Carlos G. Juliao Vargas

¿Una filosofía de lo ordinario?

Resumen: ¿Es posible y qué sentido tiene una filosofía de lo ordinario? El pensamiento de Stanley Cavell, uno de los más originales de hoy, permite acercarnos a esta cuestión, desde la perspectiva del análisis del lenguaje ordinario, pero yendo más allá, hasta entenderlo como un enfoque del filosofar, una antropología escéptica y un método formativo. La pregunta que queda abierta, relacionándolo con Foucault y Hadot, es la importancia que tiene, para la filosofía y para quienes la practican, la cuestión de la realidad de su quehacer y de la eficacia concreta de su discurso. Desde Cavell, se desprende que los filósofos de hoy deberían redescubrir lo «extraordinario» de lo que consideramos ordinario y lo «ordinario» de lo que vemos como extraordinario.

Palabras clave: Stanley Cavell, Wittgenstein, Análisis del lenguaje ordinario, Filosofar desde lo cotidiano, Escepticismo.

Abstract: Is it possible and what sense does a philosophy of the ordinary have? Stanley Cavell’s thought, one of the most original todays, allows us to approach this question, from the perspective of the analysis of ordinary language, but going further, to understand it as an approach to philosophizing, a skeptical anthropology, and a formative method. The question that remains open, relating it to Foucault and Hadot, is the importance that the question of the reality of their work and the concrete effectiveness of their discourse has, for philosophy and for those who practice it. From Cavell, it follows that today’s philosophers should rediscover the «extraordinary» of what we consider ordinary and the «ordinary» of what we see as extraordinary.

Keywords: Stanley Cavell, Wittgenstein, Analysis of ordinary language, Philosophizing from the everyday, Skepticism.

Lo que significa solipsismo es muy correcto, sólo que no se puede decir, se muestra.
Que el mundo sea mi mundo se muestra en que los límites del lenguaje (el único lenguaje que entiendo) significan los límites de mi mundo.

—Ludwig Wittgenstein,
Tractatus logico-philosophicus

El pensamiento de Stanley Cavell (1926-2018) es, para muchos, uno de los más originales de la actualidad. Para entenderlo mejor hay que saber que, si para Wittgenstein la filosofía era una terapia para sustraernos de nuestros errores lingüísticos, para Cavell dicha filosofía terapéutica es, también, un método formativo, una genuina educación integral de la persona1. Ahora bien, Cavell traza relaciones matizadas entre lo ordinario y la modernidad: si es cierto que la modernidad está atravesada por la preocupación de lo ordinario, él no cree que se trate de un descubrimiento moderno. Por eso conviene analizar cómo entiende estas dos nociones, para comprender mejor qué introduce en el escenario filosófico y cuál es el alcance de su novedad, que se puede expresar en una frase: pensar con Cavell es peregrinar por el escepticismo moderno para recobrar la confianza en lo ordinario. Como señala García (2019, 16) «cuando ponemos entre paréntesis las supuestas certezas que nos proporciona, lo ordinario se torna extraordinario mediante actos de conciencia que nos revelan su profundidad ontológica, que nos lo devuelven tanto como nos devuelven a él». O, según las palabras de Cavell: «Hasta que no nos perdamos o, en otras palabras, hasta que no perdamos el mundo, no empezaremos a encontrarnos a nosotros mismos y a advertir dónde estamos» (2005, 211). Esa es la clave de su enfoque.

La noción de lo ordinario, pues, está en el corazón de su obra: de sus diversos libros sobre cine, romanticismo o tragedia, así como de sus comentarios sobre Wittgenstein y su conceptualización del escepticismo. La centralidad de esta noción en su obra se explica sin duda por la herencia crucial de dos filósofos del lenguaje ordinario: Wittgenstein y Austin. Pero los estudiosos de su obra tanto sus trabajos más originales (sobre el cine americano trascendental) como su replanteamiento del problema escéptico implican un concepto de lo ordinario que, en muchos aspectos, es ajeno a la filosofía: el llamado «lenguaje ordinario». Aquí dejamos de lado los dos lugares clásicos de su obra, que son su reflexión sobre el romanticismo europeo y el trascendentalismo americano, y sus escritos sobre el cine2, para centrarnos en lo que llamaremos el «escepticismo ordinario». La reflexión sobre el escepticismo ya sea como promoción o refutación de la duda, está, ayer y hoy, ligada a una denigración de la vida o la percepción ordinaria. Pensemos en un argumento a menudo declinado por los filósofos como respuesta al escepticismo: el escepticismo es una tesis o una teoría, pero la práctica y la vida cotidiana me obligan a no ser escéptico. Esto es, por ejemplo, lo que sugiere Hume; cuando dejo de filosofar y vuelvo a mis actividades diarias, comiendo, durmiendo, jugando, no tengo dudas. Pero ¿es tan claro? ¿No podría vivirse el escepticismo, es decir, que éste sea parte de la vida ordinaria? Pensar lo ordinario y el escepticismo juntos: esta es la apuesta de Cavell, cuya obra ha renovado radicalmente este tema.

Las inflexiones que Cavell aporta al concepto de lo ordinario que hereda de Austin, que se captan en la idea misma de un escepticismo ordinario, son la ocasión para redefinir los lazos de lo ordinario con la política, en la medida en que lo ordinario cavelliano cuestiona, además de las formas de la política, los acuerdos en el lenguaje que conforman el vínculo social y político primario. Antes de apuntar a una política de lo ordinario, el concepto de lo ordinario de Cavell se constituye en una confrontación permanente con la amenaza del escepticismo. Resulta de esta confrontación una antropología inédita; una antropología escéptica:

El ideal de conocimiento inherente al escepticismo que pesa sobre los objetos materiales —el ideal de que nuestras pretensiones tienen una penetración, una delicadeza o una plenitud ilimitadas— se desvanece en el retorno a la vida cotidiana, como si este ideal fuera por toda la eternidad sin sustancia, o de todo la eternidad condenada a la condenación; mientras que el ideal de conocimiento inherente al escepticismo que pesa sobre otras mentes —el ideal de que el reconocimiento de uno mismo y de los demás debe ser de una autenticidad y de una eficacia sin límites— no deja de rondar nuestra vida cotidiana, creer que él es la sustancia misma de nuestras esperanzas. (Cavell 1996, 650)

Como se sabe, Cavell encuentra el tema de lo ordinario en Austin, ante todo, como un método y un enfoque filosófico (filosofía del lenguaje ordinario) con sus modernas, incluso «revolucionarias», ambiciones. Los cursos de Austin que Cavell tomó en Harvard en 1955 tuvieron en él un efecto revelador, casi se podría decir una conversión, que cambiaría su comprensión de la propia práctica filosófica y jugaría un papel esencial en el conjunto de su pensamiento3. El profundo efecto que le produjo Austin lo llevó a acentuar aún más la novedad de la filosofía del lenguaje ordinario en relación con la tradición filosófica, y en particular con la angloamericana dominada entonces por el neopositivismo, el pragmatismo y la filosofía analítica (Cavell 1988, 203). Sin embargo, la forma como entiende el alcance, así como los métodos y el objetivo mismo de esta filosofía, no tiene —como se dijo— nada de moderna, pues para él coincide con la vocación más antigua y decisiva de la filosofía. Y si impugna la tradición no lo hace en nombre del sentido común, como se suele pensar, ni en favor de un saber positivo (una filosofía capaz de alcanzar el estatuto de ciencia), sino al contrario, en nombre de la búsqueda de la verdad de nuestras palabras y, con ellas, de nuestra vida, búsqueda que ningún saber positivo puede ayudar puesto que sus «objetos» ya están frente a nosotros, accesibles a todos, y que nuestra ignorancia, cualquiera que sea su naturaleza, se debe a algo más que una simple falta de conocimiento. La atención prestada al lenguaje ordinario sería así el redescubrimiento contemporáneo de la vocación socrática de la filosofía (2009, 122), pues desde Austin (1990), se podría deducir lo siguiente:

a. Los problemas filosóficos hay que tratarlos con un lenguaje claro y simple.

b. El lenguaje es una forma de vida, que no es independiente de las múltiples funciones que cumple en el marco de la vida cotidiana de quienes lo emplean.

c. Filosofar es clarificar el complejo aparato conceptual presupuesto en el uso ordinario de palabras y expresiones que en su mayoría pertenecen a un lenguaje cotidiano.

El lenguaje parece ser, a primera vista, el objeto privilegiado de la filosofía de Austin. Conocido por introducir el concepto de «performativo» y haber practicado una «filosofía del lenguaje ordinario», parecería lógico considerarlo un filósofo del lenguaje. Sin embargo, el análisis del lenguaje no era un fin en sí mismo para él: recordemos (es sólo una pista) que ocupó una cátedra de filosofía moral en Oxford y que siempre declaró que quería construir, analizando la eficacia del lenguaje, una «teoría general de la acción». Esto no puede soslayarse si se quieren comprender los análisis sobre el lenguaje en su obra. En realidad, para él, como para muchos de sus contemporáneos, la filosofía del lenguaje juega el papel de filosofía primera, en la medida en que permite identificar lo que se puede decir sobre lo que es y, por ende, saber qué pensar. Decir que en Austin el lenguaje sea acción no es nada nuevo. Sin embargo, es importante comprender —y esto es más radical— cómo el introducir la idea de actos de habla transforma no solo la concepción del lenguaje, sino la de la acción y debilita al tiempo el significado y la acción. En Austin, lo central es la tripleta acto de habla-fracaso-disculpa, por lo que la dimensión social es crucial. No se trata del sesgo clásico donde el lenguaje se asimila a la acción, al resaltar lo pragmático del habla y lo que Austin ha definido como ilocucionario, sino por una redefinición del concepto de acción a partir del de lenguaje, por su carácter performativo:

Esta doctrina es totalmente distinta de la que han sostenido los pragmatistas, para quienes verdadero es lo que da buenos resultados, etc. La verdad o falsedad de un enunciado no depende únicamente del significado de las palabras, sino también del tipo de actos que, al emitirlas, estamos realizando y de las circunstancias en que lo realizamos. (1990, 192)

Si, como mostró Austin en sus conferencias, «al decir algo… hacemos algo», entonces la verdad ya no es la adecuación de una descripción, sino la satisfacción (felicidad) en relación con un contexto. ¿Sabemos realmente lo que es ordinario para nosotros? Una originalidad del pensamiento cavelliano es articular la cuestión de lo ordinario y la de la felicidad y, por lo tanto, vincular la felicidad pública (política) con la felicidad privada. Sólo una elucidación de la idea de lo ordinario, y una aceptación de la vida ordinaria, nos permite comprender y expresar, en la conversación cotidiana y en nuestros usos, exitosos o no, del lenguaje, el deseo (la nostalgia) de felicidad. Cavell lo aclara así: «Las afirmaciones, si son adecuadas a la realidad, son verdaderas, si no, falsas. Los performativos, si son adecuados a la realidad, son felices; de lo contrario, en formas específicas, infelices» (2002, 125-126). Entonces, uno de los objetivos de la filosofía del lenguaje ordinario será determinar las diversas formas en las que un enunciado puede ser infeliz, es decir, inadecuado para lo real.

Aunque la conexión de Austin con Sócrates podría sorprender, es decisiva para la interpretación de Cavell. El llamado de Austin a prestar atención a «lo que decimos cuando» resume un método que captura el espíritu de la filosofía del lenguaje ordinario, pero a condición de comprender, insiste Cavell, el «qué» decimos (el objeto de nuestro discurso, el sentido de nuestras palabras) que es inseparable de la singularidad de cada instancia de habla, del hecho de que alguien lo esté diciendo en un momento tan preciso, en tales o cuales circunstancias particulares. En definitiva, es lo que decimos lo que da sentido a nuestras palabras y por ello las definiciones de los diccionarios nunca nos dirán todo lo que queremos saber. El recurso a «lo que decimos cuando» es así ante todo un recordatorio de que para comprender lo que significan las palabras, uno debe captar el sentido que tienen para quienes las dicen. Puede parecer sorprendente que olvidemos cosas tan obvias (el cuestionamiento de las razones que conducen a tal olvido es un aspecto clave del problema de lo ordinario) y, sin embargo, los ejemplos son innumerables. En su ensayo sobre el rey Lear, «La evasión del amor», Cavell describe un ejemplo en la oposición entre la crítica literaria centrada en los personajes y la que en cambio privilegia el análisis verbal y se pregunta cómo «los críticos serios (…) han podido olvidar que quien se interesa por la especificidad de los personajes se interesa, al mismo tiempo, por la absoluta especificidad de sus palabras, teniendo en cuenta el tiempo y las modalidades de su enunciación» (1993, 71).

Pero los filósofos no están más atentos que los críticos literarios a este hecho esencial, y de buen grado ignoran el vínculo entre las palabras y las voces de las mujeres y los hombres que las pronuncian, cuando es este vínculo el que abre todo el campo de los malentendidos (incomprensión, negación, evasión) respecto a que nuestras palabras expresen la claridad de nuestros pensamientos. Si tendemos a olvidar o ignorar el hecho de que las palabras pronunciadas son siempre las palabras de otra persona, entonces puede deberse a que esta conexión expone los límites de nuestra capacidad para expresarnos. Porque las palabras que digo son mías es que a veces no sé lo que quería decir, un problema que vuelve y no es ni lógico ni lingüístico (mucho menos retórico) sino de autoconocimiento. El recurso al «lo que decimos cuando» es para Cavell inseparable de todo el registro del autoconocimiento, del reconocimiento de los otros, así como de las innumerables formas en que estos nos fallan, lo que explica, digámoslo entre paréntesis, por qué la filosofía del lenguaje ordinario tiene un lugar en los estudios sobre Shakespeare:

En la expresión «filosofía del lenguaje ordinario», el término «ordinario» no significa o no debería significar nada más. No nos referimos aquí a tales o cuales palabras comunes o a tal o cual categoría de personas, sino que queremos recordar con este término que, cualesquiera que sean las palabras y los significados, son el hecho de personas particulares y que, para comprender el significado de las palabras, hay que entender lo que quieren decir los hablantes, entendiéndose que a veces ellos mismos no saben lo que quieren decir y que normalmente son incapaces de expresarlo. (1993, 72)

Cuando Sócrates lleva a sus interlocutores a impasses o contradicciones, no hace más que mostrarles que en el fondo no sabían lo que querían decir, que están separados del sentido de sus palabras no porque desconocieran su lenguaje, o su «uso actual», sino porque no son conscientes de sí mismos. Lo que les falta a los interlocutores de Sócrates es el conocimiento de sí mismos (Cavell 2009, 121). Por eso, apelar al lenguaje ordinario va de la mano, en la interpretación que de él hace Cavell, con el recuerdo de una concepción de la filosofía en la que el autoconocimiento (y el reconocimiento de los demás) juegan un papel central. La «filosofía del lenguaje ordinario» no es, o no debería ser, nada más. Pero, precisamente, con el desfase entre el ser y el deber ser, Cavell señala la distancia entre su interpretación y otras prácticas y concepciones de lo ordinario y de las filosofías que lo reivindican, incluida la del propio Austin.

Es en las respuestas a las críticas dirigidas a la filosofía del lenguaje ordinario, así como a los malentendidos que la rodean, que Cavell intenta definir su sentido y propone una concepción singular. En primer lugar, la filosofía del lenguaje ordinario no es una filosofía del lenguaje en sentido estricto, al menos si consideramos a este último como un objeto independiente estudiable por sí mismo. Por supuesto, múltiples disciplinas se ocupan del lenguaje como tal, lo cual es legítimo y necesario, pero el enfoque filosófico que parte del lenguaje ordinario, por el contrario, insiste en la inseparabilidad de las palabras y las cosas, en el hecho de que nuestro uso de las palabras expresa nuestro saber y nuestra ignorancia del mundo, de los demás y de nosotros mismos. Interesarse por el lenguaje corriente es pues hacerlo por todo «lo que habla» ese lenguaje, es decir, por casi todo. Cuando Austin (1994) estudia lo que decimos o no decimos para disculparnos en tal o cual circunstancia, por ejemplo, lo que destaca es el alcance de nuestras acciones, sus consecuencias y sus límites. Desde este punto de vista sus estudios, si queremos adscribirlos a un campo disciplinario, se enmarcan tanto en la filosofía moral como en la del lenguaje. Cuando Wittgenstein (1988 II, IV, 114). remarca que «es lo que decimos lo que es verdadero o falso» y que el lenguaje es siempre parte de una forma de vida, no podría estar expresando de manera más concisa la conexión de las palabras con el mundo y con nuestras vidas en él. Es por estas razones que Cavell distingue con claridad la filosofía del lenguaje ordinario de la filosofía analítica que, a pesar de la complejidad de su historia y de sus diferenciaciones internas, parte siempre del principio de la necesidad de un análisis de la estructura lógica del lenguaje y en este sentido la convierte en su propio objeto de estudio (1988, 203).

Al no ser una filosofía del lenguaje en el sentido estricto del término, la filosofía del lenguaje ordinario es aún menos una filosofía que privilegiaría el uso «común» de las palabras a expensas de su uso poético o literario. Si hay regiones del lenguaje que escapan a lo ordinario, es más bien del lado de las ciencias que, con sus saberes específicos, desarrollan terminologías y discursos muy técnicos a los que sólo los especialistas tienen acceso real.

Pero lo más original de la posición de Cavell radica en que el recurso al lenguaje ordinario no implica para él una «percepción de las palabras liberada de toda preocupación filosófica» (2009, 377). Es en este punto donde podemos medir la distancia que separa a Cavell de la filosofía de Oxford, que pretendía, por otra parte, proponer una concepción del lenguaje cotidiano como capaz de una doble operación filosófica o, mejor, de una doble liberación frente a la filosofía. Por un lado, el lenguaje ordinario se muestra capaz de funcionar por sí mismo sin necesidad de análisis lógicos para revelar su verdadera estructura. Por otra parte, el lenguaje ordinario, siempre con sus propios medios, tendría el poder de hacer desaparecer los problemas filosóficos tradicionales y en particular las dudas «extraordinarias» que suscita el escepticismo.

Es mostrando en qué circunstancias y por qué razones particulares decimos que conocemos o dudamos de la realidad de algo, es decir, estudiando los usos ordinarios de palabras como «realidad», «creer», «saber», etc., que Austin (1994) creyó poder demostrar que el escéptico se equivoca —o nos engaña— sobre el sentido mismo de nuestras palabras y que las dudas sobre la existencia del mundo o de los demás, lejos de resultar de un profundo descubrimiento metafísico, son sólo la consecuencia de un abuso o una mala interpretación del lenguaje corriente. El error del escéptico sería en definitiva no saber lo que dice y, para escapar a su trampa, bastaría con confiar en el sentido común de nuestras palabras comunes.

Sin embargo, a pesar de su deuda con Austin, Cavell no lo sigue en este camino. La idea de que el escepticismo surge de un simple malentendido del significado de las palabras le parece falsa e inadecuada para el problema que se supone que resuelve. Es falso porque el mismo deseo de refutar los argumentos del escéptico prueba que uno los comprende: el escéptico y su oponente desde este punto de vista hablan el mismo lenguaje. Es inadecuado porque no considera lo que motiva el escepticismo, lo que hace que la existencia misma del mundo y del otro puedan volverse inciertas. Pero si no comprendemos las razones del escéptico, no podemos comprender lo que lo separa no del uso ordinario del lenguaje, sino de lo ordinario mismo. Responder al escepticismo apelando al sentido común (supuestamente no filosófico) de palabras o creencias sería útil si el conflicto se desarrollara a este nivel, pero la fuerza (poder) del escepticismo es que no se limita a oponer una creencia (no ordinaria) a otra, un significado (no ordinario) a otro, sino que cuestiona la posibilidad misma de cualquier significado o creencia. Fue Wittgenstein, según Cavell, quien entendió que el escepticismo no consiste en plantear opiniones o tesis que se puedan combatir con juicios opuestos con la esperanza de llegar, tras un análisis riguroso de los argumentos esgrimidos por ambos lados, a un acuerdo razonable sobre la existencia del mundo. Aceptar declarar que el mundo existe es tan vacío como querer decidir sobre su existencia, remarca Cavell con ironía, y las interminables disputas sobre el escepticismo que toman esta forma permanecen ciegas a lo que realmente está en juego (2009, 381).4

Cuando Wittgenstein comenta en las Investigaciones filosóficas que «no soy de la opinión de que tenga alma», abre una perspectiva completamente diferente sobre la naturaleza del problema planteado por el escepticismo, así como sobre las respuestas que plantea. Wittgenstein quiere mostrarnos que el mundo y otras mentes no son «objetos» de conocimiento, creencia u opinión cuya existencia pueda probarse, que no forman parte del conocimiento —científico, epistemológico o metafísico— y que, en consecuencia, si les asalta una duda, el conocimiento no puede ni resolverlo ni explicar su origen. Las Voces de la razón (2012) son una larga explicación de esta intuición decisiva con la que Cavell acredita a Wittgenstein, pero un pasaje de ¿Debemos querer decir lo que decimos? resume la cuestión de manera notable:

En las Investigaciones filosóficas está «No tengo la opinión de que tenga alma» (II, IV, p. 114). Tampoco soy de la opinión de que haya un mundo, ni de que el futuro sea como el pasado, etc. Si digo que tales ideas son la base sobre la cual se funda cualquier creencia particular que pueda tener sobre el mundo o sobre otros en el mundo, eso no significa que soy incapaz de percibir fallas en esta base. (Por eso el conocimiento del escéptico es devastador, en el caso de que seamos sensibles a su poder: no se opone a una creencia particular, o a un conjunto particular de creencias, digamos, sobre otras mentes; lo que él opone es radicalmente la base de nuestras creencias, nuestro poder de simplemente creer). (Cavell 2009, 380)

La filosofía del lenguaje ordinario, al contrario de lo que pensaba Austin, se muestra impotente ante el «saber devastador» del escéptico: su recordatorio de lo que «decimos cuándo» puede ayudarnos a descubrir o redescubrir esa «base» de nuestras creencias, para entender mejor nuestras palabras, a nosotros mismos, al mundo en el que vivimos y a las mentes con las que lo compartimos, pero no puede proteger los lazos entre los humanos y el mundo. Cuando estos vínculos son amenazados o cuestionados, cuando faltan las palabras mismas, ya no tiene asidero, llega a su límite.

Pero si la novedad de la filosofía del lenguaje ordinario no consiste en el descubrimiento de un método que pueda ser compartido en principio por todos y que, si se aplica correctamente, pondría fin a las disputas filosóficas tradicionales, ¿qué es exactamente? ¿Y cuál es su interés? Podemos encontrar una respuesta a estas preguntas si consideramos que lo primero que llama la atención de Cavell en Austin —y de otro modo en Wittgenstein— es una concepción de la naturaleza del conocimiento y la práctica filosóficos. Rompiendo con las tendencias dominantes de la época que pretendían dar un estatus científico a la filosofía (o recuperarlo), el recurso al lenguaje ordinario reafirma que el saber producido por la filosofía no es del orden del conocimiento positivo, empírico o científico. Lo cual no es un defecto o una debilidad que deba corregirse, sino un aspecto esencial de esa extraña cosa llamada «filosofía», cuyo ejercicio no requiere especial pericia o competencia porque en el campo que le corresponde nadie está en una posición de autoridad, nadie está mejor situado que otros para saber lo que hay que saber.

Lo decisivo en el recurso al lenguaje ordinario es entonces esta supuesta ausencia de experiencia y autoridad previas: los «datos» que me permiten dilucidar «lo que decimos cuando» son por principio accesibles a todos y si afirmo que eso es lo que decimos en tal situación, mi afirmación se basa sólo en mi sentido de la corrección de una expresión, por lo tanto, en mí mismo. En esta área yo soy la única fuente de autoridad, nadie está en condiciones de saber mejor que yo cuándo se puede usar tal o cual palabra, decir tal o cual cosa. Pero esto también es cierto, por supuesto, para ti y para todos aquellos que hablan este idioma: proclamar mi autoridad última lleva consigo el reconocimiento simultáneo de la autoridad de cada uno (2009, 379)5. Lejos de ser un método empíricamente verificable que aseguraría a la filosofía su lugar entre las ciencias, el recurso al «lo que decimos cuando» expone la diferencia de naturaleza entre la filosofía y todo conocimiento positivo al mostrar que la única «experticia» necesaria es la de las voces humanas expuestas unas a otras.

Pero si el descubrimiento de la filosofía del lenguaje ordinario es el de un saber sin saber y de una autoridad compartida, ello no tendría nada de moderno, siendo por el contrario reafirmación de lo que Sócrates, en los orígenes de la filosofía, ya sabía:

En mi opinión, lo que vio Sócrates fue que, respecto a las cuestiones que le causaban asombro, esperanza, confusión y dolor, sabía que no sabía lo que ningún hombre puede saber, y que cualquier hombre puede aprender lo que quiere aprender. Ningún hombre está en una mejor posición para saber eso que cualquier otro, a menos que querer saber sea una posición particular. Y este descubrimiento sobre sí mismo es lo mismo que el descubrimiento de la filosofía, cuando es el esfuerzo por encontrar respuestas, y por permitir preguntas, de las que nadie conoce el camino, ni la respuesta, mejor que él mismo. (2009, 72)

El descubrimiento de Sócrates es el de un reino de preguntas y problemas que no es libre de ignorar ya que son la causa de la alegría y el dolor, de la esperanza y la preocupación, y que no pueden ser respondidos con el saber establecido, sino solo en el autocuestionamiento y el dialogar con quienes experimentan igualmente su poder. No todo el mundo está bajo el control de tales preguntas y nadie lo está todo el tiempo, pero en este diálogo, cuando sucede, ninguna voz tiene más autoridad que otra (si por «autoridad» entendemos una fuente de conocimiento). Esto es lo que Cavell llama «conversación», que es tanto una descripción de la práctica filosófica como una necesidad de la vida democrática. Esta reflexión sobre la conversación implica dos tareas:

(a) Saber en qué consiste, o con la expresión de La búsqueda de la felicidad (1999), «tener interés en la propia experiencia» (Cavell 1999, 18), es decir, examinar la propia experiencia, y «dejar que el objeto o la obra en cuestión nos enseñe cómo estudiarla» (1999, 21). Esto significa que hay que educar la propia experiencia de modo que uno sea educable por ella. Aquí hay una circularidad inevitable: tener una experiencia requiere confiar en la propia experiencia.

(b) Encontrar las palabras para contar mi experiencia, que es un tema central de Cavell: el deseo de encontrar su voz en su propia historia, frente a la tentación de la inexpresividad. La posibilidad de tener una experiencia es inseparable de la cuestión de la expresión, y de la expresividad natural del ser humano. Este descubrimiento, enraizado en la lectura de Wittgenstein, es también lo que hace que Cavell se acerque al cine y lo popular.6

Ahora bien, descubrir este dominio del saber donde nadie tiene una posición privilegiada no es otra cosa que el descubrimiento, o el nacimiento, de la filosofía misma y desde este punto de vista, sin duda parcial pero decisivo, la filosofía del lenguaje ordinario no tiene nada específico de modernidad: sólo reafirma la intuición de Sócrates, la hace «inevitablemente» presente, lo que en la historia no progresista de la filosofía puede ser un gesto del todo diferente, algo nuevo, incluso revolucionario (2009, 379). La afirmación socrática de que «una vida sin examen no tiene objeto, no merece ser vivida» (Platón, Apología 38a), se puede leer como el llamado de Cavell por una reflexión profunda sobre la voz auténtica y la identidad personal en la vida cotidiana. Y así como para Sócrates el filosofar estaba entrelazado con la búsqueda de la virtud y la sabiduría personal, Cavell, de modo similar, aboga por una filosofía que resuene en la vida diaria y que contribuya a un mayor entendimiento y autenticidad en nuestras vidas.

Por eso, también hay que señalar que no es sólo el recurso al lenguaje ordinario, sino a lo ordinario en sí mismo, al contrario de lo que piensan Taylor y muchos otros, lo que no es un descubrimiento propio de la modernidad:

De lo que ellos [los interlocutores de Sócrates] no se dieron cuenta fue de lo que estaban diciendo, o de lo que realmente estaban diciendo, y por lo tanto no sabían lo que querían decir. En este sentido, no se habían conocido a sí mismos, y no habían conocido al mundo. Me refiero, por supuesto, al mundo ordinario. Quizás esto no sea todo lo que existe, pero ya es muy importante: la moralidad está en este mundo, así como la fuerza y el amor; el arte, también, y parte del saber (la parte que concierne a ese mundo); y también la religión (o donde quiera que esté Dios). (2009, 122-123)

En estas líneas, Cavell expresa una concepción de la filosofía en la que la atención puesta en el lenguaje pretende cuestionar lo que queremos decir, en el entendido de que a veces —o muchas veces— lo ignoramos precisamente como y porque ignoramos nuestros verdaderos deseos y necesidades. El «método» del lenguaje ordinario es para Cavell sólo un método para el autoconocimiento, si se comprende que no está separado del conocimiento del mundo en que vivimos y de aquéllos con quienes lo compartimos. Cuando, por ejemplo, confundo mi necesidad de venganza con un deseo de justicia, o mi miedo de amar con una necesidad de amor, no sé lo que realmente quiero o de lo que estoy tratando de huir a toda costa, pero por eso mismo no sé —o no quiero saber— qué es la justicia o el amor y tengo muy pocas posibilidades de comprender lo que otros buscan, desean o temen. Casi todo pertenece entonces a este «mundo ordinario» sobre el que la filosofía se interroga, incluyendo lo inquietante, lo extraño, lo extraordinario, lo religioso o lo trágico. La calificación de «ordinario» se aplica, en definitiva, según Cavell, a todos los registros de experiencias humanas que no entran en el saber especializado: lo que explica que la religión haga parte de ello (sea lo que ella sea sobre Dios), mientras que las matemáticas lo eluden.

Tal concepción de lo ordinario no tiene una relación privilegiada con la modernidad, pero es necesaria a cambio de una concepción de la filosofía cuyo espíritu, si no la letra, se reafirma en la enseñanza de Austin y Wittgenstein y que podría definirse como siendo al tiempo «crítico y clínico»: clínico porque vuelve a poner en primer plano la preocupación por sí mismo y crítico porque la preocupación por sí mismo no nos cierra al mundo sino que nos compromete en un diálogo con la cultura de nuestro tiempo. El interés por el lenguaje ordinario y la preocupación por sí mismo no son en realidad dos temas separados en la obra de Cavell, sino dos aspectos interrelacionados de una misma idea de filosofía.

La novedad del uso del lenguaje ordinario consistiría, pues, en redescubrir la vocación propia de la filosofía como forma de conocimiento del propio mundo ordinario, saber democrático puesto que está abierto a todos y potencialmente revolucionario dado que redibuja un saber compartido mostrando que la suma de todo lo que sabemos sobre el orden del mundo y de las cosas no basta, ni puede ser suficiente, para articular nuestra relación con este mundo y su orden. Si, por ejemplo, se necesitan estadísticas para saber cuántas personas viven en la pobreza, se necesita algo más para repensar nuestra actitud, personal y colectiva, hacia los pobres: el saber incierto de la filosofía es ese «algo más», la apertura desde otro registro de conocimientos. La filosofía nace como este «otro saber» de la necesidad de preguntarse y de compartir con los demás cuestiones que no tienen cabida en ningún otro lugar, de la necesidad de cuestionar la verdad o falsedad de nuestras palabras y de nuestra vida, del deseo de «establecer la verdad de este mundo» y es por ello que es revolucionaria:

Esto, junto con el hecho de que sus procedimientos filosóficos están destinados a llevarnos a la conciencia de las palabras que debemos tener y por lo tanto de la vida que llevamos, representa para mí una versión reconocible del deseo de «establecer la verdad de este mundo». Es cierto que dondequiera que exista realmente un amor por la sabiduría —llámese pasión por la verdad— es intrínsecamente, aunque por lo general ineficaz, revolucionario; porque equivale a un odio por la falsedad de nuestro carácter y por los compromisos inútiles y antinaturales en nuestras instituciones. (2009, 69)

La filosofía (o cierta filosofía) nace y se define como la búsqueda del «saber ordinario», o conocimiento de lo ordinario; no es una filosofía eterna, ya que en cada una de sus instancias se enfrenta a las circunstancias históricas en las que se ejerce, pero cada vez que se plantea sus propios interrogantes, reafirma su vocación crítica y clínica, y siempre se abre un espacio de pensamiento que ningún conocimiento positivo puede ocupar.

Lo ordinario en Cavell corresponde por tanto a un registro de saberes y no a objetos específicos o a una parte determinada de la vida o del mundo, y este registro de saberes es al menos tan antiguo como la propia práctica filosófica. ¿Significa esto que no hay conexión entre lo ordinario y la modernidad en Cavell? Parece difícil de creerlo en un autor como Cavell, que ha hecho de la modernidad y del modernismo temas importantes de su reflexión y que, además, ha hecho de la interpretación del escepticismo moderno y de las respuestas que demanda un problema decisivo de su pensamiento. Más bien deberíamos preguntarnos cómo el escepticismo amenaza la relación con lo ordinario y qué formas específicas toma la búsqueda de este último en una modernidad acosada por dudas escépticas.

De hecho, es una intuición de Cavell considerar que el escepticismo no es un problema de naturaleza solo epistemológica que, por lo tanto, solo afectaría a un aspecto importante pero limitado del conocimiento y la experiencia. Es cierto que las tesis escépticas se presentan en forma epistemológica ya que afirman la imposibilidad de probar con certeza la existencia del mundo exterior y de otras mentes. Pero esta interpretación que el escepticismo ofrece de sí mismo —y que sus críticos aceptan ciegamente— no explica lo que a los ojos de Cavell es realmente lo esencial: cómo llegamos a esto (digamos de Descartes o Shakespeare) de considerar que el mundo y los demás son «objetos» cuya existencia sería incierta y tendría que probarse más allá de toda duda concebible. Sin embargo, es esta transformación del mundo y de los demás en «objetos de conocimiento» lo que constituye el verdadero problema y es esto lo que debe cuestionarse si queremos comprender qué es lo que realmente motiva el escepticismo y, por lo tanto, qué puede responder a sus devastadoras dudas. Evidentemente, este cambio en la relación con el mundo y con los demás no es un problema meramente epistemológico y por eso es inútil querer «probar» que el mundo y los demás existen en realidad: no sólo una prueba como la de la existencia de Dios resulta imposible sino, y esto es peor, la búsqueda de pruebas acepta las premisas mismas del escepticismo y así reafirma su dominio. El deseo de prueba es tan escéptico como la puesta en duda: esta es, recordemos, la lección de Wittgenstein a los ojos de Cavell (1962).

El escepticismo, bajo sus atractivos epistemológicos, expresa un hecho de otro orden y magnitud: un distanciamiento del mundo sin el cual nunca podría haberse convertido en un «objeto» entre otros. Cabe preguntarse qué pudo haber producido tal distanciamiento, qué hace que el mundo ahora corra el riesgo de ser inabordable; pero si las respuestas a estas preguntas siguen siendo múltiples, no modifican la observación de esta obsesión moderna. Es en el contexto de estos análisis sobre el escepticismo que la modernidad, según Cavell, lejos de estar definida por un descubrimiento de lo ordinario, está atravesada por una profunda preocupación por su pérdida. Sin embargo, si el escepticismo surge de la fragilidad de nuestros vínculos con el mundo ordinario, entendemos que sólo los intentos por redescubrirlos pueden responder al peligro que representa. Por eso, en Cavell, la modernidad está obsesionada tanto por la tentación del escepticismo como por la necesidad de redescubrir lo ordinario.

La búsqueda de lo ordinario, como las dudas escépticas, toma distintas formas e implica todo tipo de campos: desde el problema político y filosófico de esta «nueva América siempre inabordable» en Emerson (Cavell 2021), con el miedo a la pérdida de la propia libertad hasta al deseo de tener un yo que cuidar, tanto en J. S. Mill como en todos los demás autores y problemas por los que Cavell (2002) se interesó a lo largo de su vida. El estudio de cada texto u obra es la exploración paciente e insistente de los aspectos, matices y dificultades propias de cada búsqueda de lo ordinario, mientras que la posibilidad de la destrucción radical de la base de las creencias, de «nuestro poder de simplemente creer», sigue en el horizonte.

Por eso la tragedia siempre es posible, siempre está cerca de nosotros, más cerca quizás que la búsqueda de la felicidad. Pero la tragedia que nos espera no es aquella vieja tragedia donde los dioses o el destino han ordenado de antemano la trama de nuestras vidas. La tragedia moderna depende de nosotros, somos los únicos responsables de ella: nuestra pérdida no es inevitable, no está dictada por un secreto celosamente guardado por los dioses, sino más bien por nuestra negativa a saber lo que sabemos y a cambiar, es decir, por nuestra incapacidad para aceptar la realidad del tiempo (1993, 155). Este es el tema de esa tragedia moderna por excelencia que está en los ojos de Cavell, El rey Lear, donde el futuro de cada personaje permanece abierto en todo momento, hasta el final, requiriendo una atención continua a la presencia del tiempo:

La percepción o actitud requerida ante este tipo de drama requiere una atención continua a lo que sucede en cada presente sucesivo como si todo lo que tiene sentido estuviera inscrito en el momento presente, mientras que cada evento es una página pasada en el libro del tiempo. Lo veo, por mi parte, como la experiencia de una presencia continua en el presente, cuyas exigencias son tan rigurosas como las de cualquier ejercicio espiritual: dejar fluir el pasado y que el futuro se tome su tiempo para evitar el pasado determina el significado de lo que está sucediendo (sabiendo que el giro de los acontecimientos podría haber sido diferente) y para evitar cualquier anticipación del futuro sobre la base de lo sucedido. No se trata de pretender que todo es posible (aunque sea cierto) sino de decirnos que no sabemos lo que nos deparará el futuro. (1993, 149)

Es un ejercicio espiritual difícil, como recuerda Ortiz (2022), así como es difícil no ceder al escepticismo y a las tragedias que provoca y tratar, cada vez de nuevo, de habitar lo ordinario. Es también, quizás, la dificultad de la filosofía y una de las razones por las que sigue, a pesar de todo, encontrando un público deseante.

Cavell nos ofrece, pues. con sus propios dispositivos la ontología de un mundo cotidiano, siempre amenazado por el escepticismo y por la destrucción de la presencia de los otros, pero que a pesar de ello avanza desde lo más personal a lo más general. Su punto de partida son nuestras formas de sentir, de experimentar el mundo y a los demás como seres sentipensantes (lo estético), pasando por las formas de ser responsables ante los demás mediante nuestro lenguaje (lo ético), hasta llegar al final a los supuestos bajo los que nos relacionamos, partiendo de la situación esencial de un ser en común con los otros (lo político). Así, la comunidad que Cavell reclama no es algo sustantivo sino una comunidad construida sobre la estructura ontológica de lo común, en su doble sentido, esto es, lo cotidiano y lo compartido. Desde estas tres esferas (estética, ética y política) se puede emprender, a través de sus diversas obras, un viaje extraordinario donde filosofar ya no es sólo pensar sobre una experiencia o una práctica sino, además, pensar sobre el modo en el que la pensamos. Cavell reivindica lo subjetivo, la experiencia personal, pero como aquel lugar donde suena un discurso en primera persona, pero que también, y, antes que nada, resuena como un discurso plural, rehaciendo así lo intersubjetivo y lo racional sin deshacerse de los sujetos empíricos, de sus cuerpos, de sus palabras y de sus pasiones, apuntalado en la experiencia de lo impersonal7. Mundos hechos de diálogos, conversaciones forjadas desde corporalidades, cuerpos que se hallan junto a otros, que se pueden ignorar o cosificarse, pero que también pueden darse la mano, salvaguardándonos del escepticismo.

La obra de Cavell, en su estructura diríamos «rizomática», facilita ver en acción la oportunidad de impulsar desde dentro los límites y fronteras del discurso filosófico como acción autoconsciente, que no por ello ha sido evidente siempre como escritura. En suma, el firme replanteamiento y disolución de los cercos disciplinarios en un quehacer filosófico como el suyo, empeñado, como él mismo señala, en rescatar la voz de lo humano en la «conversación del pensamiento» que es para él la filosofía, nos ofrece en temáticas, obras y contenidos un estilo filosófico inclasificable donde concluyen la filosofía del lenguaje ordinario, el esfuerzo metafísico, la ficción y la literatura, la reflexión ética, el cine o, dicho con claridad, la vida cotidiana, revelando la riqueza y el significado profundo que yacen en lo ordinario: invitación a reevaluar cómo vivimos, nos relacionamos y hallamos significado en nuestro mundo compartido; recordatorio de que la filosofía puede enriquecer nuestras vidas al hacernos conscientes de lo extraordinario que puede encontrarse en lo que a menudo damos por sentado.

En resumen, el aporte fundamental de Cavell a una filosofía de lo ordinario radica en su enfoque en las experiencias y prácticas cotidianas como temas filosóficos legítimos. Su trabajo ha permitido una mayor atención a las dimensiones prácticas, comunicativas y éticas de la vida humana, desafiando la tradicional división entre filosofía abstracta y experiencial. Cavell nos invita a examinar de manera profunda y respetuosa la riqueza de significados que subyacen en nuestras actividades y encuentros diarios.

Para terminar, queremos dejar abierta una inquietud: la importancia que tiene, para la filosofía y para quienes la practican, la cuestión de la realidad de su quehacer y de la eficacia concreta de su discurso. De hecho, desde el punto de vista de esta cuestión fundamental (y en las posibles respuestas que se le puede dar), es posible reunir las perspectivas filosóficas de Michel Foucault, Stanley Cavell y Pierre Hadot. Este último, en su texto ¿Es la filosofía un lujo? (2006), expone la creencia común de que la filosofía es un «discurso abstracto» alejado del todo de lo que constituye la esencia de la vida, y luego se pregunta: «¿Qué es finalmente lo más útil al hombre en tanto que hombre? ¿Acaso discurrir sobre el lenguaje o sobre el ser y el no ser? ¿No sería más bien aprender a vivir de un modo humano?» (Hadot 2006, 301). La tarea de la obra hadotiana consiste en mostrar que, gracias al retorno a una antigua concepción de la filosofía, es posible volver a poner en juego el discurso filosófico, el logos, al servicio de la vida misma, del bios: «lo fundamental de la filosofía» —dice— «ya no es el discurso, sino la vida, la acción» (2006, 302). Para que el discurso de la filosofía no quede vacío, para que la filosofía no se considere inútil, tendría que acercarse a la vida cotidiana, como sucedió en la antigüedad, para volver a ejercer su función en relación con la forma de vida del individuo y su elecciones existenciales. Lo real de la filosofía debería ser, pues, la vida misma, es decir, el modo en que los individuos se conducen a lo largo de su existencia. Por el contrario, el peligro perpetuo de la filosofía sería el de «aislarse en un tranquilizador universo de conceptos y principios en lugar de dejar atrás todo discurso e intentar llevar a cabo una radical transformación del yo» (2006, 309). Cavell, Foucault y Hadot han tratado de mostrar en sus obras la urgencia de identificar, dentro de la historia de la filosofía, un rumbo, un camino diferente al que tradicionalmente se ha seguido, considerando la vida, incluso en su «banalidad»8, como lo real que la historia canónica de la filosofía habría olvidado y que hoy debemos redescubrir. Lo que es ordinario, de hecho, es comúnmente considerado también sin importancia, insignificante. Pero ¿qué podría ser más ordinario que la vida cotidiana? Y así, parecería, lo más insignificante.

Sin embargo, tratar de separar estos dos sentidos de la palabra «banalidad» cuando se aplica a la vida cotidiana (y al lenguaje) parece ser precisamente la tarea filosófica que se proponen, siguiendo caminos diferentes, estos tres filósofos. Como dijo Cavell (2004, 33-34), los filósofos de hoy deberían redescubrir lo «extraordinario» de lo que consideramos ordinario y lo «ordinario» de lo que consideramos extraordinario. Y aquí viene la inquietud que dejamos abierta: lo que Cavell, Foucault y Hadot recogen de la especulación antigua no es sólo la identificación de lo real de la filosofía con el bios, sino también y sobre todo la idea de que el bios, la vida ordinaria, sólo puede ser lo real de la filosofía a condición de que el filosofar se conciba como un quehacer esencialmente práctico. Camino emprendido por Foucault (1999), que vio en el campo de los ejercicios sobre sí mismo, de la «preocupación por sí mismo» y de las «técnicas de existencia», la posibilidad de abrir una nueva perspectiva ética —una ética inmanente de la transformación activa del yo, de la transfiguración no sólo de nuestra manera de mirar el mundo, de filosofar sobre él, sino también de nuestra forma de actuar en él; no sólo de nuestra modo de filosofar y hablar de la vida, sino también y sobre todo de nuestra forma de vivir, lo que supone, entre otras cosas, la lucha contra las convenciones sociales y la crítica del conformismo que también es muy significativa desde la perspectiva del perfeccionismo moral de Cavell.

En definitiva, lo cotidiano es lo «real» de la filosofía sólo cuando existe y a condición de que sea transformado, transfigurado por ella, por su mirada y por sus prácticas, reivindicando el carácter autobiográfico, es decir, situado y encarnado de la filosofía de lo ordinario que se opone a la pretensión trascendental de la metafísica, dado que es «reconocimiento» y no simple conocimiento (Cavell 2002, 8). Y ello porque en efecto, en la afirmación según la cual «la forma de vida filosófica es, simplemente, el comportamiento del filósofo en la vida cotidiana» (Hadot 2009, 151), no hay nada sencillo: el filósofo nunca deja que su vida cotidiana le «pase de lado» (Diamond 2004), sino que lo asume como objeto de su reflexión y de su acción, tarea difícil, siempre atravesada por la ambigüedad y el riesgo necesario del escepticismo. El filósofo establece así su relación con la vida cotidiana como una relación de angustia y alteridad que, transformándonos a nosotros mismos, nuestra forma de ver y decir el mundo, y nuestra conducta, pretende hacer de la valorización de lo cotidiano el «motor» esencial de una transfiguración positiva de lo cotidiano mismo en forma de creación de un yo superior, de una nueva inteligibilidad personal y social, y de un mundo radicalmente diferente.

Notas

1. Este proyecto formativo implica, por un lado, una conciencia clara de los alcances éticos del uso del lenguaje en general y de la escritura filosófica en particular y, por otro, una visión del filosofar como un acuerdo de conversación, que es tanto una preparación como una condición de posibilidad de cualquier aprendizaje. La cercanía con el enfoque dialógico de Derrida o Wittgenstein es evidente.

2. Vale la pena señalar que Cavell incorpora el análisis de la cultura popular y del arte en su filosofía de lo ordinario. Explora cómo el cine, la literatura y otras formas de expresión cultural pueden capturar y reflejar las experiencias y dilemas humanos comunes, y cómo pueden ser una fuente valiosa para la reflexión filosófica sobre la vida cotidiana.

3. Cavell vuelve a menudo a la importancia de Austin para la formación de su pensamiento en numerosos textos autobiográficos. Véase, sobre todo, Cavell (1988; 2014). Sobre el papel de Austin en el pensamiento de Cavell, ver los estudios de Sandra Laugier (2005) y de Andrew Norris (2017).

4. Aquí puede resultar interesante analizar Les voix de la raison, donde Cavell (2012, 75), explica con claridad por qué, en su opinión, cualquier tesis filosófica que considera que la existencia del mundo y otras mentes necesitan prueba es escepticismo, incluso cuando concluye con la afirmación de tal existencia.

5. Es el aspecto de una palabra sin autoridad lo que permite establecer un vínculo entre filosofía y democracia.

6. Para Cavell recuperar lo ordinario es redescubrir una adecuación entre nuestras palabras y el mundo (palabras/mundo), y de nuestra experiencia y las cosas; según él, el cine nos permite ver, a través de las conversaciones y los personajes que escenifica, la posibilidad de tales reconciliaciones. El cine no es un medio para recuperar una experiencia desvanecida, de recuperar el mundo proyectándolo: es más bien un modo de reconocimiento de la pérdida, como remarcó a su manera Godard (1980) al decir que «es con los colores del duelo, blanco y negro, como la cinematografía comenzó a existir».

7. La defensa de lo impersonal puede extrañar, a simple vista, en contraste con la propuesta de rehabilitar un lugar para la subjetividad en el proyecto de reconstrucción de los potenciales de racionalidad contenidos en la modernidad, que se señala como una de las sugerencias más interesantes de Cavell. No obstante, una de las estrategias filosóficas más frecuentes en él es la de disolver aparentes dualismos incluyendo uno de los términos en el otro, sin por ello anular la diferencia constitutiva entre ambos.

8. Aquí se usa el término «banalidad» porque tiene al menos dos grandes campos semánticos de aplicación: «banal» significa lo desprovisto de importancia e interés, lo insignificante; pero también significa lo ordinario, lo cotidiano. Aunque, a decir verdad, habría un tercer campo semántico de aplicación, el que gira en torno a los conceptos de «vulgar» o «desprovisto de nobleza»; el cual puede ser útil cuando hablemos del cinismo antiguo.

Referencias

Austin, John L. 1990. Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones. Traducido por Genaro Carrió y Eduardo Rabossi. Barcelona: Paidós.

Austin, John L. 1994. «Plaidoyer pour les excuses». En Écrits philosophiques. París: Seuil.

Cavell, Stanley. 1962. «The Availability of Wittgenstein’s Later Philosophy». The Philosophical Review 71, no. 1: 67-93.

Cavell, Stanley. 1988. Themes out of School. Effects and Causes. Chicago: University of Chicago Press.

Cavell, Stanley. 1993. «L’évitement de l’amour» en Le déni de savoir dans six pièces de Shakespeare. París: Seuil.

Cavell, Stanley. 1996. «The investigations, Everyday Aesthetics of Itself». En The Cavell Reader, editado por Stephen Mulhall. Nueva Jersey: Wiley Blackwell.

Cavell, Stanley. 1999. La búsqueda de la felicidad. La comedia de enredo matrimonial en Hollywood. Barcelona: Paidós.

Cavell, Stanley. 2002. Un tono de filosofía. Ejercicios autobiográficos. Madrid: Antonio Machado Libros.

Cavell, S. 2004. Cities of Words. Pedagogical Letters on a Register of the Moral Life. Massachusetts: Harvard University Press.

Cavell, Stanley. 2005. Los sentidos de Walden. Madrid: Ediciones Cátedra.

Cavell, S. 2009. Dire et vouloir dire. París: Editions du Cerf.

Cavell, Stanley. 2012. Les voix de la raison. París: Seuil.

Cavell, Stanley. 2014. Si j’avais su…. París: Editions du Cerf.

Cavell, Stanley. 2021. Esta Nueva y aún inaccesible América. Conferencias tras Emerson después de Wittgenstein. Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza.

Diamond, Cora. 2004. «Passer à côté de l’aventure. Réponse à Martha Nussbaum». En L’Esprit réaliste. Wittgenstein, la philosophie et l’esprit: 417-428. PUF.

Foucault, Michel.1999. «La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad». En Ética, estética, hermenéutica. Obras esenciales III, 393-416. París: Gallimard.

García, Alicia. 2019. «Stanley Cavell: el mundo de cada día». Letras libres (agosto): 15-17. https://letraslibres.com/wp-content/uploads/2019/07/dosier-garciaruiz-esp.pdf

Godard, Jean-Luc. 1980. Introducción a una verdadera historia del cine I. Madrid: Alphaville.

Hadot, Pierre. 2006. Ejercicios espirituales y filosofía antigua. Madrid: Siruela.

Hadot, Pierre. 2009. La filosofía como forma de vida. Barcelona: Alfa Decay.

Laugier, Sandra. 2005. «Rethinking the Ordinary: Austin after Cavell». E Contending with Stanley Cavell, editado por Russel B. Goodman. Oxford: Oxford University Press.

Norris, Andrew. 2017. Becoming Who We Are. Oxford: Oxford University Press.

Ortiz, Eduardo. 2021. «La inevitabilidad del amor. Stanley Cavell, el rey Lear y la acedía». Espíritu LXX, no. 162: 419-439. https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/8340905.pdf

Platón. 1985. Diálogos. Vol. I. Madrid: Gredos.

Wittgenstein, Ludwig. 1988. Investigaciones filosóficas. México: Instituto de investigaciones filosóficas, UNAM.

Carlos G. Juliao Vargas (cgjuliao@gmail.com) Filósofo, pedagogo e investigador independiente. https://orcid.org/0000-0002-2006-6360

Recibido: 22 de agosto, 2023.
Aprobado: 29 de setiembre, 2023.