Marcela Lisseth Brito de Butter
El problema del mal desde la Filosofía de la realidad histórica de Ignacio Ellacuría
Resumen: El presente trabajo pretende brindar una propuesta analítica sobre el problema del mal desde la categoría de realidad histórica, del filósofo Ignacio Ellacuría, como respuesta a las insuficiencias que presentan otros enfoques contemporáneos.
Palabras clave: mal, realidad histórica, Ignacio Ellacuría, metafísica.
Abstract: This paper aims to provide an analytical proposal on the problem of evil from the category of historical reality, of the philosopher Ignacio Ellacuría, in response to the inadequacies present in other contemporary approaches.
Keywords: evil, historical reality, Ignacio Ellacuría, metaphysics.
Introducción
El mal es una realidad presente a lo largo de la historia humana. Los relatos míticos en torno a la creación, civilización, las aventuras y desventuras de personajes arquetípicos de diversas culturas, entre otras narrativas que explican el origen, sentido y destino de la humanidad en algún punto también introducen la cuestión relacionada con la tragedia, el infortunio o los desastres que afectan a la vida humana. El origen y sentido del mal no es una cuestión nueva, precisamente porque el decurso de la vida social y personal, y por ende la historia, se dinamizan a pesar de esta realidad que puede aparecerse a veces misteriosa, a veces simple y banal, pero que en definitiva no puede ser ignorada. Tanto la filosofía como la teología se han preguntado acerca de esta realidad: cómo actúa y cuáles son sus efectos. Sin embargo, el mal siempre termina apareciéndose como algo difícilmente aprehensible a nivel teórico y conceptual: todo su poderío solo se experimenta como inevitable, informe, inexplicable, por lo que aparentemente es una cuestión irresoluble o cuyo tratamiento rebasa el límite de la racionalidad humana.
Por lo ya señalado, el presente trabajo busca proporcionar algunas reflexiones en torno al problema del mal que puedan iluminar el análisis de lo maléfico en su dimensión estrictamente intramundana. Consideramos que su tratamiento en diversas filosofías –tanto en la clásica como en la contemporánea– adolece de dos dimensiones: la de una consideración no entitativa o sustancialista del mal, y un abordaje intramundano que excluya la cuestión religiosa institucionalizada y la casuística para analizar el mal a nivel transcendental. Por tal razón, nuestro abordaje se realizará desde la filosofía de Ignacio Ellacuría, concretamente desde la obra Filosofía de la realidad histórica (1990), la cual será la base analítica fundamental de nuestra propuesta. A nuestro juicio, su desarrollo en torno a la cuestión del mal parte de un análisis sistemático de la estructura de la realidad histórica, por lo que constituye un punto de arranque desde el que la problematización del mal queda rectamente planteada y despojada de los velos subjetivistas o irracionalistas que presentan algunas propuestas contemporáneas. No es nuestra pretensión desacreditar el importante trabajo hecho por muchos teóricos que han tocado esta difícil cuestión, ni mucho menos ofrecer una solución definitiva, sino recuperar la posibilidad misma de seguir actualizando su abordaje desde la perspectiva crítica que brinda el pensamiento ellacuriano.
Nuestra propuesta se desarrolla en tres grandes bloques temáticos: en un primer momento, se presentarán dos perspectivas contemporáneas que nos permitirán establecer un contraste; en la segunda parte, abordaremos el análisis del mal como problema de realidad; finalmente, posicionaremos al mal en el ámbito de la realidad histórica, como poder histórico intramundano que puede configurar los sistemas de posibilidades desde los que se dinamiza la historia.
1. Algunos enfoques en torno al mal
Aunque a lo largo de la historia de la filosofía se ha enfocado la cuestión del mal desde distintos ángulos, consideramos importante presentar dos visiones contemporáneas que intentan romper con el análisis clásico del problema del mal: la fragmentación del mal, la irracionalización del mal, y las aporías que se fundan en la fetichización de la idea de Dios y su realidad para intentar explicar el mal, a las cuales han respondido teodiceas igualmente insuficientes. Todas estas buscan responder a una pregunta fundamental: “Unde malum? ¿De dónde viene el mal? ¿Como se origina en sus distintas formas, qué mecanismos explican su eficacia y qué posibilidades hay de darle sentido y ponerle remedio?” (Torres Queiruga, 2012, p. 189). Es importante señalar lo siguiente: la pregunta por la realidad del mal adquiere su plena consistencia con el cristianismo, pues en la filosofía griega es un elemento secundario, dado que en un cosmos que siempre ha existido, no se necesita de justificación alguna (Blumenberg, 2008, p. 125); la cuestión primordial no es lo malo que tiene el ser de las cosas, sino cuál es su bien o la finalidad misma de todas ellas. Esta manera de enfocar la cuestión también marcó la pauta del tratamiento del mal en Occidente pues, aunque el mal no tiene carácter preeminente en la constitución de las cosas, sí es un aspecto que define nuestro conocimiento de ellas. Según Blumenberg (2008), es Platón quien enfatizó el carácter deficiente o imperfecto del mundo real a causa de su principio material: “a la teologización de la idea corresponde una demonización de la materia” (p. 126).
En la tradición medieval inaugurada por San Agustín, la conceptualización metafísica de la contraposición material-ideal fue asumida como la base para analizar el mal. La diferencia radical entre la comprensión griega y la cristiana estriba sobre todo en que la última terminó recargando el peso del mal en una dimensión humana no explorada por Grecia: la libertad de autodeterminación o el libre albedrío. De esta manera, el mal se desplaza de lo sobrenatural o precreatural hacia lo moral individual, aunque se siga sosteniendo que la posibilidad misma de optar por el mal está inscrita en la limitación intrínseca de lo creado (Blumenberg, 2008, p. 130). No obstante, la referencia a Dios es inevitable, pues el núcleo del planteamiento mismo del mal es inherente al horizonte intelectual desde el cual emerge. En última instancia, el problema del mal físico, el moral y el metafísico pertenecen a la idea de un orden de lo creado en algún punto que inaugura el tiempo y la historia humana (Zubiri, 1987, pp. 189-194; Estrada, pp. 205, 415). Toda la reflexión filosófica y teológica, teísta o atea, parte de esta idea en su núcleo fundamental: hay un mal cuyo problematismo debe buscarse en la constitución última de lo real, pero cuya índole escapa al tratamiento intelectual de la filosofía cuando se remite a una realidad que es, en principio, insondable para la limitada inteligencia humana. En este sentido, podemos apuntar preliminarmente que una deficiencia de esta manera de postular y abordar el problema estriba en una visión substancialista de la realidad que coloca el principio deficiente en el orden de lo material y el benéfico en una dimensión espiritual o ideal inaccesible al hombre. Si no se sabe del principio del cual proviene el mal –por ser inefable–, ¿cómo habrá de entenderse el mal que dimana de dicho principio? Es tan misterioso en sí mismo como la realidad que le dio origen.
Si bien es cierto que la modernidad y la Ilustración hicieron el esfuerzo por expulsar a Dios –o en algunos casos, ocultarlo– del tratamiento de la realidad humana y su acceso al mundo, tampoco pudieron dar una respuesta en términos estrictamente seculares de la cuestión. Esto es notorio tanto en la confianza en Dios a la que últimamente debe remitirse Descartes para garantizar la verdad y el bien que puede conocer el hombre, como en las objeciones de Hume y Kant a la posibilidad misma del acceso, dentro de los límites de la condición humana y sus estructuras de conocimiento, a lo que rebasa estos mismos límites. La solución ofrecida por ambos tampoco es más satisfactoria. Plantear el asunto dentro de los límites de la sensibilidad o la razón solo logró desplazar una cuestión que, a todas luces, era y sigue siendo irresoluble por la vía racional, tanto filosófica como teológica. No obstante, siguiendo a Eliade (1959), la cuestión del mal sigue siendo un problema que escapa a las objeciones ateas porque la experiencia del sufrimiento que causa el mal en sus distintos órdenes necesariamente debe tener algún significado o sentido para ser tolerable: sea como fruto del enfrentamiento de las fuerzas cósmicas o como medio para la salvación de la humanidad (pp. 100-106). Esto se hizo más patente durante el siglo XX, con la ingente cantidad de tragedias, guerras y muerte que produjo la acción histórica de la humanidad. Aunque distintos pensadores intentaron tratarlo sobre todo en la línea secular, sus propuestas no llegaron satisfactoriamente al meollo de la cuestión. Por esta razón, consideramos que el problema de fondo se afinca en una idea de realidad que es insuficiente para entender los límites de lo intramundano.
La filosofía del siglo XX hizo un esfuerzo considerable por sacar a Dios del análisis de la realidad del mal, porque no puede haber un resultado concluyente desde esta perspectiva, al dejar abierta una cuestión señalada por Estrada sobre este tipo de ideas que se encuentran en las metafísicas tomista y leibniziana, que intentan explicar el mal dentro del orden de lo creado: “El punto central es el mal metafísico, ya que todo universo creado es imperfecto, si no, sería un reflejo exacto de Dios, y de ahí deriva el mal moral, condición necesaria para la libertad y la responsabilidad, y el físico” (Estrada, 2005, p. 195). La perfección o imperfección del mundo no excluye la existencia del mal. De cualquier manera, el tratamiento del mal no debería ser un justificativo de la existencia de Dios o de su negación, como pretendía la aporía de Epicuro, pues la idea de un mal que rivaliza con una entidad divina y que “permea” o “actúa” en el mundo es solo una manera de sacar la raíz estructural y real de la maldad de toda actividad humana, y de ninguna forma explica en qué radica la malignidad del mal. Frente a esta forma de entender el mal queda plantearse si existe una verdadera distinción entre el mal moral y el mal ontológico, pues aparentemente el segundo se explica por la condición creatural finita del hombre, y el segundo, según la realidad de Dios.
Al ser insuficientes este tipo de aproximaciones, se recurre a la disolución o individualización del mal que, aunque aparentemente se distancia de una idea entificada del mal como elemento de lo real, también tiene la falla de que, al reducir su realidad a meras singularidades espontáneas, no explica ni su malignidad ni su fundamento último. Este es el caso de la ética propuesta por Alain Badiou, quien trata el problema del mal como algo reductible a ser término de un proceso. No existe una entidad denominada “El Mal”, sino solo males singulares que son término de un proceso de verdad: el mal sería, desde esta perspectiva, una concreción particular efecto de un acontecimiento al cual no se ha mantenido fidelidad (Badiou, 2001, pp. 60-61). Sin embargo, pese a que Badiou intenta desustantivar el mal apelando a la inexistencia del mal radical, el hecho de que defina la comprensión del mal a partir de casos ejemplares que no deben ser imitados, sigue manteniendo en vilo la cuestión sobre qué es lo que hace malo el efecto de un proceso de verdad. En rigor, aunque este enfoque rompe con una visión totalizante y determinista de la realidad, es la cara contraria de los enfoques ontoteológicos que encontramos en las teodiceas clásicas: el mal ya no es un elemento constitutivo y por tanto total, sino un fragmento o singularidad cuya realidad siempre pende de la acción humana individual. En consecuencia, la cuestión del mal sigue quedando desplazada. El problema, a nuestro juicio, tiene que ver con que el reducir el mal a lo singular conduce a que su análisis se fundamente en mera casuística particular y no en un análisis de las condiciones reales y estructurales desde las cuales emerge su realidad. Esta última cuestión nos lleva a conectar con el siguiente enfoque: la irracionalización del mal.
Terry Eagleton presenta una visión que va en esta línea: parte del supuesto de que el mal no es una realidad ultramundana, por lo cual puede explicarse en términos propios de la realidad humana.
Este enfoque es valioso porque coloca el mal dentro de una perspectiva más modesta, la del mal que se manifiesta en lo banal o cotidiano, y que no necesariamente expresa una violencia o efectos asombrosos. Para Eagleton (2010), este mal es metafísico, pero de ninguna manera entitativo, y su malignidad radica en ser constitutiva destrucción de lo real
(p. 23). Esta idea va un paso más allá en la caracterización del mal: no es falta moral, ni defecto de lo creado, por lo cual tampoco es algo inherente a la condición humana, pero sí expresa la característica particular del apetito por la aniquilación. No obstante, la consecuencia de este planteamiento es que el mal es algo con lo que simplemente se debe convivir, pues su origen y dominio no pueden esclarecerse si no se ubican en la condición ontológica humana o en la condición de lo creado, para cuyo efecto probablemente tendría que hacer entrar a Dios o algún otro principio para explicarlo. El hecho de que haya mal no tiene, en este sentido, ningún propósito y por ello no hay nada que hacer con él, más que aprender a vivir con su realidad. El mal es un sinsentido, un despropósito que tiene la realidad, porque no tiene lógica interna ni puede establecerse con él –o desde él– vínculo causal alguno: es la nada, pues carece de consistencia en su propia mismidad
(Eagleton, 2010, pp. 44, 85-86).
Si el mal es lo mismo que la nada y no tiene lógica, entonces no se explica su diversidad de manifestaciones ni su poder para actuar y afectar el orden histórico y la vida humana particular. Apelar a un sinsentido tampoco es llegar a la raíz del problema, y movernos únicamente en casuística porque no podemos llegar a un ente tampoco conduce a ninguna parte. Una objeción ante esta irracionalización del mal sería lo que sucede cuando hay voluntad deliberada y planificación para realizar el mal en un individuo o un grupo: ¿qué sería el mal en estas circunstancias? Como señala Juan Antonio Estrada (2005), es común que realicemos inferencias de lo particular a lo general: el mal metafísico como consecuencia de los males físicos y morales. Aunque no podamos dar con su fundamento, es inevitable preguntar por él, no porque sea una cosa particular, sino porque se manifiesta de múltiples maneras en las distintas experiencias humanas del dolor, el tedio, la muerte y la desesperanza ante circunstancias que no pueden controlarse (pp. 420-421). El sinsentido es una inferencia peligrosa sobre la naturaleza del mal, pues abandona la cuestión del dolor de las víctimas inocentes y el carácter sistémico que las más de las veces tiene el sufrimiento humano.
Ante la existencia inevitable del mal, siempre se mantiene la cuestión de cómo podemos comprenderlo. Los puntos arriba tratados conducen irremediablemente a plantear que no hay manera de responder ante el enigma más que reduciéndolo a condición de lo creado, singularidad o sinsentido. La manera como se ha abordado el mal en la historia occidental está fuertemente marcada por la aporía de Epicuro, a la cual la teodicea ha intentado responder con las fórmulas de Bayle y Leibniz. En ambas posturas, tanto en las que niegan lo divino como en las afirmaciones del sentido del mal dentro de un orden mundanal creado por Dios, hay dos equívocos que señala Andrés Torres Queiruga. Primero, encontramos el fantasma de la concepción acrítica de la omnipotencia divina: Dios puede hacer lo que quiera, cuando quiera. Ante esta omnipotencia hay dos opciones: o es malo por no querer detener el mal, o no es Dios por no poder hacerlo (Torres Queiruga, 2012, pp. 168-169). Apelar a este argumento para explicar el origen y fin del mal es contradictorio porque se asume que la realidad divina es exactamente como la humana y está tan limitada a nivel moral y práxico como esta (Zubiri, 2003, pp. 175-176). Sin embargo, incluso si Dios interviniera para detener el mal en el mundo, también supondría una violación a la autonomía humana, por lo que la libertad no tendría sentido alguno, pues toda consecuencia maligna podría ser evitada.
La segunda cuestión es la fantasía del paraíso en la Tierra, o la ilusión de un mundo sin mal, la cual manifiesta de fondo el anhelo infantilizado de tener el control total sobre lo que sucede en el mundo (Torres Queiruga, 2012, pp. 169-170). El dilema de Epicuro lleva a una falsa respuesta, según la cual el ateísmo es la única alternativa ante la implacabilidad del mal y la debilidad o ambivalencia de Dios frente al sufrimiento: “Se trata simplemente del choque entre dos afirmaciones humanas, apoyadas, como queda visto, en presupuestos teóricos muy concretos” (Torres Queiruga, 2012, p. 171). Este tipo de paradojas solo ponen de relieve el agotamiento de esta forma de entender la cuestión y, en consecuencia, la necesidad de repensar los presupuestos sobre los que se montan tanto los abordajes del mal de la teodicea como aquellos que desean impugnar la religiosidad apelando al misterio aparentemente irresoluble del mal. No se puede apelar a la idea de misterio para salvar la necesidad de dar explicaciones sobre el fundamento, dinamismo e influencia del mal en el mundo histórico. A juicio de Ricoeur (2007), la irresolubilidad del problema en la teodicea se funda en entender el problema del mal en términos de contradicción lógica: el mal no es posible en un mundo de bien, por lo cual debe totalizar polarmente el mundo hacia una dirección o la otra
(p. 22). En el caso de los tratamientos estrictamente seculares y posmodernos, irremediablemente se cae en la no respuesta a nivel metafísico sobre el mal: el mundo queda totalizado como contingencia absoluta, y el mal, disuelto en experiencias singulares que pueden o no suceder. Aunque el mundo ha cambiado, los presupuestos para problematizar la cuestión siguen siendo los mismos y por eso, o se acepta el mundo como es o se lo justifica de alguna manera u otra, apoyándose o no en una metafísica (Torres Queiruga, 2011, pp. 20-21).
2. El mal visto como problema
de realidades
El panorama general de visiones sobre el mal no es el más exhaustivo, pero sí se puede considerar como una muestra representativa de la forma como suele abordarse la cuestión. Desde nuestra perspectiva, el problema de fondo radica en la idea de realidad sobre la que se apoya todo el sistema de conceptos que cada autor emplea en su sistema y, en consecuencia, en su propio tratamiento del problema del mal. La idea de una realidad descoyuntada en dos principios o reducida a uno solo de carácter abstracto es un aspecto que concierne a la crítica del reduccionismo idealista del que adolece la filosofía occidental, que no solo concierne a la filosofía clásica, sino también a la actual: aunque se apele a principios como el acontecimiento, el sujeto, la singularidad o lo metafísico, si los presupuestos de dichos conceptos no han sido debidamente cuestionados y revisados, difícilmente podrá resolverse la cuestión de lo último de lo real, al cual también se adscribe el problema del mal, ya sea que se lo conceptualice de modo transcendental intramundano o radicalmente ultramundano. Por tales razones, empezaremos este segundo momento de nuestro desarrollo señalando que el problema del mal no es uno de valoraciones, sino de realidades (Zubiri, 1993, pp. 208-210). Consideramos que vale la pena retrotraer el concepto de realidad en Zubiri, antes de tocar lo referido al carácter histórico que tiene el mal en Ignacio Ellacuría. Partimos, por tanto, de una consideración de lo real como unidad estructural, dinámica, abierta y por ello no sustancial, estática ni entitativa: “Es real todo y sólo aquello que actúa sobre las demás cosas o sobre sí mismo en virtud, formalmente, de las notas que posee” (Zubiri, 1985, p. 104). Lo que constituye a algo como real es que sea una unidad constructa de notas, en la que el subsistema de notas esenciales constituye y determina
procesualmente lo que la cosa real va siendo:
El de suyo implica el existir y, consiguientemente, la aptitud para existir, pero implica también que aquello que existe pertenezca como de suyo al sistema constitutivo. Pero pertenecerá o no de suyo al sistema constitutivo y pertenecerá de una manera u otra, según lo que de suyo sea la esencia y según la conexión que las notas no constitutivas tengan con lo que la esencia es de suyo, y esto no ocurre de una manera puramente formal y conceptiva, mediante el estudio de qué notas son conceptivamente conciliables entre sí, o, en algún caso, lógicamente exigibles. (Ellacuría, 1999, p. 416)
Esta consideración nos lleva en la línea de la desustancialización y desentificación del mal porque, en sentido lato, podemos decir que toda cosa es real, pero no todo lo real lo es de la misma manera, sino que depende de su constitución: no toda forma de realidad es real en el mismo grado, lo cual abre una posibilidad de análisis modesto y realista del problema del mal. En definitiva, consideramos que lo fundamental es la cuestión de la constitución intrínseca de lo real y, en esta misma línea, la constitución intrínseca del mal dentro de los límites de la realidad intramundana. Lo que distingue a una cosa real en sentido estricto respecto de otra que lo es en menor grado, es el subsistema de notas esenciales, es decir, que sean de suyo: “Tienen esencia todas y solas las cosas reales en aquello y por aquello por lo que son realidad. Esto es, lo esenciado es la realidad simpliciter, la realidad verdadera” (Zubiri, 1985, p. 111). La idea de realidad simpliciter designa a la realidad propia de algo, el algo real mismo, respecto del algo real que es para algo (la cosa-sentido), por lo cual cabría la pregunta de si el mal es una realidad simpliciter como la vida humana. A esto podemos adelantarnos afirmando que no, porque estas realidades tienen índole estrictamente individual e irreductible en función de su esencia constitutiva. Si el mal fuera el tipo de realidad señalada, solo existiría un mal, cuyo carácter tendría que ser el de una realidad específica para ser replicable, pues la realidad esenciada es sustantividad individual. Con todo y estos señalamientos, hay que señalar que, aunque el mal tiene un principio, esto no equivale a decir que venga “de la nada” por una causa eficiente, sino que su principio es la realidad intramundana misma en su dinamismo.
Por lo anterior, consideramos que el mal efectivamente es una forma de realidad, pero no en el mismo sentido que las realidades simpliciter, pues “La esencia es momento principial físico-estructural de la cosa real y de la realidad en cuanto realidad” (Ellacuría, 1999, p. 409). De ahí que podamos considerar que no es realidad esenciada, sino cosa-sentido, porque de ser la primera, tendría un principio estructural infundado y, por tanto, tendría estricta suficiencia constitucional y un contenido inalterable (Zubiri, 1985, pp. 249-251). En consecuencia, sería una realidad cuya actualidad podría darse desde sí misma y por sí misma en el mundo. En el segundo caso, dado que las propiedades de las cosas se fundan en la realidad, aunque sean para la vida humana, su carácter de posibilidad no es absoluto, lo que quiere decir que el mal “a secas” no tiene consistencia metafísica alguna por cuenta propia (Zubiri, 1993, p. 237). Desentrañar la índole del mal no es una cuestión que deba referirnos a una realidad ultramundana o a otras presuntas e inexplicables dimensiones fuera del ámbito
intramundano. A juicio de Ignacio Ellacuría,
la verdadera realidad no es nada oculto, por debajo de las notas concretas que esa realidad tiene, sino que es el sistema mismo de las notas. (…) La actualidad de la unidad en sus notas es lo que confiere al sistema el carácter de totalidad, y es, en sí misma, una unidad totalizada en ellas. De esta unidad primaria en cuanto actualizada en notas constitucionales, en cuanto unidad totalizante y totalizada, decimos que es una unidad con suficiencia constitucional. Es una sustantividad. Es lo esenciado, porque su unidad está principiada en la esencia. (Ellacuría, 1999, p. 410)
Que afirmemos en esta línea analítica que el mal no es realidad sustantiva no quiere decir que por ello no sea real, ni que sea falso o meramente subjetivo, o que para descubrirlo debamos ir fuera o más allá de lo real, porque de lo contrario nos encontraremos con el puro misterio insoluble que ha sido históricamente. La realidad que se actualiza en la inteligencia es realidad verdadera, pues se apoya en la verdad real de la cosa. Esta verdad es más profunda y compleja que lo que se nos presenta a simple vista, pues la realidad es pluridimensional y no se agota en el acto de aprehensión (Zubiri, 1985, pp. 120-121). Por tal razón, el mal es una realidad cuya índole no es fácilmente reductible a casuística, pues su carácter respectivo también le confiere múltiples dimensiones en la realidad histórica. El mal no se entiende como mero fenómeno subjetivo o caso singular, sino como realidad que tiene cierta consistencia porque se hace presente en la vida humana por su carácter de sentido, pero también por esto no es una forma de realidad unidimensional o simple y por eso no se puede considerar que haya “muchos males”. Es un solo mal que afecta la dimensión transcendental de la realidad. Hablamos aquí de que también la nuda realidad queda afectada por el dinamismo de la realidad histórica, que debe entenderse como forma de totalización de la realidad intramundana. Si el orden transcendental es un orden físico, real y efectivo de las cosas, necesariamente habrá un momento de afección y configuración refluente de la realidad total, pero este se da por la vía de la realidad humana, y no porque el mal sea un agente que actúe por cuenta propia.
Ya que hemos establecido que el mal no es una realidad esenciada, se debe señalar que es una realidad que entra en el marco de sentido de lo humano porque la nuda realidad no puede ser buena ni mala: simplemente es lo que es (Zubiri, 1993, pp. 237, 246). Pero tampoco, por el otro lado, quiere decir que la inteligencia “asigne” propiedades
de forma arbitraria a las cosas para poder valorarlas (Ellacuría, 1999, p. 509), pues el mal se funda en la condición de lo real, no en las propiedades de las cosas, por lo cual no añade nada a lo que ya la cosa es como realidad. Las formas como se ha definido el mal, en este sentido, son insuficientes: “la ‘formosidad’, la ‘perfección’ y el ‘ser’ no son sin más el bien; el mal no es ‘deformidad’, ‘imperfección’, ‘no-ser’. Para estas identificaciones hay que presuponer ya el bien y el mal respecto de los cuales, y sólo respecto de los cuales puede hablarse de formas buenas y malas” (Zubiri, 1993, p. 249). El carácter de malignidad que pueda tener lo real supone la entrada de la vida humana, pues es precisamente en su dimensión respectiva que puede cobrar realidad y afectar malamente a la vida, pues como hemos señalado, el mal no es una cualidad, pero sí una condición de las cosas que se funda en el carácter respectivo que ya hemos mencionado: la condición de realidad buena o mala es para alguien, es decir, el hombre. Es por la respectividad de lo real en su dimensión transcendental que la inteligencia puede actualizarla como verdadera y, en consecuencia, también como buena según su condición. No es que la realidad sea de suyo buena, pero sí lo es respecto de la vida humana, al igual que el mal (Ellacuría, 1999, p. 522).
Ya que habíamos señalado que la esencia es el momento constitutivo de las cosas reales como de suyo, y que en este sentido es lo que determina lo que las cosas van siendo según su unidad esencial, resulta que de aquí lo real se va dinamizando no determinísticamente, sino de forma abierta: es la esencia la que determina de forma necesitante y posibilitante el orden de concreción de la sustantividad (Ellacuría, 1999, p. 411), lo cual indica que ninguna cosa está cerrada o dada de antemano su realidad última y total. En este sentido, las posibilidades que puede proporcionar la realidad a la vida humana son cuantiosas y no teleológicas, de modo que la humanidad puede dar valores distintos a lo real en coordenadas históricas diferentes. Lo que va siendo de las cosas es algo que se funda en el dinamismo abierto de lo intramundano, por lo que la vida humana puede, a su vez, apoyarse en las posibilidades que las cosas le ofrecen en cuanto cosas-sentido. Al ser el hombre una sustantividad abierta, se comporta consigo mismo y con las cosas como realidades; no solo lo que le rodea es cosa-sentido, sino que también su propia realidad es sentido para sí mismo. Esto quiere decir que es respecto de la constitución de la propia vida que se define lo bueno y lo malo, en función de aquello que posibilite o niegue la suficiencia y plenitud de su propia sustantividad (Zubiri, 1993, pp. 252-253). Pero la sustantividad humana no emerge sola, sino que se funda en una realidad específica. Las opciones con las que ha de irse haciendo la vida y, por tanto, los sentidos que estas tengan respecto de su vida, solo se transmiten en un cuerpo social. Aquí hablamos ya formalmente de lo histórico, lo cual nos lleva a los planteamientos sobre la realidad histórica para comprender más cabalmente la realidad del mal.
3. El mal como realidad histórica
Desde un análisis metafísico estrictamente intramundano, difícilmente podría seguirse sosteniendo que el mal es una realidad sustantiva. Sin embargo, aunque ese es un paso fundamental para orientar su reflexión, también es necesario situar la dimensión en que efectivamente cobra poderío y consistencia: la realidad histórica. La filosofía de Ignacio Ellacuría partió de una experiencia de negatividad histórica –la de El Salvador entre las décadas de 1960 y 1980–, por lo cual comprendió que la principal tarea de la reflexión filosófica es hacerse cargo, cargar con y encargarse de la realidad desde una clara opción preferencial por los pobres. Para hacerle frente a esta misión, la filosofía de Zubiri fue un valioso fundamento desde el que erigió su propia idea de filosofía y su objeto específico: la realidad histórica. Desde la perspectiva ellacuriana, la cuestión del mal no es cosa de mero análisis abstracto, sino de comprensión de las estructuras de la realidad desde las que emerge la dimensión histórica y todas las formas de realidad que le competen de suyo.
La idea de realidad histórica no es original de Ellacuría, pues ya había sido apuntada por Zubiri en un curso de 1968; sin embargo, su mayor originalidad consistió en hacer de ella el objeto de una metafísica intramundana que respondiera a las coordenadas históricas de conflictividad salvadoreñas y de los países empobrecidos como consecuencia de lo que él denominó estructuras de maldad histórica (término filosófico) o estructuras de pecado (término teológico). Este problema fue abordado por primera vez de forma sistemática en Filosofía de la realidad histórica (cuya redacción data de la década de 1970), aunque luego desarrolló más sistemáticamente el planteamiento en el texto El mal común y los derechos humanos (1989), lo cual no excluye que sea una cuestión que apareció mencionada en una gran cantidad de artículos, sobre todo teológicos. Para el propósito que nos interesa, debemos empezar planteando lo que es la realidad histórica como forma de realidad para ubicar el lugar que compete al mal como realidad que afecta la constitución transcendental de lo real. Para Ellacuría, la realidad histórica es la forma más alta de realidad porque asume, en un dinamismo evolvente e innovador, toda otra forma de realidad anterior y sus respectivos dinamismos (Ellacuría, 1990, p. 43): la materia, el espacio, el tiempo, la vida, la especie humana, la sociedad, la persona y la historia. Dado que hemos mencionado ya que el mal no puede considerarse como realidad sustantiva por no ser realidad esenciada o simpliciter, es en la dimensión histórica donde concretamente radica su peculiar forma de ser en las acciones y efectos de la praxis histórica, así como en las formas que van cobrando los dinamismos históricos, sociales y personales. Desde la crítica ellacuriana, la pretensión de analizar el mal y sus concreciones históricas fuera de las condiciones estructurales y sus distintas dimensiones es salirse de la historia y, en consecuencia, no solamente dar con soluciones insuficientes, sino ignorar, por acción u omisión, que hay momentos y protagonistas colectivos en los que se manifiesta de forma más patente la presencia del mal como síntoma de los vicios de las configuraciones históricas de cada momento (Ellacuría, 2000, p. 172; 2009, p. 255).
El mal no puede entenderse como realidad a secas porque es una realidad respectiva, y lo es en función de la vida humana. La cuestión de lo malo, pero también de lo bueno, es posterior a la constitución misma del carácter moral del hombre, la cual se erige desde la apertura intelectiva propia de una inteligencia sentiente. Precisamente porque el viviente humano está “suelto” respecto de las cosas, en la medida que estas se le actualizan como realidades y no como mero estímulo, es que estas se constituyen en posibilidades por las cuales puede y debe optar para hacerse la vida (Ellacuría, 1999, p. 454). Pero la vida individual no se realiza en solitario, sino en el seno de una sociedad cuya configuración está dada por un sistema de posibilidades que se transmite por un proceso de transmisión tradente, de manera que lo histórico se entiende aquí como un proceso de dinamización de la totalidad de lo real cuyas dimensiones transcendentales radican en ser un proceso de posibilitación y un proceso de capacitación para toda la humanidad en cada momento y lugar (Ellacuría, 1990, pp. 550-555). Las posibilidades son un momento fundamental del dinamismo histórico porque vehiculan y liberan, en su apropiación y realización, el poder de lo real:
Posibilidades no es aquí aquello que no es imposible, ni siquiera aquello que es positivamente posible, sino aquello que posibilita. Y posibilitar consiste formalmente en dar un poder sin dar una necesidad fija y unidireccional de realización de ese poder. Aquí, el poder es optar. Las posibilidades no dan el poder para optar, pero sí dan el poder optar; el poder para optar es algo que el individuo humano trae consigo, pero para poder optar con ese poder de opci6n se requieren estrictas posibilidades posibilitantes (. …) Así, las posibilidades son las que dan paso a la vida humana y a la historia. (Ellacuría, 1990, p. 521)
De este modo, las posibilidades cobran este preciso carácter posibilitante porque han sido apropiadas por un cuerpo social, y es desde este último que cobran sentido para vivir la vida de una forma determinada, lo cual implica que unas posibilidades entregadas configurarán un tipo de individuo u otro (Ellacuría, 1990, pp. 249-250). Esto es lo que sitúa el problema del mal en el ámbito histórico, porque las posibilidades que se apropien para entregarse son ambiguas: pueden permitir una mayor humanización o dar paso a deshumanización o instalación del mal en los individuos y las estructuras sociales y, en consecuencia, también en las estructuras históricas. En rigor, y como poder posibilitante, la realidad se puede considerar como fuente de bien. No obstante, esto no quiere decir que de ella únicamente provenga lo bueno: que haya mal es fruto de lo que se hace con esas posibilidades por un acto de volición personal (Ellacuría, 1999, p. 455). Aunque hemos mencionado que las posibilidades son entregadas por un cuerpo social situado históricamente, estas solo son apropiables por las personas de cara a la configuración de su propia realidad, pero dicha apropiación se realiza también en un marco de sentido que proporciona coordenadas referenciales desde las que se realiza una valoración en función de la realidad que se quiere ser. Por eso, lo maléfico o benéfico pende del carácter moral de lo humano, y esto reside en su realidad abierta, configurada por las opciones que decida realizar en función
de su propia realidad sustantiva.
Todo lo anterior no quiere decir que la realización de unas determinadas posibilidades configure lo histórico desde el voluntarismo individualista, sino que hay un momento de volición por el cual se libera dicho poder y se encamina hacia fines ambiguos (Ellacuría, 1990, p. 547). Para que dichas posibilidades liberen bien o mal, necesariamente debe haberse dado todo un conjunto de posibilidades respecto de las cuales puedan cobrar dicho sentido. En consecuencia, el mal no se limita ni reduce al ámbito de lo legal, el derecho, lo económico o la moral consuetudinaria, sino a una forma de configurar negativamente la realidad histórica (Ellacuría, 2000, p. 492). En el ámbito de la realidad histórica, el mal se define como un poder que no es posibilitante, sino que se apodera de la vida humana y que la configura forzosamente, así como a todas las estructuras que enmarcan dicha vida: “[el mal] es un sistema de posibilidades a través del cual vehicula el poder real de la historia” (Ellacuría, 1990, p. 590), pero lo hace porque tiene un dinamismo de comunicabilidad que afecta negativamente a la mayoría en una sociedad, haciéndolo transmisible por la vía de la configuración de las estructuras sociales y, en consecuencia, tiene la capacidad de hacer malas a las mayorías que afecta (Ellacuría, 2001, p. 448). Estas ideas, aunque necesitan mayor desarrollo, nos permiten llegar a algunas conclusiones preliminares que presentamos a continuación.
A manera de conclusión: repensar
el mal desde la realidad histórica
Este trabajo arrancó con la presentación de tres formas de conceptualizar el problema del mal en la filosofía. El problema de entrada, a nuestro juicio, tiene que ver con que se ha tendido a hipostasiar el mal o a reducirlo a una mera cualidad de las realidades singulares, sin analizar las estructuras históricas desde las cuales existe la posibilidad misma de valorar y optar por el bien o por el mal. La secularización del problema no ha supuesto una resolución satisfactoria. El hecho es que la realidad del mal sigue existiendo al margen de si estas consideraciones son teístas o ateas, por lo que es posible considerar como hipótesis que el problema radica en la confusión entre origen y principio, porque que el mal no es una realidad originaria –como lo podría ser a la luz de un relato de la creación ex nihilo–, pero sí una realidad cuyo principio es la realidad misma en su carácter dinámico en respectividad a la vida humana. Como Zubiri (1993) apunta, las ideas del bien y el mal como realidades sustantivas se montan sobre el dualismo principial de la realidad (p. 243), por lo cual es necesario partir de una nueva idea de realidad que se atenga de forma más modesta a lo que las cosas son y lo que van dando de sí para entender qué es el mal.
El mal es una realidad histórica, lo cual implica que es un poder configurador de la vida, lo social, lo político, etc.; pero lo es porque es una posibilidad para la vida humana y este carácter posibilitante radica en la condición que tienen ciertas realidades para constituirse en cosas-sentido y posibilidades para la vida humana. La realidad es principio estructural para un posible mal histórico por su carácter abierto, dinámico y evolvente, de manera que solo con la aparición de la especie humana y la consecuente configuración del ámbito histórico es posible hablar de bien o de mal. El análisis intramundano desde la categoría de realidad histórica, propuesta por Ignacio Ellacuría, puede dar otras claves de interpretación que permitan abordar este problema a la altura de la configuración histórica actual: no es posible comprender el dinamismo del mal desde la abstracción individualizante, sino desde sus concreciones históricas a la luz de las estructuras que lo posibilitan y lo convierten en un dinamismo que va configurando procesualmente el todo de la realidad histórica desde la apropiación personal de unas posibilidades o de otras. Esta última cuestión se comprende desde la distinción que hay entre opus operans (lo obrado personalmente) y el opus operatum (la incorporación al ámbito histórico de lo obrado personalmente), lo cual quiere decir que no toda acción puede ser praxis y afectar el sistema de posibilidades que transmite un cuerpo social a sus miembros.
A nuestro juicio, desde los fundamentos que proporciona la metafísica intramundana zubiriana y ellacuriana, es posible entender el mal como realidad relativa, histórica y posibilitante para vehicular el poder de la historia, precisamente porque no es una realidad sustantiva y por ello su poder solo puede actualizarse en el ámbito social desde una opción personal. Evidentemente, toda opción solo es posible desde el marco de sentido proporcionado por el mismo sistema de posibilidades entregado a los individuos para hacerse la vida. En su dinamización progresiva y capacidad de permear afectando a las personas y los grupos sociales, el mal llega a adquirir el carácter de un poder capaz de totalizar todo el ámbito histórico de una forma determinada, que sistemáticamente niega la posibilidad de plenificar la realidad personal, tanto en su dimensión individual como social, y esto es lo que se concreta en la realidad de opresión, represión y miseria que viven millones de seres humanos en todo el mundo. Desde esta perspectiva, no resulta extraño que a Ignacio Ellacuría le preocupase responder a las exigencias de la realidad histórica, partiendo de la comprensión de sus estructuras y dinamismos, no solo para entender en qué radica ese mal histórico y común, sino también para dilucidar cuáles son las praxis más adecuadas para transformar esta forma de configurarse el mundo histórico. Existen más aspectos en los que se debe ahondar para llegar a un análisis mucho más riguroso de la cuestión, pero, esperamos que lo aquí apuntado pueda constituir un insumo valioso para continuar con este debate.
Referencias
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Marcela Lisseth Brito de Butter (mbrito@uca.edu.sv). Doctora en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Catedrática en el Departamento de Filosofía, Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador. Dentro de sus publicaciones recientes destacan: El tiempo kairológico y praxis histórica en el pensamiento de Ignacio Ellacuría. Hermenéutica Intercultural. 35, 183-213. (2021); “El objeto de la filosofía de Ignacio Ellacuría: la realidad histórica como propuesta metafísica”. Estudios 2020: Especial: Profesores de Estudios Generales investigan - Dossier: Ignacio Ellacuría: su vida y su labor académica. (2020); “Génesis y evolución de la categoría realidad histórica en Ignacio Ellacuría”. Realidad: Revista de Ciencias Sociales y Humanidades. 155,17-46. (2020).
Recibido: 28 de setiembre de 2021
Aprobado: 13 de octubre de 2021