¿Destruir la universidad?
Resumen: Este trabajo pretende llamar la atención sobre un aspecto de la vida y la historia de la universidad que no es comúnmente abordado y quizá ni siquiera reconocido por quienes se ocupan de ella: el hecho de que es y ha sido una institución que, desde su reforma en el siglo XIX, participa en el programa de transformación y dominio social del capital. Que su estructura, sus programas y sus formas de gobierno, responden a las formas, estructuras y fines de la reproducción ampliada del valor mercantil-capitalista y que, por tanto, su crisis actual no es sino reflejo de la crisis general que, desde los años setenta del siglo pasado, afecta al sistema capitalista en su conjunto. Asimismo, destaca tanto algunos de los procesos que ejemplifican aquella condición, como algunos episodios de resistencia. Concluyendo que en las circunstancias actuales esta institución, ya milenaria, tal vez se encuentra en la fase terminal de su existencia.
Palabras clave: Historia. Capital.Universidad.
Abstract: This work aims to draw attention to an aspect of the life and history of the university that is not commonly approached and perhaps not even recognized by those who deal with it: the fact that it is, and has been, an institution that since its reform in the 19th century, it participated in the program of social transformation and domination of capital. That its structure, its academic programs and its forms of government respond to the forms, structures and purposes of the expanded reproduction of capitalist values, and that, therefore, its current crisis is nothing but a consequence of the general crisis that, since the seventies of the last century, affects the capitalist system as a whole. Likewise, it highlights both some of the processes that exemplify that condition, as well as some episodes of resistance and fight. Concluding that in the current times, perhaps it is already in the terminal phase of its existence.
Keywords: History. Capital. University.
La universidad no es un espacio de la lucha de clases, sino un objetivo de la misma.
André Gorz
La universidad, como la iglesia y los bancos, es una de las instituciones más añejas de la llamada civilización occidental. Hoy, la universidad, de la misma forma que la iglesia y los bancos, atraviesa una de las crisis más profundas de su casi milenaria historia. Por supuesto, referida a su propio ámbito institucional, cada una de éstas crisis conserva particularidades que en principio no podrían imputarse a uno y el mismo origen; aunque el hecho de que la guía moral de la iglesia sea letra muerta ante el escandaloso expediente del encubrimiento de sus incontables actos de corrupción y pederastia, que los bancos, mediante la consagración de la usura, hayan dejado de ser una herramienta del “progreso” para devenir en agiotistas medievales –y destructores sistemáticos de riqueza social– y que la universidad ya no sirva prácticamente para nada, podría encontrar un lugar para pensarse reflexivamente en el vórtice de la crisis sistémica que desde hace cincuenta años aqueja de manera generalizada el modelo de producción y reproducción de riqueza que se organiza y procede bajo la forma abstracta del valor.
Entendida de este modo, la crisis de la universidad puede parecerse o no a la que contemporáneamente sufren la iglesia y los bancos, o bien, asociarse a una acelerada pérdida de legitimidad sustanciada en el persistente incumplimiento de su misión social; aunque también se puede culpar a los bancos o inclusive a “los mercados” –como metáfora de la deriva “financierista” que recientemente adoptó el modelo de producción y reproducción social– como causa e instrumento de lo que parecería una crisis inducida y no, como realmente es, una crisis estructural. Ya que a través de la muy difundida idea de que la crisis de la universidad contemporánea tiene como causa eficiente el “asalto” que desde el poder económico, en su versión “neoliberal”, interrumpió el apacible curso de una forma de vida académica casi paradisiaca, se oculta el hecho de que la universidad es y ha sido desde siempre uno de los instrumentos más eficaces de la lucha de clases; que su alineamiento en esta lucha no ha sido ni puede ser “del lado de los desposeídos” y que, cumplidas sus tareas históricas, bien puede dejar de ser lo que hasta ahora había sido; transformarse –en un sentido afirmativo que la conduce hacia su total conversión empresarial, probablemente lo único que su estructura y su pasado le permiten– o simplemente desaparecer.
Contra la idea de que los problemas actuales de la universidad derivan únicamente de la violenta reconversión empresarial que desde los años ochenta del siglo pasado le ha “impuesto” el llamado modelo neoliberal, aquí se avanzará una modesta consideración crítica, misma que parte del supuesto de que tal “reconversión” no es sino uno más de los avatares institucionales que desde su refundación específicamente moderna la universidad ya había suscrito en su proyecto y su misión. Es decir, que la propuesta de hacer de la universidad una empresa no es una mala broma neoliberal, porque ya estaba inscrita en su programa de desarrollo histórico, el que, articulado ceñidamente a la forma y el destino de la Modernidad –y a partir de su compartido origen mítico– había de: 1) configurarse como albacea de la tradición intelectual humanista, cultivar algunos saberes prácticos y contribuir a realizar la Bildung, la formación intelectual y moral de la juventud; 2) reconfigurarse, cuando ello fuera pertinente, como generadora y transmisora del saber científico asociado a aplicaciones práctico-profesionales para, 3) desembocar en lo que es hoy ya desembozadamente: una empresa integrada de mejor o peor manera a alguna cadena de generación de valor cuya función al interior de la división social y técnica del trabajo cosiste –junto con sus cada día más inverosímiles tareas de legitimación ideológica– en la producción de mano de obra barata y semi-calificada.
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En 1970, Pierre Bordieu y Jean-Claude Passeron publicaron un extenso trabajo en el que recuperaban los resultados de casi diez años de investigación sociológica sobre el sistema educativo entonces vigente en Francia, en el que discernían claramente el desarrollo y los posibles desenlaces que las políticas educativas iban a adquirir, y de hecho adquirieron, en la totalidad de las instituciones educativas del orbe capitalista post-68. El libro La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza (Bordieu y Passeron, 1977) no dejaba margen a ningún tipo de lectura edificante, en tanto denunciaba claramente que los “sistemas de enseñanza”, en cualquiera de sus niveles, funcionan como instrumentos privilegiados de “violencia simbólica” dirigida, mediante cierto tipo específico de “trabajo pedagógico” y “legitimidad” institucional, a la imposición de una “arbitrariedad cultural dominante”1; porque toda violencia simbólica es, en manos de la clase dominante, un instrumento para la legitimación y la perpetuación de su dominio; todo ello enmarcado en la perspectiva de la reproducción de las condiciones económicas, sociales y culturales en las que efectivamente se ejerce ese dominio2. Nuestros autores advertían, sin embargo, que esta función reproductiva es, sobre todo en el caso de la universidad, todo menos que evidente. Y que, para llegar a ella, era preciso desmontar críticamente todas y cada una de las estructuras, relaciones y procesos sobre los que reposan la legitimidad y la autoridad de la que inopinadamente goza. «El sistema de enseñanza sólo logra realizar perfectamente su función ideológica de legitimación del orden establecido porque esta obra maestra de mecánica social logra ocultar como en un encajonamiento de cajas con doble fondo, las relaciones que, en una sociedad dividida en clases, unen la función de inculcación, es decir, la función de integración cultural y moral, a la función de la conservación de la estructura de las relaciones de clase características de esta sociedad» (Bordieu y Passeron, 1977, 255, subrayado nuestro). Para efectos de nuestro propio análisis no se pierda de vista que estos autores enfatizan el hecho de que la mecánica de los sistemas educativos logra ocultar lo esencial: que su función de “inculcación” e “integración cultural y moral” es contemporáneamente una función legitimadora y reproductora de un orden socio-económico específico.
Ese mismo año, en las páginas de la revisa Les Temps Modernes, André Gorz publicó un artículo que terminó por incendiar la discusión porque, sumando su crítica a las conclusiones a las que habían llegado Bordieu y Passeron, a quienes cita, parecía que no habría ninguna salida racional para la ya entonces caracterizada como “crisis de la universidad”; de manera que Gorz tituló su artículo “Destruir la universidad”. Sus tesis, más líricas que las de los sociólogos, pero conservando la misma contundencia política, denunciaban:
La universidad no puede funcionar, y nosotros debemos entonces minar su funcionamiento para que esta imposibilidad se haga manifiesta. Ninguna reforma podrá hacer viable esta institución. Por esto debemos combatir las reformas, en sus efectos y sus concepciones, no porque sean peligrosas sino por ser ilusorias (porque siendo formalmente falsas pretenden ser verdades reales). La crisis de la institución universitaria va más allá de su propio terreno, e involucra en su totalidad la división social y técnica del trabajo. (Gorz, 1975)
Desde entonces, y ese entonces se remonta a cincuenta años, podíamos haber reconocido que cualquier cosa que sucede con la universidad involucra tanto lo que acontece con la totalidad de “la división social y técnica del trabajo” como el hecho de que aquella división obedece a la impronta que le imponen la producción y la reproducción del modo de producción capitalista; pero, además, de que ese orden descansa en la desigualdad, la explotación y el dominio social y cultural sobre las mayorías, por lo que también debe ser considerado como un capítulo de la lucha de clases. Asimismo, a través de la lectura de ambos textos tendríamos que habernos hecho cargo de otra revelación escandalosa: que ese era el plan. Que éste bien podía enunciarse, como de hecho sucedió, a través de diversas y elaboradas configuraciones ideológicas, pero que, en el fondo, concebía la universidad (y todo el sistema educativo) como un objetivo; como un instrumento privilegiado de inculcación de saberes y valores absolutamente solidarios con los saberes y valores que, desde el inicio de su protagonismo, la burguesía (la clase que personifica al capital) había inscrito en su programa histórico de transformación económica y de dominio social y cultural.
Siendo la historia del dominio burgués-capitalista relativamente conocida (y, en caso de que no lo fuera podría remitirse al lector al Manifiesto del Partido Comunista, escrito por Marx y Engels (1966) en diciembre de 1847) en las líneas que siguen trataremos de reconstruir, en unos cuantos trazos, tanto el origen como algunos de los momentos emblemáticos del proceso en el que cobraron concreción y densidad histórica las diversas configuraciones de la institución universitaria para, posteriormente, abordar el examen de los achaques que actualmente la aquejan.
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En su versión edificante, dejando al margen del relato lo que concierne a lo que podemos asumir como su prehistoria institucional, la universidad, tal y como se reconocía a sí misma hasta los años setenta del siglo XX, adquirió su forma, estructura y funciones definitivas en el curso del siglo XVIII europeo3; aunque suelen señalarse tres episodios, sucedidos en el curso del siguiente siglo, cuya profunda influencia dotó a la universidad moderna con el aura ideológica y la fisonomía institucional que todavía ostenta: 1) la reconfiguración de la educación superior emprendida por Napoleón en Francia, 2) la reforma de la universidad alemana animada por Wilhelm von Humboldt y 3) la (re)fundación de las grandes universidades norteamericanas iniciada en Harvard. Lo poético de estos hechos –y lo que nutre el romanticismo mítico con el que se envuelve la historia real de la institución– es que cada uno de los modelos que dichos sistemas adoptaron parecería representar el espíritu del estado-nación que lo patrocinaba, además de enfatizar, sin necesariamente soslayar las otras, una y solamente una de las misiones que el Espíritu y la Historia habrían inscrito en el ser y el hacer universitarios, esto es: la salvaguarda de los valores y saberes propios de la cultura universal, humanista y moral de las naciones en el caso de la universidad pensada por Von Humboldt; la organización y administración del conocimiento a través de entidades específicas (facultades) capaces de conservar, producir y transmitir, con acuerdo a su futura aplicación racional –y como respuesta a las necesidades que demanda el “bien común”– como tarea de la universidad “napoleónica”; y, finalmente, formar y habilitar social y profesionalmente a los sujetos que, en calidad de dirigentes, se incorporarían a las grandes cadenas de producción y administración de la riqueza, a los consorcios financieros o bien a los circuitos ideológicos representados por la cada vez más influyente industria cultural, tal y como lo llevaron a cabo las universidades norteamericanas. Lo que no se decía en ninguno de los casos, por parecer obvio, era que en el curso de estos menesteres, la universidad debería formar sus propios cuadros directivos y sus propios cuerpos docentes, esto es, garantizar el buen gobierno de las instituciones a partir de la habilitación de burocracias dirigentes casi hereditarias y desarrollar, mediante ciertas tareas pedagógicas especializadas, la profesión de profesor universitario; una clase especial de actividad y un tipo específico de sujeto productivo.
No es difícil reconocer en cada una de esas Misiones lo que en general la Modernidad capitalista, a través de sus voceros autorizados –los filósofos, los literatos y los publicistas– desde muy pronto había ya considerado propio de su programa de transformación social y de dominio; lo que no es tan evidente, es el hecho de que ese mismo programa, por lo que corresponde a la inculcación e integración de valores morales y culturales, a la generación del conocimiento, a su transmisión y su aplicación pragmática –así como la formación de los sujetos que debería llevarla a cabo en uno y extremos del proceso de enseñanza– era el que convenía a la expansión de los negocios privados que destacaba a la burguesía como su principal beneficiario.
Si aceptamos que es posible hablar propiamente de Modernidad en cuanto se destacan en el horizonte histórico-cultural un haz de principios de índole filosófica cuya formulación explícita se remonta a Bacon y su Gran Instauración, o bien, si atendemos el reclamo de Descartes invitándonos a hacernos “dueños y señores de la naturaleza” a través de su conocimiento racional y su explotación razonada, “lo cual es muy de desear, no sólo por la invención de una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella” (Descartes, 1968, 68), podemos asimismo considerar que el Humanismo, la Razón, el Progreso y la Utilidad/Beneficio ocupan el sitial de Dioses Tutelares de la Modernidad; y que, en plena correspondencia con todos y cada uno de ellos, el Estado, la Universidad, la Industria y los Bancos serían su sagrados Templos. Pero, entonces, debemos igualmente convenir en el hecho de que tanto la Idea de Modernidad como su idea de Universidad, no son otra cosa que capítulos discretos de la prolija elaboración discursiva –afirmativa y apologética– de la ideología burguesa.
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Como se sabe, la emergencia de la burguesía y su consolidación como clase económica, social y culturalmente dominante se asocia a la decadencia y final desaparición de las instituciones en cuyo seno, a lo largo de la Edad Media, se habían gestado y administrado sus multiseculares procesos de producción, reproducción y acumulación de riqueza social; mismos que, a falta de mejor nombre, seguimos llamando medievales. Estos se sostenían en estructuras de trabajo predominantemente agrícola, en la ausencia del dinero y de circuitos mercantiles y en el dominio y privilegios de una clase feudal-militar beneficiaria de la renta territorial y de la explotación del trabajo servil, encuadrado todo ello en una sociedad rígidamente jerarquizada y articulada en estructuras de gobierno de perfil monárquico. La larga decadencia de este sistema, y no por casualidad, el ascenso de una clase que creció al amparo de los burgos como beneficiaria de la explotación del trabajo “libre” de mujeres y hombres completamente ajenos a todo tipo de propiedad, excepto su propia fuerza de trabajo, dio curso a un amplio despliegue de elaboraciones discursivas que, nutridas con la ingenuidad y el entusiasmo que tradicionalmente acompañan el oficio y el imaginario del filósofo, se centraron en la glosa edificante de aquellos aspectos de la vida social y cultural que descalificaban lo caduco e impertinente del orbe medieval frente a lo verdaderamente nuevo, representado, de acuerdo con su propio talante de sabios letrados u “hombres prácticos” en lo que de Humano, Razonable, Progresivo, Útil y Beneficioso tenían ya no la mera existencia natural o la presencia social de los hombres en el mundo, sino la misma “fábrica” del Mundo.
Nuestras, vale decir humanas –escribía Giannozzo Manetti– son todas las casas, los castillos, las ciudades, los edificios de la tierra… Nuestras las pinturas, nuestras las esculturas, nuestras las artes, nuestras las ciencias, nuestra la sabiduría. Nuestros… en su número casi infinito, todos los inventos, nuestros todos los géneros de lenguas y literaturas… nuestras, finalmente, todos los mecanismos admirables y casi increíbles que la energía y el ingenio del esfuerzo humano han logrado producir y construir por su singular y extraordinaria industria. (Manetti, 1452, cit. por Mondolfo, 1980, 10)
De esta forma, en el orto de la Modernidad y por testimonio de uno de sus primeros Profetas, estaban ya expresados los términos de la ecuación que daría sentido y fines trascendentales a su despliegue planetario y, con ello, a una de sus instituciones emblemáticas: la universidad. Por una parte, tenemos en el centro de la escena a el Hombre en quien se concentraba la razón, el ingenio, la industria, la creatividad, los bienes terrenales y su propiedad… por otra, el nuevo saber, representado por las materias que la universidad medieval, circunscrita en el mejor de los casos al cultivo eminentemente contemplativo o teórico de la Medicina, el Derecho y la Teología, difícilmente podía cobijar. Materias que sin necesidad de abandonar sus nombres clásicos (geometría, física, mecánica, gramática) o prestas a ser (re)nominadas por su objeto o fines prácticos (arquitectura, metalurgia, balística, química, economía) no tardaron mucho tiempo en desarrollarse como saberes especializados resueltos en una gran variedad de aplicaciones, al amparo de estructuras que ya no podían representar los viejos establecimientos universitarios sino los recuperados circuitos comerciales y las nuevas condiciones de la producción material, ya para entonces dominada por el impulso de la acumulación de valores específicamente mercantiles. Al efecto, dice Engels en algún lugar, que generalmente se pondera elogiosamente lo que la producción debe a la ciencia, siendo más correcto e históricamente verdadero decir que siempre será mayor lo que la ciencia debe a la producción; y es justo decir que no exagera. Entre los días de Manetti (1452) y la reforma universitaria del primer tercio del siglo XIX, la burguesía ya había “…demostrado lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto, a los acueductos romano y a las catedrales góticas…” (Marx y Engels, 1966, 22). Porque: “La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales… Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores” (Marx y Engels, 1966, 22). Como nos lo recuerdan Marx y Engels en el Manifiesto…
Ahora, ante lo aquí afirmado, sólo desde la más infecunda ingenuidad podría pensarse que esa conmoción iba a dejar intacta la institución universitaria; ya que la burguesía, donde quiera que ha conquistado el Poder «Ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas… para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel “pago al contado”» era completamente iluso pensar que podía dejar pasar la oportunidad de (re)organizar –bajo la impronta del “frío interés” o el “cruel pago al contado”– el saber y el hacer universitarios. Sobre todo por una cuestión básica que no sería correcto pasar por alto: desde Maquiavelo y Bacon se sabía que saber es poder, y la burguesía requería de ese saber y ese poder que dimanan del trabajo universitario para terminar de remover todos los obstáculos tradicionales y feudales que le impedían el acceso a un dominio completo; pero no siempre se tienen el cuidado o la suspicacia que reclama el pensamiento crítico. Aunque lo verdaderamente absurdo sería afirmar que la naturaleza de la universidad la mantendría muy lejos de lo mundano y lo prosaico: que su declarada autonomía la precave de toda intromisión; que en calidad de Templo, bien puede permanecer en el ámbito de lo sagrado y ajena al tráfago, al ruido y a la ruindad del mundo.
Pero volvamos a Humboldt, a Napoleón y a los consejos de administración de las universidades norteamericanas para, a través del análisis de su propio discurso, terminar de dejar atrás el mito de la universidad y de su proclamada autonomía, así sea esta “relativa”, y, en consecuencia, insistir en el hecho de que, desde el inicio mismo de su reconfiguración moderna, lo que esconde el mito de la universidad –ese juego de “cajas de doble fondo” al que se refieren Bordieu y Passeron–, es justamente su complicidad con los valores y los fines del proyecto burgués; con todo lo que ello significa.
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No es posible entender los fines que persiguen las reformas universitarias del siglo XIX –y sus afinidades con el proyecto burgués– cuando las circunscribimos al ámbito de “la Cultura” o solamente invocamos el comercio de ideas que provocaron la Revolución francesa, las guerras napoleónicas o la reconstrucción monárquica de la Europa surgida del Congreso de Viena. Pero menos aún tiene sentido traer a cuento la madurez a la que presuntamente habría arribado el Espíritu cuando, en el cenit del despliegue histórico-cultural de la Razón, adoptó la forma y los modos del Estado moderno europeo (y este emprendió la reconfiguración racional de sus aparatos ideológicos); aunque ambas ideas hayan sido insistentemente evocadas en todas y cada una de las ocasiones en las que se precisaron algunas justificaciones doctrinarias sobre las que aquellas reformas debían sustentarse. Sin embargo, habría que agregar que no todo en estas justificaciones era simple morralla. Acudamos a Humboldt, que en unos cuantos trazos delinea el proyecto universitario a través de la reelaboración doctrinaria y romántica de tres enclaves ideológicos moderno-burgueses esenciales: 1) Centrar en el individuo –espiritual y moralmente formado en los valores propios de la nación, la libertad, la soledad y el individualismo– el conocimiento y la comprensión del mundo; tal y como lo expresaba el plan de estudios de la Universidad de Lituania desde 1809, en cuyos postulados se inspiraba el pensador prusiano: “A la universidad le está reservado lo que el hombre a través de sí y de sí mismo puede encontrar, es decir, el conocimiento de la ciencia pura. Para este acto de interiorización del entendimiento, es necesaria la libertad y la soledad; de ambos vértices, fluye al mismo tiempo la totalidad de la organización externa de las universidades” (Bonvecchio, 2000, 78)4; 2) Concebir los establecimientos universitarios como espacios para el cultivo y la transmisión legítima de la Ciencia, entendida como una de las expresiones epónimas del Espíritu: “La concepción que existe de los establecimientos científicos superiores, como vértice hacia el que confluye todo lo que directamente se hace por elevar la cultura moral de la nación, reposa en el hecho de que si bien éstos se destinan a cultivar la ciencia en el sentido más profundo y más amplio de la palabra, indirectamente suministran dicha ciencia a la formación espiritual y moral, para que esta, de acuerdo con su propia finalidad, la utilice como materia útil en sí misma (…) La esencia de estos establecimientos consiste entonces, internamente, en unir la ciencia objetiva con la formación subjetiva” (Bonvecchio, 2000, 77); 3) Finalmente, comprometer al Estado como proveedor de los recursos materiales y financieros que requiere el trabajo universitario y, tanto o más importante que eso, señalarlo como garantía de que el estatuto orgánico-institucional y la imprescindible autonomía de las universidades no serán violentados. “De esta manera, lo que llamamos establecimientos científicos superiores, liberados de toda forma estatal, no son más que la vida espiritual de los hombres, a quienes las condiciones exteriores o un impulso interior empujan hacia la ciencia y la investigación…El Estado, a su vez, debe permanecer fiel a ese modelo, en caso de que desee darle estabilidad a una actividad indefinida en sí misma y casual en cierto modo” (Bonvecchio, 2000, 81)5 Aunque las cosas no terminan aquí; más allá de estas premisas, en necesario que la universidad aspire a una tarea aún más noble y de mayor trascendencia: convertirse en la síntesis de un “principio” teórico-práctico del que sea posible deducir “todos los saberes” y de un “ideal” filosófico en el que la paulatina realización-conjugación de ese principio y ese ideal conduzcan hacia la Idea, es decir, la realización absoluta del Espíritu. “…en tanto que sólo la ciencia que dimana desde lo más profundo del espíritu y que ahí es cultivada, transforma tanto el carácter como al Estado y a la humanidad, importando poco la sabiduría y los discursos, y preferentemente la condición y la acción: [es preciso] En primer lugar, deducir todo de un principio originario (en donde, por ejemplo, las interpretaciones de la naturaleza se eleven de mecánicas a dinámicas, de dinámicas a orgánicas y finalmente, de orgánicas a psíquicas en su más amplia acepción). En segundo lugar, dirigir todo hacia un ideal. Finalmente, enlazar aquel principio y este ideal en una idea” (Bonvecchio, 2000, 83).
Muy lejos del romanticismo que anima a Wilhelm von Humboldt –propio del carácter alemán y de una nación que piensa, pero no actúa– en Francia, lo que concernía a la universidad se había resuelto en la perspectiva de lo que unos cuantos años más tarde se llamaría “espíritu positivo”. En consecuencia, tanto respecto a la autonomía como al modo en el que se reorganizaron los saberes científicos y humanísticos las cosas se dieron de otra forma. En primer lugar, porque en Francia la autonomía es punto menos que ilusoria. Dado el carácter burocrático del profesorado y de las instancias directivas –por ser, todos ellos, nombramientos que atañen al Estado– y sumado el hecho de que la gobernanza, el financiamiento, la evaluación y la sanción pública de las universidades corresponde a órganos estatales rigurosamente centralizados, la autonomía es algo sobre lo que no se puede siquiera discutir. En segundo lugar, por el motivo de que aquí lo que Humboldt llama el lado “interno” de la universidad, es decir, la generación, transmisión y asimilación de los saberes, se estructuró a través de la formación de entidades diferenciadas (Facultades) dotadas de cuerpos docentes especializados con predominancia en la docencia, cuya actividad se centraba en la formación de estudiantes dirigida expresamente a la práctica profesional; lo que en seguida hizo perentoria la organización de institutos ajenos a la universidad y dedicados exclusivamente a la investigación y, más tarde, a la fundación de escuelas superiores ostensiblemente elitistas para la formación de los cuadros que requería el permanente recambio de la casta dirigente6. Es decir, que la francesa fue una universidad que en lugar de esconder detrás de los efluvios del Espíritu los prosaicos intereses de una clase, bien los escamoteaba de otra forma: porque en su caso se trataba de encuadrar la totalidad del quehacer universitario en la perspectiva del Progreso de “la Nación” que había roto las cadenas feudales del Antiguo Régimen. Pero como también sabemos que los estados-nación son entidades de consistencia artificial dotadas de poder, leyes y aparatos ideológicos que representan los intereses de las clases dominantes, había que buscar formas más sutiles de decir las cosas, esto es, formas más ideológicas; de manera que fue preciso disponer los haberes y decires de la universidad al servicio del roussoniano “interés general”.
Casi lo mismo vale, en términos generales, para las universidades norteamericanas, con lo diferencia de que en estas, por lo menos en las de formato clásico, lo nacional no es algo que les preocupe demasiado; que la trampa de la “doble red” distinga claramente y con la debida perspectiva de clase los modestos Colleges de las grandes y opulentas Universidades de Investigación; que la formación de los cuerpos docentes sea asunto propio de los consejos académico-administrativos de cada universidad; que los sistemas de ingreso de nuevos estudiantes tiendan a acentuar, desde el primer momento, las diferencias de clase y las oportunidades reales que, a través del “buen” funcionamiento de los sistemas pedagógicos básicos, convierten los procesos de admisión en un cruel episodio de “selección natural”. Lo que no obsta para que, de vez en cuando, se hable del Espíritu y todavía –quizá como una especie de homenaje involuntario–, se conserven en funciones las cada día más precarizadas facultades de Humanidades; mientras “su tiempo llega” y son completamente relevadas por los más “eficientes” y “pertinentes” departamentos de Cultural Studies. En todo caso, lo importante es destacar que tanto el “espíritu positivo” de los franceses como el “espíritu práctico” norteamericano representan un paso adelante en el proceso de desencantamiento de la idea y la práctica de las universidades.
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Hablando de desencantamiento, es justamente Max Weber –que concibe la era del capitalismo como un proceso de racionalización constante, es decir, de desencantamiento– a quien debemos no sólo la expresión “la universidad como empresa” sino uno de los primeros exámenes críticos de las consecuencias que provocará la transformación de la universidad europea en el sentido abiertamente utilitario y pragmático de las universidades norteamericanas (Weber, 2012, 184); aunque algunos años antes Karl Marx había hablado de la cada vez más clara identidad de medios y fines entre la universidad burguesa y “una fábrica de salchichas” (Marx, 1972, 426) y Max Adler, casi contemporáneamente a Weber, había ya fustigado las consecuencias de la intromisión del capital en la vida de las universidades y el trabajo de los intelectuales (Bonvecchio, 2000, 209-221). Con ello, queremos insistir en esto: la universidad que nació y se desarrolló bajo el solio de la Modernidad jamás ha gozado de verdadera autonomía, porque es propio de su naturaleza vivir (¿y morir?) articulada indisolublemente a las estructuras de poder y de dominio del capital sobre el conjunto de la vida social. Leamos a Weber (2012):
Ahora podemos percibir claramente entre nosotros cómo las más recientes reformas universitarias en vastos sectores de la ciencia siguen el modelo estadunidense. Los grandes institutos para los estudios de medicina o de ciencias naturales son empresas capitalistas de Estado. No pueden ser administrados sin grandes recursos y también ahí se verifica, como sucede con toda empresa capitalista, la separación de trabajador de sus medios de producción. (184)
El apunte es importante porque reconoce, por una parte, que las funciones de la vieja universidad son ahora realizadas por entidades de corte empresarial que, en Europa –o en Latinoamérica, podríamos agregar–, todavía conservan el patrocinio y el talante burocrático del Estado; pero, principalmente, porque señala un hecho propiamente central que hasta entonces las versiones apologéticas de la universidad no habían siquiera percibido –aun estando presente en ellas desde su refundación moderna y siendo lo estrictamente característico de las universidades norteamericanas– esto es, la forma elemental de la explotación capitalista: la separación del trabajador, en este caso el profesor o el investigador, de “sus medios de producción”. Con ello hubiera bastado para que se entendiera, como ya lo había dicho Marx, que lo empresarial, lo propio del modo de producción específicamente capitalista, tiene como condición esencial la existencia de mujeres y hombres que no conservan ninguna otra propiedad que no sea su fuerza de trabajo, es decir, sus manos, sus brazos, sus cuerpos, su pensamiento y las habilidades, capacidades o destrezas intelectuales y manuales que hayan logrado obtener y desarrollar a lo largo de sus vidas; lo que, ante la necesidad de sobrevivir, los perfila necesariamente como proletarios. Pero, por otra parte, estas y estos futuros proletarios deben ser “libres”, es decir, no estar sujetos por vínculos de familia, gremio o corporación a ninguna otra entidad que por tradición o normatividad les impida establecer una relación contractual de compra-venta con quien desee poner a su servicio aquella fuerza de trabajo mediante el establecimiento de un pago, de un salario; cantidad determinada de dinero mediante el cual el comprador puede disponer, para su uso, de la fuerza de trabajo así adquirida.
Si se nos permite –escribe Marx– poner un ejemplo ajeno a la órbita de la producción material, diremos que un maestro de escuela es obrero productivo si, además de moldear las cabezas de los niños, moldea su propio trabajo para enriquecer al patrono. El hecho de que éste invierta su capital en una fábrica de enseñanza en vez de invertirlo en una fábrica de salchichas, no altera en lo más mínimo los términos del problema. Por tanto, el concepto de trabajo productivo no entraña simplemente una relación entre la actividad y el efecto útil de esta, entre el obrero y el producto de su trabajo, sino que lleva además implícita una relación específicamente social e históricamente dada de producción, que convierte al obrero en instrumento directo de la valorización del capital. (Marx, 1972, 426, subrayado nuestro)
Quizá –y detrás de este quizá se agazapan las lecturas ideológicas e idílicas de la relación profesor-universidad; la que, mírese desde donde se le mire, no es otra cosa que una relación de explotación– cuando el vínculo contractual se verifica en una universidad estatal no sea tan fácil reconocer las formas bajo las que se conjugan todos los elementos que definen al trabajo productivo (porque valoriza el capital) ni se cumplen estrictamente todos los momentos que caracterizan la relación de subsunción real del trabajo del profesor al capital; aunque aquella conserva todos y cada uno de los aspectos de una relación mercantil capitalista7. Justamente porque en ella se enfrenta el trabajador-profesor a una estructura burocrático-administrativa que representa, posee y administra como suyos (biblioteca, laboratorios, aulas, equipo, mobiliario) los medios de producción de los que se sirven el profesor o el investigador asalariados para realizar su trabajo. Continúa Weber (2012):
El trabajador, en nuestro caso el asistente, está vinculado a los medios de trabajo que el Estado pone a su disposición. En consecuencia, es tan poco independiente frente al director del Instituto como el empleado de una fábrica frente al de ésta, pues el director del instituto piensa, con entera buena fe, que éste es suyo, y actúa como si evidentemente lo fuera. Su situación es frecuentemente tan precaria como cualquier otra existencia “proletaroide”, como le sucede también al assistant de la universidad americana. (184, subrayado en el original)8
Pero las cosas no se detienen aquí, porque si bien la relación “específicamente social e históricamente dada” del trabajo en el seno de las universidades no convierte necesariamente al obrero-profesor en instrumento directo de la valorización del capital, sí que le obliga, a través de las tereas pedagógicas de inculcación de arbitrariedades culturales propias de la burguesía y de los modelos de conducta que las caracterizan, a cumplir con una parte crucial su programa de domino y de su reproducción ampliada.
Es posible que en 1919 este estado de cosas fuera apenas un síntoma, o, inclusive, en la perspectiva de Weber, aun podía portar algunas ventajas técnicas de las que, sin embargo, no podía ser desterrada alguna ambigüedad:
Las ventajas técnicas de esta situación son indudables, como lo son las de toda empresa capitalista y burocratizada. El nuevo “espíritu”, sin embargo, está muy alejado de la vieja atmósfera histórica de las universidades alemanas. En lo interno y lo externo, existe un inmenso abismo entre el jefe de una empresa universitaria capitalista de este género y el habitual profesor ordinario de viejo estilo. Esta diferencia afecta también a la actitud interna (…) En lo interno como en lo externo, la vieja constitución de la universidad se ha hecho ficticia. (Weber, 2012, 185, subrayado nuestro)
Hoy, después de toda el agua que ha pasado bajo el puente del convulso y desastrado siglo XX, es posible afirmar que prácticamente la totalidad el sistema de enseñanza universitaria es ya una empresa; una empresa capitalista de Estado, en el caso de las universidades públicas, y una empresa capitalista sin más en el caso de las universidades privadas9. Y lo mejor, si cabe este término, es que con base en lo dicho por Marx y Weber podemos explicar solventemente estos fenómenos sin necesidad de que a todo lo largo del proceso haya asomado las orejas el fantasma del neoliberalismo.
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Es ahora necesario, después de mostrar que la ecuación universidad-empresa es consustancial a su constitución específicamente moderna, decir algo acerca de lo que el llamado neoliberalismo ha aportado, o sustraído, a la crisis de la universidad contemporánea; lo que implica efectuar un pequeño rodeo. En primer lugar, es necesario aclarar que el neoliberal no es en sí mismo un sistema económico ni representa o designa una modificación esencial del capitalismo histórico, sino un discurso ideológico tras el cual se ponderan y justifican las múltiples transformaciones que el capital –que es el verdadero sujeto de esta historia–10 impone en todos los órdenes de la vida social en el tiempo de su ya larga y destructiva decadencia. Asimismo, que bajo el nombre de neoliberalismo ni siquiera podemos reconocer una novedosa doctrina o una teoría económica, sino un conjunto de afirmaciones ideológicas propias de la arbitrariedad cultural dominante que, además de ser consustancial a la necesidad reproductiva del modo de producción capitalista, cumple con la innoble tarea de ocultar ciertos hechos que atañen tanto a la condición declinante del capitalismo como al agotamiento de la forma-universidad. Esto es: el neoliberalismo, en el caso de la universidad, no es sino el relevo ideológico del viejo Espíritu y su sustitución por un discurso de muy baja calidad analítica y exento por completo de fundamentos teóricos, pero plagado de expresiones propias de la arbitrariedad cultural dominante e ideológicamente afirmativas como las de “excelencia”, “pertinencia”, “calidad educativa”, “competencias”, “innovación” y otras tantas flatus vocis con las que se construye una imagen idílica de la discutible “eficiencia empresarial” a cuyo modelo deberán rendirse el funcionamiento y los fines de la universidad11. Dicho esto, es preciso ahora hacernos cargo del profundo daño que tales arbitrariedades culturales “neoliberales” han provocado en el cuerpo y el alma de una institución que, en su momento, ya no tenía ni motivos, ni fuerzas, ni recursos para resistirlo. Lo que nos obliga a reconocer y caracterizar críticamente las conexiones esenciales que corren entre el contexto en el que irrumpe el ímpetu transformador que trata de poner a salvo al capital y la situación de crisis real en la que desde hacía muchos años ya se debatía la universidad.
Un hecho histórico de largo aliento y empíricamente comprobable12 es que desde los años sesenta del siglo pasado, la tasa media de ganancia del capital global no ha dejado de sufrir una considerable pérdida de valor real –fenómeno teorizado por Marx con el nombre de Ley de la tendencia descendiente de la tasa de ganancia del capital–13. En consecuencia, las crisis económicas que desde entonces se han desencadenado con cierta regularidad –y azotado en mayor o menor medida a todo el orbe–, no pueden entenderse sino en los términos de una respuesta eminentemente defensiva del capital; es decir, han operado como una de las estrategias que el capital global tradicionalmente instrumenta para contrarrestar lo que no es sino una tendencia estructural, inherente a su funcionamiento. Para esclarecer un poco más el papel que directa o indirectamente cumplen tanto las crisis económicas como los remedios que se ensayan para salir de ellas –en cuyo marco se inscribe la crisis de la universidad actual–, es preciso recordar que el modo de producción capitalista se articula a partir de la interconexión de una cantidad inmensa de procesos productivos y reproductivos cuya finalidad, única, es incrementar incesantemente el valor; que el valor no es otra cosa que la representación abstracta de la riqueza social acumulada en manos de los capitalistas; y que el diferencial positivo entre el capital invertido en aquellos procesos interconectados y los nuevos valores que genera el proceso productivo (producción, distribución, circulación y consumo de mercancías portadoras de valor) se llama ganancia o beneficio. Por otra parte, también habrá que recordar que las crisis económicas, lo mismo que las guerras o las grandes catástrofes naturales y humanas (como las pandemias) destruyen un ingente cantidad de riqueza social e interrumpen las cadenas de producción y las cadenas de generación de valor, quedando así al descubierto las que es todavía posible salvar y las que ya no son “rentables”; lo que habilita al capital para redistribuir pérdidas y reestructurar con cierta radicalidad amplios circuitos productivo-mercantiles, lo que al término de un capítulo de crisis, que no deja de ser catastrófico, le permite contrarrestar temporalmente la tendencia decreciente e, inclusive, inaugurar un nuevo ciclo expansivo de valorización. Pero las crisis no son el único recurso de que se vale el capital para paliar la ganancia decreciente; existen otros instrumentos económicos que cumplen de una u otra forma con el mismo fin. Estos son: la elevación del grado de explotación del trabajo; la reducción del precio del salario por debajo de su valor; el aumento del volumen y la variedad de medios de trabajo más eficaces por la introducción de nuevas aplicaciones tecnológicas; el aumento del ejército industrial de reserva (sobrepoblación o población supernumeraria relativa, expulsada de la producción); la exportación de capitales o la incorporación de nuevas actividades a las cadenas de valorización, especialmente aquellas que por diversos motivos de orden histórico habían permanecido al margen14. A esto hay que agregar el hecho de que siendo el horizonte histórico en el que se presentan las crisis económicas también un campo de batalla político-cultural –un objetivo de la lucha de clases–, las medidas que el capital opone a sus crisis y a la tendencia al decrecimiento de sus ganancias, suelen acompañarse de violentas y masivas campañas de adoctrinamiento, cuyo objetivo consiste en hacer pasar por racionales, necesarias, generales y aceptables todas las “medicinas amargas” que sea preciso aplicar en su favor, enmascarado, por supuesto, por el “bien común”.
Cuando se estudian con el detenimiento suficiente las condiciones en las que desde hace mucho tiempo operan las universidades, es posible reconocer la presencia y las consecuencias de todas y cada una de estas herramientas anti crisis, aunque lo suficientemente maquilladas para que en lugar de la “elevación del grado de explotación del trabajo” en los manuales que se aplican para la reconfiguración empresarial de la universidad aparezcan las palabras “productividad”, “eficiencia” y “rendimiento”; cuando aquí hablamos de “reducción del precio del salario académico” el tecnócrata que conduce la operación entiende: “competitividad”; en donde nosotros aludimos al aumento del volumen y la variedad de medios de trabajo más eficaces por la introducción de nuevas aplicaciones tecnológicas (evidentemente para el incremento de la extracción de plusvalor), aquellos entienden “Tecnologías Informáticas de Comunicación” aplicadas a la relación enseñanza-aprendizaje o bien “trabajo en casa”; en donde se debería de leer “ejército industrial de reserva” o en nuestro caso “ejército académico de reserva” en realidad se dicen insistentemente varias cosas muy absurdas del tipo “formación para toda la vida” que tienen como fondo real la precarización del trabajo académico, la desvalorización de la profesión universitaria, la destrucción de plazas permanentes, el consecuente aumento de los profesores “por tiempo” y un número cada vez más grande de egresados de las escuelas de enseñanza que no encuentran trabajo.
Pero ninguno de estos fenómenos es nuevo ni responde necesariamente a la reconversión neoliberal de la universidad. Todos ellos, bajo distintos nombres y estrategias, han operado de manera más o menos eficiente y más o menos embozada a lo largo de casi doscientos años, sin que alguna mirada esclarecida –excepto, quizá, las que aquí hemos traído a cuento– haya sido capaz de percibirlos y, mucho menos, llevarlos a concepto15. Lo que quiere decir que aun cuando la explotación, la precarización, la devaluación del trabajo académico y lo que podemos llamar “ley de la tendencia del valor decreciente de los títulos universitarios” siempre han estado ahí; que el profesor ha sido y es un asalariado separado de sus medios de producción cuya fuerza de trabajo (así sea esta intelectual) está sujeta a las fluctuaciones que la “mercancía fuerza de trabajo” sufre inexorablemente en el carrusel de la oferta y la demanda; que a pesar de todo ello, decimos, la arbitrariedad cultural dominante en cuyo seno se concibe y explica la universidad, ha sido particularmente eficiente ocultado el fondo del asunto. No hay que olvidar que la eficacia de la ideología dominante obtiene la mayor parte de su fuerza en la habilidad para ocultarse como tal; y queda claro que los estudiosos han sido poco atentos a los mensajes de advertencia que desde el seno mismo de la universidad podían haberse revelado a través del nunca realizado examen crítico de sus dimensiones interna y externa; lo que podía haber esclarecido el hecho de que detrás del complejo mítico que sacraliza las “virtudes teologales” de la universidad (“misión”, “visión”, “valores”) no sólo se esconden la violencia simbólica, la manipulación y la mentira, sino las debilidades propias de una institución que pese a todo no se conoce a sí misma, y que en virtud de ese desconocimiento fue una presa demasiado fácil del capitalismo.
Hemos dejado para el final de este recuento las últimas herramientas con la que el capital neutraliza la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia –o pone a su favor la fuerza destructiva de la crisis– porque es, juntamente ahí, en donde podemos situar el principio explicativo de la crisis de la universidad. Como se dijo, para contrarrestar la ley de la tasa de ganancia decreciente, o el capítulo más destructivo de la crisis, aparte de los recursos económico-políticos ya abordados, el capital ensaya dos procesos finalmente distintos pero que conservan rasgos similares: la exportación de capitales y la incorporación de nuevas actividades a las cadenas de valorización. Ambas estrategias se apoyan en una de las características más destacables del capital desde sus etapas formativas y condición básica de su desarrollo y expansión planetaria: la posibilidad de saltar de una a otra rama de la producción sin restricciones de orden geográfico, político o natural-cultural: “los capitales no tiene patria” ha dicho Marx; y junto con ello, ha descrito pormenorizadamente la necesidad estructural –porque de ello depende su reproducción ampliada– de entrometerse y poner a su servicio muy distintas ramas y actividades, tanto de la producción de bienes materiales, como de la producción de bienes en general, entre los que debemos incluir los bienes culturales, intelectuales, científicos y artísticos; incluido el mismo Espíritu. De esta suerte podemos volver a decir que, ya desde su origen, era iluso pensar que el capital se iba a detener a las puertas del Templo universitario; pero aun con mayor razón era imperativo pensar que en una situación de crisis generalizada –y ante la necesidad de paliar el descenso estructural de sus ganancias–, el capital no iba a replantear sus relaciones con la universidad y llevarla al seno mismo de sus cadenas de valorización: es decir, hacerla incontestablemente rentable o productiva16.
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No vamos a repetir aquí –porque el relato de la reconversión neoliberal ya se ha hecho de manera profusa y ocasionalmente brillante–17 la glosa de los espacios, tiempos, procesos normativo-institucionales y sujetos que se han visto involucrados, o afectados, en el curso del proceso de transformación actual de la universidad. Menos aún nos detendremos en el examen de los ya inabarcables “contra discursos críticos” en los que a la ingenuidad se suma la impotencia. Más bien, intentaríamos emplazar un micro-relato histórico en el que sea posible reconocer el origen, o la causa, de la perplejidad y la impotencia con las que la propia universidad, o por mejor decir, los universitarios, han tratado de articular alguna forma de resistencia y lucha.
Como se ha dicho, en el curso de los años sesenta del siglo pasado se presentaron los primeros indicios del declive del largo ciclo expansivo de acumulación de capitales que la Segunda Guerra Mundial habría permitido; por otra parte, igualmente se mostraban los signos del inicio de una nueva crisis de acumulación. Ante la imposibilidad de mantener a la universidad al margen de lo que acontece en el espacio de las luchas de clase –ya que indudablemente los fenómenos mencionados impactaban directamente el sentido, la forma y los fines de esas luchas también al interior de la universidad–, tuvieron lugar a todo lo largo de la década de los sesenta y los primeros años de los setenta una serie de conflictos estudiantiles que, animados por muy diversas causas y coyunturas circunstanciales, en principio se entendieron, desde la izquierda, como reflejo o eco del estado por el que atravesaba la revolución mundial, y, desde la derecha, como un caso de anomia sintomático y local18. El matiz es muy importante porque, mientras desde la izquierda los movimientos estudiantiles se interpretaron a partir de un formato amplio, pero acartonado por la ortodoxia al uso y al margen de lo que desde el “interior” de las universidades podría realmente explicarlos, los exámenes de la derecha –sin desdeñar lo que los desajustes macro políticos del momento podrían haber aportado a los estallidos estudiantiles–, se enfocaron exclusivamente al “problema universitario” como tal; y el diagnóstico es este: la forma tradicional de la universidad presenta fuertes síntomas de agotamiento y merece, con cierta urgencia, un profunda intervención. Cabe agregar que ni uno ni otro intentos explicativos rebasaban el ámbito de lo ideológico, pero no olvidemos que éste siempre tiene recursos para garantizar su eficacia; y su eficacia consiste mantener oculto lo esencial. Pero aquí la diferencia entre ambos exámenes, y sus respuestas, se presentaba en un contexto en el que la izquierda era la oposición y la derecha representaba los intereses de la clase dominante. Volvamos ahora a lo que sí percibió la derecha y preguntarnos ¿de qué síntomas internos se trataba y qué tipo de respuestas consideraron pertinentes?19.
Problemas:
a) la universidad no está cumpliendo sus tareas con la debida eficiencia; b) los profesores han convertido en “culto” el repaso de sus apuntes amarillos y son meros transmisores de un saber absolutamente anquilosado; c) los profesores se ha mudado masivamente a la izquierda y representa un pésimo ejemplo para sus estudiantes; d) los estudiantes se han rendido al hedonismo y a la alienación por la política o las drogas y se han encerrado en un gheto; e) los planes de estudio no reflejan, y menos resuelven, los problemas de “la sociedad” (léase, de los empresarios); f) la práctica pedagógica se articula en torno de saberes “enciclopédicos” que no son aplicables productivamente.
Respuestas:
1) la educación universitaria es costosa y, en una situación de escases, en necesario hacer “lo mismo con menos, pero mejor”; pero para hacer “lo mismo con menos, y aun mejor” va a ser necesario “apretar algunas tuercas”, compactar o desaparecer programas “no rentables” y hacer uso “racional y eficiente” de recursos financieros y materiales limitados; 2) es absolutamente necesario, para conservar la universidad en un escenario altamente “competitivo” ajustar a la baja los salarios de los profesores y someter a “concurso basado en rendimiento” algunos complementos salariales temporales; 3) habrá, también, que reducir drásticamente la plantilla de contratos docentes definitivos y sustituirla por contratos precarios y “parciales”; 4) es impostergable introducir a toda costa “modelos educativos” que emulen ceñidamente los “exitosos modelos empresariales”, que permitan una intensa “movilidad” y que conviertan a todo estudiante en un “ciudadano del mundo”; 5) es preciso contar, para todos esos efectos, con la complicidad de las directivas universitarias20.
Y así estamos.
Como hemos tratado de mostrar a lo largo de este trabajo, el huevo de la serpiente empresarial-capitalista estaba ya en proceso de incubación en el seno de la Idea moderna de universidad y de sus prácticas concretas. De modo que lo que nos ha traído aquí no es otra cosa que la realización, accidentada y paulatina, de la Idea; con dos diferencias importantes: el primer ensayo de universidad se pensó y llevó a cabo en el curso de la fase ascendente de la modernidad capitalista; su relevo, es decir, la idea desembozada de la universidad-empresa, se ha pensado e instrumentado en el curso de su fase decadente; lo que no deja de generar múltiples síntomas de enfermedad. De modo que aquello que llamamos la reconversión neoliberal de la universidad no representa más que la aceleración y profundización de un proceso que viene de lejos; pero dicha en una neo-lengua ahora más descarada y enfermiza; y por cierto, completamente ajena a la elegancia de los clásicos. Sin embargo, es preciso insistir en el hecho de que la eficacia con la que se ha aplicado este nuevo programa ha dispuesto a su favor no solamente lo que para el efecto ya estaba inscrito en el modelo previo y lo que el desarrollo y el declive del capitalismo hasta ahora habrían aportado, sino, en la mayor parte de los casos en los que la “reconversión” ha tenido éxito, la propia incapacidad de los universitarios para oponerse a ello21.
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¿Es preciso destruir la universidad? Para decepcionar a todos podríamos dejar sin respuesta la pregunta; o mejor, sólo responderla de manera oblicua. Lo que sí haremos es introducir en el cuadro, de la mano de lo accidental, los incontables actos de resistencia que, desde el seno mismo de las precarias comunidades de maestros y estudiantes realmente existentes, a lo largo de los años se han opuesto a la realización opresiva de una idea y una práctica que contradice de manera absoluta el sentido originario de toda verdadera universitas. Siendo desde el primer momento algo que afectaría profundamente el lado interno del proceso universitario –y por haber adquirido con el paso del tiempo la apariencia de algo completamente “natural” y “necesario”– no se ha reparado suficientemente en un hecho histórico importante: el proceso de institucionalización de las universidades, cuyo inicio puede fecharse en el curso del siglo XIV europeo, implicó desde un primer momento la represión y la final disolución de la univeritas magistrorum et scholarium originaria, al introducirse en la estructura de la vieja comunidad de maestros y estudiantes –y haciendo uso de la violencia, cundo fue necesario– la figura y las funciones de un cuerpo directivo-administrativo efectivamente ajeno a la comunidad, pero investido con un poder, una legitimidad y un habilitación operativa capaz de sobreponerse a aquella. Con esto, desde muy pronto se vaciaba y perdía todo sentido el nombre mismo de universidad, porque ya no se trataba de una comunidad de iguales en la que unos aprendían y otros enseñaban, sino de una institución jerarquizada, sectorizada y eminentemente represiva. Desde entonces, lo que seguimos llamando universidad, como toda institución social capitalista, se ha configurado y reconfigurado varias veces a partir de un diversificado conjunto de ideas, actividades, estructuras y funciones simbólicas y fácticas regularmente distópicas; lo que no es efecto de la fortuna o de la mala fe, sino del hecho de que entre su Idea y sus prácticas concretas campean la inconmensurabilidad y la contradicción abierta. De modo que al interior de uno y el mismo espacio/objetivo de la lucha de clases, mientras en uno de sus extremos se prepara la ejecución estricta y represiva de un sistema de enseñanza centrado en la inculcación de valores, saberes y conductas con fines reproductivos, afirmativos o abiertamente apologéticos de lo que ya es, en el otro extremo eventualmente se generan espacios alternos en los que se construyen –en la confluencia del fecundo y desenfadado hedonismo estudiantil y de los más festivos desenfrenos intelectuales de algunos de sus profesores– nuevas comunidades: refugios para la libertad. Aunque eso no sea sino un efecto residual de las violentas luchas de clases que atraviesan el persistente declive del orbe capitalista y sus instituciones culturales.
¿Destruir la universidad? Quizá…; pero con el ímpetu que animaba a los ludditas que en los albores del capitalismo destruían las máquinas porque para ellos representaban el símbolo de la opresión.
Guanajuato, primavera de 2020.
Notas
1. “La selección de significados que define objetivamente la cultura de un grupo o de una clase como sistema simbólico es arbitraria en tanto que la estructura y las funciones de esta cultura no pueden deducirse de ningún principio universal, físico, biológico o espiritual, puesto que no están unidas por ningún tipo de relación interna a la ‘naturaleza de las cosas’ o a una ‘naturaleza humana’” (Bourdieu y Passeron, 1977).
2. Los conceptos críticos ‘violencia simbólica’, ‘arbitrariedad cultural dominante´, “sistema pedagógico”, “habitus”, “trabajo pedagógico” y otras nociones complementarias son objeto de un tratamiento teórico-crítico dispuesto “geométricamente” –en el sentido que Spinoza da a su Ética, es decir, en formato estrictamente deductivo– y constituyen, según lo explican los autores, los fundamentos de una “teoría de la violencia simbólica” que dispone, para su futuro desarrollo problemático, los supuestos que Durkheim, Weber y Marx, sobre todo Marx, han establecido como emplazamiento del análisis crítico del capitalismo y sus estrategias de reproducción y de dominio. Es una verdadera desgracia que hasta el día de hoy no se hayan realizado esfuerzos que desarrollen críticamente las posibilidades que encierra esta propuesta, y, aun mayor, la pena de que no existan “puentes” entre esta teoría del sistema de enseñanza o en concreto de la teoría de la “violencia simbólica” y el enorme corpus de la primera Teoría crítica. Sirva el presente ensayo como un breve y modesto ejemplo de ese esfuerzo.
3. Ignorando el hecho de que a lo largo del siglo XI los árabes habían desarrollado en lo que ahora es España instituciones en las que se enseñaban saberes propios de las matemáticas, la geometría, las lenguas y la medicina, suele afirmarse que la universidad nace en Italia hacia 1090 como “comunidad de maestros y estudiantes” que se reúnen por el gusto de aprender, en el caso de los segundos, y por obtener alguna retribución por el saber ya adquirido y transmitido, tratándose de los primeros. Solamente más tarde, cuando el ejercicio de la Teología en su versión escolástica requiere para su ejercicio una legitimación institucional, al amparo de la Iglesia, pero con el patrocinio de los Príncipes y eventualmente algún Ayuntamiento, aquellas “comunidades” se institucionalizan, se someten a normas estrictas y a un aparato directivo-administrativo, absorbiendo paulatinamente la enseñanza de las futuras profesiones liberales y normalizando sus planes de estudio a partir de la sanción académica de las sabidurías seculares dispuestas en el Trivium y el Cuadrivim. Sin embargo, aun cuando el saber que eventualmente transmite no deja de tener cierto impacto en el desarrollo de algunas actividades productivas, es un hecho que la universidad se distingue por su actitud contemplativa, en tal grado, que Juan Luis Vives, doctorado en París pero profesor de la célebre Universidad de Oxford, hacia 1530 afirma que más saben de las cosas del mundo los sencillos labriegos que sus soberbios colegas, doctores y dialécticos. Es, sin embargo, en el curso del siglo XVIII que las universidades dejan de ser una institución marginal y, patrocinadas por el Estado de la mano de las Academias y Sociedades Científicas —pero bajo el influjo del modelo educativo de los colegios jesuitas—, emprenden la vía de su consolidación como instituciones de enseñanza superior, al tiempo que se alinean con el Poder político en calidad de Aparatos Ideológicos de Estado.
4. Citado por M. Aguirre Lora en las notas a Claudio Bonvecchio, El mito de la universidad, y a su vez tomado de H. Schelsky, “Einsamkeit und Feiheit; Idee und Gestalt del deutchen Universität und librer Reformen” (1971), en C. Bonvecchio, El mito de la universidad, México, Siglo XXI, a lo que agrega en propio Humbodt, citado por Bonvecchio: “Mientras tanto, puesto que estos centros únicamente pueden alcanzar su finalidad en la medida en que cada uno de ellos se enfrente tanto como sea posible a la idea pura de la ciencia los criterios dominantes dentro de su ámbito son la soledad y la libertad” (Bonvecchio, 2000, 78). Como se sabe, Humboldt concibe el quehacer universitario como efecto de una ceñida articulación entre un ámbito interno y un ámbito externo: el sujeto estudiante, los planes de estudio, el sistema pedagógico, la relación maestro-alumno y especialmente la (auto)formación o Bildung, serían el interno, mientras al externo corresponde la organización académico-administrativa, los “servicios” educativos y el patrimonio universitario. Fuera de esa relación estructural, se definen las sutiles pero estrechas relaciones de la universidad y el Estado, sujetas a una suerte de contrato –el Estado está obligado a sufragar el costo de la actividad universitaria– cuyos términos se fijan, indefectiblemente, a favor de la “autonomía” universitaria. Ver von Humboldt, W. (2000). “La situación de la universidad”, en C. Bonvecchio, El mito de la universidad, México, Editorial Siglo XXI.
5. “El Estado debe tender a: 1] Siempre garantizar la máxima vivacidad de la actividad. 2] no permitir que decrezca (…) Finalmente, El Estado debe permanecer siempre consciente del hecho de que precisamente estos centros llevan a cabo lo que él no es capaz de realizar y que, incluso, su intervención puede llegar a constituir un obstáculo” (Bonvecchio, 2000, 81).
6. Como se sabe, a las universidades francesas surgidas de la reforma napoleónica hubo que sumar una serie de Grandes Écoles, “escuelas de altos estudios” e institutos públicos o privados dedicados a la investigación y a la formación de altos dirigentes empresariales: la École Normal Superieur, la École Polytechnique, la École Nationale d’Administratión. Lo que permite observar con mayor claridad el hecho de que tanto en Francia como en los lugares en los que se instauró el “modelo napoleónico” se impuso contemporáneamente el “sistema de doble red”; es decir, de dos sistemas de enseñanza radicalmente diferenciados e inconmensurables: uno dirigido a la formación de “cuadros bajos y medios” dirigida al recambio de la burocracia media o al ejercicio de profesiones “libres” o igualmente burocratizadas; otro, destinado a la formación de altos funcionarios estatales o dirigentes y administradores empresariales. Ver Baudelot y Establet (1975).
7. El matiz es importante. El hecho de que los estudios sobre la universidad generalmente se dirijan a entidades estatales o “publicas”, como coloquialmente se conocen, deja pasar el hecho de lo que puede llegar a significar esta separación entre el trabajo vivo del profesor-investigador y el trabajo acumulado (porque no es otra cosa) que representan sus “medios de trabajo” (biblioteca, laboratorios, aulas, equipo, mobiliario). Pero, igualmente, también oculta o minimiza el hecho de que la relación contractual entre el profesor y la institución es una relación mercantil que, mediante el pago de un salario, intercambia la mercancía calificada “fuerza de trabajo” del profesor por un salario determinado por el costo medio de dicha mercancía en el mercado de trabajo. Pero si eso es así en el caso de las universidades públicas, con mayor razón lo es, y de manera completamente desembozada, en las universidades privadas.
8. Aunque en este fragmento Weber se refiere principalmente a la precaria situación laboral e institucional de los profesores e investigadores adjuntos, no deja de advertir que la “americanización” no se va a detener ahí. “La vida universitaria alemana se americaniza, como se americaniza nuestra vida entera en puntos muy importantes, y estoy convencido de que esta evolución ha de afectar también en el tiempo a aquellas disciplinas en las que, como hay sucede en gran parte con la mía, el artesano mismo es propietario de los medios de trabajo (esencialmente de la biblioteca) del mismo modo que en el pasado era el artesano propietario de su taller” (Weber, 2012, 184).
9. No vamos a abordar directamente en este trabajo el llamado problema de la “privatización” de la educación o de la universidad, dado que consideramos dicho fenómeno como un efecto secundario, cuando no como un mero efecto residual, de un proceso de mucho mayor envergadura cuyo objetivo es disponer la totalidad del sistema educativo, tanto público como privado, en la perspectiva de la valorización del capital y la reproducción de su dominio. En todo caso, sería más correcto hablar de la capitalización integral del sistema y los procesos educativos, independientemente del ámbito específico en el que se realiza. El discurso de la privatización también es ideológico.
10. Cabe aquí una aclaración perentoria sobre la que no es posible profundizar: llamamos “capital” a un modo específico de relaciones sociales, no a una cosa o un objeto y mucho menos al dinero; relaciones que justamente ponen en movimiento, mediante actividades de todo tipo, todas las formas, procesos, entidades y objetos que adopta la riqueza social en un momento históricamente determinado; es decir, el capital es la expresión con la que sintéticamente designamos las relaciones de producción, reproducción y distribución de la riqueza social en una forma específica y a través de instituciones específicas: las que en nuestro caso se fundamentan en una relación de explotación del trabajo en favor de una clase que detenta la propiedad privada de los medios de producción, lo que económica, jurídica y políticamente la enfrenta a todas las demás. En consecuencia, llamamos “capitalismo” a lo que de específico, o histórico-concreto, conservan las formas históricamente institucionalizadas de aquellas relaciones de propiedad y producción; y llamamos “capitalistas” indistintamente a las instituciones y procesos que cobijan aquellas relaciones o a los y sujetos que ostentan la propiedad privada de los medios de producción. Ver Marx, K. (1971). Trabajo asalariado y capital. Moscú: Progreso, y Marx, K. y Engels, F. (1966). Manifiesto del Partido Comunista. En K. Marx y F. Engels, Obras escogidas en dos tomos (Tomo I, 12-50). Moscú: Progreso.
11. La nómina de autores y obras que se ha hecho cargo de desmontar críticamente las falacias de la “reconversión neoliberal” de la universidad y en general del sistema educativo es a estas alturas sumamente abundante. Para no abultar excesivamente esta nota se pueden consignar, para el caso de México, los trabajos de Hugo Aboites: Viento del Norte. TLC y privatización de la Educación Superior en México (1999); El Dilema, la universidad mexicana al comienzo de siglo (2001), y La medida de una nación: los primeros años de la evaluación en México: historia de poder y resistencia (2011). Para Latinoamérica lo aportado por la CLACSO y, en específico, por Pablo Gentili, Políticas de privatización, espacio público y educación en América Latina (2009); finalmente, para el caso europeo, Carlos Fernández Liria y Clara Serrano García, El Plan Bolonia (2009).
12. En los últimos años han abordado el asunto el GPM (Grupo de Propaganda Marxista), Michael Roberts y Rolando Astarita; Ver noddo50.org/GPM/ o Sin Permiso. República y socialismo también para el siglo XXI, en sinpermiso.info, en donde con cierta frecuencia participan estos autores o sus críticos.
13. Ver Marx, K. (1972b). El capital. Crítica de la economía política (Tomo III, 213-251). México: FCE.
14. Ver. Marx, K. (1972b). El capital. Crítica de la economía política (Tomo III, 213-251). México: FCE, y GPM, “Causas que contrarrestan la tendencia descendente de la Tasa General de Ganancia Media” en nodo50.org/GPM/.
15. Léase en Weber (2012, 184-186) la descripción de las cuitas y problemas laborales de los “assistants” o los “Privatdozent” de las universidades alemanas ¡en 1919!
16. “Una cantante que canta como un pájaro es una trabajadora improductiva. En la medida que vende su canto, es una asalariada o una comerciante. Pero la misma cantante, contratada por un empresario (entrepreneur) que la hace cantar para ganar dinero, es una trabajadora productiva, pues produce directamente capital. Un maestro de escuela que enseña a otros no es un trabajador productivo. Pero un maestro de escuela que es contratado con otros para valorizar mediante su trabajo el dinero del empresario (entrepreneur) de la institución que trafica con el conocimiento (knowlende mongening institution) es un trabajador productivo” (Marx, 1974).
17. Es especialmente agudo y justo el examen que sobre el Plan Bolonia –uno de los instrumentos más agresivos y de los discursos más absurdos que justifican e instrumentan la reconversión universitaria emprendida en Europa– llevaron a cabo, hace ya algunos años, Carlos Fernández Liria y Clara Serrano García. Ver Fernández y Serrano (2009).
18. Ante la imposibilidad de abordar adecuadamente el repertorio de los movimientos estudiantiles que tuvieron lugar a lo largo y ancho del mundo entre 1959 y 1975, únicamente consignamos los que, por diversas causas, alcanzaron mayor resonancia: 1959, Zengakuren, el sindicato estudiantil japonés, se enfrenta violentamente y en varias ocasiones a las fuerzas del orden con motivo de la entrada en vigor del Acuerdo de Paz (realmente “olvido, perdón y negocios”) entre Japón y los Estados Unidos; 1964, estudiantes de la Universidad de California, en Berkeley, inician un movimiento bajo el pretexto de la libertad de expresión, pero realmente enfocado contra del clima represivo, la verticalidad docente y la autocracia administrativa de las autoridades universitarias; 1966, estudiantes de la universidad de Estrasburgo, en Francia, inician un violento movimiento en contra del clima represivo que priva en todos los órdenes del proceso educativo; 1968, estudiantes franceses de todos los grados desarrollan entre marzo y mayo un movimiento que, en su punto más alto, lleva a la huelga solidaria a más de diez millones de obreros y pone en peligro la estabilidad de la Quinta República francesa; 1968, iniciado en la Universidad Libre de Berlín, pero con réplicas en todo el sistema universitario alemán, tiene lugar un movimiento contra el autoritarismo de las camarillas dirigentes universitarias y el doble discurso de las autoridades alemanas; 1968, entre julio y noviembre en la ciudad de México y otros puntos de la república, se desarrolla un masivo y radical movimiento estudiantil que tiene como eje las “libertades democráticas” y que termina, en Tlatelolco, con un baño de sangre; 1970, en Kent, Ohio, la Guardia Nacional abre fuego en contra de una demostración estudiantil que protesta por la Guerra de Vietnam: saldo, cuatro estudiantes muertos –lo relevante del caso es que se trata de estudiantes blancos pertenecientes a la élite económica y social norteamericana–; 1969-1975, en Chicago y otras ciudades estadunidenses, en Chile, Italia, Polonia, Ecuador, Uruguay y más de una veintena de países, se desencadenan movimientos estudiantiles y populares que reclaman un amplio abanico de reivindicaciones que de manera más o menos abierta indican la magnitud del malestar que entre las capas medias de la sociedad ya provocan la nueva crisis y sus “remedios”. Lo que sin embargo sigue oculto y que esos movimientos solamente revelan oblicuamente, es el hecho de que el modelo moderno de universidad muestra ya evidentes signos de agotamiento.
19. Es especialmente completo y cínicamente agudo el diagnóstico que en su momento llevó a cabo Daniel Bell. Ver Bell, D. (1977). Las contradicciones culturales de capitalismo. México: CNCA/Alianza. Lo más significativo, sin embargo, es que con algunos años de antelación, sus conclusiones eran prácticamente las mismas que en los años noventa esgrimieron el “Informe Delors” (Unesco), el “Plan Bolonia” y las iniciativas de la OMC para las universidades. Con la diferencia de que la agresividad, la violencia y la total falta de escrúpulos de los “reformadores” de los noventa no tienen paralelo en toda la historia de la universidad.
20. Es muy significativo que, con algunos años de antelación, las conclusiones de Bell sean prácticamente las mismas que en los años noventa esgrimieron el “Informe Delors” (Unesco), el “Plan Bolonia” y las iniciativas de la OMC (ahora OCDE) para las universidades. Con la diferencia de que la agresividad, la violencia y la total falta de escrúpulos de los “reformadores” de los noventa no tienen paralelo en toda la historia de la universidad. ¿O alguien a estas alturas puede apelar a la buena fe de dichas iniciativas?
21. Esto nos obliga a decir algo sobre la complicidad de los dirigentes universitarios a la que nos referimos anteriormente. Puede sonar fuerte, pero la complicidad de las camarillas dirigentes universitarias en todo este proceso de reconversión se ha efectuado por vía de cooptación, corrupción o ignorancia. Pero también porque esto no es extraño ni a sus funciones ni a su naturaleza. Las funciones de dirección y administración universitaria se realizan mediante estructuras y sujetos que, en esencia, no pertenecen a la universidad, ya que se trata cuerpos especializados cuyo reclutamiento sigue el canon de reclutamiento de todo cuerpo burocrático (méritos, eficiencia, disciplina, escalafón), cuando no adopta, como es el caso de las universidades mexicanas, un modelo “dinástico” o “monárquico”. Aun cuando regularmente sus miembros pueden mostrar en su expediente algunos antecedentes académicos, debido a la naturaleza misma de su función, ésta se resuelve inexorablemente en los términos de una actividad burocrático-administrativa; pero no sólo eso, sino como una función que encubre o disimula una estructura de carácter vertical, autoritario, despótico o monárquico. Es un hecho innegable que en muchas ocasiones los cuerpos directivos se designan a través de procesos más o menos abiertos y eventualmente “democráticos”. Pero esa no es la cuestión, sino el carácter estructural de sus funciones; ni más ni menos como sucede con las burocracias gubernamentales o las “monarquías electivas” (Weber). Siendo, pues, realmente ajeno a lo propio y esencial de la universidad, el dirigente en turno siempre estará más atento a “su carrera” y a las medallas que por sus merecimientos burocráticos pueda obtener, que a lo que realmente suceda con la comunidad académica que dice representar. Cuando, como sucede desde hace unos años, dichos méritos tienen que ver con la eficacia con la que adopte, instrumente, conduzca, imponga y lleve a cabo una “reforma” que viene “desde arriba”, en este caso tan arriba como la OCDE, el FMI y el Banco Mundial –habida cuenta de la complicidad de la Unesco y los ministerios de educación de cada país–, no parece haber resistencia posible, ya que, además, la “reforma” no es una sugerencia o una “buena idea”, es un mandato amarrado al flujo de recursos que “podrían ser menos” si este no se cumple.
Bibliografía
Baudelot, C. y Establet, R. (1975). La escuela capitalista. México: Siglo XXI.
Bell, D. (1977). Las contradicciones culturales de capitalismo. México: CNCA/Alianza
Bonvecchio, C. (2000). El mito de la universidad. México: Siglo XXI.
Bourdieu, P. y Passeron, J. (1977), La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza. Barcelona: Laia.
Descartes, R. (1968). Discurso del método. Meditaciones metafísicas. Madrid: Espasa-Calpe.
Fernández, C. y Serrano, C. (2009). El plan Bolonia. Madrid: La Catarata.
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Marx, K. (1974). El capital. Libro I, capítulo VI [Inédito]. México: Siglo XXI.
. (1972a). El capital. Crítica de la economía política (Tomo I). México: FCE.
. (1972b). El capital. Crítica de la economía política (Tomo III). México: FCE.
Marx, K. y Engels, F. (1966). Manifiesto del Partido Comunista. En K. Marx y F. Engels, Obras escogidas en dos tomos (Tomo I, pp. 12-50). Moscú: Progreso.
Mondolfo, R. (1980). Figuras e ideas de la filosofía del Renacimiento. Barcelona: Icaria.
Weber, M. (2012). El político y el científico. Madrid: Alianza.
Aureliano Ortega Esquivel (auores@ugto.mx): Doctor en Filosofía por la UNAM. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Universidad de Guanajuato. Ha publicado artículos y capítulos sobre cultura, política y sociedad en libros, revistas y suplementos culturales tanto mexicanos como extranjeros. Entre sus últimos libros se cuentan: Ensayos sobre México [2014] José Revueltas: Los usos de la dialéctica [2016] Filosofía mexicana [2019] y Ensayos sobre marxismo crítico en México [2019]. En 2010 fue nombrado “Profesor honorario” por la Universidad Autónoma de Madrid. En el año 2014 participó en la fundación de la “Cátedra José Revueltas de Filosofía y Literatura” de la Universidad de Guanajuato. Desde febrero de 2019 es Vicepresidente de la Asociación Filosófica de México A. C.
Recibido: 14 de junio de 2020
Aprobado: 21 de junio de 2020
Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LIX (155), 161-179, Setiembre-Diciembre 2020 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589