Hanzel J. Zúñiga Valerio

“Después de Jesús”: la fe en la resurrección
y la naciente cristología

Resumen: El estudio del “Jesús histórico”, es decir, la reconstrucción moderna plausible sobre Jesús, el galileo, no siempre asume el estudio de la divinización del personaje con el mismo interés que otros datos de los orígenes del cristianismo. Este proceso de “construcción” de la divinidad fue dinámico y se desarrolló en las dos décadas subsecuentes a la muerte de Jesús para ser concretizado tres siglos después en las proclamaciones dogmáticas de los concilios cristológicos. No obstante, la relectura teológica que de la muerte de Jesús hicieron sus seguidores, aunado a factores sociales y psicológicos traducidos en la metáfora de la “resurrección”, se convirtió en la piedra base de todo ese desarrollo.

Palabras clave: Jesús histórico. Judaísmo del Segundo Templo. Método Histórico-Crítico. Cristología. Resurrección.

Abstract: The research of the “historical Jesus” or the modern and plausible reconstruction of Jesus the Galilean does not look for the divinization of the character with the relevance that it searches for other historical facts about the origin of Christianity. This “construction process” of the divinity was dynamic and developed in the next two decades of Jesus’s death in order to be grounded 3 centuries after the dogmatic proclamations of the religious councils. However, the main argument of this research was attended following the theological new lecture of Jesus’s death made by his followers plus social and psychological elements of the “resurrection” metaphor.

Keywords: Historical Jesus. Second Temple Judaism. Historical-Critical Method. Christology. Resurrection.

En su monumental estudio sobre la figura histórica de Jesús, John P. Meier delimita su trabajo a la vida del “Jesús terreno”. Abiertamente reconoce que su análisis, desde los métodos histórico-críticos, no abarca el fenómeno de la resurrección ni del “Jesús celeste”, lo omite “[...] no porque se niegue ésta, sino simplemente porque la restrictiva definición del Jesús histórico que voy a utilizar no nos permite introducirnos en asuntos que sólo se pueden dar por ciertos mediante la fe” (Meier, 1997, p. 42). Es decir, un hecho que no es repetible ni constatable por el historiador no es susceptible para la investigación histórica. Nosotros coincidimos. No tenemos manera de reconstruir, ni mediante los testimonios de las fuentes, ni mediante la arqueología, el fenómeno que el cristianismo denomina “resurrección” o la consecuencia directa de este que es la creencia en la “divinidad” de Jesús de Nazaret.

No obstante, sí podemos rastrear el origen de dicha creencia, el proceso de evolución y explicar por qué los primeros cristianos/as llegaron a afirmar con tanta fuerza que “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos” (1 Ts 1,10). No pretendo, de ninguna forma, negar la resurrección como elemento de fe, solamente me limito como exégeta a analizar los textos que tengo en mano y, a la vez, proponer una hipótesis plausible del porqué un profeta apocalíptico del “Reino de Dios” llegó, en muy poco tiempo, a ser considerado más que un profeta, es decir, de condición divina.

El judaísmo de la época de Jesús

En otros momentos nos hemos dedicado a hablar del “Judaísmo del Segundo Templo” (JST) como una delimitación ideológica que, ciertamente, no puede ser considerada abarcadora y uniforme en todo lo que pensaban los judíos desde la época de la restauración (537 a.e.c.) hasta la destrucción del Templo en manos romanas (70 d.e.c.) (Zúñiga, 2019). No obstante, es una categoría de análisis necesaria para distinguir el surgimiento de la religión de Israel ligado a la Torá, al Templo y a la teología de la Tierra (eretz yisrael).

En este contexto, en el proceso de la conformación de los escritos que serán considerados “Ley” siglos después, la experiencia del sufrimiento y la crisis que provocó el exilio en quienes fueron llevados a Babilonia hizo que se reformulasen las esperanzas en torno a la actuación de Dios en la historia. Sin monarquía el mesianismo se transforma de una esperanza regia en una esperanza escatológica. Es decir, la expectación de tener nuevamente un rey fue dirigida a un futuro no muy lejano y estaba asociada, evidentemente, a la expectativa de ser un pueblo autónomo. El mesías encarnó diferentes rostros en esa transformación (Römer, 2000, pp. 13-29; Knohl, 2004): un mesías militar que viniese a expulsar al opresor, un mesías sacerdote que viniese a purificar el Templo, un mesías celeste –asociado a las figuras angélicas– que viniese a establecer la paz. Todas estas figuras tienen el elemento político como factor común porque el mesianismo es esencialmente regio: Dios unge a un hombre para gobernar a su pueblo, lo invita a sentarse a su derecha (cf. Sal 2).

Sin embargo, la crisis del exilio provocó que muchos israelitas consideraran demasiado corta la mano de YHWH (Nm 11,23; Is 59,1) y que los dioses babilónicos habían podido más que él. Por eso, la respuesta del castigo ante el abandono de la Alianza fue la explicación dada por la tradición deuteronomista y la lógica adoptada por muchos profetas (Jr 2,14-19). Pero ¿qué pasaba con la experiencia individual del justo que no había abandonado la ley de YHWH? ¿Cómo era posible que, quien no merecía castigo, acabase en las sombras? La crítica de Job y Qohélet fue dirigida contra el dogma retribucionista y son antecedentes de las nuevas interpretaciones.

Los mismos profetas defendieron la idea de la justicia como el atributo fundamental de Dios (Vermes, 2008, p. 120)1. De todo el caos generado, Dios sacaría una nueva vida para Israel y para quienes sufrieran en la injusticia: el siervo doliente “[…] después de sufrir, verá la luz” (Is 53,11); Dios le levantará y revitalizará lo que antes eran huesos secos, así “[…] sabréis que yo soy YHWH cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de ellas” (Ez 37,13); porque el tiempo de muerte no es definitivo ya que “[…] dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resurgir y viviremos en su presencia” (Os 6,1-2); para que, después de sentir el abandono de Dios, se proclame con fuerza: “Así actuó el Señor” (Sal 22,31). Dicho de otro modo, la retribución intrahistórica comenzó a tomar tintes meta-históricos. La experiencia de la muerte injusta se tradujo en la necesidad de rectificarla desde la justicia. Así nació la idea de “resurrección de los muertos” durante la guerra contra la dominación seléucida: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno” (Dn 12,2). De este punto a orar por los “mártires de YHWH”, que ahora duermen, hay solo un paso (cf. 2 M 12,42-46).

Como podemos ver, la santidad y la justicia de Dios no podrían permitir la muerte definitiva de sus siervos y la creencia en que Dios actuaría de forma milagrosa en la historia concreta de quienes habían muerto por su causa era más que evidente en la época de Jesús2. Además, hay otro factor a tomar en cuenta. L. W. Hurtado (1988, pp. 41-92) ha destacado la importancia que tenía la firme creencia en la trascendencia de Dios en el JST. Dios es un ser superior, que se abstrae de las limitaciones y, por ende, actúa a través de mediadores: ángeles y seres celestiales, la “Sabiduría” (Prov 8,33), la “Palabra” creadora, patriarcas o profetas que no mueren y son llevados al cielo como Enoc (Gn 5,4) y Elías (2 R 2,11-12), el “hijo del hombre” que viene entre nubes (Dn 7,13-28). Es decir, estos “agentes divinos” o “seres intermediarios” comparten la cercanía de Dios sin ser dioses estrictamente. Por ende, la creencia en que un ser humano pueda alcanzar estos atributos o que existieran otros seres entre Dios y los hombres no era descabellada en el judaísmo antiguo.

Menos descabellada aún era esta idea en el mundo grecorromano (Lozano, 2010, p. 115). Dioses y héroes que escapaban del Hades sin haber muerto (como Perséfone, Heracles y Orfeo), el héroe Ganímedes que no muere y se convierte en una constelación, la divinización del fundador de Roma, Rómulo, la resurrección de Osiris y el sacrificio del toro cósmico que hizo Mitra para dar vida a la humanidad en los cultos mistéricos romanos, etc., son todos ejemplos de una concepción de la vida que va más allá de la materialidad y de que, a pesar de todas sus diferencias, muestran que no era imposible para los antiguos griegos y romanos asumir la idea de un sacrificado reivindicado por Dios, de un justo resucitado, de un humano revivido. Además, en muchas de las comunidades donde se expandió el cristianismo, en el proceso de desvinculación del judaísmo, la creencia platónica dualista de la inmortalidad del alma pertenecía a la estructura del pensamiento compartido. Y esta idea, aunque era rechazada por los judíos de Palestina, ya había llegado a ellos y se mezclaba en el pensamiento de los judíos de la diáspora.

En suma, tenemos acá planteado el entorno donde nació y se expandió el cristianismo como contexto susceptible a la creencia en dioses venidos del cielo, en resurrecciones y en humanos divinizados por su vida ejemplar. Es, entonces, un marco conceptual apto para el surgimiento de una idea que, para nosotros, a todas luces, podría parecer un disparate si se nos planteara hoy. Como hijos/as de una era post-científica no somos tan susceptibles de creerlo todo con facilidad ya que la experimentación y las pruebas empíricas tienen un lugar importante en nuestra creación de argumentos. Me parece que, en muchas ocasiones, queremos pensar que los hombres y mujeres que caminaron con Jesús tenían las mismas categorías epistemológicas que nosotros/as. Esto no quiere decir que fueran ingenuos, faltos de perspicacia o de inteligencia, pero sí que su mundo conceptual tenía otra forma de explicar las experiencias ordinarias y extraordinarias que el nuestro.

Las “experiencias extraordinarias” como posibilidad

Al emplear la noción “experiencia extraordinaria” sigo de cerca la aproximación de E. Miquel (2018, pp. 19-64) que, desde las neurociencias y la antropología, explica la distancia de nuestro mundo con respecto al de los autores neotestamentarios. Es cierto que una “experiencia” es subjetiva, pero eso no significa que sea irreal para el sujeto o la comunidad que la vive. Si esa vivencia contradice elementos o aspectos de la experiencia ordinaria podemos hablar de “experiencia extraordinaria”. Extraordinaria pero no imposible ya que todas las experiencias extraordinarias que se narran en el NT eran conocidas y la literatura del entorno lo atestigua: exorcismos, curaciones milagrosas, apariciones, resurrecciones, etc. Generalmente estos hechos narrados en la antigüedad eran atribuidos a factores trascendentes que los generaban. Los hombres y mujeres del mundo donde nació el cristianismo creían con fervor en la existencia de estos fenómenos, los percibían y los comunicaban. Eran reales para ellos/as y como tales deben ser tomados. Inclusive hoy, muchas experiencias en torno a la muerte (de seres queridos, de uno mismo, de otras realidades límites) producen distintas interpretaciones entre quienes las viven.

Pensar, entonces, que Jesús de Nazaret, después de su abrupta muerte, sea visto sentado “a la derecha de Dios”, en visiones celestiales como lo narran Pablo en sus cartas o los Hechos de los Apóstoles, inclusive en actitudes cotidianas compartiendo la pesca o la comida como lo narran los evangelios, no puede ser una simple producción literaria como lo pensó R. Bultmann (2013, 52) y la exégesis clásica. Es producto de testimonios de personas que aseguraron encontrarse con Jesús: “[…] el cristianismo naciente dará razón de las experiencias de encuentro con el crucificado viviente apelando a una nueva entidad trascendente, ‘Jesús resucitado’, que posee la capacidad extraordinaria de hacerse súbitamente perceptible a los humanos” (Miquel, 2018, p. 34). Dicho de otro modo, no es hacer justicia desechar los relatos de las apariciones como simple literatura de propaganda de autores muy “creativos”, sino que debemos tomar en serio el contexto cultural de quienes escribieron estos relatos: para ellos era viable que estas visiones y apariciones se dieran, así lo consideraron cuando lo escucharon en los textos narrativos y así lo transmitieron (Caba, 1986, p. 64)3. La veracidad histórica de estos sucesos está en otro nivel epistemológico. Que realmente se hayan dado estas apariciones o visto estas visiones no es algo que, desde la ciencia histórica, podamos afirmar. Tampoco podemos negar que algunos relatos de las apariciones del crucificado viviente sean producto de una catequesis, es decir, de una creación literaria con una finalidad teológica. También esto es plausible.

La resurrección en Pablo

Ahora bien, los testimonios escritos que tenemos acerca de la resurrección se delimitan a tres fuentes: las cartas paulinas (distingo las cartas protopaulinas, las más antiguas), los relatos de los sinópticos y Hechos (donde hay dependencias y textos de tradición simple) y los relatos de Juan (algunos se supeditan de los sinópticos). A partir de ellos podemos constatar elementos comunes: la firme creencia de que Jesús está vivo (de la forma en que se entienda) y de que muchos de sus discípulos lo vieron después de su muerte (de distintas formas). Pero es acá donde empiezan las divergencias: el modo de la resurrección y los tipos de apariciones varían, así como la interpretación de la tumba vacía (Alonso, 2017, pp. 71-75).

Para cuando Pablo escribe, es notorio que la creencia en la resurrección de Jesús ya está arraigada en las comunidades cristianas. Curiosamente, en este estadio de la creencia, no es Jesús quien resucita, él, más bien, es sujeto pasivo de la fuerza divina: es Dios quien resucita a Jesús (cf. Ga 1,1). Además, Pablo, en todos sus escritos, no se preocupa por las circunstancias concretas en que se dio la resurrección, solamente en sus efectos para los creyentes (cf. 1 Ts 4,13-17; 1 Co 15,50-54). Si leemos con atención 1 Co 15,1-11 Pablo “transmite lo que ha recibido”: (1) Cristo murió por nuestros pecados; (2) murió “según las Escrituras”; (3) fue sepultado; (4) resucitó “según las Escrituras”; (5) tras resucitar, “se apareció” a varias personas, entre ellos a él mismo. En esta secuencia nos encontramos con una “cadena de testimonios”, desde los Doce hasta el mismo Pablo, lo que termina legitimando su apostolicidad. Las apariciones acá mencionadas no siguen las de los evangelios, inclusive omite las apariciones a las mujeres y a María Magdalena. Todas estas visiones son apenas mencionadas y son solo eso, visiones, no hay interacción entre Jesús y los testigos, no hubo contacto físico, ni comieron con él.

El verbo empleado por Pablo es ὁράω que significa “ver” o “aparecer”, además, figurativamente, puede significar “percibir” o “experimentar” internamente4. Todas las veces que se usa en los LXX y en el NT se refiere a un fenómeno visual, una aparición no física, de un ente no material. Y sobre una visión se refiere así:

Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años –si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe– fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre –en el cuerpo o fuera del cuerpo del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe– que fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar. (2 Co 12,1-4)

El texto es importante porque “este hombre”, que es el mismo Pablo, ha sido llevado al cielo y percibido sus visiones de forma espiritual. Sus encuentros, que con seguridad no son corporales, son siempre visiones, por ende, su concepción de resurrección va en la misma línea: imitando la resurrección de Cristo, nuestra resurrección será la de un “cuerpo espiritual” (cf. 1 Co 15,44). Así pues, las visiones del Jesús resucitado son las de un Jesús celeste, es decir, todos los que le vieron lo hicieron en un contexto “entre nubes”, “a la derecha de Dios”, “con una luz cegadora”, no de un Jesús terreno. Pablo, en resumidas cuentas, no habla de una tumba vacía, de encuentros corporales con Jesús, solamente concibe una resurrección espiritual (de un “cuerpo glorificado”, como lo pensaban los judíos del s. I, sin aludir al dualismo) y entiende que Jesús, en el marco de la resurrección general de los muertos, es el primero en resucitar, adelantándose y abriendo camino para todos/as los/as creyentes (cf. Rm 8,29; Col 1,18).

Los relatos de la resurrección en los evangelios

Luego de varios años, la fe en la resurrección de Jesús fue evolucionando, como lo hace toda doctrina. Los cuestionamientos de una resurrección espiritual se propagaron y surgieron, entonces, nuevos relatos apologéticos que concretizaban las apariciones en formas corporales. De un ámbito celeste, Jesús pasó a tomar forma física, a comer y a beber, a pescar, a caminar junto con sus discípulos, es decir, pasó al ámbito cotidiano. No obstante, cada uno de estos relatos, tratan de trasladar las experiencias extraordinarias vividas por la primera generación a formas literarias catequéticas para una segunda generación cristiana. Este traslado fue problemático porque, a nivel histórico, experiencias sensoriales y psicológicas tan intensas fueron muy subjetivas y eso se ve reflejado en la poca coherencia y en las contradicciones en las narraciones de la tumba vacía. J. Alonso lo expresa muy bien en un interrogatorio ficticio a Pablo, Marcos, Mateo, Lucas y Juan:

–Bien caballeros –rompe el hielo el estudioso mientras toma notas en un cuaderno–. Si les parece comenzaremos por una pregunta muy sencilla sobre la tumba de Jesús. ¿Saben ustedes si se apostaron soldados para vigilar la tumba tras el sepelio?

Todos los testigos niegan con la cabeza, excepto uno.

–Por supuesto que sí –contesta Mateo–. Los pusieron los saduceos porque temían que alguien robase el cadáver de Jesús.

Los demás testigos miran extrañados, vuelven la vista hacia Mateo, después hacia el investigador, y se encogen de hombros.

–Bueno, quizá no lo recuerden –concede el interrogador–, pero al menos podrán decirme qué personas fueron las primeras en ir a la tumba…

–¡Eso sí lo recuerdo bien! –exclama exultante Marcos–. Fueron tres mujeres: María de Magdala, María la de Jacobo y Salomé.

–¡Qué va! –le interrumpe Mateo–. Solo fueron dos: María Magdalena y la otra María.

–Fueron por lo menos cinco –tercia Lucas–. María Magdalena, Juana y María la de Jacobo y al menos otras dos.

–Pues menos mal que sois los sinópticos y compartís información –comenta Juan en tono irónico–. Por lo que yo sé, solo fue María Magdalena.

–No me están ayudando mucho, la verdad –suspira el investigador–. ¿Y qué me dicen de los hombres? ¿Acudió alguno a la tumba?

–Solo Pedro –contesta Lucas, mientras observa cómo Marcos y Mateo se quedan sorprendidos ante la noticia.

–No te olvides del segundo discípulo –le corrige Juan–, el que llegó antes que Pedro.

El investigador anota las observaciones, y vuelve a la carga con las mujeres que fueron a la tumba:

–¿Saben ustedes a qué fueron las mujeres a la tumba la mañana del domingo?

Esta vez son Mateo y Juan los que guardan silencio. No lo saben.

–A ungir el cadáver –responde Marcos–. ¿No es así, Lucas?

Lucas asiente.

–Pasemos a la tumba –señala el estudioso– ¿Alguien sabe cómo se abrió?

–Hubo un terremoto –responde Mateo– y la piedra se movió.

–¿Un terremoto? –Marcos lo mira con incredulidad–. Desde luego, esa información no la has tomado de mi evangelio.

–Nosotros tampoco sabemos nada sobre ese terremoto –dicen a la vez Lucas y Juan.

La desesperación comienza a invadir el ánimo del investigador, que no ve la forma de conciliar los datos. Apunta lo del terremoto y vuelve a la carga.

–Al parecer –comenta tanteando el terreno- se produjo una visión de un ser angelical… ¿Era solo uno? ¿Dónde estaba?

–Solo uno, sí –responde Marcos–, y estaba dentro de la tumba.

–Perdona, Marcos, pero no es cierto –le corrige Mateo–. Estaba fuera, sentado sobre la piedra que cerraba la tumba.

–Os equivocáis –interrumpe Lucas–. Eran dos ángeles.

–Sí, dos –confirma Juan–, y estaban dentro de la tumba.

El investigador suspira de nuevo, esta vez con más fuerza.

–A mí no me mire –se excusa Pablo de Tarso, que hasta ahora no ha abierto la boca–. De todo esto no me contaron nada…

–Veamos si usted sabe algo –le responde el paciente interrogador–. ¿Podría decirme qué personas y en qué orden vieron a Jesús?

–Me alegro que me haga esa pregunta –sonríe satisfecho Pablo–. Citándome a mí mismo, puedo decirle que Jesús se apareció a Cefas y después a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron ya; después se apareció a Santiago y después a todos los apóstoles. Al final de todos, como a un aborto, se me apareció a mí. Pues yo soy el más pequeño de los apóstoles…

–Gracias, es suficiente. ¿Están ustedes de acuerdo? –pregunta el hombre dirigiéndose a los cuatro evangelistas.

Marcos se encoge de hombros y niega con la cabeza.

–Lo siento. No sé nada de esas visiones.

–No fue Pedro. Fueron las dos Marías –señala Mateo–. Y aún diría más: aunque Marcos dice que las mujeres no lo contaron a los discípulos, yo os aseguro que sí lo hicieron.

–Creo que te falla la memoria, querido Mateo –interrumpe Lucas–. Las mujeres no vieron a Jesús. Fueron los discípulos que iban a Emaús y Pedro quienes lo vieron.

–Las mujeres, no la mujer –apostilla Juan–. Solo se le apareció a María Magdalena. Luego ya se les apareció a los discípulos varias veces, tanto en Jerusalén como en Galilea.

–¿Galilea? –preguntan a coro todos los demás.

El investigador levanta la mano haciendo una señal de que no discutan con Juan. Prefiere avanzar con el interrogatorio y tocar el último punto.

–¿Y qué me dicen de la Ascensión? Porque ustedes, Mateo, Marcos y Juan, no la mencionan…

–Quizás nadie les contó que tuvo lugar en el monte de los Olivos cuarenta días después de la resurrección –comenta Lucas–. Así lo escribí en los Hechos de los Apóstoles.

–Pero en su evangelio dice que fue en Betania –señala el interrogador.

–Bueno, están bastante cerca, ¿no? –sonríe Lucas.

Minutos después, los redactores de los textos abandonan el despacho comentando animadamente la velada y compadeciendo al pobre estudioso de sus textos, que ha quedado abatido sobre el escritorio, agotado por el esfuerzo de intentar conciliar lo que es inconciliable. (Alonso, 2017, p. 133-136)

En este diálogo ficticio podemos resumir lo que usted, amable lector, puede constatar al colocar en columnas paralelas cada texto. Siendo este un examen disciplinar sobre el “Jesús histórico” es evidente la constatación ya citada de J. P. Meier que, de antemano, se niega a analizar los relatos de la resurrección y los testimonios de fe en ella porque, a partir de los criterios de historicidad, no habría atestación múltiple (salvo que coinciden en la creencia), ni dificultad (porque no es una complicación para la fe cristiana proclamar que su líder vive), ni coherencia (porque Jesús nunca anunció su muerte ni su resurrección, los textos que colocan en su boca estas profecías carecen de historicidad, cf. Theissen – Merz, 2004, p. 474). Es decir, el ámbito de plausibilidad histórica es muy débil. No le es posible al historiador negar los milagros, pero menos le es posible justificar hechos con realidades que no puede constatar5.

Tal como lo menciona X. Léon-Dufour, estamos frente a un problema de lenguaje y no frente a un debate histórico: “la fe en Dios que resucitó a su Hijo de entre los muertos es transmitida en una pluralidad de lenguajes” (1971, p. 19). En otras palabras, cada evangelista y Pablo mismo quieren comunicar epílogos que coinciden con su teología en función de cada comunidad post-pascual6. La forma de narrar la historia en la antigüedad no coincide con nuestra manera “periodística” de contarla. La experiencia de Jesús, “el viviente”, fue comunicada con relatos catequéticos para las comunidades creyentes. La “chispa” que pudo iniciar esa firme convicción y esa fe común no se debe buscar en un único hecho sino en la sumatoria de varios elementos:

- Desde la profunda convicción de los discípulos de que no todo dependía de su maestro, profeta apocalíptico, sino de que Dios iba a asistirlos en la transmisión del Reino ya inaugurado (Crossan, 2002, p. 85), hasta el shock provocado por la inesperada muerte de Jesús (disonancia cognitiva) que dejó proyectos inconclusos con la necesidad de rehacerlos y reinterpretar el final de Jesús (Gil Arbiol, 2018, pp. 65-103).

- Desde la vivencia psicológica del duelo, muy particular en este caso, porque es un duelo con profunda culpabilidad de un grupo que le abandonó y le traicionó (las muertes inesperadas siempre generan secuelas en quienes no se despidieron del difunto o nunca encontraron su cuerpo, cf. Lüdeman – Özen, 2001, p. 151), hasta las visiones, sueños y apariciones como experiencias extraordinarias subjetivas de quienes se sentían culpables o impactados para, finalmente, reconciliarse con el difunto (Alonso, 2017, p. 167).

Pero, fundamentalmente, fue la interpretación que hicieron en su contexto judío inicial, a partir de las creencias sobre la resurrección y reivindicación del justo en el JST, lo que dio pie a que Jesús fuera proclamado como “el resucitado”. De esta forma, con esta nueva manera de entender la muerte de Jesús, su final ignominioso, la acción de Dios se hacía comprensible en la historia de la salvación de Israel y todo adquiría sentido. La plausibilidad nos dicta reconstruir los eventos de la siguiente manera:

1) A partir de la inesperada muerte de Jesús y de que el cadáver nunca fue hallado, sea porque el cuerpo fue depositado en una fosa común o en la tumba de José de Arimatea7 (los evangelios difieren en quienes estuvieron en el entierro, posiblemente ninguno de sus discípulos por miedo a ser arrestados), la crisis emocional estalló y se asentó en el grupo.

2) En este contexto de incomprensión y culpabilidad, de tensión humana y psicológica, las mujeres y varios de sus discípulos sufrientes “lo vieron” en visiones, es decir, vivieron experiencias extraordinarias, experiencias místicas como las vividas en el entorno judío (Vermes, 2008, 233), durante su proceso de duelo.

3) Así pues, comenzaron a entender y a predicar que seguía vivo y que las escrituras judías ya hablaban de su resurrección. Por esto, Pablo proclamó que todo esto había acontecido “según las Escrituras” porque los primeros cristianos/as anteriores a él ya habían escudriñado en sus escritos sagrados (8) y, de esta forma, narraron teológicamente, mediante distintos testimonios de encuentros y apariciones, lo que creían con convicción.

Así pues, las tradiciones sobre la resurrección provenían de una convicción común rastreable en el marco del judaísmo del s. I: Jesús vive y comparte la gloria de Dios. Pero esta convicción se plasmó en experiencias individuales, en personas de distintas comunidades de la primera generación y esta es la razón de la diversidad, contradicciones y reiteraciones de los relatos de las apariciones:

A pesar de la disparidad de tradiciones textuales sobre este evento, no es imposible que tras un período de dudas se apoderara pronto del grupo apiñado en Jerusalén la idea de que el Maestro seguía vivo de algún modo: la vivencia era la misma en todos (la creencia en la resurrección), pero la expresión de esa vivencia (las tradiciones que hablan de ella) se realizó por personas diferentes y en lugares diferentes, allí donde se creía haber gozado de una aparición del Resucitado… en Emaús, en Jerusalén, más tarde en Galilea… (Piñero, 2011, p. 229)

En su contexto judío originario, entonces, todos estos relatos comunicaban el cumplimiento de la Escritura. Para ellos, Jesús estaba vivo porque Dios no podía permitir que el justo, el mártir de YHWH, acabara en la muerte. Dios lo había levantado porque en él llevó a cabo su proyecto de salvación. Entendieron, así, que Jesús era la “primicia” de la resurrección general (cf. 1 Co 15,20) y que seguía vivo en medio de ellos/as, en la comunidad eclesial y en sus rituales, porque les insufló su espíritu (Jn 20,19-23; Hch 2,33; Müller, 2003, p. 88). Jesús fue entendido como “el viviente” porque era el “primogénito de entre los muertos” (Col 1,18) y la multiplicidad de experiencias entre sus seguidores confirmaban el hecho de que no estaba muerto, sino que ahora estaba “sentado a la derecha de Dios” (Hch 7,56).

Jesús, “el viviente” para siempre: hacia una reconstrucción teológica

De esta manera, Jesús, el galileo, el profeta mesiánico del Reino de Dios, opositor al poder romano, crucificado por Poncio Pilato, comenzó su “ascenso al Padre” a partir de haber sido revivido y glorificado por Dios (Ehrman, 2014, p. 206). Así se convirtió en el “emisario” por excelencia del Padre en una “mutación” del culto cristiano tan rápida como extraordinaria (Hengel, 1978, p. 121) donde, con toda plausibilidad, los mismos cristianos/as se entendieron “impulsados por Dios”, en las visiones que tuvieron, para dar una especie de culto a Jesús asociado al Padre (Hurtado, 2008, p. 97). L. W. Hurtado le llama “culto binitario” porque considera que fue la praxis cultual la que terminó por asociar a Jesús en el ámbito de la divinidad (Hurtado, 1988, pp. 120-124). No fue una cristología desarrollada lo que llevó a la praxis, sino al revés.

Lo extraordinario es que dicho culto se desarrolló muy pronto, en un lapso de veinte años porque, cuando Pablo escribe sus cartas, la asociación “un Dios y un Señor Jesucristo” está extendida y aceptada por una mayoría de iglesias. Fue una “mutación” o “redefinición” que fue leída como “manifestación” y “revelación” del misterio divino por las iglesias de los orígenes (Guijarro Oporto, 2015, p. 56). Ya lo había planteado R. E. Brown cuando esbozó la evolución de la cristología antigua y explicó cómo el término “Dios” –siempre referido al único– se convirtió en una designación más amplia para asociar a Jesús en ella (Brown, 2005, p. 216). Debemos aclarar, no obstante, que el monoteísmo judío de los/as primeros/as seguidores de Jesús no se vio alterado. Jesús no fue concebido como una divinidad al modo diteísta, sino que fue asociado a la “gloria de Dios”, entendiéndole como exaltado por el mismo Dios. Es elocuente, a este respecto, el estudio de J. D. G. Dunn en el que se pregunta si los primeros cristianos/as dieron culto a Jesús como objeto directo de adoración. Y la respuesta es un rotundo “no”: ellos/as no dieron culto a Jesús, sino que dieron culto a Dios “en” Jesús y “por” Jesús. Así está atestiguado en todos los himnos paulinos, sus referencias y oraciones. Es decir, el culto agradable a Dios se iba a dar, de ahora en adelante, a través del “rostro del Padre”, de aquel hombre que había manifestado, de la forma más nítida para ellos/as, cómo podría ser Dios y que lo consideraban “sentado a su diestra”. Se trata del culto de Jesús-en-Dios y de Dios-en-Jesús:

[…] El cristianismo sigue siendo una religión monoteísta, puesto que sostiene que el único destinatario del culto es Dios […] Jesús no puede dejar de estar presente en su culto, en sus himnos de alabanza y en las peticiones dirigidas a Dios. Pero este culto es y debe ofrecerse siempre para la gloria de Dios Padre. Este culto es y debe ofrecerse siempre con el reconocimiento de que Dios es todo en todo y de que la grandeza del Señor Jesús expresa y afirma la grandeza del único Dios con más claridad que cualquier otra realidad del mundo. (Dunn, 2011, p. 188)

¿Qué es, pues, lo que los primeros cristianos/as creyeron con tanta fuerza que les hizo arriesgar inclusive sus vidas por una idea? La fe pascual en los orígenes es la fe en el “sí” de Dios. El crucificado era también el resucitado porque la muerte no acabó con su proyecto. Que Jesús haya sido resucitado por Dios fue, para ellos/as, una realidad, ciertamente, pero que comunicaba una profunda metáfora para decir que la violencia y la muerte no tienen la última palabra. Que su cuerpo no esté en la tumba quería decir que Dios había destruido todo aquello que los marginaba, había movido la piedra que parecía definitiva y, así, había destruido la separación entre ellos/as y la realidad trascendente. Esta fue la interpretación teológica de los primeros seguidores de Jesús que proclamaron a Jesús vivo: “La fe de Pascua es, entonces, una lectura teológica de la cruz” (Marguerat, 2019, p. 272), la primera interpretación teológica de la muerte de Jesús.

Para quienes hoy nos identificamos con el proyecto del galileo, repensar esta metáfora es fundamental. Acá reconozco el quiebre epistemológico hacia la interpretación teológica propia, que corresponde a la labor del exégeta confesional. “Resurrección” significa, entonces, algo que, yendo más allá del análisis histórico, incursiona en el mundo de las convicciones más profundas, en el mundo de las ideas fundamentales del cristianismo de los orígenes: el agresor que se impone por la fuerza es, en realidad, débil. El aparente fracaso ha sido invertido y la fuerza del símbolo puede transformar la manera de entender la vida de todo cristiano/a desde la debilidad, la vulnerabilidad y la simplicidad: “A través del símbolo ‘resurrección de Jesús de entre los muertos’ se abrió desde entonces la posibilidad de una nueva visión de la realidad, una visión que no otorgaba la última palabra a la muerte […]” (Müller, 2003, p. 112).

“Resucitar” significa algo más que creer en un muerto que sale de su tumba. No se reduce al hecho “extraordinario” de un cadáver revivido, sino que llega al fondo de la interpretación teológica del cristianismo. Si la particularidad cristiana consiste en que “Dios se ha hecho ser humano”, es decir, se ha humanizado, eso obliga a quienes confiesan el cristianismo a concretar sus ideas en la vida. Es más, obliga a que la vida transforme y configure, inclusive, las ideas doctrinales ya establecidas, como fue la praxis de los primeros seguidores de Jesús. La metáfora de la resurrección se traduce en una lucha constante por la vida de los más vulnerables, en transformar episodios de muerte e injusticia en escenarios de vida y plenitud. Sólo así un cristiano/a puede evidenciar al “resucitado”. Sólo así se puede “volver a Galilea” (Mc 16,8):

Hay que ‘volver a Galilea’ para seguir sus pasos: hay que vivir curando a los que sufren, acogiendo a los excluidos, perdonando a los pecadores, defendiendo a las mujeres y bendiciendo a los niños; hay que hacer comidas abiertas a todos y entrar en las casas anunciando la paz; hay que contar parábolas sobre la bondad de Dios y denunciar toda religión que vaya contra la felicidad de las personas; hay que seguir anunciando que el reino de Dios está cerca. (Pagola, 2007, p. 434)

La naciente fe cristológica articuló esta mutualidad de fe y vida como algo fundamental porque fue el “estilo de vida” lo que configuró la doctrina de los primeros cristianos/as y no al revés. Precisamente por eso, el dogma de Nicea y Calcedonia no puede ser comprendido como un punto de llegada sin más, sino como un punto de partida para seguir interpretando la “humanización de Dios”. Durante los primeros siglos antes de Calcedonia y luego en los siglos subsecuentes, la teología de los Padres de la Iglesia muestra con claridad que el dogma cristológico debe ser interpretado como una continuidad en evolución. No es la querella dogmática de las “dos naturalezas” lo central para Ireneo, Justino u Orígenes, pero sí la importancia de la persona de Jesús en relación con sus seguidores: “[…] la recíproca inclusión de la humanidad ‘en’ Cristo y de Cristo ‘en’ la humanidad a través y en la comunidad de los discípulos” (Daley, 2020, p. 361). Encarnación y resurrección son símbolos para hablar de la acción de Dios en la historia. Para los primeros cristianos/as, se trataba de la historia general, sí, pero de la historia de cada uno/a también. La vida y el mensaje del “mediador”, Jesús, fue la más nítida metáfora de Dios para ellos/as.

Notas

1. No se trata de un prejuicio “naturalista” como señalan algunos. La historia trabaja con los datos dados, con las hipótesis plausibles y reconstruye lo que tiene a su mano. Las explicaciones de carácter “sobrenatural” dependen de un factor que no es medible ni tampoco asible por los datos textuales, epigráficos o arqueológicos, por ende, a lo mucho que puede pretender la historia es a decir “no tengo explicación para este fenómeno” y reconocer que las hipótesis más plausibles son X, Y o Z teoría. Debemos agregar que el no tener explicación satisfactoria de algo es una realidad temporal, es decir “en este momento”, porque pueden hallarse datos posteriores que rellenen ese espacio de duda. El mismo W. L. Craig, en sus innumerables artículos apologéticos de la defensa de las posibilidades “sobrenaturalistas” reconoce ese factor no medible por la historia como apertura de posibilidad: “[…] nuestro conocimiento tangible no favorece precisamente la hipótesis de la resurrección, ya que los poderes causales de la naturaleza son insuficientes para resucitar a un cadáver; pero tales consideraciones son irrelevantes ya que según la hipótesis que estamos tratando fue Dios quien levantó a Jesús de los muertos” (Craig, 2003, p. 204).

2. El autor, siendo judío, se desprende de todos los elementos interpretativos de la tradición cristiana posterior y que, como investigador, podrían colarse en su análisis. Su lectura, desde el exclusivo judaísmo del s. I, es fundamental para entender la creencia en la resurrección. A. Piñero destaca algo que, para los exégetas cristianos, debe ser un llamado de atención: “Sigo pensando que los judíos, expertos en cristianismo y que a la vez conocen desde pequeños todo el corpus, inmenso, de literatura rabínica o prerrabínica: apócrifos del Antiguo Testamento, Qumrán, targumim, midrahism, Misná más aledaños (Tosefta, Sifra, Sifre), junto con los dos Talmudes, tienen una inmensa ventaja sobre los cristianos, no formados convenientemente en ese inmenso corpus (como mínimo varios centenares de veces más amplio que el Nuevo Testamento) desde pequeñitos” (Piñero, 2010).

3. Contrario a lo que cree G. Vermes, la resurrección corporal (no sólo inmortalidad del alma) era una creencia extendida en Israel en el s. I puesto que el fariseísmo era bastante extendido entre el pueblo. Esto significa, además, que dicha resurrección de sus cuerpos terrenos será la de cuerpos glorificados o “espiritualizados” posteriormente, como si fueran ángeles. El mismo Jesús lo afirma en uno de sus dichos posiblemente históricos: Mc 12,25. Además, Qumrán también lo evidencia: 1QS, 1QH y 4Q521.

4. El padre Caba hace un análisis confesional muy minucioso desde la exégesis de los textos que vale la pena sentarse a analizar. Aun así, ignora elementos que estamos considerando acá desde la psicología, las neurociencias y la antropología cultural.

5. “[…] ’ώφθη presupone aquí una morada celestial y un ‘poder de acción’ del Crucificado, que hacen posible las apariciones […] La elección de este término técnico puede indicar que el poder característico de Yahvé y de los ángeles para aparecerse visiblemente, se atribuyó al resucitado” (Kremer, 2002, c. 586).

6. El modo de comprender la resurrección es objeto de debate desde la entrada en escena de los métodos históricos pues no todos piensan en una resurrección física, sino más bien como mito fundador, por ejemplo, J. D. Crossan: “[hablando desde su argumento parabólico] Sobre si el relato es o no histórico, yo casi diría: ‘Me da igual’. El debate sobre la historicidad puede ser interesante pero no debemos permitir que nos distraiga del verdadero tema […] Si yo fuera un estibador en Corinto escuchando a Pablo hablar de la resurrección, no diría: ‘Vale Pablo, lo he entendido. Te creo. Alguien lo vio, tú lo oíste y me lo estás contando. Creo’. El estibador de Corinto creyó en la resurrección porque al oír a Pablo pudo sentir la poderosa presencia de Cristo y la experiencia de la misma. Sin esto no hay cristianismo, Pablo tiene razón, todo se habría acabado. La resurrección para mí significa estas dos cosas: el mismo Jesús (exactamente) en una forma de vida totalmente diferente […] Es por metáforas que vivimos y morimos, por nada más, y escogemos aquellas metáforas en las que vamos a creer” (Crossan, 2005, pp. 44 y 58). El mismo profesor Crossan afirma, en otro lugar, que la pregunta que debemos hacernos no es si la resurrección debe entenderse literal o metafóricamente “[…] Or might it be metaphorical for Jesus, literal now for everyone who is a Christian, ¿again metaphorical at the end?” (Crossan, 2006, p. 29). Afirma el autor que el tema de fondo no es la historicidad –en la cual no entra a debatir solo aludiendo su imposibilidad– sino el significado.

7. Funcionario judío que se encargaba de retirar cuerpos, no sólo el de Jesús, como miembro del “segundo Sanedrín, donde existía este oficio de remover cuerpos de ajusticiados o algunos que su familia no reclamaba por la repugnancia e impureza que estos provocaban. El avance de la caracterización de José de Arimatea es más que evidente: de ser “un varón bueno y justo” (Lc 23,50) que “esperaba el reino de Dios” (Mc 15, 43; Lc 23,51), pasó a ser dibujado como un “discípulo de Jesús” (Mt 27,57; Jn 19,38; cf. Brown, 2006, p. 1461).

8. Las oposiciones de W. L. Craig a esta hipótesis son débiles. El hecho de que la creencia en la resurrección de los muertos se diera en el día final y de que fuera una resurrección general para el juicio no impiden lo que, en múltiples textos del NT, se argumenta, que Jesús es el primero de los resucitados (Col 1,18), que se adelantó y es “primicia” del fin de los tiempos: “¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron” (1 Co 15,20). Además, la creencia en resucitados que vuelven, como Juan el bautista (Mc 6,14) y otros revividos, está atestiguada y es muy plausible (Craig, 2003, p. 230).

Referencias

Alonso, J. (2017). La resurrección. De hombre a Dios. Arzalia.

Brown, R. E. (2005). Introducción a la cristología del Nuevo Testamento. Sígueme.

Brown, R. E. (2006). La muerte del Mesías (Tomo II). Verbo Divino.

Bultmann, R. (2013). Nouveau Testament et Mythologie. Labor et Fides.

Caba, J. (1986). Resucitó Cristo, mi esperanza. Estudio exegético. Biblioteca de Autores Cristianos.

Craig, W. L. (2003). “¿Resucitó Jesús de los muertos?”. En Wilkins, M.; & Moreland, J. P. (eds.). Jesús bajo sospecha. Una respuesta a los ataques contra el Jesús histórico. Clie.

Crossan, J. D. (2002). El nacimiento del cristianismo. Qué sucedió en los años inmediatamente posteriores a la ejecución de Jesús. Sal Terrae.

Crossan, J. D. (2005). El debate. En Copan, P. (ed.), Un sepulcro vacío. Debate en torno a la resurrección de Jesús. Voz de Papel.

Crossan, J. D. (2006). The Resurrection. Historical Event or Theological Explanation? A Dialogue. En Steward, R. B. (ed.), The Resurrection of Jesus. John Dominic Crossan and N. T. Wright in dialogue. Fortress Press.

Daley, B. E. (2020). Cristo, el Dios visible. La fe de Calcedonia y la cristología patrística. Sígueme.

Dunn, J. D. G. (2011). ¿Dieron culto a Jesús los primeros cristianos? Los testimonios del Nuevo Testamento. Verbo Divino.

Ehrman, B. D. (2014). How Jesus became God. The Exaltation of a Jewish Preacher from Galilee. Harper Collins.

Gil Arbiol, C. (2018). El impacto de la muerte de Jesús y sus primeras consecuencias. En Aguirre, R., Así vivían los primeros cristianos. Verbo Divino.

Guijarro Oporto, S. (2015). “El Dios de los primeros cristianos”. Lección Inaugural en la Solemne Apertura del Curso Académico 2015/2016. Universidad Pontificia de Salamanca.

Hengel, M. (1978). El Hijo de Dios. El origen de la cristología y la historia de la religión judeo-helenística. Sígueme.

Hurtado, L. W. (1988). One God, One Lord. Early Christian Devotion and Ancient Jewish Monotheism. Fortress Press.

Hurtado, L. W. (2008). Señor Jesucristo. La devoción a Jesús en el cristianismo primitivo. Sígueme.

Knohl, I. (2004). El mesías antes de Jesús. El siervo sufriente de los manuscritos del Mar Muerto. Trotta.

Kremer, J. (2002). Ὁράω: Balz, H. – Schneider, G. Diccionario exegético del Nuevo Testamento. tomo II. Sígueme.

Léon-Dufour, X. (1971). Résurrection de Jésus et message pascal. Du Seuil.

Lozano, A. (2010). Asia Menor en época helenístico-romana. Panorama religioso. En AA.VV., Cristianismo primitivo y religiones mistéricas. Cátedra.

Lüdemann, G.; & Özen, A. (2001). La resurrección de Jesús. Historia, experiencia, teología. Trotta.

Marguerat, D. (2019). Vie et destin de Jésus de Nazareth. Du Seuil.

Meier, J. P. (1997). Un judío marginal: Las raíces del problema y la persona (tomo I). Verbo Divino.

Miquel, E. (2018). Experiencias extraordinarias en los orígenes del cristianismo. En Aguirre, R., Así vivían los primeros cristianos. Verbo Divino.

Müller, U. B. (2003). El origen de la fe en la resurrección de Jesús. Aspectos y condiciones históricas. Verbo Divino.

Pagola, J. A. (2007). Jesús. Aproximación histórica. PPC.

Piñero, A. (2010). “La resurrección de Jesús. Apostillas a la obra de G. Vermes (y V) (149-05)”. Consultado en línea: https://www.tendencias21.net/crist/La-resurreccion-de-Jesus-Apostillas-a-la-obra-de-G-Vermes-y-V-149-05_a538.html (26 de abril de 2020).

Piñero, A. (2011). Guía para entender el Nuevo Testamento. Trotta.

Römer, T. (2000). Origines des messianismes juif et chrétien. Transformations de l’ideologie royale. En Gisel, P. ; Kaennel, L. ; Attia, J. C., Messianismes. Variations sur un figure juif. Labor et Fides.

Theissen, G.; & Merz, A. (2004). El Jesús histórico. Manual. Sígueme.

Vermes, G. (2008). La resurrección. Crítica.

Zúñiga, H. (2019). El Judaísmo del Segundo Templo: una categoría de análisis: Apuntes de clase inéditos del curso libre El mundo de la Biblia. Universidad Bíblica Latinoamericana.

Hanzel J. Zúñiga Valerio. Egresado de la Maestría en Ciencias Bíblicas (Universidad Bíblica Latinoamericana). Estudios de postgrado sobre Orígenes del Cristianismo (Estudio Teológico Agustiniano, Valladolid, España). Estudios de postgrado sobre Biblia y Teología (Centre Notre Dame de Sion, Jerusalén, Israel). Licenciado en Ciencias de la Educación con énfasis en Educación Religiosa (Universidad Católica de Costa Rica). Bachiller en Teología (Universidad Católica de Costa Rica).

Recibido: 23 de octubre, 2020

Aprobado: 30 de octubre, 2020


Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LX (158), Setiembre-Diciembre 2021 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589