“¿Qué es la filosofía?”1
Quisiera proponerles una reflexión sobre un asunto muy general, de consideración, a partir de una experiencia editorial personal y bastante particular: la traducción francesa comentada que acabo de proponer del libro Alfa de la Metafísica y que vio la luz hace algunas semanas. El asunto muy amplio que planteo es el siguiente: “¿qué es la filosofía?”
“¿Qué es la filosofía?” es una pregunta parcial, al menos para mí en cuanto platónico, porque ella tiene ya la forma socrática y académica del “τὶ ἐστι;”, del “¿qué es x?” Y la filosofía, según los académicos, no es otra cosa que la respuesta a esta pregunta. Y a esta pregunta en su generalidad, es decir, a todas las preguntas del tipo “¿qué es?” Pues se trata para ella de ser la capacidad de definirlo todo. Es presentada y designada de esa manera por aquellos, que por primera vez la instituyeron, ya sea Platón en la República ya sea Aristóteles en el libro Alfa de la Metafísica.
Se trata para ellos nada menos que de conocer todo por medio de la filosofía, de definirlo todo, de explicar todas las cosas (τὰ πάντα), especialmente el conocer las causas y los principios de todas las cosas. La filosofía es todo conocer y conocerlo todo, y vivirlo. Pues es hacer de esta sabia y extravagante ambición, todo conocer, una vida.
Esa es la definición antigua y, consecuentemente, “académica” de la filosofía: hacer posible un conocimiento racional, explicativo, de todas las cosas. Esta definición y la práctica misma de la filosofía están siempre atravesadas por dos afecciones, que son sus dos condiciones de posibilidad.
La primera es la vida misma, puesto que la filosofía, para ser, debe ser vivida. Los académicos le daban a esta condición de posibilidad de la filosofía un sentido político, puesto que según ellos la filosofía no podía existir más que bajo la condición de ser instituida de una manera o de otra, de suerte que sea vivida por su verdadero sujeto. El sujeto de la filosofía, aquel o aquella que filosofa, no es para ellos el individuo, sino más bien la comunidad, la ciudad.
La otra condición de posibilidad de la filosofía consistía en que de cierta manera durase. Que tuviese una historia. La vida filosófica no podía ser simplemente la de un único y excepcional individuo, aunque hubiese sido Sócrates. Era necesario que otros pudiesen descubrir que esta vida existe y que pudiesen decidir vivirla. Era necesario también, si la filosofía debía ser algo más que una invención platónica, que su necesidad, la necesidad de dedicarse a la filosofía, hubiese sido concebida por sus predecesores. Y era necesario que ella fuera seguida y vivida por los sucesores que debían pues ser formados. El libro VII de la República de Platón, aquel en el que se describe la formación de los filósofos, daba de esta manera a la filosofía los medios para su consecución. Asegurar la formación de quien debe practicarla, formar formadores, he ahí con qué asegurar el porvenir de la disciplina.
Pero un porvenir, es decir, una capacidad de repetirse, no hace historia. Para que la filosofía tenga una vida verdadera, era necesario que tuviese una historia. Y esta historia no podía comenzar más que con la condición de que viniese alguien a cortarle los testículos a Platón. Pues Platón era como el dios Cronos: besó a su compañera y no dejaba que ninguno de sus descendientes se emancipase fuera de su propio cuerpo. Había que separarlos.
Bajo su forma platónica, la filosofía era pues un rencuentro singular entre una relación con el saber y una cierta relación consigo mismo, un rencuentro singular encarnado por el personaje de Sócrates. Los diálogos de Platón habían vuelto indisociables el modo de vida socrático, hecho de cuestionamiento y de refutaciones, de apresamientos de los ciudadanos y de la ciudad, y a la filosofía misma. Sócrates en los diálogos no es aquél que define la filosofía, no es ni siquiera quien la ejemplifica, sino aquél que la vive y la pone en escena. Definir la filosofía era, en los diálogos, poner en escena a Sócrates, verlo vivir. La vida socrática y la filosofía eran indisociables. Ellas estaban, además, emparejadas puesto que Sócrates, mayéutico partero de almas, enseñaba, con ejemplos, la fecundidad de la filosofía y que había hecho de su amor por el saber su vida y su verdadera identidad. Como lo explica ampliamente el libro V de la República, el filósofo es aquel que ama el saber y que, como todo amante, ama enteramente su objeto. No está ligado a una especie o una parte del saber, Sophia, sino más bien al saber entero, que ama totalmente (lo que significa asimismo que no ama más que el saber, que es una pasión exclusiva).
Para decirlo en términos que no son más que los de Platón, la filosofía es un amor inmoderado por el saber que es vivido de manera universal.
El libro V de la República intenta persuadir a los incrédulos de que los filósofos deben gobernar (o que los gobernantes deben filosofar) y que los demás ciudadanos deben obedecerlos. A este efecto, Sócrates esboza un retrato del filósofo y le atribuye cuatro características. El filósofo es, pues, aquél que ama el saber entero y no una sola forma o especie de saber; es aquél que ama el estudio y que ama el saber (es a la vez “filómata” y “filósofo”); experimenta por el estudio deseo y placer sin jamás saciarse; en fin, ama el espectáculo de la verdad. En 476a-c, Sócrates explica que los filósofos tienen por particularidad el mirar el bien mismo, que no es sensible y que ellos son los únicos en percibirlo. Poseen la facultad de percibir lo bello mismo (y todas las realidades de ese tipo) y la de comprender que el conjunto de las cosas bellas es un conjunto de manifestaciones de lo bello mismo (que es pues la causa de todas las cosas bellas). Esto introduce así la distinción entre lo sensible y lo inteligible, y una tesis sobre su relación (lo que las más de las veces se llama “participación”). La filosofía es definida como un pensamiento de lo inteligible, percepción de la realidad verdadera: es pues, por esta razón, un saber, una ciencia, una aptitud para ver, por medio del intelecto, la realidad verdadera que los sentidos no perciben. En el libro VII, Platón da una realidad pedagógica y curricular al filósofo, mostrando cómo es practicada al término de un largo camino educativo, que recorre sucesivamente el aprendizaje de las ciencias y culmina en la intelección (νόησις) de la realidad (οὐσία) y la dialéctica que la vuelve posible. El punto último de este recorrido, la filosofía misma, es la contemplación del bien mismo, por cuyo favor una actividad y una vida verdaderamente buenas se vuelven posibles, para el individuo que contempla y para la ciudad que él gobierna: el filósofo es aquel que, contemplando el principio, consigue tomarlo por modelo de su vida y de su conducta. Hay ahí dos impulsos, la contemplación de la realidad y la imitación de esa realidad en los modos de vida, que Platón hace indisociables para convertirlos en la definición misma de la filosofía.
La progresiva enumeración de las diferentes actividades y de los diferentes saberes que el filósofo debe dominar antes de contemplar la realidad y de ordenar bien su existencia nos enseña que la filosofía, a diferencia de estas ciencias, no es una “disciplina” escolar como cualquier otra. Ella está, sin embargo, bajo la condición de las ciencias: según Platón, no hay filosofía posible sin dominio de las ciencias de la naturaleza, en el sentido más amplio en el que la astronomía puede ser incluida, y sin dominio de las ciencias matemáticas. Pero esta condición no determina la filosofía como un tipo particular de conocimiento. Platón define la filosofía más bien como una disposición afectiva respecto del saber y de la existencia, deseo de conocer lo real, deseo de reformar la existencia, de cuidarla y purificarla protegiéndola de aquello que la daña.
Cuando se abordan estos antiguos textos, como historiador de la filosofía, se encuentra por supuesto el origen de la tradición filosófica, de lo que se llama la historia de la filosofía. Se admite fácilmente que existe una tradición filosófica, cuya particularidad es precisamente la transmisión y la recuperación, eventualmente crítica –pero poco importa–, de las preguntas. En resumen, se podría decir de la tradición filosófica que ella se constituye precisamente en la herencia de las preguntas y haciendo de estas preguntas problemas. La distinción de estos términos es importante. Sobre ella he de regresar. En este respecto, va de suyo que los términos y los medios empleados, de una época a otra, de un autor a otro, cambian, que Spinoza no escribe ni se expresa como Epicuro, y por supuesto que sus tratamientos como las respuestas que dan a las dificultades o a las preguntas a veces idénticas no son las mismas. La pregunta permanece. Tanto Spinoza como Epicuro preguntan de qué están hechas las cosas; preguntan también cuál es la naturaleza de las cosas; y ambos estiman de igual importancia, por ejemplo, el proponer a sus lectores una definición del alma. En su simple aparato, y sin que deba ofrecerse la hipótesis según la cual existen o no tradiciones de pensamiento continuas y coherentes, la historia de la filosofía está constituida por la persistencia de preguntas. Hay dificultades, ellas han sido tratadas o resueltas, pero este tratamiento debe ser revisado, la pregunta debe ser formulada con nuevos gastos pues las explicaciones de los predecesores son ineptas; o incluso, la pregunta ha sido ciertamente tratada por un precursor, pero hay aún que precisar este o aquel aspecto, o bien actualizar las hipótesis, etc. Cuales puedan ser las aptitudes que los autores adopten respecto de quienes les preceden, los textos filosóficos tienen esta particularidad de recibir, de retomar y de continuar las preguntas, problematizándolos de manera diferente, como decía Foucault.
Esta tradición filosófica se remonta a la Academia, a Platón y Aristóteles, pues. Y se remonta a la definición de la filosofía que acabo de evocar.
Una definición de la filosofía que no recibió la aprobación, en Francia, de autores que han tratado con éxito en los últimos treinta años la pregunta “¿qué es la filosofía?”
De esto, doy dos ejemplos contemporáneos con autores que objetaron de manera diferente esta definición antigua y “académica” de la filosofía, reprochándole especialmente dos cosas: no tomar en consideración el carácter propiamente creador, positivo, del trabajo filosófico –es el caso, por ejemplo, de Deleuze–. O incluso, no ser suficientemente cuidadoso con una dimensión sin embargo esencial de la filosofía, la del modo de vida en la que ella consiste. Esta vez, se trata de Hadot.
Véanse los dos textos que he reproducido:
[1] “Ante todo, por lo menos desde Sócrates, la opción por un modo de vida no se localiza al final del proceso de la actividad filosófica, como una especie de apéndice accesorio, sino por el contrario, en su origen, en una compleja interacción entre la reacción crítica a otras actitudes existenciales, la visión global de cierta manera de vivir y de ver el mundo, y la decesión voluntaria misma; y esta opción determina, pues, hasta cierto punto la doctrina misma y el modo de enseñanza de esta doctrina. El discurso filosófico se origina por tanto en una elección de vida y en una opción existencial, y no a la inversa. En segundo lugar, esta decisión y esta elección jamás se hacen en la soledad: nunca hay ni filosofía ni filósofos fuera de un grupo, de una comunidad, en una palabra, de una “escuela” filosófica y, precisamente, esta última corresponde entonces ante todo a la elección de cierta manera de vivir, a cierta elección de vida, a cierta opción existencial, que exige del individuo un cambio total de vida, una conversión de todo el ser y, por último, cierto de ser y de vivir de cierto modo. Esta opción existencial implica a su vez una visión del mundo, y la tarea del discurso filosófico será revelar y justificar racionalmente tanto esta opción existencial como esta representación del mundo. El discurso filosófico teórico nace, pues, de esta inicial opción existencial y conduce de nuevo a ella en la medida en que, por su fuerza lógica y persuasiva, por la acción que pretende ejercer sobre el interlocutor, incita a maestros y discípulos a vivir realmente de conformidad con su elección inicial, o bien es de alguna manera la aplicación de un cierto ideal de vida.
Quiero decir, pues, que el discurso filosófico debe ser comprendido en la perspectiva del modo de vida del que es al mismo tiempo medio y expresión y, en consecuencia, que la filosofía es en efecto, ante todo, una manera de vivir, pero que se vincula estrechamente con el discurso filosófico.” (Hadot, 1998)
[2] “La filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos.” (Deleuze & Guattari, 1995, 8)2
y
“Crear conceptos siempre nuevos, ese es el objeto de la filosofía. Como el concepto debe ser creado, remite al filósofo como aquel que lo tiene en potencia, o que tiene la potencia o competencia para él. No se puede objetar que la creación se dice más bien de lo sensible y de las artes, en cuanto el arte hace existir las entidades espirituales, y en cuanto los conceptos filosóficos son también “sensibilia”. Verdaderamente, las ciencias, las artes, las filosofías son también creadoras, aunque corresponda a la filosofía sola crear conceptos en el sentido estricto. Los conceptos no nos esperan ya completamente hechos, como cuerpos celestes. No hay cielo para los conceptos. Deben ser inventados, fabricados o más bien creados, y no serían nada sin la firma de aquello que los crean.” (Deleuze & Guattari, 1995, 11)3
Desde mi punto de vista, a estas dos definiciones de la filosofía les falta (y en Deleuze y Guattari está perfectamente asumido) el aspecto epistemológico de la definición platónica de la filosofía. El hecho de que ella sea una ciencia y, sobre todo, el hecho que ella está bajo la condición de la adquisición y del dominio de las ciencias. A ellas les falta también, y es lo que más me extraña en Hadot como entre todos los partidarios de la filosofía entendida como “modo de vida”, el hecho de que la filosofía es una ciencia. Y que ella es incluso, como dicen los académicos Platón y Aristóteles, la primera entre las ciencias.
Regreso a los testículos de Platón y al apareamiento al cual Aristóteles pone fin, como Cronos que es.
Al escribir este libro de ruptura, como lo es el libro Alfa de la Metafísica, Aristóteles hizo dos cosas. Primero, retoma la antorcha de la filosofía académica, al sostener a su vez que la filosofía está condicionada por las ciencias y que ella consiste en una vida que se define por el modo en el que ella se dedica al saber. La filosofía es ciencia primera, condicionada por las otras ciencias, y ella es la vida que se consagra al saber, la vida sabia.
Y es en nombre de la filosofía que, en el libro Alfa, Aristóteles critica a Platón.
La filosofía, escribe Aristóteles, debe ser la ciencia de los principios y de las causas primeras de todas las cosas. Los predecesores lo han aprehendido confusamente pero no han sabido distinguir convenientemente las causas. Entre ellos, Platón y Sócrates realizaron un progreso, especialmente porque han aprehendido la necesidad de pensar una causa formal y de elaborar una teoría de la definición, pero fracasaron.
Es lo que muestra la larga doxografía crítica del libro Alfa, que examina las teorías de los predecesores sobre los principios. Una doxografía que acaba con una larga crítica a Platón y los platónicos contemporáneos y permite a Aristóteles hacer una constatación en forma de alegato pro domo: si Aristóteles escogió ordenar la elaboración y la implementación del saber filosófico en busca de las primeras causas y de los primeros principios, se debe a que la definición de las cuatro causas es de hecho la condición de posibilidad de la filosofía. Los balbuceos de los predecesores y los extravíos de los contemporáneos son perfectamente la prueba de que, al no capturar estos principios, la filosofía no puede andar con paso firme. Ella será capaz de andar, puesto que Aristóteles alcanzó por su lado a aprehender, distinguir y definir esas cuatro causas primeras, y eso, ya desde la redacción de sus escritos sobre la naturaleza. Todo lo que era tanteos y balbuceos en los predecesores está desde entonces claramente expresado. La filosofía tiene pues un porvenir, ella es posible. Para demostrarlo, Aristóteles habría expuesto las lagunas de sus predecesores, pero se reapropiaría igualmente del legado socrático y platónico del Fedón. La estrategia crítica del conjunto del libro Alfa en efecto permite a Aristóteles afirmar que es el único en estar a la altura del proyecto del Fedón: encontrar las causas que permiten conocer todas las cosas. Mientras todos los platónicos caen en una forma de aritmología poética estéril, hay uno entre ellos que permanece fiel al proyecto de un conocimiento de las cosas fundado sobre un conocimiento de sus principios primeros. En la materia, y aunque la tradición llegue a poner en escena bajo la forma de una oposición entre Aristóteles y Platón, la Metafísica no se presenta de ninguna manera como un rechazo crítico de la filosofía de Platón. Ni siquiera, incluso, como una oposición a Platón. La razón reside en que el libro Alfa da a la filosofía un programa que está construido desde la obra de Platón y sus exigencias. Sin ese contexto doctrinario platónico, el propósito de Aristóteles quedaría ininteligible. Tampoco podría formularse la pregunta de saber si Aristóteles se opone a Platón, y sin duda no tuvo sentido para Aristóteles, quien evidentemente consiguió a la vez permanecer fiel a las exigencias platónicas, especialmente a aquella de un conocimiento causal y formal de todas las cosas y oponerse firmemente a los impases doctrinarios en lo que Platón se perdió con la mayor parte de sus sucesores.
Al escribir el libro Alfa, Aristóteles hace muchas cosas. Propone una clase de historia de la filosofía primera, si no de la “metafísica”, que dice el carácter histórico de la filosofía y muestra que ella no nace con Platón, y éste inventa pues a su manera la historia de la filosofía mostrando de manera crítica que Platón no habría sido más que una etapa en el programa en el que consiste la filosofía y que exige todavía ser seguido.
Me parece que hace más aún, y quiero concluir con esta hipótesis. Retomando el proyecto platónico con Platón y más allá de Platón, pienso que Aristóteles inventa a su manera no solamente la historia de la filosofía, sino más bien la filosofía misma. La inventa desligándola de Platón, dándole una existencia y una necesidad exterior a la obra de Platón y, consecuentemente, definiéndola como un saber que tiene una existencia propia, una vida, si se puede decir, distinta de aquellos que la viven. Además, designa así a la filosofía como una forma particular de saber que se distingue pues por la persistencia de preguntas (es lo que muestra bastante bien el libro Beta de la Metafísica que proporciona precisamente una lista de esos principales problemas). Preguntas que exigen ser problematizadas convenientemente. La filosofía es el saber que se dedica a las preguntas que perduran y producen problemas. La filosofía tiene por especificidad, como saber, como práctica, el siempre revisitar problemas heredados, retomarlos, modificarlos, manteniendo con ello una fidelidad a un deseo de verdad que otros habían ya experimentado, al punto de ordenar también sus vidas y sus obras.
Notas
1. El texto ha sido traducido para la conferencia por Sergio Rojas Peralta.
2. La traducción es de Sergio Rojas Peralta.
3. La traducción es de Sergio Rojas Peralta.
Referencias
Deleuze, Gilles & Guattari, Félix (1995) Qu’est-ce que la philosophie ? Paris: Minuit.
Hadot, Pierre (1998) ¿Qué es la filosofía antigua? (tr.E.Cazenave Tapie Isoard). México: FCE.
Jean-François Pradeau (jean-francois.pradeau@univ-lyon3.fr). Profesor de filosofía antigua. Director de la Escuela Doctoral de la Universidad de Lyon, Francia.
Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LIX (155), 213-217, Setiembre-Diciembre 2020 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589