El resurgimiento del poder soberano frente a la pandemia1
Resumen: El presente artículo se concentra en analizar la forma en la que se ejerció el poder soberano de vida y de muerte en el marco de la pandemia por COVID-19 en Costa Rica durante el 2020. El artículo intenta cuestionar el planteamiento foucaultiano de que el poder soberano representa un poder atenuado, pues se puede observar, a través de las restricciones a la movilidad y la delegación de la decisión sobre la vida y la muerte en el poder médico, como el poder soberano continúa en los ordenamientos jurídicos modernos operando más allá de los límites del estado de excepción.
Palabras clave: Estado de excepción, poder soberano, medicina, COVID-19, biopolítica.
Summary: This article focuses on analyzing how the sovereign power of life and death was exercised during the COVID-19 pandemic in Costa Rica in 2020. The article tries to question the foucauldian approach that sovereign power represents an attenuated power since it can be observed on the restrictions on mobility and the delegation of the decision on life and death in the medical power how the sovereign power continues in modern legal systems operating beyond the limits of the state of emergency.
Keywords: State of exception, sovereign power, medicine, COVID-19, biopolitics.
1. Introducción
El soberano se entiende como «aquel con respecto al cual todos los hombres son potencialmente hominis sacri», o sea están sujetos a su poder por lo cual potencialmente puede hacerlos morir, mientras «el homo sacer es aquel con respecto al cual todos pueden actuar como soberanos» (Agamben 2006, 110). Según Foucault (1998) uno de los derechos característicos del poder soberano fue el derecho de vida y de muerte. Este se deriva del patria potestas, el cual fijaba al padre de familia romano un derecho de disponer de la vida de sus hijos y esclavos, pues se pensaba que este era el dueño de los mismos2. Por lo tanto, así como él era capaz de darles la vida, también tenía la potestad de quitárselas. Dicho derecho, según Foucault, representa en la actualidad una forma atenuada de poder, ya que tal privilegio no puede ser ejercido de manera absoluta. En tiempos más recientes, dicha potestad sólo puede ser empleada en casos, en el que, el soberano se encuentra expuesto en su existencia misma, es decir, solo si el soberano está en peligro puede hacer la guerra legítimamente, puede pedir a sus súbditos —lícitamente— que expongan su vida en la defensa del Estado y puede matar a todo aquel súbdito suyo que lo traicione (Foucault 1998, 163).
Sin embargo, contrario a este planteamiento foucaultiano, el poder soberano de vida y muerte en la actualidad parecer resurgir bajo la figura de la excepción, ya que, a pesar de representar un poder atenuado, este se ha convertido en un derecho de uso recurrente y sistemático para atender el riesgo surgido de crisis coyunturales. De hecho, Agamben apunta que el estado de excepción (entendido como ese momento en que se suspende el derecho para garantizar su continuidad, o inclusive su existencia) se ha convertido desde el siglo XX en una forma permanente y paradigmática de gobierno (Agamben 2005, 6). Esta figura es clave porque revela como lo característico de la biopolítica moderna es que el bios de la ciudadanía se construye a partir de la extensión de la zoé (nuda vida), más allá de los límites del estado de excepción, lo cual hace depositar en el jurista, el médico, el científico, el experto, o el sacerdote, las decisiones sobre la nuda vida en qué consistía la soberanía (Agamben 2006; 19-22, 155).
En términos democráticos, esto es problemático porque el uso sistemático de la excepción para asegurar la estabilidad pone a funcionar un paradigma basado en la figura soberana de un Ejecutivo que gobierna por decreto y discrecionalidad. La cuestión es que este manejo basado en el presupuesto de la necesidad no ocupa de ley va claramente en detrimento del correcto proceso legislativo, y los valores democráticos de diálogo, división de poderes y consenso que debe caracterizar a todo sistema democrático. Puede ser más fácil gobernar por decreto en momentos de crisis, pero esto extirpa del arte de gobernar todo el proceso de construcción horizontal, que exige diálogo, confrontación y negociación, los cuales, a pesar de retrasar los tiempos, resultan esenciales para asegurar respuestas estatales democráticas y que respondan a los intereses de las mayorías.
Durante la pandemia se evidenció este resurgimiento del poder soberano a través del uso sistemático en Latinoamérica de la figura del estado de excepción (Cervantes, Matarrita y Reca, 2020), pues el mismo permitió un gobierno más directo sobre los súbditos y las cosas existentes en el territorio. En el caso de Costa Rica, la aplicación del estado de emergencia incluye al régimen de excepción dentro del marco jurídico (Picado 2020, 2), por lo cual, este se aplicó mediante la Declaración de Alerta Amarrilla N.º 09-20 dictada por la Comisión Nacional de Emergencias (CNE) y el Decreto Ejecutivo N.º 42227-MP-S, el cual declaró emergencia nacional en todo el territorio costarricense (Chavarria 2022, 35).
Este hecho evidenció que la pandemia fue un momento de gestión biopolítica, pues como apunta Agamben (2005) el estado de excepción, entiendo como la estructura originaria que funda, da origen y brinda fundamento a la biopolítica moderna, o sea «a la política que incluye a la vida natural dentro de los cálculos del poder estatal», necesito de negar la vida, controlar la ciudadanía, revocar las libertades individuales para paradójicamente hacer vivir, brindar seguridad a la ciudadanía y proteger a las personas del virus. El estado de excepción es importante para los fines mencionados porque en él, la ley sigue vigente, pero es suspendida, mientras la vida incluida en el derecho queda desprovista de protección jurídica (Saidel 2016, 36). Mediante esta operación, el derecho al incluir al viviente dentro de sí le permite al soberano —mediante su propia exclusión— crear las condiciones jurídicas necesarias (Agamben 2005, 6-7) para ejercer sobre sus súbditos un derecho indirecto de vida y muerte (Foucault 1998, 81), que le permite invocar un umbral de indeterminación entre bíos y zoé, para así discriminar entre lo que merece vivir y lo que no.
A partir de lo anterior, se observa que el derecho a la excepción dentro de los órdenes jurídicos modernos obliga a comprender que la ciudadanía moderna exige que en la medida en que alguien sea considerado como ciudadano (sujeto con derechos, libertades y espacios conquistados frente al poder político), ya no es más mero viviente (lógica de lo opuesto nace de su contrario); pero, al mismo tiempo, para poder ser considerado como ciudadano paradójicamente debe poner su vida natural (nuda vida) a disposición del poder político. Este juego cínico de incluir-excluyendo, es el que, haciendo malabares, le brinda la legitimidad y le permite al soberano la inscripción de la vida dentro del orden estatal, y con esto, dentro del ámbito de intervención del poder soberano (Agamben 2005, 7; Agamben 2006, 154, 161-162). Bajo este marco teórico, zoé expresa el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos (animales, hombres o dioses), en cambio bíos hace referencia a la forma o manera de vivir propia de un individuo o grupo, es decir, implica un modo particular de vida, la vida cualificada. El tema aquí es que a diferencia del bíos, la vida natural queda excluida del ámbito de la polis, por lo cual queda confinada en exclusiva como mera vida reproductiva en el ámbito del Oikos (Agamben 2006, 9-10), o dicho en otra manera queda recluida en el ámbito de lo necesario para la reproducción de la vida digna de ser vivida (en el ámbito de la economía).
Habiendo mencionado lo anterior, se identifica que los efectos adversos de la pandemia evidencian un momento biotanatopolítico. Esto debido a que dichos riesgos exigieron que la sociedad costarricense asumiera la tarea directa de garantizar no solo la vida, sino una vida cualificada provista de un buen estado de salud (Foucault 1999, 343), que en la práctica exigió el disciplinamiento de la población y la existencia de ciertos seres que no se vieron cubiertos por dicha protección. Bajo este marco, la excepción se convierte en un mecanismo de acceso privilegiado al cuerpo y un discurso legítimo sobre el que opera el poder político para liberar una fuerza de ley que pueda enfrentar el riesgo que amenaza la estabilidad del sistema.
En virtud de ello, el presente texto se concentra en analizar la forma en la que se ejerció este poder soberano de vida y de muerte en el marco de la pandemia por COVID-19 en Costa Rica. Para operacionalizar el estudio del poder soberano, el texto se concentra en dos categorías:
1. La mirada médica soberana: La mirada médica opera en red, pues la presencia generalizada de médicos, cuyas miradas se cruzan y ejercen (en cualquier punto del espacio y en todo momento) una vigilancia constante sobre la ciudadanía y los pacientes, revela una condición de exacerbada medicalización social pandémica. Bajo esta premisa, esta categoría se concentra en observar cómo la mirada médica, en excepción, previa que en un posible colapso del sistema de salud debía convertirse en una mirada soberana, que a través de una lógica bélica y de trincheras, decidía quien vivía y quién moría. La mirada es importante porque, siguiendo el trabajo de Foucault (2001b) en El Nacimiento de la Clínica, permite llegar a esa región en la que las palabras y las cosas aún no están separadas, es decir, permite aproximarse al punto «donde aún se pertenecen, al nivel del lenguaje, manera de ver y manera de decir». Este acercamiento, al punto indeterminado del lenguaje, implica que la distribución de lo visible y lo invisible, de la vida y la muerte, en la medida que está relacionado a la división entre lo que se enuncia y lo que se calla, aparece bajo la articulación del lenguaje médico y su objeto (el cuerpo enfermo);
2. La limitación a la movilidad de la población: Esta categoría enfocada en la característica política de la medicina se concentra en realizar un análisis de frecuencias3 de las principales medidas para restringir la movilidad de las personas, pues las restricciones a los derechos y libertades fundamentales fue un claro ejemplo en el que, gracias al mecanismo legal de la excepción y la asesoría del médico, la política se tornó en biopolítica.
2. Consideraciones teóricas y de método
Se debe aclarar que la presente investigación no postula que la biopolítica es una reformulación del poder soberano. Al contrario, Foucault (2021a) establece que de manera independiente y complementaria en el siglo XIX surge una nueva tecnología de poder llamada biopolítica que, contrario al poder soberano y la disciplina, se ejecuta sobre la población. Ambas tecnologías no son excluyentes, y la existencia de una no supone la superación de la otra. En realidad, ambas son ejecutadas y configuradas dependiendo del caso.
Sin embargo, se debe apuntar, que lo cierto es que, Foucault tiene un sesgo, porque al querer prescindir de un análisis unificado del poder se ve obligado a: 1. Abandonar los enfoques tradicionales basados en modelos jurídico-institucionales (soberanía-Teoría del Estado) y 2. Aseverar que el poder soberano es un poder atenuado (Agamben 2006, 14; Foucault 1998). Frente a esta postura, Agamben (2005; 2006) responde argumentando que, estas ideas foucaultianas solo han ocasionado que exista un centro, en el cual fluyen el modelo jurídico-institucional y biopolítico, que ha permanecido oculto en la teoría. En este sentido, para Agamben lo decisivo de la biopolítica moderna, es que, «paralelo al proceso en virtud del cual la excepción se convierte en regla, el espacio de la nuda vida que estaba originalmente al margen del orden jurídico, va coincidiendo progresivamente con el espacio político», con lo cual parece ser que la democracia moderna se caracteriza por: 1. Reivindicar y liberar la zoé; y, 2.Transformar constantemente la nuda vida en una forma de vida, es decir, encontrar el bios de la zoé.
A partir de lo anterior, entonces, se puede observar que el tema de fondo es ontológico y metodológico, pues ambas tecnologías de poder no deben verse como modalidades separadas por las que se manifiesta y actúa el poder, y las cuales deben ser consideradas inductivamente según el caso. En su lugar, estas tecnologías se ejecutan en conjunto y deben verse como parte de dispositivos de seguridad (Foucault 2006, 45-106), que, a través de la gestión liberal de fenómenos que afectan a la población, producen cierta autoprotección que debe ser analizada analógicamente. Esto implica que la unión, la juntura, entre la biopolítica y el poder soberano se encuentra a través de la existencia de mecanismos de inmunización social, o dispositivos de seguridad, que son utilizados para controlar temas comunes como las epidemias, la criminalidad o la escasez, pero que en su caso extremo (como la pandemia) hacen emerger la realidad sobre la que se fundamenta el poder, es decir, revelan como una lucha encarnizada por la vida inevitablemente se relaciona con una práctica de la muerte, es decir, con una tanatopolítica (Esposito 2005, 2006, 2009).
Habiendo dicho lo anterior, a continuación, se detallan las características del dispositivo de seguridad que permiten vincular dicho concepto con la gestión de la pandemia:
Tabla 1.
Categorías de análisis para estudiar los dispositivos de seguridad
Elaboración propia, a partir de Foucault (2001b; 2006), Esposito (2009).
Esta posición tanatopolítica es importante para la presente investigación porque: 1. Evidencia la unión intrínseca, y solo separable a nivel analítico, entre soberanía, disciplina y biopolítica; 2. Permite analizar los mecanismos y aspectos estructurales por los que opera la biopolítica, lo cual, siguiendo a Nietzsche (2020) y su preocupación sobre cómo lo opuesto nace de su contrario4, fija el paradigma como ruta metodológica5; y 3. La visión tanatopolítica permite tomar distancia de los enfoques necropolíticos inspirados en Mbembe (2011) y Valencia (2010), pues estos están concentrados (en un sentido de economía política) en comprender cómo determinadas formas de violencia y terror social permiten extraer valores económicos y políticos, que suscitan formas de orden que van en un continuo de lo ilegal a lo legal. En cambio, la presente investigación da un paso atrás, y se concentra en visibilizar los mecanismos estructurales por los que opera el poder para actuar biopolíticamente. Esto parte del entendido de que la política misma necesita de la creación de sujetos vulnerables, necesita construir un bíos a partir de múltiples zoés (Agamben 2006, 19). Con esta perspectiva se evidencia como la base de la biopolítica moderna en su sentido más general no es la creación de vida (Foucault), o la decisión sobre la vida y la muerte (Agamben, Valencia, Mbembe), sino que es la operación conjunta e indeterminada de ambos elementos (Esposito) que demuestra cómo lo opuesto nace de su contrario (Nietzsche). Es decir, lo fundamental y definitorio de la biopolítica moderna surge a partir de la exigencia de que para que vivan unos inevitablemente otros deben ser explotados y sometidos a la muerte, y en su extremo (como en la pandemia, o el régimen nazi) deben ser directamente asesinados supuestamente por el bienestar de la población, sin representar esto un crimen, o deber someterse a consideraciones éticas o morales.
En síntesis, con esta perspectiva tanatopolítica, vemos que la necropolítica es un aspecto puntual de una premisa nuclear de la biopolítica moderna, la cual revela que la muerte no es el concepto límite del poder. En su lugar, la tanatopolítica es la evidencia de que la violencia es la caja negra del derecho, mientras el derecho apenas es una forma de racionalización de la violencia (Esposito 2006). Bajo este marco, se comprende como un hacer y dejar vivir está inevitablemente unido —y forma parte— de un hacer y dejar morir. Tal y como menciona Esposito (2005; 2006; 2009), lo inmunitario es la juntura para explicar cómo lo opuesto nace de su contrario; como la biopolítica moderna necesita de una tanatopolítica; como una lucha encarnizada por la vida necesita de una práctica constante de muerte. La tanatopolítica, como concepto, demuestra cómo lo opuesto nace de su contrario (continuo entre democracia-totalitarismo); como existen cadenas de violencia que extraen formas de valor a partir de la condición de vulnerabilidad del sujeto (continuo entre valor-violencia); como la violencia es inherente y constitutiva de cualquier sistema político, y permite con su existencia la cohesión y autopreservación social (estado de excepción-nuda vida).
Todos estos elementos mencionados, revelan en el fondo como en el seno de los ordenamientos modernos sigue operando como base: 1. Un poder que dispone de un derecho sobre la vida y la muerte y 2. Una negatividad inmunitaria de autoprotección sobre la vida, que a la vez —contradictoriamente— tiene la aspiración de crear, a partir de la zoé, las condiciones para la mejor vida posible, el bíos. Siguiendo este orden de ideas, el totalitarismo moderno del siglo XX evidencia el surgimiento de una tanatopolítica, en la cual «el dispositivo inmunitario marca una absoluta coincidencia entre protección y negación de la vida» (Esposito 2009, 131). Esto implica que, una tanatopolítica (y por ende la biopolítica moderna) representa una implicación más intensa y directa, que a partir de una segunda modernidad (siglo XVIII a siglo XIX) vino a determinar las dinámicas políticas y la vida humana en su dimensión biológica, pues produce una «continua reelaboración a través de la definición de fronteras biológicas entre zonas de vida provistas de valor y carentes del mismo», es decir, el totalitarismo moderno está marcado por una indeterminación entre el bíos y el zoé, entre lo que merece vivir y lo que no (Agamben 2006; Esposito 2009: 133). En este sentido, según Esposito (2006: 33-124; 2009: 126-129, 135-136, 139), la biopolítica moderna se ve caracterizada por:
1. La preocupación relativa al mantenimiento y reproducción de la vida, que pertenece al orden de la política;
2. La creación de un lenguaje y mecanismos para dar respuesta a una serie de demandas de autotutela que aseguran una autoconservación violenta de la vida. En este sentido, la soberanía, la inmunidad, la propiedad y la libertad son paradigmas de inmunización que reflejan cómo la modernidad está construida a partir de un deseo de autoconservación, que obliga a supeditar la vida natural al soberano y la communitas;
3. La desactualización del paradigma articulado alrededor de un orden basado en torno a la soberanía de representación y los derechos individuales. Este decaimiento hace surgir y mantener una superposición más intensa entre política y vida, que sitúa a la vida en el centro del juego político, obligando que en su extremo se llegue a invertir el vector biopolítico por su opuesto tanatopolítico;
4. El totalitarismo moderno —supuestamente— desapareció con la victoria de las democracias, sin embargo, el nudo entre vida y política se ha vuelto más importante, viendo su máximo esplendor en el estado de excepción —paradigma de gobierno permanente y estructura fundante de la biopolítica— (Agamben 2005). Esto implica que la guerra deviene no en la excepción, sino en la regla y la única forma de coexistencia global. En este sentido, la protección de la vida necesita de una dosis mínima de muerte para alcanzar la seguridad;
5. Por último, la biopolítica moderna implica normalización absoluta de la vida (aprisionamiento del bios dentro de su destrucción) y doble clausura del cuerpo (inmunización suicida y homicida del pueblo alemán, o de los pueblos en pandemia), lo cual obliga a sacrificar la libertad y la vida en favor de la seguridad.
3. La biopolítica, la nuda vida y la tanatopolítica en pandemia
La connotación bélica del estado de excepción que se aplica contra poblaciones que hacen peligrar la estabilidad del sistema, vuelve a traer a la escena política el derecho soberano de vida y de muerte. Pero ¿Qué significa tener un derecho de vida y de muerte?; ¿Cómo se aplica este derecho a la gestión de la pandemia?; y, ¿Como, particularmente, se operacionaliza en una pandemia dicho poder sobre una otredad, la cual pone en peligro al soberano?
Bueno, para empezar, se debe decir que el derecho de vida y de muerte significa que el soberano «puede hacer morir y dejar vivir». Esto revela que tanto la muerte como la vida no son fenómenos naturales que están fuera del campo del poder político. En realidad, «frente al poder, el súbdito no está, por pleno derecho, ni vivo ni muerto». Corresponde a la decisión del soberano que el súbdito tenga derecho a la vida o la muerte (Foucault 2001a, 218). Esto implica que el efecto del poder soberano sobre la vida solo se ejerce en el «momento en que el soberano puede matar», pues «la muerte guarda la esencia misma del derecho sobre la vida y la muerte», o en otras palabras, del poder decidir sobre el momento en que la vida deja de ser políticamente relevante (Agamben 2006, 180).
A partir del siglo XIX, este derecho político de soberanía se complementó con el derecho de hacer vivir y dejar morir. De ahora en adelante, el soberano no solo se encarga de hacer morir, sino también se encargará de optimizar, mejorar y crear las condiciones para que florezca la vida; naciendo así entonces una nueva tecnología de poder (biopolítica) que actúa sobre la masa global (población) «afectada por procesos de conjunto que son propios de la vida, como el nacimiento, la muerte, la producción, la enfermedad, etc» (Foucault ٢٠٠١a, ٢١٨-٢٢٠).
Siguiendo este orden de ideas, en el caso de la pandemia se identifica la emergencia de una biopolítica (¿O biotanatopolitica?) en Costa Rica, pues la gestión de la crisis sanitaria (Chavarria 2022) reveló los esbozos de una política en favor de ejecutar una intervención para controlar la morbilidad (Foucault 2001a, 220), la mortalidad y la infectividad (todos fenómenos de intervención, en tanto, fenómenos que afectan a la masa, a la población). En este sentido, la intervención biopolítica consistió en actuar mediante mecanismos globales en aras de alcanzar estados globales de equilibrio y regularidad, o sea consistió en tomar los procesos biológicos del humano/especie para asegurar su regularización (Foucault 2001a, 223), por lo cual, a continuación, se analizan dos de las formas en las que el poder soberano actúo para disponer de la ciudadanía como nuda vida. El estudio de ambos elementos permite demostrar cómo la medicina ejecuta una política de salud y establece consideraciones sobre la enfermedad como problema político y económico que se plantea a la colectividad, y que estas deben resolver mediante decisiones globales (Foucault 1999, 328), que en el caso de una pandemia pueden relacionar la biopolítica con la tanatopolítica.
3.1 Control sobre la vida y la muerte de los ciudadanos
La salud y la enfermedad en tanto fenómenos que afectan al grupo y la población exigen una intervención autoritaria de la medicina, que, en el marco de una pandemia, evidencia que «la salud de todos es algo que concierne a todos», por lo cual, el estado de salud de la población se convierte en el objetivo general de la política. En virtud de ello, esta preocupación política por la salud pública, en momentos de una crisis biológica, ocasionó que, fuera de su ámbito dedicado a las técnicas de asistencia, el poder médico tuvo la capacidad de imponer reglamentos similares a los de las epidemias; ejecutar medidas excepcionales en ciudades con un alto nivel de contagio; y, establecer cuarentenas, como las que otrora se imponían en determinados puertos, hospitales, o prisiones relevantes. Todos estos mecanismos mencionados evidencian formas de medicalización autoritaria que no estaban orgánicamente ligados a las técnicas de asistencia, sino que dependían de una necesidad política de estabilidad; necesidad que definió la salud y el bienestar físico de la población como uno de los objetivos esenciales del poder político. En la pandemia, entonces, la política se fijó en ayudar, y si era preciso, obligar a los sujetos a conservar su salud (Foucault 1999; 329, 331).
A partir de lo anterior, el control sobre la vida y la muerte de los ciudadanos se hizo patente en la lógica de gestión de la pandemia. Esto debido a que, esta siguió una medicalización autoritaria guiada por una racionalidad de campo de batalla, es decir, empleó una lógica de trincheras que emerge únicamente ante la escasez y el inminente peligro de muerte. Dicha lógica estaba enfocada en la economía de los servicios y los recursos públicos a partir de los rasgos biológicos de una población. En este sentido, una política a partir de tales consideraciones biológicas ocasionó que en la pandemia el cuerpo fuera portador de una nueva variable para la gestión biopolítica: «los cuerpos más o menos susceptibles a inversiones rentables, dotados de mayores o menores probabilidades de supervivencia, muerte o enfermedad» (Foucault 1999, 333).
Dicha variable, sustentada en la rentabilidad probabilística, evidenció cómo la lógica belicista que crea la excepción pandémica ocasionó variaciones en la forma en que actúo el poder soberano y biopolítico. A continuación, se presenta una tabla que resume dicha transformación:
Tabla 2.
Transformación pandémica de los derechos políticos del soberano sobre la vida
Elaboración propia.
A partir de la tabla 1, se puede observar que las transformaciones que sufrieron los derechos políticos del soberano ocasionaron que este procurará hacer vivir a los cuerpos enfermos con posibilidades de supervivencia (cuerpo con futuro). Sin embargo, para hacer vivir el soberano debió hacer morir a aquellos cuerpos enfermos que no tenían posibilidades de vencer al virus (cuerpo sin futuro). Este fenómeno demostró cómo tanto el hacer vivir y dejar morir (Biopolítica) como el hacer morir y dejar vivir (Soberanía) se complementan, con lo cual se evidencia que la politización de la vida y la biologización de la política produce que en ciertas ocasiones —como en la pandemia— se llegue a invertir el vector de la biopolítica por su opuesto el componente tanatopolítico, vinculando con este movimiento una «lucha por la vida con una práctica de muerte» (Esposito 2009, 129). Esto debido a que, en concreto, la variación mencionada en la Tabla 1 visibiliza una inserción biopolítica masiva de la vida natural en la politica, a través de la discriminación entre una vida auténtica (cuerpo con futuro) y una nuda vida (cuerpo sin futuro), entendida esta última como aquella vida que: reside en un cuerpo; está despojada de valor político; se halla carente de derechos y libertades fundamentales; está sujeta al poder soberano; y se encuentra clasificada como Zoé6 (Agamben 2006, 156-158, 168).
Dicha inserción masiva de la vida en la medicina y la política evidenció cómo el estado de excepción permitió elaborar una consideración sobre la medicina como religión, pues en un mundo con crisis sistémicas que amenazan la vida (y sus condiciones de posibilidad) la medicina se halla incapaz de decidir si la humanidad sobrevivirá o morirá. Ante esta indeterminación sobre la calidad política de la vida, la medicina conjunta la crisis perpetua del capitalismo con la idea cristiana del fin de los tiempos, para legitimar el uso de la decisión extrema sobre la vida, como una fórmula aceptable para alcanzar la estabilidad sistémica (Agamben 2020). Por ejemplo, esto se observa cuando en el contexto de excepción apocalíptico, el médico en aras de discriminar entre el cuerpo salubre y el cuerpo insalubre, operó bajo la lógica típica del racismo foucaultiano, es decir, funcionó como un mecanismo de normalización que permitió una relación positiva, del tipo «cuanto más mates, más harás morir», o «cuantos más dejes morir, más, por eso mismo, vivirás». Esta relación, basada en el «si quieres vivir, es preciso que hagas morir, es preciso que puedas matar», es aparentemente una relación bélica que indica que para vivir es ineludible que masacres a tus enemigos (Foucault 2001a, 231). Esta racionalidad de trincheras se extrapola en los lineamientos bioéticos, pues en ese documento se evidencia cómo el poder soberano en caso de colapso del sistema de salud había dispuesto la necesidad de autorizar la supresión de la vida indigna de ser vivida; revelando con esto lo fundamental de la biopolítica moderna, la decisión sobre el valor o el disvalor de la vida como tal (Agamben 2006, 173), que opera bajo un racismo epidemiológico que dictó como enemigo la enfermedad y al enfermo.
La potestad médica sobre el valor de la vida guarda una profunda relación con el racismo, ya que, según Foucault, la respuesta sobre cómo un soberano que protege la vida tiene la facultad de matar, se halla con la figura del racismo, entendido como el medio de introducir un corte en el ámbito de la vida que el poder toma a su cargo; este corte hace referencia a lo que debe vivir y lo que merece morir. El racismo, entendido como este proceso político para discriminar de la vida «lo degenerado», es una manera de separar y erradicar, dentro de una población, a unos grupos con respecto a otros. La función del racismo foucaultiano, es fragmentar, hacer cortes en el continuum de lo biológico (Foucault 1991, 157; Foucault 2001a, 230-231), los cuales permiten intervenir con la muerte sobre algunos grupos poblacionales en aras de proteger a la mayoría. La importancia del concepto de racismo foucaultiano es que es la yuntura que permite percibir el cruce tanatopolítico entre nuda vida y estado de excepción, siendo el primero (nuda vida) el ámbito de intervención sobre el cuerpo; el segundo (racismo), la forma de discriminar entre lo sano y lo patológico; y, el tercero (estado de excepción) el medio jurídico artificial que permite al poder operar bajo las formas anteriores.
Siguiendo este orden de ideas, en pandemia, el encargado de realizar la operación racista y quirúrgica en el continuum biológico de la especie humana fue el poder médico, ya que este tenía la potestad de decidir cuál cuerpo tenía más posibilidades de sobrevivir y, a partir de ahí, realizar una economía de guerra de los recursos públicos para salvar a aquellos cuerpos con futuro, que podían aportar con su curación a la defensa del Estado. En este sentido, desde la perspectiva médica, y en especial en tiempos pandémicos, existe la idea de un dios o un principio maligno —la enfermedad— cuyos agentes (bacterias y virus) se enfrentan a un dios o principio benéfico —la cura— cuyos agentes son los médicos, la terapia (Agamben 2020) y los políticos. En medio de esta batalla «sacrosanta», en un supuesto y análogo escenario de guerra generalizado contra los agentes patógenos, la posición que adquiere el médico en la pandemia lo acercó con su pasado, con el sacerdote, es decir, durante la crisis sanitaria el médico se convirtió en un médico-sacerdote que afirmaba que «sólo a él, compete en última instancia el juicio sobre quién ha de mantener la vida y quien ha de ser expulsado a la muerte» (Esposito 2009, 146). Por esta razón, es que el hacer vivir estuvo directamente relacionado con el hacer morir, pues la atención médica, el respirador, la cama que se le brindaba al cuerpo enfermo con futuro, le fueron primero negados por el poder médico al cuerpo enfermo sin futuro.
La idea del racismo permite evidenciar que la crisis sanitaria pone en funcionamiento esta relación de tipo guerrero (si quieres vivir, es preciso que el otro muera) de una manera novedosa y compatible con el biopoder, ya que la pandemia estableció entre mi vida y la del otro una relación que, a pesar de parecer militar y guerrera, es de carácter biológica y económica. En la pandemia, siguiendo los apuntes de Foucault (2001a, 232), similar al racismo foucaultiano, no interesa suprimir a adversarios en el sentido político del término, sino que lo que interesa es erradicar a los biológicamente peligrosos para la población. Esta lógica inmunitaria creó una mentalidad que dictaba: «cuanto más tienden a desaparecer los cuerpos enfermos sin futuro, mayor cantidad de sujetos anormales serán eliminados, por ende, menos enfermos habrá con respecto a la especie y yo». En el fondo de esta perspectiva, actuaba una mentalidad regida por criterios económicos, que dictaba que se hacía vivir a: 1. Quienes tenían las condiciones biológicas y económicas que les permitía resguardar al menor coste la salud del Estado y 2. Quienes podían ser rápidamente incorporados a la lógica del mercado.
Con este movimiento político-económico, el sistema reservo como los sacrificables a dos subjetividades: 1. En aras de la salud económica, sacrificaba y sometía al peligro de muerte las vidas de los trabajadores, que debido a la necesidad y sus condiciones laborales, debían irrespetar las medidas de aislamiento y distanciamiento. En este sentido, el dejar morir reveló cómo la fabricación del cuerpo sin futuro pasaba también por una producción artificial del vulnerable, que amplío la desigualdad social y definió cierta carestía social y vital necesaria. Esto debido a que, las medidas de restricción sanitaria y distanciamiento ocasionaron que los sectores de más bajos ingresos presentaran una mayor cantidad de contagios (Ávalos 2020), y fueran los más vulnerables frente al empeoramiento de las condiciones laborales, sociales y económicas (Alvarado et al. 2020, 6). Con lo cual se evidencia cómo ciertos sujetos son explotados y sometidos a la muerte en favor de la autoconservación de otros; y, 2. Con el objetivo de resguardar la salud pública, el soberano había previsto que, en el extremo del colapso del sistema de salud, los sacrificables serían los cuerpos sin futuro.
Esta definición de los sacrificables mencionada, resalta la función biopolítica y racista de la medicina, pues los conceptos biológico-médicos están dispuestos en un espacio cuya estructura responde a la oposición de lo sano y lo mórbido, lo cual implica que en el momento en que se habla de la vida de los grupos y las sociedades, de la raza y la población, se piensa lo político desde una estructura interna basada entre lo normal y lo patológico (Foucault 2001b, 62), que permite discriminar entre vidas con valor y vidas sin valor, entre cuerpos sin futuro y cuerpos con futuro. Este nivel del umbral y la indeterminación, lo que permite es la distinción entre lo normal y lo anormal, que opera bajo un intento deliberado por restituir el sistema a la normalidad deseada para el poder político, el ámbito económico y el statu quo. Todo esto implica que lo patológico y racista se convierte en una forma general de regulación de la sociedad (Foucault 1999, 353, 356). Este ámbito biopolítico opera, como tal, ya que el sacrificio de ciertas personas produce una cadena de violencia excepcional que permite la extracción de formas de valor (Salazar 2023) mediante la exposición a la muerte, o el asesinato, de los cuerpos sin futuro. Piénsese, por ejemplo, durante la pandemia en la importancia y el valor económico-político que generaban los trabajadores manuales, cuerpo médico, trabajadores informales, policías, bomberos y demás trabajos que no podían virtualizarse, y que sostenían al sistema. Asimismo, piénsese en el valor económico-político de las eventuales víctimas, en caso de un colapso del sistema de salud, que el sistema había aceptado como necesarias para retornar a la normalidad.
En síntesis, se observa que la mirada médica se transforma en una mirada soberana que en su experiencia clínica realiza una distribución de lo visible y lo invisible, según las marcas, síntomas, particularidades, probabilidades de supervivencia, historia y perfil clínico, que ponderados distribuyen cada cuerpo enfermo de un lado, o del otro, del umbral que diferencia las vidas entre bíos y zoé. Por ejemplo, está capacidad soberana sobre la vida se observó cuando tras una decisión médica negativa el cuerpo enfermo sin futuro entraba a un limbo sin retorno: el ámbito del dejar morir. Esto debido a que una vez que la mirada médica valorará negativamente el beneficio de supervivencia de un cuerpo se corta el crédito que justifica el uso de los recursos públicos para atender la salud y el bienestar de un cuerpo enfermo. Lo anterior, implica que la mirada médica, en especial en excepción, circula con cierto movimiento autónomo, por el interior de un ámbito que está controlado por sí mismo, por su mismo saber. Esto permite que, en una crisis pandémica, mediante el mecanismo de la excepción, el espacio médico coincida con el espacio social. Dicha coincidencia es importante porque le permite al médico atravesar y penetrar enteramente el espacio social para distribuir soberanamente la experiencia cotidiana de los ciudadanos (Foucault 2001b, 55) en aras de retornar a la situación normal.
En la pandemia, más que nunca se evidencio como la muerte no es el concepto límite del poder (Foucault 2001a, 218, 224), sino una extensión de este. Esto debido a que el hacer morir, o exponer a la muerte a algunos, permitió realzar la vida de otros. Con la muerte de algunos y el cuidado de los más aptos era posible controlar los accidentes y disminuir los riesgos que ponían en peligro la vida de la masa frente a un patógeno desconocido. Ante este panorama, el derecho de vida y muerte se convierte en una herramienta importante para la cura de la población ante la incertidumbre médica. La medicalización, en este sentido, se tornó autoritaria en parte por su propia incapacidad y desconocimiento, ya que el SARS-COV-2 representó un patógeno desconocido que dejó al médico en la incertidumbre respecto a la elección de los tratamientos adecuados a aplicar sobre la enfermedad. Esto debido a que, al no existir métodos curativos efectivos (Foucault 2001b, 49), se decantó por controlar la enfermedad mediante el cuerpo, la muerte y el entorno.
3.2 Sobre las consideraciones políticas y económicas de la medicina en pandemia
Ahora bien, habiendo mencionado lo anterior, esta unión entre la vida y la muerte se explica al observar cómo la bioética médica, similar a un contexto bélico, resolvió el conflicto entre el derecho político del soberano y la protección de la vida, pues la solución recayó en depositar la potestas en la mirada médica debido a la auctoritas, entendida como la legitimación social reconocida que procede de un saber y que se otorga a ciertos ciudadanos. Tiene auctoritas aquella personalidad o institución que tiene la capacidad moral de emitir una opinión calificada sobre una decisión (Iboléon 2011, 14), en este caso tiene auctoritas el cuerpo de médicos (Esposito 2009, 147) porque son los genuinos supuestos tutelares sagrados de la integridad de las facultades, la salud y las sensaciones de la nación (Foucault 2001b, 57-58).
A partir de esta aparición legítima de la medicina en la política, siguiendo los apuntes de Foucault (2001b, 61), se puede identificar que el papel político y biopolítico de la medicina se desarrolla a partir del conocimiento del hombre saludable, es decir, se desprende de la bifurcación de una opinión calificada que permite revelar la experiencia del hombre no enfermo (cuerpo con futuro), y una definición del hombre modelo que evitará ser un cuerpo sin futuro. Bajo este marco, es posible identificar como el soberano debido a la auctoritas de la clase médica depositó en el médico la potestas, entendida como el ejercicio de un poder basado en la titularidad jurídica del mismo que lo posibilita —al poder— a ser ejercido (Hernández 1946, 608-609).
En virtud de lo anterior, se observa que el médico debido a su auctoritas, o sea a su saber sobre el cuerpo y la enfermedad, tenía el conocimiento y la legitimidad social necesaria para poder decidir (potestas) frente a un posible y eventual colapso del sistema de salud: quien debía morir y quién debía vivir. Este fenómeno evidenció el cruce y la complicidad entre el saber y el poder, pues metafóricamente demostró cómo el soberano cedió la potestas a una clase particular debido a su auctoritas. Dicha clase particular contaba con el poder médico, entendido como el conjunto de sujetos con un saber privilegiado sobre el cuerpo y la cura. En este sentido, los lineamientos bioéticos fueron el mecanismo que proveyó la reglamentación necesaria para que la mirada médica hiciera cumplir, y validar, su decisión de quién debía morir y quién debía vivir. Este traspaso del poder soberano no se debe comprender como una multiplicación de pequeños soberanos con batas blancas, sino más bien se debe entender como lo que es: una secesión excepcional de la potestas sobre la vida a un grupo específico con la auctoritas necesaria para asegurar la supervivencia del soberano y la estabilidad del sistema.
Lo anterior, queda claro cuándo se observa la forma en que la bioética justificó el poder de muerte, pues, en concreto, la bioética justificó la muerte de algunos bajo una premisa que reflejaba una economía de los recursos públicos. Esta premisa produjo que la mirada médica, mientras atendía a los cuerpos enfermos, debía enfocarse siempre en «Maximizar los beneficios de las personas usuarias con los recursos disponibles, con el objetivo de salvar la mayor cantidad de vidas posible, priorizando la atención de aquellas personas que tengan la máxima posibilidad de recuperación» (Marín, Rodríguez y Zamora 2020, 22). Por esta premisa económica es que la medicina tuvo esta potestad aniquiladora, con claras funciones económico-políticas, pues en el fondo, en momentos de crisis, «la cuestión fundamental es la economía y la relación económica entre» (Foucault 2006, 24) el coste de la curación versus el coste de la salud pública, ya que dicha relación dictaba como ley al poder médico el imperativo: la mayor protección del soberano al menor costo, o sea máxima eficiencia en la protección del soberano con el mínimo esfuerzo en la aplicación de recursos.
A partir de lo anterior, siguiendo a Agamben (2020) y Foucault (2001b), la utilización de esta premisa económica en la salud demostró cómo:
1. El objeto inmediato de la medicina es el cuerpo viviente del ser humano, lo cual vuelve a la medicina una disciplina pragmática, pues la medicina positiva no seleccionó su objeto enfocada en obtener la objetividad del mismo (como las ciencias sociales positivistas), sino que el medio, por el cual, se relaciona médico y enfermo se da encerrado en la singularidad del enfermo, en la región de los síntomas subjetivos que dicen, «no el modo de conocimiento, sino el mundo de los objetos a conocer». Bajo esta producción de los objetos clínicos por conocer, el saber médico identifica el espacio, el lenguaje y la muerte a través de la mirada. En este sentido, es mediante la vista y la espacialidad de la enfermedad que el médico establece el vínculo entre el saber y el sufrimiento. Dicha espacialidad, que acompaña a la verbalización de la enfermedad, se trabaja fijándose en las tensiones, marcas y todo el mundo sordo que compone al cuerpo. Estos elementos son discutidos en su objetividad por el discurso médico, y son fundados como objetos por la mirada médica pragmática. Por ejemplo, en el caso de estudio, es la mirada sobre los cuerpos la que, en medio de la crisis, al atender a los pacientes podía determinar (según las características de este, los recursos disponibles y el estado global del resto de pacientes) quién debía morir, o quién tenía rasgos palpables que arrojaban probabilidades de supervivencia. Esto demostró cómo las imágenes del dolor humano, en un eventual colapso del sistema de salud, no son conjuradas en beneficio de un conocimiento neutralizado, sino que han sido distribuidos de nuevo por la arbitraria decisión del médico, que, a través del espacio, «donde se cruzan los cuerpos y las miradas», decide quien vive y quien muere.
2. Al no ser una endemia sino un pandemia, el poder médico dado el estado de necesidad experimentó una expansión de sus capacidades, pues ya no se trataba de tomar decisiones sobre el caso de un paciente en su individualidad y su consecuente riesgo de cura o muerte, sino que el médico tenía que enfrentar la afectación sobre la salud de la población mediante un acto de celebración he intervención continua sobre la vida que le exigió auto sacrificarse individual y laboralmente para la salvación de la masa. El acto de celebración e intervención se hace palpable dado el carácter religioso de la medicina, pues está, en pandemia, fijó un culto ritual de inmunización que debía ser respetado y seguido por la ciudadanía. Dicho ritual practicado, mediante el aislamiento y distanciamiento social, se concibe como tal ya que era una veneración a la salud pública, el Estado y la comunidad. La ciudadanía, dependiendo del caso, aceptó (o rechazó) renunciar a su propia libertad de movimiento, al trabajo, a las amistades, a las relaciones amorosas y sociales, en parte por disposiciones legales, pero también por sus propias convicciones cuasi religiosas de creencia en la ciencia y la política. Sin embargo, a esta idea le surgió oposición, ciertamente la población tampoco fue que acató sumisamente estos designios del poder; existieron «los herejes», como los conspiranoicos y los antivacunas.
3. La estructura de todo saber concreto cambia y hace aparecer, bajo la mirada y en el lenguaje, la realidad. Esto quiere decir que las formas de racionalidad médica hunden sus raíces en la profundidad de la percepción, la cual resalta las sutilezas de la enfermedad y evidencia las marcas que revelan quién merece vivir y quién merece morir. En cambio, el espacio de la experiencia parece identificarse con la mirada médica atenta de vigilancia empírica, abierta a las características y cambios en el paciente portador de una enfermedad desconocida; cambios que podrían modificar la decisión sobre si es rentable (o no) que viva. En este marco, el ojo se convierte en el depositario y fuente de claridad, que ocasiona que la mirada médica tenga el poder de traer a la luz una verdad sobre la vida y la muerte, la cual está fundamentada —paradójicamente y arbitrariamente— en el propio criterio médico. Esta autorreferencia y legitimación del poder médico radica en que, contrario a otras ciencias, la verdad médica permanece en el núcleo sombrío de las cosas, en su densidad, en su volumen. Para el saber médico, lo no visible, lo no conocido, solo puede ser develado por el poder soberano de la mirada empírica médica que hace de su noche día. En este sentido, la mirada médica permite la posibilidad de una experiencia clínica en la medida que permite construir sobre el individuo un discurso de estructura científica que faculta a dictar el valor o el disvalor de la vida como tal.
4. La medicina tiene un carácter político, es decir, puede luchar contra los malos gobiernos como menciona Foucault (2021b, 59). Pero también, como sucede en el caso de estudio, puede directa o indirectamente decidir quien vive y quien muere para la preservación del sistema y el statu quo.
5. Los Lineamientos bioéticos ante la pandemia por COVID-19 hacían constar la reaparición del hacer morir, pues en él se observaba que pesaba sobre el criterio médico la decisión de priorizar «la atención de aquellas personas que tenían la máxima posibilidad de recuperación». En este sentido, dichos lineamientos establecían que, en un escenario de colapso, el poder médico debía seleccionar de entre los pacientes a aquellos que se atenderán «antes que a los demás, aun a pesar de que estos no sean los más gravemente enfermos, sino los más recuperables» (Marín, Rodríguez y Zamora 2020; 22, 30). Esto contradice por completo la lógica del sistema de emergencias, pues en la normalidad atiende a las personas, no según la hora de llegada al centro médico, las posibilidades de supervivencia o la rápida recuperación, sino que atiende a los pacientes según la gravedad de la urgencia7 o emergencia8, es decir, atienden primero a los más gravemente enfermos y no los más recuperables. Esto debido, a que dichos servicios están creados y diseñados para focalizar todos los recursos en la atención de los pacientes críticos que arriban; siendo en la excepción el espacio en el que se invierte esta lógica (CCSS 2023; Mora 2020).
6. Lo anterior, revela las reminiscencias de una medicina de Estado dado que el soberano (al menos discursivamente) al ver en peligro su seguridad no le interesaba emplear la administración de la salud pública sobre el cuerpo de los trabajadores. En su lugar, más bien el interés giraba en torno a aplicar las técnicas médicas al «cuerpo de los propios individuos que en su conjunto constituían la fuerza del Estado». De esta manera, la preocupación médica (durante la pandemia) giraba en torno a una cierta solidaridad económico-política (Foucault 1999, 370) necesaria para proteger el sistema. La solidaridad no era para el cuerpo individual, sino para la salvación del cuerpo social, pues lo que indicaba es que ante un posible contexto de colapso del sistema de salud se debía atender primero a los que tenían mayores probabilidades de recuperación, pues una persona recuperada era una persona que al no representar un riesgo biológico podía asegurar la fuerza del Estado. Esto revela que la supervivencia del soberano dependía no necesariamente de la salud de un individuo, sino que dependía de la salud de la población, por lo cual, en tanto el cuerpo social estuviera sano y la morbilidad de la enfermedad controlada dentro de un intervalo de lo gestionable se alcanzaría la estabilidad. En este marco, tanto el Estado como el cuerpo enfermo sin futuro tenían que ser solidarios con la sociedad y los cuerpos enfermos con futuro, para cumplir con la máxima de la mayor eficiencia en la seguridad del soberano al menor costo.
7. El soberano al depositar este poder de vida y de muerte en el poder médico debió establecer una serie de pautas y recomendaciones sobre el manejo bioético de la pandemia; señalando lineamientos con aspectos éticos y de derechos humanos que se debían tomar en cuenta (Marín, Rodríguez y Zamora 2020, 32). Esto revela cómo la práctica médica supone ciertos riesgos (el riesgo médico es el vínculo entre efectos positivos y negativos de la medicina) que deben ser manejados, inclusive cuando la medicina se enfoca en matar. Este hecho revela una iatrogenia positiva, que evidencia cómo la propia acción de la intervención médica de índole supuestamente racional (Foucault 1999, 348-350), en su extremo, debe justificar éticamente la muerte irracional de algunos para la salvación de la mayoría.
8. La posibilidad de supervivencia de un cuerpo se convierte en un criterio que facilita (o no) la inversión de los recursos públicos, pues la lógica detrás de esto es una lógica bélica que dicta que un cuerpo con posibilidades de sobrevivir será un cuerpo que contribuirá a la fortaleza y defensa del Estado, por lo cual, la inversión pública destinada a dicho cuerpo se justifica. En una pandemia, la mirada médica se contagia de esta lógica belicista, pues para cumplir con sus labores de racionalizar los recursos públicos al hacer morir actúa bajo un criterio «absolutamente extraordinario y excepcional, de tal modo que sólo puede utilizarse en situaciones en las que hay una clara desproporción entre las necesidades de salud y los recursos disponibles» (Marín, Rodríguez y Zamora 2020, 22). En este caso, se observa cómo el cuerpo individual ingresa dentro de mecanismos globales y la economía, en los cuales la mirada médica (sobre la base de la probabilidad) toma la decisión sobre la vida y la muerte.
9. El estado de excepción imprimió en la mirada médica una lógica económica, que a diferencia de la criminalidad no creó una relación económica «entre el costo de la represión y el costo de la delincuencia» (Foucault 2006, 24), sino entre el costo de la salud pública (salud del soberano) y el costo de la salud individual de un súbdito. En este sentido, el poder médico no solo cumplió una función sanitaria, sino también cumplió una función económica en la gestión de recursos. Este cruce de saberes en la medicina, revela que cuando la salud se convierte en un fin político a alcanzar surge la exigencia de eliminar —junto con los gastos innecesarios— el resguardo de la vida de los cuerpos sin futuro, que lejos de cumplir una función para la supervivencia del Estado representan un coste, una carga, un lastre, para la sociedad. Asimismo, la medicina ayuda a preservar el orden, el enriquecimiento y la salud, todos fenómenos que ayudan al status quo y al sistema productivo.
10. La medicina, en especial en pandemia, necesita de una policía médica que con sus coacciones y servicios permita «la preservación, mantenimiento y conservación de la fuerza de trabajo» (Foucault 1999, 331-332), así como permite la muerte, y la exposición a la muerte, como mecanismos para el sostenimiento del poder y el capital.
11. La medicina es el nexo entre las influencias científicas sobre los procesos biológicos y las técnicas políticas de intervención. «La medicina es un saber/poder que se aplica, a la vez, sobre el cuerpo y sobre la población, sobre el organismo y los procesos biológicos», por ende, tiene efectos y consecuencias disciplinarias, regularizadoras (Foucault 2001a, 228) y económicas, pero más importante aniquiladoras, pues el poder médico también puede legitimar la muerte (hacer morir a los cuerpos sin futuro).
12. En síntesis, la mirada médica se convirtió en una mirada soberana que evidencia cómo la biopolítica moderna se asiste de un desplazamiento y una progresiva ampliación más allá de los límites del estado de excepción de las decisiones sobre la nuda vida que poseía la soberanía. Esto implica que políticamente existe una línea que marca el punto en el que la decisión sobre la vida se hace decisión sobre la muerte; en el que se entra en el ámbito de la gestión de lo viviente donde la biopolítica puede transformarse en tanatopolítica. En la pandemia, la línea de división, o la indeterminación entre bíos y zoé, se operó mediante la mirada médica que decidía quien vivía y quién moría; comprobando, así como existe una simbiosis con el soberano cada vez más íntima que afecta no solo al jurista, sino también al médico (Agamben 2006, 155-156). La reaparición del médico-sacerdote es una clara señal de que lo que marca la biopolítica moderna es la unión entre la vida y la muerte, entre una biopolítica que necesita desesperadamente de una tanatopolítica para con la muerte y sacrificio de unos dar la vida y exaltar a otros. Cayó bajo el médico el derecho de vida y de muerte, porque al igual que la Iglesia, supuestamente el cuerpo de médicos es el encargado de «la consolación de las almas y el alivio de los sufrimientos» (Foucault 2001b, 57).
3.3 Control sobre la movilidad de la ciudadanía
Por otro lado, la evidencia del resurgimiento del poder soberano se observa con la suspensión de los derechos y libertades fundamentales. Con esta potestad, el soberano pudo incorporar al viviente dentro de los cálculos del poder estatal; esta capacidad soberana de desnudar al ciudadano para gestionarlo como mero viviente se potencializa (contrario a la teoría democrática) gracias a una preponderancia del Poder Ejecutivo que en la pandemia permitió imponer medidas anatomopolíticas y biopolíticas sobre el cuerpo y la población. Por ejemplo, con la implementación de las restricciones a la movilidad, el cierre del comercio, el distanciamiento entre los cuerpos y el aislamiento de los sujetos (Chavarria 2022) se limitaron respectivamente derechos fundamentales como la libertad de tránsito, la libertad económica y la libre reunión, consagrados en los artículos 46, 26 y 22 de la Constitución Política de Costa Rica, con lo cual se evidencia que bajo una lógica inmunitaria el orden y la libertad cada vez más empujan a la exigencia de la seguridad (Esposito 2009), que en su punto más radical debe limitar la misma libertad.
Ante este contexto, este subapartado se concentra en analizar aquellas medidas estatales que limitaron la movilidad de las personas, pues evidencian una gestión de la ciudadanía como nuda vida. En específico, se concentra en el análisis de aquellas medidas estatales que limitaron la movilidad de las personas, registradas en la base del Observatorio de la Política Nacional (OPNA) denominada Medidas gubernamentales para aliviar la situación COVID-19. Por ejemplo, entre las medidas analizadas se encontraron la restricción vehicular, el cierre de fronteras, el cierre de comercios y el funcionamiento por aforos, entre otros. El periodo de análisis va del 09 de marzo al 29 de agosto del 2020.
Este ámbito de análisis es importante porque permite resaltar las siguientes particularidades del caso costarricense:
1. Según declaraciones del exministro de Seguridad, Michael Soto en Costa Rica no existe la figura del toque de queda, asimismo, declaró que, aunque existiera el país no tiene los recursos económicos ni la logística necesaria para afrontar las implicaciones que tiene la medida (Navas 2020). Lo anterior, revela que: A. La ausencia de la figura evidencia una intención del constituyente por plantear ciertos límites —aún en excepción— al poder soberano; y, B. El Estado es incapaz materialmente de asegurar el cumplimiento de dicha norma. Esto se ve claramente, cuando el ministro enfatiza: «No estamos considerando aplicarlo, hemos estado viendo y revisando las implicaciones que tendría, si tomáramos una medida como esta (toque de queda), las personas que circulen a esa hora sin permiso, ¿qué opciones tenemos? tendríamos que detenerlas a todas, no se puede» (Navas 2020). A partir de esta declaración, se observa que la lógica del exministro de seguridad está enfocada en una lógica punitiva, relacionada a la incapacidad material y presupuestaria para disciplinar a la población mediante un castigo efectivo. Es decir, se nota que uno de los impedimentos considerados para aplicar un toque de queda radica en la incapacidad soberana de privar de libertad a todo aquel que infrinja la norma, pues esta lógica inmunitaria llevada a su extremo implicaría un gasto económico y político excesivo relacionado al encierro de grandes capas de la población cuyo único crimen fue circular, o sea ejercer su derecho al libre tránsito. No obstante, a pesar de que en el país no existe la figura de la cuarenta a nivel nacional ni el toque de queda (Navas 2020), se pudo observar el resurgimiento del poder soberano mediante un dispositivo pandémico enfocado en restringir la movilidad de las personas, el cual permitió la gestión de la ciudadanía como nuda vida.
2. Como se adelantó, en Costa Rica no existe la figura de la cuarentena masiva a nivel nacional, que exige el encierro obligatorio de poblaciones enteras, es decir, el soberano no puede cortar radicalmente la libertad de la población. Asimismo, se debe diferenciar entre cuarentena9, aislamiento10 y distanciamiento social: el primero se aplica para personas sanas que se sospeche o que hayan tenido contacto con personas enfermas (personas cercanas a casos positivos, personas que vienen de viajes en el extranjero); el segundo se aplica únicamente a personas enfermas, quienes son separadas de la sociedad, estas pueden ser aisladas en el hogar si presentan síntomas leves, o en un centro médico si presentan síntomas graves; mientras, el tercero se aplica para aquellas que no están enfermas, ni hayan tenido contacto con casos positivos por COVID-19. En sí mismo el distanciamiento implica evitar sitios con aglomeraciones y el contacto con personas ajenas a la burbuja social de cada sujeto (la distancia ideal era de 1,8 mts) (Le Lous 2020).
3. Siguiendo este mismo orden de ideas, se observó que el uso del aislamiento (esquema religioso de control médico aplicado a la lepra) y de la cuarentena (esquema militar de control médico aplicado a la peste) mostró como el esquema religioso y el militar se mezcló y utilizó según las particularidades de la pandemia. Ambos mecanismos, siguiendo a Foucault (1999, 336), tenían como preocupación la intervención sobre el espacio urbano en general, es decir, al ser este el medio más peligroso para la población, existió cierta fobia a la ciudad y, en específico, a la movilidad libre de multitudes que representa el ámbito citadino.
4. A partir de los anteriores puntos, se puede observar el ingenio de los diseñadores de políticas públicas al jugar con mecanismos legales y disciplinarios, provistos por el estado de excepción, para limitar los derechos y libertades fundamentales. Por ejemplo, si bien no existía el toque de queda o la cuarentena nacional, lo cierto es que en una sociedad altamente dependiente de los automotores11, la restricción vehicular con horas ampliadas tiene efectos similares a una cuarentena y toque de queda, pues con la limitación de la circulación se limita el derecho al libre tránsito. Esto indica que la dependencia sobre las máquinas se convirtió en la debilidad sobre la cual el soberano pudo controlar a la población; evitar el aglomeramiento; suspender el comercio; impedir la libre movilidad de los cuerpos; y, poner barreras a la sociabilidad entre burbujas sociales. Todos estos acontecimientos probables fueron gestionados mediante la limitación, no directamente sobre la movilidad humana sino sobre las máquinas, con lo cual se revela la similitud del dispositivo pandémico, con los dispositivos de seguridad, pues estos nunca tratan el problema en sí, sino una variable cercana a este, asimismo, la gestión del fenómeno no representa un control absoluto sino una limitación de las condiciones de posibilidad de este.
Habiendo mencionado lo anterior, se observa que el estado de excepción para gestionar una pandemia emplea un dispositivo de seguridad «cuya función es provocar alguna modificación en el destino biológico de la especie» (Foucault 2006, 26). En este sentido, durante la gestión de la pandemia se pudo identificar un carácter inmunológico, pues esta se basó sobre la operación de un dispositivo de seguridad que permitió la autopreservación del sistema mediante una operación racista, negativa y soberana. Entonces, ya no es el poder de la espada sino también complementariamente un poder que actúa en términos globales, influyendo de forma indirecta, modificando los fenómenos desde los fenómenos mismos que afectan a la población, y que dispone de cierta negatividad, de cierta autoridad, de cierta violencia, para actuar.
El giro importante, es que estos movimientos de autopreservación de la vida, tanto en normalidad como en la excepción, representan la expresión constante de que los ordenamientos políticos y jurídicos modernos operan sobre la base de una lucha encarnizada por construir la mejor vida posible, la cual para alcanzar dicho «benéfico fin» opera sobre una discriminación racista basada en discriminar cuales vidas deben ser excluidas a la muerte y la carestía. Por ejemplo, los aspectos del dispositivo de seguridad se observan en la pandemia porque: 1. Las medidas de aislamiento y distanciamiento sociales exigieron la creación del medio artificial para poder aplacar la curva de contagios (ámbito espacial); 2. Las diferentes medidas ejecutadas buscaban normalizar una serie de comportamientos y elementos aleatorios (ámbito probabilístico); 3. Las medidas ejecutadas en el fondo iban inspiradas en un estado de necesidad que buscaba impedir la manifestación de un acontecimiento probable, como el contagio masivo de la enfermedad, que de suceder podría atentar contra la estabilidad del sistema (ámbito del acontecimiento); 4. Las medidas, a pesar de que en el discurso oficial se auto representan como obligatorias he ineludibles, lo cierto es que eran flexibles en el caso de quienes inevitablemente debían irrespetarlas por temas laborales y económicos. Esto evidencia una previsión orientada hacia cierto dejar hacer, dejar pasar, dejar que las cosas pasen, que previa la posibilidad de que ciertas personas debían verse expuestas a la muerte, al virus (ámbito de la libertad); 5. Las medias ejecutas relacionaban y ejecutaban en configuraciones inéditas formas de prohibir, de prescribir y de gestionar a la población (ámbito de la articulación); 6. Las medidas siempre van dirigidas a la autopreservación de la vida, pero no de todos los vivientes. Esto implica que algunas medidas protegieron solo a los económica y políticamente valiosos, frente a los desechables, los que podían ser expuestos a la muerte, o directamente asesinados (ámbito sobre la vida); 7. En el momento de la catástrofe, tal y como sucedió en la pandemia, las restricciones sobre las libertades individuales se ven fundamentadas, como una respuesta natural y legítima, bajo la necesidad de construcción de un medio artificial que permita la protección, mantenimiento y control de la población (ámbito sobre la naturalización); y, 8. Las medidas empleadas implementaron una dosis mínima de negatividad que buscaba contrarrestar una negatividad mayor, como la pandemia. Esto debido a que, en aras de proteger la salud pública los grupos vulnerables debieron ser sometidos a una carestía, disciplinamiento, insalubridad, muerte y escasez necesaria para eliminar al COVID-19 como problema de población (ámbito inmunitario).
Gráfico 1.
Porcentaje total por mes de las medidas dirigidas
a limitar la movilidad de la población
Elaboración propia, a partir de la base de datos del OPNA (2020).
Ahora bien, en términos cuantitativos la gestión biopolítica, a través de un dispositivo de seguridad, se evidencio crudamente en momentos en los que aumentó el contagio (junio-julio) (Alvarado et al 2020, 6; Vargas, 2020, 115), pues en dichos meses se ejecutaron el 49,05% de las heterogéneas medidas enfocadas en evitar la aglomeración y la movilidad de las personas, mediante intervenciones autoritarias en la cotidianidad y restricciones de derechos individuales (Véase Gráfico 1). Con esto, se evidenció cómo para mantener la apertura económica y compensar el aumento de los contagios, el Estado debió de intensificar el uso de medidas biopolíticas, que exigían intervenciones autoritarias sobre la ciudadanía, para asegurar la higiene pública y el mantenimiento de la economía.
No obstante, se debe apuntar que el aumento en los contagios en los meses señalados obedeció a una presión de ciertos sectores económicos que obligaron al Estado a implementar estrategias como el «Baile y el Martillo», así como el «Modelo de gestión compartida: Costa Rica trabaja y se cuida», los cuales respectivamente buscaban la apertura comercial y balancear la actividad productiva con las medidas sanitarias (CIEP 2020a, 9; CIEP 2020b, 9). Sin embargo, a pesar de plantear estos «benéficos fines», dichas estrategias —de manera contraproducente— ocasionaron que en junio se diera un aumento en la tasa de reproducción R, produciendo en julio una transmisión comunitaria y en agosto un incremento en los contagios (llegando a los 25.000 casos) (CIEP 2020a, 9). En este sentido, aunque inicialmente los agentes económicos siguieron los designios y dogmas de la medicina (Agamben 2020), lo cierto es que conforme aumentaron las afectaciones económicas se incrementó la presión de sectores económicos poderosos y medianos que apelaban a la necesidad de mantener cierta salud económica. Esto reveló como, contrario al consejo médico, la influencia de grupos económicos importantes en favor de una apertura comercial produjo el aumento de los contagios que —de efecto rebote— exigió una mayor cantidad de intervenciones biopolíticas para mantener artificialmente la salud económica, lo cual según el CIEP (2020b), dio como resultado una reforma en la estrategia que mezcló las alertas naranjas y las restricciones sanitarias con las medidas relacionadas a la reapertura y cierre de la actividad comercial.
Gráfico 2.
Porcentaje total de las medidas dirigidas a limitar la movilidad
de la población por institución
Elaboración propia, a partir de la base de datos del OPNA (2020).
Por otro lado, a pesar de las restricciones jurídicas que no permiten una total predominancia del Ejecutivo sobre el Legislativo (Consortium legal 2020; Picado 2020), se observó una clara dominancia de la Presidencia (46,23%) y el Ministerio de Salud (30,19%) en la emisión de medidas que al limitar la movilidad de las personas; obligar a los sujetos a utilizar la mascarilla; disponer el acomodo de los cuerpos en el espacio público; o afectar el libre comercio permitieron una gestión biopolítica de la ciudadanía como nuda vida (Véase Gráfico 2).
Tan solo ambos actores concentraron el 76,42% del total de las medidas enfocadas en disminuir el contagio mediante la limitación de algún derecho. Esto evidenció dos cosas: 1. La preponderancia que adquiere el Poder Ejecutivo en el marco de un estado de excepción (Agamben 2005). Preponderancia que le permite cumplir con la alta y grande labor de policía adquirida sobre todas las ramas de la salubridad (Foucault 2001b, 55); y, 2. El médico en pandemia se convirtió en el gran consejero y experto del poder político, es decir, las decisiones en excepción deben estar fundadas científicamente (Picado 2020). En este marco, el Ministerio de Salud no está tanto enfocado en el arte de gobernar, sino más bien en observar, corregir y mejorar al cuerpo social que se encuentra sometido y expuesto a la muerte debido a un patógeno desconocido; su labor, entonces, es de asesoría al poder político para mantener un estado permanente de salud en la población (Foucault 1999, 338).
Gráfico 3.
Porcentaje de las medidas dirigidas a limitar
la movilidad de la población por tipo de medidas
Elaboración propia, a partir de la base de datos del OPNA (2020).
Por su parte, a partir del Gráfico 3, se observó la predominancia del decreto (43,27%) y la resolución (35,58%) como formas estatales para ejecutar mecanismos disciplinarios y legales sobre la población, con lo cual se evidencia como la excepción, que emerge en crisis coyunturales, hace surgir una fuerza de ley y obliga que «el gobierno constitucional deba ser alterado en la medida en que sea necesario para neutralizar el peligro y restaurar la situación normal» (Agamben 2005, 35), esto, aún inclusive, cuando el mismo marco legal de un país establece una serie de disposiciones para atenuar la fuerza de ley que adquiere el Ejecutivo.
Gráfico 4.
Cantidad de medidas dirigidas a limitar
la movilidad de la población agrupadas por tipo de medidas e institución
Elaboración propia, a partir de la base de datos del OPNA (2020).
Por otro lado, el Gráfico 4 evidencia también como la implementación de un estado de excepción se funda en una fuerza de ley que en aras de la eficacia en el aseguramiento de la supervivencia del soberano utiliza mecanismos legales existentes, como el decreto y la resolución, para gestionar más fácilmente la población y el territorio. La fuerza de ley, que activa el estado de excepción, se evidencia en la concentración de medidas dirigidas a limitar la movilidad de la población, que recayó en la función policial del Ministerio de Salud Pública (Poder médico institucionalizado) y del Poder Ejecutivo (Poder político).
Finalmente, se debe aclarar que se habla de un dispositivo pandémico porque las medidas fueron diversas y heterogéneas. Por ejemplo, piénsese en el cierre de comercios; la restricción vehicular; la suspensión de lecciones en centros educativos; la restricción de ingreso al territorio nacional a los extranjeros; la imposición de órdenes sanitarias y sanciones por su incumplimiento; el otorgamiento de la potestad a los cuerpos policiales e inspectores municipales de proceder con la clausura de los establecimientos que el Ministerio de Salud dictará; la emisión de lineamientos y protocolos para la apertura económica; las declaraciones de alerta; la ampliación de la entrega a domicilio de medicamentos; el cierre total de comercios por un periodo de tiempo determinado; la apertura comercial por aforos limitados de personas; la restricción vehicular; y, el uso obligatorio de la mascarilla. Todas estas medidas heterogéneas aplicadas por diferentes instituciones y con ámbitos de gobierno diversos coinciden en su aplicación con un interés estatal por enfrentar la morbilidad indirectamente mediante la restricción de la movilidad, el cierre de comercios, la suspensión de lecciones y la correcta disposición de los cuerpos en el espacio.
Estas medidas, si se miran con atención tenía seis cosas en común:
1. Evidencian una pequeña parte de la red de mecanismos de poder que ejecutó el Estado para disminuir la curva de contagios.
2. Evidencian mecanismos legales y disciplinarios que dictan a qué hora se puede conducir, cuándo se puede comerciar, de qué manera se deben acomodar los cuerpos en el espacio público y el mercado, que implementos deben usarse para socializar y comerciar, con quien se puede socializar, en qué zonas es peligroso transitar, así como se especifica las respectivas sanciones ante el incumplimiento de algunas de estas disposiciones. Esto revela un ámbito político-médico, en el entendido de que dichas medidas se aplican sobre una población encuadrada en una serie de prescripciones que conciernen no solo a la enfermedad misma, sino también a formas de existencia y comportamiento, que visibilizan como la medicina se impone, tanto al individuo como al enfermo, como un acto de autoridad que toma como ámbito de intervención todo lo que garantiza la salud del sujeto, que en consecuencia no está vinculado exclusivamente a la enfermedad. Esto lleva a la intervención de la autoridad médica a un campo mayor de acción que le permite ingresar a la economía, la vida privada y la política (Foucault 1999, 338, 352-353).
3. Mostraron una intención por limitar la movilidad de la ciudadanía como forma de incidir en la morbilidad del virus, y así disminuir la probabilidad de contagio. El cierre de los comercios, el cierre de fronteras y la entrega de medicamentos a domicilios muestran un interés por mantener al ciudadano cautivo en su hogar, como forma de protegerlo. De manera indirecta, las medidas en lugar de incidir en la enfermedad incidían en el cuerpo y su libertad.
4. Permitieron visibilizar cómo la pandemia, como fenómeno colectivo de población, exigió una mirada múltiple, pues, al ser un proceso singular y único, fue preciso describir la propagación del patógeno desconocido en lo que tuvo de accidental e inesperado. En este sentido, la gestión de la pandemia obligó a una constante vigilancia que permitió estandarizar la coherencia que implicó la percepción de un fenómeno que se manifiesta en muchos, de una manera diversa y variada (Foucault 2001b, 46-47). Bajo este marco, el nuevo corte en las perspectivas se fundó sobre la información repetida y rectificada, la cual era interpretada por la mirada médica.
5. Demostraron cómo no habría medicina de la pandemia, sin mecanismos de policía reforzados. Esto revela cómo el dispositivo pandémico guardó cierta relación con el dispositivo de seguridad, pues ambos están conformados por mecanismos legales (prohibición), disciplinarios (vigilancia, corrección y castigo) y securitarios (inmunológicos) (Foucault 2006, 19-20), que evidenciaron que la gestión de la pandemia tuvo un tratamiento gubernamental especial del acontecimiento.
6. Evidenciaron las necesidades de higiene, y fobia a la ciudad, que reclamaron una intervención médica en espacios considerados como focos de enfermedades. En este sentido, las alertas eran mecanismos que avisaban a las autoridades sobre zonas con importantes focos de contagio, mientras los protocolos reclamaban cierta distribución de los cuerpos en el mercado y el espacio público (Foucault 1999, 337).
A modo de conclusión, siguiendo los apuntes de Foucault (1999; 346, 351), la pandemia se puede pensar como uno de los muchos períodos de la biohistoria, entendida esta como los efectos del ámbito biológico de la intervención médica, la cual ha dejado huella en la historia de la especie humana tras la fuerte intervención médica que empezó en el siglo XVIII. Esto debido a que, tal y como se observó en la pandemia, la historia del hombre y la vida están imbricadas entre sí; el médico en lugar de trabajar sobre el individuo y su descendencia, opera sobre la vida, la población y sus acontecimientos fundamentales. En esta coyuntura, entonces, existió una somatocracia que implicó ciertas intervenciones médico-estatales orientadas al cuido y salud del cuerpo, así como a la relación entre enfermedad-salud-población.
La excepción demostró que «la higiene, en tanto que régimen de salud de las poblaciones, implica por parte de la medicina un determinado número de intervenciones autoritarias y de medidas de control» (Foucault 1999, 336), que en tiempos pandémicos expande los ámbitos de intervención del médico y hace manifestar el poder de vida y de muerte en manos de la decisión médica. En este sentido, la crisis sanitaria, recalcó que la medicina es una estrategia biopolítica (Foucault 1999, 364, 366), en la cual el soberano deposita un poder de excepción sobre los médicos que los hace decidir sobre la vida y la muerte de los súbditos. En este sentido, en la pandemia, la mirada médica no sólo examinó el cuerpo enfermo, sino que también valoró económicamente la vida de los pacientes, pues, un cuerpo enfermo con futuro era un cuerpo valioso que merecía vivir, y más importante, era un cuerpo que podía mantener la fortaleza y defensa del Estado, así como era un cuerpo que fácilmente podía ser reinsertado dentro de circuitos de generación de valor económico. Esto reveló como, en cierto sentido, la nuda vida del ciudadano, entendida como el nuevo cuerpo biopolítico de la humanidad, es un fruto y aportación original del poder soberano que vuelve a la vida objeto y sujeto de la política (Agamben 2006, 16, 19).
Por otro lado, en el caso analizado se observó cómo el poder médico en la excepción se extiende gracias a la predominancia del Ejecutivo, pues los médicos llegaron a tener al alcance: 1. Un poder de muerte, 2. Cierto control sobre la economía y 3. La potestad de dirigir la movilidad de las personas. Esto reveló cómo la medicina de las pandemias necesita de la definición de un estatuto político, y la constitución, a escala estatal, de una conciencia médica y procesos de medicalización social encargados de ejecutar una tarea constante de información, control y sujeción (Foucault 2001b, 48-49), que permite en última instancia la vigilancia de la enfermedad (alertas), el control constante sobre la actividad económica (cierre de la actividad económica y disposición de protocolos para la apertura) y la sujeción de amplias capas de la población a la muerte, encierros y ostracismos obligatorios (cuarentena, aislamiento y distanciamiento). Sin embargo, se debe decir que frente a este control —justificado en la crisis— siempre existirán herejes que resistan los designios de la medicina, y en el caso costarricense, si son las élites económicas, pueden llegar a propiciar, contrario al consejo del médico, una «apertura comercial controlada».
Por su parte, se debe resaltar que el mecanismo normalizador del racismo empleado por el soberano tenía planificado en Costa Rica, en el caso de que el sistema de salud colapsará, priorizar los recursos públicos en la atención de aquellos cuerpos con posibilidades de vivir (Marín, Rodríguez y Zamora, 2020, 22). Esto indica, una economía racionalizadora de los recursos públicos, que evidencia cómo la mirada médica tenía un componente racista, que la transformaba en la encargada de realizar el corte en el continuum de la población para poder discriminar entre aquellos cuerpos enfermos con posibilidades de vivir y aquellos cuerpos sin posibilidades de vivir, a los cuales se les debía hacer y dejar morir.
Por último, se debe mencionar, finalmente, que el papel sacerdotal del médico en la excepción evidencio que la lógica bélica y biológica del dispositivo de seguridad pandémico tomó como punto de anclaje la mirada médica para ejercer el derecho de vida y muerte; demostrando con esto como todo biopoder tiene un componente normalizador, pues en el caso de la crisis sanitaria la población anormal a erradicar era el enfermo. La erradicación del enfermo evidencio como la nuda vida ya no está confinada a una categoría, o lugar definido, sino que, por ejemplo, en la pandemia el potencial de contagio ocasionó que virtualmente habitara en el cuerpo biológico individual de todo ser vivo, hasta probar lo contrario con una prueba de detección del COVID-19. La categoría de nuda vida, en este caso, revela que el cuerpo individual es uno de los objetivos principales de la intervención del Estado (Foucault 1999, 346) y revela como para poder acceder a la salud de la población, en tiempos de crisis por el asedio de un virus desconocido, se debe retirar todas las características que vuelven a un sujeto ciudadano, para paradójicamente poder asegurarle cierta protección y ciudadanía.
A partir de lo anterior, lo importante de la pandemia es que solapadamente evidencio como la vinculación de la definición de lo patológico, bajo la mirada y el saber médico, realza el hecho de cómo toda valoración y politización de la vida pasa por la decisión de qué vidas son potencialmente relevantes y cuáles pueden ser eliminadas impunemente (Agamben 2006, 176-177). En este caso, el mito de una profesión médica organizada como el clero e investida en el nivel de la salud y del cuerpo de potestades parecidas a las que los sacerdotes ejercían sobre las almas, adquiere cierta actualización en pandemia, pues dicha idea renace de una manera positiva que permite la medicalización rigurosa, militar y dogmática de la sociedad mediante una conversión cuasi religiosa y la implantación de un clero de la terapéutica (Foucault 2001b, 56-57) con la potestad de decidir quién vive, quién muere, y como se debe vivir para auto preservar la vida de quienes importa económica y políticamente hablando. La medicina, a pesar de todo, parece ser que también está subordinada al poder económico y político.
Notas
1. Este artículo amplía mi línea de investigación sobre la pandemia y mi trabajo final de graduación. Debo apuntar que el trabajo se desarrolló a partir del Seminario de Biopolítica impartido por la Escuela de Filosofía de la Universidad de Costa Rica. Quisiera extender mi más sincera gratitud al profesor el Dr. Camilo Retana, a mi colega el Bach. Marcelo Chinchilla y al resto de compañeros presentes en las lecciones con quienes pude debatir mis ideas, poner a prueba mis hipótesis y compartir los avances de mi investigación. Sin duda en la individualidad redacte el artículo, pero el proceso de elaboración fue un proceso colectivo en donde el escenario del aula universitaria fue fundamental, pues fungió como mi laboratorio de comprobación. En este sentido, las clases del profesor, las discusiones con el Bach. Chinchilla y el debate grupal en el aula con otros compañeros de carreras y puntos de vista muy diversos fueron elementos muy valiosos. Fue agradable, después de la excepción pandémica, encontrar un grupo con tantas ansias por aprender y debatir.
2. Esto se comprende porque en el derecho romano la propiedad era definida por el uso y el abuso, siendo la vida humana la mayor parte de las cosas de las que un propietario podía abusar (Esposito 2005, 43).
3. El cual permite identificar la cantidad de medidas emitidas por mes para limitar la movilidad de la población, los actores que emitieron dichas medidas y los tipos de medidas utilizados.
4. El presente artículo parte del debate que sostiene Nietzsche (2020) en El Nacimiento de la Tragedia sobre si el pesimismo necesariamente es signo de declive, ruina, fracaso, instintos fatigados o debilitados, o si por el contrario existe un pesimismo de la fortaleza, entendido como una predilección por las cosas duras, horrendas, malvadas y problemáticas de la existencia. Dicha predilección por lo horrendo esgrime Nietzsche puede nacer de un bienestar, de una salud desbordante, de una plenitud de la existencia (12-13), que permite comprender el lugar que tiene la tragedia en la sociedad griega antigua. Esta premisa lo que muestra es que en términos epistemológicos y ontológicos Nietzsche plantea la pregunta sobre como lo opuesto puede nacer de su contrario, con lo cual establece claras quejas al principio de no contradicción.
5. El paradigma es una forma de conocimiento, que no es ni inductiva ni deductiva, sino que es análoga, o sea se mueve de la singularidad a la singularidad. Es la lógica del campo contra la lógica de la sustancia, esto significa que entre A (tesis) y no-A (antítesis) se da un tercer elemento que no es un nuevo elemento homogéneo, ni similar a los dos anteriores (síntesis) (Agamben 2008). Este tercer elemento en Agamben (2005; 2006) permite resaltar que las aporías y las zonas grises de nuestros ordenamientos jurídicos y políticos no son errores, sino son parte constitutiva de los mismos, por lo cual, la legitimación y operación del poder funciona sobre la base de la indeterminación, y la lógica de excluir-incluyendo, que evidencian la existencia de un continuo entre totalitarismo-democracia (lo opuesto nace de su contrario), que revela una necesidad político-jurídico nuclear de la modernidad la cual tomar al ciudadano como nuda vida si este quiere ser protegido.
6. Lo cual significa que puede ser asesinada sin consecuencias.
7. El sistema de urgencias aborda casos de menor complejidad, como intoxicaciones, asma, gripe, algunos dolores de cabeza, diarreas, ingesta de alcohol y/o drogas, fracturas, entre otros.
8. Y son constantemente vigilados por funcionarios del sistema de clasificación para observar el desarrollo de la enfermedad, y en casos que se necesite adelantar la atención de un paciente que inicialmente no parecía tan crítico.
9. La cuarentena (modelo militar) representó un gran sistema político-médico establecido contra la peste. Dicho término aparece del latín quaranta, periodo de cuarenta días que los habitantes de Venecia imponían a los barcos al llegar a sus puertos antes de desembarcar. En este caso, a diferencia del aislamiento, no se excluye al enfermo, sino que el poder médico se enfocó «en distribuir a los sujetos unos al lado de otros, aislarlos, individualizarlos, vigilarlos uno a uno, controlar su estado de salud, verificar si vivían» o no. Esto permitió mantener a la sociedad y la ciudad en un espacio compartimentado, vigilado y controlado mediante el registro de todos los fenómenos ocurridos (Foucault 1999, 374-375; Molano 2020, 24).
10. El aislamiento (esquema de tipo religioso) representa el retorno del ideal político-médico de la buena organización sanitaria de las ciudades del siglo XVIII, pues al igual que con la lepra, el enfermo o posible enfermo debía ser expulsado por un periodo de 7 a 40 días, con posibilidades de renovación. Es decir, el enfermo era expulsado del espacio común, de la ciudad, y desterrado ya sea a un centro médico o a los confines de su hogar; esto para asegurar la purificación de la ciudad (Foucault 1999, 375).
11. Según un estudio realizado en el 2018, en los últimos 10 años la cantidad de vehículos por cada 100 mil habitantes creció un 60% (4,8% anual) (Sánchez 2018, 12).
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Stuart Daniel Chavarria Chinchilla (stuartch1998@hotmail.com) es bachiller en Ciencias Políticas, con más de cinco años de experiencia como investigador y asistente de investigación en organizaciones como el Observatorio de la Política Nacional (OPNA), el equipo de Protestas del Instituto de Investigaciones Sociales (IIS), el Centro de Investigaciones y Estudios Políticos (CIEP) y la Cátedra Humboldt 2021. Entre sus áreas de investigación, se encuentran: 1. El estudio de las elites; 2. La pandemia por COVID-19; 3. La política nacional; 4. La política electoral; y, 5. Los movimientos sociales. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1173-6390. Entre las publicaciones recientes se resaltan: 1. ¡La Toma! Las protestas del movimiento estudiantil autónomo universitario del 2019 en Costa Rica; 2. Defensa del capital político y la línea de gobierno presidencial: inestabilidad en el gabinete, en el boletín de coyuntura nacional bajo la autoría del Observatorio de la Política Nacional (OPNA).
Recibido: 12 de julio, 2023.
Aceptado: 13 de octubre, 2023.