Ronulfo Alberto Vargas Campos

La perspectiva naturalizada de la condición humana en el pensamiento complejo

Resumen: El artículo aborda la comprensión de la condición humana como fenómeno derivado del movimiento que conduce a la materia viviente. En Occidente, desde sus raíces grecorromanas y judeocristianas, se consintió la imagen del sujeto como entidad cualitativamente distinta de la naturaleza. Este trabajo argumenta en contra de esa imagen.

Palabras clave: Humanidad, naturaleza, materia, complejidad, sistema

Abstract: The article deals with the understanding of the human condition as a phenomenon derived from the movement that leads to living matter. In the West, from its Greco-Roman and Judaeo-Christian roots, the image of the human being as an entity qualitatively different from nature has been settled in culture and consciousness. This work argues against that image.

Keywords: Humanity, nature, matter, complexity, system

La mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y la conducta humana, parecen tratar no de cosas naturales que siguen las leyes ordinarias de la naturaleza, sino de cosas que están fuera de ésta. Más aún: parece que conciben al hombre, dentro de la naturaleza, como un imperio dentro de otro imperio. Pues creen que el hombre perturba, más bien que sigue, el orden de la naturaleza que tiene una absoluta potencia sobre sus acciones y que sólo es determinado por sí mismo.

—Baruch Spinoza, “Prefacio” a la Ética demostrada según el orden geométrico.

Introducción

Nuestro propósito al abordar la condición humana desde el pensamiento complejo radica en determinar el fenómeno humano como un producto específico del desarrollo de la naturaleza, con limitaciones y alcances radicados en sus condiciones de producción. Toda perspectiva distinta se aleja de la evidencia empírica y la interpretación teórica que caracterizan el pensamiento de vocación científica. Las motivaciones para una perspectiva distinta arraigan en la imaginación, que impulsada por el deseo, produce ilusiones. Al contrario, una imagen fidedigna del ser humano ha de reflejar su inmersión originaria en un proceso cósmico a fin de proveer una antropología filosófica interdisciplinaria, en coherencia con la interdependencia sistémica de todos los entes.

El artículo se compone de seis apartados; en el primero, abordamos la reinterpretación del concepto de naturaleza a partir del desarrollo de la ciencia moderna, y en particular del resurgimiento del atomismo. Es desde esa reinterpretación que se torna plausible la perspectiva naturalizada de la condición humana. En un segundo apartado explicitamos la comprensión evolucionista de la especie sapiens e introducimos el pensamiento sistémico como la mejor alternativa teórica para dar cuenta de la complejidad irreductible del mundo. En la historia del pensamiento humano -y en particular desde los discursos renacentistas sobre la dignidad del hombre- el hecho de la especificidad se ha confundido con excepcionalidad para elaborar un prejuicio antropocéntrico que se sedimenta en la consciencia social y arriba hasta nuestros días, pese al avance en la comprensión de la especie desde áreas como la antropología cultural, la etología, la psicología evolucionista, entre otras, que confluyen en la elaboración del pensamiento complejo, un área interdisciplinaria desde la que cabe esperar construcciones teóricas integradoras.

En el tercer apartado, abordamos la complejidad específicamente humana en su organización dinámica a través de interacciones ecosistémicas interdefinidas y sobredeterminadas por la condición simbólica y la evolución cultural. El entendimiento del ser humano como un ente natural no es novedoso, pero siempre, en cambio, ha sido marginal en comparación con la espontánea autopercepción que deviene de los efectos de la acción tecnocientífica sobre los entornos: esos efectos transmiten la idea del homo sapiens como homo deus, una interpretación errada de las causas, condición y consecuencias del poder que históricamente exhibe nuestra especie. El cuarto apartado profundiza en la consideración de la materia viviente como ecosistema y en el funcionamiento que desempeñan los ecosistemas con arreglo a su autopoiesis, un concepto que excede la autoconservación para referirse a la autorrealización, la noción que Aristóteles denominó entelequia, y que plantea la existencia de la materia viviente como un proceso orientado a fines.

En el quinto apartado, retornamos a la consideración naturalista de sociedades humanas desde el pensamiento complejo para insistir en el imperativo teórico y práctico de erradicar el prejuicio antropocentrista, que escinde ilusoriamente una realidad cósmica integral en dos realidades: la naturaleza supeditada a las ambiciones humanas. La perspectiva naturalizada pretende objetivar una imagen del ser humano que contenga una autoconsciencia coherente con la historia natural de la que proviene la especie: una consciencia liberada de presunciones de excepcionalidad y adherida a las condiciones que hacen posible la continuidad de la vida en los ecosistemas. El apartado final asume la concepción compleja de la realidad como organización integradora de todo lo óntico, que comprende a la humanidad como un componente específico de sus elementos, diferenciado, pero nunca “un imperio dentro de otro imperio”.

1. “Se dice de muchas maneras”

En su Metafísica, Aristóteles define el concepto de naturaleza -entre otras acepciones- como “el material primario desordenado e incapaz de experimentar un cambio que lo haga salir de su propia potencia, del que es o se engendra cualquier objeto natural” (1014b). En coherencia con su doctrina, el filósofo de Estagira asocia naturaleza (φύσις) con materia (ὕλη) para comprenderla en el sentido de uno de los principios ontológicos de la sustancia, al que complementa la forma. La materia es pasividad potencial, proto-sustancia amorfa, que requiere de la forma para actualizarse en algo concreto: “de todo cuanto por naturaleza es o se engendra, aunque esté presente eso a partir del cual naturalmente se engendra o existe, no decimos todavía que tiene naturaleza, a menos que tenga forma y figura” (1015a). El mismo sentido de naturaleza o materia como principio originario pero fijo y pasivo lo atribuye Aristóteles a los filósofos que le precedieron. Para informar, determinar, concretar la materia, la especulación metafísica invocaba la intervención de algún otro principio o fuerza. Desde entonces, y durante mucho tiempo, lo natural se concibió como originario, determinante, pero fijo y estático en tanto elemental e irreductible. La teología cristiana asumió esos contenidos agregando la doctrina creacionista.

El sentido moderno del concepto de naturaleza empieza a transformarse en la conciencia científica con el progresivo descrédito de la doctrina de los cuatro elementos y la reinstalación del atomismo, ya implícito en la física de Newton, pero consolidado por Dalton en el siglo XIX. Natural es el compuesto atómico, cuya concreción se extiende indeterminadamente al mundo subatómico, y que es fundamentalmente dinámico y causal de todos los fenómenos físicos. Naturaleza o materia, átomos en movimiento, comprendidos como la sustancia
de la que está hecho el universo, adquieren el estatus de causalidad integral: no es requerido –porque no hay– otro principio para la existencia de todas las cosas más que materia y movimiento. Sólo análogamente pueden enunciarse expresiones distintas de la naturaleza, tales como el arte, la técnica o la convención; en sentido estricto, todo lo que hay es materia en movimiento. Entonces no es de moderno recibo el entendimiento del concepto en alusión a lo fijo, estático, monocausal y unilateralmente determinante. La naturaleza es diversa, aleatoria, y el cambio, la evolución, es su atributo.

La ciencia moderna extiende al fin el alcance de lo natural a la propia condición humana: el ser humano, como todos los demás entes, tiene una naturaleza, de la cual su cultura, su universo simbólico, es una expresión. Nos es dable considerar que la negación de una naturaleza humana en la filosofía del siglo XX, en producciones emanadas del existencialismo, la hermenéutica, el estructuralismo, el constructivismo o el posmodernismo, radica en la prolongación del equívoco concepto ancestral. Pero, según consideraba Spinoza en su Ética, el ser humano no es “un imperio dentro de otro imperio”: su especificidad no alcanza -más bien al contrario- para diferenciarlo de la
integralidad cósmica.

2. Emergencias e integraciones desde la complejidad teórica moderna

Una de las consecuencias de la evolución de la materia –la que nos concierne de inmediato- es la animación autónoma de la naturaleza, de la que nuestra especie es expresión particular. La conservación de la vida y la optimización de sus condiciones son imperativos que impulsan las acciones de todo organismo. El sustantivo evolución proviene del latín evolvo, -ere, que significa hacer rodar, desplegar o desarrollar lo que está potencialmente contenido en un ser viviente (Glare, 1968), que en las condiciones de su entorno encuentra las causas eficientes que impulsan esa realización, causas que actúan a la vez como amenazas y condiciones necesarias para la continuidad de la vida. La evolución describe el movimiento en que las especies incorporan, articulan y reorganizan su bagaje genético, que fue alterado por transformaciones en el ambiente con que intercambian energía.

Para soslayar la extinción, las especies mutan, transformándose ante demandas ambientales, o sucumben. La consecución de los imperativos vitales es una posibilidad supeditada al azar y a la necesidad; esta última alude a la desorganización y reorganización que operan los organismos, es decir, viven, se conservan y se alteran entes complejos que ganan más complejidad y la articulan para perseverar en su existencia1. La noción de sistema intenta comprender la complejidad intrínseca de todo lo constituido por elementos y relaciones, vale decir, todo lo que está estructurado y orientado a fines.

La mayor complejidad organizada se encuentra en los sistemas vivos –organismos y ecosistemas–, que perseveran en su existencia demarcándose del desorden abiótico; las sociedades históricas –una clase de esos sistemas– transforman cualitativamente la complejidad que les constituye, mediante valores e instituciones que pautan las interacciones de las que depende su conservación. La aproximación sistémica a la complejidad del mundo es una respuesta a la irreductibilidad de lo real; el pensamiento sistémico, primero desde la formulación de una teoría general, intenta dar cuenta de la consistencia de la realidad física; luego, en la aplicación particular de sus contenidos, aspira a constituirse como teoría social. En esta particularidad, ponderaremos el esfuerzo por concebir las sociedades humanas como sistemas sociales, ante concepciones diversas –mecanicistas, cibernéticas y organicistas– de lo que es la vida y la acción humanas.

3. La interpretación sistémica
de sociedades humanas

El universo del pensamiento y la acción, en sociedades históricas, se configura en relación con las condiciones de vida que los seres humanos encuentran dadas y las que son capaces de transformar según sus necesidades. La interacción de los individuos entre sí, tanto como con su entorno, es el proceso en que se definen y priorizan estas necesidades, así como los medios, instrumentos y estrategias materiales e intelectuales para satisfacerlas. Esencial, para la comprensión del concepto de sociedad –sea esta biológica o histórica–, es la dinámica estructural que se conforma a partir
de las interacciones de los seres vivos que integran el conjunto, a manera de organización. Una representación de la sociedad como simple agregado de individuos –el todo reducido a la suma de sus partes, según una aproximación nominalista– no parece aportar criterios de inteligibilidad para el fenómeno social, en la medida en que margina los elementos y los factores determinantes. Th. W. Adorno y
M. Horkheimer (1971) enfatizan esos elementos cuando teorizan el fenómeno de esta manera:

Por ‘sociedad’, en el sentido más importante, entendemos una especie de contextura interhumana en la cual todos dependen de todos; en la cual el todo subsiste gracias a la unidad de las funciones asumidas por los copartícipes, a cada uno de los cuales, por principio, se le asigna una función; y donde todos los individuos, a su vez, son determinados en gran medida por la pertenencia al contexto en su totalidad. El concepto de sociedad, pues, designa más bien las relaciones entre los elementos y las leyes a las cuales esas relaciones subyacen, y no a los elementos y sus descripciones simples. (p. 23)

Las nociones que los autores asocian al concepto de sociedad son: relaciones (en el sentido de interacciones funcionales), leyes (en el sentido de regularidades organizacionales), funciones, estructura, contexto, contextura, interdependencia, coparticipación. Estas nociones son aplicables a cualquier tipo de sociedad histórica o biológica en tanto que es organización de individuos vivos. Adicionalmente, coinciden en la propuesta ecológica del concepto ecosistema, como puede
apreciarse aquí:

El término ecosistema se usa para denotar la comunidad biológica junto con el entorno abiótico en que esta se asienta. Así, los ecosistemas incluyen normalmente productores primarios, descomponedores y detritívoros, un conjunto de materia orgánica muerta, herbívoros, carnívoros y parásitos, más el ambiente físico-químico que provee las condiciones de vida y que actúa tanto como fuente y sumidero de energía y materia. Así, (…) nuestro tratamiento del concepto ecosistema se refiere al conocimiento de organismos individuales en relación con condiciones y recursos (…) junto a las diversas interacciones que las poblaciones emprenden entre sí. (Begon, 2006, p. 512)

Las sociedades humanas, como cualesquiera otras, reproducen su existencia actuando como ecosistemas, conforme el sentido que la ecología ha dado a este concepto: la comunidad de organismos vivientes que, para sostenerse, emprende interacciones con sus condiciones y recursos ambientales, los cuales involucran elementos bióticos (biocenosis, biota, o comunidad biótica) y abióticos (hábitat, biotopo o espacio vital)2. Considerar las sociedades humanas como ecosistemas, aun cuando formalmente sea una analogía, no es una interpretación arbitraria, sino una condición empíricamente constatable: la actual especie sapiens ha resistido a su extinción gracias a su capacidad de organizarse ecosistémicamente en el espacio y el tiempo de su eclosión.

A diferencia del homo sapiens sapiens como especie, otras especies homínidas prehistóricas, así como formaciones sociales sapiens sapiens, no supieron o pudieron organizarse de tal forma que resolvieran eficazmente condiciones ambientales adversas. En la evolución de los homínidos, tal fue el caso de la especie homo neanderthalensis:

Su éxito adaptativo (…) sólo pudo ser cultural y de gran sofisticación social, simbólica y comunicativa. Seguramente poseyeron lenguaje, pero no necesariamente del tipo que unifica a las miles de lenguas existentes o desaparecidas entre los pueblos sapiens que pueblan y han poblado la Tierra. Se considera que el gene FOXP2 involucrado en nuestros procesos lingüísticos habría alcanzado su moderna secuencia hace 200 mil años, esto es, mucho después de nuestra separación evolutiva con los neandertales (Klein ibíd. p. 1526). Se trataba pues de otra especie, con un comportamiento distintivo, y una vida mental y cognitiva que nos separó evolutivamente hace entre 700 y 500 mil años (. …) En 1997 la revista científica Cell publicaba un revolucionario trabajo de M. Krings y colegas con las primeras evidencias genéticas que apuntaban a esta separación interespecífica (Relethford, 2000). Se trataba de ADN mitocondrial de un neandertal de hace unos 50 mil años. Comparada la secuencia obtenida con humanos vivientes, el espécimen neandertal difería
(en ciertas bases de ADN mitocondrial) en un promedio muy superior al observable entre cualesquiera poblaciones humanas vivas por históricamente alejadas que estuviesen entre sí (Flores y Vera, 2009, p. 142).

De esta forma, ciertas capacidades cognitivas y culturales, como el desarrollo de un pensamiento simbólico más complejo que favoreciera la unificación de una comunidad lingüística más amplia habrían sido diferencias específicas entre el sapiens sapiens y el neanderthalensis, a la vez que ventajas competitivas, en términos de supervivencia, para el homo sapiens actual3.

También, en la evolución histórico-cultural de la especie sapiens actual, diversas comunidades humanas han sucumbido ante su incapacidad
de afrontar adversidades ambientales. Jared
Diamond (2006) examina las causas que condujeron al colapso de sociedades como los mayas de Copán o los anasazi del cañón del Chaco. Clasifica en cuatro categorías estas causas: 1) Incapacidad para prever problemas, por no contar con experiencias previas semejantes; 2) incapacidad para percibir los problemas, una vez que se presentan. Aun cuando se tengan experiencias previas, si no se tienen registros, como en el caso de sociedades ágrafas, la situación parecerá inédita; 3) conducta racional inadecuada, que lleva a tomar decisiones catastróficas4; y 4) valores “desastrosos”, como los religiosos, en cuyo nombre se ofrendan recursos materiales que pueden ser vitales: “la deforestación de la isla de Pascua era fruto de una motivación religiosa: obtener troncos para transportar y erigir las gigantescas estatuas de piedra que se veneraban” (p. 353). Valores desastrosos son también, por su potencial catastrófico, los que alientan una economía que determina el entorno como fuente inagotable de recursos para la producción mercantil, en vez de considerarlo como parte de un ecosistema de cuya sostenibilidad depende la conservación de la vida humana.

El tratamiento ecosistémico de sociedades humanas fue teorizado por los sociólogos de la ecología humana, una disciplina fundada por Robert Ezra Park (1864-1944) hacia la segunda década del siglo XX, a partir de la conceptuación de un término ad hoc tradicionalmente usado en disciplinas como la zoología, la medicina y la geografía (Gallino, 2001, p. 340), en las cuales el uso de “ecología humana” hacía referencia, con laxitud –aplicación irreflexiva–, a interacciones de los grupos humanos con su entorno.

La ecología humana, originalmente, se inspiraba en la teoría darwinista de la evolución, por estimar que el hábitat humano natural era la ciudad. Había llegado a esta conclusión al constatar la tendencia migratoria desde el campo, toda vez que la civitas había representado filogenéticamente la demarcación entre la forma sapiens de organización social y la de las demás especies. No obstante, según Park, en la organización humana prevalecía el principio evolutivo de la lucha por la existencia y la supervivencia de los más aptos:

Frente a una ciudad que representa una masa creciente de organismos en lucha para satisfacer las necesidades elementales de supervivencia, el recurso a los estudios de tipo ecológico, que se inspiran en el pensamiento de Darwin, aparece menos abstruso de lo que hoy la crítica quiere hacernos creer. (Bettin, 1982, p. 60)

De tal modo, la ecología humana asumía el estudio de las relaciones entre los organismos humanos y su ambiente, tratándose este de una construcción humana, pero no por eso menos natural, por cuanto veía una solución de continuidad entre los ecosistemas biológicos y los humanos: cultura y civilización debían ser entendidas como estrategias y mecanismos de supervivencia.

Park se decantaba por un darwinismo sociológico atemperado, en relación con las interpretaciones spencerianas del darwinismo, que sirvieron para legitimar ideológicamente el sistema capitalista de competencia, y para celebrar el triunfo de los más aptos burgueses. A diferencia de Spencer, la ecología humana original no sólo reconocía el egoísmo competitivo intraespecífico, sino el altruismo manifiesto en la tendencia a la cooperación al interior de grupos humanos. Pero, tanto en Park como en los viejos darwinistas sociales, la analogía entre las comunidades humanas y las demás biota ecosistémicas tenía por consecuencia la generalización de las características semejantes y la marginación de las diferencias específicas. Concretamente, en el caso de la biota sapiens, la historia y la cultura pueden derivar de un desarrollo natural (vgr. el incremento evolutivo del cráneo que permite el desarrollo del neocórtex, el incremento cualitativo de la inteligencia y la emergencia del pensamiento formal), a condición de que haya interacción con factores ambientales para producir un universo simbólico de una complejidad distinta a las demás especies.5

4. La materia viviente es ecosistémica

Los ecosistemas son totalidades relacionales. La categoría de relación fue fundamental en la génesis del concepto de ecosistema, porque la primera relación que busca evidenciar es la interacción de la biota con su ambiente físico, para constituir una unidad compleja y dinámica. María Eugenia Rincón (2011) explica la génesis del concepto de ecosistema por reacción crítica a las insuficiencias de teorías anteriores. La relación entre especies con su entorno fue estudiada por los naturalistas desde el siglo XVIII desde la perspectiva de que las comunidades naturales arraigaban permanentemente en un espacio. A principios del siglo XX, el ecólogo Frederick Clement planteó la teoría sucesional, según la cual, los organismos se desarrollaban en relación con las condiciones de su ambiente, siguiendo una sucesión lineal de estadios de desarrollo hasta alcanzar su madurez que se concibe como un estadio de equilibrio entre los organismos y su ambiente. Clement llamó superorganismo al conjunto de organismos que poblaba un campo yermo, lo abonaba hasta hacerlo habitable hasta alcanzar un clímax de desarrollo (Rincón, 2011, p. 3).

La teoría sucesional ampliaba la perspectiva relacional, porque añadía variables temporales y climáticas a la relación, con lo cual complejizaba el carácter de las condiciones en que los organismos interactuaban. Ahora se ha de considerar que el ambiente se resistía a los organismos mediante condiciones como el clima y que aquellos vencían esas condiciones o sucumbían a ellas en un proceso temporal de adaptación. Pero el concepto de superorganismo privilegiaba a la biota sobre el ambiente, no visibilizaba adecuadamente las relaciones orgánicas que se daban entre los organismos particulares para organizarse como uno solo, implicaba una connotación individualista por lo anterior –énfasis en el superorganismo que,
a manera de sujeto, se relacionaba activamente con un objeto– a la vez que contenía una visión determinista, lineal y teleológica de la sucesión que los superorganismos seguían hasta alcanzar un clímax de madurez, en que finalmente se estacionaban. Según esta teoría, el organismo nace en un espacio y se desarrolla linealmente hasta un clímax de equilibrio, constituyéndose en superorganismo. Las fases de dicha constitución son las mismas para todo organismo, con independencia de las condiciones ambientales: desde su nacimiento hasta su estado de clímax. La idea de una sucesión de fases de desarrollo que se da idénticamente en todo organismo hasta convertirse en superorganismo, es una perspectiva que no considera al ambiente, los cambios aleatorios en las condiciones medioambientales, las particularidades biodiversas de los organismos con sus propias transformaciones aleatorias, y se decanta por una ontología del equilibrio lineal (Rincón, 2011).

El botánico inglés Arthur George Tansley (1871-1955), consciente de los problemas de la teoría de la sucesión, propuso en 1935 el concepto de ecosistema. La propuesta de Clement contenía una ontología holista, lineal, determinista y teleologista, que tendía a difuminar en un todo homogéneo –el superorganismo– las diferencias particulares: interacciones inter e intra específicas, entre especies y su ambiente, condiciones ambientales aleatorias –por tanto, el azar–, respuestas específicas a esas condiciones. Pero el elemento primariamente negligido en la noción era el entorno:

El concepto fundamental corresponde al sistema completo (en el sentido físico), que incluye no solamente al organismo complejo, sino también al complejo total de factores físicos que constituyen lo que denominamos el ambiente del bioma -los factores del hábitat en el más amplio sentido. Si bien los organismos constituyen nuestro interés principal, no podemos separarlos de su ambiente especial, ya que con él conforman un sistema físico (…) representan las unidades básicas de la naturaleza (. …) En cada sistema existe intercambio constante del más variado tipo, no solo entre los organismos, sino entre la parte orgánica e inorgánica. Estos ecosistemas, como nosotros podemos denominarlos son de las más diversas clases y tamaños. (Rincón, 2011, p. 345)

Así, el concepto propuesto por Tansley comportaba una integralidad más compleja, pues concebía los ecosistemas como totalidades en desarrollo, en el curso del cual incorporaban componentes, esto es, incrementaban complejidad. El holismo es una ontología insuficiente por sí misma para dar cuenta de la naturaleza de las totalidades ecosistémicas. La perspectiva ontológica holista concibe la realidad como totalidad compleja mientras que el holismo epistemológico parte de esa concepción para producir conocimiento de la realidad, oponiéndose a concepciones reduccionistas o analíticas, que se enfocan en las partes aisladas sin retornarlas al todo. El pensamiento ecológico es holista, en tanto comporta una perspectiva de totalidad, pero intenta superar la tendencia holista a la generalidad indiferenciada del ὅλος al determinarlo como una realidad en proceso que, en el mismo movimiento en que aumenta su complejidad, se diferencia internamente cada vez más. Fritjof Capra (2009) advierte de la insuficiencia del holismo “simple”, cuando lo explica como elemento complementario de una perspectiva más compleja:

Los términos “holístico” y “ecológico” difieren ligeramente en sus significados y parecería que el primero de ellos resulta menos apropiado que el segundo para describir el nuevo paradigma. Una visión holística de, por ejemplo, una bicicleta significa verla como un todo funcional y entender consecuentemente la interdependencia de sus partes. Una visión ecológica incluiría esto, pero añadiría la percepción de cómo la bicicleta se inserta en su entorno natural y social: de dónde provienen sus materias primas, cómo se construyó, cómo su utilización afecta al entorno natural y a la comunidad en que se usa, etc. Esta distinción entre “holístico” y “ecológico” es aún más importante cuando hablamos de sistemas vivos, para los que las conexiones con el entorno son mucho más vitales. (p. 28)

El pensamiento ecosistémico visualiza concretamente tanto al todo como a las partes, al concentrarse en las articulaciones e interacciones. El concepto de ecosistema no se concentra ni en individuos (partes) ni en totalidades, sino en relaciones: interacciones entre las partes que forman el ecosistema (biota) y entre el ecosistema y su ambiente físico-químico (abiota).

Los ecosistemas dependen de las relaciones. Este término alude a las interacciones que los integran, complejizan y diferencian, en su proceso de autoconservación. De esta visualización progresivamente integral se desprende una caracterización de los ecosistemas: son sistemas físicos, químicos y biológicos, en tanto que integran estructuralmente biota y abiota; son abiertos, porque intercambian energía con otros ecosistemas y con su entorno; son indeterminísticos o estocásticos,6 porque su comportamiento depende de condiciones aleatorias del entorno; son sistemas alejados del equilibrio, porque su flexibilidad les permite adaptarse a condiciones aleatorias. Por lo anterior, son dinámicos: interactúan y cambian en el tiempo y el espacio, evolucionando o desintegrándose (están expuestos a procesos de entropía y negentropía: si no se adaptan a condiciones cambiantes, acaban fundiéndose con el entorno). Tampoco son trascendentemente teleológicos, porque si bien la autoconservación es un fin, se trata más bien de un efecto probable de las interacciones ecosistémicas en condiciones azarosas, además de que la autoconservación se logra mediante procesos cíclicos y no lineales. (7)

Los ecosistemas representan el nivel más complejo de organización de la materia. Este proceso se enuncia como el que empieza en los niveles más elementales de organización; cada nivel implica una ganancia de complejidad a la vez que la organización de la misma, su incorporación sistémica, que la dota de cualidades nuevas o emergentes, ausentes en configuraciones previas:

el estudio de la vida se ha organizado en varios niveles de organización, en los cuales cada nivel es la base del siguiente, con lo que la complejidad se incrementa hasta llegar a la biosfera (...) Cada nivel supone determinadas características de la materia que en el nivel anterior no estaban presentes. Son niveles sin vida (abióticos) las partículas subatómicas, los átomos, los elementos, las biomoléculas y los organelos. Son niveles con vida (bióticos)
los que le siguen (célula, tejido, órgano, sistema, organismos multicelulares). A partir de la especie, siguen los niveles de organización ecológica: población, comunidad y
ecosistema. (De Erice, 2012, p. 15)

Galindo Lizcano (1994, p. 28) y Peñuelas Reixach (1993, p. 12) también dan cuenta de este proceso ascendente de incremento de complejidad, formación de estructuras y emergencia de cualidades –diversificación de formas– que dota a la materia viviente con el atributo de la autopoiesis.

El pensamiento sistémico asume la tesis de la emergencia de la vida por combinaciones espontáneas y graduales de substancias físicas. Esta tesis, en la filosofía materialista del siglo XVIII, era central en el esfuerzo por reinsertar al ser humano en el universo físico, tras siglos de concebirlo como creación singular, depositario de un alma inmaterial, esencialmente una res cogitans. En su obra de 1747, El hombre máquina, Julien Offray de La Mettrie (2013) explica las disposiciones físicas y anímicas del ser humano por combinación mecánica de componentes naturales. Camacho lo expone en estos términos:

El pensamiento es una propiedad de la materia organizada semejante a la electricidad, la facultad de moverse o la extensión. Según él, la acción orientada hacia algún propósito, típica de los seres humanos, es una propiedad de la materia cuando esta alcanza un alto grado de complejidad y organización. (p. 159)

En el evolucionismo de Lamarck, la tesis de la complejización de la materia hasta su expresión vital se explicita, como puede leerse en su Filosofía zoológica (1809): “la naturaleza, al producir sucesivamente todas las especies de animales y al comenzar desde los más imperfectos o más simples, para terminar su obra con los más perfectos, complicó gradualmente su organización” (Reale-Antiseri, 1988, p. 334).

También en Leibniz (1646-1716) encontramos la noción de un desarrollo orgánico de la materia; al ser composición monádica, el universo entero es materia animada o viviente, ya que la ‘fuerza’ (δύναμις, energía) es el principio universal de la materia –Leibniz opone la fuerza a la extensión cartesiana como cualidad esencial del cosmos. El sistema leibniziano anticipa una concepción ontológica holista pluralista que contrapone al trialismo cartesiano de las substancias y al monismo panenteísta de Spinoza. La monadología o teoría de las mónadas pretende responder a la pregunta
por la constitución ontológica del mundo. La respuesta es la mónada:

La substancia es un ser capaz de acción. Es simple o compuesta. La substancia simple es la que no tiene partes. La compuesta es la reunión de las substancias simples o mónadas. Monas es una palabra griega que significa unidad o lo que es uno. Los compuestos o cuerpos son multitudes. Las substancias simples, las vidas, las almas, los espíritus son unidades. Es preciso que en todas partes haya substancias simples porque sin las simples no habría compuestos. Por consiguiente toda la naturaleza está llena de vida. (Leibniz, 1982, p. 598)

La síntesis entre la explicación mecanicista y la holista caracteriza el esfuerzo integrador del filósofo alemán; en la metafísica leibniziana, las criaturas de Dios son máquinas naturales, cuyo movimiento es explicable por leyes mecánicas; pero el mecanicismo explica el devenir de las criaturas en el tiempo y el espacio, que son fenoménicos. Más allá de la aprehensión sensible, que determina un universo material compuesto de
partes, la creación es un continuum íntegro:

En la naturaleza todo es lleno y en todas partes hay substancias simples que están efectivamente separadas unas de otras por acciones propias que cambian continuamente sus relaciones (rapports): y cada substancia simple o mónada distinta, que constituye el centro de una substancia compuesta (por ejemplo de un animal) y el principio de su unicidad, está rodeada por una masa compuesta de una infinidad de otras mónadas. Estas constituyen el cuerpo propio de esta mónada central que representa, según las afecciones de ese cuerpo, como en una especie de centro, las cosas que están fuera de ella. Y cuando ese cuerpo es orgánico forma una especie de autómata o máquina de la naturaleza, que no sólo es máquina en su totalidad sino incluso en sus más pequeñas partes, las que pueden ser objeto de observación. Y como todo está ligado debido a la plenitud del mundo y como cada cuerpo actúa más o menos sobre cada uno de los demás cuerpos según la distancia y está a su vez afectado por el otro por reacción, se sigue que cada mónada es como un espejo viviente o dotado de acción interna, representativo del universo, según su punto
de vista y tan regulado como el universo mismo. (Leibniz, 1982, p. 599)

Los principios constitutivos de las cosas se encuentran por encima del espacio, del tiempo y del movimiento; son las formas substanciales, mónadas o fuerzas originarias, que son inmateriales, indivisibles, autonómicas, perceptivas y apetitivas –característicamente vitales–, por lo cual componen a la vez que representan la totalidad de la creación. La realidad inteligible consiste en la composición monádica universal, que constituye una totalidad orgánica o continua, que se autoproduce –la autopoiesis es su finalidad inmanente.

Leibniz considera que las almas y en general las substancias simples son indestructibles por medios naturales y sólo pueden comenzar por creación y terminar por aniquilación. La formación de los cuerpos orgánicos animados –esto lo indican los biólogos– sólo parece explicable en el orden de la naturaleza cuando se supone una preformación ya orgánica. Leibniz infiere que lo que se llama generación de un animal sólo es una transformación y aumento; puesto que el mismo cuerpo ya estaba organizado es creíble que ya estaba animado y que poseía la misma alma. El razonamiento inverso vale para la muerte que sólo sería un envolvimiento, pues en el orden natural no parece haber almas enteramente separadas de todo cuerpo ni es aceptable que lo que no comience de un modo natural pueda cesar por las fuerzas de la naturaleza […] Leibniz dirá que las almas que un día serán humanas –como las almas de las demás especies– han estado en las semillas y en los antepasados hasta Adán y han existido desde el comienzo de las cosas siempre en un cuerpo orgánico, dotadas de percepción y sentir pero exentas de razón. Permanecen en ese estado hasta la generación del hombre al que deben pertenecer, cuando reciben de Dios la razón, por una especie de “transcreación”. (Olaso en Leibniz, 1982, p. 450)

5. Reintegración de lo
nunca desintegrado

Reconsideremos la admonición spinoziana: la humanidad, la especie sapiens, no es “un imperio dentro de otro imperio”, y la desintegración entre naturaleza y civilización es algo que acontece en la imaginación cultural occidental, si bien con efectos reales sobre formas de conciencia y de materia.

La interpretación ecosistémica de la naturaleza de sociedades humanas implica el uso del razonamiento analógico, que es general y probabilístico, puesto que compara fenómenos con base en características o propiedades generales para inferir conclusiones probables, a saber, no necesarias. No obstante, la incertidumbre contenida en la probabilidad, como condición advertida, ofrece la posibilidad de una indagación precavida contra simplificaciones dogmáticas. El sentido analógico permite, además, comprender los fenómenos en su particularidad: en su génesis, todo fenómeno, comprendido como sistema, adquiere cualidades emergentes que lo definen propiamente (Cáceres y Saborido, 2017, p. 101).

Ludwig von Bertalanffy, el fundador de la teoría general de sistemas, era consciente de las precauciones en torno al razonamiento analógico:

La propuesta de la teoría de los sistemas fue recibida con incredulidad, por fantástica o presuntuosa. O bien –decían– era trivial, por no ser los llamados isomorfismos sino meros ejemplos del hecho palmario de resultar aplicables las matemáticas a toda suerte de cosas, lo cual no llevaba a mayor “descubrimiento” que la aplicabilidad de 2 + 2 = 4 a manzanas, dineros y galaxias por igual; o bien era falsa y equívoca, en vista de que analogías superficiales –como en la famosa comparación de la sociedad con un “organismo”– disimulan diferencias genuinas y conducen así a conclusiones erradas y hasta moralmente objetables. (1986, p. 13)

La analogía entre sociedades humanas y conjuntos sistémicos orgánicos es pertinente porque: 1) diferencia el todo de las partes; 2) visualiza una estructura funcional; 3) entiende la irreductibilidad del todo a las partes. La analogía sistémica permite una generalización no arbitraria de fenómenos pertenecientes a campos diversos del conocimiento, tanto de las llamadas ciencias de la naturaleza –biología, física o química– como de las ciencias sociales –economía, sociología, política, entre otras. No es arbitraria porque los fenómenos enmarcados en esas áreas tienen cualidades comunes, que no se visualizan desde las disciplinas especiales que los abordan. Asimismo, esta generalización no es una identificación: la especificidad de los fenómenos resulta destacada precisamente por articulación sistémica. La generalización de las unidades plurales bajo la categoría de sistema, desde el pensamiento de sistemas complejos, no pretende difuminar las diferencias específicas entre los sistemas, sino más bien visualizarlas, como se desprende del análisis que hacen Maturana y Varela (2003) de la organización de lo vivo. Los seres vivos se dan su propia organización en función de sus necesidades específicas de autoconservación, a través de interacciones que desarrollan destrezas y habilidades específicas que los especifican. La característica y proceso que define en general a la vida es la autopoiesis: “Los seres vivos se caracterizan porque, literalmente, se producen continuamente a sí mismos” (p. 25). Pero el modo específico en que se organizan para autoproducirse los diferencia en tres clases: organismos, sociedades y ecosistemas. Los componentes de estos tres sistemas son análogos pero no idénticos. Órganos, individuos y especies, las unidades componentes de las tres clases de sistemas vivientes, difieren entre sí por cualidades significativas, derivadas de su complejidad particular. Los sistemas sociales, vgr., llegan a caracterizarse por cualidades que emergen en su evolución y los complejizan diferenciadamente: los individuos que componen las colmenas son abejas, los que componen las sociedades humanas son personas.

6. Un universo organizado

Partimos de la interpretación aristotélica de la naturaleza o materia como principio ontológico pasivo y caótico en sí mismo; pero la evolución del pensamiento ha provisto un concepto significativamente alternativo. El pensamiento sistémico recoge la tesis del surgimiento de la vida por complejización de la materia, pero la reinterpreta alejándose del materialismo mecanicista, para afirmar la existencia de un universo viviente, o poblado por máquinas orgánicas. Edgar Morin (2001) admite la identificación de los organismos vivos con máquinas, pero recusa la universalidad del mecanicismo como un reduccionismo inaceptable: “todo ser físico cuya actividad comporta trabajo, transformación, producción, puede ser concebido como máquina” (p. 184), pero eso no significa que sea mecánica, como explica el mismo:

El concepto de máquina está hoy pesadamente gravado por sus limitaciones y pesadeces tecno-económicas. En su acepción corriente denota solamente la máquina artificial y connota su entorno industrial. […] No seamos prisioneros de la idea de repetición mecánica, de la idea de fabricación estándar. La palabra máquina hay que “sentirla” también en el sentido pre-industrial o extra-industrial en el que designaba conjuntos o disposiciones complejas cuya marcha es, sin embargo, regular y regulada. (p. 189)

Fuera del marco mecanicista, el concepto de máquina designa una organización unitaria de la materia que adquiere capacidades para retornar sobre esta y transformarla. Las máquinas artificiales son sistemas mecánicos de piezas con prestaciones supeditadas a la acción de operadores no mecánicos. Las máquinas naturales son sistemas orgánicos de cuya organización derivan propiedades complejas como la vida, la autonomía,
y también sus contrarios: formas de conciencia y de acción que derivan en estados de enajenación
y sumisión. El imperio humano sobre la naturaleza es una de esas formas.

Notas

1. La proposición sexta de la tercera parte de la Ética de Spinoza afirma que “cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser” (Spinoza, 1984, p. 177). Se trata de la exposición de la ley del conatus o deseo vital común a todo ente natural; en el dominio de la materia inerte se expresa mecánicamente como principio de inercia (Peña en Espinosa, 1984); en la biología funciona como instinto de conservación y en el ámbito de los seres dotados de pensamiento simbólico, evoluciona lógica y ontológicamente como
principio de identidad.

2. Según expusimos atrás, Tansley acuñó el concepto de ecosistema para denominar la unidad interactuante de organismos vivos y el medio en que se desarrollan. Biocenosis, del griego βιός (vida), κοινος (común), y osis (formación o impulso), “emergencia de la comunidad de la vida”, es un concepto introducido por el zoólogo Karl August Möbius en 1877. Más específico es el término biota, que se refiere a un conjunto particular de especies de flora y fauna. Biosfera de βιός y σφαῖρα (“esfera de la vida”) es un concepto anterior al de ecosistema. Fue introducido por Vladimir Ivánovich Vernadski en la segunda década del
siglo XX para denominar el conjunto de los seres vivos que habitan el planeta. Desde este concepto es posible identificar la Tierra como macro-ecosistema (McGinley, 2013).

3. Especie a la que Jared Diamond (2006, p. 23) ha llamado “el tercer chimpancé”, en alusión a la comunidad genética que emparenta al ser humano con el chimpancé común y el bonobo. En 2003, el biólogo estadunidense Morris Goodman (1925-2010) defendió la reclasificación taxonómica de estos primates para incluirlos dentro del género homo, según el argumento de que compartían el 99.4% de ADN. De prosperar esta tesis, el género humano, en el que sólo se incluye a la especie sapiens, se ampliaría biológicamente para incluir como humanos a animales que hasta hoy no se consideran tales en el marco de la biología (Hecht, 2003). Jurídicamente, organizaciones no gubernamentales, como el Proyecto Gran Simio, han logrado el reconocimiento de primates como “personas no humanas”. El 23 de diciembre de 2014 la prensa argentina (Gaffoglio, 2014) informaba que “la primate Sandra, de 28 años, una especie híbrida, mezcla de orangután de Borneo y de Sumatra, pasó a engrosar la historia judicial argentina al convertirse en el primer animal al que un tribunal superior le reconoce la titularidad de derechos básicos: pasó de ‹cosa u objeto› a ser considerada persona jurídica como ‹sujeto no humano›.”

4. Es el caso del razonamiento por falsa analogía. Diamond (2003, p. 548) lo ilustra mediante la estrategia francesa de defensa contra Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Los estrategas franceses razonaron por analogía que los alemanes atacarían el frente occidental, como lo hicieron en la Primera Guerra; Francia fortificó el frente, pero Alemania ingresó por un frente imprevisto.

5. A partir de los estudios de la teoría cognitiva de Santiago (H. Maturana y F. Varela), Capra señala puntualmente que la diferencia específica entre las sociedades humanas y los demás ecosistemas está marcada por el desarrollo del lenguaje. El lenguaje aporta filogenéticamente a la especie su autonomía compleja, y con ello la habilita para su específica autopoiésis, que excede la de cualquier otro organismo; la autonomía humana –su capacidad de autoproducirse neguentrópicamente, esto es: adaptándose a las condiciones ambientales mediante estrategias reactivas o proactivas, lingüísticamente coordinadas. La comunicación humana conforma así un ambiente humano: lo informa o transforma a su medida, haciendo posible la supervivencia y el mejoramiento de la existencia. Dos factores determinantes hicieron posible la evolución biológica y cultural del ser humano: “la indefensión de las crías prematuramente nacidas, que exigía la ayuda y colaboración de familias y comunidades, y la libertad de las manos para confeccionar y utilizar herramientas, que estimuló el crecimiento del cerebro y podría haber contribuido a la evolución del lenguaje” (Capra, 2009, p. 302). La comunicación lingüística interactúa y evoluciona recursivamente con estos factores; gana complejidad y potencia la autonomía y la creatividad que se convierten en insumo vital, como en el caso de la producción de conocimiento e instrumentos. Notablemente, se sigue que los regímenes represivos, que coartan las libertades civiles (expresión, asociación, elección), tienen alcances involutivos: responderían a la ley lamarckiana de que el órgano que no se
usa se atrofia.

6. El adjetivo στοχαστικός se traduce como “sagaz, listo”. Metáfora según la cual, los sistemas complejos serían “sagaces” o “listos” porque escapan a condiciones de determinación lineal. El verbo stojázomai, del que deriva el adjetivo, significa asimismo “conjeturar, sospechar, calcular”, es decir, el comportamiento de sistemas estocásticos no sería sino conjeturable o calculable.

7. H. Jonas (2000, p. 55) propone una teleología inmanente característica de los seres vivos que actúan autopoiéticamente; esa conducta no está programada desde fuera, por algún operador a modo de demiurgo –lo que respondería a la concepción tradicional de la teleología como finalidad trascendente–, sino que consiste en pautas funcionales fijadas filogenéticamente y reforzadas ontogenéticamente por acciones del ser viviente.

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Ronulfo Alberto Vargas Campos. (ronulfo.vargas@ucr.ac.cr / ronulfovargas@yahoo.com) es profesor de la Escuela de Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica. Cuenta con una Maestría Académica en Filosofía por la Universidad de Costa Rica. Últimos artículos publicados: “El imperativo de acoplamiento entre sistema y mundo de la vida en Jürgen Habermas a propósito de su crítica a Talcott Parsons”, Revista Comunicación. Vol. 30 (42), 1-2021; “Elementos para la consideración de una ética ambiental”, Revista Espiga, Vol. 8 (16), 2008; “La democracia en Weimar”, Revista Estudios, (20), 2007; “Marcuse: vigencia de un pensamiento inactual”, Revista de Filosofía, Vol 44 (111/112), 2006.

Recibido: 2 de enero, 2021
Aprobado: 31 de enero, 2021