Luis Alberto Fallas López

Mejor nosotros que otros. Empédocles en primera plural

συνεχό]μεθεἰς ἕνα κόσμον

Empédocles [MP a(1)6]

Resumen: En este trabajo se valora y discute la modificación propuesta por A. Martin y O. Primavesi del fragmento 17 de Empédocles de Agrigento, específicamente la introducción de un verbo en primera persona plural, a partir de su interpretación del Papiro de Estrasburgo. Esta variable permite ver vínculos fundamentales entre los dos grandes poemas del pensador presocrático, redefinir la participación de los daimones en los procesos de la naturaleza, y en particular ver la responsabilidad de estos en la etapa de disgregación que los entes estarían viviendo en la historia conocida de la humanidad. Con esto a la vista se valoran los alcances éticos que propondrían los textos empedocleanos en línea con lo que se denomina la época «Antropocena» y sus terribles consecuencias.

Palabras clave: Empédocles, Antropoceno, ontología, ética, Papiro de Estraburgo.

Abstract: This study evaluates and discusses the modification of Empedocles’ Fragment 17 proposed by A. Martin and O. Primavesi, specifically the introduction of a first—person—plural verb, in accordance with the Strasbourg Papyrus. This variable allows to see fundamental relationships between two of the greatest poems of the presocratic philosopher, to redefine the participation of daimons into the processes of nature, and to understand the responsibility each daimon has in the stage of disaggregation that they live in the known human history. In light of this, the ethical scopes proposed by the Empedoclean texts are evaluated in relation to what it is called the epoch of «Anthropocene» and its terrible consequences.

Key words: Empedocles, Anthropocene, ontology, ethics, Strasbourg Papyrus.

I

El panorama que tenemos a la vista en el «Antropoceno» no es agradable. Peor aún, se debería decir que es escandaloso y siniestro: un irrefrenable crecimiento de las apetencias humanas, que nos hacen ver como un virus, o una plaga, que pronto debería llegar a su clímax y potencial declive y feliz extinción (cf. Lovelock 1992, 88). Mientras tanto seguimos un proceso que es en muchos sentidos censurable, porque no es ni parejo ni, menos aún, equitativo; aunque todos podamos tener deseos extremadamente semejantes —la desigualdad es quizás la más cruel manera en que los seres humanos nos empoderamos—. Como un signo extremo de esto se manifiestan cambios en el propio curso esperable de la naturaleza, propiciados en buena parte por lo que nosotros mismos hemos creado. Por supuesto, es relativamente fácil seguir mirando hacia lo más cercano y placentero, y dejarnos de visiones catastrofistas o incluso apocalípticas, porque podemos suponer con cierta ingenuidad que no nos tocará a nosotros. Sin embargo, algunos fenómenos, como el calentamiento climático o la generación de patologías sin clara respuesta técnica, tienden a descolocarnos y obligarnos a revisar nuestras expectativas.

Desde la misma filosofía, que para algunos debe esperar al atardecer para tener un papel significativo, se han escuchado algunas voces, de manera ferviente después de pasadas las grandes guerras y ante el aumento exponencial del poder tecnológico; pero siguen siendo una suerte de crónica de una muerte anunciada, acompañada, sí, con la acidez de una crítica moral ferviente pero ineficaz. Seguir esta ruta es tentador, pero parece necesario ofrecer algo diferente, que de alguna manera refresque al menos la mirada. En línea con esto, en este trabajo se quiere plantear una alternativa de lectura o diagnóstico de la cuestión, aunque en un plano que podría entenderse como «metafísico», en la medida en que prescinde de los detalles ónticos y se dirige más bien a lo ontológico; aunque no habrá de prescindir de postular alcances éticos, que es quizás una de las herramientas de respuesta práctica posible, una suerte de tratamiento que al menos logre un nivel de carácter paliativo.

Una «cura filosófica» podría ser demasiado osada y, de hecho, no generaría mayor optimismo; pero tampoco se ha mostrado eficacia en otras disciplinas «terapéuticas» que precisamente a este tipo de males se dedican. Aún más, vale decir que el fracaso de las políticas, los planes estratégicos del más alto nivel, el arte militar, y el propio quehacer tecnológico, no son más que síntomas de lo que se vive. De esta manera, entre tanto revés, no tendría por qué generar vergüenza intentar ir por otra ruta, acaso a la definición de lo más básico.

Mas, ¿se tratará de apostar por un futuro promisorio, postulando una utopía? Es esta una solución relativamente común, pero que peca del exceso propio de quien sueña y no quiere despertar. Habría que recordar, en cualquier caso, que es posible que no exista siquiera futuro; de modo que pecar por optimistas quizás no sea la mejor de las vías. ¿Qué tal si asumimos la tarea de enfrentar el presente con radicalidad, gritando a los cuatro vientos nuestra indignación? Esto suele ser promovido y tiene grados importantes de espectacularidad; pero el activismo en muchos sentidos es demasiado ingenuo y, en general, para grandes proyectos, infructuoso. Una filosofía pendiente de lo presente es muy riesgosa, las pendientes son resbaladizas y los instrumentos con que cuenta en la mayor parte de los casos no han sido probados con suficiencia. ¿Y si nos vamos atrás? Una etiología es una ruta esperable, y como diría Aristóteles, muy propia del saber en el más alto nivel, incluso puede ser aleccionadora; pero en este sentido debería ser cuidadosa: plantear cuestiones muy relacionadas con el movimiento (la vía eficiente), por ejemplo, es tarea hoy de otros actores, que en general tienen argumentos más y mejor fundamentados. Por eso, aunque parezca una locura, podríamos dirigirnos más bien a lo «esencial», la materialidad, o la «naturaleza», por muy mala prensa que tenga entre los propios cultores de la filosofía optar por vías que se han dejado como cosa del pasado. En todo caso, probar no tiene nada de malo. Aunque, no se vaya a creer que se pretende aquí llegar a propuestas contundentes, menos aún definitivas; sobre todo porque vamos a seguir por un sendero poco esperable: retrocediendo todo lo posible.

En la historia del pensamiento habría muchos lugares que visitar, algunos muy conocidos y prometedores. En este trabajo, sin embargo, vamos a tomar una desviación poco común en estas lides: nos dirigimos hacia el pensamiento presocrático, específicamente a Empédocles, el sabio, médico, taumaturgo y, sobre todo, filósofo de la naturaleza, que permitió ver una luz después del extrañamiento al que llevaron los pensadores que «oscurecían» el inicio del siglo V a. C. No nos mueve ese injustificable supuesto de que, entre más antiguo, menos contaminado o más cercano a la Verdad, sino el hecho de que está ubicado en un período en el que es necesario responder a la radicalidad de Parménides —y Heráclito—, sin que se renuncie a la inmediatez. Esto nos obliga a pensar en el ser y su propio relato —λόγος—, sus contenidos formales y materiales, además de su identidad y diferenciación, pero sin llegar a la extrema criticidad de los sofistas y los socráticos, ni a las grandes soluciones del siglo IV. Por aquí nos vemos llevados a la gran cuestión de qué es la naturaleza, cuál es el lugar de los humanos, incluso cuáles son nuestras alternativas; es decir, aquellas preguntas que, por olvidadas, por mucho que nos duela decirlo, nos han traído en el presente hacia un abismo no programado ni, menos todavía, deseado. Por otra parte, desde el punto de vista disposicional, el agrigentino se ubica en el período en el que la perspectiva general se podría calificar de trágica; de hecho, como bien recalca Carrizosa (2003, cap. 8), vive prácticamente en los mismos años de Sófocles y la manera en que comprende la existencia humana podría ser análoga. Su talante trágico se manifiesta de forma particular en las Purificaciones, obra que, sin embargo, desubica con facilidad, porque tiene elementos soteriológicos y religiosos en general que no encantan. Pero el filósofo no vive en Atenas, tal vez por ello sea menos radical y permita postular alguna alternativa frente a lo que no parece tener remedio, sin llegar a caer en extremos que supongan renuncias o terapias extremadamente dolorosas. Con todo, Empédocles no ofrece opciones muy claras: no estamos frente a un trascendentista que postule un mundo alterno al que dirigirnos al morir; aunque sí prometa una convivencia con los dioses (cf. DK 31B147), lo cual es más de lo que estamos acostumbrados a esperar. Tampoco vemos en él un armonizador que todo lo ve bueno, como si los desajustes actuales no fueran más que un asunto de socar o aflojar algunas clavijas. La confluencia de perspectivas en su visión, de manera particular las de Heráclito, Parménides, Pitágoras y Anaximandro, abre muchos mundos posibles; aunque, al final, el ciclo nos hará confluir hacia un mismo horizonte, sea singular o plural.

El pensador de Agrigento puede ser asumido en varios sentidos: como un exaltador extraño de la verdadera vida humana perdida, aquella propia de los dioses; como un ecléctico que es capaz de reunir lo más diverso, desde la tensa confluencia de los contrarios, hasta la recomposición de la relación uno-mucho; sin dejar de pasar por su paradójica convivencia de mortales con inmortales en el juego de la vida y la muerte; todavía, como potente descriptor del eterno devenir, que dice sin ocultar, aunque revela cual divinidad, con razones dibujadas y metáforas por explicitar por parte de sus cultores. Pero para los alcances del presente estudio, con la prudencia y moderación que cualquier griego nos exigiría practicar, se evitarán tan diversas opciones. Más bien nos proponemos asumir un asunto muy puntual, que podría ser quizás nimio, pero que, para efectos del problema que hemos planteado atrás, puede ser una alternativa sensata a considerar: a partir de una innovación textual, fundada en una lectura atrevida pero potente del papiro de Estrasburgo, se abre la posibilidad de ver en la filosofía de Empédocles una concepción del ser humano conforme con la cual existe una obligatoriedad de recuperar la armonización antes que insistir en acciones crueles y destructivas.

II

El estudio del pensamiento antiguo rara vez se ve sorprendido por algún hallazgo material nuevo, lo común es que su investigación se anime básicamente por la enorme riqueza de los contenidos que ya se tienen a mano. Sin embargo, con Empédocles se dio a fines de la última década del siglo anterior un asombroso descubrimiento, cuando, gracias al trabajo de A. Martin y O. Primavesi, se logró editar y, sobre todo, ubicar en el contexto de la obra de este filósofo el llamado Papiro de Estrasburgo. Nos vamos a ahorrar el recuento de los hechos y la evolución de la interpretación del documento, que está de sobra documentado1, pero sí valga destacar que el acontecimiento ha venido a redibujar el pensamiento del agrigentino; aunque su aprovechamiento filosófico quizás todavía está en ciernes. Para colaborar un poco con ello aquí pretendemos atrevernos a valorar algunas de las consecuencias que trae la aceptación de tal texto e interpretación.

En general en la versión de Martin y Primavesi (MP), sin duda arriesgada, se plantea que ni el propio Simplicio, fuente primaria de fragmentos básicos de la física del pensador como el 17, 21 y 23 (DK 31B), habría tenido acceso al texto original encontrado, sino a una versión modificada posteriormente. Aunque lo más importante de su propuesta es que el papiro permitiría rellenar vacíos de comprensión de los procesos en la naturaleza y, sobre todo, haría ver un posible enlace entre las obras del filósofo. Semejante tesis hizo que, casi de forma inmediata. surgieran los escépticos, que destacan de manera particular que los editores se dejaron llevar por la emoción y una incontenible tendencia a resolver dilemas que a lo mejor ni siquiera al poeta le habrían llegado a preocupar.

Sobre la validez o no en su conjunto de la lectura de estos filólogos no interesa ocuparnos aquí, pero sí es objetivo valorar una de las líneas más discutidas del papiro: a(i)6 (MP), que corresponde al sexto reglón del documento, que podemos ver esta fotografía, donde se presenta el extremo izquierdo del papiro2:

Fragmento del Papiro Estrasburgo

Como se evidencia, el texto utiliza alfabeto copto. La línea sexta, que es la que nos interesa, se trascribiría así: ΜЄϴЄІϹЄΝЄΚΟϹΜΟΝ, lo cual, según los editores, después de la corrección de adjetivo numeral (ЄΝЄ por ЄΝA), la introducción de los signos ortográficos, la división de palabras y los tipos de letra que usamos para las ediciones del griego antiguo, quedaría de esta manera: μεθεἰς ἕνα κόσμον. Esto corresponde bastante bien con una buena parte del verso citado por Simplicio que dice: ἄλλοτε μὲν Φιλότητι συνερχόμενεἰς ἕνα κόσμον (unas veces por la Amistad confluyendo hacia un solo orden —cosmos—) (IX 33.23 —en Diels-Kranz [DK] 31B26.5—); por otra parte, sería muy similar a otro verso que aparece varias veces citado por el mismo neoplatónico: ἄλλοτε μὲν Φιλότητι συνερχόμενεἰς ἓν ἅπαντα (unas veces por la Amistad confluyendo todos hacia uno solo) (De caelo commentaria VII 141.1, 293.25, 530.13; Physicorum libros commentaria IX 25.29; 158.7; X 1124.13 y 1318.25)3. Atendiendo a esto, los filólogos proponen una reconstrucción del verso en el papiro así: ἀλλἐν Φιλότητι συνερχό]μεθεἰς ἕνα κόσμον (pero en el Amor confluimos en un único orden). La reconstrucción filológica es grande, pero termina por justificarse como una parte del fragmento 17, siendo la línea mencionada específicamente el verso 36, a partir del cual se incorporarían la importante serie de líneas que siguen en el papiro.

Martin y Primavesi suponen que la fuente desde la que cita Simplicio no es tan antigua como este documento, que es datado en el s. I d. C.; él contaría con una copia hecha siglos después, por lo que este papiro podría, o debería, ser más fiable. Es de sobra conocida la dificultad de la supervivencia de textos antiguos y los errores comunes en los copistas. De esta manera, por muy certero y perspicaz que fuera el filósofo bizantino, es posible que tuviera que recrear elementos en su texto, en particular para hacer consistente su propia lectura del filósofo (cf. Messina 2007, 119-121).

La tesis es muy discutida. Es posible que falten algunas décadas para contar con criterios más seguros al respecto. Pero esto no debe desestimular lo que podría ser más importante al considerar una filosofía: sus alcances y consecuencias en el orden teórico. Por eso, como decíamos atrás, parece importante valorar lo que significa al menos este nuevo verso, en primer lugar, al introducir un verbo en primera persona plural en el fragmento y, luego, al hablar de κόσμος en acusativo, frente al neutro plural que en B17 (DK 31B) funge como sujeto (πάντα), que sería el contexto donde ubican MP el papiro. En este último caso las que están confluyendo serían nada más que las raíces (fuego, aire, tierra y aire).

El cambio en el verbo —la ν se reporta como θ, y la palabra debería completarse con una α (συνερχόμεθα, la forma de la primera persona plural del imperfecto medio-pasivo)— obliga a pensar en qué personajes «quedamos» incluidos en la evolución (o involución) empedocleana. En el supuesto de que sean una deidad, o acaso el mismo Empédocles en calidad de dios exiliado (B115.59), el que presente el discurso4, resultaría clara la inclusión de todos los entes en los procesos de congregación y disgregación. Por lo que sabemos del relato sobre la física, se habría de incorporar en ello todo lo existente; de lo contrario, no se entendería la naturaleza del Esfero en la fase de la Amistad (cf. B27-29). Sin embargo, en las Purificaciones parece generarse una idea distinta, porque se presenta un lenguaje salvífico, en el que parece postularse un mundo en el que las angustias de lo presente se habrían de dar por superadas, el lugar que ocupan los inmortales. Ahí sí cabe bien el «nosotros», pero en orden a huir de las desgracias que estamos viviendo. Por eso, por lo general se ha visto una distancia casi insalvable entre los dos poemas.

Es común suponer, como señala La Croce (1985, nota 39), reforzado por la edición de Diels-Kranz, que hay dos tipos de público para el poeta: uno capaz de entender la complejidad de las verdades supremas, sin tintes optimistas ni esperanzas purificadoras, esto es, un grupo selecto de escuchas —acaso «matemáticos», como los principales discípulos del pitagorismo (Porfirio, Vit. Pit. 37)—, representados por Pausanias. El segundo, en cambio, sería más bien el común espectador o fiel que debe atender al misterio, dejarse sorprender, entusiasmar, para que esté dispuesto a la religación, por la vía de lo ritual y algunas prácticas morales. Se diría que este grupo de seguidores —acaso asumibles como acúsmatas—, es más amplio, menos entendido, pero seguramente más dispuesto a atender las prácticas de purificación, como gentes de fe que saben lo fundamental para su vida cotidiana y no se preocupan por las complejas vicisitudes de este «valle en evolución e involución». El género del poema Sobre la naturaleza sería esotérico, pues está para revelar las verdades más complejas; mientras que el exotérico, el propio de las Purificaciones, es el que nos muestra a ese Empédocles taumaturgo, médico de cuerpos y almas, que, cual sacerdote, nos induce a una vida buena, sin excesos ni sacrilegios.

Es esta visión la que promociona una radical ruptura entre los poemas. Empédocles no sería consistente filosóficamente, al punto de que no sabríamos si, en efecto, hay un más allá o no. Pero, tendría una justificación retórica: habla para públicos distintos; en la cercanía puede expresar visiones que serían, quizás, contraproducentes para los muchos. Aunque, si atendemos al tipo de escrito y la manera en que se expresa, no se muestra la esperada oscuridad y tecnicismo que supondría un texto «esotérico» en Sobre la naturaleza; de hecho, al menos para los amigos de lo filosófico, puede ser más extraño el lenguaje del otro poema. Por otra parte, Pausanias, el receptor de primer poema, no debería ser ajeno a las prácticas rituales que se promueven en las Purificaciones para los agrigentinos: no tiene sentido que una persona con mayor comprensión y sabiduría tome distancia de lo que se asume como lo mejor para quienes están llamados a la bienaventuranza. No podemos olvidar que las angustias y dolores que pueden acompañar nuestras vidas son una muestra de que somos cual dioses exiliados, que probablemente confiaron ciegamente en el irascible Odio (B115.13-14).

Con todo, es bastante claro que tenemos dos registros de la verdad que nos dirigen a posiciones contrapuestas: el del poema Sobre la naturaleza, el más consistente, completo y veraz, que hace una representación de lo que es con todas sus consecuencias, ciertamente con el lenguaje propio de un poeta, pero con la claridad propia de los sabios que han descrito los acontecimientos por los que pasan los entes naturales, sin que haya privilegio para ninguno de ellos; y el de las Purificaciones, más bien de carácter salvífico, o al menos consolador, procurando modificar algunas prácticas malévolas, con la expectativa de que se puede acceder a las moradas de los inmortales (B١١٧.١), porque destaca la presencia de unos démones que trascienden las desgracias terrenales (B115.6). Pero, desde el punto de vista de la sabiduría esperada, lógico sería suponer que el poema para la comunidad contenga verdades que generen emociones fuertes, propias de gentes sencillas, esas que quizás solo sean capaces de asumir el carácter trágico de la vida, si se les promete que hay un más allá sin sufrimiento ni maldad. Ellos se sabrán hijos del Odio, la desarmonía y la crueldad (cf. B115, 121, 124, etc), sobre todo para evadir sus consecuencias morales y políticas; pero quizás no lleguen a entender que la realidad será cada vez peor, que irremediablemente se dará una separación plena, y solo después se recuperará la armonía, en un ciclo inacabable (cf. B17, 21, 26, etc.), siempre difícil de asimilar. Mas, si se tiene en cuenta la rearmonización, todo parecerá maravilloso, porque Afrodita llenará de amor todo lo existente (cf. B 22); aunque tal proceso no se puede explicitar mucho, porque, a fin de cuentas, llevará a una pérdida de las identidades individuales, hasta llegar a unidad plena en la que ni un yo ni un nosotros tiene cabida, porque todo se volverá uno sin distinción alguna.

Así pues, no podría dejar de sorprender ese verso a(i)6 del papiro en cuestión: por el uso del verbo principal, pareciera que habría de pertenecer a las Purificaciones, de cuyos fragmentos contamos con uno con esta característica, el B120; pero, si nos vamos a los contenidos del resto del texto descubierto, ya no se ve el mismo tipo de registro; de hecho, los contenidos son los propios de una física. Por otro lado, si pertenece al primer poema, más allá de los posibles problemas de consistencia en la redacción del texto (cf. Lisi 2009, 329), el cambio que implica el sujeto de la oración en primera plural es radical, sobre todo porque en la disputa entre quienes creen en una distancia radical entre los dos poemas y los que más bien buscan consistencia, pareciera que esta última versión aquí se vería respaldada.

Como se señalaba atrás, aceptar un «nosotros» hace que debamos revalorar los actores en juego: debería estar la figura reveladora, sea el dios exiliado que está comunicando la Verdad o la divinidad que se lo ha transmitido, además de sus oyentes; y se nota un cierto compromiso en el proceso mismo. La línea 7 del fragmento 17 editado por DK, que permite completar el verso, no tiene verbo principal, el predicado verbal es más bien un participio que califica a πάντα, pronombre que se refiere por el contexto a las raíces; por lo que se describiría un evento que se mira desde cierta distancia. Pero al presumirse un involucramiento efectivo, la situación es muy diferente: raíces, démones, es decir, las fuerzas del amor que están dando el gran impulso, se reúnen; aún más, podríamos suponer que las propias fuerzas disgregadoras se ven llevadas, en ese momento sin la fuerza que tuvieron. Todo para conformar un nuevo orden y, a fin de cuentas, el límpido Esfero.

Todavía, del mismo verso debemos recalcar una segunda cuestión, que tampoco sería menor, dependiendo de dónde ubiquemos el texto: la Amistad va a generar un κόσμος; es decir, se está relatando un momento intermedio del proceso amoroso, porque todavía falta tiempo para llegar a lo plenamente uno. Este puede ser un dato importante, dado que lleva a poner mayor peso en un proceso que en modo alguno es rápido. Para llegar a ser uno, hay que quemar etapas complejas, que merecen descripción.

III

¿Implica la aceptación del verso una modificación fuerte de un fragmento tan central como el ١٧, al punto de que se pueda suponer que habrían de cambiarse versos de los citados por Simplicio? Esto es muy arriesgado de sostener. Que Simplicio, o su fuente, haya decidido transcribir líneas que acomoden la doctrina para que los únicos entes que cambien sean las raíces es una tesis rebatible; aunque no podemos olvidar que el trascendentismo que sostenía este pensador bizantino podría tentarlo a buscar en el agrigentino un antecedente importante para lo que luego saltaría en el platonismo; sería muy interesante que las fuerzas demónicas fueran estrictamente espirituales y no se vieran involucradas en última instancia en el devenir. Con todo, para que se acepte esta redacción en primera, hay problemas en la propia lógica del texto: si aceptamos en su conjunto el fragmento, resulta extraño que una descripción desde la distancia de los acontecimientos naturales, marcada por verbos en tercera persona, pase a una primera persona unos pocos versos después —en el papiro, columnas i y ii, p. e., es claro que casi todo se explica en tercera persona—.

Aun así, en el contexto del poema Sobre la naturaleza ese uso de la primera plural no contradice los elementos de la doctrina: para «nosotros» no es posible un alejamiento en el correr evolutivo, se vive en carne propia.

Con todo, si nos dirigimos a las Purificaciones, la cuestión es un poco más plausible: el poeta se expresa allí en primera persona, incluso en plural (llegamos a este antro cubierto [B120]), lo cual da pie para ubicar estilísticamente el fragmento en cuestión en este poema. Además, Empédocles se reconoce como un desterrado que se ha alejado de los dioses y vaga por haber confiado en el Odio (115.13-14). Es posible que él haya vivido distintas transmigraciones, pero estaría de todos modos inmerso en el devenir. Aunque, no podemos olvidar que el poeta no se siente como uno de los demás, por las honras que merece y su capacidad de superar la mortalidad (B112.4); más bien parece un iluminado que viene a advertirnos de la necesidad de modificar sacrílegas costumbres (cf. B112, 113 y 115) y a abrir paso a una vida distinta.

De esta manera, el papiro no se adecuaría estrictamente a los poemas, ya sea desde la perspectiva estilística o la teórica. Mas, por insegura que pueda ser su interpretación, está claro que la tonalidad, los alcances y el sentido de las palabras del texto son empedocleanas. Además, su atestiguada antigüedad debería ser respetada y acaso sea su principal fortaleza para constituirse en fuente fiable de la obra del poeta, sea en alguno de los textos actuales o en otra obra. De todos modos, resolver esto con plena satisfacción no es un objetivo fácil de alcanzar; nos acompañan aún más dudas que certezas.

Sin embargo, no pretendemos «suspender el juicio». A la manera de Gorgias, podemos presumir su validez, para ver qué nos permite construir teóricamente: demos crédito a Martin y Primavesi en lo básico, es decir, las palabras que completan el fragmento y verlo como un parte del poema Sobre la naturaleza. Si después no llegamos a algo significativo, al menos esto ya puede ser ganancia. Ciertamente, el resultado será parcial, sobre todo porque aquí solo nos interesa un verso; pero lo hemos elegido con una carga intensional fuerte: va a un nudo complejo del quehacer filosófico.

Volvamos, entonces, a la cuestión más inquietante: la primera persona plural. Como se ha dicho atrás, sea Empédocles el que habla o un dios por su boca, de todas formas, se hace necesario conocer quiénes son los actores en la obra. Un «nosotros» obliga a incluir entidades que no son estrictamente parte de las raíces. Parece claro que se involucran personajes de alguna manera divinos o con una cierta capacidad de actuación, frente a esos elementos materiales, que se suponen pasivos en el desarrollo de lo que es; además, los propios dioses no parecen ser unos observadores lejanos. Si esto es aceptable, puede redefinir los propios contenidos de la cuestión religiosa y, sobre todo, tener consecuencias en términos ontológicos; aunque nuestro interés principal tiene que ver con los alcances en el plano de la vida práctica, al verse entremezclado lo mortal y lo inmortal.

Sabemos, en efecto, que existen démones, que fungirían como entidades de segundo orden en el plano «celeste» (cf. B115.5, así como su particular manifestación respecto de la realidad que nos es cercana en B122; es importante reconocer que estos no llegan a ser descritos como se querría, pero se supone que corresponderían a las almas migrantes [cf. Bernabé 2001, 329]). De estos démones, en principio unos actuarían en el ciclo bajo el reinado de la Amistad (cf. Bernabé 2001, 336), como fuerzas que promueven la concurrencia. Otros serían los impulsores que hacen que termine imperando el Odio (Νεῖκος o Ἔχθρη [cf. MP a(i)7]). ¿Dónde se mantendrían estas deidades menores? Es difícil postular un mundo armónico y supraterreno que las acoja, porque son claramente enemigas y además su poder tiene sentido en la inmanencia, ya sea impulsando la unidad o la separación. En otras palabras, fungen cual fuerzas intramundanas, que se despliegan paulatinamente: sabemos que los procesos de cambio no son instantáneos, por el contrario, no parece que se retiren las fuerzas contrarias sino en ciertos momentos cumbre que duran relativamente poco, sea cuando llegamos a la apoteosis de la unidad, el Esfero, que, pese a su perfección y fuerza, pronto cede en rupturas (B30—31); o al llegar a la total separación. Podríamos suponer que el gran Odio está en el estrado supremo maquinando sus maldades y enviando un ejército de démones que ha de poner a sufrir todos los órdenes, o el cosmos como un todo; pero no parece una imagen consistente, porque los démones están «entre nosotros», como parte de lo que nos conforma (B17.19).

Por otro lado, los dioses que suponemos primarios, por muy simples, puros y excelsos que queramos que sean, aparentemente sufrirían los embates que generan las fuerzas armonizadoras y desarmonizadoras (Φίλοτης y Νεῖκος). Entendemos que no podría haber separación o la postulación de un Olimpo que no zozobre ni pierda su primacía, sea en el Esfero, que todo lo reúne (cf. B27), o en la máxima separación (cf. B17). Más bien parece que aplicaría aquello de Heráclito, que acaso llegara a conocer el propio Empédocles5: ἀθάνατοι θνητοί, θνητοὶ ἀθάνατοι, ζῶντες τὸν ἐκείνων θάνατον, τὸν δὲ ἐκείνων βίον τεθνεῶτες (DK 22B62)6.

Con todo, ¿estará tan lejos el agrigentino de una visión que desagregue los entes, como para no pensar en que al menos algunos dioses específicos no se encuentran en ciertos momentos? ¿Cómo se pueden interpretar versos como estos: no estaba entre aquellos ninguno, ni el dios Ares, ni el Combate (tumultuoso), ni el rey Zeus, ni Cronos, ni Poseidón (B128.1-2)? ¿No será que logran evadir el proceso de las raíces? No tenemos clara una respuesta.

Ciertamente, no deja de ser tentador usar el modelo filosófico del s. IV, conforme con el cual tal vez los dioses sí se unan al universo, pero no las entidades que los podrían regular, como la Verdad o la Necesidad. Sin embargo, más allá de que semejante presunción sea un evidente anacronismo, no contamos con textos ni del poeta ni en anteriores escritores que nos den alguna pista para seguir esta ruta o presumirla. Si en algún momento se han llegado a leer así, casi sin duda ha sido un desliz interpretativo7. Sabemos que esto se ha atribuido a Parménides, un posible padre espiritual para Empédocles, como si el ser que es uno y el mismo hubiera que buscarlo fuera de este mundo. Él expresamente sostiene que las opiniones mortales y sus fuentes, sobre todo lo que ofrecen las percepciones, resultan una mala guía; sin embargo, de eso no se sigue que podamos asumir la existencia de un más allá de lo óntico. El propio viaje descrito en el proemio de su poema no implica un rechazo del mundo natural, más bien imaginativamente nos lleva a un lugar donde se pueda contemplar con mayor seguridad epistémica, sea en lo alto del cielo o un inframundo. Si, por otra parte, pensamos en Heráclito, otro sabio que se trasluce en nuestro poeta, menos argumentos podemos encontrar; más bien sus enigmáticas palabras podrían apoyar un inmanentismo fuerte: inmortales que se corresponden con mortales; una razón universal que da fundamento y sentido a todo lo existente, que quizás no seamos capaces de comprender, acostumbrados, como estamos, a dormir en laureles que no son tales; un dios que funge como el rayo de forma imprevisible, pero no fuera de acá; y una básica pretensión de atender a lo uno en lo mucho, en busca de un saber sostenible, no pendiente de opiniones que se dejan seducir por el aparecer irreflexivo, que es lo que más abunda. Razones similares podríamos ver en el resto de los personajes que formarían el cuadro de los sabios que llegaría a oídos de Empédocles: ni Jenófanes ni Pitágoras, ni menos los milesios, dan para creer en un universo paralelo feliz y eterno, así como tampoco lo habrían postulado los poetas épicos, o los líricos, cuyos dioses es en nuestro mundo donde manifiestan su poder.

Mas, ¿podría haber en el agrigentino algunos seres que, de todas maneras, se sustraigan de los cambios físicos, es decir, que, aunque no trasciendan, al menos logren burlar las graves consecuencias del devenir natural? Si nos remitimos a personajes clave que están nominados en mayúscula, como Zeus (su papel sería el del fuego, aunque en B98 se menciona como tal a Hefesto), Hera, Aidoneo y Nestis (B6), que representan las raíces; Amistad (también como Afrodita y Cipris) y Odio (Discordia y Rencor) (B17, 20, 21, 22, 35, 66, 73, 98, 115, 122, 128), las fuerzas; así como Armonía y Esfero (B27, 28); es muy evidente que están todos referidos a procesos naturales8. Ciertamente el fragmento B128, recién citado, señala una suerte de retiro de unos dioses, que estarían excluidos del reinado del Cipris; por otra parte, parece que Zeus y Hades tienen residencias particulares (B142); sin embargo, estas exclusiones son reseñadas en un contexto soteriológico que necesita imágenes de lo divino en un marco de poder especial; lo cual no nos da pie para redefinir qué pasa ontológicamente. Finalmente, hay un conjunto de deidades funestas que viven en los prados de la Fatalidad (cf. B121), todas relacionadas con elementos que destacan males propios de los humanos; además, se presentan contrarios diversos que también se relacionan con lo nuestro (cf. 122 y 123); nada de esto nos permitiría hablar de una efectiva separación respecto de lo cósmico.

Con todo, el poeta nos da una pista sobre la naturaleza divina que nos puede todavía desubicar: la divinidad es una mente sobrenatural inefable (φρὴν ἱερὴ καὶ ἀθέσφατος —ni un dios la puede expresar—) a la que no se le pueden atribuir rasgos de los seres humanos (cf. B134). Semejante realidad, sin duda análoga a la que recibe a Parménides (cf. DK 28 B1.22-30) y ajustada a la crítica teológica de Jenófanes (cf. DK 21B11-16 y 23-25), podría estar relacionada con elementos normativos, como la justicia o la ley, o con la propia Verdad, como una suerte de conciencia eterna de lo que es, modelo de comprensión y comunicación de lo que constituye toda realidad posible; o bien podría equivaler a la Necesidad, un decreto de los dioses inexpugnable (B115.1) que es difícil de soportar (B116); o, en su defecto, a la Fortuna (B103). En estos casos, se vería con alguna extrañeza que esas «entidades» divinas se lleguen a mezclar con los entes intramundanos, porque habrían de permanecer inexorablemente, acaso en un plano «eterno»9, donde todo se percibe y concibe como uno y lo mismo, y se entiende la pluralidad como un conjunto de apareceres, ciertamente reales, pero que no pueden ser más que momentos parciales que hay que aprender a leer (B3.9-13). Por la manera en que se expresa el poeta, la cuestión por esta vía no debería ser ontológica sino gnoseológica, un problema o una forma de conocer, no del ser. La idea de que estos elementos «trascendentes», o más bien «trascendentales» como se diría en filosofía moderna, se conviertan en entidades separables, si seguimos la voz autorizada de Sócrates ο Platón (Fedón 97c y sigs.), no aparecerá sino décadas después.

No habiendo trascendencia en sentido estricto ni siquiera para los entes superiores, sería de todos modos necesario ver cuál es la naturaleza del revelador de las verdades de lo que es, además de saber de su historia, contada en Purificaciones: Empédocles habla por sí (B112), aunque también a la manera de un emisario de los dioses que se enaltece a sí mismo por merecer la honra propia de una divinidad: ἐγὼ δ’ ὑμῖν θεὸς ἄμβροτος (yo para vosotros dios inmortal) (112.4); frente a él, sus escuchas son mortales y además están sujetos a toda clase de devastaciones (πολυφθερής) (B113.2); aunque también reconoce que él mismo vaga cual exiliado por haber confiado en Odio (115.13-14), una suerte de expatriado (φύγας) que ha pasado por distintas vidas (B117), lleno de lágrimas y lamentos (B118). Así que, por lo menos en su caso, y todavía más en sus escuchas, que se sienta parte del devenir estaría más que justificado, incluso en el contexto de Purificaciones10.

A propósito del poema Sobre la naturaleza, como se señalaba atrás, el hecho de tener un solo destinatario hace que la situación dramática cambie, pese a que se asuma un secretismo en su revelación: cubra, mudo, dentro del corazón (B5). El poeta invoca a los dioses y la musa (B3 y 4), posiblemente Calíope (cf. B131), que sabemos que está relacionada con la épica y la elocuencia, «cantando» con una tesitura que no corresponde a la entonación humana; de ahí la aparente descripción desde una cierta distancia, sin implicación en los acontecimientos. Mas, de todas formas, si Empédocles hablara por sí, no tendríamos mayor problema en su reconocimiento del «nosotros», a la vista de que no se trataría de ningún ente especial, siendo su única ventaja la de no ser un ingenuo (infante —νήπιος—), como los demás, que no entienden la verdadera constancia en el ser (cf. B11). Por otra parte, si habla con una voz ajena, la divina, no tendríamos razón para suponer que los seres superiores se separen de lo que acontece. La revelación nos lleva a entender los verdaderos alcances de la Necesidad, que no se contiene ante ninguna fuerza, por inmortal que parezca: ya sabemos que nada muere ni nace estrictamente, porque esto es un aparecer en los ciclos de lo que es, incluso en entes tan vulnerables como nosotros, porque no es posible el nacimiento (φύσις) de ninguno de todos los mortales, ni hay fin alguno a partir de la ruinosa muerte, sino que solo hay mezcla y separación de lo que se mezclaron (B8.1-4). Y, de todas formas, los entes superiores también habrían de perder su condición de poder (cf. B128.1-3), cediendo su lugar conforme al ciclo que corresponda. Aún más, la transformación es radical en las propias fuerzas, Amistad y Odio, que son iguales en principio: el ruinoso Odio separado de estas (las raíces), de igual dimensión por todo lado, y la Amistad entre ellas, equivalente en longitud y anchura (B17.18-19. Ellas se desarrollan según la etapa que corresponda; así, el Odio en el esplendor mismo del Esfero se alimenta en sus miembros (ἐνὶμμελέεσσιν ἐθρέφθη, B30.1), pese a que estaba la Amistad en su máximo apogeo. De esta manera, ambas parecen llegar a retroceder, disiparse, o disgregarse, para luego ir paulatinamente surgiendo —el mismo verbo τρέφω nos lleva a pensar en un crecimiento— o recomponiéndose.

Así pues, no debería preocuparnos esa introducción del «nosotros» en última instancia, dada la imperante Necesidad; además de la claridad y contundencia del discurso del poeta. Cuando hablamos de los procesos naturales no queda otro remedio que sabernos involucrados. El papiro de Estrasburgo cabe perfectamente en la lógica de Sobre la naturaleza.

Con todo, hablando desde la perspectiva más bien religiosa, la propia de Purificaciones11, semejante verdad sería contraproducente: ¿quién se involucraría en actos de expiación o cualquier tipo de purificación, a sabiendas de que no hay posibilidad alguna de evitar las crueles condiciones del devenir? Es cierto que se discurre allí para un pueblo completo, que puede ser dirigido hacia donde se quiera; pero, ¿sería Empédocles un vil embaucador, que juega con registros literarios sin importar la consistencia, y sí sabedor de que la verdad que se mantiene para los elegidos no tiene ni tendrá adornos?, o ¿es que eso de representar visiones contrarias o discordantes no es un problema?

Resulta ineludible considerar con un poco más de cuidado si alguna esperanza soteriológica se puede tener. Como ya hemos mostrado, la cuestión es ambigua, porque expresamente el poeta afirma que los humanos (médicos, adivinos, poetas y líderes) llegan a brotar (cual) los dioses superiores en dignidad (B146), al punto de que llegan a habitar con los otros inmortales, alimentándose en su mesa, lejos de los dolores humanos, indestructibles (B147); y, sin embargo, afirma contundentemente que la ley para todos se extiende sin falta a través del éter de anchos dominios (B135.4-5). Alcanzar un estatus divino debería otorgar una posición menos riesgosa, acaso relacionada con una mejor comprensión de lo que acontece: feliz el que adquiere la riqueza de los entendimientos de los dioses (B132.1). Esto supone sí una distinción que quizás es la primordial: al menos hay dos modos de vida, uno entregado a la vorágine de los tiempos, que se suma sin ambages a las terribles condiciones que impone el devastador Odio; y otro que es capaz de contenerse, recuperando lo mejor. Para esto habrían de generarse una serie de prácticas que nos acerquen al bien, la φιλοφροσύνη (disposición amistosa) (cf. B130.2); aunque, al menos en Purificaciones, no se describen directamente, porque impera un principio precautorio, es decir, se pone en claro qué deberíamos evitar, a sabiendas de que estamos en una etapa que nos muestra como sacrílegos dispensadores del mal, cual devotos de las fuerzas de la discordia.

En consecuencia, las promesas escatológicas bien pueden ser una expectativa que se ajuste a la vida en plena armonía que en algún momento se pasará, cuando la Amistad esté en pleno apogeo. La Necesidad no se podría contravenir (cf. 115.1-2), pero sí deberíamos ser capaces de evitar las peores disposiciones y actuaciones, como el rencor, la putrefacción, el asesinato o la antropofagia (relacionada con los sacrificios animales en general) (cf. B122, 128.8, 137). Con todo, nuestra situación no es fácil: ¡Ay! ¡Oh miserable estirpe de los mortales, de qué discordias y gemidos nacisteis! En efecto, todo indica que es el Odio el que se está imponiendo en el cosmos que conocemos, como lo puede relatar desde su experiencia el propio Empédocles, quien reconoce cómo ha llorado y se ha lamentado al conocer lugares que no le son familiares (B118), porque se ve en este antro cubierto (caverna) (B120), donde los males pululan, el canibalismo se da entre congéneres (B137), y el dolor no parece encontrar alivio (145.2). Pero esta situación no nos puede hacer olvidar que existen propensiones armoniosas que recuperar, esas que con la sola inteligencia deberíamos ser capaces de ver, siguiendo la grandeza de quienes han trascendido por su saber, como se reconoce en Pitágoras, quien, cuando se proyectaba con todas sus capacidades intelectivas (πραπίδεσσιν), miraba cada una de todas las cosas que se dan en diez y veinte vidas de los humanos (129.4-6).

En otras palabras, pese a las indecorosas y malévolas condiciones que nos impone el Odio, estamos en capacidad de recobrar las energías que reconcilian, que nos muestran como entes propiciadores de la armonía y la amistad, que, en la medida en que las circunstancias lo permitan, deben sobrevivir. Esto supone que podemos dar valor a esa condición de exiliados en un ciclo que no se adecua a nuestras mejores condiciones. Tal vez no todos, porque es muy difícil atender al discurso empedocleano (cf. 117), pero no podemos renunciar a suponer que estamos hechos de otra naturaleza. Se podría decir que el ser humano en su vida anímica puede verse llevado por démones de la discordia, lo cual le enajena y corrompe; mientras que atendiendo a los favores de Afrodita es capaz de recobrar las potencias para las que está dispuesto de manera ideal. La armonía, concordancia, amistad, son las condiciones que perfeccionan; pero cuesta mucho entender esto y damos un peso mayor a la crueldad e insensatez, porque parece que olvidamos lo mejor que somos, lo que habría de definirnos en sentido estricto.

Es cierto que el ser humano es un resultado complejo de raíces materiales y fuerzas anímicas, que vive un período breve en el gran ciclo y que lo que se congrega en él pronto se desenlazará, sin que lleguemos a darnos cuenta de qué ha venido pasando; deambulamos llevados por la ignorancia, el olvido y esa incontenible tendencia agresora que procede del Odio. Pero, si atendemos a la voz del poeta, podríamos ser conscientes de la necesidad de frenar esos ímpetus, empezando por comprender a qué estamos llamados y, de forma inmediata, cesar de dar rienda suelta a las fuerzas que aceleran la disgregación. La situación no es sencilla, porque el proceso es inevitable, pero hemos de entender que no es parte de nuestra necesidad colaborar en ello; más bien, por el contrario, debemos avivar las fuerzas asociadoras que nos quedan.

El Odio es censurable, aunque sea natural y necesario, degustable y placentero. La Amistad siempre será mejor y más plena, aunque ahora nos cueste y lo que vayamos logrando se derrumbe con facilidad. La verdadera tragedia es que olvidemos que podemos y debemos ser mejores, que estamos llamados a hacer ayuno de maldad (B144).

En este sentido, Empédocles hace un reclamo que podríamos valorar como moral, no ontológico. En el plano del ser no hay nada que pueda cambiar, ni nada nos debería preocupar. Aunque sí habría que tener más claro qué somos estrictamente y desde allí entender que nada de lo señalado nos puede ser ajeno. Hablar de moralidad no tiene que ver con la Necesidad, sino con esa imperiosa norma que nos llama a evitar esa siniestra voracidad que nos ha convertido en asesinos (cf. B136, 137), que busca acabar con congéneres nuestros que están en proceso migratorio (cf. B117 y 140) o con las propias simientes (cf. B141).

Así, podemos darle el valor que tiene ese revelador verso empedocleano que nos ha legado el papiro de Estrasburgo, porque describe cómo nosotros, sea en el contexto de una comunidad como Agrigento o entre personas muy elegidas, llegamos en un momento (el verbo συνερχόμεθα debería estar en un dialecto épico o jónico, por el tipo de lenguaje del poeta, por lo que correspondería a una primera plural en imperfecto), a hacernos «uno» en un orden —κόσμος—, en tiempos del reino de la Amistad, no solo las raíces materiales, como describe el frag. 17 recogido por Simplicio; porque el asunto no es hacerse uno o reunirse de forma pasiva, sino que se trata de recomponerse, voluntariamente —θελημὰ συνιστάμενἄλλοθεν ἄλλα12 (B35.7)—, en un cosmos13, ese que en la Amistad es el momento de encuentro con las fuerzas anímicas que definen lo mejor de nuestro ser.

El verbo en plural que nos presenta el papiro, en este sentido, lleva a pensar en la mejor de las vidas posibles para nosotros. Es cierto que debemos reconocer nuestra comparecencia en la «caverna» (B120), esa a la que nos ha llevado el Odio, por el que sin entender demasiado nos dejamos embaucar; pero más aún ese antecedente que renueva la esperanza que signa nuestra capacidad de ser armónicos, pese a que todo nos separaba y parecía que nada se podía hacer en los comienzos del ciclo amistoso.

Por esta vía se puede asumir que al menos este verso permite una mirada más unificada del pensamiento empedocleano: se reconoce en ese contexto que explicita ciclos cósmicos de una naturaleza que es cambiante y no se puede calificar de buena ni de mala, porque lo necesario debe ser reconocido, es lo que es, esa identidad que desde la generación de filósofos anteriores (al menos Heráclito y Parménides) se ha venido postulando como la perspectiva más acorde con lo verdadero y racional. Pero también nos abre al universo de sentido de Purificaciones, explicitando un momento clave de estos seres que ahora vemos en un exilio, pero que saben que su vida más plena está en la construcción de esa identidad ontológica que define toda la realidad. En este sentido, el mismo Esfero, que es un momento extremo por la anulación de todas las identidades, es el signo por excelencia de esa mirada unificadora, en plena correspondencia en el pensamiento eleático. El fragmento ciertamente habla desde un momento más bien intermedio, en uno de los procesos cosmogónicos unificadores, pero la clave es saber que allí somos colaboradores, porque es cuando vivimos nuestro mayor esplendor.

A propósito de esto es extraño que Empédocles describa poco esta etapa, aunque no faltan epítetos laudatorios de aquello que la impulsa, así como nombres que destacan por relacionarse con elementos positivos de la vida humana: Afrodita, armonía; dulce de carácter (ἠπιόφρων), dadora de vida (ζείδωρος); frente a las descalificaciones del Odio: ruinoso (οὐλόμενον), malvado (κακόν, referido a las discordias), rencoroso, furioso (μαινομένον —maligno—). Esa ausencia de más claras descripciones lleva al mismo Simplicio a señalar, en un arrebato de anacronismo, que el poeta no habla de ello porque se trataría de describir el mundo inteligible, el cual no lo conocemos directamente en las actuales circunstancias (De caelo 591.2-4). Pero, en cualquier caso, se trata de eso mejor con lo que nos hemos de asociar14.

IV

Al inicio de estas páginas anunciamos algo que puede ser más atrevido de la cuenta: una suerte de reconsideración de un conjunto de problemas relacionado con lo que se ha dado en llamar el «Antropoceno». Traer a un pensador como Empédocles, que no tenía la más mínima idea de esta cuestión, ni tampoco ofrece herramientas prácticas para atacar el asunto, convierte nuestra propuesta en una elucubración quizás gratuita e ineficaz, sobre todo porque podría tener dos componentes que en general tienen mala prensa en nuestro tiempo: la perspectiva ontológica y la religiosa; respecto de esta última lo más grave es que se trata de una visión que ni siquiera tendría seguidores conocidos. Aspirando quizás un poco más alto, tal vez se pueda traer a colación una disposición ética, pero tampoco está clara, porque podría desplegarse en prácticas que disten de atendibles. Pero no podemos dejar de recoger algunos elementos que nos permiten ir un poco más allá del típico trabajo exegético. Quizás estos podrían aportar a un «mundo» que, para desdicha de la mayor parte de sus habitantes, no quiere atender ni siquiera las razones más obvias.

Una serie de problemas que hoy tenemos a la vista nos debería conmover a todos. Entre lo más destacado está el aumento de las temperaturas, que parece el fruto de un desbalance en la frágil armonía de los entes físicos, un proceso que no es extraño en la vida de la Tierra, pero que gracias a nuestra mediación se ha acelerado; altos niveles de contaminación, sobre todo en los océanos, también relacionados con nuestra capacidad de gestión; una explotación de recursos que lleva en algunos casos a su posible extinción; además de múltiples otros factores que los seres humanos tenemos como parte de nuestros «éxitos», gestados de manera especial en las últimas décadas, aunque son fruto de una mentalidad venida de más atrás: somos modernos, amos y señores del mundo, impulsores de tecnologías que resultan la respuesta mejor y prácticamente única que tenemos a la vista.

Más allá de la ceguera ante los datos que salen a la luz pública, la sordera ante las voces que llaman a un cambio completo, hay que sumar una evidente incapacidad para refrenar el impulso destructivo. Realmente nos comportamos como una suerte de virus que con tal de sobrevivir es capaz de matar a aquello que lo mantiene vivo; con lo cual evidentemente reaparece una perspectiva apocalíptica, de esas que a veces permiten incentivar alternativas de respuesta. Algunos podríamos suponer que todo esto es culpa de los países que van a la vanguardia, pero resulta que la retaguardia quiere gozar de las mismas condiciones; a nadie se le puede ocurrir involucionar para recuperar lo perdido, pues significaría renunciar a comodidades con las que incluso los más menesterosos sueñan. Por otra parte, algunos de los cambios, sobre todos los relacionados con el clima, eran esperables, quizás a más largo plazo; de modo que la propia naturaleza del planeta en su conjunto, la Gaia de Lovelock, se suma al proceso, previéndose unas condiciones que hacen pensar en la necesidad de trasladarnos.

Así pues, habría que reconocer que las profecías empedocleanas están mostrando su vigor. Un Odio frenético individual y colectivo comanda nuestras acciones. El poeta hablaba de todo lo que es, lo cual es muy difícil de valorar, a la vista del complejo desarrollo del universo completo; pero a nosotros nos puede bastar tener como referente lo que tenemos más cerca —ya habrá ocasión de ir a buscar otros mundos para intervenirlos—. Con el filósofo podemos decir que los cambios en este entorno son parte de lo que la diosa Necesidad ha establecido en su ley universal. El orden —κόσμος— que hemos conocido y nosotros mismos, sería el resultado de una gran separación (cf. DK 31A42, así como MP a[ii]3-17), que es paulatina y se va mostrando como un torbellino en el que las raíces se empiezan distinguir, después de que estaban completamente confundidas en el Esfero. Ellas ahora parecen buscar sus congéneres, lo cual es muy complejo, lleva un largo tiempo, al punto de que se dan los procesos zoogónicos de los que los humanos somos frutos, ciertamente volátiles y poco felices, pero con una cierta continuidad y orden. En este proceso evolutivo los démones amistosos aparentemente mutan en sus «gustos», centrando su atención en lo similar y evitando lo diverso; pero queda claro que ya no están al mando, que son los discordantes los que establecen las reglas de juego. Por eso, es lógico que los entes que se van desarrollando sean cada vez más agresivos, odiosos, destructivos; aunque, como ya se ha dicho, no hay una verdadera muerte entitativa, sino una disociación. Una visión tan antropomorfizada podría considerarse fuera de lugar, pero dado el papel que nos hemos venido otorgando, ya no se puede obviar.

Hay en Empédocles, si seguimos la provocadora lectura de Carrizosa (2003, 187-199), una tendencia a hacer una lectura trágica de lo que acontece, sobre todo en el devenir de la naturaleza: no es un buen momento el que vivimos, aunque sea pasajero, porque vamos hacia algo peor, estemos de acuerdo o no con ello. Las raíces, por mucho que intentemos revertir la situación, no volverán a su condición anterior; las cosas podrán ir mal, pero de seguro empeorarán. Por eso, la visión del poeta no es puramente moral, más bien pesa lo ontológico: hay que tratar de comprender qué pasa con la naturaleza aún sin nuestra intervención, hasta dónde los cambios son parte de su realidad. Está claro que hasta tiempos recientes nuestra lectura del mundo natural era excesivamente optimista, lo cual nos condujo hacia un modelo de desarrollo altamente explosivo y corrosivo. Curiosamente jugábamos bajo presupuestos aristotélicos: el universo es eterno e indestructible; o, en el peor de los casos, sí puede llegar a devastarse, pero después de generaciones que los humanos no seremos capaces de ver. Mas, ya sabemos que no se puede seguir diciendo lo mismo, que en unas pocas décadas todo está dispuesto para la desaparición de islas, ciudades, comunidades; además, de lo que ya ha venido cambiando en términos zoológicos y fitológicos. Con todo, ¿será reversible esta «involución»? Con el filósofo la respuesta es contundente: no.

Sin embargo, los démones que mejor caracterizan a los humanos no son los del Odio o el rencor. En general las personas preferimos los amigos a los enemigos, las concurrencias antes que las discrepancias, los impulsos de Afrodita frente a los desatinos del desafecto, las armonías a las disonancias de la maldad o la crueldad. Unos y otros ciertamente acompañan nuestra cotidianidad, pero el sufrimiento y desgaste que conllevan esas fuerzas negativas nos hacen conscientes de que pronto, o a mediano plazo, no seremos capaces de mantenernos en guardia, y todo su poder se volverá contra nosotros mismos. Empédocles es muy claro en señalar que no estamos en una buena época, que el ciclo de la Amistad es parte de un pasado que ha sido olvidado; se trató, quizás, de una época idílica en la que confluíamos con plenos deseos y razonabilidad. No obstante, en nosotros quedan rastros, tal vez relacionados con la entrega en el afecto por los demás, de forma particular por nuestros congéneres, pero también en el respeto que podemos y debemos otorgar a otros seres que están compartiendo con nosotros los embates de la discordia.

Con Empédocles entendemos que hay obligaciones morales para con los seres que podrían albergar esos démones amistosos. En principio esto aplicaría a seres vivos tanto de especies animales como vegetales; pero si tomamos estrictamente su visión sobre el entrecruce de las raíces y las fuerzas de empuje, no podríamos descartar nada que muestre tendencias armónicas. El «nosotros» del papiro evidencia un compromiso con la identidad cósmica, el que se dio en el ciclo previo al Esfero, pero de todos modos no se podría hablar en modo alguno de «especismo» ni nada por el estilo; aunque nos sea más fácil entender el compromiso con los que nos son más cercanos —como la relación paternal mencionada en B137—; que pretendamos buscar démones amistosos para reunirnos con ellos no es la meta, sino la reunión de los «diversos», pese a la compleja dispersión que enfrentamos. Nosotros habríamos de entendernos como exiliados, extranjeros que penan por no estar en el lugar para el que están dispuestas las fuerzas que mejor les definen.

Ciertamente, sumarse a ese creciente odio, motivados quizás por un mirar solo a sí mismos, pendientes de un supuesto bienestar que se funda en la desagregación, no podría ser descalificado por contranatural o monstruoso, dado el ciclo que está aconteciendo; pero los démones que fuimos no cesan de ser ni actuar, aunque su fortaleza disminuya; nos debemos a nosotros mismos el compromiso de hacer diferencia en estas circunstancias.

Mas, ¿podríamos hacer un cambio notable? En realidad, no. Empédocles nos ha advertido suficientemente que los ciclos se cumplen de forma completa y son escalonados. El proceso será reversible solo cuando se haya llegado al límite de la total separación. Aunque en términos de temporalidad no tenemos claras las cosas, no sabemos estrictamente cómo se irán sucediendo las mutaciones, solo entendemos que serán cada día más agresivas. Sabemos que todo inició en lo Uno, cuando esto como germinando en separación —διαφύντος—, hizo que surgieran los muchos, y desde ahí se ha dado un constante devenir que no muestra estabilidad alguna (τῆι μὲν γίγνονταί τε καὶ οὔ σφισιν ἔμπεδος αἰών)15 (B26.10). Sin embargo, el proceso supone la constitución de entes de una estabilidad que no puede despreciarse, aunque sea endeble; de ahí la advertencia de que no podemos atentar contra los demás. Eso es lo más que podemos hacer: en términos del gran Odio es una suerte de paliativo, frente a una gran disolución. Detener algunos procesos o, al menos, no sumarnos sin necesidad a lo que de suyo supone una pérdida de la armonía. Quizás con ello al menos no se acelere lo que es irremediable.

Con todo, si efectivamente la época actual fuera «antropocena», los resultados tal vez serían más contundentes, porque nuestro impacto en positivo o en negativo debería tener un alto significado. Pero, en cualquier caso, atendiendo al poeta, deberíamos luchar por lo que somos, por esa inmortalidad propia de lo anímico16, que nos recuerda de dónde venimos. Se trata de la constancia de ese carácter divino que nos habría de definir y que se plasma en una obligación moral para con lo que tenemos a la mano. Nosotros, ciertamente, no llegaríamos a ser dioses creadores, ni siquiera tenemos la posibilidad de traspasar las barreras cronológicas, como cuando se habla de entrar y salir del tiempo a placer, o modificar mágicamente aquellos eventos que el proceso natural ha venido determinando de por sí. Pero sí deberíamos ser capaces de contener ansias y detener procesos que no son estrictamente indispensables: ¿Qué necesidad hay, por ejemplo, de seguir creando grandiosas herramientas bélicas?, ¿cómo no vamos a poder contener la producción cárnica, la de explotación minera, así como tantas otras actividades que pueden ser redirigidas?, ¿es realmente exigir más de la cuenta direccionar nuestros esfuerzos para la limpieza de los océanos?...

El problema es que el ser humano sigue como enceguecido, porque estando entre sus posibilidades, no huye de esa discordia que le viene tan aparentemente cómoda y placentera. Quizás convenga hacer advertencias de orden religioso, como para que al menos se asuste. Pero lo cierto es que lo que necesita es más bien una buena reprimenda: miserables hemos sido, del Odio nos hemos valido y alimentado, sacrílegos asesinos, voraces depredadores cuya única virtud es ser efímeros. Tal vez la vergüenza pueda funcionar; aunque hablamos de un asunto en primer lugar ético, y esto sabemos que no genera premios ni reconocimientos: ser amigos, mantenerse disponibles para con los demás, en nuestro muy restringido contexto, supone básicamente una reconciliación con nuestro ser. A lo mejor se nos puede dar un lugar de privilegio, como al poeta, que fue honrado por todos (B112.5) y era buscado por su saber y capacidades curativas; pero el mayor reconocimiento que habría de darnos Agrigento sería que los nuestros siguieran ese sendero de «inmortalidad», porque la ética exige traducción política, aunque empiece por unos pocos. El «nosotros» que se traduce en cosmos no es un llamado para unos pocos elegidos, es un asunto de todos.

En términos de Empédocles podríamos decir que lo que cambiará con nosotros no tendrá un significado gigantesco. El Odio impera y llegará el momento en que tendrá una apoteosis, antes de lo cual todo lo que conocemos se dispersará completamente. Pero para nosotros mismos, en esta volátil vida, tendrá sentido. Nuestro ser tiene vínculos de responsabilidad, sentidos que reconstituir. La gran cuestión es ética, pero tiene un fundamento ontológico. Si de verdad hemos alcanzado el poderío que decimos tener, que llega al colmo de la suposición de que constituimos una época enteramente nuestra, un cambio podría ir un poco más allá de lo paliativo que nos podría atribuir el filósofo. Aunque sea una vana ilusión, deberíamos sostener una perspectiva menos trágica para redimensionar nuestro ser y cuanto nos rodea.

Notas

1. La obra donde se da a conocer el trabajo salió en 1998, aunque ya en 1994 se habían adelantado hallazgos. Para la discusión posterior se puede ver Messina (2007) y Primavesi (2008). Para una versión crítica se puede ver Lisi (2009) y, sobre todo, Trépanier (2017); con menos dureza, Laks (2001). Laks y Most (2016) incorporan el texto en su edición de Empédocles; en español también lo hace Bernabé (2001), no igual Cornavaca (2009).

2. Colección y fotografía de la Bibliothèque Nationale et Universitaire de Strasbourg.

3. El mismo verso es citado por Estobeo (I 10.11b.13).

4. Si el relato es el de Sobre la naturaleza, es Empédocles el que habla; incluso tendría por interlocutor un personaje bien determinado, Pausanias (cf. B1); pero el tono que utiliza es propio de un revelador muy similar a la diosa parmenídea que da a conocer la Verdad en el poema del eleata. Si se trata de las Purificaciones, él mismo también sería el que habla, pero se sabe dios (cf. B112.10).

5. Si Heráclito depositó su libro el templo de Artemisa (Diógenes Laercio IX 6.1), sería muy lógico pensar que sería de esos escritos que gustarían a los amigos de lo hierofántico, como Empédocles.

6. Inmortales, mortales; mortales, inmortales; que viven la muerte de aquellos, que mueren la muerte de aquellos.

7. Como señala Platón, a propósito del pensamiento de los primeros filósofos, y de manera particular los eleatas: despreciándonos con exceso a la mayoría, se despreocuparon (de nosotros) (Sofista 243a6), porque no explicaron lo que decían. Ante ello surge la lógica tentación de explicitar como nos viene mejor.

8. Vale recordar la muy significativa lectura de Jaeger de la visión empedocleana de las divinidades: «ninguno de estos dioses es más primordial ni más venerado que los otros: todos ellos son iguales, pero cada uno tiene su propio ethos, y en el ciclo del tiempo prevalece cada uno a su vez» (1952, 139). Para este autor la clave es la perspectiva democrática del poeta (cf. 1942, 140-141). Esto podría ser discutible en la medida en que el propio Empédocles se presenta a sí mismo como un ser muy superior a sus compatriotas; pero, en cualquier caso, es obvio que la entidad que termina realmente divinizada con primacía es la propia naturaleza, que acoge esas entidades por igual, y es siempre la una y la misma pese a su incesante devenir.

9. Es tentadora la presencia de αἰών en los textos empedocleanos (Β16.2, 17.11, 26.10, 110.3), pero por el contexto se entiende que habla de «vida» o un tiempo inefable o inagotable (ἄσπετος αἰών [16.2]), como el propio de los inmortales; pero no sería lo que se podría suponer extraído del tiempo cronológico.

10. Kirk, Raven y Schofield (1987) proponen una tesis que vale traer a colación: «el daimón está siempre encarnado: se le condena a un cuerpo de carne humano, inadecuado e innatural; ansía el cuerpo perfecto de la Esfera» (1987, 453). Según su interpretación, «tal vez el dios que hay en cada uno de nosotros sea, en la actualidad, un fragmento de la Esfera: sometido, por lo general, a la contienda entre los elementos, se unirá un día con todos sus otros fragmentos y con todos los demás seres para constituir un perfecto pensador» (1987, 452-3). El estado actual del humano, en efecto, sería una auténtica desventura, frente a lo que pasa en el ciclo de Afrodita; pero la razón es que su demón está realmente dispuesto para la concordia. Es posible que esto tenga que ver con elementos de orden racional, pero primero más bien son disposicionales y emocionales, atendiendo tan solo a las propias palabras que destaca el poeta.

11. Como señalaba ya Jaeger (1952, p. 131, 144-154) y confirma con detalle Bernabé (2004, p. 58, 69-71, 79, 94-96, 100-101, et al.), Empédocles presenta elementos clave del orfismo y el pitagorismo. Desde la propia determinación de los nombres de las raíces, el manejo de la cuestión de la revelación, los avatares del alma —o los démones—, y las mismas prescripciones morales. Esto no solo se refleja en Purificaciones, sino también en Sobre la naturaleza, aunque quiera decirse que este segundo poema es más bien el propio de un «científico» (cf. Jaeger 130-131).

12. (Son) deseos (voluntades) que confluyen los diversos (seres) desde lugares distintos. Aquí se insiste en el neutro plural, teniendo como referente las raíces. Estas se habrán de reunir para ser una sola cosa, aunque no lo pueden hacer de una vez; por eso se muestran a la manera de deseos (cf. B35.6-7).

13. A propósito del uso de la palabra κόσμος en el pasaje, como ya se había señalado, en B26.5 el poeta utiliza la misma fórmula de confluir en un orden: ἄλλοτε μὲν Φιλότητι συνερχόμενεἰς ἕνα κόσμον, señal de que posiblemente se mira unidad y «cosmos» como conceptos análogos.

14. Simplicio podría tener muy buenas razones para pensar en que Empédocles habla desde un lugar distante para revelar las condiciones de la naturaleza. Su dualismo podría haberle llevado a no ver con buenos ojos el verbo en plural que presenta el papiro de Estrasburgo.

15. Allí por un lado nacen (devienen) y por otro la vida para ellos no es estable.

16. Aunque se destaca la inmortalidad del alma, vale recordar que en sentido estricto no hay muerte, sino separación en lo material (cf. B8). Sin embargo, es evidente que las mezclas nos importan mucho, y es su destrucción la que asumimos como la más grave mutación.

Referencias

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Recibido: 3 de febrero, 2023.

Aprobado: 10 de febrero, 2023.