David Pavón-Cuéllar

El vampiro del capital y su pulsión de muerte: vigencia de Marx y Freud ante las actuales violencias estructurales del capitalismo

Resumen: Las actuales violencias estructurales del capitalismo son abordadas reflexivamente mediante nociones aportadas por Marx y Freud. La noción freudiana de pulsión de muerte permite reinterpretar la metáfora marxiana del vampiro del capital que absorbe lo vivo para transmutarlo en más y más dinero muerto. Esta reinterpretación revela aspectos insospechados en manifestaciones violentas del sistema capitalista.

Palabras clave: capitalismo, violencia estructural, pulsión de muerte, psicoanálisis, marxismo.

Abstract: The current structural violence of capitalism is reflexively addressed through notions provided by Marx and Freud. The Freudian notion of the death drive allows us to reinterpret the Marxian metaphor of the vampire of capital that absorbs the living to transmute it into more and more dead money. This reinterpretation reveals unsuspected aspects in violent manifestations of the capitalist system.

Keywords: capitalism, structural violence, death drive, psychoanalysis, Marxism.

Introducción

Reflexionaremos aquí sobre las violencias estructurales del capitalismo. Las abordaremos reflexivamente con el auxilio de recursos nocionales aportados por Karl Marx y Sigmund Freud. Estos recursos nos llevarán a profundizar en las formas en que la naturaleza, la humanidad y la cultura son violentadas estructuralmente por el capital.

Después de recordar la definición general del concepto de “violencia estructural” en Johan Galtung y su aplicación al capitalismo por Garry Leech, analizaremos diversas expresiones violentas estructurales del sistema capitalista en sí mismo y en sus actuales modalidades neoliberal y neofascista. Nuestro análisis estará centrado en la noción freudiana de una pulsión de retorno a lo inanimado. Atribuiremos esta pulsión de muerte a lo que Marx se representó metafóricamente como un vampiro del capital que vive de succionar lo vivo y de metabolizarlo al convertirlo en algo tan inerte como el valor, el dinero y el capital mismo.

Comprenderemos el obrar del vampiro del capital a través de Jacques Lacan y de su tesis de un “goce” de la satisfacción pulsional y de la posesión por la posesión. Detectaremos este goce no sólo en la explotación del trabajo enfatizada por Marx, sino en el consumo que nos consume y en fenómenos destacados por Freud como la desagregación de la comunidad humana, una desagregación que hoy adopta las formas de una descomposición individualista neoliberal en elementos individuales y de una escisión en clases, razas o naciones como la del compuesto neofascista de clasismo, racismo y nacionalismo. La concepción del goce del capital nos permitirá elucidar también la actual devastación de la naturaleza y la potencial aniquilación de la humanidad, así como la degradación de la cultura, la exterminación estructural de los pobres del mundo y fenómenos puntuales como el belicismo generalizado, la creciente intoxicación de nuestros cuerpos o la desintegración y desvitalización de nuestra subjetividad en el ámbito digital.

Violencia estructural

El concepto de “violencia estructural” se le debe al sociólogo noruego Johan Galtung, quien lo introdujo en 1969 y lo desarrolló en los siguientes años para atraer la atención hacia fenómenos dañinos de carácter económico, ideológico, social e institucional en los que no suele reconocerse el elemento violento. El primer paso dado por Galtung consistió en redefinir la noción de “violencia”, entendiéndola ya no sólo de modo tradicional como la acción perjudicial infligida voluntariamente por un sujeto sobre otro, sino como una forma de incidir sobre los seres humanos cuya consecuencia es que “sus realizaciones somáticas y mentales reales estén por debajo de sus realizaciones potenciales” (Galtung 1969, 168). Esta nueva noción de violencia, más amplia y general que la tradicional, es la que permitió luego detectar y conceptualizar la forma estructural de la violencia.

Tal como es entendida por Galtung, la violencia estructural se distingue de la personal por desplegarse no como una acción directa de una persona sobre otra, acción que sería expresable a través de un enunciado sujeto-verbo-objeto, sino como algo que está “integrado en la estructura” [built into structure], algo que es de algún modo ejercido por la estructura, sin que haya “actores concretos a los que pueda señalarse cuando atacan directamente a otros” (Galtung 1969, 171). Esta distinción básica entre la violencia estructural y la personal implica otras distinciones derivadas, algunas de ellas resaltadas por Galtung: la violencia personal suele ser dinámica, fluctuante y visible para quienes la sufren, mientras que la estructural tiende a ser imperceptible, “silenciosa”, lo que se explica en parte por su carácter generalmente ubicuo, así como cotidiano, continuo y crónico, “estable y “estático” (Galtung 1969, 173). La imperceptibilidad empírica de la violencia estructural hace que deba ser a veces inferida y calculada, como cuando Galtung y Höivik (1971, 73) la estudian al medir la reducción de la esperanza de vida, o “el número de años perdidos”, por causa de factores sociales vinculados con la desigualdad. Mediciones como ésta permiten contrastar cuantitativamente la violencia estructural con la personal, como puede hacerse, por ejemplo, al comparar los años que se pierden por homicidios con aquellos que se pierden a causa de muertes prematuras provocadas por la injusticia en la sociedad.

Las diversas formas de violencia estructural serán primeramente clasificadas por Galtung (1975, 10-11) en tres grandes categorías: pobreza o “privación de bienes materiales” como alimentos, agua potable, techo, abrigo y atención médica; represión o “privación de derechos humanos” como los de tránsito, conciencia, expresión, confrontación y movilización; y alienación o “privación de necesidades elevadas” como la realización del potencial propio, el bienestar y la felicidad, la amistad y la pertenencia, la comprensión de las condiciones de la propia vida, el acceso a la naturaleza y la experiencia estética e intelectual. Esta privación de bienes, derechos y necesidades, que tiene su origen en una estructura tan material como la del sistema socioeconómico, puede también justificarse o legitimarse mediante configuraciones simbólicas de creencias, ideologías y discursos, como sucede en la “violencia cultural” también estudiada por Galtung (1990, 297). Es así como las violencias estructurales del feudalismo y del capitalismo han adoptado formas especistas, sexistas, nacionalistas, clasistas y meritocráticas o “meritistas.” En todos los casos, la estructura se vale de la cultura para identificar a las víctimas de su violencia, como los animales y las plantas, las mujeres, los extranjeros, los miembros de clases inferiores, los no-blancos y los paganos o no-cristianos.

Además de justificar o legitimar la violencia, la cultura puede por sí misma violentar simbólicamente a los sujetos por el mero hecho de estigmatizarlos, descalificarlos, desvalorizarlos o inferiorizarlos. Tenemos aquí un tipo específico de violencia, la violencia cultural o simbólica en el sentido estricto del término, que no debe confundirse ni con la violencia directa ni con la estructural. Galtung y Fischer (2013, 35) distinguen así tres clases de violencia de acuerdo a su agente violento: la violencia directa de un actor determinado, la violencia estructural de la estructura que “produce daño o causa déficits de las necesidades humanas básicas” y la violencia cultural ejercida por la cultura para “legitimar” la violencia directa y la estructural. Aunque distintas, las tres violencias resultan generalmente inseparables entre sí: la estructural subyace a la directa y ambas requieren de su legitimación y justificación por la cultural.

En la última versión de la teoría de la violencia de Galtung, el principio de análisis estriba en el supuesto de cuatro necesidades humanas básicas, a saber, la supervivencia, el bienestar, la libertad y la identidad. Estas necesidades son vulneradas por diferentes formas de violencia estructural: la “explotación” causa miseria y muerte, afectando así, respectivamente, el bienestar y la supervivencia; la “fragmentación” de los grupos y su “marginación” impiden que se movilicen y así reprimen su libertad; la “penetración” ideológica y la “segmentación” de la conciencia provocan la alienación de sus miembros, lo que implica un daño profundo en su identidad (Galtung y Fischer 2013, 35-38). El resultado es una colectividad humana amenazada, empobrecida, pulverizada, segregada, ideologizada y des-concientizada. Esta colectividad es la estructuralmente violentada: la reprimida, explotada y alienada.

Violencias estructurales del capital

Conviene volver a la cuestión de lo que aliena, explota y reprime a la colectividad humana. ¿Qué es lo que ejerce toda esta violencia estructural? Semejante pregunta sería juzgada tautológica por Galtung, pues él considera simplemente, como ya lo sabemos, que el agente violento es aquí la propia estructura.

Es precisamente porque la estructura ejerce la violencia que se trata de una violencia estructural. Esta violencia es de la estructura, pero la cuestión crucial aquí es qué estructura. ¿Cuál es la entidad estructural que nos explota, aliena y reprime como colectividad humana? La pregunta es fácil para quienes la respondemos en una perspectiva marxista y anticapitalista: para nosotros, lo que hoy en día opera como estructura explotadora, alienante y represiva es principalmente la estructura capitalista, la cual, por lo mismo, es también lo que nos amenaza, empobrece, pulveriza, margina, ideologiza y des-concientiza (Pavón-Cuéllar y Lara Junior 2016; Pavón-Cuéllar 2022a).

Desde luego que el capitalismo no es la única entidad estructural que ejerce violencia estructural sobre nosotros, pero sí tiende a tornarse omnipresente al subsumir e integrar estructuralmente en ella las demás estructuras violentas, incluso aquellas en las que se funda, como la sexista-heteropatriarcal y la racista-colonial. Si el colonialismo y el patriarcado preceden y posibilitan el capitalismo al sentar algunas de sus condiciones de posibilidad, como la acumulación primitiva planetaria o la división internacional y sexual del trabajo, luego el sistema capitalista reabsorbe y subordina las estructuras colonial y heteropatriarcal, transmutándolas en una suerte de subestructuras que son incesantemente emplazadas, instrumentalizadas, explotadas, mercantilizadas, capitalizadas. El capital se ha convertido así actualmente en el principal agente y beneficiario tanto de relaciones internacionales comerciales y políticas legadas por el colonialismo como de relaciones familiares e institucionales transmitidas por el heteropatriarcado.

Las estructuras heteropatriarcal y colonial van quedando subsumidas en la estructura capitalista y así terminan sirviéndola, formando parte de ella y dejándose regir por su lógica. Esta subsunción hace que la violencia estructural del capitalismo vaya englobando las del heteropatriarcado y la colonialidad, entre ellas la explotación, la alienación y la represión de mujeres, de habitantes del Sur Global y de individuos subalternos feminizados o racializados. Las violencias estructurales en el mundo son cada vez más violencias de la estructura capitalista, la cual, por lo mismo, es cada vez más, por un lado, la estructura subyacente a las violencias personales directas en la sociedad, y, por otro lado, la estructura que se vale de la cultura y de su violencia como de recursos ideológicos para legitimarse y justificarse.

Genocidio estructural capitalista: entre el clasicidio, el ecocidio y el especicidio

Al utilizar, determinar y reabsorber las demás estructuras de la sociedad, el capitalismo puede también canalizar y sumar los potenciales violentos de estas estructuras en las devastadoras violencias estructurales del capital. Estas violencias han sido abordadas con las categorías de Galtung por Garry Leech (2012, 4), quien las considera “inherentes al sistema capitalista” y responsables de un “genocidio estructural” cuyas principales víctimas son los pobres, especialmente los habitantes del Sur Global. El diagnóstico de Leech está fundado en el simple reconocimiento de los millones de pobres que son inmolados anualmente porque resultan prescindibles para el capitalismo, prescindibles como consumidores a causa de su pobreza, pero también prescindibles como trabajadores y productores debido a los avances tecnológicos por los que el capital requiere cada vez menos mano de obra para sostener una producción que no deja por ello de incrementarse vertiginosamente.

Al impulsar los avances tecnológicos y al empobrecer a las mayorías populares, el capital ya está sentando las premisas y la justificación para el exterminio de los individuos pertenecientes a estas mayorías, pues “la producción de alta tecnología los vuelve superfluos como productores y la pobreza los excluye como consumidores” (Leech 2012, 40). Digamos que los pobres y marginales, empobrecidos y marginados por el propio capital, están ya en la antesala de la muerte, del espacio de los muertos, de aquellos a los que el mismo capitalismo deja morir porque ya no le sirven para nada. La necropolítica, tal como ha sido concebida por Achille Mbembe (2006), es aquí el efecto del empobrecimiento y de la marginación, las cuales, a su vez, resultan de los avances tecnológicos asociados con la explotación y la dominación de clase.

Dado que las víctimas del capital pertenecen mayoritariamente a las clases dominadas, Leech describe el genocidio estructural capitalista como una expresión de lo que Michael Mann (2005, 17) ha designado con el nombre de “clasicidio”, entendiéndolo como un “asesinato intencional en masa de clases sociales enteras”, un asesinato que sería “distintivo de los izquierdistas.” Leech refuta de algún modo a Mann al mostrarnos convincentemente que los mayores clasicidios, los más letales de la historia moderna de la humanidad, no han sido los perpetrados por los estalinistas, los maoístas y los jemeres rojos entre los años 1930 y 1970, sino más bien los resultantes de la violencia estructural del capitalismo que extermina de modo cotidiano, silencioso y discreto, a los millones de pobres que mueren anualmente de miseria, de hambre o desnutrición, de enfermedades curables y de otras causas evitables.

Aunque sea estructural, el genocidio capitalista no es para Leech totalmente impersonal, siendo perpetrado por el comportamiento uniforme “de una clase (capitalistas, con la complicidad de los consumidores en gran medida en el Norte global) contra otra clase (trabajadores, definidos en términos generales para incluir a los campesinos y a los que sobreviven en el sector informal, particularmente en el Sur global)” (Leech 2012, 19). Se trata, entonces, de una violencia ejercida por una clase contra otra. Este carácter clasista de la violencia no contradice ni excluye su carácter estructural, ya que las clases corresponden a posiciones en la estructura, posiciones ocupadas por sujetos en los que no hay nada intrínseco por lo que deban ser agentes o víctimas de la violencia.

Las posiciones de violentador y violentado son tan sólo eso, posiciones, posiciones en la violenta estructura capitalista. Es en esta estructura en la que radica la violencia, la cual, por ello, es una violencia estructural. Es también la estructura la responsable del efecto de su violencia, del clasicidio o genocidio estructural a los que se refiere Leech, que no son entonces imputables a los capitalistas o a los consumidores del Norte Global y de las élites del Sur Global.

Quizás los privilegiados formen parte de los ejecutores del genocidio, tal vez incluso puedan ser vistos como sus beneficiarios, pero no dejan por ello de operar como simples eslabones o relevos de una violencia estructural que los trasciende. Esta violencia, por lo demás, también daña de formas diferentes a quienes la ejecutan o creen beneficiarse de ella, dañándolos al insensibilizarlos, al asalvajarlos, al degradarlos y pervertirlos, al hacerlos cargar con la culpa de la estructura, al atraerles venganzas y represalias, al convertirlos en chivos expiatorios o en víctimas colaterales. Por si fuera poco, los ejecutores y beneficiarios del capital difícilmente podrían protegerse contra la cada vez menos improbable extinción humana que resultaría de la imparable devastación capitalista del planeta. En este caso, al provocar un ecocidio generalizado, las violencias estructurales del capitalismo no se traducirán ya tan sólo en un clasicidio o genocidio, sino en un auténtico especicidio, asesinato de una especie entera, la especie humana.

Vampiro del capital

Tanto el ecocidio y el especicidio como el clasicidio o genocidio selectivo de los pobres del Sur Global son efectos actuales o potenciales de las violencias estructurales del sistema capitalista. Son estas violencias las que están exterminando masivamente a una gran parte de los humanos al hacerlos morir prematuramente. Son las mismas violencias las que están devastando la naturaleza y las que amenazan así con aniquilar a la humanidad entera.

Si el capitalismo tiene efectos estructurales clasicidas, genocidas, ecocidas y especicidas, no es tan sólo porque funciona sin preocuparse por la muerte que provoca, sino porque su funcionamiento es esencialmente mortífero, consistiendo en una transmutación de lo vivo en más y más dinero muerto. Lo primero vivo que el sistema capitalista devora y transmuta en sí mismo es la existencia del trabajador, su vida que se reduce a fuerza de trabajo para ser explotada por el capital, succionada por él, consumida como trabajo vivo para producir plusvalía, excedente de valor, más capital que no es entonces sino trabajo muerto, sedimentado y acumulado, que a su vez necesita succionar más vida para mantenerse con vida. Es por este proceso de succión que Marx (2008, 178-179) comparó al capital con un vampiro, describiéndolo en un pasaje bien conocido como “trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo vivo chupa.”

La vida humana explotada como trabajo, como trabajo vivo, es lo que Marx se representa como la sangre de la que vive un vampiro del capital que no tiene vida por sí mismo. Esta metáfora del vampiro es utilizada más de una vez por Marx y Engels para describir las diversas facetas concretas del capital, como la industria, el comercio, la usura, el arriendo y la finanza, tal como se presentan en la segunda mitad del siglo XIX. El capital industrial es el que se despliega en “la industria inglesa, que, semejante al vampiro, no podía vivir más que chupando sangre, y, además, sangre de niños” (Marx 1980a, 11). El capital financiero es, en Europa y Estados Unidos, “el monstruoso vampiro de la deuda nacional, que se pasa de unos hombros a otros, y que se ha descargado finalmente sobre los de la clase obrera” (Marx 1980b, 165). El capital usurario, arrendatario y comercial es el que se pone de manifiesto en el “parasitismo capitalista” de los “vampiros que chupan la sangre de los campesinos” rusos (Engels 1894, 412). Ya sean campesinos rusos u obreros europeos y estadounidenses, los trabajadores mantienen vivo al vampiro del capital que los explota, que succiona la sangre de su vida, lo mismo al emplearlos en la industria que al arrendarles tierras, al darles créditos o al comprar y revender sus productos.

Como un vampiro, el capital no tiene una vida que sea de verdad suya. Su vida, como hemos visto, es fundamentalmente la de los trabajadores a los que explota, pero es también la de los demás seres vivos naturales a los que devora como combustibles, materias primas o sustentos de mercancías que existen para valorizar el capital, para mantenerlo con vida, más que para satisfacer necesidades. Las empresas arrasan los bosques y vacían los mares de sus peces no para que nosotros dispongamos de maderas para nuestras casas y de pescados para nuestros platos, sino simplemente para vendernos esas maderas y esos pescados y así obtener más y más capital. Es también por el mismo capital inerte, por él y no por la vida humana, por lo que se consumen las existencias de millones de obreros en las inmensas fábricas de China, India o México.

Toda la vida humana, animal y vegetal del planeta es como un gran torrente de sangre del que se nutre el vampiro del capital. Es tan sólo así, al absorber tanta vida, como el capital puede mantenerse vivo y agitarse para seguir haciendo lo único que sabe hacer: explotar la existencia humana y extraer sus demás recursos de la naturaleza, consumir todo lo vivo y así engordar, aumentar su masa corporal muerta, expandirse y acumularse cada vez más y entretanto exhalar gases tóxicos en la atmósfera, orinar venenos en los ríos y defecar montañas y continentes enteros de basura. El resultado es que hay cada vez más contaminación y más capital, cada vez más desechos y más dinero circulando y acumulándose, en un mundo en el que hay cada vez menos vida, un mundo agonizante que ha perdido ya más de la mitad de su tierra fértil, de sus bosques primarios y de sus poblaciones de vertebrados e invertebrados.

Violencias mortíferas necesarias, constantes y esenciales

La destrucción de la vida es el saldo necesario de las violencias estructurales del capitalismo. Quizás estas violencias puedan matar más o menos en función de factores variables y circunstanciales, pero siempre, de modo tan constante como esencial, deberán provocar la muerte para producir algo tan inerte como el capital a costa de algo tan vivo como la humanidad y la naturaleza. Tenemos aquí una lógica inherente al vampiro del capital que es intrínsecamente violenta y que no puede pasarse por alto al abordar los efectos letales de la violencia estructural del capitalismo, sus efectos clasicidas o genocidas, ecocidas y potencialmente especicidas.

La devastación de la naturaleza y el riesgo de aniquilación de la vida humana constituyen eslabones del proceso de producción de capital y no sólo daños colaterales causados por este proceso. De igual modo, la muerte masiva prematura de pobres explotados y marginados en el Sur Global es no sólo una catástrofe accidental, sino una expresión fiel y un resultado necesario del proceso de producción, realización, concentración y acumulación del capital. No es posible realizar, concentrar y acumular el capital en el Norte Global sin explotar y marginar de él a quienes lo producen en el Sur Global. Incluso esta producción es únicamente posible porque los pobres pierden sus vidas tanto cuando son explotadas, cuando son devoradas por el vampiro del capital, como cuando son desechadas, cuando están marginadas con respecto al producto de la explotación.

Además de ser tan letal como la explotación, la marginación es tan indispensable como ella para la producción de capital. El plusvalor tan sólo puede producirse al acapararse, al excluirse de él a quienes consumen sus vidas para producirlo, al no compartirlo con ellos, al marginarlos, al apartarlos de la riqueza, al sumirlos en la mayor pobreza, pauperizarlos, descartarlos y así precipitar su muerte. Se mata rechazando y no sólo consumiendo las existencias de los pobres.

Es con los dos procesos mortíferos de explotación y marginación de una clase con los que se paga la riqueza de otra clase. El exceso en el Norte Global exige la falta, la escasez y la muerte en el Sur Global. El clasicidio o genocidio estructural, como lo denominaba Leech, es un momento esencial del proceso capitalista.

Pulsión de muerte y goce del capital

Como lo hemos visto, el capitalismo es esencialmente mortífero a causa de su impulso constitutivo a transmutar lo vivo en más y más capital muerto, un impulso que se manifiesta lo mismo en la consunción de la vida explotada que en su exclusión y eliminación al ser marginada con respecto al fruto de su explotación. Este impulso es bastante misterioso y plantea diversas interrogantes. ¿Cómo puede ser posible que haya un impulso que provenga de algo inerte, del capital, en el que busque reabsorber una energía como la de los trabajadores? ¿Cómo lo vivo y dinámico de esta energía puede ser devorado por algo estático y muerto como el capital? ¿Cómo algo inanimado como el sistema capitalista puede animarse con la fuerza de la vida humana, explotándola como fuerza de trabajo, para convertirla en capital?

¿Cómo representarse el impulso de lo inanimado a revertir lo animado, a neutralizarlo, a reconducirlo a lo inanimado? Encontramos ya una fiel representación de este impulso en lo que Sigmund Freud (١٩٩٧, 38) concibe como una “pulsión de muerte” que tiende a “regresar a lo inanimado”, a lo “inorgánico”, a “la meta de la muerte”. No hay nada en Freud que impida suponer que esta pulsión de muerte subyace al impulso del capital y consigue satisfacerse a través de él, a través de la satisfacción misma del capital, que sería entonces una satisfacción pulsional en la que radicaría una suerte de goce del capital, dándole aquí al goce el sentido que tiene para Jacques Lacan sobre la base de su lectura de Freud (ver Pavón-Cuéllar, 2022b).

El goce del capital cumple cabalmente con dos aspectos definitorios del concepto lacaniano de goce. Por un lado, como ya lo hemos dicho, se trata de una “satisfacción de la pulsión” en “la destrucción”, en un proceso destructivo de reconducción de lo animado a lo inanimado con el que no puede satisfacerse más que la pulsión de muerte en su “dimensión histórica” (ver Lacan, 1986, 247-248). Por otro lado, esta satisfacción pulsional implica el goce en el sentido más estricto del término, el jurídico, el de la posesión que se traduce en la posesión por la posesión de la acumulación capitalista (ver Lacan, 1967).

Desde luego que el capital no es un ser vivo sensible que pueda gozar por sí mismo, pero es precisamente por esto que debe explotar a los sujetos para gozar a través de ellos, a través de su vida y su sensibilidad, su existencia productiva y su experiencia receptiva, su fuerza de trabajo y su necesidad de consumo. Es al atravesar a los sujetos atrapados en el sistema capitalista que la pulsión de muerte puede satisfacerse y convertirse así en el goce del capital, un goce ajeno a los sujetos, irremediablemente perdido y faltante para ellos, pero conocido por ellos de modo negativo cuando se les despoja del plusvalor que producen o realizan. Este plusvalor es el goce del capital en el que Marx vislumbró aquello siempre evasivo que Lacan (2006, 17-19) ha designado con el nombre de “plus-de-gozar.”

Es verdad que la experiencia del plus-de-gozar, tal como la concibe Lacan, ocurre de modo general en la relación del sujeto con un lenguaje, como sistema simbólico de la cultura, y no sólo en su vínculo histórico particular con el sistema capitalista. Sin embargo, como lo ha sugerido el propio Lacan (2006, 1991), el capitalismo procede como una suerte de condensador que retiene el goce, acopiándolo y acrecentándolo, multiplicándolo exponencialmente, abultándose con él y haciendo suyo su peso y su poder, lo que le permite a Marx presentirlo al percibir sus efectos. Lo que Marx presiente a través de la acumulación del capital es lo que ocurre fatalmente en la modernidad con aquel goce del Otro que se traduce en el plus-de-gozar del sujeto y que Freud logrará descubrir más adelante en los síntomas de neuróticos y de histéricas.

Lo interesante hoy en día es que el avance mismo del sistema capitalista, que posibilitó el presentimiento marxiano del descubrimiento freudiano, está modificando lo que se presiente y se descubre, haciendo que lo descubierto por Freud se disuelva en aquello a través de lo cual fue presentido por Marx, en el goce del capital en el que tiende a invertirse y reabsorberse cualquier goce del Otro. Es cada vez más el capital el que goza de nosotros como de sus objetos al violentarnos estructuralmente a través de toda clase de negocios lucrativos.

El belicismo generalizado aporta su goce al capital de una industria armamentista que no deja de enriquecerse con el crimen organizado en países latinoamericanos y con las guerras en Afganistán, Irak, Siria, Yemen, Ucrania y diversos países africanos. Entretanto, el capital de la industria alimentaria goza de la creciente intoxicación de nuestros cuerpos y así le permite al capital de la industria médica gozar también cada vez más de efectos de esta intoxicación como la obesidad, la anemia, la diabetes, el cáncer y los problemas cardiovasculares. Mientras el capital médico goza de la desintegración y desvitalización de nuestros cuerpos, el capital de Silicon Valley está gozando a su modo al desvitalizar y desintegrar nuestras almas que se dejan devorar por el monstruo digital y estallan en los innumerables trozos informativos rentabilizados por las redes sociales, por las agencias publicitarias y por los anunciantes y otros contratantes del Big Data.

Las diversas cabezas de la hidra capitalista gozan de lo que imaginamos gozar a través de los múltiples objetos de consumo con los que intentamos recobrar el plus-de-gozar. Nunca recuperamos la causa de nuestro deseo, pero sí consumimos incesantemente aquello a través de lo cual se nos consume. Cada mercancía que adquirimos es como un colmillo del vampiro del capital, como una aguja que se encaja en lo que somos para extraer la sangre de nuestra vida y efectuar su transfusión hacia el sistema capitalista.

El capital no deja de gozar del plusvalor. Este suplemento de valor cada vez más la versión moderna de un plus-de-gozar por el que siempre hemos logrado saber negativamente algo del goce del Otro. Este goce fue siempre del Otro, nunca nuestro, pero ahora está cada vez más necesariamente privatizado por un sistema económico en el que sólo goza el capital a costa de la humanidad, mientras que antes al menos era el bien potencialmente público de un sistema simbólico de la cultura del que todos podríamos esperar beneficiarnos de un modo u otro.

Subsunción del Otro y de su goce en el capitalismo neoliberal y neofascista

El goce del Otro, padecido por cada sujeto a través del plus-de-gozar, es cada vez más un goce del capital asociado con la producción y realización del plusvalor. De ahí que las violencias estructurales en el mundo, como lo habíamos observado con anterioridad, sean también cada vez más violencias de la estructura capitalista. El capitalismo tiende a englobar las violencias estructurales del Otro porque tiende a privatizar y acaparar el goce del Otro. Esta privatización y acaparamiento, que ha llegado a su punto culminante en el neoliberalismo, se explica a su vez por la creciente subsunción del Otro, del sistema simbólico de la cultura, en el sistema económico del capitalismo, un sistema que va eliminando los obstáculos que se oponían a él y que así opera de modo cada vez unívoco, absolutizado, totalitario, incondicionado, libre, desregulado.

A medida que nos adentramos en el vacío neoliberal, el sistema capitalista se presenta cada vez más como el principal sistema simbólico de referencia. El malestar en la cultura se va convirtiendo en un malestar en el capitalismo. El sistema capitalista aparece también cada vez más como una suerte de macro-sistema que violenta estructuralmente a los sujetos a través de otros sistemas, convertidos a veces en subsistemas del capitalismo, como el racista-colonial o el sexista-heteropatriarcal a los que nos referimos con anterioridad.

Ahora, en el momento de goce neofascista en el que nos encontramos, tenemos un programa neoliberal extremo en el que vemos al capital gozar de modo cínico, descarado y obsceno, a través de sus violencias estructurales exponenciadas por las de múltiples dispositivos ideológicos violentos, entre ellos el heterosexismo, el machismo, el racismo, el neocolonialismo, el eurocentrismo, el nacionalismo, el clasismo, el elitismo, el edadismo, el especismo y diversos negacionismos y conspiracionismos. Estos dispositivos no sólo agregan sus violencias estructurales a las del capitalismo y así las exacerban, sino que, además, retomando las categorías de Galtung, implican violencias culturales que aportan justificaciones ideológicas para las violencias estructurales. El neofascismo es ideología y no sólo violencia.

A veces las justificaciones ideológicas de la ultraderecha neofascista adquieren tintes ultraconservadores que adhieren a una tradición cultural nacional o regional. Sin embargo, como es fácil constatarlo, esta defensa demagógica de una cultura particular suele no ser más que una simple fachada, una publicidad superficial, una simulación que sirve tan sólo para disimular el vacío de la cultura desalojada por el capitalismo neoliberal y neofascista. El único fondo y contenido “cultural” de los programas de las nuevas derechas y ultraderechas no es más que el goce del capital en el que vemos degradarse y disolverse el mundo humano civilizado.

El papel del capital en la disgregación humana y en la degradación cultural

La civilización también sufre los efectos corrosivos del capitalismo que busca mercantilizarla, explotarla, rentabilizarla y absorberla por todos los medios. El capital devora la cultura y no solamente la naturaleza. La compleja diversidad cualitativa del mundo, una diversidad tanto natural como cultural, va erosionándose y neutralizándose al entrar en contacto con la simple variabilidad cuantitativa del cálculo capitalista.

Al final sólo quedan precios y otras cifras, expresiones de cantidades homogéneas del mismo dinero, ahí donde antes había la realidad con sus cualidades heterogéneas. Lo multiforme y multidimensional cede su lugar a lo uniforme y unidimensional. Una simple acumulación de capital es todo lo que se obtiene al capitalizar la diversidad infinita de la tierra y de la humanidad.

En el capitalismo, como ya lo observó Marx (2008), el monocorde valor de cambio tiende a predominar sobre los infinitamente diversos valores de uso de la naturaleza y de la cultura. La merma de la diversidad es también lógicamente una erosión de la complejidad. Esta erosión, como Freud habría podido observarlo, es el signo inequívoco de que la pulsión de vida por la que se guían los desarrollos naturales y culturales, el impulso erótico hacia “rodeos más y más complicados”, va perdiendo terreno ante la pulsión de muerte del capital que lo simplifica todo para llevar hacia lo inanimado por el “camino más corto”, en “cortocircuito” (Freud 1997a, 38-39).

Digamos que las vías directas del capitalismo, sus rápidos atajos hacia la satisfacción a través del goce del capital, atraviesan transversalmente y así cortan, desarticulan y destruyen los prodigiosos laberintos de la naturaleza y de la cultura. Los tortuosos senderos de animales y humanos van desapareciendo a favor de autopistas, viajes aéreos y transmisión de señales entre satélites y antenas. El simple intercambio entre el dinero y las múltiples mercancías existentes, desde las alimenticias y vestimentarias hasta las sociales y las sexuales, remplazan los embrollos del trueque y el regateo, el cortejo y la seducción, la solidaridad y la reciprocidad en los ecosistemas naturales y en las comunidades tradicionales humanas. Los bosques primarios y los viejos huertos, unos y otros igualmente enredados y desbordantes de vida, ceden su lugar a monocultivos y granjas industriales donde sólo crece una sola especie a costa de todo lo que se extermina con herbicidas e insecticidas. El trabajo automático de los apéndices humanos de las máquinas en las cadenas de producción va dejando atrás la creatividad y la agitación de la vida humana en los talleres artesanales. El barullo, la variedad y la efervescencia de esta vida en los mercados también se pierde en la monotonía de los supermercados y de las plataformas de venta por internet.

La simplicidad repetitiva de lo muerto, del capital inerte con su goce mortífero, avanza imparable sobre la diversidad y la complejidad inherentes a lo vivo. Este avance de la pulsión de muerte sobre la de vida tiene una de sus mejores expresiones actuales en un individualismo típicamente neoliberal que sustituye la trama orgánica vital comunitaria por una suma inerte de individuos, una suma sólo aritmética y no orgánica. El resultado es aquí también una degradación de la cultura, pues la cultura, para Freud (1997b, 117), “es un proceso al servicio de Eros, que quiere reunir a los individuos aislados, luego a las familias, después a etnias, pueblos, naciones, en una gran unidad: la humanidad.” Contra la cultura que sirve a la pulsión de vida y así une a los individuos en la gran comunidad humana, la pulsión de muerte del capital desgarra la comunidad y la disgrega, ya sea entre individuos en la sociedad individualista neoliberal, o bien entre etnias, pueblos o naciones en los programas neofascistas de las nuevas ultraderechas.

Lucha de clases como lucha entre las pulsiones de vida y de muerte

Como bien lo reconoce Freud (1997b, 118), la pulsión vital agregativa de la cultura, que “liga libidinosamente a los seres humanos”, entra en conflicto con la pulsión disgregativa de muerte que provoca la “hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno.” ¿Acaso tal hostilidad anti-cultural no tiene hoy su manifestación más clara e importante en la despiadada ley de la selva de la sociedad capitalista que oscila entre el individualismo neoliberal y la mezcla neofascista de clasismo, elitismo, nacionalismo, racismo y xenofobia? Si Freud tiene razón y toda esta hostilidad es efecto de la pulsión de muerte, entonces confirmamos que la pulsión de muerte obra hoy principalmente a través del capital, ya que es el capital el que impone su ley de la selva, el que motiva la hostilidad en cuestión y el que subyace a sus actuales expresiones violentas neoliberales y neofascistas.

El vampiro del capital nos ofrece actualmente la mayor y mejor evidencia, la más palmaria e incuestionable, de lo designado por el concepto freudiano de “pulsión de muerte.” Quizás Freud tan sólo pudiera conceptualizar la pulsión de muerte al verla operar en el capitalismo con sus guerras mundiales imperialistas y con sus demás violencias directas, culturales y estructurales. Existe incluso la posibilidad de que fueran las movilizaciones masivas pacifistas, anticapitalistas y específicamente comunistas del primer tercio del siglo XX las que le revelaran subrepticiamente a Freud, sin que él se percatara de ello, aquella “lucha” que él mismo vislumbró entre “Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal como se consuma en la especie humana” (Freud 1997b, 118).

La idea freudiana de una lucha entre las pulsiones de vida y de muerte parece tener una de sus más elocuentes expresiones humanas en lo que se ha conceptualizado como “lucha de clases” en la tradición marxista. Es preciso entender bien que esta lucha, tal como la entienden Marx y sus seguidores, es un conflicto no sólo entre dos grupos humanos, entre los trabajadores y los capitalistas, sino entre los vectores que unos y otros encarnan: entre la humanidad que trabaja y el vampiro del capital que la explota, entre el trabajo vivo y el trabajo muerto, entre la vida y la muerte. Los dos vectores, tal como son concebidos en Marx y en el marxismo, corresponden así a los polos de lo vital y de lo mortífero, pero también a los impulsos agregativo y disgregativo que Freud asocia respectivamente a las pulsiones de vida y de muerte: “empeñada la una en reunir lo existente en unidades más y más grandes, y la otra en disolver esas reuniones y en destruir los productos por ellas generadas” (Freud 1997c, 247-248). Como hemos visto, el capitalismo tiende irresistiblemente a degradar y disgregar el sistema simbólico de la cultura, neutralizando su diversidad y desarticulando su complejidad, mientras que el movimiento anticapitalista se presenta hoy en día como la última esperanza de salvar a la civilización humana y a la humanidad misma amenazada por la devastación del planeta.

La encarnizada lucha de clases entre la vida humana y el vampiro del capital aparece como la versión moderna del conflicto entre “el amor” y la “discordia” con el que las especulaciones filosóficas de Empédocles habrían anticipado la concepción freudiana de las pulsiones de vida y de muerte (Freud 1997c, 246-247). La contradicción pulsional se evidenciaría también a través de un conflicto entre la concordia que une y la violencia que separa. Cuando este conflicto se politiza, tendríamos una lucha entre, por un lado, a la izquierda, una opción progresista por el comunismo y el internacionalismo, por el avance histórico hacia la unidad cultural orgánica de la comunidad humana, y, por otro lado, a la derecha, opciones conservadoras y reaccionarias o regresivas por el capitalismo y por sus frentes racistas, nacionalistas, clasistas e individualistas, es decir, por la degradación y disgregación de la humanidad y de la cultura en capitales, en dinero y mercancías, y derivativamente en razas, naciones, clases e individuos.

A manera de conclusión

Lo que parece estar en juego en el conflicto político entre el progresismo y el conservadurismo podría confirmar la fabulosa lectura de Freud por Lev Vygotsky y Aleksandr Luria (1994, 14-16). Gracias a su mirada tan aguzada por el marxismo como por el psicoanálisis, los aún jóvenes psicólogos soviéticos fueron más allá del plano psicológico y descubrieron dos “tendencias generales” en las pulsiones de muerte y de vida: una “conservadora-biológica” y otra “progresista-sociológica”, la primera volviéndonos hacia atrás y la segunda impulsándonos hacia adelante, “hacia el progreso y la actividad”, en la “tormentosa progresión del proceso histórico.” Es por estas dos tendencias por las que la historia no sería un proceso lineal, sino un drama retorcido, contradictorio y conflictivo, jaloneado entre las pulsiones opuestas.

La oposición pulsional tendría las más diversas exteriorizaciones violentas en la sociedad humana. Sin embargo, la mayor parte de las violencias que hoy conocemos, en especial de tipo estructural, parecen derivar unilateralmente de aquello que aquí hemos denominado “goce del capital” y que entendemos como una satisfacción histórica sin precedentes de lo que Freud conceptualizó como “pulsión de muerte”. La gestión, canalización, concentración y exacerbación de esta moción pulsional en su gozosa realización capitalista, como hemos visto, es la causa de múltiples violencias estructurales que se están saldando actualmente con una exterminación de los más pobres y con una devastación de la naturaleza que podría traducirse en la aniquilación de la humanidad.

Concebir psicoanalíticamente las violencias estructurales del capitalismo como un goce del vampiro del capital, como una satisfacción de la pulsión de muerte, no implica ninguna justificación, coartada o descarga de responsabilidad para el sistema capitalista que las inflige sobre el planeta y la humanidad. No es, como lo temían algunos freudomarxistas, que los crímenes del capital se imputen injustamente a la naturaleza (ver Pavón-Cuéllar, 2022c). Ni siquiera se trata aquí de un instinto natural, sino de una forma histórica de satisfacción pulsional atribuible al sistema capitalista. El capitalismo, personificado por cada capitalista, es el único responsable de gestionar, canalizar, concentrar y exacerbar la pulsión de muerte de tal modo que tiene los efectos violentos y mortíferos que hemos examinado en este capítulo.

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David Pavón Cuéllar (david.pavon@umich.mx) Profesor Investigador Titular en la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (Morelia, México). Doctor en Filosofía por la Universidad de Rouen (Francia) y Doctor en Psicología por la Universidad de Santiago de Compostela (España). Entre sus recientes publicaciones destacan los libros: Sobre el vacío: puentes entre marxismo y psicoanálisis (Ciudad de México, Paradiso, 2022); Psicoanálisis y revolución: psicología crítica para movimientos de liberación (con Ian Parker, Santiago de Chile, Pólvora, 2021); Más allá de la psicología indígena: concepciones mesoamericanas de la subjetividad (México, Porrúa, 2021); Virus del capital (Buenos Aires, Docta Ignorancia, 2021); Zapatismo y subjetividad: más allá de la psicología (Bogotá, Cátedra Libre, 2020); Psicología crítica: definición, antecedentes, historia y actualidad (México, Itaca, 2019) y Marxism and Psychoanalysis: In or Against Psychology (Londres, Routledge, 2017).

Recibido: 15 de febrero, 2023.

Aprobado: 22 de febrero, 2023.


Revista Filosofía Universidad de Costa Rica
LXII (163), Mayo - Agosto 2023 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589