María Lourdes Cortés

Yo sigo siendo el rey:
La representación de la violencia en el cine
de mujeres en Centroamérica

Resumen: A partir de un corpus de películas de directoras centroamericanas, analizamos las diversas maneras de violencia hacia la mujer. El abuso infantil, la agresión intrafamiliar, la violencia institucional e incluso el feminicidio son algunas de las múltiples violencias que sufren las mujeres en la región y que son representadas en pantalla.

Palabras clave: cine, Centroamérica, mujer, violencia, género.

Abstract: Based on a corpus of films by Central American women directors, we analyze the various forms of violence against women. Child abuse, domestic aggression, institutional violence and even femicide are some of the multiple forms of violence suffered by women in the region that are represented on screen.

Keywords: cinema, Central America, women, violence, gender.

Si bien el cine realizado por mujeres sigue siendo menor al 30% en el resto del mundo, en Centroamérica son directoras las que se han abierto campo en los festivales y mercados internacionales. Desde la primera década del siglo XXI han destacado tanto por la audacia de sus propuestas temáticas como por sus diversos estilos de representación. Si bien siguen siendo cineastas masculinos los más reconocidos en Guatemala y Panamá, ambos países cuentan con documentalistas que se han impuesto en sus incipientes industrias. En este contexto de emergencia del campo audiovisual y en las condiciones restrictivas que impone la siempre explosiva situación política, económica y social de Centroamérica, revisaremos algunos de los filmes más representativos de la cinematografía regional realizada por mujeres, de modo particular aquellos que atañen a las diferentes formas de representación de la violencia.

Estrategias de representación

El cine realizado por mujeres en el Istmo no puede desligarse del contexto patriarcal, por eso hablamos de estrategias, entre las cuales, la más destacada es que no presentan la violencia directa. Lo que vemos son sus trazos en el cuerpo —rostro, manos que tiemblan, moretones—, en el miedo de los niños, en las atmósferas creadas. A su vez, estéticas como la onírica, los elementos simbólicos o la ironía, sirven también para crear representaciones distintas a las dominantes.

El cine es una tecnología social que por décadas ha tratado de “engañarnos” simulando ser solo la captación directa de una realidad. Toda película, como bien sabemos, es una construcción, una interpretación de una realidad subjetiva. Aún en los documentales, donde la cámara pretende desaparecer, siempre se produce la escogencia de un encuadre y la mostración —o no— de una persona, un objeto, una situación.

Y esa escogencia del lugar de la cámara —y de su punto de vista o focalización— es el poder que tienen las realizadoras, y que han usado para colocar a las mujeres en el centro del discurso fílmico y de ese modo permitir que se expresen, que hablen, que se muevan, que lloren, se abracen o griten de dolor o de alegría. A diferencia del cine hegemónico, estas mujeres no se muestran estetizadas; su cuerpo no se convierte en fetiche o, en algunos casos —como en el de las trabajadoras sexuales— el fetiche se representa como una construcción sociohistórica.

La más reciente película hondureña, Esperanza de honor (2022) de Carla Calderón, es quizá el único filme que permite una representación realista y directa de la violencia. Calderón ha realizado cuatro largometrajes y se interesa por un cine comercial. La película recurre a los motivos y a las formas de construir la violencia que reproducen los filmes hollywoodenses.

La historia se centra en Esperanza, madre sola de cuatro hijos, habitante de un barrio urbano marginal. Su hijo mayor se integra a las pandillas mientras ella lucha por salvar a los otros tres. El filme, un fresco de la vida cotidiana de los sectores más pobres, donde prevalece la ley de los pequeños capos de la droga, se inicia con una balacera y una guerra entre bandas. Los cuerpos ruedan sin aprecio por la vida. A la par, se muestra la violencia doméstica. Una mujer es golpeada por el marido y los vecinos acuden a la policía. Cuando esta llega la esposa la enfrenta y se vanagloria de la dominación masculina: “Él es mi hombre. Macho que se respeta verguea a la mujer de vez en cuando.”

La frase nos remite a la complejidad del fenómeno de la violencia de género. En ocasiones son las mismas mujeres quienes justifican la brutalidad de sus parejas. ¿Por qué lo hacen? Por convicción, por la creencia en que las cosas son así y no pueden cambiar, pero también por la necesidad de subsistir o por miedo a las represalias. El cuerpo de la mujer aparece objetualizado —propiedad del hombre— y las agresiones o incluso la muerte se disfrazan de amor.

No obstante, son pocas las directoras que realizan filmes orientados al mercado masivo. La mayoría experimenta con el lenguaje, los deseos, sensaciones, miedos y fantasías de mujeres de diversos estratos sociales, etnias e identidades sexuales, las cuales son representadas respetando sus silencios, monosílabos y palabras entrecortadas, así como en su euforia y vitalidad.

Debemos distinguir, en términos metodológicos, entre las ficciones y los documentales, aun cuando no existe una división absoluta entre ambos géneros. Ambos son construcciones, interpretaciones de una realidad, y no captaciones inmediatas de esta. Si bien los documentales parecen prescindir del uso de guiones, ensayos o puestas en escena, eso no es necesariamente así y siempre existe una estructura narrativa que ordena el material, ya sea como una guía al espectador o para procurar emociones y reflexiones determinadas. Por su parte, las ficciones se apoyan muchas veces en estrategias documentales para crear estéticas realistas. Es común en nuestro cine el uso de locaciones sin estilizar, actores no profesionales, iluminación natural y uso de la cámara en mano. Según Bill Nichols (2013, 13): “La frontera entre los dos dominios es muy fluida, pero, en la mayoría de los casos, sigue siendo perceptible.”

Si las ficciones que hemos escogido varían en propuestas, estéticas y estructuras narrativas, los tres documentales incluidos corresponden en mayor grado a lo que Nichols llama el modo observacional. No hay una voz de autoridad, o que ordene la información, la cámara pretende pasar desapercibida y captar testimonios, situaciones o sentimientos directamente. Hay poco uso de música y de títulos o intertítulos, aun cuando en algunos momentos se usan. Es el trabajo de edición la evidencia de la propuesta autoral y lo que da forma al filme.

En síntesis, abordaremos la violencia en el espacio privado de la familia —agresiones físicas y psicológicas entre parejas y contra los hijos— así como el abuso a niñas y adolescentes. En el ámbito público, el análisis contempla la representación de la violación, la trata sexual en mujeres migrantes y el control de los cuerpos por parte del Estado y el narcotráfico. Es un panorama amplio y desolador, pero la mirada fílmica es de empatía y comprensión -mujeres que filman a mujeres-, en la que no se juzga ni se predican lecciones morales.

1. El ámbito privado: entre la fábula y la muerte

La violencia intrafamiliar —especialmente la física y psicológica, entre parejas— está presente en muchísimas películas y representada de diversas maneras. Si bien aparece a menudo en sectores marginales, sabemos que no es exclusiva de este grupo social. El largometraje de ficción Cápsulas (Riedel, Guatemala, 2014) la ubica en la clase alta y en el contexto del tráfico de drogas, mientras que la franco-costarricense Valentina Maurel la expone en una pareja de artistas de clase media costarricense, en su ópera prima Tengo sueños eléctricos (2022).

Florencia de los ríos hondos y los tiburones grandes (Yasin, Costa Rica, 1999) es uno de los primeros filmes que aborda el tema, desarrollando una poética de lo onírico y lo imaginario, a la vez que se adentra en una pesadilla de terror. Una cámara venida de fuera del mundo doméstico se asoma a la ventana de una casa. Afuera, la lluvia y la oscuridad presentan un ambiente frío y desolador; adentro, el infierno es crudo y directo: un hombre agita su reconcomio, una mujer aterrorizada se apoya silenciosa sobre una pared y una niña temerosa se sitúa entre ambos. El hombre destroza un jarrón en un gesto de rabia. La representación de la violencia, aunque manifiesta, no se inscribe en el registro de la real.

A la demanda de la niña -”Mamá, contame el cuento”-, el audiovisual se abre a un mundo imaginario. Florencia, convertida en la princesa de un cuento, entra en la fantasía sin desprenderse de la opresión que la rodea. El palacio está derruido, la madre es una reina aterrorizada y el padre un rey destronado e impotente que busca un arma en el fondo de un cajón, como metáfora de una virilidad amenazada. El cuento fantástico parodia la estructura familiar. La voz masculina devela la histórica mentira del amor: “Pobrecita, se cree reina. Mírese a un espejo”.

La historia está atravesada por una constante tensión. La niña, que a veces logra escapar de la violencia y parecer feliz, da vueltas en redondo como el carrusel con el que juega. Mientras la pareja se mueve en círculos y el hombre suplica por que lo maten, la niña quiere escapar en un inmóvil caballito de juguete hasta que se escucha fuera de campo el sonido de un disparo.

La atmósfera opresiva está construida a partir de una fotografía azulada, que presenta el ambiente casi que en blanco y negro. Con grandes contrastes de luces y sombras; con una cámara cuyos lentos acercamientos a los personajes parecen envolverlos; con unas angulaciones donde tenemos la impresión de que el espacio se traga a los protagonistas, especialmente a la niña indefensa. Una fotografía que alarga el tiempo, que lo retarda: un viento que entra por las ventanas y que hace que las hojas de los árboles caigan lentamente en un tiempo circular, infernal y eterno. Al final, regresamos al registro realista en el que la familia se mantiene detenida en el espanto, mientras la cámara se aleja lentamente.

Este primer cortometraje de Yasin concentra la atmósfera de terror psicológico que precede a la violencia física, en una familia cualquiera, anclada en los espejismos que sujetan el discurso del amor eterno y el final feliz.

Por el contrario, en los documentales que analizaremos, si bien la violencia directa no se presenta, las consecuencias físicas y psicológicas se muestran de manera descarnada, a través de las palabras, los gestos, los rostros y las manos de las víctimas.

El día que me quieras (Jaugey, Nicaragua, 1999) presenta nueve testimoniales de violencia, mediante una cámara que pretende ser invisible, denunciados ante una delegación de la Comisaría de la Mujer y la Niñez Nicaragua. Los casos presentados abarcan la violencia hacia la pareja, hacia los hijos, el abuso infantil y un femicidio.

El filme se inicia con la mostración del contexto de pobreza de una barriada bajo el fondo de una canción ranchera interpretada por una mujer, en clave feminista, que denuncia el machismo de su pareja. Ese género musical, característico del modelo cultural machista, separa las denuncias presentadas, mientras vemos una máquina de escribir que teclea el nombre de la historia: “Modesta”, “Mi papá mucho friega”, “¿Sabía o no sabía?” o “Todo empezó por un mango”, entre otras.

Una policía morena y recia, la capitán Robleto, escucha las denuncias. La oficina es pequeña, de paredes blancas y vacías y dos sillas para recibir los testimonios. Algunas veces la cámara sale del recinto y acompaña a la policía a buscar al agresor sin intervención de la documentalista, hasta el final.

De los nueve casos presentados, cinco tratan puntualmente sobre violencia física hacia la pareja. Las mujeres se muestran golpeadas cuando reclaman ser oídas. No es necesario una cámara intrusiva o planos detalles para descubrir la agresión en el rostro o los brazos. Robleto muestra empatía e incita a hablar a mujeres tristes, temerosas y agobiadas. La cámara abunda en primeros planos del rostro y planos detalles de manos nerviosas o de pies que no cesan de moverse.

Parecen empequeñecidas cuando se enfrentan a los agresores. Su presencia las intimida. Los hombres, por el contrario, hablan en voz alta, permanecen de pie o se mueven en un espacio que quieren dominar. Como expresa Miklos (2022, 101): “Se desata un ‘performance’ de las masculinidades que revela, por sí mismo, la manipulación, la crueldad, y la injusticia del maltrato a sus parejas. Como espectadores podemos imaginarnos entonces como este maltrato se replica dentro del hogar.”

Sin embargo, Robleto limita el juego patriarcal del gato y el ratón. En el testimonial “Todo empezó por un mango”, ante la condescendencia del agresor la oficial replica irónica: “¿Qué es tanta la payasada que, disculpame, señor, que está haciendo tanto el drama?”. Para luego añadir: “porque una mujer no es digna para un golpe de un hombre”.

Aun en un espacio mínimo, la ideología patriarcal se cuela en los gestos, en los silencios, en los tonos de voz, y en el performance masculino. Las mujeres sumisas, arrinconadas; los varones altivos, dueños de sí, que compiten por el poder simbólico.

Luna de miel y día de los enamorados

Lisseth, en “Todo empezó por un mango”, es más fuerte que otras víctimas y acepta no ser “un angelito”. El cónyuge es atípico: no toma, no es mujeriego y el billar es su único vicio. En vez de la agresión física, Lisseth denuncia el daño emocional que le produce que la llamen loca: “Esto no es de ahorita, él psicológicamente me dice que yo soy loca, me ofende con palabras feas”. El hombre lo corrobora: “esta mujer ahorita anda con unos cables pelados”. La descalificación de las mujeres en tanto locas es reiterada en la cultura centroamericana y en los filmes. El término funciona como un procedimiento de subordinación, que desplaza a las mujeres fuera de la razón y del ámbito de negociación. A la loca no hay que escucharla y si se la agrede es por su culpa.

El agresor pone en escena su teatralidad, disputando el control de Robleto. Aduce que debería de haber un psicólogo en la oficina, que allí todos los hombres son considerados malos e incluso propone que debería haber una comisaría del hombre. El relato, típico de la performatividad masculina, cuenta lo que Lisseth hizo para agredirlo y reitera el calificativo de loca: “un solo golpe le di, nada más”, dice señalando el rostro con el puño cerrado. Lisseth, derrotada, se tapa la boca con un paño. Confiesa que no quería venir y se muestra impotente ante la performance del marido. “Me viniste a poner de viaje por el suelo”, añade. A pesar de la pelea, la pareja inició una terapia conyugal y “ahora viven una segunda luna de miel”.

La dependencia económica, aumentada por la cantidad de hijos, y factores asociados como la baja escolaridad, la presión familiar y la cultura religiosa, permiten agredir a las mujeres en la sociedad centroamericana. Así lo evidencia el documental, el cual también expone la indefensión policiaca, jurídica e institucional a la que se ven expuestas.

El femicidio es el grado más extremo de violencia contra las mujeres y El día que me quieras lo trata en el testimonial “Día de los enamorados”. Según el relato de la cuñada de la víctima, el excompañero sentimental de la mujer le propuso tener relaciones sexuales el 14 de febrero. Habían convivido juntos 13 años antes y ella se negó. El hombre “…le dijo que él siempre tenía derecho en ella. Y la agarró por detrás, con fuerza, y la aventó sobre la cama. (…) le tiró puntapiés, golpeándole, por la parte de su vientre, parte de las piernas. Dice que ella se quedó paralizada, claro del mismo golpe y ahí abusó como él quiso”. Claramente, la joven era su objeto y la propiedad obtenida sobre ella no tenía caducidad. Una semana después de la denuncia la víctima murió. El femicida fue apresado aunque su posición como exmilitar hace que sea casi imposible que cumpla la condena.

La “ternura” de ser madre

Cachada (Viñayo, El Salvador, 2019) es un documental que registra el proceso de montaje de la obra teatral Si vos no hubieras nacido, del grupo La Cachada. Cachada, oportunidad en el habla popular salvadoreña, es el nombre de la compañía teatral dirigida por Egly Larreynaga. En 2011, la directora realizó un taller de apoyo a vendedoras ambulantes, mujeres de barrios marginales y madres solas que carecían de experiencia teatral. El éxito del proyecto hizo que cinco de ellas fundaran un grupo profesional cuyas integrantes reciben salario base e imparten talleres de formación. Con su segundo montaje, Si vos no hubieras nacido, viajaron por Latinoamérica y España y en el 2022 representaron La casa de Bernarda Alba de García Lorca.

Marlen Viñayo, española radicada en El Salvador, filmó los ensayos de Si vos no hubieras nacido durante año y medio. Al lado del trabajo actoral se evidencia el desarrollo de los temas surgidos de sus experiencias personales. Criadas en la pobreza y convertidas en niñas violadas y madres adolescentes, agredidas por sus padres y parejas; estos traumas surgen entre lágrimas, abrazos, risas y miedo de ponerse en escena. Antes de la experiencia teatral, la violencia estaba tan normalizada que ni siquiera les era visible. La habían visto en sus madres, vivido en carne propia y reproducido sobre sus hijos. El teatro no solo las transformó sino que les permitió romper el círculo de violencia que perpetuaban en sus propias familias.

Viñayo se fusionó en el proceso con una cámara digital de mala calidad (Corea 2020) en la mano, moviéndose al compás de las actrices mientras sus cuerpos extraen la experiencia traumática. El documental va del más intenso dolor a la euforia de la catarsis. La pericia de la documentalista permitió partir de 130 horas de material para componer una película de 80 minutos (Guzmán 2019), en un texto coherente y fluido, sobre fragmentos de la vida de cinco mujeres, destacando la maternidad como el centro del filme.

La cámara parece ser parte de la corporeidad de las mujeres. En los momentos de mayor alegría, se funden unas sobre otras. Sus cuerpos, que van desde la estilización de Magaly a los desbordantes volúmenes de Ruth, encargada de sostener la pirámide que forman todas, exhiben una auténtica belleza que desafía los estereotipos hegemónicos. Han recuperado la dignidad y esto las engrandece. Los primeros planos, aun cuando muestren lágrimas y hasta miedo, descubren sonrisas, pieles tersas y ojos anhelantes que quieren hablar.

El mito de la mujer-madre

En países como los nuestros, la maternidad está planteada en su concepción más esencialista, rodeada de los mitos del instinto maternal (Badinter 1981) y del incondicional amor materno. La maternidad es una construcción social producto del sistema patriarcal cuyo fin es preservar un modelo de mujer como instrumento de reproducción social. La concepción de la mujer —atada a lo biológico— ha quedado históricamente sujetada a su función gestante. La idea de la unidad mujer-madre es considerada un destino natural. Desde la cultura —familia, escuela, estado y medios de comunicación—, la maternidad es mandato divino y el mayor acto de amor: es la función primera —y a veces única— del ser mujer.

Si a esto sumamos la falta de educación sexual en las clases de menores ingresos, las mujeres no ven opciones frente al embarazo, que es resultado a menudo del desconocimiento o de las violaciones. El aborto está prohibido en la región y, en el caso de El Salvador, la ley impone 30 años de cárcel a la mujer que pierda a un hijo, aun cuando sea por un aborto espontáneo. El documental Nuestra libertad (Celina Escher 2019) puntualiza en el tema de las duras sanciones del aborto en El Salvador y sigue a Teodora Vásquez, quien fue condenada a 30 años de prisión por haber sufrido un aborto espontáneo.

La maternidad cobra especial importancia en el filme de Viñayo. La relación de las mujeres con sus primeros embarazos, con sus padres y con sus hijos, son el eje de la pieza. El montaje es doloroso y la directora teatral teme por la estabilidad emocional de las participantes, quienes proponen seguir en la convicción de que se trata de un proceso de sanación. Hay dos momentos clave que la directora enfatiza: el embarazo adolescente de Magaly y la violación de Evelyn Chileno. La escena culminante es el fragmento en que Chileno se refiere a su primer embarazo y da nombre a la obra: Si vos no hubieras nacido.

Chileno es morena y gruesa, amarra su largo pelo rizado en una cola que trenza en un moño. Su rostro es hermoso, emana una placidez que no empaña el dolor que lleva consigo. Cuando comienza con timidez su relato está al centro de un círculo formado por sus compañeras. Al llegar al grupo se sentía en un callejón sin salida: “Y lo único que me hacía ver por delante era por mis hijos (…) en ese entonces yo no deseaba vivir”.

Larreynaga les propone un texto a representar: “una mujer que tiene un montón de muñecos bebés pegados al cuerpo. Ella realiza un montón de trabajos, barre, les da de comer, se sube al bus, vende, etc. Esta situación llega a una exageración”. El encuadre se cierra sobre el rostro de Chileno. Ella será la encargada de interpretarlo. Es su historia.

El filme muestra fragmentos de escenas en que vemos a las actrices pegar a los bebés, gritan al dar a luz, hablan de sus problemas de lactancia, de las enfermedades y del hambre de los niños. Y cómo estas situaciones les hacen pegarles. Aparecen con los muñecos pegados al cuerpo y la mercadería sobre sus cabezas.

Chileno golpea reiteradamente al muñeco con enorme furia. La escena se corta con un grito. Aparece frente al escenario con fondo negro: “Ya, ya no quiero”. Se tapa la cara y cae al suelo. Silencio. De nuevo en círculo en el suelo, Larreynaga la incita a hablar pero Chileno se tapa el rostro. Es una historia que no ha logrado contarle a su hija mayor, lo que ha resultado en una mala relación entre ambas, y mucha violencia.

Intenta pronunciar el texto que Larreynaga le preparó. De nuevo un zoom al rostro nos muestra las lágrimas que caen silenciosas. De manera fragmentaria, con pausas, dudas, repeticiones, habla:

Y me hallo aquí encerrada, en un miedo, y me hallo aquí encerrada… en un miedo, que me empapa el rostro [voz quebrada], los cabellos y el pensamiento [se mantiene mirando al suelo]. Siempre me planteé esta pregunta atroz: ¿y si no te gustara nacer? [su rostro se contrae intentando no llorar]. Y si un día me reprocharas gritando: ¿por qué me has traído al mundo? ¿Por qué?

¿Sabés por qué? [se lleva la mano al rostro, como limpiándose las lágrimas, cierra los ojos con fuerza, hace una pausa]. Porque tenía que traerte y punto. Para eso una es mujer. Porque me obligaron a tenerte. Porque me violaron. Y si abortaba me podían condenar a 30 años de cárcel y tuve miedo. Y al final, ya te amaba. [Larreynaga insiste en que debe decir la frase final, la de cierre, que Chileno parece no estar convencida de proferir. La directora insiste: “dígale, dígale”). Y al final, ya te amaba. ¡Y te amo!

Chileno fue violada —¿cuántas veces?— y obligada a parir, a educar y alimentar a sus hijos sola, a costo de una vida de trabajo fuera y dentro de su casa. Y si bien el teatro es una nueva razón para vivir, la catarsis, “sacar esa podredumbre”, como dice, es una experiencia traumática.

Wendy, quien durante el proceso teatral quedó embarazada y acude al teatro con su bebé, reflexiona: “porque lo que usted decía que la maternidad se oye una palabra muchas veces bonita, ¿verdad? Materno, tierno. Pero a veces no es fácil. Porque yo creo que ninguna pasamos por una escuela para aprender qué es ser mamá. Entonces hay momentos que es bien difícil ser mamá y ser padres a la vez. Y la maternidad muchas veces la asumimos porque ahí está.”

La obra no plantea respuestas y mucho menos toca el tabú del aborto. En una entrevista (Ventas 2022), Larreynaga arguye que aun cuando el tema atraviesa la obra quería llegar a un público amplio y que cada quien sacara sus propias conclusiones. Sin embargo, es una cuestión controversial en El Salvador y la legislación más bien se ha endurecido.

El documental de Viñayo muestra la realidad de mujeres en la región de manera directa y descarnada, a través de la reflexión y la escenificación de sus vivencias. Y si bien la representación de la violencia está atravesada por varios filtros —testimonios, puesta en escena—, la veracidad de las mujeres en sus relatos y los momentos en que la cámara nos lleva a su intimidad son de una fuerza brutal.

Las pequeñas víctimas

En Cachada, las mujeres aceptan haber golpeado a sus hijos. Es el círculo de la violencia en la crianza, que todas vivieron desde la cuna. Magda y Ruth son hermanas y la primera cuenta cómo el padre quería que su hermana muriera e incluso pensó en envenenarla. “Es que él siempre nos detestó porque solo éramos hembras”, dice Magda. El padre agarraba a Ruth, de siete años, “de la mano, le pegaba la patada y esta iba a caer por allá. Esta volaba”. Ruth agrega: “me iba a agarrar donde caía, me agarraba otra vez y me daba otra vez. Pero yo desmayada quedé”. La saña contra Magda fue menor: se orinó “cuando le quebró el palo de escoba (…) porque esos leñazos sí me dolieron”.

“Mi papa mucho friega” es la segunda denuncia de El día que me quieras. Tres niñas acuden a la comisaría a rendir testimonio contra su padre. Una vecina las mandó aunque no era la primera vez que recurren a la policía. En esta ocasión, el hombre llegó borracho y aprovechó la ausencia de la abuela para pegarles. Sin embargo, las niñas piden que no lo apresen porque la abuela se va a enojar. Cuatro policías acompañan a las niñas a traer al hombre, que niega todo. La sorpresa para el espectador es que, al pasar frente a su casa y ver a su madre, el hombre la llama a gritos: “mamá, mamá. Mi mama que pobrecita viene del hospital que yo no estoy violando nada. No, no, no, ahí viene mi mama, no he violado nada. (…) Ahí viene mi mama, mirá”.

La abuela corre a defender al agresor. Le reclama enojada a las nietas negando que su hijo las golpeara. Robleto muestra cómo el padre le pegó a la mayor con un palo a lo que responde la mujer: “…son muchachitas y a veces ellas hablan hasta lo que no tienen que hablar”. La abuela reitera la validez de la violencia intrafamiliar y la ley del silencio, libera al hijo y pide que las niñas sean ubicadas en un Centro de Protección Infantil.

En “Los seis hijos de doña Victoria” vemos a un progenitor que golpea constantemente a los niños y los echa de su casa. Incluso se defiende con un abogado. La hija, de 12 años, llora desesperada e increpa al padre: “Yo no voy a vivir con usted, usted nos ha hecho mucho daño”. El hermano menor asiente y también lo señala acuerpando a la niña. Si bien el padre dice que él se queda con sus vástagos, que lo que quiere es deshacerse de su mujer, ellos no aceptan. Mientras tanto llega la madre, que andaba buscando trabajo. El caso se cierra con la decisión de la jueza: “se pronunció a favor del exmarido de doña Victoria. El hombre se quedó con la casa y doña Victoria con sus seis hijos tuvo que buscar donde vivir, en Villa Miseria.”

El abuso infantil

El abuso infantil aparece en varias ficciones. La primera en abordarlo es la panameña Pituka Ortega en El mandado (1998). El filme cuestiona la familia como institución, en una clase social aburguesada y frívola, y a la iglesia católica como modelo de moralidad. El silencio, lo no dicho y lo que se oculta —el abuso sexual que sufre la niña, la homosexualidad del tío— son las claves del relato. Mercedes no juega con sus amigas y su devoción se concentra en la religión, encarnada en la monja de su escuela y en la lectura ávida de historias de santos. Su madre, interesada en la vida social, la envía todos los días a comprar un paquete de cigarrillos —el mandado—, y la niña se niega sin éxito. El vecino la intercepta y con la excusa de jugar con su perro salchicha la lleva a su casa. El abuso es presentado de forma indirecta. Es su tío Tomás, prisionero social de su homosexualidad, quien descubre el sufrimiento de la niña y enfrenta al abusador, mata al perro y, posteriormente, se suicida. El inicio y el final de la película —que se desarrolla en un flashback— se cierra en una iglesia donde Mercedes, ya mujer, asiste a un entierro y contempla a hombres paseando con perros salchicha frente al templo, como símbolo de que el abuso no solo sigue existiendo sino que se multiplica.

Agua fría de mar (Fábrega, Costa Rica, 2010) utiliza un tono intimista para confrontarnos con la metáfora del abuso. El filme rompe las estructuras narrativas tradicionales y propone una estética plena de simbolismos para indagar el complejo universo femenino. El juego de verdades y mentiras de Karina, una niña de siete años encontrada por una pareja cerca de una playa, desencadena un malestar inconciente en Mariana. La niña relata su orfandad así como el abuso de un tío que la besa y la toca. Pero la niña desaparece y Mariana no logra disfrutar de su estancia e incluso parece tener una regresión a la infancia, porque moja la cama. Baja a la playa y descubre que la niña ha mentido: está con su familia y no hay indicios de abuso. Pero ya la duda está clavada en el espectador y la imagen de la playa con serpientes que se retuercen insinúa la violencia latente que acecha a las mujeres.

En El camino (Yasin, Costa Rica, 2009), Saslaya, de 12 años, viaja de Nicaragua a Costa Rica en busca de su madre y huyendo del abuso de su abuelo, quien la obliga a acompañarlo por las noches en su hamaca. En el recorrido descubrimos a la niña en un plano abierto mirando al horizonte mientras desciende un largo sendero. Viste un traje rosa, posiblemente el único que tiene, y aparecen los créditos. Luego enfrentamos su realidad: una escuela hecha de tablones al aire libre, su trabajo como buzo en un inmenso basurero y una casa de latas de zinc al pie del vertedero, donde prepara la comida para el abuelo y su hermanito Darío. El niño hace sonar una ocarina mientras Saslaya se lava la cabellera. El abuelo, sentado detrás de la niña, acaricia una muñeca. Nadie habla.

Es de noche y la niña está en su habitación, alumbrada por una vela. Oímos al abuelo que la llama. La niña escucha callada, arropa y acaricia a su hermanito que duerme junto a ella. El abuelo insiste y la niña atraviesa una cortina que divide los dos espacios. El viejo insiste: “Saslaya, vení, tengo frío”. En un primer plano del rostro vemos su sufrimiento: “Abuelo, tengo sueño”, pero el hombre continúa llamándola. La niña baja la mirada y sale de cuadro. Una lámpara de gas, que ofrece una luz tenue, ilumina la escena. Saslaya se introduce en la hamaca y las manos del viejo sobresalen del tejido. Es una escena breve que dura una eternidad. Se escucha el chirrido y el movimiento sinuoso y siniestro de la hamaca. En la escena siguiente la niña está determinada. La vemos vestida de rosa recogiendo unas pocas monedas y una vieja cartera. Despierta a su hermano y le dice que se van a buscar a la mamá.

Yasin —de manera similar a lo que vimos en su primer cortometraje— combina el registro realista como elementos poéticos y simbólicos. El filme presenta pocos diálogos y algunos son directamente documentales. Las tomas son largas y atraviesan procesiones religiosas, rituales secretos, fábulas oníricas que envuelven el destino trazado de Saslaya.

Durante el viaje, la niña pierde a su hermano Darío. Ella continúa y reencuentra a Luz, una mujer de vestido azul que acompaña a un extranjero con un traje blanco, sombrero y bastón. Al llegar a la ciudad de San José, la niña se encuentra en una feria de juegos mecánicos, donde se reencuentra con Luz. Yashin construye entonces un relato sombrío y alegórico, pleno de augurios, para hablar del tráfico sexual infantil.

En una casa abandonada Saslaya encuentra una cortina que recuerda a la del cuarto de su abuelo. Luz la atraviesa y se encarga de bañar a la niña. La viste con un traje rojo y la entrega. El hombre la llama y en primer plano vemos el rostro sudoroso de Saslaya, así como la mano del extraño que sale de entre los brazos de la niña. Ella mira a la cámara como frente a un destino inevitable. El techo y las paredes mohosas, el fundido a negro, la lluvia incesante contra los oídos impotentes de los espectadores, presagian lo peor, lo que no vemos.

Por su parte, La Yuma (Jaugey, Nicaragua, 2009) muestra una realidad de múltiples violencias en un barrio marginal de Managua. Pandillas, drogas, robos y, por supuesto, sexismo y violencia contra la mujer son la realidad cotidiana que rodea a Yuma, una joven que escoge el boxeo como forma de escapar a un futuro de pobreza y violencia. La estética del filme se acerca al documental y pone en escena un retrato realista del hacinamiento y la economía de subsistencia de los barrios populares en Centroamérica. Asimismo, cuestiona la figura de la maternidad.

La madre de la Yuma ha abandonado su mandato maternal de cuidadora para disfrutar del erotismo y la sexualidad de su amante. El hombre se dedica a descansar en una hamaca viendo televisión mientras las dos mujeres salen a trabajar y los niños van a la escuela. Hay momentos en que Yuma los encuentra al final de la tarde sin haber comido y se encarga de ellos.

Una tarde regresa de una pelea de boxeo, encuentra a su hermanito fuera de la casa y le pregunta por su hermana Marjurie. La niña está con el amante de la madre dentro de la casa. Yuma abre de un golpe la puerta y el hombre sale con un bate de beisbol: “¿Qué es la verga con vos? ¿Te volviste loca?”, le reclama airado. Yuma lo amenaza con denunciarlo y el hombre, escudado tras el gran bate -en un símbolo fálico que ya hemos visto en varios filmes centroamericanos-, la amenaza también. Yuma lo reta a pelear cuerpo a cuerpo pero una amiga agarra a los niños y le pide que se marchen. No obstante, Yuma regresa y de un golpe en la cara lanza al agresor al suelo. La escena es breve y el abuso no se comenta. Yuma interpone su cuerpo para proteger a su hermana. Al día siguiente la madre reclama a sus hijos y Yuma la enfrenta -brazos cruzados, rostro retador- y le responde que se quedarán con ella.

A diferencia de otras películas, La Yuma se inclina por ofrecer una alternativa a una realidad marcada por el síndrome de la violencia. Yuma decide por su futuro y el de sus hermanos. Desde el inicio quiere independizarse económicamente y sabe que, a pesar de su éxito como boxeadora, su condición de género la mantendrá subordinada.

2. La violencia en el espacio público

Rita Segato denomina violación cruenta a “la cometida en el anonimato de las calles, por personas desconocidas, anónimas, y en la cual la persuasión cumple un papel menor; el acto se realiza por medio de la fuerza o la amenaza de su uso” (Segato 2010, 21). Para la antropóloga la violación es el “el uso y abuso del cuerpo del otro, sin que este participe con intención o voluntad comparables” (Segato 2010, 22).

Este tipo de violación, al suceder en el espacio público, es el más denunciado o el que más se ha investigado. Dentro del espacio privado, la mujer violentada guarda silencio y normaliza la situación. El espacio público es fundamental ya que Segato propone que dicho acto no sucede solo entre el agresor y la agredida, sino que es una puesta en escena del mandato de masculinidad, del hombre frente a sus pares. La masculinidad dominante necesita subyugar el cuerpo de la mujer para afirmar el poder masculino frente a la estructura patriarcal.

La cineasta guatemalteca Camila Urrutia aborda el trauma producido en dos jóvenes después de una violación cruenta, en su ópera prima Pólvora en el corazón (2019). Para Urrutia, quien vivió mucho tiempo fuera de su país, no hay mujer que no haya sufrido violencia en el mundo y, muy especialmente, en Guatemala. Para demostrar esta realidad cotidiana, tolerada por el Estado y la sociedad, realiza un filme con mucho coraje y rabia, retratado a partir de una estética de realismo sucio -descarnado- en la que una cámara inestable y un tanto artesanal muestra una Guatemala urbano marginal.

Las jóvenes, Claudia y María, que además forman una pareja sentimental, enfrentan lo sucedido de manera opuesta. Mientras Claudia quiere olvidar, María arde en deseos de venganza. Ninguna de los dos puede resolver el conflicto interior y sus actos son erráticos, desesperados e inconexos. Cada paso que dan las separa más. Claudia pretende denunciar el hecho en una comisaría que ni siquiere tiene papel para imprimir un documento. María cree que puede disparar contra los agresores. Ambas pertenecen a familias disfuncionales. Claudia vive con su abuelo, un exguerrillero viejo y soñador, mientras que María no ve a su padre, quien está encarcelado.

La película se abre con un primer plano de las manos sucias de aceite de Claudia, quien arregla su moto. Lleva el pelo corto, teñido de rosa, y su piel está tatuada. Con su chaqueta de cuero parece un pandillero agresivo cuando en realidad es una muchacha frágil. María cumple el estereotipo de cierta feminidad. Pelo largo, morena y pantalón corto. Acuden juntas a una feria de juegos mecánicos, se divierten y toman cerveza. Cuando se alejan del parque para orinar son retenidas por tres hombres que abusan de ellas. Como rasgo interesante, los agresores no son pandilleros ni delincuentes. En contra del estereotipo de la delincuencia, aparentan ser hombres comunes y corrientes. Hombres que violan.

La escena de la violación aparece fragmentada. Los hombres halan a las chicas hasta una cerca de malla, les obligan a quitarse las blusas y se las reparten. El espectador no aprecia ningún acto violento de manera directa. La escena muestra la oscuridad. La cámara se mueve y en primer plano un hombre se abre el pantalón, vemos fragmentos rasantes de piernas y brazos o el pelo de Claudia. El silbato del guarda anunciando el cierre del lugar los obliga a escaparse. Pasan por la entrada y saludan gentilmente al guarda, como si nada. Son buenos ciudadanos, gente decente, hombres que violan, diríamos irónicamente.

Claudia y María pasan de la violencia entre ellas mismas a hacer el amor con ira. No saben qué camino tomar. María quiere un arma, Claudia desea fugarse a Estados Unidos. María sigue a los violadores hasta un billar acompañada de sus amigos para cobrarse la afrenta. A la violencia quiere oponer más violencia. Claudia permanece afuera, horrorizada. Se escuchan disparos dentro del bar y un amigo de María muere en sus brazos. Ella está fuera de sí y amenaza a Claudia con dispararle. Oímos el último disparo. Es María. Claudia escapa del lugar.

Migrantes: secuestro y trata

Las migraciones masivas son uno de los fenómenos más acuciantes que vive la región centroamericana y las mujeres constituyen las víctimas más vulnerables. El contexto actual de la migración —especialmente el paso por México— está enmarcado en las tensiones de la delincuencia organizada y las pandillas. La ruta se ha convertido en una tierra de nadie con una suspensión total de la legalidad, que ha permitido argumentar que “todas las mujeres migrantes en prostitución son víctimas de trata. Así, el concepto de trata ha sido comúnmente utilizado para incluir situaciones tan distantes como la de las mujeres migrantes que se prostituyen de modo no forzado, o la de aquellas que fueron secuestradas y retenidas con violencia” (Izcara 2019, 146).

María en tierra de nadie (Zamora, El Salvador, 2011) presenta dos casos de secuestro destinados a la explotación sexual. El primero es el de Jazmín, una nicaragüense trabajadora en un burdel en Chiapas. La cámara se inicia en un plano medio que va acercándose hasta primerísimos planos de la boca y los ojos, mientras Jazmín se maquilla frente al espejo y se oye una melodía infantil. La joven mira el resultado y parece satisfecha.

La muchacha nos ofrece su experiencia directa frente a la cámara. Está situada en una esquina de su habitación y relata que nunca había pensado en viajar a Estados Unidos, pero que una supuesta amiga le propuso venir, conocer otros lugares y le ofreció un trabajo de mesera: “… y yo de mesera lo había desempeñado bien porque sabía que ganaba más o menos. Y me vine, pero para el susto mío era que no venía de mesera. Que hasta ella había pedido dinero por mí, por haberme venido a dejar acá”.

La joven no conocía el trabajo, sufría temor y pena, y miedo de que le fueran a infringir daño. Sin embargo, fue experimentando, obtuvo dinero y se sometió al trabajo. La cámara se abre un poco y Yasmín cuenta su desesperación: “yo lo único que deseaba era como matarme, morirme. Llegué a un instante en que me tomé un poco de fármaco, porque me iba a morir. Cuando vine a despertar yo estaba en el hospital, me habían hecho un lavado gástrico, porque me había envenenado”. La cámara enfoca sus manos y luego su rostro. No puede evitar llorar recordando ese momento.

La joven se integra a un salón de baile al que llegan los clientes. Baila, bebe y canta una pieza de desamor interpretada por Juan Gabriel…. “yo no nací para amar, nadie nació para mí”.

Más adelante se presentan procesos de secuestro y esclavitud sexual aún más cruentos. En Saltillo, Coahuila, se encuentran dos mujeres que lograron escapar del crimen organizado. La cámara ingresa a un cuarto pequeño en el que vemos en plano medio a dos mujeres. La que comienza a hablar -la mayor- relata que emprendió el viaje sin saber nada de caminos o albergues. La cámara pasa de un rostro a otro al tiempo que ofrecen su testimonio apoyándose una en la otra.

Tomaron el tren, la temible Bestia que atraviesa México, y fueron detenidas por dos hombres armados pertenecientes al narcotráfico. El tío de la más joven -su supuesto protector- le susurra que son los Zetas. Las subieron a unas camionetas y el hombre negoció y la entregó como paga. La mujer mayor, al no tener cómo responder, pudo quedarse como cocinera. El resto de las personas, si no pueden pagar, son entregadas a los carniceros. Por primera vez oímos a la documentalista preguntar quiénes son. La mujer mayor cuenta que lavaba la ropa de uno de ellos, siempre olorosa a gasolina. De pronto se quiebra frente a cámara y explica que son “los que matan a las personas que no tienen quien responda por ellas. Agarran a la gente, la destazan, la meten en un barril y le prenden fuego”. Son seres abyectos, marginales, desechables. Despojados de su subjetividad. Son basura.

Una mañana, la joven llegó llorando. Ya sabía -dice la mayor- que las llevan a un hotel, las violan y las devuelven. La mujer recuerda: “Cuando yo regresé, temblando, llorando, ella me dio un vaso de leche caliente, nunca lo voy a olvidar”. Venía por un sueño, conseguir dinero para su padre enfermo, y ayudar al resto de su familia. Al menos podrá retornar a su casa.

El silencio del horror

Noche de fuego (México, 2021) es la primera ficción de la salvadoreña Tatiana Huezo. El filme no solo se refiere a la violencia contra las mujeres sino al control de sus cuerpos. Está ubicada en las montañas del norte de México, en un espacio convertido en un territorio liminar —sin ley— o, peor aún, cuya ley está dictada en todos los ámbitos por el narcotráfico. Allí, las personas, sobre todo las mujeres jóvenes, son consideradas como lo que Agamben llama “nuda vida”, es decir, personas cuya fragilidad está expuesta a la violencia y a la muerte, ya que nadie puede interceder por ellas (Agamben 2018, 21-22).

Esta precariedad es la que se presenta en la película de Huezo: un universo en el que la vida de las mujeres es arrebatada sin dar cuenta a nadie. Si bien las niñas no son secuestradas para ser asesinadas, el estado paralelo que es el narcotráfico les arrebata su voluntad, el control sobre su espacio-cuerpo, en palabras de Segato (2006). A estas jóvenes se les arranca la posibilidad de desarrollar su propia existencia y la dominación no solo es sexual, es ante todo la aniquilación de su autonomía. Aunque no mueran, están muertas. El Estado de derecho, cómplice de los capos de la droga, no existe, su poder es inexistente.

No obstante, Huezo retrata lo real del horror desde la poesía, con imágenes de gran belleza, en un mundo donde nunca se exhibe la violencia directa. Está allí, sin embargo, en los sonidos, en el miedo de las madres, en las camionetas negras que pasan a toda velocidad, en la anulación de la feminidad de las niñas.

Vemos los efectos del terror pero también la vida cotidiana de niñas que juegan, se divierten, van a la escuela y aprenden, crecen y viven. Al crecer, todo rastro de femineidad debe anularse; aprenden lo que significa ser mujer en la violencia. Sus madres les cortan el cabello, las visten de niños y las niegan: ninguna madre tiene hijas.

En Noche de fuego, mientras se desarrollan los créditos iniciales sobre fondo negro escuchamos una respiración agitada. De allí surge la imagen de Ana, una niña de unos ocho años, que vemos apurada cavando un hoyo en la tierra con sus pequeñas manos. Al borde del cuadro asoman las manos de una mujer mayor y la cámara nos muestra el rostro tenso y temeroso de Rita, la madre de la niña, quien también cavando. La mujer le pide a Ana que se introduzca en el hoyo y un plano cenital nos muestra a la niña de cuerpo completo. Parece una pequeña tumba; paradójicamente, es el refugio que le permitirá vivir.

La niña todavía no comprende el peligro, por lo que dedica su tiempo a jugar con Paula y María, sus mejores amigas. Van a la escuela, cocinan, juegan a la telepatía y se bañan en el río. Pero cuando llegan a la pubertad debe anulárseles cualquier rasgo de femineidad. En una de las escenas más entrañables, vemos el rostro de Ana frente al espejo de la peluquería mientras Elena le corta el pelo, pretextando que se hace para que no se le suban los piojos. Paula la toma de la mano, ¿será que no sabe que ella es la siguiente en ser afeitada? María, que tiene labio leporino, mira desde atrás, no comprende que ella no corre peligro, al menos por ahora.

Los padres de esas niñas no existen. Han migrado a Estados Unidos para ayudar a sus familias pero las han dejado atrás. Las han olvidado. Las mujeres suben a la montaña a llamarlos con teléfonos celulares que parecen luciérnagas al caer la noche. No contestan o las llamadas se interrumpen. Caen en el vacío. Rita implora a su marido que se lleve a Ana, advierte del peligro, pero no hay nadie del otro lado de la línea. Los hombres que han quedado en el pueblo son niños o ancianos y el maestro de escuela. Todos temen quedarse en el caserío.

Ana es una niña curiosa, un tanto rebelde, quiere ser maestra y salir del pueblo. La madre sabe que esa actitud inquieta puede ser un peligro y la enfrenta: “¿Sabés por qué te escondo? (…) ¿Sabés lo que le hacen a las niñas?” No es necesario que lo hablen, todas han ido desapareciendo, y las casas quedan intactas. Juana, la primera en desaparecer, dejó perdida una de sus sandalias. Su bicicleta permanece caída al borde del camino y en la casa hasta dejó la sopa servida. Ana no comprende, la madre le explica: “Así se hace, Ana, cuando la gente se va deja todo puesto como si fuera a regresar». Intenta preservar la inocencia de la niña, pero Ana sabe que algo extraño les puede suceder. Cuando juegan en el bosque le pregunta a sus amigas: “¿Qué creen que nos pase cuando una de nosotras de repente se vaya?”. Tampoco hay respuesta.

Detalles, sonidos, colores, silencios: el fuego

Tatiana Huezo ya había mostrado en trabajos anteriores su sensibilidad hacia la naturaleza y los pequeños detalles de la cotidianeidad. Y así como en casa de Juana vemos la olla del café sobre la hornilla, desde el inicio del filme, se nos muestran en primer plano los pequeños animales que habitan el entorno. El paisaje en que se ubica la historia es la contraparte del terror latente. Hermoso, casi idílico, se pasa de los campos de amapolas de un rojo furioso a los suaves lilas de los atardeceres. Todos los verdes imaginables pintan el follaje para rematar en la imponente montaña que se erige a lo lejos. Es la montaña que está siendo destrozada en nombre del progreso también en manos de los caposy cuyas rocas grises al pulverizarse inundan la pantalla con un estallido matérico.

La historia se despliega entre el sonido y el silencio. Las preguntas de las niñas quedan suspensas en el aire. El primer maestro enfrentó a todo el pueblo, no comprendía las desapariciones, y el silencio también fue la respuesta. Para sobrevivir es necesario reconocer los sonidos, y Ana y su madre juegan a identificarlos en la noche. Una lechuza, las vacas de don Pancho que andan sueltas, los grillos, el viento que sopla fuerte, los perros ladrando. También el sonido rasante y maniático de los helicópteros simulando destruir los campos de amapolas que confunden con los maizales o, en ocasiones, con las personas. Las balas a lo lejos, el ruido del motor y las llantas de las camionetas que se acercan amenazantes. Ese es el terror, correr hacia los escondites. Y dentro, la respiración de Ana, su miedo, y la falsa tranquilidad de la madre… luego los disparos, los sollozos de Rita, el llanto espasmódico.

Cuando se van los hombres de la casa de Ana suena una campana improvisada que avisa del peligro desde la escuela. Ana corre hasta el pueblo y ve cómo sus habitantes arrojan cosas a una pirámide de basura que se incendia. Es la única luz que rompe la noche. La gente está enojada, sigue lanzando objetos mientras murmura su desconsuelo. No se comprende nada aun cuando el ruido es permanente. De pronto irrumpe el llanto de la madre de María que repite: “María, María. Se llevaron a mi hija”, pero la cámara en primer plano enfoca el rostro de Ana. Se aleja -un chorro de sangre sale de su nariz- y se encuentra con Paula. Se miran. Ambas han comprendido lo que durante años sus madres quisieron ocultarse. Con dolor, con espanto, descifraron el silencio.

Podríamos citar otros casos de diversas violencias en Centroamérica. Si bien el cine de la región apenás está iniciando, la realidad es aplastante. No solo la historia reciente —guerras civiles, invasiones, genocidios— son tema de las y los cineastas en la construcción de la memoria, sino que la violencia actual, aun solo como contexto, no pueden evitarse. El nuestro no puede ser un cine de evasión y fantasía.

Las realizadoras cada vez logran mayor presencia en las pantallas nacionales e internacionales y con sus obras representan las diversas realidades de las mujeres de la región. Desde sus deseos, la exploración de sus cuerpos, el cuestionamiento de la maternidad y de las imposiciones de la sociedad, hasta las diversas agresiones que sufren, como hemos visto.

Es interesante notar que, a diferencia de las representaciones realizadas por varones, la violencia contra la mujer nunca se muestra de manera directa. La focalización en el cine que hemos examinado da el lugar central a la mujer. No solo siempre es su protagonista, sino que numerosas veces su rostro es ubicado en primer plano, permitiéndonos una relación cercana a lo táctil y una identificación comprometida con los sentimientos o sensaciones que expresa.

Las mujeres desde estas miradas nunca son presentadas de manera sexualizada: son seres hermosos, más allá de los estereotipos de belleza en boga. Incluso cuando nos relatan la violencia que sobre ellas se ejerce, las veces tristes, sumisas, pero no pierden su dignidad. La mirada de la cineasta prefiere la empatía, la escucha, que la moraleja o la enseñanza.

Se propone la reflexión, que el o la espectadora concluyan frente a lo que vieron, y no los relatos claros y cerrados, tipo final feliz. Las directoras prefieren la sutileza, la insinuación, los fragmentos. Para ello el empleo de imágenes simbólicas u oníricas, la preeminencia del sonido y del silencio, la mostración de la naturaleza como metáfora de las emociones, la sugerencia mediante los detalles. Un lenguaje que procure la transformación de los imaginarios para que los deseos masculinos no sigan colmando las pantallas. Un cine que admita las diferencias, las pluralidades, los múltiples espejos en que nos podemos reconocer.

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María Lourdes Cortés Pacheco (maria.cortespacheco@ucr.ac.cr). Doctora en Estudios Latinoamericano por la Universidad de París III-Nueva Sorbona. Catedrática de la Universidad de Costa Rica. Como investigadora, ha ganado el premio nacional Joaquín García Monge y dos veces el Premio de Ensayo Aquileo J. Echeverría, por los libros Amor y traición, cine y literatura en América Latina (1999) y La pantalla rota. Cien años de cine en Centroamérica (2005). Por este último libro, recibió el premio honorífico “Ezequiel Martínez Estrada” otorgado por la Casa de las Américas (Cuba) al mejor ensayo publicado del año (2007). Amores contrariados. García Márquez y el cine, obtuvo el premio al mejor ensayo sobre cine que otorga la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (2013). Fue designada Catedrática Humboldt 2017 y reconocida como Investigadora del año de la Universidad de Costa Rica (2020).

Recibido: 15 de febrero, 2023.

Aprobado: 22 de febrero, 2023.


Revista Filosofía Universidad de Costa Rica
LXII (163), Mayo - Agosto 2023 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589