Daniel Fallas Fernández
El lugar del arte: entre el cielo despoblado y la Cruz (Una interpretación a partir de la Fenomenología del Espíritu)
Resumen: Este artículo se ocupa simultáneamente de una grieta histórica y una textual. La primera corresponde al momento que va desde la disolución del mundo griego hasta la instauración del mundo cristiano. La segunda al momento entre la «religión-arte» y la «religión manifiesta» en la Fenomenología del Espíritu (1807) de Hegel. Ambas grietas son pensadas en estrecho vínculo con el problema de la autonomía del arte; la cual, para darse, prefigura un lugar. Siguiendo a Jean-Luc Nancy, se concluye que ese lugar se corresponde con los periodos de inmanencia, los cuales son ante todo dos: la Antigüedad tardía y la Modernidad.
Palabras clave: Hegel, estética, autonomía del arte, inmanencia, Jean-Luc Nancy.
Abstract: This article deals simultaneously with a historical and a textual gap. The first corresponds to the moment between the dissolution of the Greek world and the establishment of the Christian world. The second corresponds to the moment between «art-religion» and the «manifested religion» in Hegel’s Phenomenology of Spirit (1807). Both gaps are thought of in close connection with the problem of the autonomy of art; which, in order to exist, prefigures a place. Following Jean-Luc Nancy, it is concluded that this place corresponds to the periods of immanence, of which there are above all two: Late Antiquity and Modernity.
Keywords: Hegel, aesthetics, art autonomy, immanence, Jean-Luc Nancy.
Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único,
desde Cicerón hasta Marco Aurelio,
en que sólo estuvo el hombre.
—De la correspondencia de Flaubert
citada por Marguerite Yourcenar.
El arte, en la Fenomenología del Espíritu (1807), aún no aparece claramente como un momento autónomo, es decir, como una parte independiente de esa tríada que constituye al Espíritu Absoluto en otras obras de Hegel: Arte, Religión y Filosofía. Antes bien, se le trata estrechamente vinculado a la Religión o, con mayor exactitud, como el modo de la Religión que sucede a la religión natural y precede a la religión manifiesta, esto es: como religión del arte. Esa suerte de «subordinación» a lo religioso, hace que las consideraciones sobre el arte en este libro resulten —más allá del carácter de por sí complejo del filosofar hegeliano—, francamente oscuras. Allí lo artístico se mezcla con lo religioso y lo ético, quedando así «enredado» en el despliegue final del Sistema, justo antes del arribo al Saber Absoluto. Por ello, el tratamiento del arte que Hegel realiza en este libro nos brinda un material bien distinto al que aportan las Lecciones de Estética, dictadas por el filósofo entre 1817 y 1829, es decir, hacia el final de su vida. En esas Lecciones el arte se analiza de manera ya completamente sistemática y, por ende, se desarrolla en toda su amplitud. En la Fenomenología, en cambio, Hegel adopta un modo de exposición bastante más condensado, con lo cual parece más bien sembrar las semillas que posibilitarán un tratamiento exhaustivo ulterior.
Ahora bien, todo ello no significa que las consideraciones sobre el arte y las obras de arte en este libro sean menos dignas de ser pensadas. En realidad, si se lee con detenimiento el capítulo VII de la Fenomenología, se puede detectar un instante en el cual el arte se desgaja de lo religioso, y esto no tanto en la «época del arte absoluto», allí donde se gesta «la actividad espiritual libre que es precisa para el sí mismo que trabaja» (Hegel 2010, 805), es decir, la época griega en la cual el artesano deviene artista; sino, más bien, en el momento transitorio entre la extinción de los dioses griegos y la llegada (y pronta muerte) de Cristo. Ese momento de la Fenomenología —como lo ha hecho notar Jean Luc-Nancy—, se corresponde con el mundo romano y con la figura de una «doncella» o «muchacha», a la vez que ocupa el tránsito entre la religión del arte y la religión manifiesta (Nancy 2008, 67). Justo allí, el arte comparece exclusivamente como arte, es decir: como pura exterioridad sensible despojada de contenidos religiosos o espirituales. Sin embargo, esto no se comprende si antes no se comentan los diversos momentos de la Religión.
I. Breve comentario sobre la Religión (y el arte) en la Fenomenología del Espíritu
Tal como se anunció, en el capítulo VII de la Fenomenología Hegel se dedica a dilucidar la verdad de la Religión, eso que él llama «el contenido simple de la religión absoluta» (2010, 861). Para ello, se detiene en tres grandes momentos que a su vez contienen diversas instancias: la religión natural, la religión del arte y, finalmente, la religión manifiesta o el Cristianismo. Metodológicamente hablando, el paso dialéctico entre dichos momentos se da como un progreso hacia la idealidad de la figura y, más adelante, hacia la encarnación efectivamente real de lo divino, allí donde lo divino coincide plenamente con la figura viva de Cristo.
Ahora, esta dinámica se comprende mejor a partir de la definición de figura que el propio Hegel brinda: «la exposición de la esencialidad efectivamente realizada» (2010, 341). La figura, por ende, es el modo en que la esencia comparece en el mundo sensible como efectivamente real. De ahí que, si en la religión la esencia es esencia divina, esta irá adoptando diversas figuras; exponiéndose y realizándose hasta alcanzar la figura que le sea ideal: la humana. Finalmente, esa figura, ya ideal en su exterior, alcanzará su manifestación absoluta en tanto cuerpo humano vivo y singular en el cual lo divino se aloja, esto es: Cristo como naturaleza divina y humana. O bien, la fusión adecuada de la esencia y la figura que habilita la aprensión del contenido simple de la Religión Cristiana; a saber, que lo divino «tenga esencial e inmediatamente la figura de la autoconsciencia» (Hegel 2010, 861). En última instancia, la figura no tendrá más que disolverse en la pura autoconsciencia o el recuerdo de ese «contenido simple» en el espíritu de la comunidad de los fieles.
A continuación se observarán los tres grandes momentos de la Religión, para luego analizar el instante en que el arte se independiza de lo religioso, pero, como se verá, únicamente al precio de su interioridad.
Primero, en la religión natural, la consciencia parte de la indistinción entre lo suprasensible (la esencia) y lo sensible (la figura), es decir, lo divino se da como inmediatez lumínica, tal como sucede, por ejemplo, en el culto persa al dios Ormuz. Posteriormente, lo suprasensible comienza a adoptar figuras cada vez «más espirituales», por ejemplo, la de la planta (que se corresponde con la «inocencia de la religión floral» (Hegel 2010, 795) o el animismo); o bien, del animal, como sucede en las mitologías indias o egipcias. Más adelante, lo divino también adquiere el carácter del artefacto o la arquitectura (el ejemplo que Hegel da son las pirámides), es decir, la esencia se pone en la figura de una producción artesanal. A ello se debe que Hegel denomine esta instancia como «El maestro artesano», aquel que comienza a tomar consciencia de lo divino en sus propias producciones, pero que aún no es lo suficientemente libre como para trabajar espiritualmente la materia. Así, para este punto, la religión natural alcanza su suprema determinación y comienza a transitar hacia la religión del arte.
Esta transición aparece aquí de manera más oscura que en las Lecciones de Estética, pero, a partir de estas últimas, podemos confirmar que la figura de transición entre la religión natural y la artística es la Esfinge egipcia: cuerpo de león y cabeza humana 1. En esa figura se asoma por vez primera el espíritu en tanto que autoconsciencia, pero es una autoconsciencia aún estancada en la animalidad: muda e infantil. Por todo ello, Hegel sostiene que: «El trabajador recurre primero a la forma del ser-para-sí como tal, a la figura animal» (2010, 799) y, posteriormente: «ya no la usa únicamente a ella, ni totalmente, sino que la mezcla con la figura del pensamiento, con la figura humana» (2010, 799). Esa mezcla es justamente la que acaece en la Esfinge egipcia, pero que, no obstante, no es aún la figura en su plena idealidad, es decir, completamente humana y autoconsciente. «A la obra le falta (…) enunciar en ella misma que encierra dentro de sí un significado interior, le falta el lenguaje (…)» (Hegel 2010, 799). Por eso, más allá de la Esfinge, hacia el final definitivo de este momento, se produce el encuentro de la esencia divina con la figura que le va en su ser: la figura completamente humana. Esto se da, parece, en el ámbito de la escultura, sin embargo, a esa escultura aún le falta el sentido que cumple y llena el interior de la obra, la vida que anima a la estatua en la perfecta mezcla entre lo exterior y lo interior, en suma, el lenguaje. Escribe Hegel:
El alma de la estatua modelada en forma humana no viene todavía del interior, no es todavía en el lenguaje, la existencia ahí que es interior en ella misma, y lo interno de la existencia pluriforme es todavía lo que, sin sonido, no se diferencia dentro de sí mismo, y todavía está separado de su lado externo, al cual pertenecen todas las diferencias. —Por eso, el maestro artesano unifica ambos (…) La oscuridad del pensamiento con la claridad de la manifestación exterior, irrumpen en la lengua de una sabiduría más profunda y difícil de entender. (2010, 801)
El maestro artesano, entonces, modela la estatua con la figura ideal, pero únicamente hace eso: la modela. En ese proceso la estatua cumple con su idealidad exterior, pero todavía le falta la interioridad propia y lingüística para ser plenamente ideal. Por ello: «Con su trabajo, el maestro artesano se ha elevado a la escisión de su conciencia, en la que el espíritu encuentra al espíritu» (Hegel 2010, 801). Una vez el trabajo alcanza el momento de la adecuada figuración exterior, debe independizarse del «material» y es entonces que el «espíritu encuentra al espíritu». La consciencia es vista por la autoconsciencia en tanto que tal, el oscuro pensamiento encuentra «la claridad de la manifestación exterior». De tal modo, ya no es el contacto de la luz lo que anuncia la presencia de lo divino, ni tampoco una planta, un animal, un mausoleo o una esfinge, sino la visión autoconsciente y clara de la figura humana como figura espiritual por antonomasia2.
Se podría decir que el «maestro artesano» deja de trabajar con las manos; sus manos ya no guían el proceso de figuración, sino que ahora lo hace la consciencia autoenfrentada. Sus manos devienen herramientas o medios para un fin más elevado: aquel que Winckelmann pensó como la espiritualización de la materia llevada a cabo por los antiguos artistas griegos (2011, 159-160). Por ello, la religión natural se cierra con el paso del artesano al artista o del trabajador material e instintivo al trabajador espiritual y consciente. Esta es justamente la «lengua de una sabiduría más profunda y difícil de entender»: la lengua del arte propiamente dicho. Escribe Hegel: «el espíritu es artista» (2010, 801), y así inicia la religión del arte.
Este segundo momento posee tres instancias: la «obra de arte abstracta», la «obra de arte viviente» y la «obra de arte espiritual». Asimismo, todos estos cambios se dan al interior de lo que Hegel denomina el «espíritu ético» que, valga acotar, se corresponde históricamente con el pueblo griego. En ese sentido, fueron los ciudadanos griegos quienes mejor supieron procurase la libertad en la organización ética de sus acciones y producciones. Libres de trabajar para procurarse la subsistencia inmediata y conscientes de su eticidad —aunque ello solo debido a un sistema de esclavitud—, pudieron dedicarse privilegiadamente al trabajo espiritual de imaginar, figurar y cantar a sus dioses. Por todo ello, los griegos habitaron en una «eticidad substancial» que los reunía como pueblo a la vez que les procuraba su individualidad. Escribe Hegel: «ese espíritu efectivo es el pueblo libre en el que el ethos constituye la substancia de todos, cuya realidad efectiva y existencia todos y cada uno de los individuos singulares la saben como su voluntad y su acción» (2010, 803). A esa condición ética se suma otra, pues, aunque los griegos también tuvieron dioses asociados a elementos naturales, estos fueron los primeros que imaginaron la destrucción de esos dioses a manos de otros ya completamente espirituales, así:
(...) la figura de los dioses tiene su elemento natural como algo cancelado, como un oscuro recuerdo dentro de ella. La esencia baldía y la lucha enrevesada de la existencia libre de los elementos, el reino sin ethos de los titanes ha quedado vencido (...) Estos viejos dioses en los que la esencia luminosa, procreando con las tinieblas, se particulariza primero en el cielo, la tierra, el océano, el sol, el ciego fuego tifónico de la tierra, etc., han sido sustituidos por figuras que ya sólo tienen en ellas un eco que recuerda oscuramente a aquellos titanes y ya no son seres naturales, sino claros espíritus éticos de pueblos conscientes de sí mismos. (Hegel 2010, 809)
El elemento natural ha quedado negado, asimilado y subsumido en los nuevos dioses olímpicos, que son espíritus éticos propiamente dichos. En ello reside la diferencia que hace Hegel con las religiones anteriores, a las cuales aún les faltaba esa autoconsciencia para comprenderse en divinidades éticas y plenamente espirituales. Con esto dicho, a continuación se describen los diversos tipos de obra que conforman la religión del arte.
En primera instancia se halla la «obra de arte abstracta». Instancia en la cual está en juego una paulatina evanescencia de la obra que va de un carácter de cosa-en-el-espacio (estatua) a uno de ser-en-el-tiempo (el himno). Si bien la estatua sirve al culto como ofrenda e imagen de las diversas divinidades, para Hegel, aún le falta el movimiento espiritual y la interioridad viva. Más aún, en tanto que carece de lenguaje, la estatua, por más que posea la exterioridad ideal de la figura humana, no es aún una obra de arte viva y espiritual. En razón de ello, la figura antropomórfica de los dioses se disuelve en el lenguaje hímnico. Tal como explica Hegel: «La existencia verdadera y autoconsciente que el espíritu recibe en la lengua que no es la lengua de la autoconciencia extraña, y por tanto contingente y no universal, es la obra de arte que hemos visto anteriormente [el himno]» (2010, 815).
El espíritu ético del pueblo ha creado el himno como forma de devoción religiosa, en la cual los dioses existen de modo verdadero y libre de toda materialidad. La forma del himno «se opone al carácter de cosa que tienen las estatuas. Si estas son lo que está en reposo, aquella es ser ahí evanescente» (Hegel 2010, 815). Sin embargo, así como la estatua es la objetualidad estática y carente de libertad, el himno es la libertad sin objetualidad propia e inmediata: «si en ésta [la forma del himno] la objetualidad, dejada en libertad, carece de sí-mismo propio e inmediato, en cambio, en aquélla [la forma de la escultura], la objetualidad demasiado encerrada en el sí-mismo, apenas llega a configurarse...» (Hegel 2010, 815). Como se ve, la estatua constituye la objetualidad en sí misma y el himno la libertad espiritual en el lenguaje, pero aún le falta a ambas la vitalidad en la unión de lo objetual de la figura y lo espiritual de la lengua.
Ante esa situación, Hegel prosigue hacia la segunda instancia de la religión del arte que denomina «la obra de arte viva». En esta, el cuerpo vivo y hablante de los seres humanos reemplaza al cuerpo pétreo de la estatua y al fantasma evanescente del himno. Es entonces que tenemos la fiesta báquica como celebración del pueblo respecto a sí mismo: «Semejante culto es la fiesta que el hombre se da en su propio honor (...)» (Hegel 2010, 825); o bien, cosa que apenas se mencionará aquí, los juegos atléticos. Pues bien, en la fiesta báquica el espíritu ético vuelve a hundirse en «la noche subterránea, en el sí-mismo» (Hegel 2010, 825), y lo hace como autoconsciencia que se abandona, mediante la naturaleza del pan y del vino, al culto de Ceres y Baco. Esta obra, dice Hegel, no puede ser tal que «esté inerte en ella» (2010, 825), sino que debe ser «como un sí-mismo viviente» (2010, 825).
La fiesta, entonces, es el culto de los múltiples cuerpos vivos, en tanto que figuras autoconscientes abandonadas al «vértigo desatado de la naturaleza» (Hegel 2010, 825). Por lo demás, el espíritu, en este culto, si bien anuncia a su modo la eucaristía cristiana, «no se ha sacrificado todavía a ella como espíritu autoconsciente, y el misterio del pan y del vino no es todavía el misterio de la carne y de la sangre» (Hegel 2010, 825). De este modo, el furor báquico implica el éxtasis del sí-mismo (de los diversos individuos) y su fusión en el espíritu comunal que, sin embargo, no es todavía ni la contemplación autoconsciente de su «humanidad universal» representada, ni el sí-mismo singular y autoconsciente en el cual se encarna lo divino. Por ello, en este punto la «obra de arte viva» cede el paso a la «obra de arte espiritual».
Esta tercera instancia adopta la forma de la epopeya, la tragedia y la comedia, todo esto como antesala a la venida de Cristo propia de la religión manifiesta. En la epopeya, piensa Hegel, el espíritu ético alcanza la contemplación autoconsciente de su humanidad, de su ser un pueblo cohesionado, como algo representado. Esta representación surge de un individuo singular (Homero) que, en tanto aedo, ha interiorizado el ser del mundo griego y lo ha articulado en un relato originario:
La existencia de esta representación, el lenguaje, es la primera lengua, la epopeya como tal, que contiene el contenido universal, al menos en cuanto integridad completa del mundo, si bien no en cuanto universalidad del pensamiento. El aedo es el individuo singular y efectivo a partir del cual, en cuanto sujeto de este mundo, este mundo es engendrado y sostenido. Su pathos no es el poder aturdidor de la naturaleza, sino Mnemosine, la meditación sobre sí y la interioridad que ha llegado a ser, el recuerdo que interioriza la esencia que antes era inmediata. (Hegel 2010, 831)
La epopeya surge de la memoria de un mundo que el aedo reconstruye como sustento de ese mismo mundo. Es el modo en que un pueblo se da un origen y, por consiguiente, un sentido. Ya no se trata del culto estatuario a dioses particulares, ni del himno (que también canta a un solo dios), pero tampoco de las fiestas báquicas donde son Baco y Ceres los únicos celebrados, sino que ahora mediante el lenguaje se ha construido una representación integral del mundo que contiene lo universal, a saber, la pluralidad de los dioses, héroes y hombres inscritos en la trama de los acontecimientos por los cuales ese pueblo ha llegado a ser lo que es. No en vano, Hegel afirma que la epopeya «constituye una nación única, con una empresa común, y forma para esta obra un pueblo conjunto con un cielo conjunto» (2010, 829). Sin embargo, para Hegel existe todavía un modo del lenguaje superior a la epopeya: la tragedia.
Este lenguaje superior, la tragedia, compila y acerca, entonces, la dispersión de los momentos del mundo esencial y del mundo que actúa; la substancia de lo divino, conforme a la naturaleza del concepto, se disgrega en sus figuras, y su movimiento es también conforme al concepto. En cuanto a la forma, el lenguaje, por entrar en el contenido, deja de ser narrativo, y el contenido deja de ser un contenido imaginario. El héroe habla él mismo, y la representación, a los oyentes, que a la vez son espectadores, les muestra a hombres conscientes de sí, que saben, y saben decirlo, su derecho y sus fines, el poder y la voluntad de su determinidad. (2010, 835)
Así pues, en la tragedia, el mundo esencial de lo divino y el mundo ético se acercan, aspecto que es muy propio del lenguaje dramático, donde la acción no solo está representada en la lengua, sino que está representada efectivamente en la escena por un actor. Ahí se juntan la corporalidad viva del ser humano, el lenguaje y la acción autoconsciente. Asimismo, el paso de lo épico (narrativo) a lo dramático, implica que el contenido deje de ser imaginario, pues el actor actúa en la realidad efectiva, y lo hace para su escucha y expectación simultáneas, como un ser autoconsciente de su saber y su decir, de su deber y su derecho, de su voluntad y fatalidad.
Entonces, en la tragedia, tal como Hegel ya lo había mostrado en los célebres pasajes sobre Antígona y Edipo, se desata el conflicto entre la ley divina y la ley humana, entre el destino y la libertad, entre el saber manifiesto y el saber oculto. Por ello, en la tragedia, con la lucha del héroe —ya no ante la multiplicidad de los dioses, sino frente a los poderes de la substancia (divino y humano, familiar y estatal)—, se juega la libertad del sí-mismo (Selbst). En este momento se produce, dice Hegel, el olvido de ambos poderes, el del «mundo inferior» y el del «mundo superior»; o bien, el olvido del «pensamiento abstracto del bien y del mal» (2010, 843) y ello, por supuesto, ocurre en el destino del Sí-mismo.
Así pues, de paso, se anuncia un nuevo orden del mundo basado en el sujeto o individuo. No es casualidad que Hegel sostenga que: «Este destino completa el despoblamiento del cielo» (2010, 843). Ciertamente, el cielo helénico, ya desde la aparición de la tragedia, está maduro para su despoblamiento o disolución en el sí-mismo singular. Escribe Hegel:
La expulsión de tales representaciones sin esencia [los dioses del panteón homérico, p.e.], reclamada por los filósofos de la Antigüedad, empieza ya como tal, entonces, en la tragedia, por el hecho de que en ella la partición de la substancia está dominada por el concepto, con lo que la individualidad es la individualidad esencial y las determinaciones son los caracteres absolutos. (2010, 843)
En fin, la substancia divina, entrada en el dominio del concepto, está lista para su devenir sujeto en la autoconsciencia singular. No obstante, Hegel alude todavía a una forma artística más: la comedia. De tal manera, además del reclamo socrático y platónico ante los ilusorios relatos homéricos, la comedia es, en el arte, el lugar donde «desaparecen los dioses». La consciencia cómica, en su desengaño razonable, acaba por elevar los anteriores contenidos a la «idea simple de lo bueno y lo bello» y es entonces que la religión del arte alcanza su final:
El sí-mismo singular es la fuerza negativa por la cual y en la cual desaparecen los dioses, (…) al mismo tiempo, no es la vacuidad del desaparecer, sino que se conserva él mismo en esta nulidad (...). En él, la religión del arte ha quedado acabada y ha retornado ya perfecta dentro de sí. (Hegel 2010, 849)
Tal como explica Félix Duque citando al propio Hegel, en la comedia «queda invertido el punto de partida de la religión griega: los hombres no dependen de la universalidad elemental (los dioses), sino al contrario: "la autoconciencia realmente efectiva se presenta como el destino de los dioses." (9:397; 431)» (1998, 528). Según Duque, el pueblo ético queda entonces destruido en tanto que «animal espiritual» y así surge la «subjetividad libre». Pero, llegados a este punto, se abre una grieta histórica muy particular, que es el objeto del presente ensayo. No en balde, Duque dice que Hegel, al hablar de este tiempo —los primeros tres siglos del Imperio Romano—: «Está hablando de su propia época (y de la nuestra: la sociedad del espectáculo)» (Duque 1998, 528). Este momento coincide con el lapso abierto entre el despoblamiento del cielo griego y la llegada de Cristo, entre la vacuidad risible de la comedia y la consciencia desgraciada que sobreviene a la crucifixión de Dios; entre, escribe Duque: «el hundimiento del Panteón y la Cruz» (1998, 528).
Como se podrá ver a continuación, esta grieta histórica —tan presta a resonancias modernas—, es el lugar del arte en tanto que arte, pero también el lugar de su riego supremo: el espectáculo. En todo caso, lo cierto es que en ese tiempo el arte queda despojado de todo contenido divino y se desgaja de la Religión. Se trata, como se dice en el epígrafe del presente ensayo, de ese momento único en que sólo estuvo el hombre, sin los dioses y sin Dios. Así pues, en la inmanente y glacial soledad del hombre —tanto respecto de lo divino como respecto de la eticidad substancial de la Comunidad—, el arte tiene su lugar.
II. Entre el cielo despoblado y la Cruz: el lugar autónomo del arte
Pues bien, si del lugar autónomo del arte se trata, entonces hay que ubicarse en el tránsito entre la religión del arte y la religión manifiesta, pero no sin antes comprender más profusamente lo que esta última significa. Para Hegel, aquello que en el Cristianismo se hace manifiesto es, como ya se mencionó antes, el contenido absoluto de toda religión, es decir, allí: «la religión se revela a sí misma; o dicho de otro modo: en ella y sólo en ella el Espíritu sabe de sí mismo en la autoconciencia libre del creyente» (Duque 1998, 528). Por eso, con la religión manifiesta Hegel se refiere a la encarnación de lo divino en lo humano, ya que, de ese modo, Dios se hace sensible en un sí-mismo singular, vivo y autoconsciente. De ahí que este momento de la Religión esté más allá de todo arte, pues ya no es lo divino puesto en las diversas figuras sensibles como algo producido, representado o pensado simbólicamente, sino que es lo divino encarnado real y absolutamente en el mundo. En palabras del propio Hegel: «El sí-mismo del espíritu que existe ahí tiene así la forma de la inmediatez perfecta, (…) este Dios es contemplado sensiblemente, de manera inmediata, como sí-mismo, como un ser humano singular y efectivamente real; sólo así es él autoconciencia» (2010, 861).
Dicho del modo más simple, la substancia (divina) se manifiesta en el Cristianismo como sujeto (autoconsciente)3. Desgraciadamente, casi en simultáneo con esta manifestación de altísimo significado, se da (o se repite) la muerte de Dios y, por consiguiente, se instala la autoconsciencia desventurada. Pues solo tras la muerte de la divina Persona en la Cruz se instaura la comunidad cristiana, así pues, los cristianos viven de la muerte de Dios, su religión manifiesta se funda según el recuerdo de lo que fue cuando ya no es. Cristo, ese hombre singular, «el Dios presente inmediato; al serlo, su ser pasa al ser-sido. La conciencia (…) lo ha visto y oído: y sólo por haberlo sólo visto, sólo oído, llega ella, y no antes, a ser ella misma conciencia espiritual (…)» (Hegel 2010, 867). Solo después («y no antes») de que Cristo ha muerto, se produce la toma de consciencia de que en él Dios se había encarnado, por ende, la comunidad cristiana y su Iglesia, se fundan ya siempre sobre un recuerdo y se mantienen sobre una promesa, es decir, no viven en una intuición presente. Escribe Félix Duque:
Es demasiado tarde (siempre fue demasiado tarde, incluso y sobre todo cuando vivía Jesús de Nazareth) para captar sensiblemente, para intuir al Cristo como Hijo de Dios (…) Ser cristiano es aceptar haber llegado, ya de siempre, demasiado tarde para intuir al Dios vivo (…) El Cristianismo «vive» de la muerte de Dios. Y no es en absoluto casual que su «fundador» intelectual, Pablo de Tarso, no hubiera visto jamás a Jesús. (1998, 530)
Por ello para Hegel, la «consciencia cómica» es el reverso griego de la «autoconsciencia desventurada» cristiana, ya que ambas, a su modo, le sobrevienen a la muerte de lo divino, ya fuese de los dioses griegos o del Dios cristiano crucificado en tanto que Jesucristo (2010, 853).
Por eso, Duque sostiene que cuando Hegel habla del «dolor que se enuncia con las duras palabras de que Dios ha muerto» (1998, 528), esa sentencia tiene tres sentidos simultáneos: la muerte de los dioses griegos, la muerte del Hijo de Dios crucificado y, con cercanía al sentido nietzscheano de la frase, la muerte de los trasmundos o, mejor dicho, de toda trascendencia (1998, 528). Así pues, podemos caracterizar el lugar del arte como un entre-lugar, una grieta histórica entre la consciencia cómica y la desventurada, entre el despoblamiento del cielo y el recuerdo de la crucifixión, entre la disolución de la metafísica platónica y su reinstauración en la teología cristiana, en suma: entre una doble muerte de lo divino que desnuda al hombre en su soledad: en la pura inmanencia de su soledad. Pero también, como ya se dijo, a nivel de la Fenomenología en tanto que obra sistemática, el arte ocupa el lugar entre la religión-arte y la religión manifiesta; lugar que, además de contener las duras palabras antes mencionadas, también contiene un pasaje protagonizado por una «muchacha» y que amerita ser citado in extenso:
Ha enmudecido la confianza en la ley eterna de los dioses y en los oráculos, que permitían saber lo particular. Las estatuas son ahora cadáveres de los que se ha esfumado el alma que las animaba, y los himnos, palabras de las que ha escapado la fe; las mesas de los dioses están sin comida ni bebida espiritual, y sus juegos y festines no le devuelven a la conciencia la jubilosa unidad de sí con la esencia. A las obras de las musas les falta le fuerza del espíritu, a quien la certeza de sí mismo le brotaba del aplastamiento de los dioses y los hombres. Ahora son lo que son para nosotros: bellos frutos arrancados de los árboles, un destino amistoso nos los ofrecía como los regalaría una muchacha; no hay la vida efectiva de su existencia, no hay el árbol que los sostenía, ni la tierra y los elementos que eran su substancia, ni el clima que constituía su determinidad o el cambio de las estaciones que dominaban el proceso en el que ha llegado a ser. -Así, el destino, con las obras de ese arte, no nos da su mundo, ni la primavera y el verano de la vida ética en la que florecían y maduraban, sino, únicamente, el recuerdo velado de esa realidad efectiva.- Por eso, nuestra actividad al disfrutarlos no es la del servicio divino por el que a nuestra conciencia adviniera su verdad perfecta que la llenase, sino que es la actividad exterior que frota estos frutos para quitarles las gotas de lluvia o el polvo, y que, en lugar de los elementos internos de la realidad efectiva de lo ético, que los rodea, produce y les insufla espíritu, erige el amplio andamio de los elementos muertos de su existencia exterior, del lenguaje, de lo histórico, etc., no para hacerse una vida dentro de ellos, sino sólo para imaginarlos dentro de sí. Pero igual que la muchacha que nos ofrece el fruto que ha arrancado es más que la naturaleza del fruto desplegada en sus condiciones y elementos, en el árbol, el aire, la luz, etc., que ella ofrece de manera inmediata, al reunir todo esto, de un modo superior, en sus ojos radiantes y conscientes de sí y en su gesto de ofrenda, del mismo modo, el espíritu que nos ofrece esas obras de arte es más que la vida ética y la realidad efectiva de ese pueblo, pues él, el espíritu, es el recuerdo que interioriza al espíritu que estaba todavía enajenado, exteriorizado en ellos: es el espíritu del destino trágico que congrega a todos aquellos dioses individuales y atributos de la substancia en un único panteón, el de su espíritu autoconsciente de sí en cuanto espíritu. (Hegel 2010, 856-857, subrayados nuestros)
En este pasaje se condensa de manera ciertamente poética aquello que acontece entre el enmudecimiento de los dioses griegos y su interiorización simple; que luego se manifestará, como se vio, en la Persona divina de Cristo. Pero, ¿qué es exactamente lo que allí acontece? En primer lugar: el arte en tanto arte, el arte despojado del alma religiosa que lo animaba, del mundo sustancial (natural y mítico) que lo insuflaba de vida, y del mundo ético que lo convertía en actualidad viviente y significante. En síntesis: de la tierra sensible y el cielo divino que hacían de las obras presencias de un mundo activo e integral.
La escena es esta: una dulce muchacha lleva los frutos míticos, arrancados del árbol, la tierra y el aire que le eran propios, para ser transportados al otro lado de la muerte, que es el nacimiento de Cristo, aunque ese nacimiento implique ya en sí mismo una segunda muerte de Dios. Se tienen entonces dos elementos fundamentales (casi alegóricos): los «bellos frutos» y la doncella o muchacha. En cuanto a los primeros no parece casual que estos sean precisamente frutos. La figura de los frutos es una figura por cierto natural utilizada para aludir a divinidades; que son figuras por cierto espirituales. Ahora bien, esa coincidencia entre lo natural y lo espiritual-cultural-histórico nos lleva, más allá de la Fenomenología, a la idea de «historia natural» (Naturgeschichte) que desarrollaron Gyorgy Lukács, Walter Benjamin y Theodor Adorno. Sin embargo, por cuestiones de espacio, este ensayo se limitará al aporte de Adorno y Lukács.
En principio, cabe decir que en esa tradición el vocablo «naturaleza» no significa «lo que está ahí desde siempre, lo que sustenta la historia humana y aparece en ella como Ser dado de antemano, dispuesto así inexorablemente, lo que en ella hay de substancial» (Adorno 1994, 104). Sino que la naturaleza se entiende a partir de su repliegue dialéctico, según el cual los productos humanos —despojados de su mundo de sentido «originario»— queda, fosilizados, precisamente como naturalezas. Por lo demás, el pasaje de Hegel se comprende mejor si se contrasta con un pasaje de Lukács. Así, en su obra Teoría de la Novela, publicada en 1920, Lukács sostiene que, más allá de una «primera naturaleza», hay otra que se asienta con el pasar del sentido histórico:
Esta segunda naturaleza no es muda, sensible y carente de sentido como la primera: es un complejo de sentidos -significados- que se ha vuelto rígido y extraño, y que ya no reaviva la interioridad; es un cementerio de interioridades en descomposición hace ya tiempo. Esta segunda naturaleza (…) nunca puede ser reavivada por otra interioridad. (2010, 60)
Como se ve, esta «segunda naturaleza» consiste entonces en un «complejo de sentidos», valga decir, de origen histórico, que se han tornado completamente ajenos y que, por ende, se muestran reificados a tal punto que no conmueven sensatamente la interioridad que las contempla. Como piensa Adorno, se trata del devenir puramente convencional de un conjunto de obras y significados históricos; o bien, de un mundo histórico cuyos objetos se han vuelto extraños, por lo que ya no se comprenden inmediatamente, sino que ameritan ser descifrados (1994, 120). Ese proceso de enajenación convierte los productos históricos vivos —despojados por el paso del tiempo del sentido y significado que los animaba— en naturaleza. Ese devenir naturaleza de lo histórico, piensa Adorno, constituye la «idea de historia natural». Dicho de otro modo, eso que fue histórico no lo es más, pues ha quedado descompuesto como un cadáver o reificado como una piedra. Aquella primera naturaleza «muda, sensible y carente de sentido» ha penetrado en el ser histórico y lo ha tornado también mudo, sensible y carente de sentido, como una «segunda naturaleza».
Esto es justo lo que Hegel describe en su pasaje: el enmudecimiento, el esfumarse del alma y el sentido, la descomposición o cadaverización, el vaciamiento de la interioridad y, en suma, el enajenamiento de los dioses griegos respecto de su contexto originario. Por su parte, «lo que contempla Lukács —sigue Adorno— es la metamorfosis de lo histórico, en cuanto sido, en naturaleza, la historia paralizada es naturaleza o lo viviente de la naturaleza paralizado es un mero haber sido histórico» (1994, 120). Pero Lukács dice algo más: esa historia paralizada no puede reavivarse en otra interioridad, es decir, en cualquier individuo, generación o pueblo ajeno a la producción o vivencia inmediata de esos productos. Por todo lo anterior, la figura de los «bellos frutos» utilizada para referirse a los antiguos dioses es óptima, ya que, estos aparecen tan ajenos como una «segunda naturaleza».
Entonces, en su máxima determinación histórica como algo que ha sido y ya no es, los dioses griegos comparecen como una «segunda naturaleza» muda, ajena, mortificada y, sin embargo, bella. Lo dice cabalmente Hegel: «nuestra actividad al disfrutarlos no es la del servicio divino», es decir, no es cúltica sino estética. En ese pasaje el arte se presenta como belleza libre de contenidos religiosos, esto es, como los «bellos frutos» a los que, empero, les ha caído polvo y en su piel madura ya muestran los primeros signos de putrefacción. Lo que acontece es realmente paradójico: el cuerpo de los dioses griegos nunca había sido tan bello como cuando su alma se hubo esfumado y se mostraron completamente exteriores o impenetrables (por carecer de interior). En última instancia, esos cuerpos enajenados, mudos y mortificados son la resistencia de lo sensible a manifestar otra cosa que a sí misma. Escribe Jean-Luc Nancy:
La exterioridad in-consciente e in-animada de la obra de arte, que constituye efectivamente el elemento de la belleza, es en consecuencia lo que queda cuando los dioses han desaparecido bajo esa forma, y ese resto, como tal, es además el momento mantenido, subsistente por sí mismo, del «en sí» que tiene su propia mediación por completo fuera de sí. Cosa que también podría traducirse del siguiente modo: el arte es la verdad de la religión por el lado de la exterioridad como exterioridad no relevada en la interioridad (…) Podemos, por lo tanto, concluir que (…) el arte como su verdad «exterior» no es el arte «al servicio» de la religión, sino el arte que sólo es arte, que tiene su verdad en cuanto tal. (2008, 74)
Aquí se hace evidente la inversión por la cual el arte se desgaja de lo religioso. Ya la religión no es la verdad del arte, ni el arte un episodio parcial de la Religión, sino que este es más bien la «verdad de la religión por el lado de la exterioridad». Hay algo en el arte que excede a cuanto se manifiesta en la religión, que no admite ser espiritualizado como religión, que se resiste e interrumpe el sistema dialéctico: «el espíritu, ahondando su negatividad, ya no va a reengendrarse de acuerdo con su pura espiritualidad, sino que suspende ese movimiento» (Nancy 2008, 80). Así pues, los brazos gráciles de la muchacha ofrendan esos «bellos frutos» a la soledad humana y no a divinidad alguna. En ese gesto se juega la autonomía del arte. Como bien dice Nancy: hay algo en el arte que no se revela, que es irreductible, esto es: «la necesidad pura y oscura para sí de la exterioridad sensible» (2008, 70).
Por otra parte, en cuanto a la dulce muchacha, es cierto que si esta es vista con entusiasmo por Hegel, ello no se debe a que su ofrenda sea la liberación del arte, sino a su función de mediadora entre la religión del arte y la religión manifiesta; es decir, solo porque en su recorrido anuncia la verdad superior del Cristianismo, sin la cual, además, no es posible alcanzar el Saber Absoluto que corresponde a la filosofía. «En este aspecto, —escribe Nancy— la doncella tiene la apariencia de una suerte de ángel que conduce a las figuras reunidas de la Antigüedad hacia el nacimiento divino en el pesebre» (2008, 70). Por ello, en el Sistema, este momento transitorio dura literalmente una página en el libro del mundo, pero esa página resplandece —quizá a pesar del propio Hegel—, con una belleza inusitada. Ello no significa que en la Fenomenología falte la belleza, pero en esa página la belleza prima sobre el concepto o contenido. Sin embargo, esto no quiere decir que el arte carezca de todo contenido, sino que su contenido más propio y autónomo no es lo religioso, sino su ausencia, no es lo divino, sino su muerte, no es lo presente, sino el recuerdo de lo ya siempre pasado, y esto incluso en el futuro. En fin: no el hacerse sensible del Espíritu, sino el hacerse sensible de su huida4.
Visto desde la perspectiva de la vida de los dioses y la vida rememorante de Dios en la comunidad cristiana; el arte se muestra como muerte. Sin embargo, visto desde la perspectiva de la muerte de los dioses y la muerte de Dios (que abre en el más allá la promesa cristiana de la salvación), el arte se muestra como vida. En ese espacio o grieta acontecimental, se juega el ser del arte en tanto que exterioridad sensible, pero no de lo divino-religioso (esto es la religión-arte), sino de la ausencia de lo divino-religioso. El arte es el hacerse sensible de la muerte de Dios. Pero ello, sin embargo, no debe tomarse únicamente en un sentido melancólico o nostálgico, pues dice más que la muerte, a saber: la vida autónoma del arte.
El arte en tanto que arte es la resistencia de lo sensible a ser subsumido en lo religioso y lo filosófico. Así, por un lado, la pura exterioridad o el dios reificado o, todavía, el dios en tanto que «segunda naturaleza», constituyen una cifra sin sentido; pero, por otro, su sentido es el duelo del sinsentido mismo. En la pura inmanencia de la soledad humana el arte reafirma con fuerza su lugar. Aunque esto no se haga evidente a todas luces, porque —como habitante de la inmanencia—, el arte siempre está en riesgo de convertirse en un mero consuelo o, peor aún, en un sucedáneo espiritual, en circo, espectáculo y aturdimiento.
En esa encrucijada, ¿cuál es entonces el sentido del arte una vez este encuentra el lugar que le es propio: la inmanencia, la soledad y la desgracia humanas? Hay quizá dos posibles respuestas.
La primera surge de un comentario a la obra y vida de Kafka hecho por Maurice Blanchot, donde este dice: «El arte es ante todo consciencia de la desgracia, no su compensación» (2018, 68). El arte entonces, en tiempos de inmanencia, soledad y desgracia, no obnubila esa condición —que es la existencia misma en su desnudez—, sino que la torna consciente. En ese sentido hölderliniano, el arte no es consciencia de lo divino, pero tampoco de la muerte de lo divino a secas; puesto que más bien (a través de esta última) el arte permite vivir la desgracia; o bien, vivir en la desgracia como en casa. De tal manera, a diferencia de la autoconsciencia desgraciada del cristiano, la consciencia artística de la desgracia vive en el presente, lidia con el presente y, asimismo, acepta la transitoriedad de la existencia sensible sin apelar a su salvación futura.
Esto nos lleva a una segunda respuesta, en este caso, dada por el propio Nancy. El arte, dice: «es una vida que acepta la suspensión del sentido» (2008, 80). He allí todo cuanto queremos decir: entre la doble muerte de lo divino el arte aparece paradójicamente como vida, como vida que acepta la inmanencia, el derrumbe de los trasmundos y la nuda existencia. El arte sabe que la suspensión del sentido no es todavía el sinsentido pleno o el nihilismo, sino una posibilidad de sentido sensible. Con todo, el arte tampoco es la saturación de ese espacio donde el sentido trascendente ha quedado en suspenso (ello sería mero espectáculo), sino un modo de asumir. El arte, decía Blanchot, no llena ni disimula la ausencia, sino que más bien la preserva como tal. El arte (no el artista) es el pastor de la ausencia. En última instancia, el arte es la resistencia de la exterioridad sensible a ser un mero consuelo o a instalar una esperanza religiosa en el más allá.
Pero, ¿no es esa grieta acontecimental (tan imaginaria como real) entre el despoblamiento del cielo y la Cruz, el espacio que se reabrió ya definitivamente en la Modernidad? ¿Acaso la inmanencia y la soledad del ser humano no se repiten con mayor fuerza en la Edad Moderna? Así, con esa reapertura —aunque ya sin esperanzas de una Segunda Venida—; el arte vuelve a tener su lugar. Aunque inmediatamente surge la duda: ¿hasta cuándo y cómo? Pues, más allá de los múltiples «finales del arte» que la Modernidad ha proclamado, —debidos, en su mayoría, a la tendencia de pensar el arte como un servicio (cúltico, político, identitario, comercial o sociológico)—: ¿qué sentido tiene el arte ahora que se encuentra nuevamente en su lugar: el mundo de la inmanencia y la soledad humanas? ¿Puede aún tratarse de una bella consciencia de la desgracia? ¿Puede siquiera tratarse de la belleza? O bien, por otro lado, ¿nos basta el arte para aceptar la suspensión del sentido y la nuda existencia? ¿Puede el arte cuidar la ausencia de sus incontables usurpadores? ¿Puede resistir a la cultura visual que quiere convertirlo en espectáculo? Y, por último, ¿podrá la exterioridad sensible del arte resistir, ya no a su subsunción religiosa y filosófica, sino a su aniquilación tecnocrática?
Notas
1 En sus Lecciones de Estética del verano de 1826 escribe Hegel: «Una esfinge está compuesta de un cuerpo de león con una cabeza de mujer. Lo espiritual se desprende de la torpe animalidad; se reconoce un impulso de salir de lo animal hasta lo espiritual (…)» (227)
2. Hegel, en sus Lecciones, no duda en afirmar que: «la figura humana es lo espiritual siendo individual, exteriormente (…) en la figura humana se da lo espiritual inmediatamente, aparece en ella». (1826, 285)
3. Según Félix Duque aquí se cumple «la propuesta de sentido de la entera Fenomenología» tal como se anuncia en el Prólogo: que la verdad sea captada más que como sustancia, como sujeto. (1998, 530)
4. Escribe Nancy: «En tales condiciones, lo que postulo aquí—y que, a mi entender, se propone en forma expresa desde Hegel— es que el arte es humo sin fuego, vestigio sin Dios, no presentación de la Idea. Fin del arte-imagen, nacimiento del arte-vestigio; o bien, advenimiento de lo siguiente: que el arte siempre fue vestigio (y que, por consiguiente, siempre estuvo sustraído al principio ontoteológico)». (2008, 129)
Referencias bibliográficas
Adorno, W. Theodor. 1994.«La idea de historia natural». Actualidad en filosofía. Traducción de José Luis Arantegui Tamayo. Barcelona: Altaya.
Blanchot, Maurice. 2018. El espacio literario. Traducción de Vicky Palant y Jorge Jinkis. Barcelona: Espasa Libros, Paidós.
Duque, Félix. 1998. Historia de la Filosofía Moderna. La era de la crítica. Madrid: Akal.
Hegel, G. W. F. 2006. Filosofía del arte o Estética [verano de 1826] Apuntes de Friedrich Carl Hermann Victor Von Kehler. Edición de: Annemarie Gethmann-Siefert y Bernadette Collenberg-Plotnikov. Traducción de: Domingo Hernández Sánchez. Madrid: Abada.
Hegel, G. W. F. 2010. Fenomenología del Espíritu. Traducción de Antonio Gómez Ramos. Madrid: Abada.
Lukács, Gyorgy. 2010. Teoría de la novela. Un ensayo histórico filosófico sobre las forma de la gran literatura épica. Traducción de Micaela Ortelli. Buenos Aires: Ediciones Godot.
Nancy, Jean-Luc. Las Musas. 2008. Traducción de Horacio Pons. Buenos Aires: Amorrortu editores.
Winckelmann. 2011. Historia del arte de los Antiguos. Traducción de Joaquín Chamoro Mielke. Madrid: Akal. Edición digital disponible en Scribd.
Daniel Fallas Fernández (daniel.fallasfernandez@ucr.ac.cr) es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Costa Rica. Estudiante de la Maestría académica en Filosofía de la Universidad de Costa Rica. Profesor de Historia de la cultura e Historia del Arte en la Universidad de Costa Rica, sede Rodrigo Facio.
Recibido: 3 de enero, 2024.
Aprobado: 31 de enero, 2024.