Roberto Casales García

Leibniz. Máquinas inteligentes, multiculturalismo
y ética de la vida.
Álvaro Carvajal Villaplana (ed.). (Nova Leibniz Latina 2, Granada:
Comares, 2019, 81 páginas)

La amplia diversidad de aportes significativos que realizó el hannoveriano en distintos campos del saber humano, hacen que Leibniz sea reconocido como el último genio universal, un intelectual cuyo compromiso con la búsqueda sincera de la verdad le permitió pensar tanto la diversidad como la armonía universal. De ahí que su ingente obra nos invite a entrar a un laberinto en el que la diversidad se ve compensada por la identidad, y donde cada sendero nos sugiere una serie impresionante de interconexiones entre los más diversos temas que llamaron su atención. Así, por ejemplo, no es raro que un problema de metafísica tenga como trasfondo una serie de implicaciones teológicas y jurídicas, cuya propuesta de solución introduzca elementos de la incipiente biología de su época, de su cálculo infinitesimal y, por supuesto, de su arte combinatoria. Diversidad y riqueza que se ven plasmados en cada uno de los capítulos que componen el presente libro, editado por Álvaro Carvajal en la colección Nova Leibniz Latina de Comares, la cual suma y reúne los esfuerzos realizados por los miembros de la Red Iberoamericana Leibniz para promover el estudio del hannoveriano.

Este es el caso del capítulo de Luis Camacho Naranjo, intitulado “H. Dreyfus, R. Smullyan y G.W. Leibniz: sobre los límites de sistemas formales”, donde se muestra la versatilidad del pensamiento leibniziano no sólo para relacionar lógica, epistemología y tecnología, sino también para dialogar con autores contemporáneos como los mencionados en el título de este capítulo. La problemática que desarrolla este capítulo se desdobla en dos: por un lado, en saber si es posible o no “producir máquinas capaces de pensar en el mismo sentido en que lo hacemos los seres humanos” (7); por otro lado, a un nivel más profundo, en analizar nuestra concepción del conocimiento, la conciencia y la naturaleza del ser humano cara a aquellas experiencias que, en palabras de Camacho, “se resisten a un tratamiento mecánico” (8). Si bien es cierto que la primera problemática se debe contrastar tanto con el argumento del Molino que presenta el hannoveriano en el § de la Monadologie, como con su teoría de las máquinas naturales, en franca oposición a las máquinas artificiales, la insistencia leibniziana de crear un lenguaje universal formado por caracteres o símbolos que nos ayuden a superar las limitaciones de los lenguajes naturales, como observa acertadamente Camacho, nos permiten introducir al hannoveriano en las discusiones contemporáneas sobre la computabilidad y el desarrollo de Inteligencia Artificial.

Es aquí donde se introduce la crítica de Dreyfus a Leibniz, a quien acusa “de anular la interpretación, el juicio y la intuición una vez que el pensamiento se vuelve mecánico gracias a la programación según reglas incorporadas en el cálculo mismo” (14). Más allá de que esta crítica se puede matizar, como muestra el autor en relación al tema de la interpretación (15), Camacho afirma que hay un cierto paralelismo entre el desarrollo de la IA –y su pronto enfriamiento– y la comparación entre las expectativas originales de Leibniz respecto a su cálculo y las delimitaciones que irá señalando con el paso del tiempo. Así, aunque ni las expectativas de Leibniz ni las promesas de la IA se cumplieron cabalmente, ambas nos han traído grandes bienes –sea los fundamentos de la lógica matemática, u otro tipo de tecnologías que han mejorado nuestra vida (18)–. Quizás esto último se pueda matizar más si confrontamos esta conclusión con las discusiones contemporáneas sobre el tipo de racionalismo de Leibniz, sostenidas por autores como Garber y su racionalismo débil, o Bernardino Orio de Miguel y su racionalidad simbólica. Algo semejante, aunque por vías diferentes, se puede decir respecto al diálogo entre Leibniz y Smullyan, como muestra Camacho al final de su capítulo.

La versatilidad de la propuesta filosófica y científica de Leibniz, así como su actualidad, no se limitan al ámbito teórico del conocimiento humano, sino que también contiene una dimensión práctica que se consolida a través de su teoría de la justicia universal. Para Celso Vargas Elizondo, autor del segundo capítulo de esta obra, el punto de partida y de llegada de su teoría de la justicia es Dios, razón por la cual comienza su escrito señalando que aquellos principios que se hacen presentes en la elección del mejor de los mundos posibles –a saber: la mayor diversidad, el mejor ordenamiento, la mayor economía causal y la máxima perfección creatural posible sirven de criterio para evaluar cuál es la mejor teoría explicativa sobre la naturaleza y la sociedad (30). Se trata de cuatro principios cuya unidad y sistematicidad se rigen por el principio del orden, a partir del cual el mundo es el más diverso, el más rico y el más pleno, alcanzando una armonía tanto entre las causas eficientes y las causas finales, como también entre el reino de la gracia y el reino de la naturaleza. De ahí que, en opinión de Vargas, el ser humano deba establecer un orden social basado en la justicia, el cual “emule este orden de Dios como legislador” (32) y sirva de base para que la sociedad tenga un mejoramiento continuo.

Tomando como punto de partida el imperativo moral leibniziano de ‘situarse en el lugar del otro’, Vargas resume la teoría leibniziana de la justicia en la siguiente formulación: “Justicia= Voluntad+sabiduría+bien” (34), la cual, como acertadamente comenta el autor, permite hacer una cierta equivalencia entre justicia y felicidad –cuya expresión más alta se encuentra en la tradicional fórmula: caritas sapientis–. Ser justo, en este último sentido, implica no sólo el respeto a las leyes, el ámbito propio del derecho y la jurisprudencia, sino fundamentalmente velar por el bien común: la justicia no se puede entender sin la benevolencia, i.e., la búsqueda del bien ajeno. Más allá del tipo de figuras jurídicas que se pueden derivar de esta concepción de la justicia, Vargas señala que al introducir esta noción, con sus diversas tipificaciones, al interior de las organizaciones humanas, se siguen dos consecuencias fundamentales para fortalecer el tejido social, las cuales, a su vez, sirven como criterio para orientar toda posible intervención del estado al bien común, a saber: “a) la eliminación o reducción de la inequidad y b) la identificación de aquellas condiciones que permitan a las personas que están en esa condición para desarrollar y expresar sus capacidades y diferencias afirmativas” (41). La concepción leibniziana de la justicia, por tanto, se vuelve fundamental para revalorar la diversidad, que es una de las conclusiones a la que llega este texto, pero también a superar el mero individualismo en aras de alcanzar una armonía universal.

Para comprender los alcances de esta caracterización de la justicia, sin embargo, es necesario extender sus pretensiones más allá del ámbito de lo meramente humano, como hace Álvaro Carvajal Villaplana en el tercer capítulo de este libro, donde reconstruye algunos argumentos leibnizianos en favor del cuidado y respeto a los animales no humanos. El punto de partida de Carvajal, así, es el vitalismo que subyace a la ontología monadológica de Leibniz, en cuanto que la vida “se encuentra a la base de todas las cosas” (46), de modo que no existe porción de materia en la que no exista una infinidad de cuerpos orgánicos. Se trata, pues, de un vitalismo que garantiza una cierta uniformidad de la naturaleza, sin que por eso se pierda la heterogeneidad del mundo y de cada uno de los seres que lo componen, lo cual significa, en palabras de Carvajal, que “la vida y su diversidad está conformada en un orden” (49). Que la diversidad sea compensada por la regularidad, tal y como reza la definición leibniziana de la armonía, significa que el cosmos es un todo armónico, tal y como se observa en la estructura orgánica de los vivientes, cuyo cuerpo constituye una máquina natural.

Estas últimas, conformadas por una infinidad de órganos que se entrelazan entre sí, se distinguen de las máquinas artificiales no sólo en virtud de que cada uno de sus órganos es, a su vez, una máquina, sino también por el tipo de unidad que ésta posee: por muy organizadas que una máquina artificial esté, según Carvajal, “sólo se la puede considerar como un ejército o un rebaño, o como un estanque lleno de peces” (52). Unidad que en todo ser vivo, a diferencia de Descartes, sólo es asequible en la medida en que los vivientes poseen un alma y no son meros autómatas que se asemejan a cualquier otra máquina creada por el ser humano. La semejanza entre el ser humano y los animales, sin embargo, no se limita a que ambos poseen un alma que los dota de unidad, sino también a que ambos pueden tener cierto tipo de percepciones. Si bien es cierto que esto último que menciona el autor se puede enriquecer mucho añadiendo las discusiones actuales sobre la conciencia animal en Leibniz, especialmente las posturas de autores como Kulstad y Barth –quienes defienden que la apercepción no se limita a los espíritus, Carvajal señala un punto que es crucial para sostener que en Leibniz hay argumentos a favor del cuidado y respeto de los animales, a saber: que a pesar de la diferencias cognitivas entre los seres humanos y los animales, existe una cierta continuidad entre ambos (59), la cual se hace patente en su capacidad de experimentar placer y dolor, entendidas como bases pre-conceptuales y pre-discursivas de la moral.

Todo esto nos conduce al último capítulo de este libro, donde Bernardo Castillo Gaitán nos invita tanto a ver en Leibniz a “un hombre que tiene como referente el bien común de la humanidad, pues se preocupó en mejorar la calidad de vida de sus contemporáneos” (71), como también a analizar su propia concepción del bien común, la cual, en opinión de Castillo, muestra algunos puntos de encuentro con la ética y la política del estagirita. Partiendo de esta referencia a Aristóteles, Castillo no sólo ofrece algunos elementos que el hannoveriano añade a su propia concepción del bien común, como su sentido espiritual, su sentido de la misericordia y su optimismo, sino que también hace referencia a una forma concreta por la que Leibniz concibe la posibilidad de hacer realidad el bien común, esto es, la difusión del conocimiento científico. Esto se hace patente en el proyecto leibniziano de fundar academias científicas, cuya finalidad última es el bien común. “Leibniz”, concluye Castillo, “da a entender que el bien común es principio básico de la construcción del ejercicio de la ciudadanía donde se desarrolla la armonía entre las personas” (75).

Roberto Casales García (roberto.casales@upaep.mx). Catedrático de la Facultad de Filosofía de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla


Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LX (156), Enero-Abril 2021 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589