Hernán Mora Calvo
Sigmund Freud y un embrollo siempre implícito en su explicación acerca de Dios
Pero después de todo, al final de lo que es eterno: café, pan negro, los ritos de la alimentación que nos llegan de muy lejos-
(…) el sueño que sigue obstinadamente,
el espíritu incapaz de dejarlo irse-
todavía no vale la pena perder el mundo.
—Louise Glück: Sueño lascivo
Resumen: Establecer el sentido y dimensiones del tema de Dios en el pensamiento de Sigmund Freud es difícil y no se debe confundir con sus criterios sobre la religión. ¿En qué consiste el pensamiento freudiano sobre Dios y cómo se articula? ¿Se trata de un círculo vicioso o de un conflicto que progresa de definición en definición?
Palabras claves: Complejo de Edipo, conciencia, inconsciente, súper yo, yo, ello, pulsiones, sueños, hermenéutica, interpretación, parricidio
Abstract: Establishing the meaning and dimensions of the theme of God in Sigmund Freud’s thought is difficult and should not be confused with his views on religion. What does Freudian thought about God consist of and how is it articulated? Is it a vicious circle or a conflict that progresses from definition to definition?
Keywords: Oedipus complex, conscience, unconscious, super ego, ego, id, drives, dreams, hermeneutics, interpretation, parricide
El intento de este escrito es aclarar el concepto de Dios en el pensamiento de Sigmund Freud. El médico vienés desarrollo el estudio del inconsciente y de los trastornos afectivos y se vio en la necesidad de tratar de explicar el lugar de la religión en ellos, así como el papel de ésta en la formación del entramado social. Y ya desde aquí se puede encontrar un problema de tratamiento desde el mismo inicio, desde el mismo punto de partida a la hora de explicar el tema freudiano de Dios: confundir y no lograr distinguir entre el tema de la religión y el tema de Dios en Freud. Son dos temas y no uno; claro que ambos se entrecruzan, tarde o temprano; pero se trata de dos temas y no de un solo tema. Otro grave error en el punto de partida es asumir que carecer de religión o ser aprehensivo a la religión es idéntico a ser ateo. Se debe advertir que es posible rechazar toda religión y toda práctica religiosa y aun así ser ateo o no serlo, quiere decir, no creer en la existencia de Dios o afirmar para la vida personal (o incluso de cierta sociedad) la existencia de Dios o la posibilidad de la existencia de Dios. De igual manera hay que subrayar que sostener la existencia de un Dios (monoteísmo), en tanto afirmación de un ser existente, es similar a afirmar la existencia de varios dioses (politeísmo), pero también que entre ambas afirmaciones pesan diferencias de fondo. Ahora bien, al referirse al tema de Dios en Freud indiscutiblemente tenemos que contextualizar ese tema y sus respectivos contenidos en el considerando de las afirmaciones y negaciones relativas al monoteísmo. Freud está ubicado en la sociedad occidental de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX, sociedad vienesa profundamente católica y escasamente judía; y, por supuesto, para su bien o para su mal, Freud procede de una acendrada tradición judía, aunque muy liberal. Se deben tener seriamente en cuenta estos considerandos desde el inicio del tratamiento de este tema o vertiente freudiana.
Una nueva y final indicación. El propósito de este estudio es encontrar, o mejor aún, descubrir, desocultar los pensamientos de Freud acerca de Dios, hacerlos evidentes, ponerlos de manifiesto y para ello el único material es el legado de sus escritos y el examen de los mismos desentrañándoles paso a paso. Así, trabajando de esta manera y como adelanto aclaratorio, haciendo ese trabajo, es indiscutible y llamativo encontrar cómo una afirmación o negación freudiana se transforma o conduce a otra, cómo una afirmación o negación se sumerge en otra y permite establecer el sentido oculto de lo previamente afirmado o negado o de algo socialmente admitido. Esta manera de encadenar los sentidos, de anudar las afirmaciones y negaciones, no deja de aclarar los temas, pero, también los lleva a etapas o condiciones aporéticas. Y eso, eso precisamente es el embrollo que sugerimos.
Definición de embrollo
Es conveniente rescatar en aras de la claridad el significado del término embrollo. Se debe entender por embrollo un enredo, una confusión; el embrollo puede ser situado en un contexto específico al tratar de aclararse algo, pero no alcanzarlo; en este sentido, y en una situación semejante, el embrollo sugiere la imagen y la experiencia casi desesperante de una maraña que no termina de desenredarse y de un problema que con cada intento de aclaración conduce a nuevas oscuridades y así todo parece irresoluble o ineficaz o parcialmente irresoluble. En ese vértigo de la comprensión se buscan entonces siempre más y mejores respuestas…y la sensación es que no se logran.
En efecto, y siempre en atención a establecer los contenidos de la idea de Dios en el pensamiento de Freud, rescatemos los siguientes hechos biográficos que, en nuestro autor estudiado, intervienen como primeros “gatillos” y cadenas en lo que venimos llamando el embrollo de Dios.
Los primeros embrollos
La vida de cada quien es precisamente eso: la vida de cada quien. En la doctrina del psicoanálisis este dato (cada vida es una sola, cada vida es una única suma de experiencias y de manera de vivir esas experiencias) no es una simpleza, como a pareciese sin más. Todo lo contrario, se trata de un dato inmensamente primordial y necesario a establecer con la suficiente y más entera y competente certeza: cada paciente es un caso único; cada paciente es una subjetividad que es y será difícil de considerar, analizar y tratar con plena seguridad, profundidad, cabalidad. Esto es válido también para quien ha sido llamado padre del psicoanálisis e inicialmente (contra su voluntad) descubridor del inconsciente1.
Acotemos que la familia de Freud desciende de judíos alemanes muy liberales radicados en la Viena profundamente católica del siglo XIX; acotemos, además, que la católica Viena diferenciaba, de alguna manera a los judíos. Y desde este considerando entonces se entienden los siguientes eventos.
En primer lugar, Freud experimenta desde su niñez un fuerte espíritu de indignación hacia las actitudes de diferenciación de los cristianos hacia los judíos; indignación que se incrementaba cuando consideraba los inmensos esfuerzos que los judíos hacían para sobrevivir en una sociedad de mentalidad y de accesos cristianizados y subrepticiamente indiferente a todos los esfuerzos de superación y mejoramiento que los judíos realizaran.
Consecuencia de razón vital, biográfica: ¡qué difícil es admitir una convivencia con quienes, siendo estimados como virtuosos y nobles de corazón y además creyentes en un Cristo que invita al amor al prójimo, cercenan y obstaculizan tu superación personal e incluso el ejercicio de la carrera profesional y de la enseñanza universitaria en Viena! ¡Qué difícil pensar y sentir bien de ellos!
En segundo lugar, la niñera de Freud. Cuando Freud era niño y hasta joven universitario, su familia contó con una sirvienta, Monika Zajic2. Ernest Jones, biógrafo de Freud y a quien Freud terminó por no concederle mucha credibilidad y sí acendrada desconfianza desde el viaje a los Estados Unidos (1909), corrobora estos acontecimientos3. La sirvienta ingresó a Freud en la vida sexual; la culpa creciente en éste fue evidente. La niñera acostumbraba llevar a Freud a los eventos religiosos; y al decir también de Freud, él disfrutaba ir de las misas para remedar después al sacerdote y las maneras de predicar y analizar los textos sagrados; él decía sentirse un “sacerdote” y también “un buen Dios”. Sin embargo, en una Semana Santa, después de lo que consideró una dramática representación de la Pasión y un exasperante domingo de Resurrección, abjuró de todo entusiasmo por semejantes actividades; le dio pena y rabia tanto drama y tantas y tan variadas compunciones. Las manifestaciones religiosas cristianas las percibió tal y como ya consideraba a los ritos judíos: inútiles, cebados en la doblez de vida, insoportables. Principio de razón vital biográfica: no se puede amar con sinceridad lo que no es tuyo e incluso que es tuyo o fue tuyo; y mucho menos lo que va revestido de culpa y lo que identificas como ficticio, hipócrita y poco sincero. ¿Cómo consideró Freud esa su reacción? Como “despecho”; y sus consecuencias evidentes fueron el alejamiento total de todo modo de proclamación de fe o creencia y de toda forma de ritualidad. Así, Freud se vacunó de los ritos religiosos y de los razonamientos que en ellos iban implícitos, pero también se previno contra las distintas maneras de pensar y vivir de creyentes, fuesen judíos o cristianos.
El tercer elemento lo constituye la ciencia tal y como era considerada al final del siglo XIX europeo. La ciencia --que todo lo calibra y examina y que trabaja y crece a partir de hipótesis que progresivamente se aprueban o niegan--, sustituyó en él la vida religiosa o las necesidades sociales o personales de las seguridades ultramundanas. La ciencia llenó su vida y su vida la dirigió a la aspiración de ser alguien extraordinariamente famoso desde el ejercicio de la ciencia. Si su deseo inicial de ser una celebridad de la literatura su familia se lo había negado en atención a la imposible seguridad de futuras manutenciones, la ciencia le garantizaría por lo menos una situación de privilegio respecto a sus contemporáneos, siempre y cuando eligiera bien sus clientes. Si los médicos judíos eran mal vistos en Viena, tendría que ser uno extraordinario y genial.
Para lograr ese objetivo eligió prevenir a los científicos en ejercicio de sus posibles omisiones, aprendió a comprobar y defender con tenacidad sus ideas y a sentenciar que la medicina tocaría límites de impotencia sino lograba explicar el origen de las patologías, sobre todo las neurológicas y las que se estimaban mentales. Y aseguró, después de estudiar y trabajar con Helmholtz, Du Bois-Reymond, E. Brücke que, si la ciencia no se atreve a aclarar el papel de la mente sobre las enfermedades, tarde o temprano será pura literatura. Freud suponía que si los experimentos neurofisiológicos abrían nuevos caminos quizá las conductas humanas escondía un patrón superior a lo estrictamente anatómico; tal vez la vida psíquica hubiese de contar con una vida más allá de la consciencia y tal vez toda la vida consciente sería sólo un pálido reflejo de una realidad inconsciente.
De esta manera, el elemento científico atizó su “despecho” religioso y su firmeza contra todo sentimiento de creyente teísta. La ciencia y el procedimiento científico, llevados con una integridad y honorabilidad extremosas, abrirían el acceso a nuevas y fundamentales verdades, hacia una nueva manera de vivir más segura y civilizada. En la razón vital biográfica Freud se definió, consecuentemente, como arreligioso (sin religión) y como ateo (no acepta la existencia de un Dios, judío o cristiano); no a Dios, no a la religión; sin fe en Dios y sin prácticas religiosas. En resumen: él como científico y como hombre no le debe nada a Dios.
El embrollo de la obsesión religiosa
En 1907 Freud estableció que las actividades religiosas tienen todos los elementos para ser consideradas como actividades fundamentadas sobre condiciones de vida neurótica. Las obsesiones neuróticas serían la característica del ejercicio religioso. Y considerando ese ejercicio llegó a determinar que a partir de las actividades religiosas las obsesiones se evidencian tanto a nivel personal como colectivo: las masas pueden gozar y experimentar y sostenerse sobre fuerzas psíquicas comunes a todos los miembros, aunque es evidente que el origen de esos motivos es circunstancial. Quiere decir, que la vida psíquica de las actividades religiosas es una obsesión alimentada por el “contacto-contagio” social.
Si esa “inoculación” se imprime en la personalidad dejando su efecto como huella es a causa de la proximidad de cada quien con otros seres humanos; el contacto social no es inocente, desde la instancia cultural del super yo (familia, educación, grupo religioso) la contigüidad marca su impresión en la vida psíquica y por eso el inconsciente termina lanzando energía lesionada y que busca catalizarse en formas de placer; pero la resultante es un bumerang, se revierte en manifestaciones neuróticas hacia la vida consciente y el yo se torna en un ser agobiado por la continua culpa religiosa, por las impresiones subjetivas de pequeñez humana y de infinitud interior y por la argumentación social que le exige siempre nuevas expiaciones y ritos; por esas razones, aunque la religión libera al neurótico de algunas cargas, el creyente es también un ser siempre entre tormentos socialmente admitidos; así, quien se atreve a creer individualmente arrastra su religiosidad neurotizante y el grupo que le promueve asevera la conducta religiosa que promueve. En ambos casos, la actividad de la creencia se acerca a neurosis obsesiva y a la violencia contra la dignidad personal4. Por lo tanto, en estos casos, según Freud, la función de un terapeuta de la vida psíquica será interpretar las manifestaciones y precisar su génesis a fin de lograr que, con el análisis efectuado, el mismo paciente descubra su liberación por el lenguaje y por la nueva reformulación de sus relaciones con el medio y consigo mismo.
Consecuentemente, Freud interpreta manifestaciones de la vida psíquica; y en esas manifestaciones ve y descubre signos. Freud, aunque irreligioso y ateo, arrastra su formación (super yo) judía: no puede dejar de interpretar las manifestaciones de la vida psíquica porque como judío aprendió a leer entre líneas, aprendió a interpretar signos, aprendió a hacer exégesis. Freud es un exégeta sin religión y ateo y que busca los signos de la vida psíquica, como José en el encarcelamiento de su vida en el desértico y asfixiante Egipto. Freud, como José, intenta encontrar una salida en el sofocante mundo. Pero a diferencia del hebreo José en Egipto, Freud no tiene ni religión ni Dios, sólo tiene una metodología analítica de la psique, un deseo de alta honestidad y la fe en que la práctica de la ciencia honorablemente efectuada descubra verdades y restaure las vidas humanas.
El misterio de los deseos o el embrollo de los deseos humanos
El inconsciente y el ello confluyen de variadas maneras hacia su manifestación en la vida consciente; pero el centinela (super yo) siempre controla, pocas veces baja la guardia. La energía pulsional que se fragua en la intimidad más profunda del inconsciente es insospechada para la consciencia. No hay que ignorarlo, Freud lo recuerda siempre: el ser humano no es un ser eminentemente racional. La energía pulsional inconsciente aspira a la búsqueda del placer y el cuerpo humano es una totalidad erógena, pero el control del super yo siempre controla y por eso las neurosis son las más frecuentes evidencias de la comprometida vida psíquica. El mundo de los deseos surge, según Freud, en cada ser humano suponiendo el proceso de la progresiva humanización, esto es, el ascenso filogenético; luego, es imposible desterrar los deseos de entre los seres humanos. Las fuerzas naturales, corporales, anatómicas, funcionales y psicológicas con que se organiza cada ser humano son las que hacen precisamente que cada sujeto resultante a lo largo de las épocas históricas sea reconocido como ser humano.
Los deseos cuentan con fuerza libidinal, eléctrica, y ésta se comporta en atención tanto a una descarga que se origina en el interior de cada quien como ante la circunstancia en que ese ser humano se encuentre (el medio exterior que aporta un estímulo); recálquese que la socialización y sus consecuentes interacciones resultantes (positivas o negativas) sobre cada ser humano son a su vez nuevos estímulos. Entonces, el placer que busca de modo natural cada ser humano de alguna manera tiende a expresarse externamente; quienes no admitan esto como realidad se encuentran, según Freud, limitando la comprensión de la única realidad más cercana, precisa y urgente de descifrar, la del ser humano, Quiere decir, Freud asesta observaciones para una reforma inminente en la filosofía y la psicología tradicionales de su época.
Ahora bien, el mundo de estímulos exteriores no determina (no obliga en pleno sentido) la acción y la conducta de ningún ser humano. Las pulsiones interiores (radicadas en el inconsciente y presentes y constituyentes del ello) se manifiestan como energía libidinal, esto es, como manifiestos deseos de búsqueda y disfrute de experiencias de vida placentera, Los sueños son unas de esas manifestaciones; el deseo que a duras penas se puede expresar en el sueño, por lo menos así se concreta, es deseo modificado, sí, pero por lo menos el sueño alcanza a ser deseo modificado, a expresarse como deseo ligeramente concretado.
Otro ejemplo freudiano son los diversos síntomas neuróticos: ellos son comprendidos como realizaciones realmente encubiertas que implican que los deseos están reprimidos y que suponen la necesidad humana (clínica y terapéutica) de interpretar esos deseos (reminiscencia cultural del Freud judío que se esmera en interpretar todo cuanto estime digno de ser interpretado). Y así, a medida que los sueños se logren ir detallando y se formen a partir de ellos historiales clínicos, se pueden interpretar y elaborar una ciencia de los sueños (teoría onírica).
En estos precisos linderos la teoría freudiana no parece aludir a Dios; sin embargo, su ausencia o la independencia de Dios que parece sugerir la realidad de los sueños no tarda en ofrecer una suerte de salto y con ello el acceso a un nuevo embrollo. En efecto, ¿de dónde nacen los deseos, de dónde nacen los deseos que se encuentran más liberados en el sueño, se puede o no soñar con reglas morales y cuando se sueña qué sucede con las reglas impuestas por Dios? Si todo deseo nace del inconsciente, entonces los deseos soñados nacen del inconsciente, de una realidad humana inabarcable para el ser humano; el ser humano se sufre y no se puede comprender a sí mismo, es una misión tan extensa como interminable y el inconsciente es incluso inconsciente tanto en su origen como en toda urgencia de explicar su sentido de moralidad o su necesidad de presencia de algún sentido o incluso del sentido o sin sentido de un Dios. Finalmente, unas palabras conclusivas de Freud acerca de la naturaleza de los sueños que nos llevarán posteriormente a otro embrollo: los sueños tienen un contenidos y fragmentos de la vida infantil que han sido suplantados y el sueño cuenta con un operador que juega a las transformaciones (véase Freud: La interpretación de los sueños, V, b; VII, b y f.).
La sexualidad embrolla al embrollo
Advirtamos que el deseo no es el eje de la teoría freudiana, pero sí un punto clave. Agreguemos que todo deseo se expresa en sexualidad; quiere decir, que todo deseo supone, a la larga, el encuentro de la energía libidinal con una estructura física corporal; lo que significa, que la sexualidad implica des-inhibición del placer, posibilidad cierta aunque parcial de la manifestación de éste, la búsqueda entusiasta (aunque casi siempre inconsciente, azarosa y distorsionada) del placer y por sentir placer y sus consecuentes retribuciones por el placer alcanzado (energía expresada, placer logrado, retribución de placer, acción sublimada). Pero, además, la sexualidad connota la posibilidad de ensayos continuos para seguir teniendo ese placer una y más veces, cuantas se desee. Luego la sexualidad implica la apetencia del placer y la gratificación de los placeres, por más grosera y pansexualista que esa afirmación pueda ser considerada (véase Cartas a Fliess, en especial las que van de. 21 sep. 1899 al 10 sep. 1902), pues es eso ni más ni menos lo que la vida humana experimenta en el conjunto que integra el cuerpo y la psique y es eso también lo que edifica para bien o para mal la personalidad psíquica de cada quien.
¿Y las religiones que hacen ante esa rudeza, ante esa grosera consideración freudiana? Las religiones, sostiene el Dr. Freud, niegan y niegan y seguirán negando la prioridad del inconsciente y del cuerpo, la dirección que éstos y las pulsiones, imprimen en cada vida humana y que la vida misma se edifica sobre la sexualidad como experiencia. Las religiones lo niegan y lo omiten y no dudan en aplicar sus controles, sus prohibiciones, sus mandamientos, sus censuras (Las religiones y sus raíces en el tótem y el tabú se sostienen por el miedo y los mandatos; cf. entre otras, Freud: Totem y tabú; Teorías sexuales infantiles; Los instintos y sus destinos). Así, los placeres sexuales son la experiencia de un goce bajo distintas presencias y circunstancias corporales y mentales; sexualidad freudiana no es necesariamente apetito orgiástico y relación sexual. Sin embargo, en los ámbitos no psicoanalíticos freudianos la sexualidad será en efecto mal comprendida y asimilada y casi siempre se ligará el desarrollo de la sexualidad y su expresión a la sentencia reprobatoria, sea religiosa, sea moral religiosa; desde esos núcleos sociales se estimará que la sexualidad es lo mismo que el desenfreno sexual y el enloquecimiento de orgías e incestos. Resultado: la sexualidad y el placer sexual freudiano, en sentido estricto, son de origen natural, de desencadenan por instancias corporales y psíquicas y se labran con independencia de la idea de Dios o de su presencia; tanto la sexualidad como el mecanismo de acción de los placeres humanos no precisan el control de Dios ni al Dios controlador, tampoco precisan recurrir a los ministros divinos que no sólo desean obviar la naturaleza humana sino que además no la desean conocer5.
Los libros embrollan más el embrollo de la sexualidad
A lo largo de la trayectoria de sus obras, Freud resaltó el tema de la formación de la personalidad como resultado del desarrollo de la vida sexual. Son tres las obras freudianas fundamentales en que se argumenta el desarrollo de la personalidad como un ajuste integrado entre el desarrollo anatómico y la evolución de la vida psíquica sexual. Las tres obras evidencian una progresiva explicación de esas formaciones de la personalidad; esas obras son: Tres ensayos para una teoría sexual (1905), Lecciones introductorias al psicoanálisis (1916-1917) y Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis (1933). Al desarrollo anatómico suma Freud el desarrollo de las experiencias de la vida de sexualidad: el niño avanza desde las experiencias orales hacia las experiencias anales, luego de éstas a las fálicas y de éstas a la superación de las mismas en el contacto y reconocimiento de su cuerpo y persona al lado de otros semejantes y también distintos sexualmente a él. Este proceso de crecimiento es un proceso y puede sufrir alteraciones e imprimir atascos en la personalidad (fijaciones en alguna etapa de la sexualidad). Esta evolución integrada de la personalidad evidencia, entonces, que la personalidad se teje desde el interior humano y ante el exterior en que se encuentra cada quien. Y es esto precisamente lo que permite afirmar a Freud la urgencia de establecer el valor que arroja el contexto histórico del individuo; quiere decir, las circunstancias variadas en que cada quien, para bien o para mal, va desarrollando progresivamente su personalidad psíquica.
Esta es la tesis que puede resaltarse de los tres textos citados: el contexto histórico (circunstancial) facilita la expresión de las conductas y las conductas se relacionan a su vez con el desarrollo anatómico corporal y con la evolución psicosexual de la personalidad. Hay progresos en la maduración de la psique sexual, así como hay transformaciones anatómicas desde un bebé hasta un hombre adulto. Y ambas maduraciones se realizan encontrándose el sujeto en un medio social; lo que equivale a que el medio social interviene e incluso interfiere en las maneras en que ambos desarrollos estructuran conjuntamente la vida psíquica de un individuo. En 1933 Freud subscribe con toda radicalidad esta afirmación. (véase de manera especial la Lección XXXII de Nuevas lecciones introductorias de psicoanálisis y su correspondencia total entre 1931 y 1933.)
Entonces, ¿qué engranajes circunstanciales sostienen el mundo histórico, el contexto histórico? ¿Y por qué Freud los considera necesarios de ser evaluados en una honesta investigación de la vida psíquica? A lo largo de los escritos de Freud se pueden registrar los siguientes elementos contextuales: a) las relaciones y experiencias propias de cada individuo; b) el medio en cuanto tal, las condiciones en que cada quien interactúa, se ha encontrado y encuentra; c) de manera más evidente, el grupo cultural y educativo que instruye y forma a cada quien; d) las lecturas favoritas y los conocimientos autodidácticos con que se ha contado; e) el lenguaje que se tiene, el empleo del mismo y su absorción; f) el empleo, lectura y consideración de fuentes bíblicas (en tanto fuentes de formación de cultura y conducta); g) el conjunto de costumbres y rasgos morales y sus sentidos; h) el sentido del espíritu popular y de vida práctica.
Con otras palabras, el contexto histórico (circunstancial) es freudianamente un abanico cultural que permite descubrir símbolos endógenos a la formación de la vida psíquica; de esa manera se abren caminos para la comprensión e interpretación de los sueños y de los síntomas presentes y manifiestos en una vida humana; y saber leer y descubrir la hermenéutica para estas interpretaciones permite también saber a cada quien quién es en resumidas cuentas y qué puede esperar, hacer y modificar en su vida. ¿Y cómo empata esto con el embrollo de Dios y con Dios mismo? Los símbolos religiosos y las evocaciones y necesidades humanas por afirmar un Dios existente (¿y por negarlo?) no dejan de ser religiosos o convertidos en símbolos o medios religiosos. Freud encuentra en la ubicación contextual histórica que los símbolos que integran esas dimensiones de la experiencia de lo divino están combinadas con afirmaciones y aceptaciones mitológicas, mágicas, llenas de fantasía e imaginación; todo eso va implícito en la experiencia cultural religiosa y también a la hora de proceder a afirmar la existencia de una divinidad6. Para Freud es necesario saber tratar estos símbolos y desentrañar sus modelos y presentaciones; así, se puede comprender la religión, la creencia en Dios, el concepto y conducta de ese Dios e incluso la vivencia de quien es creyente, sea judío o cristiano.
El embrollo de Dios y el embrollo de los contenidos
Los símbolos y las experiencias de cada quien arrojan contenidos y éstos conducen a los núcleos que han estructurado a la vida psíquica. Los deseos son el punto de partida de los símbolos, de las experiencias personales. Todo cuanto viene a la luz viene de la vida anímica interior (inconsciente) y es fruto del deseo, de la búsqueda de placer y es expresión de energía sublimada. Ahora bien, las manifestaciones evidenciadas al exterior delatan por los contenidos que ofrecen la experiencia de una vida psíquica neurótica o de una vida psíquica perversa. Los contenidos conservan en germen el territorio de nuevas revelaciones. La exégesis de la vida psíquica puede, por ello, ofrecer nuevas explicaciones para cruzarse con lo divino.
Por otra parte, las religiones y las búsquedas de Dios se ofrecen desde el territorio de las prescripciones, las prohibiciones y los ritos. La vida espiritual es, este sentido, una vida psíquicamente guiada por los sueños, las aspiraciones, los ritos y las prohibiciones; la vida espiritual es, por lo tanto, un sueño vital de búsqueda de un Dios. A Dios se le busca por placer y por deseo de felicidad (*Contraste neuróticamente evidente: el creyente busca a Dios por felicidad, en eso va su fantasía y su placer; sin embargo, su vida la sabe insegura sin ese Dios y eso desencadena nuevas angustias y necesidades de seguridad y amparo. El psicoanálisis busca a partir de los contenidos de lo narrado por el paciente lo que yace oculto, lo que está como génesis y profilaxis de lo que se expresa (cf. Freud: Nuevas lecciones de psicoanálisis, Lección VI). Esto es particularmente necesario de ser tenido en cuenta; se trata de que la vida espiritual evidencia y supone una psicogénesis de un grado de sentir religioso del creyente y del cómo creer en Dios. Así, la vida espiritual se desarrolla e imprime rasgos en la personalidad psíquica. En ese sentido, ante la posibilidad de afirmar a Dios como un ser existente no es un acto insignificante.
El embrollo de Dios y el embrollo del asesinato
La experiencia de vida psíquica espiritual se decanta en Freud por ser la identificación de Dios como padre. En el judaísmo Dios surge como creador, generador; en el cristianismo también, pero en éste se aúna que Dios llega siempre a todo hombre sin importar razas ni situaciones ni privilegios. Por su parte, la explicación freudiana del acceso a Dios supone la presencia de un hecho sangriento: un homicidio. El parricidio originario institucionaliza posteriormente un tótem sagrado y consecuentes ritos, prescripciones y creencias. De una horda tribal se pasa a una sociedad programada en torno a la sangre paterna derramada, de una vida de abusos paternos se llega a una vida donde la muerte del padre se sublima mentalmente como experiencia unificadora y prescriptora. Era necesaria la muerte del padre para crear la moralidad y la creencia en la divinidad y desde la divinidad generada y también generadora. El parricidio es en Freud la piedra angular para afirmar las relaciones espirituales del hombre con Dios en tanto padre sublimado.
Empero y ante todo, asesinar al padre es una búsqueda de placer; quiere decir, el origen de este asesinado obedece a causas no materiales sino psicológicas, de formación psíquica (Adviértase la importancia de ello: el asesinato del padre supone una modificación en la organización social de la horda; supondrá la deificación del asesinado. “No se puede admitir que los motivos económicos sean los únicos que determinan la conducta de los hombres en la sociedad. Ya el hecho indudable de que razas, pueblos y personas diferentes se conduzcan distintamente en las mismas circunstancias económicas excluye el dominio único de los factores económicos. No se comprende, en general, cómo es posible prescindir de los factores psicológicos en cuanto se trata de reacciones de seres humanos” (Freud: Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis, Lección XXXV; en la ed. de López Ballesteros, OC III, p. 3203). La horda primitiva mata para lograr gozar de la posesión de una situación de placer. El asesinato y la consecuente posterior veneración del padre son expresiones del creciente celo y placer. La ulterior culpa del grupo social homicida conduce a la formación de los ritos y las prohibiciones; la culpa por comprenderse asesinos (y comprenderse siéndolo de su propio padre) crea a los nuevos legisladores y a la huella pnémica traumática, según la cual las futuras generaciones de seres humanos deberán rendir cuenta psíquica del crimen que también ellas arrastran. No se trata de una novela ni de una historia novelada; se trata de un intento de explicación alegórica y de aliento propiamente judío; se trata de explicar cómo se forma una huella psíquica que imprima una memoria común filogenética a lo largo de la historia de la hominización y que de alguna manera modifique el desarrollo psicogenético y se traduzca como necesidad de subsanar la carencia de un vacío espiritual e incluso cósmico. No es novela; se debe comprender que el ser humano goza de la posibilidad de experimentar una carencia psíquica; sintiéndose abandonado a sus propios esfuerzos su propia labilidad psíquica se reescribe como culpa edípica y asesina del padre; la culpa de nacer humano y saberse humano acrecienta por momentos el reflejo de la culpabilidad; esto es particularmente acentuado en quienes han aceptado por socialización (acceso y permeabilidad del super yo) el desarrollo de su condición psíquica a partir de la presencia sublimada de un padre asesinado, esto es, la figura magnificada del padre de familia entronizado como condición psíquica de protección y salvación y legalizada socialmente.
El asesinato del padre resulta, entonces, un deseo consumado; la religión ha sido su fruto a lo largo del desarrollo de hominización; el ser humano tardará en desinstalar esa experiencia psíquica (huella vital), que no deja de ser exigente y siempre traumática. Por eso, la religión es una manifestación de búsqueda por restituirse personalmente al padre asesinado; y, por eso también, quien afirma a Dios reconoce su desamparo como criatura y recurre a la búsqueda de un Dios como protectorado satisfactorio. Por lo demás, la religión y la vida espiritual siempre se manifiestan entre avances de intensidades frenéticas y siempre suponen la capacidad sacrificial (re-vivencia del asesinato y de los ritos de expiación); por eso la culpa es el enlace entre el asesino confeso y el padre identificado como Dios y padre invencible. El frenético ascenso de la vida psíquica espiritual es siempre exigente; en vista de ello, las intensidades espirituales (sublimaciones espirituales para encontrarse con Dios) siempre suponen sacrificios, incluso a costa de algunos o de sí mismo y siempre apela a hacer imperativas las acciones que se sugieren como espirituales, sagradas y divinas y hasta exclusivas de un Dios.
El asesinato se embrolla con Sófocles
El padre asesinado por la horda se articula con el mito griego de Sófocles, Edipo rey, patricida, incestuoso, masoquista e indiscutiblemente atormentado por su propia culpabilidad. En Edipo los deseos demuestran la inevitabilidad de éstos y las consecuencias de liberar irrefrenablemente tanto los deseos más íntimos como las expresiones naturales más admisibles. La inevitabilidad (tragedia) hace relación con la fe necesaria en el padre (el más cercano) y punto de partida de la socialización primaria. La ambivalencia con éste se ofrece progresivamente: así, el niño hoy lo admira, mañana lo resiente, pasado mañana lo odia y lo intenta de superar y a fin de cuentas lo niega y lo abandona y termina por idolatrarlo cuando deviene ausente (muerto, ido). La ambivalencia hacia el padre es la prueba analítica del conflicto psíquico. A quien se le tenía fe durante los primeros años de vida se le priva de integración en la propia vida psíquica y con su posterior ausencia comprendida y admitida (muerte) se le reintegra al núcleo de la interioridad y se le concede nuevamente grado de credibilidad (ente divinizado, sagrado, imagen de Dios, Dios).
La culpa grupal y personal ritualizan los afectos contravenidos con el progenitor y los subliman como actos reparados y por eso espiritualizados7. El padre ausente devine líder post-mortem y se erige en presencia invisible e inmortalizada, a toda costa incuestionable y siempre verdadera; así de padre asesinado llega a ser imagen divina, Dios digno de fidelidad. Tanto el rito como la vida conforme a la divinización del padre se enlazan como herederas de la culpa. No puede darse la sublimación del padre en Dios sino es por la experiencia traumática de la culpa recidivante. Sólo hay presencia de lo divino sustituyendo la carencia del padre si hay experiencia sacrificial en la culpa. La imagen de Dios es el sustituto admisible de la paternidad sublimada. Así, en el terreno de la vida espiritual, la psique admite que en la relación humana con el Dios se debe cumplir con la exigencia plena de amar definitivamente a quien originariamente se había amado y asesinado. Cuando la imagen de Dios sustituye al padre asesinado en el espíritu, entonces se explica cómo y por qué esa imagen sublimada deviene imagen omnipotente y bienhechora. El hijo asesino se transforma en el nuevo contacto de la relación psíquica con su padre divinizado.
En consecuencia, se puede colegir que hay una disyuntiva latente: la culpa personal y colectiva en relación con el padre actúa como el gatillo que facilita la aparición de la divinidad, así como de las religiones. Más claramente, la supresión de la figura paterna se revierte en la institucionalización autorizada para la afirmación de la fe en Dios, desde ahí la afirmación psíquica se alimenta como forma de organización individual y colectiva y, en ese sentido, se escribe como discurso: el discurso judío se teje entre alegorías que revelan un discurso presencial, esto es, la presencia de alguien innominado que es discurso, comunicación discursiva pese a que él mismo es un Dios innombrable y Moisés es su transmisor, su portavoz, su enviado personal. En el entendido de ser el discurso judío un entramado de supuestos no lineales es la consecuente interpretación de las imágenes alegóricas el canal para conectar con Dios: desde esa mediación alegórica el Dios difunde sus contenidos discursivos y las maneras que exige de vivir y hacer. Esto conlleva que el discurso judío es un discurso normativo relacionado con una cierta manera de creer en alguien divino. La creencia corre ligada a la imagen del padre, esto es, la imagen paterna grita ¡cree en mí y en nadie más! Freud ilustra esa exigencia de la paternidad: “El mismo padre (la instancia parental), que ha dado la vida al niño y le protegido de los peligros de la misma, le enseñó lo que debía hacer, le indicó la necesidad de someterse a ciertas restricciones de sus deseos instintivos y le hizo saber qué consideraciones debía guardar a padres y hermanos si quería llegar a ser un miembro tolerado y bien visto del círculo familiar y luego de círculos más amplios”8. De esta manera el judaísmo expresa la radicalidad de toda creencia en Dios, la exigencia como bastión religioso. Y como refuerzo de ese imperativo anexa Freud la autoridad del grupo social; el grupo social es reconocido por ser heredero desde tiempo antiguo, por tener relación con antepasados religiosamente probados, elegidos y siempre líderes comunitarios indiscutibles. En este sentido la exigencia se conecta con el reconocimiento meritorio y así creer en Dios supone alcanzar tarde o temprano una pila de efectos positivos. La creencia en Dios supone ese Dios retribuyente. El Dios que asume quien cree no deja de ser padre fácilmente y tampoco deja de instruir, premiar y advertir; Freud le coloca ese claro papel: “(…) con ayuda del mismo sistema de premio y castigo gobierna Dios el mundo de los humanos; del cumplimento de las exigencias éticas depende qué medida de protección y de felicidad sea otorgada al individuo”9. A este respecto el cristianismo no es considerado por Freud, pero se puede sugerir que la fe que afirma la existencia del Dios cristiano está profundamente anclada en la tradición y el magisterio de sus sabios antepasados y que se asume que los cristianos no son ya “el pueblo elegido por Dios”, sino “el pueblo de Dios”, “los hijos de Dios”, “el linaje escogido de Dios, su sacerdocio regio, su gente santa y su pueblo adquirido”10.
Son siempre llamativas las respectivas contextualizaciones que para la interpretación discursiva (de ese Dios) exige Freud. Para el análisis de la vida psíquica se deben de precisar los datos históricos, incluidos los datos menos evidentes y seguros, pero que tienen una exigencia particular de ser creídos. El psicoanalista enzarzado en la maraña de la existencia del Dios, --que se explica desde su propio discurso que lo arroja como ser existente y palabra viviente--, no puede omitir que siempre queda un dato ignorado o de difícil acceso a la razón; por eso, el análisis de la vida espiritual en tanto expresión de una vida psíquica y de un discurso existencial de un Dios presencial siempre deben hacer sospechar que el análisis es realmente interminable. Y así se concluye que a medida que el ser humano se plantea sus necesidades y considera a éstas como urgencias, en esa misma medida recurre a la personalidad (discurso) existencial de su Dios y de su padre como una misma unidad e identidad (Dios es Dios Padre). Luego Dios es el padre siempre cercano y atento y, es también el recurso más paternal para brindar las explicaciones también más urgentes a la existencia del creyente; por otra parte, esa búsqueda de explicaciones es evidencia de experiencias y de deseos humanos en conflicto. Ahora bien, sostiene Freud que, en un sentido radical, puede ser que no haya explicaciones suficientes para las inquietudes y los deseos humanos; puede suceder que los discursos sean sólo un alarido angustiado e infantil para conseguir objetos de felicidad e incluso exigir (¡niño mimado o altanero!) y también para asegurar la creencia en algo y en alguien; puede ser que el discurso que involucra la imagen de Dios y que consiste en la existencia de Dios sea sólo un argumento que gira en torno a la impotencia de un infante o incluso también ante las sensaciones hacia la autoridad.
Pero hay otro elemento en esa exigencia discursiva: inconscientemente quien clama la vida divina sublimada del padre está admitiendo su precariedad infantil y la infancia casi permanente y no superada del desarrollo de la humanidad. Afirmar a Dios es afianzarse en él como soporte, de alguna manera expresa dependencia y hace suponer la afirmación de la creencia de amor mutuo entre quien cree y Dios, “en el amor a Dios y en la conciencia de ser amado por Él se funda la seguridad con la que el individuo se acoraza contra los peligros que le amenazan por parte del mundo exterior y del de sus congéneres”; y a ello agrega Freud un recurso que tiene el creyente y que supone una debilidad afectuosa en el Dios Padre y una astucia casi infantil en el creyente hijo, “el individuo se ha asegurado, con la oración, una influencia directa sobre la voluntad divina y, con ella, una participación en la omnipotencia divina”11. Luego afirmar a Dios y la entidad de Dios en la vida psíquica es el reconocimiento de esa infancia y claramente de la experiencia de la precariedad existencial. Dios es el reconocimiento del desvalimiento humano.
¿Y qué sería, entonces, buscar a Dios? Buscar a Dios como ser existente (discurso existente y comprensión a partir de la interpretación siempre alegórica de sus símbolos) significa siempre retrotraerse (regresar = desplazarse psíquicamente = fijarse psíquicamente) hacia el embrollo de la culpa edípica asesina: buscar a Dios es lo que realiza el infante exigiendo (y exigiéndose encontrar) un padre protector que no sea borrado, pese a todo. Creer en Dios es la afirmación de la existencia de la proto-culpa edípica, el ejercicio del clamor conflictivo (la angustia freudiana como ejercicio del conflicto psíquico de la existencia humana). Que el padre escuche, porque existe realmente, y responda discursivamente en la vida de quien cree en él como padre, evidencia la urgencia del infante por vivir seguro y entre reales seguridades y es la contundente prueba de que el creyente mira el universo en que se haya como un crudo desierto y estima su vida como una helada cruenta y petrificante. Vivir para afirmar la existencia de Dios es, entonces, la prueba de que el universo no ofrece abrigo y apoyo confiables; afirmar la existencia de Dios es la manifestación externa del deseo de perseverar, es la necesidad de esperar y estimar el deseo de que la vida humana, finita como es, debe tener un sentido. Quien cree que Dios existe, quien afirma el discurso viviente que es Dios, pide un padre, para que ese padre protector, pese a toda protoculpa, acompañe la fragilidad humana y constituya con fortaleza a un nuevo pueblo y a un nuevo individuo12.
Todo este entramado de situaciones supuestas unas a otras, evidencian que la experiencia edípica no es un juego ni una eventualidad psicogénica. El papel del padre en una familia se transforma en la vida psíquica del creyente en existencia real y cercana de un Dios padre; ahora bien, esta constitución del super yo en tanto instancia paterna puede sugerir que la ausencia o debilitamiento de la imagen (discursiva) paterna puede tener relación en la disminución de la experiencia espiritual que tiene a encontrar placer y felicidad en la afirmación de la existencia (discursiva) de Dios. Luego, el complejo de Edipo no es una inocentada, es realmente algo siniestro: hablar del asesinato institucionalizado del padre y de Dios es siniestro y que alguien acepte en su vida psíquica que es dependiente de un Dios padre es mucho más siniestro y fantástico. Y todo lo siniestro y fantástico contribuyen a que también todo análisis de la vida psíquica resulta siempre interminable…, una maraña, un embrollo interminable.
El embrollo de Dios y el embrollo finito
Cada persona supone, entonces, su experiencia de vida psíquica espiritual (sí o no a Dios) dentro del terreno del embrollo. Admitiéndose cada quien como vida finita, el creyente exige y desea un salto: la búsqueda de placer se identifica como superación de la pulsión de muerte, ¡la inmortalidad!, ¡la vida eterna! Así, la pulsión freudiana de la muerte aspira, en manos del creyente, a la muerte de la pulsión; y, así, un deseo inconsciente se transforma en pensamiento activo (la fe en Dios será la ruta para la sublimación llamada vida conforme a la creencia), norma de vida. De esta manera quien cree no sólo ha asesinado previamente a su padre y también lo ha divinizado; también se instala en la vida con una arrogancia inusual, de cara a la finitud humana (muerte) la reta y disfruta de una peculiar manera de vivir (la vida de fe) y vive disfrutando (deseando concretar) un porvenir garantizado y seguro. En consecuencia, el padre destruido se restituye como el Padre Invisible e Innombrable, el Eterno a quien se le ofrece el tributo sacrificial de la credibilidad de la vida normada positivamente13.
Se pueden señalar algunos rasgos de este tipo de vida: 1) el creyente puede estar rodeado tanto creyentes como de no creyentes; 2) la creencia puede funcionar como un factor de alternancia (contacto) sociocultural; 3) la fe del creyente le permite explicar el origen del mundo; le posibilita también a esperar cierta o mucha felicidad y le capacita para guiar sus pensamientos y sus acciones. Significa, una vez más, que la afirmación de la existencia de Dios no deja de ser una actividad humana disyuntiva: por una parte la creencia en ese Dios paternal propende a ser identificada (y a suponer) un grado de infantilización; y, por otra parte, la creencia en ese Dios no implica necesariamente enemistad, distanciamiento social ni destrucción de grupos sociales. A partir de lo anterior la disyuntiva se vuelve a producir: la afirmación del Dios discursivo existencial supone grados de vida psíquica infantil y también no necesariamente significa un peligro social o cultural. La creencia en ese Dios y la existencia de ese Dios (admitido como parte de la vida psíquica) pueden ser factores para favorecer la vida en sociedad y, sin embargo, estos factores también pueden correr la suerte de ser afirmados y exigidos desmedidamente y de reclamar de manera autoritaria la sujeción social a las normas religiosas. Sin embargo, para Freud las religiones y los creyentes propenden más bien hacia manifestaciones de una vida social moralmente organizada y en ese sentido creer no significa oposición ni peligro social.
Moisés, ejemplo de embrollo
Moisés como caso de la vida psíquica espiritual es un modelo de tratamiento del análisis freudiano. Primero, las imágenes alegóricas en el texto sagrado: un desconocido, que es Dios, habla desde dentro de la fogata en un matorral (=ese Dios judío habla = existe discursivamente donde se la antoja), se dirige a quien se le antoja y como se le antoja. Segundo, ese Dios ordena y lo que ordena es una peculiar insurrección político-social (=la insurrección de esclavos hebreos en un reino poderoso, Egipto faraónico). Tercero, ante la solicitud de explicación (¿inexplicable o innecesaria?) hecha por un hombre temeroso y tartamudo el Dios revela (=descubre) su nombre (su identidad = existencia real), el tetragramaton (YHWH); realidad revelada (discursiva) por sí desconcertante: nombre consonante, resabio hebreo muy antiguo tan impronunciable como de impenetrable significado: 1) soy quien soy; 2) soy el que soy; 3) soy quien yo seré (y quien tú lo irás viendo ser). En efecto, el Dios de Moisés, el Dios que como judío ateo interpreta Freud no se identifica precisamente desde la gramática sino desde la acción históricamente consumada14. El Dios judío de Freud es el Dios que está más allá del lenguaje, porque es el Dios psíquicamente viviente, el legislador-padre interior e interiorizado que ordena y consuma proyectos para su pueblo. Siguiendo a Dios en tanto discurso, Dios deviene discurso inescrutable psíquicamente15, Dios es el embrollo del lenguaje y el lenguaje es, curiosamente en Freud, el acceso a la liberación catártica, luego Dios es el inexplicable lenguaje liberador16.
Freud analiza el planteamiento de este Dios judío-mosaico en tanto organización discursiva socialmente admisible, pero sí sostiene el carácter infantil e infantilizante que se descubre en la vida psíquica para apoyar la existencia de este Dios. En consonancia con ello Dios siempre detenta el poder social, siempre es Padre y Autoridad y, por eso mismo, incluso siempre potencial posibilidad de Padre perverso, vertical y Eterno, señor y amo de la vida y de la muerte. (¿Casualidad? Dios como discurso existencial viviente es Padre y Amo del Eros y del Tánatos.)
Contraste evidente, diremos, entre el Dios judío freudiano y el Dios cristiano. El Dios cristiano se ofrece ensayando consideraciones ajenas y prohibitivas al existente discursivo del Dios judío: Dios en tanto persona espiritual y espiritualizante que penetra las conciencias y crea a todas las criaturas y entre ellas busca a todos los hombres sin preferencia por ninguna raza o pueblo específico; promueve la plenitud o elevación a todos los hombres y por eso les ofrece el acceso a su Reino y les ofrece como mediador la persona redentora de su Hijo, quien es hombre y Dios (Palabra hecha realidad carnal); Dios que auxilia a todos los seres humanos con su ayuda especial (gracia) y que se preocupa de la suerte de todos, ante todo de los que son considerados los más pecadores y alejados de su presencia (existencia, discurso viviente).
El distanciamiento entre el Dios judío (asumido por Freud) y el Dios judío cristianizado se hace mayor: el Dios cristiano exige de su Hijo hacerse víctima sacrificial para remedio espiritual de todos los hombres, quienes además devienen sus hermanos; se supone siempre una acción homicida y un séquito de numerosos culpables; añádase, que se trata de un Dios de evidentes propiciaciones y socorros; un Dios que se acerca humanamente a los hombres y se hace conocer cara a cara a ellos; quiere decir, el Dios cristianizado es una vida humana pero divina que se constituye conflictivamente en vista a la salvación de la vida espiritual de todos. El Dios cristiano evoca en la imagen divina humanizada de Jesús que Dios es también la experiencia del conflicto viviente17. Naturalmente, Freud no llevó su Moisés hasta estos extremos cristianos; y sin lugar a dudas el cristianismo es mucho más sugerentemente paternal y conflictivo.
El embrollo de Dios y un pacto satánico
La presencia del ser divino puede interpelar a la posibilidad de sustituir a Dios por una criatura; religiosamente no es tal vez admisible, pero humanamente es entera posibilidad. Detrás de una tal substitución yace, claro está, una sed de deseos. Así la substitución del padre divino puede ser efectuada y un demonio o ídolos pueden ocupar el sitio divino. Freud lo consideró y, por supuesto, lo integra en los engranajes de las posibilidades de las vivencias psíquicas.
Un ser tal substituto del padre supone, sin embargo, relaciones contrastantes respecto a las relaciones que Dios Padre tiene con la criatura. Las relaciones substitutas son estrictamente ausencia del padre (nueva forma de homicidio y evidencia de un Edipo no superado); así mismo, evidencia una búsqueda fundamental de placer no satisfecho en la figura paterna y exige como contrapartida las sensaciones del miedo psíquico y de la rebeldía contra Dios Padre. Quiere decir, se trata de un acto contra la vida del Padre Dios en pro de la felicidad de una criatura finita a partir de otra criatura o incluso figuración (superstición, objetos inanimados). Otras relaciones implícitas: la naturaleza del Dios Padre contrasta con la naturaleza de los substitutos (demonios, ídolos, supersticiones); se evidencia en ello que la naturaleza finita de lo perentorio seduce a la criatura (efecto psíquicamente perverso y fruto de una seducción siniestra y engañosa). De esta manera la relación substitutiva del Padre Dios es un remplazo de carácter ambivalente, los objetos substitutivos son tenidos por poderosos y parecen dioses y no lo son; parecen amigos y amigables y no lo son; y, parecen invencibles y son completamente destruibles.
Como contraste con los demonios, ídolos y supersticiones, por toda vez el Dios judío y el Dios cristiano ofrecen más humanizadas y psíquicas cercanías, siempre hay una paternidad cercana acompañando y protegiendo y asegurando en medio de las aflicciones y las dificultades del ser humano. Empero lo anterior, Freud reafirma, pese a esta servicial y siempre favorable paternidad, que la figura paterna de Dios enrosca al ser humano en la religión como proceso cultural y que lo conduce a la neurosis como malestar necesario. Así, el ser humano nace y crece en el seno familiar y sus padres le educan y el complejo familiar edípico teje las relaciones familiares y la vida psíquica espiritual del crío y luego del joven, incluidas sus ideas sobre el Dios Padre y sus sentimientos hacia éste. Ahora bien, destaca Freud cómo el detonante más impactante de la personalidad espiritual es, algunas veces, sin duda, la muerte del padre; entonces, esa muerte se vive como ineludible sentimiento de culpa (de manera ambivalente al padre de le ha amado y odiado, se le agradece su ausencia y se le echa de menos; se le admira y se le reprueba; se le estimaba como héroe y también como traidor y desertor. Y el padre, una vez asumido como realidad muerta, desaparecida, se le convierte en Padre inmortal a partir de la fantasía elaborada por la búsqueda psíquica de placer. El hijo ambivalente y carente se reviste de Padre inmortal y Eterno; es el discurso viviente del Dios Padre quien concede el complemento.
Dios, embrollo de la voluntad
Se mezclan en la creencia en Dios varios elementos que hacen de este embrollo algo sugerentemente circular. Quien afirma en su vida a la divinidad paternal recurre voluntariamente a admitir un Padre de carácter absoluto y transpersonal. El acceso de la vida psíquica a este Dios sólo se registra desde el análisis de las relaciones vividas en el núcleo familiar; así, contrasta el acceso cultural familiar con el acceso espiritual, aunque uno y otro se convierten y se implican tarde o temprano. La exterioridad configura como autoridad (super yo) la imagen paterna divina y a ello se suman las tradiciones socialmente admitidas y la suma de prejuicios que arrastra cada sociedad. Pero es evidente la voluntad individual de afirmar en la vida a un Padre Dios que, paradójicamente, sentencia con autoridad pero también ofrece la posibilidad de explicar y superar las necesidades más apremiantes de un ser humano a lo largo de su vida en el mundo.
La voluntad humana resulta permeable desde la niñez; la figura paterna se imprime psíquicamente y ante la rudeza de la vida-ambiente (contexto histórico y biografía persona de cada quién) y ante la frialdad incluso de la naturaleza, que funcionan como los gatillos del principio que descubre la realidad de las cosas en la vida (principio de realidad), surge la ideación del Padre Dios desde el inconsciente y promovida en parte por la cultura. La interacción humana asegura, así, la aceptación o no de los discursos socialmente admisibles, incluido Dios como discurso existencialmente viviente. Dios, asumido como realidad paternal psíquica (principio, idea que se admiten como ser real a nivel espiritual), exige también la aceptación que debe pronunciar (discurso ratificante = hijo que admite al Padre = sublimación del Edipo) el yo consciente; yo que se respalda, a su vez, en el deseo de arrepentido resarcimiento y culpabilidad hacia el padre. El asesinato paterno se redime cuando quien cree quiere y sigue a pesar de todo creyendo en Dios como Padre. La redención de la culpa se transforma en amor de infante; pero además de ello en reconocimiento social; la religión en el discurso socializado de la conducta que desea estar en buenas relaciones con el Padre; la religión es la neurosis obsesiva colectivizada como manera de vida y como discurso con vigencia normativa. De esta manera Dios Padre siempre llega a ser una necesaria presencia en el creyente ( = hijo = neurótico) y la represión ante la experiencia del patricidio reafirma la necesidad de hallar la omnipotencia del padre desde la omnipotencia del deseo de alcanzar una felicidad. Por lo demás, “la religión pretende ser de origen divino”18. Luego, Dios es lenguaje asociado a las acciones humanas y es también acciones humanas traspasadas por el lenguaje. Dios es lenguaje y es reflexión en torno a Dios; Dios es deseo de no desconsolarse en vida; Dios es el vencedor de la muerte del primer padre, siempre familiarmente proto-padre y luego subliminalmente Padre Dios Eterno. Dios Padre vence la muerte. El Tánatos tiene su Tánatos en el placer sublimado por la existencia del Padre Dios como vida eterna, del Eterno.
El embrollo de Dios y la objetividad de la ciencia
Los planteamientos freudianos sobre Dios se encauzan desde los análisis freudianos de la vida psíquica y, en ese sentido, siempre se ubican como relaciones con construcciones culturales y del lenguaje (arma de construcción y expresión de la persona divina e instrumento de liberación terapéutica en el psicoanálisis). La personalidad psíquica analizada se descubre como consecuencia del ejercicio honesto del método psicoanalítico. Desde la dimensión científica el Dr, Freud trató de realizar exámenes serios y siempre historizados; ante el tema de Dios procuró encontrar todas las mejores fuentes autorizadas y se tejió sus observaciones desde el examen de los símbolos y la palabra. La objetividad científica en el tema de lo divino es controvertible, pero la aspiración freudiana era establecer desde las evidencias que los hechos ofrecen una teoría científica y realmente efectiva sobre la formación psíquica de la imagen de Dios.
El mismo Freud admite que su esperanza de hacer una teoría científica sobre este intrincado tema contrasta indiscutiblemente con las ideas que ha logrado obtener acerca de Dios. En efecto, es indiscutible que se evidencia el legado de culpabilidad ante la desaparición del padre de familia y cómo su ausencia provoca reiteradas sensaciones de culpa; es evidente que se puede cotejar la sublimación del padre ausente hacia la aparición del Dios Padre (Eterno); es indiscutible también como los elementos físicos, las supersticiones y suposiciones de otros seres espirituales pueden ingresar en la vida psíquica para intentar substituir la imagen paterna y con ello ulteriormente la presencia del ser divino; es radicalmente cierto que la constitución de Dios en tanto Padre conlleva cierta liberación de la culpa y la suposición (no siempre cierta para Freud) de que el creyente puede creer que todas sus inquietudes pueden ser superadas; en este último sentido, el sufrimiento y los conflictos pueden intentarse explicar por la presencia invisible pero creíble en ese Dios, nuevo padre. Es evidente clínicamente para Freud que la figura del Padre Divino implica una dosis de autoridad incuestionable, legitimadora y normativa que son aprovechados por la religión que siempre deviene en un poder cultural siempre controlador (sin duda una manera de super yo). Y sin duda, la vida de aceptación de la divinidad dista mucho, y a veces poco, de las manifestaciones narcisistas de la personalidad19.
Empero, el proceso científico que se propuso Freud, él mismo admitió que se teñía de irregularidades que exigían ser examinadas ulteriormente con mayor profundidad: en el mejor de los casos la propuesta de la existencia de Dios es una aspiración de felicidad (deseo y búsqueda de placer); en un primer plano, ¿cuál es el límite sano de esa aspiración y puede ser ello un error y sí lo es cómo se distingue de sus posibles gratificaciones socialmente admisibles? En segundo lugar, la reubicación de las relaciones entre padres e hijos sublimadas en relación con el padre-divinidad, ¿cómo permiten considerar la relación de la mente con la conducta? Se tornan abiertos los límites de la mente y el daño o beneficio de la idea de Dios en la vida psíquica. Por otra parte, la variabilidad de ese factor es significativa de individuo a individuo y de sociedad a sociedad. Todo lo cual sugiere que Freud tiene nuevamente razón cuando afirmó una vez que no se pueden establecer los límites reales del inconsciente y, con ello, de la vida psíquica espiritual. El embrollo queda científicamente abierto porque los constituyentes psíquicos que integran e intervienen en la vida psíquica suponen dinámicas variadas y siempre activas.
En tercer lugar, se puede presuponer que las neurosis obsesivas religiosas también pueden colindar con alteraciones de la personalidad donde la figura paterna y divina puede asociarse a perversiones y alteraciones neurológicas de la conducta que deberían ser tratadas por vías no analíticas. En cuarto lugar, la prohibición social de la vida religiosa no previene ni permite superar los conflictos familiares ni los conflictos afectivos donde se destaca un dios. Las religiones evocan pasados infantiles de la historia de la humanidad e impedir manifestaciones “infantiles” es un hecho social que no deja de tener consecuencias en la socialización, En quinto lugar, se puede argumentar en maneras para eliminar la aparición de los complejos de Edipo; pero esto supone eliminar todo contacto entre padres e hijos; y esto contribuiría a alimentar más bien la presencia de cuadros narcisistas; por lo demás, el Edipo supone la necesaria presencia de la madre y la formación de la culpa, ante la desaparición del padre, no deja de tener ligamen con el amor y atención que de la madre el infante espera.
En sexto lugar, la formación del Dios paterno obedece a la garantía socialmente admisible de la interacción efectuada por la socialización primaria (núcleo familiar); el Dios paterno aporta una carga sublimada que el inconsciente logra expresar e identificar como placer y gratificación. En consecuencia con ello, la eliminación de la idea de Dios (asesinar a Dios) sería tanto como contribuir a eliminar elementos de vida psíquica satisfactoria en miembros de la sociedad. La radical negación de toda idea o creencia en Dios, y con ello de toda manifestación de fe popular, es el origen de una cascada de erróneas consecuencias:
Impresión conclusiva
Notas
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Hernán Mora Calvo (hemojv@yahoo.es). Doctor en Filosofía. Procura hacer filosofía en la historia del pensamiento, la ética y el pensamiento hebreo. Considerado por algunos como existencialista, en los terrenos de Kierkegaard y T. de Chardin. Sus escritos más recientes están dirigidos al campo de la filosofía española y al pensamiento de Edith Stein, Albert Camus y Sigmund Freud, también ha tratado de dilucidar las raíces del pensamiento costarricense. Docente en la Universidad de Costa Rica, en la Escuela de Filosofía y en la Escuela de Estudios Generales (Humanidades).
Recibido: 1 de abril, 2022.
Aprobado: 8 de abril, 2022.
Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LXI (161), Setiembre - Diciembre 2022 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589