Yuliana Hidalgo Aguilera

Filosofía de la existencia. Observaciones sobre Mi primer testamento de Constantino Láscaris

Resumen: El trabajo rastrea el pensamiento existencial en Mi primer testamento (1956) de Constantino Láscaris, dislocando el artículo en una nueva estética literaria. Se consideran: la forma en cuanto testamento, la edad y el nombre como contenidos ontológicos y la mirada de los otros para la constitución del ser. Sostengo que esta creación literaria guarda afinidad con la expresabilidad de la vida, consiente su apertura a la razón y la conversión de su autor. La primera parte indaga algunas cuestiones propias de la metafísica en la pregunta por el ser, y la segunda, interpreta esta metafísica desde la creación literaria.

Palabras clave: Láscaris, testamento, vida, verdad, existencia.

Abstract: The work traces existential thought in Constantino Láscaris’s «Mi primer testamento» (1956), displacing the article into a new literary aesthetic. Elements considered include the testament form, age, and name as ontological contents, and the gaze of others in the constitution of being. I argue that this literary creation aligns with the expressiveness of life, consenting to its openness to reason and the conversion of its author. The first part investigates metaphysical questions about being in Láscaris, and the second interprets this metaphysics through the lens of literary creation.

Keywords: Láscaris, testament, life, truth, existence.

Introducción

El propósito de este artículo es reescribir una problemática que apenas prosperaba en otro lugar sobre el pensamiento de Constantino Láscaris1. Dada la brevedad con la que se abordó en su momento, he vuelto con mayor determinación sobre el objeto de estudio escogido. En sus inicios, la reflexión se centraba en cómo la filosofía y la vida mantenían un mismo ritmo como motivo de los textos lascarianos que se analizaron. Ahora, me permito retomar la idea del ritmo enfocándome en el ejercicio de la escritura y la creación literaria que representa Mi primer testamento.

La elección del texto de Constantino Láscaris que abre camino a este escrito proviene de unas líneas memorables. La primera destaca por la exigencia de su paradoja: «me fijé como forma de vida el pensamiento» (Láscaris 1984, 26). La segunda, cargada de ironía: «hay que ser pedante, es decir, tomar la vida en serio» (Láscaris 1984, 26). Ambas citas son extraídas del texto Autobiografía. Este escrito versa sobre esta expresión paradójica de la vida cuando es digna de ser expresada. Contribuye a mi elección las palabras de Roberto Murillo refiriéndose a su amigo y maestro: «lo que sabemos de su vida personal es hondamente solidario de su filosofar» (Murillo 1982, 82). Tomando dichas afirmaciones como guía, me encamino en la posible articulación de la forma del texto de Láscaris Mi primer testamento (1956) con aquello que él mismo propone para la reflexión, es decir, su contenido.

En miras de lograr una reflexión minuciosa que lleve las ideas del autor hasta sus últimas consecuencias, me inclino por mostrar la complejidad detrás de un texto escrito en un lenguaje aparentemente sencillo. Desde este texto, surgen las ideas que sostienen una narrativa autobiográfica cuyo horizonte es el problema metafísico de la verdad y su relación con la vida. Bajo estas circunstancias, es dable preguntarse ¿el testamento, considerado próximo a género literario, es una expresión adecuada de la vida del autor? ¿puede valorarse la vida «en sí misma» de Láscaris propiamente como/desde un texto?

El problema se centra en la dependencia —o no—de la obra y el autor, lo cual deja ver la pretensión de la vida como un concepto en el texto. Bajo este aspecto, la vida como fenómeno no estaría sujeta a ninguna clase de reducción textual. Pese a esto, encuentro en el testamento filosófico esta posibilidad, sin omitir que precisamente en la expresión (texto, archivo, documento) vida se nos muestra paradójica2. En/con la escritura se desencadena lo «imposible» para el pensamiento, éste se desacomoda en su intento de capturar, sin ayuda o apoyo del lenguaje gramatical, el fenómeno que por su naturaleza no es susceptible de captura conceptual.

Primera parte. Reflexiones metafísicas en torno a Mi primer testamento. La paradoja del nombre y la edad

El encabezado de esta sección indica los primeros trazos que tomo de Láscaris: su nombre y su edad, ejemplifican la habitualidad y familiaridad que precede a la pregunta metafísica por el ser3. El ser humano explora su existencia al hacerse las interrogantes ancestrales que han impulsado la escritura. La indagación sobre sí mismo obtiene sentido en el análisis racional sobre la propia vida. Con Láscaris recordamos la inscripción «conócete a ti mismo» del templo de Apolo en Delfos. El cuestionamiento sobre el quién que se interroga a sí ha sido una cuestión primordial de la filosofía. En las preguntas «usuales» se esconde las preguntas «existenciales» de gran arraigo y éstas, en una suerte de rebote, repican contra el sujeto que las enuncia. La familiaridad del saber del nombre y la cifra de la edad convocan al sujeto en cuestión —Láscaris bajo la modalidad de ser el ente mismo por el que se pregunta— e irán tomando su forma universal (propiamente singular-universal), y esta ruta nos conducirá al problema de la verdad en su enfrentamiento con el ser. Esta ofensiva que se termina de librar entre el acontecimiento inicial de la vida y el supuesto de la razón filosófica me coloca en la posibilidad de reconsiderar mi primera sospecha, la forma, ahora en virtud de su contenido.

¿Quién era Constantino Láscaris? De Mi primer testamento podríamos deducir una suerte de relato íntimo. Entendiendo esta intimidad, no tanto a nuestro encuentro como lectora, sino a la imagen de un individuo que persevera en su ser mediante el ejercicio de mirarse lo más adentro —y translúcido—posible. El nombre es la etiqueta por la cual la identidad de Láscaris llega a nosotras y nosotros. Y este nombre implica la autodefinición «yo soy»: «(…) Soy quien soy en cuanto que soy llamado con mi nombre, porque, al llamarme con mi nombre, se me reconoce como quien soy» (Láscaris 1976, 10). En la correspondencia de estas dos acciones, nombrar y definir lo nombrado, Láscaris busca su «ser» y pone en juego su existencia. Por esta sugerencia considero llamar «íntimo» al retrato que nos ofrece Láscaris, éste se aventura, no solamente en la ardua tarea de determinar su ser, sino, en mostrarlo públicamente. Es a través de nuestro nombre y su eco que aquello percibido con anterioridad como certezas se convierten en múltiples preguntas. En este texto observamos cómo Láscaris, cuanto más se narra, más se (nos) presenta como una gran incógnita para sí mismo.

Láscaris ofrece a lo largo de sus narraciones un panorama del cambio y la permanencia. Esta imagen queda plasmada en dos coordenadas existenciales: la cifra de la edad y el saber del nombre, coordenadas que puestas en un plano cartesiano le definirían con «exactitud». A fin de cuentas, en esta idea de lo exacto derivada del entrecruce de dos datos existenciales se descubre «una verdad» respecto de su ser. Pese a todo, ocurre lo inverso. Entre las coordenadas se deja ver que hay una cierta tensión entre el número «rígidamente fluyente» y el nombre «objetivante», trasladando así el sentido de su ser hacia la indefinición. El nombre, según lo observa Láscaris, le provee de certidumbre porque refleja «posesión» frente a la «esencial variación» de la edad. El nombrarse, en tanto coordenada permanente, permite «rehuir de lo innominado» (Láscaris 1976, 10), lo cual, de algún modo, es rehuir de la incógnita que es para sí mismo. Mientras la edad, que es dato mudable, lo lanza a la indeterminación y lo sitúa en una «crisis» del ser, «[e]l valor mágico de la cifra está en su poder cenital, que expresa una culminación, un cruce, una crisis, un ser-para que vengo-siendo sin ser-ya-como venía siendo» (Láscaris 1976, 9). Así pues, le despoja de lo que tenía por certero. Este episodio viene a ser reclamado a través del discurso testamentario, y en un momento específico, a-mitad-de-su-existencia.

Este enlace entre lo que permanece y lo que cambia arroja el testamento contra un muro ontológico que no puede pasar desapercibido en el marco de una filosofía de la existencia. En un primer sentido, en Mi primer testamento la cifra cuestiona la concepción convencional del tiempo, y muestra un ávido uso de lenguaje fenomenológico4. La edad es una autodeterminación temporal. En su aquí y ahora de treinta y tres años se encuentran el ser ya-como-venía-siendo y el ser que vengo-siendo. Este tiempo existencial no trata de momentos en sucesión, uno tras otro, sino de experiencias armonizadas en un compás temporal. Visto de este modo, el ser de la persona que Láscaris es no llega a entenderse íntegramente acabado, sino como un ser en apertura destinado a un seguir-siendo la otra mitad que resta de su propia existencia.

La edad para Láscaris comporta dos dimensiones. La edad biológica, acusada por la genética, refiere al funcionamiento fisiológico de nuestro cuerpo, y el conocimiento de esa edad, es decir, la acción de describirme con dicho signo. De este encuentro surge el dilema saber la edad y saber de la edad, una sutil diferencia, pero determinante para un análisis de la existencia:

El saber de la edad realmente dice algo de la edad biológica, pero sin mostrar nunca la radicalidad de su fluencia: el saber de la edad llega a la vida pasando por los planetas. Así se pueden apreciar las dos aporías que relativizan el saber de la edad: ser escrito y ser sideral. (Láscaris 1976, 8)

Nuestra edad biológica se mide en años sidéreos. A esto Láscaris le llama correlación intersideral. No solo significa el número artificialmente asignado que inicia su cronómetro en el nacimiento, sino también connota una consideración del saber en términos astronómicos, en una relación con la vida en general. Por eso la cifra es signo escrito y sideral. Esto repercute en cómo se entiende la temporalidad de la edad en estado rígidamente-fluyente. Ostenta tanto la posibilidad de ir-haciéndose-maduro como también trunca el ser-joven, por esto la cifra es mágica en tanto prescribe un cruce que no será nunca el mismo.

En un segundo sentido, Láscaris advierte en el saber del nombre una marca de su ser en cuanto identidad «originaria». Sin embargo, el nombre se comporta más como un excedente tal como lo explora Derrida. Para la pluralidad y los otros, esta marca es un recuerdo y se resiste al origen. La intención de un nombre propio alberga una gran dificultad en cuanto su mediúm es un escenario de otros significantes. Así que mantener la estabilidad de una identidad «originaria» no es tarea fácil5. La especificidad del nombre ha de disputarse en el sistema de marcas comunes y establecerse como biografía. En Láscaris el nombre representa una instancia indivisible (in-dividuum), una unidad atómica que salvaguarda el quien soy y la posibilidad de diferenciación en una pluralidad. El nombre se presenta como una suerte de ficción donde aspectos discontinuos y múltiples convergen en una sinergia autocontenida. Recordemos la fórmula lascariana en la cual la suma de la edad y el nombre dan como resultado la existencia propia. De esta forma, el nombre es un privilegio porque se sustrae de lo común entre los sujetos. La dificultad de este dato inmutable sobreviene al fijar lo único dentro de un sistema de diferencias. Así examinado, el nombre como aparición del ser en el discurso testamentario culmina en una paralización del individuo. La pregunta por su ser ¿quién soy? involucra una respuesta que estabiliza la noción de identidad, «soy tal…». Por lo tanto, el testamento constituye un proyecto de escritura que busca aprehender la singularidad del individuo y evocar su propia existencia. Es la confesión de quien escribe, quien ha elegido llevarse a sí mismo a la existencia en la escritura. En contrapartida, es de esperar que la pérdida del nombre conlleva a saberse sujeto innominado, implica el falseamiento y la interrupción del ser consigo mismo en cuanto rehúye a la pregunta.

Veremos que la estética testamentaria encuentra aquí su asidero. Es a través del acto de la escritura y en la decisión de narrarse a sí mismo que la vida de Láscaris toma una forma que coincide con su verdad. La pregunta por el ser amerita superar la tradición idealista y hacerla hablar en la producción textual. He señalado anteriormente que en la pregunta por el ser descansa la pregunta por el «sí mismo», es decir cuando la interrogante interpela al sujeto que la piensa. Aquí reside la necesidad de que el nombre, en tanto significante, permita pensar el vínculo entre escritura y el soy aunadas en una corporeidad6. De este modo, la significación de la existencia asomada en nuestra edad y nuestro nombre no son más que simbolizaciones de un fenómeno corporal. El testamento, por un lado, en tanto prueba documental se constituye como un relato sistemáticamente puesto en orden y dotado de sentido. Se trata de una prueba fehaciente del notario quien salvaguarda la legalidad de la ocasión. Mi primer testamento forma parte de esta creación literaria que es una confesión, un producto obtenido a partir de las manos que lo escribieron. Es así como la noción de cuerpo que sostiene un relato, originario o ficticio, señala a un alguien, individuo o colectivo, como testigo de su propia narración.

La vivencia individual y colectiva

A la vista de que el nombre está inscrito como significante en una red de significantes, evoca recuerdos, memorias y menciones gracias a su capacidad de ser repetido y reiterado, podría concluirse que es una forma de captura privilegiada. Sin embargo, lo propio del nombre no se alcanza hábilmente en este entrecruce de coordenadas, mejor aún, no se determina como una estructura gramatical central (como concepto, como nombre propio, como significante, como yo, como mi-ser, etc.), poniendo así en cuestión la supuesta singularidad de esta marca. Mi primer testamento ejemplifica una narrativa autobiográfica capaz de producir a sí mismo al sujeto. En Derrida, el testamento considerado como un escrito posee más fuerza que el «aquí» y «ahora» de las manos que lo escribieron. Más bien, considerado excedente, insiste en el ausente o significante fijo que no puede ser reducido al nombre y que permanece legible/narrable/interpretable para los otros. Con ello, el texto se encuentra en apertura de sentidos como efectos más allá de las intenciones de su autor. Retomaré esta impresión del para-alguien y el problema de la subjetivación en la segunda parte del artículo, por ahora, dejar señalado que la presencia del otro en tanto intérprete está contemplada en la narrativa de Láscaris desde la figura del prójimo.

Retomando el momento de tensión que mencioné previamente. Como resultado del entrecruce de la edad y el nombre obtenemos la existencia. Ambos datos se «enlazan» para darnos la información biográfica de los sujetos. Cabe preguntar, ¿cómo operan las condiciones de este enlazamiento? Es necesario detenerme en esta pregunta. Esta operación de integración de los datos ontológicos que realiza el intelecto implica dos aspectos importantes para Láscaris. En primer lugar, la concordancia entre nombre y edad supone «el entresijo de la entrada en sí mismo» (Láscaris 1976, 11), en otras palabras, alinear ambas coordenadas admite la dificultad de fijar una vía de acceso al conocimiento de su ser, vía que reconoce como único medio, «[p]odría decirse que la única manera de serse está en darse uno mismo a sí mismo por su medio» (Láscaris 1976, 11). Y, en segundo lugar, ambas se tratan de «configuraciones objetivadoras de su subjetividad» (Láscaris 1976, 11), es decir, tratan la generalización de datos a partir del carácter propio y singular. Lo anterior reafirma que mi atención se sitúe en la idea de transición, y que ahora tome la forma de la siguiente pregunta: ¿cómo justifica Láscaris el paso de la existencia subjetiva, una vida del presente vivo, a la objetividad de esta, la vida en tanto «encarnada» en el texto y en la historicidad?

Para él, nombre y edad, solo caben en «la invivencia subjetiva a su través» (Láscaris 1976, 11). ¿A qué se refiere Láscaris con «invivencia»? Sugiere que estas coordenadas no son tan propias como parecen. Esto porque reconoce la doble función de estas marcas que reiterativamente se ratifican como marcas «personales». Tanto la edad como el nombre están al servicio de la colectividad, son marcas de uso público, necesarias para distinguirnos como miembros que habitan un espacio común, señala que «[s]i ambos saberes me son dados por la colectividad, también me dan a la colectividad» (Láscaris 1976, 9, cursivas propias). Considerando estas circunstancias, la experiencia que de ellas se tenga es usurpada por la constante intromisión (uso) del colectivo. Las coordenadas existenciales que le permiten al sujeto identificarse, a su vez, son marcas que la colectividad emplea para identificar a cualquier miembro, desgarrando así la identidad sobrevenida. De esta situación, según Láscaris, la edad y el nombre «[m]e autodeterminan y me someten. Y no hay huida» (Láscaris 1976, 11). No nos es dado despojarnos de nuestras etiquetas, éstas condenan nuestro ser a la uniformidad. Pero, resta más, esta invivencia es subjetiva. Podemos suponer que, aun en casos donde el sujeto quede reducido a miembro del colectivo sin-nombre y sin-edad, esta experiencia que he llamado «usurpada» sigue siendo su experiencia. Es subjetiva porque cada miembro del colectivo es afectado por la sustracción de su nombre y edad, en consecuencia, la invivencia es un malestar generalizado, pero vivida desde distintas experiencias.

Con el sentido de la invivencia sale a flote su contraparte: la vivencia. Esta aparece de modo radical en cuanto es imposible no hacerse de la (in)vivencia del ser propio. Pensemos que aun cuando Láscaris sea desposeído de su nombre y su edad, perdura el sentido de su ser que es inexorable. Acorde a la idea sobrevenida de esa etiqueta y esa cifra particulares desde las cuales narra su testamento, se expresa la experiencia de la vivencia. La edad y el nombre son escorzos elegidos por Láscaris que suponen un intento de captura de su ser y, por ende, de la existencia en «general». Esta selección del acceso al ser, como ha hecho constar su autor, tiene la particularidad de debatir la definición de la «vida» respecto de un criterio de verdad que resulta de la transitoriedad entre la experiencia subjetiva y la idea objetivada.

La historia de ser

La existencia en general resuena en la discusión de la vivencia. Ésta guarda su dimensión histórica. Desde aquí es posible entender otra forma del problema que reside en el ritmo marcado entre la verdad y la vida. Se trata de observar otra forma del movimiento de transición entre lo objetivo y lo subjetivo del ser. Al igual que el nombre es una marca que me autoriza como individuo y me despoja en el colectivo. El logos concede la palabra, se instancia en el individuo, sin desprenderla de su tradición, de su lugar universal.

En esta búsqueda de una respuesta a la pregunta que Láscaris fue para sí mismo su verdad se convierte en una certeza al decir que «[c]aracterística del filósofo es buscar la verdad, no el hallarla. Cuando la logra, no es ya la verdad, sino la suya» (Láscaris 1976, 13). Pero, esta su verdad está tocada ciertamente por el logos—como era de esperarse de un gréculo—: «[l]a verdad de mis verdades carece de la proximidad de la verdad, aunque posea la luz de Zeus, aunque sea logos» (Láscaris 1976, 13) y se encuentra vitalmente motivada por una convicción, «(…) querer que mi verdad siga siendo la verdad no mía, definitoria, es inhumano» (13). El logos parece no salvaguardar la valía total del testamento porque socava el mi-ser mediante la acción comprensiva y lo devuelve como producto terminado al sujeto: «la comprensión de mi ser me hace ser, pero la estructura misma de la comprensión suprime al ser de lo que soy al dármelo solamente representado y darme por demás representación» (Láscaris 1976, 13). Si así ocurriera, aquello que Láscaris puede llegar a comprender le viene dado desde afuera, de una esfera poco familiar, y de la cual, nos ha hecho ver, no tiene mucho que decir. Esta actitud del pensamiento racional que se muestra en «la estructura misma de la comprensión» amenaza la convicción en tanto desplaza la certeza de hondura vital al campo de la reflexión inviscerada.

La búsqueda del ser mediante la razón es muestra de lo desrraizado que pueda sentirse el mi-ser lascariano cuando éste es abordado por la pretensión comprensiva de el-ser, y no desde la experiencia vivida. No obstante, Láscaris no desatiende la acción logificadora propia del ser humano, es decir, ese impulso que lo lleva a reflexionar sobre su existencia. Se pregunta:

¿Por qué del filosofar griego? ¿Por qué no el no griego? Puesto que algo debemos a Grecia, ese algo es el logos. El pensamiento-hablante hizo ser al hombre su pleno ser de hombre. Podrá repugnar el racionalismo, pero o el hombre logifica las subsistencias, o no es hombre. (Láscaris 1976, 14-15)

Para hallar el mi-ser es ineludible referirse a la presencia del pensamiento griego sobre el ser, y elige este momento de la filosofía porque es en la figura del logos que el ser humano en cuanto portador del pensamiento-palabra logra su plenitud. El sentido de lo pleno procede de la capacidad de perfectibilidad que poseemos7, y observamos que, el hecho de que la voz de Láscaris se escuche a sí misma, es movido por el deseo de saber sobre su ser, aquel que contempló el Mediterráneo y que en el trópico continuó su camino —su thelos— bajo la forma de una experiencia instigante «(…) si algo me permiten alcanzar mis dos saberes, ese algo es el imperativo del vivir inquiriente como forma de ir siendo el que puedo ser» (Láscaris 1976, 15). Láscaris se encuentra siempre al acecho, dando eco a un logos que le precede. Este encontrarse en acecho es una forma que estrecha aún más el vínculo con la vida8.

De este modo, se va moldeando la idea de que la pregunta por el ser — en tanto acción de un ser con logos — tiene linaje existencial:

Ausente de Europa, tengo sin embargo a Europa conmigo. El filosofar es amigo de paradojas y para lograr una más identifica a raptor y raptado: Europa fue un pensamiento de Zeus y Zeus fue un hálito de Europa. ¿Qué es Europa más que lo que yo he venido siendo? Y esto es mi bagaje existencial. (Láscaris 1976, 14)

El autor nos ofrece dos sitios ilustrativos del paisaje griego: Europa, su bagaje existencial, y el Mediterráneo como un elemento que guarda la raíz racional. Este topos describe su situación de ser poseedor de una «razón sin raíz», esto es, una suerte de «razón no racional»9 que se caracteriza por ser propia de su experiencia: «(…) ésta es mi formalidad propia, más careciendo de lo abisal de sus raíces. Este mi-ser desrraizado busca la eclosión de la continuidad y, duro esfuerzo la encuentra en lo desrraizado, en la razón, concreta, individual y significante» (Láscaris 1976, 14). Aun tomando distancia de los parajes europeos, el argumento final de la convicción, del mi-ser, de la reflexión del filósofo sobre sí mismo, es racionalista, en tanto se desprende de una reflexión universal que es el logos griego, categoría insustituible para el pensamiento metafísico-occidental.

Ahora, Láscaris instancia el mi-ser en la historia del logos. Se reconcilia. La presencia del mi-ser-de-Europa-en-el-trópico nos plantea, nuevamente, pero ahora en diferentes términos, el problema que hemos venido arrastrando a lo largo de este análisis; a saber, el tránsito entre una forma subjetiva y una forma objetiva del conocimiento. Láscaris nos señala, «[s]i quiero hallar el sentido de mi-ser, me encuentro ante el sentido de su-ser pensado por los filósofos griegos» (Láscaris 1976, 14). Aquí florece la distinción entre la singularidad de su propia reflexión y, por otro lado, el logos como la forma universal de la razón. La paradoja que se retrata es que la singularidad de su razón que se hace patente en el mi-ser es una forma del logos originario, por lo tanto, la forma del mi-ser no es estrictamente singular, sino que posee la particularidad de ser singular universal, es decir, una forma del filosofar logificante griego. En estos términos, su razón es una razón instanciada de la forma universal. Por este motivo, Láscaris se encuentra desarraigado del sustrato, de las raíces que fundamentan su reflexión, y afirma que el devenir del pensamiento occidental es un ejercicio de reactualización presente del pasado del logos. Este es el modo por el cual pervive la razón originaria en las formas actuales de hacer filosofía, formas que se nutren del vaivén entre el desarraigo-enrraizador.

Segunda parte. La creación literaria como expresión de la vida El testamento filosófico como género literario

La situación que alimenta la reflexión del título Mi primer testamento son las circunstancias que motivan a Constantino Láscaris a «pensar su vida», vale entonces preguntarse ¿cómo operan las condiciones narrativas que dan lugar a este enlace? Según relata Láscaris, a sus treinta y tres años se encontraba a mitad de su vida. Dejando ver así una equidistancia entre dos extremos ontológicos: el nacimiento y la muerte. Esta mitad¸ además de espacial, es temporal, pues refleja el momento preciso para el ocio del pensamiento. Él había dejado España, cruzó el océano Atlántico y se estableció en el trópico, por esto se considera a sí mismo «europeo-en-el-trópico», dejando atrás la tierra de los griegos y al mar Mediterráneo, terrenos de historias de príncipes y logos. Esta situación de hallarse en un punto que supone una suerte de transición en su vida personal y académica no es gratuita.

Para María Zambrano, esta idea de hallarse «a la mitad» es muestra de un texto que surge de una crisis. Una crisis, desde la definición común, implica una situación decisiva, evoca una serie de hechos que indican un cambio profundo y de consecuencias significativas para el sujeto que la vive. No obstante, la crisis que refiere Zambrano está emparentada con la decadencia de la cultura moderna que ha zanjado un abismo entre la verdad y la vida. Desde esta afirmación se explora el texto de Láscaris. Para Zambrano, «[l]a confesión, en este sentido, sería un género de crisis que no se hace necesaria cuando la vida y la verdad han estado acordadas» (Zambrano 1995, 24).

La filosofía occidental ha tenido problemas en el momento de discutir sobre la existencia. En su interior se ha dibujado una escisión, y ha basado la producción de su pensamiento en torno a la cercanía o distancia entre ambas partes: la verdad y la vida. La posibilidad de distinción y de unidad de ambas ha puesto al sujeto en crisis en cuanto anhela una razón que guíe su vida. No obstante, para Zambrano esta ha sido la mayor falencia de la filosofía:

Más la filosofía que no ha humillado la vida, se ha humillado a sí misma, ha humillado a la verdad. ¿Cómo salvar la distancia, cómo lograr que vida y verdad se entiendan, dejando la vida el espacio para la verdad y entrando la verdad en la vida misma, transformándola hasta donde sea preciso sin humillación? (Zambrano 1955, 24)

Las pretensiones de una verdad racional, pura y universal socavan la condición de libertad de la vida. La vida ha de ser un acontecimiento asimilado y no reducida al pensamiento. En esta historia del problema entra Láscaris, y más que un perpetuador del abismo, reconocemos en Mi primer testamento la intención conciliadora. Leer a Láscaris no supone estar frente a un individuo en desesperación. He afirmado que se encuentra en una crisis, pero su disposición no parece la de un pensador angustiado propia de quien se confiesa. En su lugar, Láscaris ha pasado por el proceso que Zambrano denomina conversión: «(…) el que una verdad sea asimilada por la vida tiene que verificarse a través de una conversión que le haga aceptar su nacimiento, no sentir espanto ante la muerte y permanecer tranquilo en medio de la injusticia» (Zambrano 1955, 35-36). Se trata de una experiencia de vida que acata la existencia ontológica y está en disposición de buscar la verdad de dicho existir. Bajo estos términos, es dable hablar de un estado de reconciliación.

Es posible señalar la etapa de transición que motivó la reflexión de Constantino Láscaris. Pero el rastro de estos elementos —Europa, Mediterráneo, griegos y logos— jamás desaparece, son patentes y están presentes: «[a]usente de Europa, tengo sin embargo a Europa conmigo» (Láscaris 1976, 15). En 1956, año en que fue escrito el testamento, vendría a representar para Láscaris un desplazamiento del sentido en la pregunta metafísica por el ser, habida cuenta de que ahora es él mismo «el ente en cuyo ser» se genera la pregunta10. Por este acontecimiento, entre nacimiento y muerte, es «el hombre» Láscaris lo que en primera instancia se nos plantea como una interrogante11. Fue así para sí mismo y prueba de ello es la herencia de su testamento. Láscaris trae consigo su historia, sucesiones de momentos a los que busca darles una forma, un sentido, ahora que su vida se ha dispersado entre dos continentes. Ante esta situación, él busca la unidad de su ser, y esta búsqueda está plasmada en su texto. Este, su testamento, es el intento de un hombre que se busca a sí mismo en la escritura.

En el texto, Láscaris vislumbra la posibilidad de aprehenderse en unidad. El espacio textual le permite amalgamar una conglomeración de instantes con que se nos presenta la vida humana. Para Zambrano, el género literario permite esta conjunción del ser, un poco olvidada en el discurso filosófico:

Mas también se manifiesta en la Confesión el carácter fragmentario de toda vida, el que todo hombre se sienta a sí mismo como trozo incompleto, esbozo nada más; trozo de sí mismo, fragmento. Y al salir, busca abrir sus límites, trasponerlos y encontrar, más allá de ellos, su unidad acabada. Espera, como el que se queja, ser escuchado; espera que al expresar su tiempo se cierre su figura; adquirir, por fin, la integridad que le falta, su total figura afán de encontrar la unidad. (Zambrano 1994, 37)

Cada palabra escrita por Láscaris ilustra una descripción y conforman un fragmento de la narración, del testamento, de la confesión. El texto funciona como una herramienta o espacio metafórico que contiene en su totalidad y plenitud el ser de los sujetos, el ser de Láscaris. La escritura testamentaria permite esta libertad de poner en un mismo hilo narrativo las contradicciones más feroces de la historia humana. Pero ¿es realmente el texto «prueba» del «ser» del autor, de la relación entre el filósofo y su filosofía, del vínculo entre su vida y la verdad filosófica? La figura de Láscaris sólo puede conocerse y reconstruirse en una operación a posteriori, bajo la mirada del otro. Es nuestro objetivo. No obstante, es necesario hilar fino en esta supuesta articulación entre obra y autor ¿hay una «vida» que sea posible leer en el texto testamentario? Esto supone que entendemos la «vida» como un concepto reificado, que se termina de concretar en el texto, ¿puede des-cubrirse a Láscaris en esta narración de tipo biográfica? La idea profunda de una subjetividad en el texto se nos presenta de entrada problemático al considerar la confesión como discurso que traduce la vida.

El contexto abre la discusión a lo siguiente: la articulación de la forma estética del texto y el contenido sugerido en este. Mi primer testamento no se trata de un artículo estrictamente académico, aun cuando haya sido publicado en revistas de esta índole12. La idea de una forma literaria que se adapte a las complejidades de la vida, siendo concebida como el vehículo que la razón filosófica busca capturar, desempeña un papel fundamental en este texto. Siguiendo esta observación, el texto elegido puede verse como una suerte de confesión en tanto actualiza las circunstancias de crisis en las que se produce. La visibilización de la forma, y no sólo del contenido, tal como en un primer acercamiento me mantuve con el autor, permite ahora poner en discusión la articulación sugerida. Es el testamento una vía por la cual estos pliegues —razón y vida, obra y autor, etc.— acortan su distancia. El estilo elegido para este texto me sugiere la idea de un autor que se amiga con la verdad a través de la escritura. Por tanto, el testamento se trata de una verdad asimilada, y como tal, amerita la transformación del sujeto.

Con la forma estética se descubren algunas características que no se agotan en el contenido propiamente. Las ideas de «crisis», «unidad» y «conversión» ponen en la mira que la necesidad de Láscaris a ejecutar su obra sobrepasa la idea de una verdad —aun cuando se aspire a ella—. Las circunstancias de su escrito son empujadas por la vida misma en su afán de hacerse palabra, abrirse paso mediante el lenguaje. No obstante, a continuación, veremos que el afán puede desviar el objetivo, y la intención de Láscaris por descubrirse a sí mismo termina disipando su unidad.

La constitución de la verdad en/por el texto

La narración de un testamento es una tarea del lenguaje que entrecruza lo propio y lo ajeno. El texto es un trasfondo donde es posible mantener esta relación activa entre yo y el otro. Esta distancia irreductible supone un gran desafío para el propósito de este escrito. No obstante, pretendo mostrar dos formas en las que lo propio y lo ajeno tienen un papel en Mi Testamento dejando en evidencia la imposibilidad de apelar a una totalidad del ser sin fracturas, renunciando así a la posibilidad del sentido pleno sobre el otro. En consecuencia, si bien el texto surge como un medio de aprehensión de la vida del otro en su expresividad, no se considera una traducción impecable que consiga captar la autoconciencia de quien lo escribe. Tampoco se trata de un paso que asegure, en primer lugar, acceso al protagonismo del sentido confiado por su autor, y en segundo lugar, la estabilidad de ese sentido originario. En contraposición, la tarea hermenéutica permite la apertura del texto a los otros, sus exégetas, y en algunos casos, da camino a los herejes del sentido.

Para dar cuenta de la posibilidad de un criterio de verdad sobre el sentido del texto de Láscaris, debemos recordar la tensión previamente planteada. Entre el saber del nombre y el saber de la edad ocurría una suerte de correspondencia, adecuación si se quiere o de integración. Entiéndase este suceso como un momento donde el pensamiento racional sincroniza el eco de estos dos saberes cuyo resultado es una verdad sobre la existencia propia. Pero, se trata de una verdad de doble filo porque una verdad para Láscaris es su verdad. Desde ahora, la verdad de la filosofía contiene sus verdades, «[e]stas son las verdades que cortornalmente alcanzo de mi-ser. Al menos, es por su medio como mi-ser se-me revela» (Láscaris 1976, 11). El nombre y la edad son ángulos singulares que contienen su forma.

Se ha identificado la razón fundamental que motiva a Constantino Láscaris a pensarse y, posteriormente, a dejarnos la confesión de sus pensamientos. Toda su biografía se encamina a buscar la verdad, su verdad. No le interesa una verdad sobre «el-ser», cualquier verdad que pueda anunciarse es siempre respecto de «mi-ser», del que habita en las entrañas: «[n]o es necesario decir que el-ser carece de interés para mi-ser, mientras no cabe afirmar la recíproca» (Láscaris 1976, 11). Se vale decir que la generalidad que adviene en la forma impersonal «el-ser» no puede alcanzarse sino es por una exploración del «ser-mío». Esta última forma es la única vía de acceso válida porque se parte de la experiencia concreta de nuestro ser hacia una indagación trascendental. Pero, al decir que «no cabe afirmar la recíproca», sugiere entonces que nunca el-ser es punto de partida, sino de llegada.

Esta diferencia lingüística entre el adjetivo posesivo «mi» y el artículo indefinido «el» que califican al ser introduce una distinción —epistemológica y ontológica— que repercute en la construcción de la verdad sobre la vida. Para Láscaris, la búsqueda de su verdad se constituye desde la presencialidad de su ser a sí mismo (autos), en otras palabras, la verdad reside en la identidad (correspondencia, adecuación, integración) del nombre y el sujeto nombrado porque «carece de sentido la abstracción del ser no siendo mío; lo relego al campo propiamente suyo, el de las abstracciones» (Láscaris 1976, 11). Así visto, el-ser no admite ni nombre ni edad propios. Tampoco hace referencia a algún objeto (sujeto) poseído por el ser. En este sentido, el artículo indefinido no tiene el carácter posesivo del adjetivo que anuncia mediante la palabra la propiedad del ser y la experiencia encarnada.

El fragmento de certeza que he mencionado sería resultado del entrecruce de las formas de objetivación que suponen el nombre y la edad. Se siguen conservando como datos propios que sobreviven al examen del ojo público. Y es que, lo que Constantino Láscaris pueda mentar sobre sí mismo, funciona como un conjuro que llena el aquí y ahora con la presencialidad del mi-ser. Lo que rompe este conjuro y acaba con desprender el mi-ser del carácter de mío es el ser a secas y la mirada de los otros. La dificultad que se asoma sobre la posibilidad de sincronización de estas coordenadas —puesto que se prefijaban como única vía de acceso al ser—se ve superada por la convicción de quién soy, convicción que se valida en la mención.

En el acto de nombrarse, el logos intercede para liberar lo no oculto de la pregunta que supone Láscaris para sí mismo. Este devenir-pregunta no implica, según el autor, un conocimiento previo de sí por el cual el nombrarse acaecería como reconocimiento, en cambio, darse nombre es enunciar inmediatamente una verdad vivida. Soy quien nombro, y nombro quien soy. Refiere a la primera persona situada hic et nunc: espacialmente —soy aquí— y temporalmente —soy ahora—. Se recupera de este modo el conjuro de la presencia que es presencia de una verdad mentida (mentada, y en todo caso, vivida), y con ello, el verbo «ser», mediante su conjugación con el sujeto, se apropia del contenido que es la experiencia concreta.

En esta parte, la pregunta del ser encuentra su cercanía con la «verdad» mediante el concepto «mentar». El arribo de la cuestión de la verdad implica indagar su modo de ser13. El juego de palabras de Láscaris remite a la idea de una develación del ser —un ser que ha-sido-desde-siempre— que no se trata de una suerte de reconocimiento, define «es darse la verdad mintiéndose, pues la mentira no es la ausencia ni el falseamiento de la verdad, sino simplemente la verdad misma vivida, pues vivir es mentar» (Láscaris 1976, 11). Esta forma de presentársenos como verdad del mi-ser resulta en una suerte de desquicio —siguiendo las palabras de Láscaris —, porque aviva la firmeza de la verdad al dársenos como mentira: «la mención de mí mismo es simultáneamente iluminación-ofuscación» (Láscaris 1976, 11).

Este modo de desencajar la pretensión de una gran y absoluta verdad hace plausible suponer que Láscaris se está desprendiendo de cualquier intento objetivante del ser. Esta afirmación proviene de algunos señalamientos que he hecho: el uso del adjetivo «abstracto»; la distinción entre el-ser y mi-ser y la estima de su verdad ante una posible verdad común. Aun así, estas observaciones podrían no ser suficientes para sostener el supuesto. Sin embargo, avanzando en el texto, nos encontramos otra expresión que aviva la sospecha y me permito reproducir unas líneas:

Mis verdades son las verdades en mí: su estructura me es indiferente, pues se me dan ya diferenciadas. No puedo hablar de estructuras particulares suyas, sino de estructuras particulares mías. Por ello, mis verdades consisten en mi-ser y lo constituyen. (Láscaris 1976, 12)

Es mediante un proceso de estructuración que un asunto subjetivo se objetiva. Y Láscaris rehúye de estos intentos que borran su ser. No hay un más allá de lo mío, de lo que el sujeto puede mentar(se). La narración de sí mismo mediante la edad y el nombre es la única forma de configuración aceptada por él, por el mi-ser. Y advierte que la ausencia de edad y de nombre es un despojo de la verdad al ser. Una suerte de hurto. Desde esta perspectiva, los datos que conforman su ser, esos a los que nos referimos como los ángulos singulares de su existencia, son vistos por el colectivo como portadores de la única verdad garantizada para mi ser: la verdad intrínseca, aquella que siente como propia y a la que, en definitiva, considera como su verdad. En este punto, hago notar que es a partir del nombre y de la edad que Láscaris logra instanciar el-ser en el mi-ser.

Con la noción de «estructura» se complica la determinación y fundamentación del ser. Esto deja de manifiesto que el problema de la verdad se juega entre la forma objetivante (el-ser) y subjetivante (mi-ser) del ser. Y confirma el supuesto de que Láscaris toma distancia de cualquier tendencia filosófica que imponga cierta sistematización del mi-ser. Entonces, ¿nuestra sospecha lo coloca como un relativista o un solipsista? No creemos. El tratamiento del ser conduce a más que dicotomías superficiales. Lo que dicta un sentido problemático al ser no es la aparición de dichas dicotomías, sino la posible resolución al dilema provocado.

Hemos así arribado a un impasse filosófico donde no es posible, por un lado, determinar un comienzo originario o unidad mínima de identidad objetiva del ser, porque este se encuentra instanciado, encarnado en individuos particulares que se mientan y viven con propiedad su existencia. Por otro lado, estos individuos adquieren estatus de estructura general cuando logran formar su subjetividad como resultado de una sincronización, es decir, de la identificación del mi-ser en el nombre y la edad, estos como metadatos ontológicos que pertenecen a todas las personas, razón por la cual, podemos vislumbrar una idea objetivada del ser. La narración, ante todo testamentaria, pero siempre autobiográfica, reproduce una ficción del vínculo entre la vida del autor y lo que su obra da para pensar. Las pretensiones del pensador aragonés bordean el sentido paradójico. Por un lado, no sostiene la posibilidad de objetivar el ser, dada su tendencia a la subjetividad radical. Por otro lado, toma dos rasgos subjetivos sobre los cuales la imposibilidad de la objetivación se vuelve para sí mismo una posibilidad.

Todo lo anterior, ha sido útil para dibujar ahora el problema en los términos precisos Láscaris nos coloca frente a un nudo nada fácil de desenredar, aquel que une y separa al autor (su vida) y la obra (el texto), conflicto que se levanta sobre el horizonte de la comprensión de la verdad (la filosofía). A la verdad como problema llegamos asumiendo las implicaciones que tienen dos características existenciales para el ser humano: el nombre y la edad. Estos escorzos provocaron una suerte de tensión, entre la permanencia y el cambio, a la cual estuvo Láscaris sometido —y estamos todos y todas—. Este motivo nos puso a pensar entre lo que podemos hallar como rasgo subjetivo u objetivo en cada ser humano. Para esto, el autor nos condujo a su propia vivencia, con tal de responder a la invivencia en la cual lo dejó el uso público de los rasgos que consideraba esencialmente como propios. En la esfera del presente vivo, donde la existencia tiene su asidero, y por ende, cualquier reflexión (afirmativa o negativa) respecto de este fenómeno ha de partir de la vivencia que es vivencia corporal, por lo tanto, situada espacial y temporalmente, es allí donde la tensión pasa a un nuevo registro, el de la verdad. La vida y la verdad se encuentran en la hilación de las ideas lascarianas, ahora cabe preguntarse ¿qué le está permitido o no decir a Láscaris si éste se limita a su ser, desconfiando de los modelos de estructuras y abstracción?

Este problema, ahora situado desde un plano de comprensión distinto es la culminación de lo que inicialmente se planteaba con la idea de la pregunta ¿quién es Constantino Láscaris? Una pregunta de interés antropológico porque invita a cuestionar quiénes somos, y a la cual, según nos muestra el texto estudiado, no puede más que arribarse desde la experiencia propia, y la pregunta termina por evocar la posibilidad de establecer un criterio último sobre el cual puede decirse algo respecto del ser. De esta forma, la pregunta que fue Láscaris para sí mismo, lleva consigo un asunto que cala más hondo: deriva en la pregunta por la fuente de conocimiento del ser humano y el criterio de la verdad.

La mirada del otro

Este intento de escribir sobre Láscaris ha dejado al descubierto la reciprocidad entre la constitución de sí y la constitución del otro. El autor con su corporalidad escritural no es el único testigo de su historia. Cuando su nombre es puesto en circulación por el colectivo, cuando se vuelve palabra común, es cuando la narrativa se actualiza en el cuerpo, en cada nueva lectura. Este acto siempre es nuevo en cada (re)producción y en cada otro que le lea. Anteriormente mencioné el desafío que supuso incursionar una investigación sobre este autor, y más allá del propósito académico, hacía referencia al sobresalto que me produjo en esa ocasión las palabras de Láscaris, a manera de una imposición a priori señaló: «[m]ientras sienta que el otro narra mi biografía como yo la narro será prójimo, pero dejará de serlo, se alejará, en cuanto varíe la narración, y por consiguiente mi ser en él» (Láscaris 1976, 12). Esta es la razón por la cual el primer acercamiento fue mediado por los otros, aquellas personas que le conocieron y dejaron constatación de dicha figura intelectual en Costa Rica, y no era para menos, considerando la implicación que pudo sobrevenir en esa ocasión y que ahora sacamos a la luz, a saber, la posibilidad de borrar, omitir, falsear, desdecir el ser del otro, el ser de Láscaris. Este ser del otro es solicitado a través de la narración, en virtud de lo que Láscaris reconoce como continuación del recuerdo, éste en tanto fuego que debe ser alimentado con constancia:

Una consecuencia se radicaliza: los lares penates del filósofo exigen vela continua. No puede el filósofo dejar de extinguir el fuego sagrado, sino ha de invocar a los otros para que vengan a continuarle en el cultivo cultual. Y quien escuche la llamada será prójimo. (Láscaris 1976, 12)

Frente a la mirada lascariana, la presencia del prójimo es necesaria y legítima para la preservación del ser. El testamento, como narración íntima del autor, no cumple con su finalidad sino está expuesto, abierto a las y los otros. Es viable preguntarse ¿qué verdades respecto de mi-ser pueden decirse desde la perspectiva de las y los otros? ¿Son acaso también verdades las que no son mis-verdades? ¿Qué sucede cuando una verdad mía no corresponde con una verdad suya, la del otro? Esta exposición a la mirada de los otros ¿no lo destina esto al falseamiento de la verdad de su ser, a desmentirse, a desdecirse? Estas preguntas, primero modelan las implicaciones de introducir al prójimo en el ámbito del ser. Segundo, nos colocan frente a la posibilidad de que no podemos hablar del ámbito del ser, su ontología, sin la consideración de la otredad. Láscaris opta por este camino, no se convence de hablar ni siquiera de su ser en aislamiento. No obstante, deja de lado las implicaciones de su decisión. No podemos dudar que para el autor es una necesidad la presencia del otro, motivo que nos conduce a poner en entredicho con mucha más vehemencia eso que el autor denomina como su verdad. El criterio de que aquello que nombra y cifra Láscaris sea plenamente él mismo, esto es, la idea de que el nombre y la edad le son esenciales a su ser, descansa en que sea una cuestión discutida, por tanto, estimada por las y los otros.

En esta situación, la investigación de un criterio de comprensión para la pregunta por el ser no se juega en el individuo, sino que se reconstruye colectivamente en tanto «[l]a inter-presencia implica la correlación de presencias» (Láscaris 1976, 12), esto indica en el hecho de ser presencia y admitir a otras. De este modo acontece una suerte de enriquecimiento del ser:

Lo peculiar del filósofo frente al hombre fortunado es que prodiga su legado en todo instante. No lo cela cuidadosamente hasta su muerte; lo comparte en vivo; brinda su ser precisamente como forma de enriquecer su ser; se va narrando por sobre sus dos saberes en alta voz; y, si le llega un eco a su voz, se siente prójimo. (Láscaris 1976, 13)

De este modo, el testamento vuelve a cumplir su propósito. En el párrafo anterior, subsiste la idea de que el ser es una pregunta que se nos da a cada una y cada uno de nosotros. Esta es en cada caso, la pregunta por sí mismo. Y aun cuando la pregunta sea idéntica, en este sentido nos sentimos prójimos, bajo la tentación a filosofar, pero la comprensión y la experiencia que nos llevan a plantear la pregunta difiere de los demás. El motivo que conduce al encuentro íntimo cambia en cada ser humano, cada quién se confiesa diferente. Desde este espectro de motivaciones diversas es que podremos hacer eco a la cuestión que Láscaris nos ha mostrado, a saber, si la pregunta por el ser se constituye —o no— como legitima en su sentido más general. Este es el supuesto que públicamente la filosofía ha de discutir en proximidad.

Conclusión

El abordaje del texto propiamente como una confesión permitió dar otra perspectiva al tema fundamental para la metafísica que es la pregunta por el ser. En el espacio textual surge una suerte de reconciliación ante la batalla que libra la filosofía con la existencia. Por este motivo, la forma estética parece contentarse con su contenido, esto sin reducir la tensión inmanente entre la vida y la posibilidad de su expresión. En este sentido, el testamento es una forma literaria próxima a la vida de su autor porque reproduce la vivencia. Cualquier otra formalización textual pone en riesgo su verdad.

De aquí se desprende la máxima lascariana dictada al inicio: «me fijé como forma de vida el pensamiento». ¿Qué quiere decir esto? El lenguaje simple con el cual está escrito puede fácilmente ocultar el verdadero enigma que guardan estas palabras. ¿Se trata de una regla racional con la cual Láscaris conduce su espíritu? Si es así, la razón camina por delante, dirigiendo la vida hacia buen puerto. Pero ¿no es acaso esta la denuncia de Zambrano hacia la filosofía en su pretensión de racionalizar lo que escapa a la razón? En su lugar, ¿no se trata de que la razón dé el brazo a torcer en favor de la vida? ¿No es esto hacia lo que Láscaris apunta en su reticencia a la objetivación? Ya decía Láscaris que «el filosofar es amigo de las paradojas» (Láscaris 1976, 14). Toda esta narración testamentaria no deja de presentarnos un vaivén entre la vida y el pensamiento. Su testamento mantiene el ritmo del péndulo. Pero, captar y traducir ese movimiento requiere astucia para pensarlo e ironía para expresarlo, así nos lo ha dejado Láscaris por escrito.

Esta confesión no se entiende como un alcance resolutivo a la pregunta por el ser. Láscaris concluye el testamento diciendo: «Cierro mi testamento negándolo, al pensarlo como primero. Si un día el saber de la edad me arroja crucialmente otra cifra sapiencial, lo abriré para leerme. ¿Será posible que entonces diga: vacío?» (Láscaris 1976, 16). Se termina por negar todo lo que allí ha sido dicho. ¿Qué significa que luego de exponer (se) la intimidad de su ser la narración sea negada? ¿Es acaso el ejercicio de Láscaris una suerte de escalera wittgensteiniana? El texto se yergue como lo que es, un intento más entre otros muchos de expresión de la vida, y ésta, rebelde por naturaleza, apenas se siente atrapada por el concepto rehúye, dejando al confesor en el ánimo inicial al mostrarle nuevamente la incógnita que es para sí mismo. La vida en la escritura responde a un mismo ritmo, aquel en el cual fondo y forma acontecen bajo un mismo gesto.

Notas

1. Daniela Campos, David Durán, Yuliana Hidalgo en Fenomenología y existencialismo en el pensamiento costarricense (2020). Lo que aquí retomo fue planteado en la primera parte «Sobre el modo de filosofar en Constantino Láscaris-Comneno, capítulo II «Filosofía de la existencia».

2. Aquí mantengo la idea anteriormente trabajada en la cual considero la paradójico como un tema central del pensamiento de Láscaris, aquí mantengo la idea. Sin embargo, este artículo no es continuador de dicha discusión, al menos no pretende volverla tema. Lo paradójico en varios textos de Palabras es en calidad de que a la pregunta filosófica y sus circunstancias siempre les acompaña una narrativa dilemática.

3. En La pregunta por el ser Láscaris señala que «Las preguntas expresadas en términos usuales ¿qué es el mundo?, ¿qué es la vida?, ¿qué puedo hacer yo con mi vida? ¿cuál podría ser mi quehacer con los otros?; son preguntas que preguntan, en lenguaje cotidiano, por la respuesta a la pregunta por el ser de los entes. O bien, solo pueden ser contestadas cuando se contesta la pregunta por el ser» (Láscaris 1976, 40). Por tanto, una vía de entrada a los reinos de esta pregunta puede hallarse en la valoración de la edad y el nombre en tanto los datos más mediatos que tendría una persona para responder por sí misma.

4. El tema del tiempo ocupa un lugar primordial en la fenomenología. En Husserl estas reflexiones son conocidas en sus Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo (1928). Su sucesor, Heidegger retomará la discusión de forma radical en la conferencia Tiempo y ser (1962). La noción aristotélica del tiempo entendida como sucesión de ahoras representa una forma de comprensión «objetiva» según Husserl y «vulgar» según Heidegger. En Láscaris, la edad también se comporta en una temporalidad de dos registros: biológico y existencial. No es lo mismo la cifra que me da la ciencia que la cifra que me autodetermina y en la cual reconozco mi ser. Mientras tanto, para la fenomenología, el tiempo se constituye desde la contraparte objetiva, es decir, el tiempo propio de la conciencia. El tiempo objetivo debe su carácter a la fluidez de los ahoras no únicamente presentes, también ahoras-anteriores y ahoras-futuros, o bien, ampliando al campo del presente hasta la retención y la protención. El presente de la experiencia marca el ritmo de la temporalidad interna, que a su vez, permitiría dar cuenta de un tiempo lineal. En Láscaris, podemos referirnos a un tratamiento del tiempo fluido, conformado tríadicamente por el ser del presente que ha-sido y viene-siendo.

5. Derrida cuestiona las posibilidades de tener algo como un nombre propio en el momento de llevar el tema del quién por los caminos del lenguaje. En Firma, acontecimiento, contexto se preguntará en que consiste este título de propiedad explorando los conceptos de firma, reproducibilidad y legibilidad. Para el autor existe una gran dificultad de llamarle propio al nombre debido a que, como otro significante permanece inserto en un sistema de significantes, de diferencias, y para que funcione como nombre apela a circunscribirse en una serie de representaciones. El nombre actúa como una marca material en un contexto en el que busca diferenciarse de otras marcas.

6. En discusiones contemporáneas este vínculo ha sido abordado desde los estudios de lingüística y performatividad de Austin, Butler y Derrida. La pregunta que dirige estos estudios parte de la cuestión de cómo el individuo puede dar cuenta de sí mismo en los textos autobiográficos. En Austin y Butler se encuentra la idea de que el sujeto es un acto performativo, un ser de ficción que en la narración intenta construirse a sí mismo. A la pretensión de que en el texto puede verse reflejado el ser de quien escribe y que allí se puede guardar cierta permanencia de su ser, la idea del sujeto performativo remite a un sujeto como proyecto, esto es, en constante constitución de sí, por tanto, el fin de un autoconocimiento absoluto representado en el texto pierde su valía. Los textos autobiográficos en Derrida, en cambio, se postulan como una posibilidad para generarse el individuo mismo a través del acto de escritura. Más que un sentido de permanencia adopta la aperturidad del texto.

7. El tratamiento de este concepto en Láscaris puede verse en Fenomenología y existencialismo. Aquí se introduce como: 1) en contraste con la imperfección que trae consigo la vejez, el no hacerse viejo imposibilita la plenitud de un ser vivo, 2) en relación con la educación, en cuyos objetivos está la formación de este carácter perfectible, y 3) a modo de condición de posibilidad de la disposición para investigar el fenómeno de la existencia. Desde estos tres sentidos llegamos a comprender la perfectibilidad en términos de transformación.

8. En La investigación (1966) Láscaris sostiene que «cazar es investigar» (Láscaris 1976, 136). Se asemeja la tarea de un cazador en cuanto se requiere de la astucia para seguir e interpretar las huellas de un objeto-animal apenas avistado. La investigación puede considerarse la etapa del ser humano donde empieza a constituir epistemológicamente un tipo de relación con el mundo a través de un estado de búsqueda que le permita capturar aquello que le rodea. Esta relación con el mundo es constante, instigante e incansable.

9. Esta idea ya la he sugerido anteriormente en Fenomenología y existencialismo. También, puede consultarse en Continentalización y universalización de la razón (1959). Láscaris identifica este logos como un modo de la razón circunscrito en el paisaje helénico, desde donde es posible su universalización: «a un paisaje determinado corresponde una manera de razonar» (Láscaris 1976, 99). El interés radica en que este paisaje, en cuanto «lo vivido por el hombre» (Láscaris 1976, 99) sirve de medio para que el ser humano se imponga frente a lo que considera dado. Hay un sopesar, según Láscaris: antes de los pueblos griegos no existieron seres humanos –afirmación tajante–. Pero, en sus términos se entiende que aquellos individuos que hicieron uso de la facultad de la razón no necesariamente lo hicieron racionalmente, es decir, razonando sobre la razón misma. Se evidencia que hay un problema al entender el logos estrictamente racional, más no literalmente como razón. Láscaris parece dar pie a una distinción entre una razón racional y una no-racional.

10. En el texto La pregunta por el ser (1970), Láscaris describe esta pregunta fundamental para la tradición filosófica. Si bien, desarrolla sus opiniones en torno al verbo ʻserʼ que guarda la generalidad del fenómeno, la respuesta a la pregunta implica una «afirmación existencial individual» (Láscaris 1976, 41). En esta nueva situación de dar una respuesta permeada con el carácter de propiedad, es decir, situado desde su propio ser, es que hallamos a Láscaris en la narración de su testamento. El autor se «existencializa» en el enunciado de la pregunta.

11. Nuevamente en La pregunta por el ser, según Láscaris, lo que sostiene la pregunta no es un planteamiento estrictamente metafísico, sino existencial, la pregunta por el ser expresa un sentido cotidiano de las vivencias humanas «¿qué es el mundo?, ¿qué es la vida?, ¿qué puedo hacer yo con mi vida?, ¿cuál podría ser mi quehacer con los otros?» (Láscaris 1976, 40)

12. El texto fue también publicado en el año 1957 por la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica en el volumen y número 1, contemplado en las páginas 19-26.

13. Resulta familiar esta apuesta con la del concepto de verdad expuesto por Heidegger en el momento de hacer el análisis existencial del Dasein en Ser y tiempo. Desde allí se plantea que una verdad originaria se distingue de la concepción tradicional de veritas ya enunciada por Aristóteles. Heidegger introduce el concepto de aletheia comprendido como des-ocultamiento para presuponer que la verdad procede de un ocultarse originario siguiendo la intuición primigenia de los griegos, para quienes la verdad implica el acto de arrancar al olvido, y des-velar lo no-oculto.

Referencias bibliográficas

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Yuliana Hidalgo Aguilera (gladysyuliana.hidalgo@ucr.ac.cr) es docente de la Escuela de Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica y estudiante de la Maestría Académica en Filosofía del Programa de Posgrado en Filosofía de la Universidad de Costa Rica.

Recibido: 15 de enero, 2024.

Aprobado: 17 de enero, 2024.