de una existencia que hace mucho tiempo no tiene instantes de relativa calma. Esta vastísima acumulación de problemas ha llevado a una nueva convocatoria para discernir las directrices de la educación y, con ello, de la racionalidad posible ahora y para los próximos años. Estamos hablando de una racionalidad que se vislumbra cada vez más urgente al advertir el carácter endémico de la violencia en todo el territorio de México o el drama humanitario de las grandes migraciones en Centroamérica y África, así como la destrucción que reina en regiones como Siria, merced a la beligerancia que parece imposible de sofocar o el terrorismo en tierras de Medio Oriente, Europa y Estados Unidos.

La urgente situación global condujo a la realización del Foro Mundial sobre la Educación en 2015, celebrado en Incheon, Corea del Sur, que produjo un documento rector que es la Declaración de Incheon (Unesco, 2016) y que en ciertos sectores si bien minoritarios se ha seguido de cerca para determinar los significados de la educación más allá de parámetros de eficiencia y productividad, pero sin descartar el papel de la educación en las posibilidades de obtener un trabajo digno. El tema convocante es tan enorme como vital: Educación 2030. Aquí se planteó la reflexión sobre las esperanzas y posibilidades de una educación inclusiva, equitativa y de calidad, propulsora de un aprendizaje a lo largo de la vida. El objetivo del encuentro fue reafirmar la visión en pro de la Educación para Todos. Este foro permitió hacer un balance general, pero refrendó también la voluntad que establece el derecho a la educación y su interrelación con los otros derechos humanos fundamentales. Sin embargo, más allá del reconocimiento que al iniciar los trabajos de esta convención se hizo por los esfuerzos realizados en distintas latitudes para ampliar la cobertura educativa, del mismo modo en las conclusiones del foro se aceptó que se está muy lejos de haber alcanzado la educación para todos. Como toda institución aquejada por la burocratización, la Unesco puede ser cuestionada en su actuar e incluso en las posiciones políticas asumidas en un momento determinado, pero ha mantenido la idea de la educación como un derecho y no como un servicio, lo cual hace diferencia respecto a la intencionalidad puramente económica que en materia de educación defienden la OCDE o la Unión Europea (UE). En este sentido, se estima que en el mundo hay alrededor de 60 millones de niños en edad de cursar la educación primaria que no asisten a la escuela. Esta cifra es mucho más preocupante que los últimos resultados de la prueba PISA dados a conocer por la OCDE en diciembre de 2019 en un informe que recoge los puntajes de la evaluación aplicada a 39 millones de adolescentes de 79 países. La abismal diferencia entre la cantidad de niños sin educación y los estudiantes que fueron evaluados, de entrada revela la desigualdad que hay en la educación y en la manera selectiva de distribución de los recursos materiales que se destinan para este fin, pues mientras los gobiernos se enorgullecen, avergüenzan o angustian por los resultados obtenidos ya que de ello depende la posición privilegiada de la burocracia en el poder, cabría preguntarse a quién le interesa esa prueba, quién la financia y cuánto cuesta. En tanto los analistas políticos se desgañitan en reclamos por el deplorable nivel educativo que registran los países de Latinoamérica, valdría la pena meditar en el floreciente negocio que para numerosas empresas representan las evaluaciones y certificados de calidad que circulan por doquier. Para poder inscribirse en ese “prestigioso” examen internacional que aplica la OCDE, según la prensa que ha registrado los últimos resultados: “Los países tienen que abonar al secretariado de PISA 50.000 euros anuales durante cuatro años y correr con los gastos en su país. Se calcula que un país pequeño invierte 75.000 euros cada año y uno grande 300.000 euros” (El País, 2019).

Si multiplicamos dichas cantidades por cuatro años y luego por setenta y nueve países participantes en la última evaluación, no resulta difícil comprobar que es un negocio muy jugoso, que supone no sólo grandes ganancias para la OCDE, sino que se utiliza también coercitivamente para dictar las políticas educativas de los países en desarrollo si quieren ingresar, con cierta posibilidad de triunfo, en el mercado mundial del trabajo y la productividad, ya que de los resultados obtenidos se desprenden lineamientos que son acatados como un axioma de la ciencia económica. En esta línea de análisis, los defensores del eficientismo educativo pregonan que el campo laboral se extiende en el horizonte como una pradera abierta en la que los más aptos encontrarán las mejores ofertas en el competitivo mercado de la fuerza de trabajo cualificada. Importa indicar a este propósito que los últimos resultados revelan que son los países asiáticos los que más altos puntajes obtienen, consecuencia inobjetable de la disciplina y atenta vigilancia que se ha tenido en la educación básica y, desde luego, del capital invertido en el sistema escolar. Mas cabría preguntar si al mismo tiempo en estos países se ha accedido a una educación realmente formativa que conduzca a una sociedad superior y preferible a la de los demás países que no encuentran consuelo al verse menos favorecidos por los puntajes en la ponderada prueba PISA. Un dato importante que puede poner las cosas a contraluz es el que ofrece la Organización Mundial de la Salud (OMS), que registra los no menos elevados índices de suicidio en el grupo etario de 15 a 29 años, lo que representa la segunda causa de muerte entre la juventud (Organización Mundial de la Salud, 2020). A este respecto, no puede ignorarse el hecho de que entre los países que mayor tasa de suicidios tienen, se encuentran algunos de los que mayores puntajes han obtenido en la multicitada evaluación, lo cual nos revela que la información y la habilidad para resolver pruebas académicas no necesariamente encarnan una formación para la vida.

Tal vez hoy sea difícil encontrar una institución escolar que no tenga, enmarcada y colgada en la pared de una oficina cualquiera, en su declaración de principios, la visión profunda de transformar las vidas mediante la educación, reconociendo así el importante papel que ésta desempeña como motor principal del desarrollo. Para todo país que tenga en su horizonte el arribo a una sociedad diferente de la actual, el compromiso es insoslayable con una agenda de la educación que sea integral, que permita, como lo enuncia la Unesco: “Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos” (Unesco, 2016). Pese a los embates del neoliberalismo de los que la Unesco no está a salvo, esta visión se inspira en una concepción humanista de la educación y del desarrollo; en una formación basada en los derechos humanos y en la dignidad, la justicia social, la inclusión, la protección de la niñez, la diversidad cultural, lingüística y étnica, y la responsabilidad y rendición de cuentas. Más allá del reconocimiento o descrédito que golpea a las instituciones, convenimos en que se trata de una educación universitaria en la más amplia acepción del término, que se empeña en mantenerse a contracorriente de una noción educativa que concibe a la universidad sólo como empresa lucrativa. Para una propuesta humanista, la educación tiene que ser identificada no como un servicio que busca optimizar sus procedimientos para lograr la “calidad total” y el galardón de las certificaciones, sino como un bien público, un derecho humano fundamental y base para garantizar la concreción de otros derechos. La educación tiene que ser un factor esencial para la paz, la tolerancia, la realización humana y el desarrollo equilibrado con el medio ambiente; pero, paralelamente, es también la clave para lograr el empleo y la erradicación de la pobreza. En consecuencia, la educación no se reduce a mediciones y parámetros de eficiencia y productividad, sino que es reconocida como cimiento de una sociedad equitativa, incluyente, que impulsa la excelencia humana la areté como propuso la vieja concepción griega dentro de un enfoque holista del aprendizaje a lo largo de toda la vida.

En la actualidad se ha tenido que subrayar una y otra vez la importancia que tienen la inclusión y la equidad como piezas centrales en la agenda de una educación transformadora, que haga frente a todas las formas de marginación y que combata las desigualdades en el acceso a los frutos del conocimiento. En esta interpretación, a pesar de los resultados que hoy podemos constatar en el avance de los estándares, rúbricas o indicadores de calidad, es justo reconocer que ninguna meta educativa puede considerarse como algo logrado, a menos que se haya conseguido para todos, de ahí que el compromiso por ampliar la cobertura educativa siga siendo una prioridad. Luego, es preciso instrumentar políticas, planes y contextos de aprendizaje que eliminen la discriminación y la violencia en las escuelas. México acusa en nuestros días las lamentables consecuencias del descrédito en los centros universitarios por la violencia y acoso sufrido por las mujeres a manos de profesores, funcionarios, trabajadores, estudiantes y autoridades que han hecho de los centros de educación superior los lugares predilectos para traficar con el poder en beneficio personal y de grupo, en una forma de conducta propia de pandillas de delincuentes que mutuamente se protegen a sabiendas de que han actuado mediante la agresión, el sometimiento y la intimidación. Por ende, la premisa para cualquier análisis que considere el campo de la educación ha de partir del axioma siguiente: en sus esferas directivas, “la educación superior” en México se encuentra al ras del suelo.

Sin embargo, sería injusto omitir que en algunos sectores minoritarios prevalece un potencial de pensamiento crítico que no actúa bajo el principio de dominio, sino que, a contracorriente de las tendencias hegemónicas, sigue luchando por la emancipación posible y deseable. En esta perspectiva, la educación aún fomenta la creatividad y el conocimiento; todavía garantiza la adquisición de capacidades como la lectura y la escritura, y sigue dando pie al desarrollo de aptitudes analíticas, a la solución de problemas teóricos y prácticos y posibilita otras habilidades cognitivas, estéticas, interpersonales y sociales de alto nivel. Asimismo, propicia el desarrollo de valores y actitudes que habilitan a los individuos para estar en mejores condiciones de llevar vidas plenas, tomar decisiones con conocimiento de causa y responder a los desafíos locales y mundiales mediante la formación para el desarrollo, pero sin descuidar el equilibrio con el medio ambiente y, en el ámbito político, una educación así concebida daría pie para compensar el llamado déficit de ciudadanía que, en una democracia representativa, ha colocado en el gobierno a los individuos que destacan no por su capacidad de gestión y trabajo en favor de la comunidad a la que representan, sino por su mezquindad, oportunismo y avaricia.

Por lo demás, al destacar la importancia de la formación en materia de derechos humanos, tampoco puede esquivarse el hecho de que la llamada de atención que han puesto ante nuestros ojos los grupos feministas da cuenta de la desigualdad real en todos los aspectos, razón por la cual se requiere de un mayor acceso a la vida universitaria en condiciones de igualdad para que la investigación científica abone y fomente el arribo a una cultura plural y emancipadora. De la misma manera, es importante reconocer el valor que adquiere la determinación de que se ofrezcan vías de aprendizaje flexibles y reconocer los conocimientos que han sido adquiridos mediante la educación no formal. Si el verdadero impacto de la inteligencia y el conocimiento se comprueba siempre en la vida práctica, hemos de aceptar entonces que el cerebro no es para pensar, sino para actuar. Como diría Marx (1974):

El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico. (7-8)

Este principio, formulado por un filósofo como Marx que cree en la virtud del trabajo para el crecimiento de la personalidad y la emancipación social y política, hace énfasis en la necesidad de vincular el trabajo productivo con la educación en una relación equilibrada. En la actualidad esto significa velar porque todos los jóvenes y adultos alcancen mayores niveles en alfabetización y que adquieran habilidades en y para su vida práctica, lo cual constituye todavía una tarea por cumplir para que la educación haga más llevadera la existencia y contrarreste la marginación que ha hecho presa de los grupos más vulnerables.

Si la apropiación del conocimiento ha de tener una dimensión práctica, paralelamente la educación superior no debe desatender el fortalecimiento de la investigación científica especializada, lo mismo que la creatividad que impulsa un pensamiento integrador, que ve en la tecnología no un mal necesario, sino la ocasión para aprovechar sus complejos dispositivos y facilitar la comunicación, reforzando los diversos sistemas educativos en la articulación de un programa de alto impacto en la difusión del conocimiento, lo mismo que en el acceso a la información y el aprendizaje efectivo, todo lo cual sólo puede lograrse con un acompañamiento más eficaz de parte de la esfera directiva y operativa de las instituciones. Pero para que esta pretensión se cumpla, las autoridades ejecutivas de las universidades tienen que actuar para la comunidad a la que se deben y no para ocupar momentáneamente una posición y de ahí saltar a otras de mayor jerarquía, pedestales que a menudo les han servido para oprimir y vejar a sus subordinados cuando la oportunidad se presenta. Si el oportunismo se ha convertido en el rasgo de la administración educativa en México, contrarrestar esa práctica es la principal tarea política por realizar.

Si bien aún falta mucho por hacer en materia de respeto y dignificación de la vida colectiva al interior de las instituciones educativas, en otro aspecto, el nivel de productividad y de consumo que se han alcanzado hasta el momento merced a la industrialización, puede cegarnos para observar que un gran porcentaje de la población no escolarizada vive en zonas afectadas por conflictos permanentes, y que las numerosas crisis sociales, la violencia, los desastres naturales y las pandemias continúan perturbando las posibilidades de educación y desarrollo en estas zonas marginales que, para mayor crueldad, a menudo colindan con regiones opulentas en todo el mundo. La respuesta posible sería desarrollar sistemas de educación más inclusivos, flexibles y con capacidad de adaptación para satisfacer las necesidades de los niños, jóvenes y adultos en estos contextos, en particular de las personas desplazadas y de los refugiados, quienes han visto afectada de raíz su convivencia. Nunca estará de más subrayar la necesidad de que la educación se imparta en entornos de aprendizaje sanos, que brinden apoyo y seguridad a sus participantes.

Otro aspecto importante es que en el siglo XXI también es necesario formar para la superación de las catástrofes, ya sea en la problemática referida al medioambiente, la salud o en cualquier otra emergencia; siempre será un acierto estructurar una educación que permita abrigar la esperanza de que es posible recuperar y reconstruir los entornos naturales devastados por el industrialismo, el consumo desmedido, la enfermedad, la delincuencia o la guerra. Cabría imaginar una educación que aliente el desarrollo de capacidades para la reducción global de riesgos y mitigue sus efectos, haciendo menos ostensible la huella civilizatoria que es también una huella de barbarie.

La responsabilidad fundamental de aplicar con éxito la agenda de la educación al 2030 corresponde en primer lugar a los gobiernos y a los distintos márgenes de autoridad escolar desde el nivel básico hasta los posgrados. Pero hay una corresponsabilidad que ha de asumirse con plena conciencia de reciprocidad por todos quienes hemos accedido a una educación universitaria. Lo que nos ha faltado es el empeño para desplegar un trabajo de enlace entre las piezas que integran la comunidad en nuestros distintos contextos y hacer un atento seguimiento de lo que acaece en los planos mundial y regional de cara al propósito común de una educación liberadora. Sólo con una contribución integral podrá ser factible la aplicación de una agenda colectiva en materia de educación que tenga en su perspectiva la tarea urgente de transformar el mundo.

La puesta en marcha de este proceso que apunta hacia una educación con tales características, exige el diseño de políticas y planes de trabajo adecuados; pero, sobre todo, ante el crecimiento de las instituciones universitarias y el peligro de su burocratización, el gran desafío es instrumentar mecanismos eficientes para lograr estos objetivos. Claro está que los proyectos que con seriedad se propongan para la consecución de una educación de esta envergadura deben ir acompañados de un aumento significativo y bien planeado de recursos económicos.

Colofón

A un lustro respecto a la celebración del Foro de la Unesco (2015) sobre educación, sería ingenuo creer que este organismo internacional por sí mismo va a cambiarle el rostro a las sociedades. Esa iniciativa es de algún modo una especie de Idea regulativa en el significado kantiano, empero, por encima de la credibilidad que puedan tener las instituciones, lo esencial es que la educación asuma el compromiso de transformar vidas mediante una nueva visión formativa. Resulta imperativo impulsar el papel cardinal de los estudiantes en el proceso de aprendizaje, pues son quienes constituyen, a fin de cuentas, el sujeto facultado para llevar a cabo la transformación deseable por ser la base que posee una mayor credibilidad. La generosidad que siempre les ha caracterizado, hace que los estudiantes representen, en cada contexto, una fuente renovada de talento y creatividad, factores que garantizan la producción de conocimiento según la coyuntura que el horizonte de realidad pone por delante. Las cualidades propias de la juventud estudiantil deben originar el cambio en la conciencia individual y colectiva. El ámbito académico requiere de una visión emplazada en una constelación dinámica en la que deje de haber discordia y se acceda a la colaboración entre la ciencia, la técnica, el arte, las ciencias sociales y las humanidades; pero también se necesita de un ambiente propicio que dé cauce al entusiasmo colectivo por la investigación. La estrategia en nuestros días puede ser similar a la que siguieron los movimientos sociales de los años sesenta y setenta: frente al militarismo, pacifismo. Si el mundo tira hacia el creciente individualismo, por dialéctica negativa el reto será entonces construir un espacio de unidad que eduque en la tolerancia y promueva la adición de los esfuerzos personales que convergen en toda casa universitaria. Quizá sólo por esta razón la universidad debe ser cuidada y defendida.

El mundo de feroz competencia del presente puede tener todavía en la universidad una forma de convivencia lúdica y creativa, en la que la risa supla al enojo, a condición de que logre poner en práctica los valores universales que presume. Mas para ello debe ser capaz de superar el autoritarismo y los vicios de una estructura intolerante y patriarcal, para abrir la puerta a una época que no se caracterice por el miedo y el abuso, sino por la solidaridad. Si en la universidad hay conciencia de que el mundo tiene que reinventarse, sólo en los estudiantes late el corazón de una nueva época.

Notas

1. Obra que reúne textos escritos con anterioridad a la fecha de su publicación pero que tuvo que esperar mejores tiempos debido a la censura que Kant padeció durante el periodo de Federico Guillermo II.

2. “Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura fundada el 16 de noviembre de 1945. Aunque ya en 1942, en tiempos de guerra, los gobiernos de los países europeos que se enfrentaban a la Alemania nazi y sus aliados se reunieron en el Reino Unido para la Conferencia de Ministros Aliados de Educación (CAME). La Segunda Guerra Mundial estaba lejos de terminar, pero estos países estaban buscando formas de reconstruir sus sistemas educativos una vez que se restableciera la paz. Muy rápidamente, el proyecto creció en tamaño y luego se hizo universal. Por propuesta de la CAME, se convocó en Londres, del 1 al 16 de noviembre de 1945, una Conferencia de las Naciones Unidas para el Establecimiento de una Organización Educativa y Cultural (ECO/CONF). Tan pronto como terminó la guerra se inició la conferencia. Reunió a representantes de 44 países. Decidieron crear una organización que encarnara la cultura de paz. En su opinión, la nueva organización debería afianzar la ‘solidaridad intelectual y moral de la humanidad’ y, al hacerlo, evitar el estallido de otra guerra mundial” (Unesco, 2020).

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Javier Corona Fernández (cofeja@ugto.mx) Doctor en Filosofía Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor Departamento de Filosofía Universidad de Guanajuato. Libros como autor: “La irrupción de la subjetividad moderna”, 2007. “Theodor W. Adorno. Individuo y autorreflexión crítica”, 2008. “T.W. Adorno”, 2018. Libros como coordinador y coautor: “Complejidad y pensamiento crítico”, 2009. “Complejidad. La encrucijada del pensamiento”, 2012. “Ensayos sobre pensamiento mexicano”, 2014. “Perfiles y perspectivas del pensamiento complejo, 2015. “Samuel Beckett: la mostración de lo inefable”, 2015. “Los usos de la dialéctica. El pensamiento filosófico de José Revueltas”, 2016. “Poder y subjetividad: emplazamientos para una reflexión sobre el presente”, 2019.

Recibido: 14 de junio de 2020

Aprobado: 21 de junio de 2020


Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LIX (155), 121-136, Setiembre-Diciembre 2020 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589