Luisina Bolla

De la invisibilidad al reconocimiento:

el “trabajo” en la tradición materialista

y en los debates feministas contemporáneos

Resumen: Este artículo hilvana la tradición materialista con los debates contemporáneos sobre el trabajo, en el área de las teorías feministas. En particular, se concentra en las discusiones sobre el valor de los trabajos realizados tradicionalmente por las mujeres y las dificultades que conlleva su pleno reconocimiento. Ciertos locus la doble jornada laboral de las mujeres, la división socio-sexual del trabajo, la invisibilidad reaparecen insistentemente y cruzan los diferentes períodos, permitiéndonos un abordaje diacrónico que muestra tanto la lucidez de las argumentaciones feministas clásicas como la vigencia de estas problemáticas y la necesidad de su crítica. Ello implica anudar dimensiones económicas y éticas al decir de Fraser, problemas de redistribución, de reconocimiento y de representación que conducen en última instancia a una reflexión sobre la justicia social.

Palabras clave: trabajo invisible, trabajo no remunerado, división socio-sexual del trabajo, feminismo materialista

Abstract: This article links the materialist tradition with contemporary debates about labor, in the area of feminist and gender theories. In particular, it focuses on discussions about the value of labor traditionally performed by women and the difficulties involved in their full recognition. Certain locus - double shift, socio-sexual division of labor, invisibility - reappear insistently and cross different periods, allowing a diachronic approach that shows both the lucidity of the arguments of classical feminists such as the validity of these problems and the need for their critique. This implies knotting economic and ethical dimensions - as Fraser says, problems of redistribution, recognition and representation- that ultimately lead to a reflection on social justice.

Keywords: invisible labor, unpaid work, sexual division of labor, materialist feminism

1. Introducción

En este artículo proponemos un abordaje filosófico que se concentra en las estrategias argumentales desplegadas por lo que denominamos la “tradición materialista” en el campo del feminismo. Esta tradición se inicia a mediados del siglo XIX, se profundiza en el largo curso del siglo XX e impacta sensiblemente en las discusiones más recientes, como veremos. El objetivo principal es analizar las diversas aproximaciones materialistas al problema del trabajo de las mujeres o, mejor dicho, de los trabajos (en plural). En la dialéctica visibilidad/invisibilidad, reconocimiento/desvalorización, valor/gratuidad, cada una de estas perspectivas aporta una mirada ‒o un escorzo, recuperando la metáfora fenomenológica de Edmund Husserl‒ que nos permite reconstruir los pliegues de una trama densa basada en la desigualdad y la violencia económica.

El objetivo es mostrar cómo ciertos locus ‒la doble jornada laboral de las mujeres, la división socio-sexual del trabajo, la invisibilización de ciertas actividades‒ reaparecen insistentemente en los discursos y cruzan los diferentes períodos, permitiéndonos un abordaje diacrónico que muestra tanto la lucidez de las argumentaciones feministas clásicas como la triste vigencia de estas problemáticas y, por ende, la necesidad de su crítica y transformación. El trabajo, como veremos, se configura históricamente como un sitio ambivalente que bascula entre las promesas de la liberación (de herencia engelsiana) y las desigualdades a él anudadas, en particular, la división socio-sexual del trabajo, que asigna diferencialmente ciertos trabajos a determinados grupos sociales.

Organizamos nuestro itinerario en dos momentos: en primer lugar, reconstruimos algunos de los principales hitos de la tradición materialista, según surge entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX en el mundo occidental. Como veremos, esta tradición denuncia las condiciones del trabajo asalariado de las mujeres en el espacio público a la vez que visibiliza las contradicciones que configuran el trabajo doméstico. En segundo lugar, continuando la secuencia temporal, desarrollamos el concepto de trabajo invisible mediante el abordaje de algunas corrientes que, desde la década de 1970 en adelante, elaboran análisis originales sobre el trabajo de las mujeres. Nos concentramos en vertientes que, a la fecha, aún gozan de escasa difusión en nuestro medio, a pesar de los esfuerzos de diversas investigadoras por darlas a conocer (1). Como veremos, la corriente feminista materialista que surge en Francia lleva algunas de estas premisas a su máxima expresión al sostener que el sexo constituye una categoría política. Desde su óptica, la división socio-sexual del trabajo constituye la clave para comprender la construcción de grupos sociales sexo-generizados y su eventual transformación. Al cabo de este recorrido histórico-filosófico, examinamos los alcances de estas críticas feministas para el análisis de la realidad actual. Mostramos algunos desafíos pendientes a través del abordaje de algunas investigaciones recientes, que ilustran las dificultades y persistencias de la división socio-sexual de los trabajos.

2. El trabajo y los derechos de las mujeres en la tradición materialista

Según las reconstrucciones de la escuela filosófica española iniciada por Cèlia Amorós, las primeras reivindicaciones de derechos de las mujeres, qua proyecto sistemático, se iniciaron a fines del siglo XVIII durante la Modernidad europea (Amorós, 2000; Molina Petit, 1994; Puleo, 1993). Pero tempranamente, desde mediados del siglo XIX, surgieron diversas corrientes feministas que complejizaron los marcos de las reivindicaciones feministas liberales. Las nuevas corrientes, muchas de ellas de inspiración socialista, denunciaron las bases económicas sobre las que se sustenta la desigualdad sexo-genérica. Desde el prisma materialista, la necesaria vindicación de derechos civiles y políticos y de algunos derechos sociales, como la educación, no bastan para dar cuenta de otros aspectos de la opresión de las mujeres. Se aborda cada vez más el lugar de las mujeres en el sistema productivo ‒incluida esa peculiar “unidad productiva” que es la familia‒ como causa principal de su opresión.

El lugar preponderante que comienza a tener el trabajo en el campo de las teorías feministas se relaciona, en un primer momento, con el surgimiento y auge de las teorías socialistas y marxista. Grosso modo podemos sostener que es en el marco de tales propuestas que el trabajo se constituye como un rasgo central y específico del ser humano, fuertemente vinculado a las ideas de dignidad y de emancipación. Las perspectivas teórico-políticas del socialismo utópico, primero, y del marxismo luego, influirán profundamente en la reflexión de muchas pensadoras de la época, que comienzan a preguntarse por la condición específica del trabajo de las mujeres (De Miguel, 2005). En esta estela, se constituye una tradición que podemos denominar materialista y que vincula la mirada feminista con una perspectiva de clase.

Un primer antecedente relevante en tal sentido es la pensadora franco-peruana Flora Tristán (1803-1844). Según la filósofa española Ana de Miguel, Tristán puede ser considerada una pensadora bisagra, es decir, una figura de transición entre el feminismo de raíz ilustrada y el feminismo socialista o de clase (De Miguel, 2005, p. 298). En efecto, es una de las primeras teóricas en examinar la articulación de sexo y clase, proponiendo un enfoque que hoy denominaríamos interseccional. Por un lado, Tristán se inscribe en la senda argumentativa abierta por los feminismos ilustrados desde fines del siglo XVIII. Tanto Olympe de Gouges como Mademoiselle Jodin, entre tantas otras, en obras firmadas o anónimas (Puleo, 2003), se basan en los principios igualitaristas de la Revolución Francesa para mostrar las contradicciones del lenguaje de los Derechos del Hombre que, falacia nominal mediante, excluye cuanto menos a la mitad numérica de la especie (2). En esta estela se inscribe la afirmación de Tristán según la cual a las mujeres aún no les ha llegado su ‘89 (Tristán, 1843/1977, p. 144). También Mary Wollstonecraft constituye una influencia clave en el pensamiento de Tristán, a pesar de las dificultades en el acceso a su obra, ya que la Vindicación, según relata la propia Flora Tristán, había sido objeto de una fuerte censura en la época (3).

En el caso particular de Flora Tristán, la influencia de los feminismos ilustrados se combina con el socialismo utópico de Fourier y de Saint-Simon. Si bien este no es lugar para extendernos sobre sus argumentos, vale la pena mencionar que muchas veces pivotearon equívocamente entre la defensa de la igualdad entre varones y mujeres y la apelación a la excellence ‒suerte de discriminación positiva que también aparece, por ejemplo, en el caso de Poulain de la Barre (Amorós, 2000, pp. 128 ss.). Así, en efecto, afirma Flora: “Fourier considera a la mujer, por sus sentimientos e inteligencia, muy por encima del hombre. Los saintsimonianos lo mismo” (Tristán, 1843/1977, p. 115). Tristán, por su parte, se distancia de tal enfoque:

No es en nombre de la superioridad de la mujer (como no faltará quien me acuse de ello) por lo que os hablo de reclamar los derechos de las mujeres, realmente no. Primero, antes de discutir sobre su superioridad, es necesario que sea reconocida su propia persona social. (p. 130)

Este fragmento muestra la astucia retórica de Tristán que simultáneamente se anticipa a las eventuales objeciones (no faltará quien me reproche…) y se aleja de las estrategias que apelaban a la discriminación positiva para exigir derechos. En todo caso, antes de ser reconocidas como “mejores” o “de mayor excelencia”, las mujeres deben ser reconocidas como iguales (4), caso contrario, la “superioridad” escatima la equidad y reinstala la discriminación.

No obstante las demarcaciones, la mirada socialista utópica nutre el “giro de clase” (al decir de Ana de Miguel, 2005) de Flora Tristán, que se concentra especialmente en los sectores populares y, específicamente, en la situación de miseria en que se encuentran las mujeres obreras. “Hay que hacer notar que en todos los oficios ejercidos por los hombres y las mujeres, se paga por la jornada de trabajo de la obrera una mitad menos que la del obrero…” (Tristán, 1843/1977, p. 118). En una denuncia de la brecha salarial avant la lettre, Tristán recusa los argumentos que apelan a una supuesta fuerza muscular que haría que los varones realicen trabajos más pesados o difíciles. Por el contrario, muestra que las mujeres suelen ser empleadas en oficios que requieren muchísima atención y destreza: en la imprenta ̶que conocía de primera mano ̶, en la industria textil, etc. Incluso recuerda la confesión de un impresor ‒quizás el propio André Chazal, su ex ̶marido ̶: “Se les paga la mitad y es muy justo, ya que van más rápido que los hombres; ganarían demasiado si se les pagase el mismo precio” (Tristán, 1843/1977, p. 118). Es decir, en el caso de las mujeres obreras, no se trata de reivindicar el acceso al trabajo, sino de denunciar las condiciones en que, de hecho, se ejerce.

Pero la brecha salarial no era el único problema. Como muestra agudamente Tristán, también se educa a las mujeres de forma insuficiente para sellar su destino doméstico en el hogar: “incluso se la puede llamar esclava, porque la mujer es, por así decirlo, propiedad del marido” (Flora Tristán, 1843/1977, p. 199). Así enlaza la herencia ilustrada liberal con una perspectiva de clase que prefigura una doble opresión, tanto en el espacio fabril como en el interior de la familia. También piensa extensamente las cuestiones de la vejez de los y las obreras y de la enfermedad, como atestigua su propuesta de los Palacios Obreros.

En suma, Tristán muestra tempranamente que la categoría de proletariado invisibiliza las diferencias existentes en su interior. Ello no deriva en una posición separatista, por el contrario; su obra más conocida, Unión obrera (1843/1977) es un llamamiento a la alianza de los obreros para defender los intereses de las clases populares, siempre subrayando la necesidad de un trato igualitario entre varones y mujeres. Según Tristán, el mejoramiento en las condiciones materiales (y simbólicas) de vida de las mujeres redunda en un beneficio para la clase trabajadora en su conjunto y, en última instancia, para toda la humanidad. El bienestar universal aparece entonces como una clave última a partir de la cual Tristán fundamenta su discurso, lógica que retomarán luego Marx y Engels al argumentar en favor de la lucha de clases.

Apenas unos años después de la muerte de Flora Tristán, el surgimiento de la teoría marxista y su consolidación sucesiva impactan fuertemente en la reflexión y en la práctica feministas. Si bien Marx no dedicó demasiadas páginas a pensar la relación de opresión entre sexos, sí adoptó posiciones igualitaristas al manifestarse en favor del trabajo de las mujeres, algo que suscitaba controversia en la época. El caso de Friedrich Engels (1820-1895) es diferente, ya que representa el punto de vista del materialismo histórico sobre la denominada cuestión femenina, como dijera Simone de Beauvoir (1949). Ya en la madurez, Engels escribe un libro fundamental para la teoría feminista posterior: El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado (1884/1992). Allí se propone ejecutar un testamento que tanto Marx como él habían dejado inconcluso: el análisis materialista de la familia. Si en sus obras anteriores, la familia aparecía como un dato natural, El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado la conceptualiza como producto de determinadas relaciones de producción históricas.

Para Engels, la opresión de las mujeres es consecuencia directa del surgimiento de la propiedad privada. Los varones, queriendo conservar el excedente productivo e interesados en legárselo a sus herederos, habrían instaurado el derecho paterno. Engels sostiene que la familia monogámica patriarcal, tal como la conocemos a la fecha, se origina como un intento por garantizar la descendencia legítima. Sujetas al poder del pater familias, las mujeres devienen esposas capaces de asegurar la transmisión del patrimonio. Capitalismo y patriarcado se anudan así de forma indisociable. La gran derrota histórica del sexo femenino, en palabras de Engels, tiene una consecuencia directa sobre los trabajos de las mujeres. Anteriormente reconocidos como valiosos, quedan desvalorizados de cara al nuevo trabajo productivo de los varones (Engels, 1884/1992, p. 277). Se produce así una escisión entre esfera productiva y esfera privada, con una concomitante jerarquización (5).

El aporte central de Engels consiste, en definitiva, en afirmar que la opresión de las mujeres depende de un acontecimiento histórico y no de un hecho natural ni biológico. Al indicar su acta de nacimiento, muestra su contingencia y habilita las posibilidades de su transformación. Dado que la opresión de las mujeres es resultado de la propiedad privada, la conclusión de Engels es que la abolición del capitalismo liberará a las mujeres. Es necesario, sostiene, abolir la distinción entre esferas productivas y privadas: la mujer debe ingresar en la industria a la par que los varones, y las tareas de “cuidado” y crianza deben ser repartidas entre ambos cónyuges. La causa y la solución engelsiana al problema de la opresión de las mujeres explican la avidez con que se recurrirá a este libro en el largo curso del siglo XX.

Una de las principales lectoras de Engels fue la teórica y militante Alejandra Kollontai (1872-1952) que también es un antecedente clave para los feminismos materialistas o de clase. Como protagonista de la Revolución Rusa, Kollontai examina las causas por las cuales una transformación en las condiciones económicas, por caso, la instauración de un modelo comunista en la Rusia soviética, no modifica automáticamente las desigualdades de sexo-género. Kollontai mostró que la situación de la mujer depende del lugar que ocupa en la producción, aunque es preciso también modificar las estructuras tradicionales de la familia y del matrimonio para que se logre una verdadera liberación de las mujeres (Kollontai, ca. 1911/2013; De Miguel, 1993; Femenías, 2019).

Kollontai observa que las mujeres son ciudadanas de segunda categoría. El trabajo doméstico “convierte a las mujeres en esclavas”; “aplasta, estrangula, idiotiza, degrada y encadena a la cocina, la crianza...” (Lenin, cit. en Anderson y Zinsser, 2007 apud Femenías, 2019). De forma pionera, elabora una crítica a la doble opresión que sufren las mujeres, tanto por clase socioeconómica como por su sexo-género: “El capitalismo ha cargado sobre los hombros de la mujer trabajadora un peso que la aplasta; la ha convertido en obrera, sin aliviarla de sus cuidados de ama de casa y madre” (Kollontai, 1921). Por ello, a veces se refiere a la triple carga de las mujeres, es decir, a la imposibilidad de “conciliar” trabajo asalariado, doméstico y lo que hoy denominaríamos maternaje.

A diferencia de Engels, Kollontai considera que debe diseñarse una estrategia específica para la liberación de la mujer. En el estado actual, sostiene Kollontai, las mujeres se encuentran oprimidas en tres planos fundamentales: en el trabajo (capitalismo), en la familia (“esclavitud doméstica”) y también en las relaciones entre ambos sexos (amor romántico). Por eso, la abolición de la propiedad privada es condición necesaria pero no suficiente para transformar la desigualdad entre los sexos. De esta forma, Kollontai cuestiona la división estructura/superestructura (Kollontai, ca. 1911/2013), integra la sexualidad en la lucha revolucionaria ‒contra el aplazamiento clásico, al decir de Ana de Miguel‒ y postula la existencia de una opresión inter-clases que afecta a todas las mujeres.

En síntesis, tanto Flora Tristán, en la transición a los feminismos de clase, como luego Engels y Kollontai desde el marxismo, muestran los límites de las reivindicaciones ilustradas que consideraban que la causa de la subordinación de las mujeres era la “educación falsa” que recibían. Ahora bien, si en los albores del siglo XX la principal demanda era el pleno acceso de las mujeres al empleo público y la industria, la denuncia de la esclavitud doméstica ya se hacía explícita en los escritos de Tristán y Kollontai, como mostramos anteriormente. Esta senda será proseguida y profundizada en los años siguientes. Al promediar el siglo XX, encontramos numerosas investigaciones que destacan la importancia económica y social del denominado trabajo invisible, como veremos a continuación.

3. Trabajo invisible, trabajo doméstico y sexage en los años setenta

En la década de 1970, las discusiones en torno al trabajo doméstico se colocan en el centro del debate feminista, tanto en los espacios académicos como militantes. Según Christine Delphy (1970/1977), el desarrollo creciente de investigaciones feministas que abordan explícitamente el problema del trabajo y, en particular, la clase social, parece obedecer a una necesidad objetiva del movimiento. Más allá de que coincidamos o no con su diagnóstico, lo cierto es que durante este período surgen diferentes abordajes que construyeron nuevos marcos de inteligibilidad y recusaron definitivamente las anteriores denominaciones. Los trabajos de las mujeres dejan de ser abordados en términos de labores o de tareas, ya que estas designaciones invisibilizan el carácter productivo de tales actividades. Surgen sucesivamente los conceptos de trabajo invisible, modo de producción doméstico y sexage, como veremos a continuación.

A pesar de que se trata de un hecho poco conocido, una de las primeras teóricas en analizar y caracterizar el trabajo doméstico fue la argentina Isabel Larguía (1932-1997). En 1969, escribió un manuscrito junto con su compañero intelectual y afectivo John Dumoulin, titulado “Sobre el trabajo invisible”. Esquematizando su propuesta, mientras que el trabajo realizado por varones se cristaliza en objetos económica y socialmente visibles que crean riqueza, el trabajo invisible de las mujeres es percibido como sin valor e improductivo. La tesis de Larguía, siguiendo críticamente a Engels, es que el progresivo desplazamiento de las mujeres del ámbito productivo confina a las mujeres al espacio del hogar. Allí, su trabajo parecía evaporarse mágicamente (Larguía, 1970/1977). Sin embargo, las mujeres ‒sostiene Larguía‒ son el cimiento económico de la sociedad ya que garantizan la reproducción de la fuerza de trabajo.

Al igual que otras teorías de la época, Larguía precisa la función social del contrato matrimonial como forma de institucionalizar estas relaciones económicas:

El hombre es propietario de su fuerza de trabajo y gracias a ella y gracias a sus productos entra al mercado donde obtiene “el salario”. La mujer no vende su fuerza de trabajo ni sus productos, simplemente acepta con el matrimonio la obligación de ocuparse de su familia, de hacer las compras, de procrear y de servir a cambio de su mantenimiento. (Larguía, 1970/1977, p. 220)

El trabajo doméstico de las mujeres, concluye Larguía, es la condición de posibilidad (invisible) que sostiene el producto (visible) de la fuerza de trabajo de los varones, en la medida en que permite abaratar la mano de obra y, por ende, garantiza al capital una mayor extracción de plusvalía.

El trabajo de Larguía se publica en el año 1970 en el número doble de Partisans titulado “Liberación de las mujeres: Año cero” editado por Maspero. El dossier se traduce rápidamente al castellano: se publica en 1972 en Buenos Aires, por editorial Granica, y en 1977 en España, por Fontamara (recordemos que para ese año Argentina ya estaba bajo dictadura cívico-militar, lo que volvía imposible la reedición del libro). No obstante, el carácter pionero del ensayo, su relativa invisibilidad en los años siguientes contrasta con el impacto de otros de los ensayos allí recogidos. En su completa investigación sobre la obra de Larguía y Dumoulin, los investigadores Mabel Bellucci y Emmanuel Theumer (2018) señalan el “privilegio epistémico del norte global” (p. 58) como uno de los factores relevantes a la hora de comprender los avatares posteriores a la publicación del ensayo de Larguía.

En el dossier de Partisans que hemos referido también aparece publicado el artículo de la socióloga francesa Christine Delphy, titulado “L’ennemi principal”. Christine Delphy (París, 1941) es una de las principales representantes de la corriente materialista francesa o francófona. En 1970, propuso el concepto de modo de producción doméstico para explicar el tipo de relaciones económicas en el interior de la familia, anticipándose al uso del antropólogo Claude Meillassoux. Así como Larguía, Delphy sostuvo que las mujeres ceden su fuerza de trabajo y los productos de la misma al esposo, en virtud del contrato matrimonial. En este aspecto, la propuesta de Carole Pateman en El contrato sexual (1995), aunque posterior, presenta varios puntos de confluencia. Sin embargo, en el caso de las feministas materialistas, el contrato es un instrumento legal que garantiza la expropiación del trabajo de las mujeres, mas no es el único ‒como veremos al abordar la teoría de Colette Guillaumin‒.

Desde la perspectiva delphiana, en las sociedades contemporáneas co-existen dos modos de producción principales: el modo de producción industrial, donde se produce la mayor parte de las mercancías; y el modo de producción doméstico, donde se produce el trabajo doméstico, crianza de niños/as, cuidado de personas inválidas ‒por edad, enfermedad, discapacidad‒ y válidas ‒la totalidad de la clase de los varones‒ (Delphy, 1970/1977, p. 152). En palabras de Delphy, “la explotación patriarcal constituye la explotación común, específica y principal de las mujeres” (1970/1977, p. 158). Hablamos en este caso de las relaciones sociales de sexo, que por supuesto, se articulan o imbrican con relaciones sociales de clase y de raza (cf. Falquet, 2017). El modo de producción doméstico es relativamente autónomo: su funcionalidad no se reduce al capitalismo, aunque por supuesto, se articula con él. En cambio, beneficia eminentemente a los varones qua clase social, producto de relaciones dialécticas, es decir, una clase que no determinada cultural ni biológicamente.

Los análisis de la socióloga francesa Colette Guillaumin (1934-2017) aportan otra categoría central para abordar los trabajos de las mujeres o feminizados: el concepto de sexage. El sexage es un sistema de organización social y económica que se basa en la apropiación social (individual y colectiva) de las mujeres. Según Guillaumin, las mujeres no sólo venden su fuerza de trabajo en el mercado –como cualquier obrero–, sino que además ingresan en una relación económica específica que denomina apropiación; considera que esta define “la naturaleza específica de la opresión de las mujeres” (Guillaumin, 1978/2005). La apropiación, a diferencia de la venta de fuerza de trabajo en el mercado, se realiza sin medida alguna: es una actividad de tiempo completo y continuo.

En el plano individual, la apropiación social de las mujeres se basa en el contrato matrimonial; pero en el plano colectivo, la apropiación social implica que todas (o cualquiera) de las mujeres puede ser potencialmente apropiada por cualquier miembro de la clase de los varones. Podemos pensar en el acoso sexual o en la violación, por ejemplo. Es decir que ambas formas coexisten y, lejos de contradecirse, la apropiación individual (de una mujer por un varón) convive con la apropiación colectiva que beneficia a los varones en su conjunto. Una segunda contradicción surge cuando se atiende al carácter gratuito del sexage, que coexiste con el trabajo asalariado de las mujeres cuando se realiza en el mercado. Las canadienses Juteau y Laurin (1988) han identificado una progresiva tendencia hacia la consolidación de formas de apropiación colectiva (por ejemplo, menor remuneración en el mercado de trabajo, acceso a empleos precarios o temporales, formas de exclusión de la esfera laboral) en detrimento del modelo de sexage basado en la apropiación individual (matrimonial).

La apropiación, según Guillaumin, abarca los cuerpos de las mujeres, sus tiempos, sus trabajos, los productos de sus cuerpos y de sus trabajos, sus proyectos de vida y su individualidad (ya que se las educa como seres-para-otro, como cuerpos próximos, dóciles y disponibles). El trabajo doméstico es un pilar del sexage ya que asegura la reproducción de la fuerza de trabajo, el cuidado de otras personas, la alimentación, la vestimenta, etc. Por el hecho de ser impago y por su duración indeterminada, Guillaumin considera que el sexage se parece más a una relación de tipo esclavista o feudal que a las relaciones económicas propias del capitalismo (6).

El enfoque materialista se distingue así de otros abordajes feministas marxistas ‒como los de Larguía o Benston (1977)‒ ya que no considera que la gratuidad de los trabajos de “reproducción” se derive de una naturaleza específica inherente, como por ejemplo, producir valores de uso y no valores de cambio (7). Por el contrario, estos trabajos son gratuitos ya que se realizan bajo determinadas relaciones sociales de explotación o de apropiación, en el marco del modo de producción doméstico (desde la óptica de Delphy) o bajo el sistema de sexage (Guillaumin), respectivamente (8). Desde la óptica del feminismo materialista que surge en Francia, el tipo de trabajos que realizan las mujeres no es la causa de su no remuneración; por el contrario, la no-remuneración de los mismos es la que produce la ilusión de que son meramente reproductivos. Recordemos que el argumento tradicional marxista sostiene lo siguiente: dado que las mujeres (re)producen valores de uso, su trabajo no se paga. Delphy trastoca la lógica de este argumento: dado que los trabajos que realizan las mujeres no se pagan (al ser realizados en el marco de un modo de producción específico), son construidos como meras tareas necesarias para la supervivencia y sin valor de intercambio. Una prueba de ello lo constituye el hecho de que estas presuntas tareas, cuando se realizan fuera del marco familiar o doméstico, se pagan y son objeto de intercambios (pensemos, por ejemplo, en la preparación de alimentos, en la limpieza, en el cuidado de personas, etc.).

Un último aporte del feminismo materialista a este debate es su crítica a las posiciones biologicistas. En términos generales, el feminismo materialista sostiene que los “sexos” (o “géneros” en el vocabulario angloamericano) son resultado de las posiciones que ocupan los sujetos en la llamada división sexual del trabajo. Radicalizando a Beauvoir, las materialistas muestran que buena parte del llegar a ser mujeres (y varones) se vincula con la realización de trabajos y actividades consideradas específicas y con el hecho de estar sujetas a una relación de apropiación (o no). También implica un acceso desigual a los medios de producción y a las herramientas tecnológicas, que conduce a un sub-equipamiento técnico de las mujeres, consideradas en su conjunto (Tabet, 1979/2005) (9).

La perspectiva del feminismo materialista desarma de este modo los argumentos biologicistas, que intentan justificar la asignación de ciertos trabajos a ciertos sujetos apelando a un supuesto orden biológico. Por el contrario, las materialistas asumen que la división sexual del trabajo no es natural sino que es social. Invierten así el orden de causalidad al sostener que existe una anatomía política, es decir, una construcción social de los cuerpos que los prepara para realizar diferentes actividades y trabajos. Para las materialistas, ser “varones” o “mujeres” no remite a un orden natural sino a una organización social y heterosexual del trabajo que moldea y constituye los cuerpos tanto material como psíquicamente. Al decir de Monique Wittig (2002), otra exponente del materialismo, el sexo es una categoría política. Se anticipan de este modo, en varias décadas, a los desarrollos butlerianos sobre el carácter performativo del género, entendido como productor del sexo. Solo que, desde esta perspectiva, deshacer el género implica desarmar la división socio-sexual del trabajo sobre la que se ancla.

Un debate que cruza transversalmente los diferentes períodos y teorías que hemos analizado anteriormente es la cuestión de la reproducción. Vale la pena advertir que no se trata de un concepto unívoco (Larguía, 1970/1977) sino que en su interior se solapan múltiples acepciones: la reproducción de la vida qua especie humana; la educación y crianza de niños/as/es; la reconstitución cotidiana de la fuerza de trabajo que se gasta día a día. Algunas vertientes contemporáneas dentro del feminismo en Francia, de cuño materialista, tienden a abandonar la escisión producción/reproducción en favor de un enfoque basado en las relaciones sociales estructurales que desborda la división entre esferas, para pensar las dinámicas de división y jerarquización sexo-genérica en diversos planos. Ello tiene la ventaja de que evita confundir relaciones sociales con lugares específicos, por ejemplo, bajo la forma fábrica=producción y casa=reproducción (Hirata y Kergoat, 1997).

Desde otra matriz hermenéutica, una gran línea de desarrollos sobre esta temática proviene de las llamadas teorías de la reproducción social. Si bien prácticamente no entraron en diálogo con los desarrollos materialistas francófonos, las teorías de la reproducción hicieron importantes aportes a la teorización y visibilización del trabajo doméstico. Silvia Federici, Mariarosa Dalla Costa, Leopoldina Fortunati, Selma James, Nicole Cox, son algunas de sus primeras representantes. Como Larguía, mostraron que la condición de posibilidad del trabajo industrial y asalariado era el trabajo doméstico gratuito de las mujeres en los hogares. La producción de mercancías en las fábricas es posible gracias a toda una esfera de actividades centrales para la reproducción de la vida ‒el trabajo doméstico, la sexualidad y la procreación‒ que garantizan la mano de obra y su sustento.

Ahora bien, el objetivo específico de la campaña era lograr una movilización internacional que llevase al Estado a reconocer el trabajo doméstico como una actividad que debía ser remunerada (Dalla Costa & James, 1975; Federici y Cox, 2013). Por el contrario, representantes del feminismo materialista como Christine Delphy han mostrado que la división sexual y la carga diferencial sobre los trabajos de cuidado y reproducción pueden subsistir aún cuando el Estado implemente políticas públicas progresistas. Es decir, que si se sigue comprendiendo a las mujeres como responsables de cumplir con dichos trabajos (llevar y traer niñes a la guardería, por ejemplo) seguirán siendo políticas específicas para ciertos grupos. Por ello, Delphy se opone a la repartición igualitaria del trabajo doméstico, que considera un oxímoron ya que “no podemos querer repartir [partager] una explotación equitativamente” (Delphy, 2015, p. 32, trad. propia). La perspectiva materialista de Delphy, radical en este sentido, sostiene que es imposible revertir la desigualdad laboral (“compartir” los trabajos) si no se transforma la causa de tal desigualdad. A sus ojos, ello implica abolir la división socio-sexual del trabajo y las propias categorías de varones y mujeres, así como el orden heterosexual sobre el que se anclan. Actualmente, algunas propuestas basadas en el cuidado qua derecho humano podrían proporcionar vías fértiles para indagar en esta dirección (Pautassi, 2007).

4. Resistencias/subsistencias de la división socio-sexual del trabajo

De modo diferente y con propuestas políticas muy diversas, las teorías que examinamos anteriormente coinciden en visibilizar los efectos de la división moderna entre esferas que da origen a las cadenas público/visible/masculino y doméstico/invisible/femenino y que se condice con una división sexual de los trabajos que asigna diferencialmente a los individuos a determinadas actividades en función de su sexo-género. Para las feministas materialistas francesas, el propio sexo se deriva de esta diferenciación de los trabajos, lo que les permite redefinirlo en términos sociales desde una óptica muy diferente a la que desarrollaban, por la misma época, las feministas angloamericanas mediante la categoría de género (Bolla, 2021) (10). Por supuesto, las posiciones sexo-generizadas no son esencias ni invariantes eternas, por lo que experimentan fuertes transformaciones a lo largo de la historia. No sólo debido a los reclamos de movimientos sociales y de mujeres, sino también a causa de factores macroeconómicos que afectan las distribuciones tradicionales. Por ello, hablar de las posiciones de “varones” y “mujeres” en el trabajo, la familia y la sociedad implica situarse en un campo en continua tensión (Lobato, 1995) lo que no impide que podamos identificar recurrencias y estabilidades (Kergoat, 2003).

En tal sentido, siguiendo a la socióloga Catalina Wainerman, podemos señalar que los logros y conquistas formales en materia de derechos (por caso, laborales) no necesariamente se acompañan de transformaciones de hecho en las estructuras sociales. Lo que María Luisa Femenías (2008) denominó “ethos anacrónico” permite abordar la subsistencia de normas colectivas que se refuerzan cuando los marcos legales que las sustentaban quedan obsoletos. Así, una transformación en el plano jurídico no modifica automáticamente los sentidos y comportamientos incorporados en la sociedad. En Argentina, un caso paradigmático es la lucha de las conductoras de colectivos en la provincia de Salta (caso Sisnero), que en el año 2014 presentaron un amparo contra las empresas de servicios de transporte público de pasajeros de la ciudad de Salta por discriminación en el proceso de selección para acceder a empleos como conductoras. Inicialmente la Corte de Justicia de la provincia de Salta rechazó el amparo interpuesto, pero la posterior intervención de la Corte Suprema de Justicia argentina revocó la sentencia.

Si bien se han modificado significativamente las creencias y sentidos respecto de qué trabajos pueden realizar varones y mujeres, persiste una fuerte desigualdad estructural. Pese a que desde la década de 1980 las mujeres ingresaron masivamente en el mercado de trabajo, sus perspectivas distan mucho de ser similares a las de los varones. Como señala la Organización Internacional del Trabajo:

las mujeres no solo tienen menos probabilidades que los hombres de participar en la fuerza de trabajo, sino que, cuando lo hacen, tienen también más probabilidades de estar desempleadas u ocupadas en empleos que están al margen de la legislación laboral, la normativa en materia de seguridad social y los convenios colectivos. (OIT, 2018, p. 5)

La inserción de las mujeres en el mercado de trabajo, por supuesto, varía de acuerdo con la situación de cada país, acentuándose la brecha en los países emergentes y con mayor desigualdad económica. Sin embargo, en todos los casos sigue habiendo diferencias significativas de participación que se combinan, en el caso de las mujeres, con mayores probabilidades de encontrarse en situación de desempleo. En general, las mujeres ocupan puestos de mayor precarización que implican más incertidumbre a futuro así como inestabilidad económica y emocional (OIT, 2018).

La desigualdad persistente ad extra se replica en el interior de los hogares. Pese a que vivimos en sociedades formalmente igualitarias, en el ámbito doméstico la desigualdad ha tendido a perpetuarse (Pautassi, 2007). Actualmente, dentro de las familias las actividades continúan segregándose en función del sexo-género. Esta división del trabajo, como hemos visto, se caracteriza por la distribución desigual del trabajo no remunerado. El trabajo doméstico y de cuidados sigue recayendo de forma predominante sobre mujeres o personas feminizadas, lo que ha dado lugar a extensas reflexiones sobre la “doble jornada” laboral de las mujeres.

Podemos referir un estudio llevado adelante por Wainerman en el año 2003 en la Argentina, que tiene la ventaja de indagar en la relación varones y mujeres, considerados en tanto padres/maridos y madres/esposas. Rompe así “con el enfoque tradicional que toma a las mujeres como las informantes únicas en estudios sobre la dinámica familiar” (p. 206) y propone un abordaje relacional, afín a lo que la feminista materialista Nicole-Claude Mathieu denominó de modo pionero “antropología de los sexos”. Wainerman entrevistó a 35 familias nucleares de dobles proveedores y al menos un hijo/a/e, pertenecientes a sectores medios con alto nivel de educación. El objetivo era evaluar los cambios en las dinámicas familiares en grupos que, en principio, parecerían más proclives a tales transformaciones, en particular, el rol de los varones en la relación padres/maridos. Es interesante la forma en que las entrevistas permiten valorizar la propia percepción de estos actores sobre tales cambios y, por supuesto, la mirada de las entrevistadoras: “Parecían incómodos con el tema y ansiosos por justificar lo que ellos mismos juzgaban como un nivel bajo de participación” (Wainerman, 2003, p. 211).

Wainerman observa que se mantiene una desigualdad en términos de género respecto a las horas de trabajo fuera del hogar: los esposos trabajaban en promedio unas 50 horas semanales frente a unas 27 horas de las esposas, sin que esta disparidad devenga objeto de reflexión. Está “naturalizado”, observa Wainerman, que la esposa trabaje menos tiempo fuera de la casa (p. 219). Otro aspecto relevante destacado por dicho estudio es que “entre las parejas actuales existe una clara asociación entre el tiempo de trabajo de las mujeres y el tiempo de la ayuda doméstica remunerada, lo que sugiere que las esposas pagan su reemplazo como amas de casa y madres” (Wainerman, 2003, p. 209). A mayor trabajo de las esposas/madres fuera de la casa, mayor necesidad de “delegar” dichas actividades en una persona externa, ya sea contratando personal doméstico o, eventualmente, apelando a ayudas de familiares.

Respecto de las tareas domésticas cotidianas, también se mantiene una fuerte distinción entre “tareas de varones” y “tareas de mujeres”. Entre el 90 y el 100 % de los esposos/padres no participan de actividades como limpiar la casa, planchar, cocinar, lavar los platos, lavar la ropa (Wainerman, 2003). Así es que, a principios del siglo XXI, la mayoría de las actividades domésticas quedan comprendidas como “de mujeres”, mientras que existen unas pocas tareas de realización ocasional, tales como reparaciones pequeñas y mantenimiento del auto, que son realizadas de modo casi exclusivo por los padres-esposos. Ello no implica necesariamente que sean sólo las esposas quienes ejecutan estos trabajos (su realización puede recaer en el personal doméstico, en familiares que brindan ayuda) pero sí que son ellas quienes poseen la responsabilidad total sobre las tareas domésticas. Por el contrario, son muy pocas las tareas realmente “compartidas”, donde no prevalece la especificación según género (hacer las compras, poner la mesa) (11).

Podemos sostener que, a pesar de las advertencias de Engels a fines del siglo XIX sobre el carácter histórico de la familia, esta institución sigue siendo comprendida como una formación más o menos “natural”, de la cual se siguen “deduciendo” roles, actitudes y trabajos específicos (madre/padre, esposa/esposo, etc.). Y por más que la profecía engelsiana se haya cumplido parcialmente ya que las mujeres han ingresado crecientemente en el mercado de trabajo, este proceso no se encuentra exento de tensiones y desigualdades, como hemos visto. Ello, tanto por el “doble trabajo” (doble jornada) como por las condiciones en que mayoritariamente se desarrolla el trabajo de las mujeres (informalidad, mayor probabilidad de desempleo, etc.). Estas cuestiones, económicas y laborales, tienen profundas implicancias en términos éticos y políticos.

En las últimas décadas, muchos de los debates clásicos se han revitalizado, en buena medida, a causa de la llamada “crisis de los cuidados” en el capitalismo actual (Fraser, 2015) y de los debates en torno al conflicto capital/vida. El creciente desarrollo de las economías feministas desde principios de la década de 1990 ha vuelto a instalar un fecundo debate sobre los trabajos visibles e invisibles, que complementa los enfoques de la economía clásica basada en el homo oeconomicus y que visibiliza y valoriza la “sostenibilidad de la vida” (Carrasco, 2006; Rodríguez Enríquez, 2010, entre otras). Estos enfoques se aproximan a las teorías críticas de la justicia como la de Amartya Sen (2000), que comprende la libertad como un proceso de expansión de las capacidades de los individuos. Para Sen, la “libertad”, el “bienestar” y el “desarrollo” no pueden medirse sólo en términos de bienes materiales y servicios, como suponían las teorías clásicas (tanto utilitaristas como redistributivas al estilo rawlsiano). Por el contrario, la justicia comprende las capacidades de las personas para llevar adelante sus planes de vida. En este sentido, el uso del tiempo (por ejemplo) aparece como un determinante de calidad de vida (Carrasco, 2006).

Otro abordaje posible podría ser el enfoque tridimensional de la justicia de Fraser (2006). Recordemos que para Fraser tanto el sexo-género como la “raza” son categorías híbridas, que involucran dimensiones redistributivas, de reconocimiento y ‒en sus últimos trabajos‒ también dimensiones políticas (Fraser, 2008). La depreciación e invisibilización de los trabajos realizados mayoritariamente por personas asignadas como mujeres constituye un buen ejemplo de ello, ya que anuda las problemáticas eminentemente económicas (menores salarios o ausencia de salarios, mayor precarización e informalidad, trabajos temporarios, mayor probabilidad de encontrarse en situación de desocupación, etc.) con patrones institucionalizados de menosprecio de ciertos sujetos y tareas. Por su parte, el entrecruzamiento entre mala distribución y reconocimiento fallido impacta ciertamente sobre la posibilidad de instalar reclamos políticos y de participar en condiciones de paridad en la esfera pública, tanto a nivel nacional como transnacional.

Sin embargo, el fortalecimiento de las movilizaciones feministas y su consolidación en redes en el plano regional e internacional permite avizorar nuevos rumbos. Paradigmáticamente, los Paros Internacionales (8M) han dado visibilidad a muchos de estos reclamos y han situado al (y los) trabajo(s) como una dimensión central. Al mismo tiempo, si las mujeres han sido tradicionalmente excluidas del espacio público, del mercado de trabajo y de los puestos jerárquicos o de toma de decisiones, en los últimos años también han cobrado visibilidad creciente los reclamos de parte de grupos LGBTTIQ+. Las disidencias sexo-genéricas han sido sistemáticamente excluidas del mundo laboral ‒entre tantos otros derechos humanos vulnerados, como la educación, la salud, etc.‒ y a la vez sufren formas cotidianas de discriminación, individuales e institucionales (Fraser, 2006) que ciertamente tienen implicancias políticas. Ello permite que nos preguntemos qué lugares y qué trabajos han sido asignados tradicionalmente para los cuerpos y los sujetos que desafían el binarismo heterosexual y, por ende, también los pilares dicotómicos y opresivos de la división socio-sexual del trabajo (12). Estas cuestiones, de indudable relevancia, exigen aún ser pensadas y profundizadas desde un paradigma de derechos humanos (13).

5. A modo de cierre

A lo largo de las páginas anteriores, hemos visto cómo se desarrollaron las principales líneas de análisis sobre el trabajo invisible, doméstico, apropiado, no remunerado, desde los antecedentes clásicos de Tristán, Engels y Kollontai, hasta los fecundos debates de la década de 1970. Muchas de estas perspectivas recobran actualmente vigencia de la mano de nuevos desarrollos en el campo académico y político. Mostramos también que, a pesar de los importantes avances, aún persisten estructuras desiguales y ethos anacrónicos que segregan los trabajos en función del sexo-género. Ello trae como resultado una participación desigual de las mujeres en el mercado de trabajo y una responsabilidad feminizada sobre el trabajo doméstico y de cuidados, así como una exclusión de aquellas subjetividades que desbordan los rígidos bordes del binarismo sexo-genérico.

En la medida en que asumimos el desafío de construir sociedades más justas, la reflexión económica deriva necesariamente en una interrogación ética y en una propuesta política. Al decir de Fraser, se trata de lograr una plena integración entre justicia redistributiva, reconocimiento y representación política capaz de plasmarse institucionalmente tanto a nivel estatal como transnacional. Enlazando todas estas dimensiones, la paridad participativa se recorta como una norma que permite revisitar simultáneamente las estructuras a la vez económicas, culturales y políticas en sus imbricaciones y anudamientos.

El problema de los trabajos y su diferenciación y jerarquización sexo-genérica, como hemos analizado, constituye un tópico recurrente a lo largo de las diferentes épocas. No obstante, aún restan innumerables aristas por pensar. Con este artículo esperamos haber contribuido modestamente presentando un recorrido posible (entre otros), que nos permita valorar con justeza los desarrollos pioneros elaborados por teóricas y militantes en el pasado lejano y reciente, pero, sobre todo, que nos invite a reflexionar sobre las desigualdades y desafíos pendientes. Lejos del pesimismo que, a veces, nos provoca la constatación de la persistencia de injusticias económicas y políticas en el largo tiempo histórico, la lucidez de los reclamos de la tradición materialista nos ofrece un punto de anclaje firme para nuestras investigaciones actuales y nos motiva a continuar la lucha por la transformación y erradicación del sexismo en todas sus formas.

Notas

1. Sobre el feminismo materialista y su difusión en nuestro medio, se destacan los trabajos de Curiel y Falquet (2005), Smaldone (2014), Cisne (2016), Falquet (2017), Abreu (2018), Femenías y Bolla (2019), entre otros. Por nuestra parte, en el marco del Grupo de Estudios sobre Feminismo Materialista radicado en el Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género de la Universidad Nacional de La Plata (Argentina) también hemos intentado dar visibilidad a la corriente en trabajos individuales y colectivos (Bolla, 2018, 2021; Estermann, 2021; Bolla y Estermann, 2021) así como en el dossier coordinado por María Muro (2021) en la Revista Zona Franca (Argentina). En cuanto a las fuentes disponibles en castellano, podemos mencionar las compiladas en Curiel y Falquet (2005) así como las ediciones de Tabet (2018) y Delphy (1982).

2. No obstante, las primeras feministas no sólo defendieron los derechos de las mujeres, sino que consistentemente defendieron los derechos de los y las habitantes de los territorios colonizados. Menos conocida que la “Declaración de los derechos de la Mujer y de la Ciudadana” es la producción teatral de Olympe de Gouges. Influida por la Revolución de Haití, de Gouges escribe la obra “La esclavitud de los negros, o el naufragio feliz”, representada en 1789 y publicada luego en 1792. Así, el uso estratégico del lenguaje revolucionario (Amorós, 2000, p. 163 ss.) permitió poner de manifiesto los límites del discurso ilustrado, por sus sesgos tanto sexistas como coloniales y esclavistas.

3. Este hecho ilustra los complejos procesos de silenciamiento e invisibilización de la producción de las filósofas a lo largo de la historia (Femenías, 2019): “Este libro fue agotado desde su aparición, lo cual no le ahorró a su autora [Wollstonecraft] el suplicio de la calumnia. No fue publicado sino el primer volumen y se ha vuelto extremadamente raro. No pude encontrarlo para comprarlo y de no haber tenido un amigo que me lo prestó me habría sido imposible leerlo” (Tristán, 1840: 143).

4. La “igualdad” se entiende en este caso en sentido formal y no material, como una relación de semejanza horizontal-recíproca y no como una identificación vertical (Santa Cruz, 1992).

5. Por supuesto, la caracterización engelsiana describe los procesos acaecidos en buena parte del mundo europeo-occidental. Vale la pena recordar que la escisión entre esfera productiva y esfera privada, que se solapa muchas veces con el binomio público/doméstico, adquiere rasgos específicos en diversas regiones, sobre todo cuando atendemos a su vinculación con procesos de colonización. Para un panorama de esta cuestión. De momento, a los fines de caracterizar lo que denominamos “tradición” materialista en el campo del feminismo, continuaremos en la senda clásica que constituyó el canon occidental, teniendo presente que se trata de un “particularismo europeo” y no de un “punto cero universal”.

6. De allí su nombre, que evoca las nociones francesas servage [servidumbre] y esclavage [esclavitud].

7. Recordemos que el marxismo clásico no logra reconocer la productividad del trabajo doméstico, ya que lo considera un mero quehacer natural o dado tal como el cuidado, que no alcanza siquiera el nivel de labor o de trabajo. Dicha interpretación, como muestra Delphy (2013), se desprende de una lectura literal y errónea del capítulo uno de El Capital: “Los productos del trabajo humano destinados a satisfacer las necesidades personales de quien los crea son, indudablemente, valores de uso, pero no mercancías” (Marx, 1966, p. 8). Basándose en la distinción entre valor de uso y valor de cambio, el marxismo tradicional niega entonces la categoría de trabajo para todas aquellas tareas destinadas a satisfacer “necesidades”, en la medida en que no producirían valores de cambio destinados al mercado (mercancías). Muchas perspectivas feministas marxistas durante la década de 1970 mantienen este esquema explicativo. Por el contrario, el feminismo materialista que surge en Francia, en un giro heterodoxo, muestra la invalidez de este argumento, tal como desarrollamos a continuación.

8. A diferencia de otros enfoques, por ejemplo, la relectura beauvoiriana del marxismo, que distingue los conceptos de “opresión” (de las mujeres) y de “explotación” (capitalista), las feministas materialistas consideran que las mujeres se construyen como tales en y por determinadas relaciones de explotación (en el modelo de Delphy) o de apropiación (en el modelo de Guillaumin). En otro trabajo examinamos la torsión peculiar que introducen las materialistas en relación con el marco de análisis marxista clásico; para ampliar, remitimos a Bolla (2018).

9. Sólo el 2 % de los medios de producción mundiales (incluyendo la tierra) están en manos de mujeres.

10. Recordemos que las primeras elaboraciones feministas del sistema de sexo-género en el mundo angloamericano lograban desnaturalizar o irracionalizar (al decir de Amorós) las jerarquías patriarcales, al costo de relegar al sexo al plano de lo biológico y de lo inconmovible. Es decir, el olvido del sexo o su reenvío a una suerte de caja negra era condición de posibilidad para pensar la construcción social de roles, estereotipos, expectativas, conductas aprendidas (el género), asumidas como plenamente históricas, contingentes y, en consecuencia, reversibles. Por el contrario, desde 1970, las feministas materialistas francesas visibilizan el carácter social del sexo, por ejemplo, mediante la categoría de “sexo social” elaborada por Nicole-Claude Mathieu. Para un abordaje más detallado de estas tradiciones y sus respectivas terminologías: Bolla (2021), especialmente el capítulo 3: “La construcción social del sexo”.

11. En el único plano en que se observa una tendencia creciente a la “neutralidad genérica” es en lo que atañe al cuidado y crianza de hijes. “Los hombres se comprometen más con los hijos que con el hogar” (Wainerman, 2003, p. 213). Así, se observa una relativa estabilidad respecto de la distribución de tareas con respecto a la generación anterior, salvo en lo que respecta a la paternidad, que parece haber ganado valor social.

12. En la República Argentina, una conquista fundamental fue la sanción de la Ley provincial nº14.783 (Ley Sacayán) de cupo laboral trans en el año 2015 y, muy recientemente el decreto 721/2020 del poder ejecutivo que establece un cupo nacional trans, travesti y transgénero del 1% para el sector público.

13. Esta senda parece efectivamente promisoria, ya que en los albores del siglo XXI el “cuidado” comienza a conceptualizarse en términos de derecho humano, como un cuarto pilar del Estado de bienestar junto con la salud, la educación y el trabajo. Ello supone diseñar nuevas formas jurídicas capaces de regular el cuidado, entendido como derecho universal, para evitar así su asociación con grupos sexo-generizados (por caso, las mujeres; Pautassi, 2007).

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Luisina Bolla (luisinabolla@gmail.com) Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). Licenciada en Filosofía (UNLP). Becaria posdoctoral del CONICET. Integrante del Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (IdIHCS, FaHCE, UNLP). Profesora de Género y Derechos Humanos de las mujeres en la Maestría en Derechos Humanos (UNLP). Docente en las cátedras de Filosofía Social y de Epistemología y Metodología de la Investigación (UNLP). Entre sus últimas publicaciones, se encuentran: “Narrativas invisibles: lecturas situadas del feminismo materialista”, La Aljaba, vol. XXIII, Universidad Nacional de La Pampa, 2019 (en co-autoría con María Luisa Femenías); “Genre, sexe et théorie décoloniale: débats autour du patriarcat et défis contemporains”, Les Cahiers du CEDREF, n° 23, Universidad de París, Francia, 2019; “Género y currículum en disputa. Reflexiones sobre prácticas y saberes universitarios”, Tempo & Argumento, v. 12, n. 30, Universidade do Estado de Santa Catarina, Brasil, 2020 (en co-autoría).

Recibido: 14 de febrero, 2021

Aprobado: 3 de diciembre, 2021


Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LXI (160), Mayo-Agosto 2022 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589