Fernando Wulff Alonso

Los períodos de formación del pensamiento indio: notas no esencialistas

Resumen: Se analizan los orígenes y consecuencias de cuatro aspectos esencialistas en la imagen del mundo “Védico-hinduista” en la antigüedad india: 1. Evolución orgánica y sin rupturas. 2. Hegemonía. 3. Una evolución sin contacto ni participación en componentes comunes con otras corrientes religiosas. 4. Aislamiento respecto al exterior del Subcontinente.

Palabras clave: India antigua, hinduismo, Veda, budismo

Abstract: The origins and consequences of four essentialist aspects of the “Vedic-Hindu” world picture in antiquity are analyzed: 1. Organic and unbroken evolution. 2. Hegemony. 3. An evolution without contact or participation in common components with other religious currents. 4. Isolation from the outside of the Subcontinent.

Keywords: Ancient India, Hinduism, Veda, Buddhism

Lo que sigue parte de la base de que la historia del estudio del pensamiento de la India en sus primeras fases ha adolecido de una insuficiente reflexión crítica (1). La tendencia ha sido a incidir, en primer lugar, más en la continuidad que en las rupturas entre el mundo védico y los mundos religiosos posteriores que se emparentan con él, lo que llamaré en adelante el mundo védico-hinduista. En este concepto incluyo además de los dos nombrados, en medio, el “brahmanismo” junto con las reflexiones y prácticas que van a parar a las Upaniṣad. Los Veda constituirían el marco, la base, a partir de la cual habría una evolución que en muchos casos se veía como ya presente en embrión en ellos.

En segundo lugar, se ha supuesto de partida una hegemonía original del primero en la India septentrional que está muy lejos de haber sido comprobada y la consiguiente hegemonía de los que se define como sus continuadores, mantenida en el tiempo. Por poner un ejemplo muy común: solo desde esa perspectiva se puede entender el budismo o el jainismo como reacciones frente a la ortodoxia brahmánica.

El tercer rasgo es concebir un desarrollo en el que no interviene significativamente su contacto o participación en componentes comunes con otras corrientes religiosas. Y esto, referido a la antigüedad (budismo, jainismo…) se sigue aplicando después (islam, cristianismo y la propia adaptación a la mirada europea y evoluciones posteriores…).

A esta minusvaloración se une un cuarto rasgo: ha habido y hay una enorme dificultad para evaluar la posibilidad de influencias externas al Subcontinente en este campo de lo religioso y lo filosófico como, por otra parte, en todos los demás.

Estos principios incluyen un origen preciso y con frecuencia exaltado, continuidad, hegemonía y una evolución por procesos substancialmente endógenos sin influencias coetáneas o externas significativas. Son principios típicos y participados de los modelos esencialistas.

Tan importante como estos puntos es el problema de la temporalidad en la que se piensan. Todo ello se producía sobre una doble debilidad en los marcos histórico-cronológicos, sobre dos andamios precarios que se apoyaban mutuamente. A falta de marcos histórico-cronológicos sólidos para la propia historia del Subcontinente, se usaban unas cronologías supuestas para esos textos de la tradición védico-hinduista en la sucesión que se les imaginaba y dándolos por comunes. Es aquí donde se entiende que durante mucho tiempo se dividieran los orígenes de la historia india en una época védica, una época brahmánica y hasta en una época de las épicas, con cronologías que ni siquiera dieron ni podían dar lugar a ningún tipo de consenso entre los estudiosos.

Antes de seguir con su desarrollo, conviene precisar una de las características más interesantes de este modelo: es un producto puramente europeo en su formulación.

Al contrario que en otros lugares como China, el mundo del Subcontinente carecía de una historia propia organizada cronológicamente que hubiera tenido cierta pervivencia a lo largo del tiempo y hubiera podido ser transmitida. La extinción del budismo en el Subcontinente en la Edad Media impide saber con certeza lo que sospechamos: que, en paralelo a otras corrientes al estilo del jainismo, que sí ha tenido continuidad hasta hoy, tampoco la tenía. Por su parte, la historiografía islámica, aparte de otras consideraciones, no servía para tiempos tan previos a su propia llegada a la India. Todo apunta a que en los mundos de la tradición védico-hinduista se pudieron desarrollar historias de reinos, inscripciones y otras rememoraciones del pasado, como en tantos otros reinos del mundo, pero no esa historia con continuidad que sí hay en China y que allí se pudo integrar en los modelos occidentales.

Al mundo de la India de los siglos XVIII y XIX no ha llegado una perspectiva histórica ni una historia comparables ni a la China ni a la Occidental. Todo esto tiene que ver con algo en lo que, de nuevo, China puede servir de contraste: la falta de unidad y de continuidad. Para empezar, antes del imperio inglés no había habido nunca unidad política en el Subcontinente. Una de las escasas aproximaciones había sido la del budista Aśoka, el célebre emperador del siglo III a.e.c. y la otra la de los mogoles musulmanes en la Edad Moderna.

Sin salir de la Antigüedad, el panorama político y étnico que se nos presenta es más que fragmentario. Los lectores excusarán la pesadez de unos párrafos someramente descriptivos y, espero, agradecerán al menos que sean someros. El desarrollo de sociedades urbanas en el Ganges no está constatado hasta alrededor del siglo VI-V a.e.c. Lo más antiguo que podemos datar con cierta seguridad es la instalación del imperio persa en las fronteras del Indo y Asia Central en la segunda mitad del siglo VI a. EC. La falta de claves cronológicas para ubicar procesos se hace evidente solo con recordar que las fechas del VI-V a.e.c. para la vida de Buda, de la que contamos con fuentes de gran interés procedentes de su tradición, han pasado a ser replanteadas hasta apuntar más a los siglos V-IV a.e.c. La llegada de Alejandro Magno en el último tercio del s. IV a.e.c. nos hace reafirmar la idea de la existencia de diferentes reinos, a los que se sumarán pronto reinos griegos en el Occidente y Asia central. Hay ahora fuentes grecorromanas que nos hablan de la India.

El general de uno de ellos, Sandrákottos o Candragupta, conseguirá hacerse con el poder y establecer un poderoso imperio, el de los Maurya, del que será rey el mencionado Aśoka, su nieto, generador, entre otros, de una teología política budista de largo alcance.

Tras su muerte y ya en el s. II a.e.c. constatamos todo un conjunto de efectos de la posición del Subcontinente en el centro del Continente Euroasiático. Sin salir de gentes de procedencia externa, tenemos la conquista de partes del norte de la India por uno de los reinos helenos herederos de los que constituye Alejandro en el Oeste y en Asia Central, en particular en la Bactria; la formación de Estados por los nómadas escitas ‒Śaka‒, uno de ellos en las zonas marítimas Occidente de la India; otro reino constituido por partos, que proceden del Oeste, del reino de Partia que sucede al reino helenístico de los Seleúcidas; y el reino más trascendente de todos, el de los Kuṣāṇa. Fue el dominante en el norte de la India desde algún momento del s. I a.e.c. hasta el s. III e.c. y estaba formado originalmente por los Yuezhi, grupos de nómadas indoeuropeos provenientes de las fronteras occidentales de China, de donde habían sido expulsados por los grandes rivales nómadas de los chinos, los Xiongnu (de donde la palabra hunos, por cierto).

Añadamos a esto, reinos constituidos por dinastías indígenas en el norte, como los Śuṅga (s. II-I a.e.c.), o los Sātavāhana en el Decán (II a.e.c.-II e.c. aprox.) y los aún más elusivos reinos del sur tradicionalmente conocidos como Pandya, Chera y Chola, fruto del impacto de los reinos del norte, pero, sobre todo, de un comercio ultramarino bien testificado desde, en particular, el siglo I a.e.c. en adelante. Añadamos, además, ya fuera de la India pero muy conectado, el reino budista de Ceilán. Cuando los Kuṣāṇa dejan de ser dominantes hay otra dinastía, los Gupta, que se hace hegemónica en el norte en los siglos IV al VI. Es un modelo no unitario, con reinos subordinados y que entra ya en decadencia en el V para luego desaparecer a manos de una rama de los invasores hunos.

Sobre la base de todo esto, podríamos preguntarnos de qué proceso de continuidad histórica vendría la posibilidad de ese relato unitario del que carecemos. Otra pregunta sería si cabría que se hubiera basado, si no en esa unidad o continuidad política que no existe, en la unidad de la que hubiera provisto una tradición cultural.

Quien haya leído lo anterior puede quizás haberse sorprendido de un hecho: la tardía formación de una sociedad urbana en el ámbito del Ganges-Indo (s. VI-V a.e.c.). Piénsese que hay continuidad de sociedades urbanas en China desde alrededor del siglo XII a.e.c. y en el Próximo Oriente y Egipto desde finales del IV milenio a.e.c.. Dos viejas culturas urbanas en la zona del Asia meridional, la del Indo (segunda mitad del III milenio a.e.c.) y la de la Bactria-Margiana (primera mitad del II milenio a.e.c.) llevaban muchos siglos desaparecidas.

Con todo, hay otro hecho aún más sorprendente: no hay constatación de escritura hasta que el emperador Aśoka en las décadas centrales del siglo III a.e.c. la hace inventar junto con la epigrafía en el contexto de unos intereses en los que se mezclan el proselitismo budista y el papel político-religioso que asume como rey defensor de la ley budista y el buen orden. En adelante la vaguedad sobre las fechas en las que ubicar la historia del Subcontinente afecta con no menor impacto a las de las producciones escritas.

No hay razones para suponer que los mundos políticamente divididos que hemos apuntado no lo estuvieran también en el ámbito lingüístico, cultural o religioso La tendencia actual es a considerar que la aplicación a la literatura del sánscrito depurado que luego devendrá clásico no se produciría antes de los dos siglos que basculan alrededor del cambio de milenio (ver Pollock, 2006). Pero entre las escasísimas producciones escritas de las que tenemos noticias y que podemos ubicar con cierta seguridad en ese momento, no podemos considerar seriamente la presencia de literatura histórica de envergadura. De este sánscrito, de esa culta variedad que sirve para que gentes de lenguas y doctrinas distintas participen en un juego cultural compartido, nos llegan, siempre con el problema de la cronología de fondo, obras de teatro, por ejemplo, pero no historiografía.

Se entiende que estos contextos históricos y culturales tan complejos, variados y discontinuos no favorecieran la generación de una historiografía que transmitiera una perspectiva, diríamos, unitaria. Otra cosa distinta es la idea del carácter original de lo védico, de la continuidad de lo védico-hinduista e incluso de que otras corrientes religiosas fueran consideradas como posteriores y heterodoxas o degeneradas, que está presente en esta tradición y que de hecho se inventa en los tiempos que contemplamos aquí, como apuntaré después. Pero tampoco la proyección de esto en un esquema temporal utilizable en perspectivas más globales pudo darse antes de la llegada de los europeos, los ingleses en particular.

Así pues, los occidentales que se enfrentan al problema del lejano pasado de la India no lo tienen fácil. Construir uno es imperativo en una cultura que se define como representante del progreso y del saber. Definir el marco de lo que von Stietencron (2005, pp. 125-226) llamaba The preconditions of Western research on Hinduism and their consequences, se hace también imperativo aquí. Y éste ha de empezar con el imperialismo inglés, basado hasta mediados del XIX en el modelo de explotación de la Compañía de las Indias Orientales, un modelo que, como es costumbre, genera a la vez distancia, y superioridad, pero también conocimiento. Empleados, militares y clérigos tienen un lugar preferente en ese juego, así como organismos como la Asiatic Society of Bengal, antes de que su generalización como forma organizada de saber en las universidades europeas. El motín de 1857 y su represión cambian las cosas en muchos sentidos, pero no precisamente todas para bien.

En el Próximo Oriente la ruptura radical con el pasado desde los reinos helenísticos y Roma hasta el mundo musulmán había impedido cualquier continuidad, pero al uso de la Biblia y fuentes greco-romanas se fue añadiendo la naciente arqueología y una filología que permitía interpretar inscripciones y textos cuneiformes. En China, como apuntaba, había habido continuidad y una historiografía razonablemente fiable y utilizable. En la India donde el proceso de ruptura no había sido tan grande como en el primer caso, no había sin embargo ni recursos arqueológicos o epigráficos ni una producción historiográfica comparables. ¿Con qué se podía contar? Recordemos que no hay ya budistas y que el mundo islámico es concebido como un rival del cristianismo y de la misma Europa, además de que su mundo no es el de la antigüedad.

En la India que ven los europeos hay dos componentes visibles que atraen inevitablemente la atención: los modelos religiosos a los que se pretende entender desde el cristianismo como eje de lo que una religión es o debe ser y las tradiciones literarias escritas y orales ligadas a las lenguas locales.

Es precisamente el intento por entender de manera unitaria ese mundo religioso complejo el que lleva a la extensión de un término no nativo para abarcarlo, “hinduismo” y es la aplicación de una perspectiva desde el cristianismo la que lleva, por ejemplo, a hacer de una Bhagavadgītā muy reconstruida el libro doctrinal necesario para que cuadre en sus esquemas de lo que una religión debe ser. El otro lado del proselitismo cristiano es la exigencia del conocimiento de lenguas, aunque no sea el único interés en juego en la curiosidad que éstas suscitan.

El descubrimiento y exaltación del sánscrito, concebido en su origen incluso como cercano a la lengua indoeuropea original, unido algo más tarde al de las de las lenguas drávidas, va ligado al de una literatura religiosa en la que, por poner un primer ejemplo, las Upaniṣad ‒por muy mal que fueran traducidas y quizás más si eran mal traducidas pero bien adaptadas‒ vienen a conectar con corrientes tan importantes como el romanticismo o las tendencias espiritualistas y las protestas ante el avance inexorable del mundo moderno. En la misma línea, los himnos védicos no solo eran fascinantes desde la perspectiva de los arcanos de la lengua, y del indoeuropeo, sino por el juego que daban, por ejemplo, a la hora de considerarlos como expresiones inmediatas del alma poética de los antepasados indoeuropeos, en contextos donde, además, los textos homéricos fascinaban y eran utilizados en claves de identidad helena y occidental.

Era inevitable el encuentro con la fuente donde confluye el sistema de castas que parece dominarlo todo, el saber religioso y, en particular, los conocimientos de lenguas y escrituras: los brahmanes. Los interlocutores de los jesuitas en la China del XVII y XVIII habían sido los letrados confucianos. En la India los brahmanes eran especialistas cuyo componente sacerdotal era obvio, cuyos mejores exponentes podían dominar múltiples lenguas y escrituras, y cuya tarea como sacerdotes y eruditos era inseparable de un patrocinio que ahora podían asumir sin gran gasto los estudiosos occidentales. Aunque ni eran los únicos con conocimientos, eran necesariamente la llave de cualquier mirada a aquel pasado. Puede valer un caso para ejemplificarlo. Cuando el baptista William Carey hace traducir la Biblia a unas treinta lenguas indias, y hace fabricar, por cierto, moldes tipográficos por vez primera para la mayor parte de ellos, puede mantener para conseguirlo a unos treinta estudiosos indios, cada uno de ellos sabiendo tres o cuatro lenguas locales (Chatterjee, 2008, pp. 187, 197).

No deberíamos olvidar que los europeos no se planteaban a la hora de pensar las identidades e historias de los territorios que entran bajo su poder o influencia una tarea tan distinta de las que se planteaban en sus propias sociedades. En el comienzo del siglo el impacto de Napoleón había multiplicado las preocupaciones identitarias y azuzado los nacientes modelos nacionalistas. Se daba por hecho que galos, iberos, lusitanos, bátavos o germanos conformaban ya en el pasado la identidad presente y la tarea del historiador era seguir la historia de esos antepasados y de sus esencias originarias a través de vicisitudes como las invasiones. La vieja gesta contra Roma que Cervantes había ensalzado en su obra teatral La Numancia se representaba en la Zaragoza asediada por las tropas napoleónicas y se tradujo y leía en la Alemania que empieza a soñar con su unidad. De la Revolución francesa en adelante los germanos francos van perdiendo la batalla por el origen de los franceses frente a los galos y la ominosa derrota francesa que produce la unidad alemana en 1870-1871 los condena. Los modelos nacionalistas del XIX son esencialistas y exigen antepasados definidos.

Había que buscar una esencia, pues, unos orígenes, y su continuidad hasta el presente, por muy degradada que estuviera. El variado mundo de los brahmanes, tan variado como el de las miles de formulaciones religiosas que se percibían ya a primera vista, ofrecía los Veda y sus comentarios como el origen de sus saberes, un punto de partida en un tiempo lejanísimo y la pretensión de continuidad hasta llegar, cuando era el caso, a las divinidades hinduistas. Sobre esta aceptación básica, se trataba de articularlo en un modelo temporal aceptable.

Incidía en todo esto, además, otro componente muy relacionado en el que conviene insistir. Y es la necesidad casi intrínseca a los modelos nacionalistas y esencialistas de definir al colectivo en términos de rasgos de personalidad, de caracteres, una necesidad que se hace sentir a lo largo del siglo de muchas maneras.
A mediados de éste, por ejemplo, el fundador de la historia de Roma Theodor Mommsen discrimina entre pueblos capaces de unidad política o de creación cultural y los que no. El presente y el pasado se unen en imágenes precisas de los colectivos. Los viejos celtas, carentes de lo primero, tenían sus naturales continuadores en los irlandeses condenados a su sometimiento por quienes sí lo tenían.

Se ha señalado muchas veces que la definición de la esencia de la India en claves religiosas resultaba muy conveniente al dejar las cuestiones prácticas en manos de los ingleses y situar a sus habitantes en una categoría tranquilizadora y aparentemente constatable en la realidad visible y presente. A la vez, podía ofrecer una vía de identificación a éstos, cargada, además, del potencial de suscitar admiración por parte de quienes eran en la práctica sus señores.

Todo confluía también en los Veda, incluyendo esta esencia basada en componentes religiosos. Los estudios sobre la antigüedad de la lengua usada en los Veda y de sus componentes indoeuropeos hicieron el resto. En un contexto donde se asociaba la expansión de las lenguas indoeuropeas con la llegada de pueblos invasores era lógico ubicar los orígenes de todo en la consiguiente invasión por grupos indoeuropeos que los traerían consigo. La distribución de las lenguas indoeuropeas y sus fronteras con el mundo dravídico, unido a las diferencias de color de piel entre el Sur y el Norte de la India aparentemente lo abonaban, aunque el tiempo haya mostrado el carácter engañoso de todo ello.

Tenemos, pues, un origen y unos ancestros, llenos de virtudes, si no de los de la civilización, sí los que derivaban de sus orígenes étnicos y que serían visibles, por ejemplo, en la misma arcana profundidad poética de los textos védicos.

A partir de aquí se abrían muchas posibilidades interpretativas. Me interesa recalcar, muy brevemente dos, pero solo para dejarlas atrás y seguir con las aplicaciones prácticas del modelo a la hora de pensar ese panorama poco abierto a entender rupturas, participaciones e influencias que buscamos explorar. La primera es que permitía muy distintas miradas desde el colonizador. Así podía muy bien entender los procesos que siguen a la llegada de los grupos que traen los Veda, la reencarnación, por ejemplo, como un proceso de degradación unido a la fusión con las creencias de los indígenas previos, una, digamos, barbarización tan temida como la de la propia disolución de lo británico entre los centenares de millones de indios.

La segunda es que no solo ofrecía a los colonizados la satisfacción de reconocerles identidad y grandes potenciales espirituales. También les daba unos orígenes, unos ancestros con virtudes notorias, emparentados además con los de los colonizadores y hasta una continuidad que llegaba al presente y con toda la apariencia de la solvencia y la homologación científica de la academia de la época. Y todo ello implicaba fundamentar una unidad que nunca se había pensado, ni se había podido pensar, en términos ni lejanamente parecidos.

Es cierto también que a algunos les daba más que a otros. Los brahmanes podían ser considerados como los descendientes directos de aquellas gentes indoeuropeas. Y, como suele ocurrir en estos procesos, pero de una manera más clara, una zona se privilegiaba frente a otra, el Norte indoeuropeo frente al Sur dravídico y conquistado. Esto generaba una contradicción a la hora de sus usos en la construcción de un modelo nacionalista indio suficientemente integrativo. De los miembros del grupo considerado nacional unos eran invasores y otros invadidos. En los últimos años se ha intentado resolver negando la invasión y haciendo, por ejemplo, del sánscrito y del mismo indoeuropeo productos de la India: el nativismo se multiplica y se hace inclusivo.

Es cierto también que, una vez evitado este escollo, la identificación de la esencia india con el mundo védico-hinduista sigue dejando en la condición de ajenos a las esencias patrias, de extranjeros ‒si no de invasores‒ a todos los demás, en particular a los millones de musulmanes. Éste es un objetivo del todo consecuente con unos colonizadores que, como apuntaré algo más al final, construían su modelo esencialista contrastando su propio papel con el de un mundo musulmán que se dibuja en claves de estancamiento, retroceso y pérdida frente el iluminador progreso traído por la dominación inglesa. El efecto de esto a la hora de identificar lo indio con los “hindú” no necesita comentario y ha acabado por estallar en el mundo ideológico hinduista dominante en la India de hoy que se ha apoderado de una definición de la esencia nacional convenientemente excluyente.

Antes de seguir, merece la pena hacer una breve parada para sintetizar lo previo cara a lo que sigue. Los estudiosos occidentales se enfrentaron al problema de construir una imagen del desarrollo de la antigüedad ‒y con ello de la esencia, de la personalidad original‒ del Subcontinente. Confluían muchos intereses en la construcción de un modelo que base sus orígenes en el mundo védico. Aplicando los mismos modelos que se aplican para otras culturas, incluidas las europeas, se busca lo perenne, su continuidad, y se encuentra en el mundo religioso que seguiría a éste, al que se le aplican también los presupuestos de su persistencia, generalización, hegemonía y de una evolución substancialmente endógena.

Como es bien sabido, los Veda propiamente dichos se conservan en colecciones que incluyen otros textos que se consideraban posteriores, Brāhmaṇa, Araṇyaka y Upaniṣad. Era lógico que se les constituyera en parte de esa línea de continuidad buscada. También he apuntado que la carencia de marcos histórico-cronológicos sólidos para la propia historia del Subcontinente había estado en la base de que las cronologías supuestas para esos textos de la tradición védico-hinduista llegaran incluso a constituirse en épocas de la propia historia india hasta el punto de dividirse su historia en una época védica, una época brahmánica y de una época de las épicas. La imagen y el modelo de la época homérica no estarían muy lejos de aquí.

Es tiempo de señalar el hecho de que ninguno de los textos de esta tradición tiene una datación fiable ni siquiera aproximada. La fecha de alrededor de 1200 a.e.c. para la llegada de los indoeuropeos a la India con unos Veda ya elaborados servía de punto de partida y a partir de ahí se añadían los siglos que se juzgaban necesarios para las sucesivas creaciones. Nada de esto tenía, ni tiene, ninguna solidez, al basarse todo en los propios textos y sus interpretaciones. Conviene recordar que el Veda considerado más antiguo y venerable, el Ṛgveda, no es otra cosa que una selección de himnos que ni siquiera ofrecen una visión del conjunto de los modelos religiosos de fondo, sino los que se refieren a las divinidades contempladas en ellos y propias, por decirlo así, del género literario y cultual al que pertenecen.

El tiempo ha permitido también que vayan aflorando dudas sobre otros supuestos. Se acepta que hay fases distintas incluso en el mismo Ṛgveda; el Canto X, por poner un viejo ejemplo, tiene una referencia a las castas que es tenida por una interpolación. Por otra parte, unos textos de trasmisión oral como éstos no son realidades intocables y ni siquiera el mantenimiento de la arcana variedad lingüística que se muestra en ellos es una garantía de vetusta antigüedad. Finos expertos greco-helenísticos tenían que vérselas y que deseárselas para discriminar entre épicas escritas en griego homérico que escuelas y familias de recitadores, por ejemplo, podían crear siglos después.

Interesan menos aquí otros aspectos como lo discutible de lo impoluto de su vínculo con los orígenes indoeuropeos. Pero es bueno al menos señalar que la introducción en el sánscrito védico de toda una familia de consonantes, las retroflejas, que no existen en el indoeuropeo, pero sí en lenguas del Subcontinente, deja ver siglos previos de interacciones con mundos locales.

En lo que merece la pena insistir es en cómo se han ido demoliendo todos los intentos de fechar con alguna certeza tanto estos textos como los que siguen. De la misma forma, es evidente que buena parte de ellos están ligados más a una ortopraxia que a una ortodoxia, a colectivos de oficiantes profesionales que pueden ofrecerse para celebraciones, por ejemplo, sin necesidad de grandes acuerdos doctrinales previos con quienes los encarguen. Y ni siquiera exigen grandes acuerdos doctrinales en el interior de los diferentes grupos de brahmanes que los ponen en práctica.

Hay que añadir, además, que no hay ni una sola prueba de que ese mundo védico fuera hegemónico en amplias zonas de la India. Una cosa es aceptar la presencia, otra la homogeneidad y otra más la hegemonía, y más si ésta ha de entenderse en las claves de las hegemonías de las religiones del libro que inspiran las engañosas perspectivas sobre el concepto de “religión” dominante tradicionalmente en los estudios contemporáneos.

Pero si las ideas de su carácter indoeuropeo sin tacha ni mancha, de su homogeneidad, de su hegemonía, de su cronología y de la continuidad intocada de los textos a lo largo de los siglos presentan obvias debilidades, a nuestros efectos es aún más importante desarrollar otro aspecto, el que se refiere a los dos grandes cambios que protagonizan gentes que no dejarán de reclamarse de esta tradición, pero que en realidad la alteran radicalmente, la cuestión de lo que podríamos llamar la evolución endógena.

Hay dos grandes revoluciones participadas que han recibido de lleno el impacto de estos presupuestos, la que nos reflejan las Upaniṣad, ligada a la reencarnación y a las búsquedas espirituales correspondientes, y la que vincula la salvación con la devoción a una divinidad y que asociamos al hinduismo.

Lo adicionalmente interesante es que la idea de la continuidad de lo védico hasta el hinduismo que sostienen los estudiosos occidentales del XIX y que se ha heredado, a pesar de críticas, de muchas formas, la toman de los brahmanes que les informan, pero a su vez éstos la toman del momento fundacional en el que el hinduismo nace y de sus pretensiones inclusivistas de lo védico y de las propias doctrinas de las Upaniṣad, repitiendo el juego por el cual, a su vez, quienes habían protagonizado este último cambio tampoco habían renunciado a lo védico al sumergirse en un mundo de cambios.

Empezando por la primera de las dos, conviene incidir en que la reencarnación no estaba en los textos védicos. Cabe esperar en los grupos familiares brahmánicos el desarrollo de curiosidades, especulaciones, debates y competencias vinculadas a sus tareas profesionales como sacrificantes y a su progresiva sofisticación. Sin embargo, la idea de que la reencarnación surge a partir de procesos en el seno en esta tradición no tiene ninguna base sólida.

El que aparezca en la India, pero también en el mundo heleno ‒con Pitágoras. Sócrates y Platón, entre otros‒ ha dado lugar a muchas especulaciones sobre su origen. Ya Heródoto (2.123) consideraba que los griegos lo habrían tomado de los egipcios. Es bueno recordar que el siglo VI a.e.c. asiste a un proceso unificador del conjunto del Asia Occidental y Central que llevan adelante los medos y luego los persas. La presencia de ese imperio al Occidente puede tener mucho que ver con los cambios en dirección a la urbanización y constitución de Estados en el Norte de la India. Es un mundo que permite la circulación de ideas y renovaciones tan intensas como la que da lugar a la construcción contemporánea del ámbito judío post-exílico. La transmisión de estas ideas es cuando menos verosímil.

Sea como fuere, las fuentes budistas y jainistas nos ofrecen ahora la imagen de un mundo en el que se ha situado en el eje doctrinal esa novedad de la reencarnación y en el que se desarrolla una amplia comunidad de debates, competencias y prácticas, con el papel central del renunciante.

Puede ser útil señalar que lo que lo hace relevante ahora no es tanto su aparición como su articulación en un modelo compartido por muchos en el que se postula: a) la existencia de un componente en el ser humano que pervive a la muerte y que por comodidad podemos llamar alma y de b) reencarnaciones sucesivas, ascendentes o descendentes. c) La posibilidad de terminar con ellas, de un final, entendiendo que la vida es una mala experiencia que ni la muerte permite eliminar salvo tras una búsqueda y esfuerzo. d) La existencia de mecanismos a hallar para hacerlo, de un camino o caminos de virtud. Óptimamente, ese camino de virtud culmina, por lo general, en una iluminación, un hallazgo que permite la comprensión del mundo y el final de todo.

Como es bien sabido, lo que se manifiesta ahora es una gran complejidad de vías, tanto en los que se empeñan en su búsqueda directa (los rigores del ascetismo, la renuncia no ascética y la guía de un maestro…) como en quienes no lo hacen y acumulan méritos protegiendo a maestros y practicantes o asimilando esos modelos éticos en modalidades compatibles con la vida laica. Todo ello va asociado a doctrinas sobre las relaciones del cuerpo, el alma y el universo, el porqué de los diferentes caminos y el sentido mismo de la vida humana.

Las implicaciones son obviamente muchas, empezando por la multiplicación de especialistas religiosos, ya no solo brahmanes u otros grupos previos, y de la competencia en este campo. Y también pone sobre la mesa, en Grecia como en la India, dos cuestiones: el sentido de las viejas historias, con frecuencia poco aleccionadoras, de las divinidades politeístas unido al de su propio papel en un juego donde son fácilmente prescindibles y el mismo hecho del sacrificio de animales, es decir, de seres vivientes portadores de almas.

En el caso de las Upaniṣad los problemas de fecha impiden adicionalmente la pretensión de prioridad temporal sobre las otras tradiciones. De ninguno de las Upaniṣad que se pretenden más antiguos hay prueba sólida de que lo sean. Tampoco hay pruebas de que no haya habido ni reelaboraciones sucesivas ni interpolaciones. La posibilidad de una reproducción oral mecánica y exacta a lo largo de los siglos se reduce de manera evidente en el caso de aquellos que han llegado hasta nosotros en prosa.

En otros términos, se trata de textos difíciles y fascinantes que nos hablan de un proceso radical de cambio que tampoco hay ninguna razón para considerar ni homogéneo, ni hegemónico, y ni siquiera común a todo el mundo de la tradición védica. El desarrollo de sociedades urbanas con poderosos patrocinadores pudo haber supuesto un acicate a los cambios en general, de la misma manera que en esas comunidades urbanas se pueden haber generado nuevas necesidades, especialmente en determinados grupos. La vinculación entre comerciantes y expansión del budismo, por ejemplo, no es casual.

Los grupos de brahmanes, como otros, se adaptan en estos siglos a cubrir las que afectan a los reyes, empezando por las nuevas exigencias de la expresión y comunicación del poder. No me parece casual que en estos años se constate el sistema de castas en el que los brahmanes reivindican su primacía y la de los kṣatriya, guerreros y reyes, a los que a la vez legitiman.

Cabe esperar diferentes respuestas en su seno, así, las que protagonizan quienes se mantienen en el mundo védico original, exaltando el sacrificio y sus papeles, sin entrar en los nuevos juegos, o, en el otro extremo, los que dan un paso más allá, con la renuncia al sacrificio, por ejemplo, que les sitúa cercanos al mundo del budismo o del jainismo, y los que directamente se pasan a ellos o a otros.

Los textos de las Upaniṣad nos transmiten el eco de quienes no renuncian a los viejos rituales, textos y creencias y se adaptan las nuevas realidades. No abandonar la casta, ni sus pretensiones de superioridad y de intermediación exclusiva con lo divino, es una opción prudente, potencialmente rentable al seguir ofreciendo un modo de vida y compatible con unas doctrinas que quizás pueden justificar ya en términos de méritos acumulados en reencarnaciones previas la propia condición de brāmaṇa o de kṣatriya. Esto no les libra de problemas, por ejemplo, el de lidiar con la conversión del asceta, el renunciante total, en un modelo a seguir y la difícil compatibilidad de la condición de renunciante con el mantenimiento de las familias brahmánicas.

En cualquier caso, mantenerse en la tradición implica la necesidad de borrar el impacto radical de una ruptura ideológica que supone la inclusión de los cinco puntos señalados y de bombas de profundidad tan intensas como la puesta en cuestión de las viejas divinidades. No es tampoco casual que ahora adquiera relevancia una divinidad redimensionada ‒Brahma‒ y nuevos personajes de narraciones, como los maestros y renunciantes brahmanes que finalmente devendrán personajes cargados de poderes maravillosos. Con ello habrá también equivalentes no solo a los grandes fundadores históricos de las perspectivas rivales, Mahāvīra y Buda, sino de quienes según los relatos de estas tradiciones los habían precedido, como los Tīrthaṅkara del jainismo o los Iluminados previos a Buda.

Desde su perspectiva no hay ruptura con el pasado y las propias doctrinas se proyectarán a los tiempos más remotos, entre otras cosas a través de situar en ellos a esos brahmanes y maestros. La capacidad de integrar, asimilar y domesticar lo nuevo y de presentarlo como tradicional y hasta de defender la propia prioridad en ello no debería sorprendernos. Este camino se multiplicará en la segunda gran ruptura.

Uno de los componentes más dignos de ser resaltados en la historia de los estudios referidos a la India antigua es el del constante rebaje de las cronologías desde el siglo XIX hasta hoy. En pocos casos se ha hecho más visible que el que se refiere a la segunda revolución, el surgimiento de lo que se puede definir como el primer hinduismo, que antes he apuntado se identifica como el movimiento religioso que sitúa el eje de la la vida religiosa en el vínculo entre el fiel y una divinidad ‒Viṣṇu-Kṛṣṇa, Śiva o la Diosa, en particular‒, vínculo que se asocia al amor, la devoción y la entrega, por un lado, y a la promesa de salvación por el otro, promesa que incluye un más allá con el final del proceso de reencarnaciones.

El problema principal de las viejas dataciones era, de nuevo, la falta de bases sólidas sobre las que se hacían. No ayudaban a esto las dataciones igualmente injustificadas de las dos grandes épicas indias, que son en realidad las primeras fuentes sólidas de su existencia.

El Mahābhārata y el Rāmāyaṇa han sido mayoritariamente entendidos por la investigación occidental, a partir de la aplicación a ellas de los modelos imperantes en el siglo XIX sobre la épica homérica, como obras colectivas, acumulativas en el tiempo, frutos del Volksgeist de los pueblos que lo produjeron. Autores como Madeleine Biardeau (1976; 1978) o Alf Hiltebeitel (1991; 2001; 2016) plantean ambas obras como unitarias, o substancialmente unitarias, con una datación en los siglos inmediatos al cambio de era. Incluso quienes creen en una obra acumulativa (del IV a.e.c. al IV e.c. en la versión más tradicional para el caso del Mahābhārata, ver Hopkins 1901) consideran mayoritariamente los componentes ligados a la bhakti, la devoción, y a Kṛṣṇa como interpolaciones y reestructuraciones tardías.

Se ha puesto en duda con buenos argumentos, además, el carácter oral de ambas obras, entre otras cosas porque no hay ninguna prueba en absoluto de la existencia de una tradición épica oral previa. Las dos aparecen como una creación sin precedentes y, precisamente, en el momento en el que, como hemos visto, empezamos a tener índices de que un sánscrito depurado se empieza a emplear en creaciones literarias.

Para entender estos procesos nos deberíamos situar en esos vertiginosos momentos de cambio que antes he apuntado y que se abren, en particular, tras Aśoka a mediados del s. III a.e.c.. Aparte de la llegada e instalación de gentes externas, incluyendo helenos, y la fragmentación anterior a los Kuṣāṇa, con la que éstos, por otra parte, no terminan, hay que contar con otros factores adicionales.

Basta señalar cuatro: a) la apertura definitiva del Subcontinente al mundo griego y Mediterráneo en el siglo IV a.e.c. y la continuidad de vínculos diplomáticos y de todo tipo con él, bien visible en el caso de Aśoka y sus predecesores. b) El mantenimiento y potenciación de las rutas por tierra hacia el Mediterráneo a través del mundo parto, lleno, además, de una red de ciudades griegas fundadas por Alejandro o los Seleúcidas. c) La apertura por el emperador Wu de la dinastía Han a finales del siglo II a.e.c. de los caminos desde China hacia el Asia Central por el desierto del Taklamakán y la cuenca del Tarim, es decir, la conexión definitiva del continente euroasiático y la generación de la Ruta de la Seda.
Recordemos que los Kuṣāṇa provienen de esas fronteras chinas y que de hecho la apertura de la Ruta se asocia con el proyecto de Wu de que luchen con él los Yuezhi, de los que proceden, contra sus comunes enemigos los Xiongnu. La arqueología y otras fuentes siguen dándonos sorpresas sobre las implicaciones culturales de todo esto, en especial en Asia Central (Hansen, 2012). La confluencia del control romano del conjunto del Mediterráneo, incluyendo la conquista de Egipto, y del descubrimiento del uso de los monzones para viajes y tornaviajes directos entre el Mar Rojo-Arabia y la India es clave. Se constituye así una ruta marítima polifónica que abarca el conjunto del Océano Índico y que contribuye mucho al cambio de las dinámicas de las zonas que participan en él, incluyendo el conjunto de las costas indias, occidentales y orientales. Pronto seguirá hacia el Sureste Asiático y China y, como es lógico, potenciará las rutas terrestres, en particular Indo arriba.

La India se encuentra, pues, en medio las redes que unen el conjunto del continente euroasiático en un contexto donde, además, los lenguajes artísticos en la plástica y la literatura son helenísticos, primero, y helenístico-romanos, después.

No son tiempos pasivos culturalmente tampoco fuera de ella. Centrándonos en la cultura escrita, el lado occidental, el Mediterráneo asiste al mayor proceso de unificación de su historia y, a la vez, en el siglo I a.e.c. a una reestructuración radical de la cultura romana, empeñada en acercarse a la griega en conocimientos, calidad artística, de pensamiento, de técnicas y en una lengua normativa que teóricos como Varrón o autores como Cicerón o Virgilio definen y adaptan. Las decenas de manuales sobre diversos saberes que Varrón escribe en latín son un buen ejemplo. Todo ello acompañará al imperio de Egipto hasta el Rin. A la vez va ligado a una reestructuración de la cultura helena en su segundo gran momento de erudición tras lo que había supuesto la Biblioteca de Alejandría, ahora centrado en Roma, con un paralelo proceso de depuración de la lengua en dirección a los viejos modelos áticos. Todo esto marcará la historia de los siglos que siguen. Al otro lado, por cierto, se produce un fenómeno similar en la China Han: síntesis de la cultura anterior, miradas clasicistas al pasado, recopilaciones y depuración de la lengua. Hay muchos referentes que seguir.

Es difícil entender por qué los diferentes mundos de la India iban a ser refractarios a adoptar componentes procedentes de esos espacios externos o a inspirarse en ellos para los cambios que sabemos que tienen lugar. No faltan gentes ni razones para el contacto. Basta mirar al llamado arte greco-búdico para darse cuenta de que no es así. El arte budista que seguirá el camino de la propia expansión del budismo hacia el norte y Este por la Ruta de la Seda no es más que una más de las adaptaciones de ese arte grecorromano internacional. Los Kuṣāṇa distan mucho de ser los únicos ejemplos. No es arriesgado suponer que, como en el caso de Aśoka, el budismo lleve la delantera en las grandes adaptaciones de instrumentos culturales en base al proselitismo que lo caracteriza. No seguirlos en la tarea hubiera resultado suicida.

La competencia religiosa no era compatible con la pasividad ante todo esto. La idea de que los procesos que tienen lugar en el mundo de la tradición védico-hinduista se producen sin contacto con lo que ocurre en el mundo budista o con la cultura grecorromana se muestra particularmente frágil aquí.

Su aceptación y defensa por los estudiosos hindúes desde el XIX en adelante se entiende en parte desde una perspectiva nacionalista en la que el peso de la herida del imperialismo inglés, y de las culturas islámicas posteriores, impide la aceptación de influencias de sus supuestos antepasados greco-romanos. En el caso de los estudiosos occidentales que lo negaron, antes de que esto se convirtiera en dogma dominante en la Academia y por tanto en algo automático y difícilmente cuestionable, esta negación jugaba más con la peligrosa idea de una diferencia literalmente esencial que hacía que los indios del pasado no pudieran aceptar componentes procedentes de gentes con otros modelos estéticos y de racionalidad. Algo había en esto también de la pérdida de brillo de la imagen de la India a lo largo del XIX y de adicional oscurecimiento ante la realidad del fracaso del imperio inglés en hacer de los indios los súbditos pasivos y agradecidos que quería.

En todo caso, esa negación siguió siendo el punto de partida, ligada a la búsqueda a fortiori de argumentos para apoyar la continuidad del espíritu nacional, esto es hinduista, al que, por ejemplo, se le hacía esperar tras Aśoka, e ir saltando de los brahmánicos Śuṅga a los meridionales Sātavāhana. Al final esperaba el florecer en la supuesta edad de oro hinduista de los Gupta (Lorenzen, 1990). En ese juego, los brahmanes representaban lo que un, por lo demás, brillante estudioso, Vittore Pisani, llamaba la resistencia del espíritu nacional, los creadores de perspectivas religiosas que habrían supuesto su adecuada expresión (Pisani, Mishra, 1970, p. 57).

Volviendo al núcleo de nuestro interés aquí, el cambio hacia el hinduismo presenta paralelos en el mundo heleno y en el mismo budismo. Es un fenómeno global que se inscribe dentro de la expansión de religiones universalistas de salvación por el mundo indo-mediterráneo (Laine, 1989, p. 280) y que no se queda allí.

En el mundo romano es bien sabido que las religiones mistéricas se multiplican y readaptan en la época imperial, ofreciendo lo mismo: devoción, entrega y más allá para el buen fiel. Cultos como los de Isis o Mitra se adaptan y extienden por todas partes, y también sin necesidad de negar a los dioses previos. Pero son ellos los que ofrecen otro mundo como recompensa, reestructurando el sistema de valores religiosos del fiel.

Más interesante aún, el budismo experimenta por estos años un cambio radical que definimos como el proceso de desarrollo de la corriente Mahāyāna. De nuevo aquí las incertezas cronológicas obligan a la vaguedad, pero tampoco excesiva. Se abren paso componentes que podemos calificar como claramente devocionales. Se construye la idea de que los Budas son mucho más que humanos que llegan en la tierra a la iluminación y señalan el camino a otros para hacerlo. Los bodhisattva serán ahora seres ya iluminados que deciden reencarnarse una y otra vez para ser guías de los demás y que responden a la devoción del fiel con dones espirituales y hasta con la consiguiente liberación.

Uno de los aspectos interesantes de esto es que va unido de manera natural a la multiplicación de recursos narrativos. Tenemos historias literarias de la vida del Buda Śākyamuni, y de otros, que pueden ser leídas, inspirar a los devotos e incluso crearlos, pero también se pueden expresar las nuevas corrientes en modelos iconográficos, narrativos y no narrativos, abiertos a todos y desplegados en centros de peregrinación y stūpa. Las imágenes devienen un vehículo de devoción de primer orden. El triunfo de este budismo en la Ruta de la Seda y, de manera aplastante, en la China que vive momentos críticos tras la dinastía Han hace el fenómeno de la globalización de estas tendencias en el Continente euroasiático aún más interesante.

La confluencia de todo esto con los componentes que se consideran típicos del hinduismo no necesita comentario, incluyendo divinidades muy específicas (ya no sirven los viejos dioses politeístas), fieles, devoción y salvación. Nos interesa menos aquí cómo se acaba proyectando esto en el recurso, tendencialmente obligado, a nuevas fórmulas narrativas en la plástica. La punta de lanza son los nuevos textos.

El Mahābhārata, como apuntó Madeleine Biardeau, es el primer monumento de la bhakti. No parece casual que en él haya dos personajes divinos sobrenaturales que mueven la trama, y que uno sea ni más ni menos que el dios supremo que, como un bodhisattva, se encarna para conducir a los humanos en la dirección deseada. Que el otro sea un gran asceta, Vyasa, no deja de apuntar a la integración del mundo inmediatamente previo. El papel secundario de los dioses convencionales ahonda en los ya hollados caminos que llevan a su desaparición.

Como nada había en el mundo de los Veda originales que apuntara a las doctrinas de las Upaniṣad, tampoco hay nada en éstos que apunte al mundo de la bhakti y el hinduismo. El Mahābhārata defiende muchos caminos de salvación, entre ellos los de las Upaniṣad, además de las castas y los sacrificios védicos y, por supuesto, el ascetismo o la peregrinación. Pero ninguno como el de la entrega al dios que tan bien sintetiza la Bhagavadgītā.

Hay en él un modelo de monarca, Yudhiṣṭhira, que protege todo ello y más, a la sombra del dios supremo reencarnado. La historia, situada en el tránsito entre una generación de héroes que es exterminada y la nuestra, decadente, sitúa al dios y a ese mismo monarca iluminado en los orígenes del tiempo. Genera un modelo para los monarcas del presente y su tarea de tratar de frenar el avance inexorable de un mal que solo culminará con la extinción que el dios de todo protagonizará como prólogo necesario antes de iniciar un nuevo ciclo.

Ha llamado la atención, por cierto, la inexistencia de budistas en aquel tiempo, que quedan así relegados a ser parte de los nuevos productos de una era de decadencia. Debería llamar la atención más de lo que lo hace el que se construya esta imagen del presente en un tiempo tan lleno de reinos con dinastías de muy diferentes procedencias que cuadran bien con otra parte de esa imagen del mundo del futuro ‒es decir, del presente del lector‒ que lo presenta no solo como dominado por infieles, sino por extranjeros, hasta que las cosas den el vuelco que se anuncia.

Ante esta nueva revolución de la bhakti los brahmanes, y no solo ellos, se enfrentarán de nuevo al problema de si aceptarla o no. Nada lleva a pensar que hubo respuestas uniformes.

Lo que importa es que la pretensión de continuidad de lo anterior y de no contaminación del exterior, queda ya ahora construida, y para siempre, en el hinduismo. Y va unida a una nueva y pregnante reelaboración de la idea de una antigüedad y hegemonía prístinas. Una épica es siempre una operación en el tiempo. Los modelos que construyen requieren de pasado, pero no de historia.

Es de este mundo del que reciben los estudiosos occidentales las bases de su pensamiento sobre la India. La idea de que en la India se impone un modelo ajeno y colonial sin que intervengan los colonizados es de una inexactitud más notoria que en otros lugares. La identificación de una identidad colectiva y potencialmente nacional con una perspectiva religiosa local concreta ya excluye tan solo pensarlo. Basta para hacerlo evidente mirar la confluencia de gentes de los dos mundos, y muy bien intencionadas, en la reivindicación del siglo XIX en adelante de la necesidad de renovación del hinduismo o del alma hindú como la clave de la de la India. También es un lugar común aceptar que todo ello ha implicado reinvenciones de la tradición previa cargadas de implicaciones de todo tipo, reinvenciones que, una vez más, esconden todo tipo de rupturas.

En la India muchos y muchas veces han criticado la peligrosidad de la pretensión de confundir su historia y su identidad con las construcciones que hemos ido viendo alrededor del hinduismo y más de un hinduismo entendido de la manera rígida que se impone en el presente. Tres excelentes autores pueden servir de muestra de esta preocupación por el uso de la historia en esta dirección, Romila Thapar (2014), Amartya Sen (2005, pp. 56 ss.) y Martha Nussbaum, (2009, pp. 247 ss.).

No es tampoco un secreto que ese modelo construía en realidad tres fases a las que me he referido antes: una antigüedad dibujada en estas claves, la decadencia vinculada a los musulmanes durante el segundo milenio y hasta el siglo XVIII, y el período posterior. Como señala con gracia Subrahmanyam (2013, pp. 1-6), había una coincidencia a muchas bandas que llevaba hacia la búsqueda de una edad de oro en la primera y a preterir o denostar la segunda: entre orientalistas británicos y sus ayudantes indios empeñados en ver en el sánscrito la verdadera fuente de la cultura india, y entre reformadores indios que coincidían en las pretensiones británicas de renovar una India estancada por la vía de la modernidad y los que iban en busca de sus “verdaderas” raíces.

No es casual que la reevaluación de esa supuesta época estancada que tanto convenía al imperialismo británico, incida hoy en día también en la crítica a la imagen de una India aislada, identificada con el mundo del sánscrito y el hinduismo, así como en la negación de intercambios e hibridaciones, y más en un mundo presidido por todo lo contrario, incluyendo el papel de una cultura tan internacional y rica como la que se produce en persa (Eaton, 2019, pp. 3 ss.).

Como señalaba al principio, no estoy nada seguro de que se haya producido una suficiente puesta en cuestión de los componentes que han construido la imagen del mundo védico-hinduista en estos siglos iniciales. Ni evolución orgánica y sin rupturas, ni hegemonía, ni aislamiento respecto a otras corrientes de la época ni del exterior. El problema de la dificultad a la hora de aceptar el papel de las influencias externas en particular es sorprendente y el mundo académico occidental no es una excepción en absoluto.

Y esta puesta en cuestión es tanto más necesario cuanto que estudios en esta línea ayudarían no solo a la hora de comprender las realidades e interacciones en estos campos en el Subcontinente, sino también a la de aplicar los conocimientos adquiridos para intentar entender por qué se producen fenómenos que pueden llegar a abarcar el conjunto del Continente Euroasiático. Ni hubo un solo tiempo eje ni hemos aprendido todavía a entender el mundo con la flexibilidad que merece la riqueza de encuentros que nos ha puesto en la vía de llegar a ser en el futuro verdaderamente humanos.

Notas

1. Este texto sintetiza trabajos previos con el objetivo de intentar ofrecer algunos componentes que posibiliten pensar mejor los orígenes de la historia y de las cultura y religiones indias. He optado por no citarlos en nota para evitar cansar al lector, que los encontrará reflejados en la bibliografía.

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Fernando Wulff Alonso (wulff@uma.es) Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Málaga. Ha trabajado en estudios sobre República Roma en Italia y en las provincias hispanas; mito, épica y género; usos de la Antigüedad en las construcciones identitarias y nacionalistas; fuentes grecorromanas en el Mahābhārata y estudios sobre la primera globalización del Viejo Mundo alrededor del cambio de Era.


Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LXI (160), Mayo-Agosto 2022 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589