Roberto Gerardo Flores Olague

El lugar del silencio en la hipermodernidad desde el pensamiento de Gilles Lipovetsky y Raimon Panikkar

Resumen: El presente texto se propone exponer el sentido del silencio y su vinculación con lo trascendental como parte constitutiva del ser humano, como necesidad humana de traspasar las fronteras del habla que confecciona y delimita la realidad. Para esto se presentan las ideas y postulados de Gilles Lipovetsky y de Raimon Panikkar, quienes, acompañados por las voces secundarias de otros pensadores del siglo XX, defienden la necesidad de dirigir la existencia hacia dimensiones más profundas de las que nos ofrece la sociedad contemporánea, caracterizada por su ruidosa cotidianidad y apego a lo efímero.

Palabras clave: Silencio, Lipovetsky, Panikkar, Hipermodernidad, Filosofía Contemporánea

Abstract: This text aims to expose the meaning of silence and its connection with the transcendental as a constitutive part of the human being, as a human need to cross the borders of speech that creates and delimits reality. For this, the ideas and postulates of Gilles Lipovetsky and Raimon Panikkar are presented, who, accompanied by the secondary voices of other thinkers of the 20th century, defend the need to direct existence towards deeper dimensions than those offered by contemporary society. characterized by its noisy everyday life and attachment to the ephemeral.

Keywords: Silence, Lipovetsky, Panikkar, Hypermodernity, Contemporary Philosophy

Introducción

El Silencio como objeto de estudio ha sido abordado desde disciplinas tan diversas como la filosofía, la hermenéutica, la literatura, la lingüística, el arte, la física, ya que, para los propósitos de cada investigación, el Silencio puede considerarse bajo dos categorías amplias: como un fenómeno metafórico, teológico o espiritual y como un fenómeno práctico, físico, medible. El presente artículo se inserta dentro de la primera categoría, que posee al menos dos dimensiones o caras, una secular y una espiritual, sin embargo, estas dimensiones suelen tener puntos de contacto y puentes de comunicación, como se expondrá.

Tanto en la esfera de lo secular como en la esfera de lo espiritual, el Silencio se presenta como algo que desvela significados profundos y propicia un contacto con lo trascendental. Por tanto, más que una ausencia se vuelve una presencia, más que la no existencia de distractores y ruidos, se convierte en existencia de un sentido. Desde la esfera secular, para María Zambrano (2014) el Silencio es lo que «revela el corazón de su ser» (79) al ser humano, «don del vacío necesario para que surja lo que está ahí en espera de enseñorearse de la faz del presente» (178). Por otro lado, el silencio como expresión de lo inexpresable en el arte es planteado por Huxley como sensación pura, intuición de belleza, placer, dolor, éxtasis místico y muerte, es decir, todo lo profundamente significativo se experimenta y no se expresa, puesto que queda en silencio (1931, 19).

Mientras que, desde la esfera espiritual, de acuerdo con Dauenhauer, el silencio profundo involucra necesariamente una actividad consciente, con un impacto emocional, que puede representar al mismo tiempo una llamada y una respuesta a un llamado divino y que tiene como finalidad dar espacio a la acción de Dios (1980, 19). Para diversas tradiciones religiosas el Silencio es una condición sine qua non para el encuentro con Dios. En el judaísmo un ejemplo se encuentra en el libro de la Sabiduría: «Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, dejó su trono para acampar en nuestra tierra» (Sab. 18 14-15, 950). En el catolicismo, la Regla de San Benito inicia con «Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón» (De Nursia 2020, 4). Para el taoísmo, «El ideal de comportamiento es como una embriaguez interior de paz, tranquilidad y silencio» (Guerra Gómez 2006, 206).

El Silencio, en la actualidad, es difícil de escuchar, sopesar, degustar, desear y aprehender en forma individual y colectiva, al igual que lo es lo trascendente. La civilización occidental, la sociedad, sufre del exceso en todo lo que le rodea, especialmente en el ámbito de lo tecnológico, visual y auditivo. Estamos insertos en las grandes ciudades, urbes llenas de excesos, donde no hay tiempo para escuchar los verdaderos sonidos emanados del Silencio, donde los espectaculares de las grandes marcas transnacionales inundan nuestra vista; donde los medios de comunicación desean, incluso, ser escuchados hasta en el más pequeño rincón donde uno pueda ubicarse, trastocando nuestro medio vital, el espacio interior, la identidad misma de la persona.

Pese a la abundancia y variedad de los satisfactores y distractores puestos a su alcance, el hombre moderno, motivado —o condicionado— por su naturaleza trascendente, vive la impresión de un deseo permanentemente insatisfecho. Ante tal contexto, el propósito de este artículo es resaltar el sentido del Silencio en los filósofos Giles Lipovetsky y Raimon Panikkar, quienes, acompañados por otros filósofos contemporáneos, señalan la tendencia de nuestro tiempo de rechazar el Silencio y apuntan a la necesidad del mismo como un elemento esencial para el ser humano. Por una parte, se explorará en Lipovetsky la crítica a la sociedad contemporánea definida como hipermoderna en Los tiempos hipermodernos (2006) y su reticencia al silencio; por otra parte, se indagará la visión de Panikkar sobre el contacto entre lo secular y lo sagrado en el mundo contemporáneo, a partir de lo cual se relacionará la necesidad de silenciamiento con la necesidad de contacto con lo trascendental.

El mundo actualy su negación a silenciarse

Vivimos en lo que el profesor William Deresiewicz (2015) denomina la cultura de las interrupciones, caracterizada por la aparición de medios de comunicación que tienen como fin último la evasión de uno mismo. Cada vez nos alejamos de los demás en mayor medida, a pesar de todos los mecanismos que nos unen, como las redes sociales, la mayoría sin sentido lógico o contextualizado. Todo es válido de observar, leer o compartir; la existencia de los demás impregna la propia.

«Nada más extraño en este tiempo planetario que lo que se llama retorno a lo sagrado» (Lipovetsky 2002, 9). Ahora configuramos un mundo sujeto a parámetros de efectividad y cantidad: entre más tengamos, y más rápida sea su adquisición, mejor forma de vivir. El Hombre moderno se ha olvidado, en general, de buscar algo que no dependa de su celeridad en conseguirse o que no esté determinado por su carácter cuantitativo.

Las metrópolis, símbolos del avance técnico, científico y racional de la Humanidad, generan un aumento del Yo1, ya que todo se convierte en una mercancía, la cual debe ser adquirida para obtener la satisfacción efímera que da el consumo desmedido e inmediato. En la sociedad moderna, hipermoderna o posmoderna en la terminología de Lipovetsky (2006), todo debe ser espectacular, gigante, llamativo, desechable y ruidoso, generando un constante enfado y desasosiego. Lo nuevo pierde su valor de forma rápida. Lo inmanente, aun y con su marcada temporalidad, se ha convertido en el horizonte para la erección de nuestra forma de ser, que ha dejado de lado lo que le trasciende, lo que le llama desde su fuero interno, y en ocasiones desde el mismo exterior, pero no lo escucha ante los embates visuales y sonoros de lo moderno. La meditación ha sido erradicada de la sociedad, quedando al margen de los marcos referenciales de la existencia, porque nos pide tener la capacidad de observar detenidamente los movimientos de la mente, pero sin dejarse atrapar por ellos, ya que son parciales y finitos.

El silenciar que tanto necesita el mundo actual es con el fin de alcanzar lo anterior, donde según Balthus:

No dejas de mirar, en estado de alerta, da igual que tengas la vista tan mal como la tengo yo ahora, lo que importa es el estado de tensión de la mirada interior. Esa manera de penetrar las cosas con la certeza de que están absolutamente vivas, en una inimaginable plenitud. (Guardans 2009, 68)

Si nos detuviéramos un momento, aunque fuera brevemente, y observáramos nuestro alrededor, veríamos «la ruidosa práctica de la modernidad. Esa marisma de cambio, de exceso, de velocidad, de corrupta necedad y del coolness que parece regular el ‘sé tú mismo’, la tabla horario de las casas de bolsa y el consumo vital de las incertidumbres colectivas y de la angustia individual» (Lozoya 2014, 19), donde el Silencio no tiene presencia, ni sentido de ser, porque la sociedad es incapaz de preguntarse incluso ¿qué hay detrás de todo el ruido que nos acorrala? La respuesta es simple: el Silencio que habla de lo Innombrable.

En las manchas urbanas el Silencio se ha convertido en un extranjero, en un elemento poco conocido, sin nombre, sin presencia y sin identidad, porque las ciudades y los medios de comunicación —o de distracción, con su «repetitiva propaganda en pro de intereses creados» (Devasahayam 2008, 29)—, son vías de escape para aquellos que aborrecen el medio natural, donde es más fácil percibir exteriormente un sosiego que nos habla de que hay Algo más que lo inmediato. A esto se le tiene miedo de experimentar, porque ante el bullicio el Ego tiende a sentirse satisfecho ya que también alimenta al ruido que viene de afuera: el Yo es algarabía y griterío interno que desune, rompe, fragmenta y esconde. Todo lo contrario a lo que el Silencio genera: revelación y unión con Algo que está oculto a quien no sabe callar.

Hay un Horror Vacui en las sociedades contemporáneas. No queremos renunciar a ser en la imaginación el centro del mundo y su falsa divinidad, de tal manera que pudiéramos abrirnos a la existencia verdadera en el silenciamiento y des-sujeción de cada uno de nosotros, como lo expresó Simone Weil (Devasahayam 2008, 29). La contemplación, el vaciamiento del Yo, es algo extraño, e incluso podría decirse que anómalo; el Silencio puede ser considerado en la actualidad como carencia de información o interés. Esta postura de refugiarse en la palabrería y en el bullicio es contraria a lo que en una ocasión dijo Fray Luis de León en la Oda a la Vida Retirada: «¡Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido/, y sigue la escondida/ senda, por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido!» (1982, 203). Pero se debe recordar que la actitud contemplativa y silenciosa radica en la disponibilidad de la persona para abrirse a una experiencia de acallamiento interno que puede superar al bullicio de las ciudades, porque la soledad que lleva a encontrarse con lo Sagrado está en la mente, y ésta, en el mundo moderno, siempre está ocupada, apegada a las cosas materiales, que en sí mismas no son malas, pero pierden su valor original cuando, desproporcionadamente, no se posee esa actitud contemplativa. No son las palabras, las imágenes o los hechos los que generan las relaciones más profundas entre las personas, sino el callar, porque es el único punto de apoyo para conocerse a uno mismo, a los demás y a lo Sagrado. Podría decirse que la vida se ha convertido en un escenario donde los papeles a representar ni siquiera son originales, o donde se permite improvisar: la estandarización marca la pauta; el ser humano se ha convertido en un robot que actúa de manera programada según los caprichos del consumo.

Ante tal contexto, es imposible alcanzar lo que Freud (1979) denomina sentimiento oceánico, que:

Es —me decía— [Romand Rolland] un sentimiento particular… Un sentimiento que preferiría [que usted] llame sensación de eternidad; un sentimiento de algo sin límites, sin barreras, por así decir oceánico. Este sentimiento —proseguía— es un hecho puramente subjetivo, no un artículo de fe; de él no emana ninguna promesa de pervivencia personal, pero es la fuente de la energía religiosa que las diversas iglesias y sistemas de religión captan, orientan por determinados canales y, sin duda, también agotan. Solo sobre la base de ese sentimiento oceánico es lícito llamarse religioso, aun cuando uno desautorice toda fe y toda ilusión. (Freud 1979, 65)

Puede o no llevar un tinte religioso, pero sin duda es algo intransferible y personal, que va desde la admiración de un bello paisaje en la naturaleza a la contemplación de una pintura. Qué insignificantes se vuelven las angustias que se tienen en dicho momento de contemplación: todo cobra su verdadero sentido al entrar en contacto con lo Sagrado, con aquello que es un océano delante de lo finito. En palabras de Simone Weil:

Para admirar realmente el universo, el artista, el hombre de ciencia, el pensador, el contemplativo, debe traspasar esa película de irrealidad que lo vela y lo convierte para la mayoría, a lo largo de casi toda su vida, en un sueño o un decorado de teatro. (1993, 105)

Llamada de atención y de cuidado para la Humanidad, que ha decidido ensimismarse ruidosamente en sí mismo, donde lo que impera es «la indiferencia de masa, donde domina el sentimiento de reiteración y estancamiento, en que la autonomía privada se discute… donde se banaliza la innovación, en la que el futuro no se asimila ya a un progreso ineluctable» (Lipovetsky 2002, 9).

Los problemas políticos, sociales y culturales que tanto afectan, de manera global, al hombre, pueden encontrar un camino más seguro para solucionarse o, al menos, encaminarse al diálogo, si discutieran desde el Silencio, donde los Egos se caen como muros mal edificados; a veces, la más profunda de las comunicaciones se establece sin palabras, pero tenemos miedo, como individuos y como colectividades, de, al callar, otorgar nuestro derecho de expresarnos a los demás. Sin embargo, el silencio no es un «acallamiento artificial de los deseos humanos, ni represión de ninguna clase» (Panikkar 1998, 161). El silencio «es el único espacio de la libertad. El pensamiento no es totalmente libre (…). Tampoco la voluntad es totalmente indondicionada. (…) La acción no es la pura agitación; se dirige a un fin que igualmente la dirige. Solo el silencio ofrece espacio a la libertad» (Panikkar 1998, 164).

Pero el silenciar nos parece una locura, cuando la sociedad misma nos invita a no dejar de escribir, aunque sea sobre cuestiones superfluas, en las redes sociales, a escuchar y ver infinidad de contenidos audiovisuales, que nos ofrecen una gama amplia de programas, con tal de que nunca busquemos los momentos de soledad e interiorización que nos ayudan a conocernos más y a abrirnos a la experiencia de lo otro, entendido como la realidad que trasciende.

El Silencio para el Hombre contemplativo, sin importar si es parte de una religión, ideología, filosofía espiritual o no, se convierte en una carga positiva, ya que en él puede encontrar respuestas que el razonamiento o la técnica moderna nunca le han podido ofrecer; para quien vive en los estándares modernos es una carga negativa, puesto que ante la soledad y el silenciamiento, especialmente externo, encuentra una interioridad personal llena de insatisfacciones, ruidos, conocimiento sin reflexión, que le hace buscar, inmediatamente, medios de escape, ya que no es capaz de soportar estar consigo mismo, y mucho menos ante lo Numinoso (Otto 2007).

Al callar se develan los logros y extravíos de la persona; por lo tanto, es necesario estar siempre hablando, escuchando, no importa qué se diga o se oiga; lo esencial en la modernidad es que no exista un lapso donde los sentidos, el pensamiento, las emociones y los avatares de la vida tengan un momento de desaceleramiento; el ajetreo de la cotidianeidad provoca que la vida misma no pueda ser aprehendida, contemplada, experimentada (Lipovetsky 2002, 9). Se posee un delirio de persecución, en palabras de María Zambrano (1993), mismo que se produce en la persona al estar tratando con algo inconmensurable, lo Sagrado, por eso se huye de la soledad y el silencio interior.

La máxima de Thomas de Kempis: «Es más fácil guardar completo silencio que no excederse en palabras» (Kempis 2017, 45) implica que el Silencio no es algo por lo cual deba lucharse o iniciar un enfrentamiento, es algo que ya está ahí, que se da, se otorga y aflora simplemente cuando hay una renuncia a lo egocéntrico (López Casquete 2006, 10-11). «En el Silencio no hay aspiraciones, ni codicias… la vida puede expresarse tal cual es, sin falsear nada» (López Casquete 2006, 35). Tengamos cuidado con las quimeras que nacen de la mente, de los procesos lógicos, porque en ocasiones deshumanizan, y no olvidar aquella sentencia de Goya que dijo «Los sueños de la razón engendran monstruos» (Altisent 2010, 23), y tejen telarañas que nos impiden movernos con libertad. «La razón es la más resbaladiza de las facultades, precisamente por su pretensión a la objetividad» (Altisent 2010, 23).

El conocimiento silencioso o saber desinteresado, aquel que surge del vacío del sujeto, posibilidad silenciosa, es una experiencia cognoscitiva que, en la postura de María Zambrano, es «un suceso al que se le ha llamado contemplación y olvido de todo cuidado, nos dice en Claros de bosque. Unos ‘claros’ que no son otra cosa sino esos momentos de lucidez, de espacios libres que permiten» (Guardans 2009, 63) ir más allá de lo que se puede llegar a saber por medio del pensamiento científico y filosófico; que traspasa a la sociedad moderna y su técnica, que no logra comprender que el ser humano precisa de algo más que una moda: necesita encontrar el poder del Silencio interior. «El saber desinteresado viene a resultar el más profundamente interesado de todos, pues que, en realidad, no es un añadir nada, sino simplemente convertir el alma, hacerla ser, ya que el que contempla se hace semejante al objeto de su contemplación» (Zambrano 1996, 53).

Nuestras jornadas diarias están marcadas por el terror al misterio, a lo inatrapable en pantallas táctiles, a lo que no se puede escuchar sin la necesidad de dispositivos de audio; las religiones y filosofías que abordan la necesidad de la contemplación no cumplen los requisitos de estandarización, fabricación, manipulación e inmediatez que nos hacen creer que proporcionan felicidad y paz ínfimas a nuestras vidas desenfrenadas y ruidosas (Lipovetsky y Serroy 2009). Este es el Imperio de lo efímero que Lipotvetsky refirió como centro de la modernidad occidental (2002, 10-22). La moda es quien marca la tendencia, quien regula lo que es útil o inútil. El Silencio, por su origen ontológico, no entra en estos parámetros exigidos. Callar no es lucrativo, no hay tareas que realizar o pendientes por cumplir, no hay lo nuevo ni lo antiguo.

El Silencio es insensatez en los dominios del reino de lo finito, donde lo inmediato es todo en su relatividad, donde lo Sagrado no tiene presencia, porque implica sacrificar, aunque sea por un solo momento, al Yo, que busca explicaciones y racionamientos parciales, por un Todo Absoluto, al cual se le contempla y experimenta. Cuando esto sucede, las cosas que eran espectaculares y brillantes para el Ego quedan parcas ante el mysterium tremendum y su luz destellante como un rayo que irrumpe en las tinieblas de la noche, rasgando los sistemas y fronteras que se han construido en los órdenes culturales, sociales, intelectuales y económicos, que son productos del sujeto y sus deseos de programación de la realidad a su alrededor. Las sociedades de la innovación se sienten indefensas cuando sus paradigmas de inmediatez y productividad, abanderadas por un lenguaje espectacular, pero irreflexivo, se ven resquebrajados por lo Sagrado, que es autosuficiente y no necesita del esfuerzo humano para existir, y que invita a introducirnos en sus bosques; como dijo Rabindranath Tagore: «No le temas al instante, dice la voz de lo eterno» (Altisent 2010, 84).

En alguna ocasión, Pascal llegó a comentar que «Toda la desgracia de los hombres proviene de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación» (Martí García 2012, 39). Si fuéramos capaces de lograr lo anterior, muchos de los problemas que creemos que no tienen solución, y que evitamos a toda costa con medios de evasión, se verían reducidos a sus proporciones reales, y no con las dimensiones del Yo, que tiende a agrandar las situaciones de manera desmedida. El apaciguamiento, interno y externo, es de gran ayuda, porque de ahí parte la creación artística, la captación de lo asombroso, el equilibrio del pensamiento, la valoración justa del conocimiento científico y filosófico, que no sólo debe centrarse en lo inmanente, sino que debe superarse y posar sus sentidos des-sujetos a Algo más, puesto que, como dice Northrop Frye, «el interés por lo trascendente está anclado en el fondo de la implicación humana» (Rossi 2010, 150), y aun así no deja de ser misterioso.

Porque el vivir es en sí mismo un enigma, y el misterio no puede ser resuelto y aclarado por el pensamiento racional, al menos no del todo, porque la razón tiene límites, y el primero de ellos es su lenguaje. Por eso el Silencio se levanta como el único lenguaje que supera las dimensiones inmanentes, y que la sociedad moderna necesita, pero que se ha negado a escuchar, porque su respuesta puede ser demasiado pasmosa para aquellos que viven bajo en el embrujo de una constante sonorización visceral, donde sería imposible o temerario pensar que «lo único que no se puede decir es lo único que vale la pena» (Rossi 2010, 259). No hay que negarlo, nuestro mundo está lleno de ruido.

La Humanidad tiene necesidad de callar, pero no lo quiere hacer o no sabe hacerlo, tiene miedo a descubrirse, a sentir un vacío monstruoso, que se le exija respuestas a los porqués del existir; pero las respuestas sólo pueden provenir de silenciar el interior, lo que resultará en un conocimiento que no depende directamente del pensamiento lógico, que prefiere ver desde la cima de la montaña en lugar de internarse en los misterios que se encuentran debajo de la neblina que cubre el paisaje. Está actitud de sistematizar todo para darle una explicación congruente es la racionalización del mundo moderno, que «parece ser la patología de la razón, puesto que encierra a lo real en un sistema de ideas coherente, pero parcial y unilateral. No acepta que una parte de lo real se le escapa, ni que la racionalidad tiene por misión dialogar con lo irracionalizable» (Lozoya 2014, 27): el ser humano actual está obsesionado por la producción, la información y la expresión, pero todo lo anterior no proviene de un interior silencioso, en paz, sino de un interior atormentado, fragmentado, multipolar y hipersonoro, donde impera

el narcisismo, la expresión gratuita, la primicia del acto de comunicación sobre la naturaleza de lo comunicado, la indiferencia por lo contenidos, la reabsorción lúcida del sentido… el deseo de expresarse sea cual fuera la naturaleza del ‘mensaje’, el derecho narcisista a expresarse para nada, para sí mismo… Comunicar por comunicar con la lógica del vacío. (Lipovetsky 2002, 14-15)

Un sistema social, político y económico que esté organizado, como sucede actualmente, bajo parámetros e ideales narcisistas, sólo puede estar dirigido y encaminado por la búsqueda del Ego y sus necesidades de dominio y autosatisfacción; porque a fin de cuentas, todas las actividades del día a día se han vuelto insostenibles, sin importar su índole, ya sea por la falta de tiempo, dinero, paz interior, reconocimiento interior y Silencio; se puede asegurar que «Se acabó el tiempo en que la soledad designaba las almas poéticas» (Lipovetsky 2002, 47) y la «relación con el Otro es la que sucumbe… al proceso de desencanto» (Lipovetsky 2002, 48).

El Silencio es el orden del universo, porque en él transcurre el cambio de estaciones, el derretimiento de las nieves invernales, el movimiento de los planetas, el trabajo incesante de los insectos, el paso del día a la noche, y ante todo esto queda claro que hay algo Sagrado, algo que habla silenciosamente y que no calla al mismo tiempo, pero que ha sido censurado con el ruido que el humano ha fabricado en sus industrias, en sus almacenes de consumo, en su morada interna. Quien no para de hablar, sin freno alguno, teme confrontarse con ese Silencio universal. Los habladores compulsivos son máquinas que contaminan verbalmente; son productores de palabras sin razón ni sentido. Se dice mucho en la sociedad moderna, pero poco es entendible y sensato, porque el origen de esas palabras es la confusión y miedo a callar. «La mayoría de las personas del mundo moderno han perdido la serenidad y no se aperciben de sí mismas» (Devasahayam 2008, 45). Pero no hay que negar que alcanzar lo anterior no es fácil. Como Devasahayam explica, el ser humano promedia unos setenta mil pensamientos diarios (2008, 53) que se repiten sin cesar de manera monótona, sin reflexión, y sin un origen de interiorización, generando chatarra mental. Pensamos mucho pero no reflexionamos sobre lo pensando; hablamos desmedidamente sin callar de manera justa; escuchamos, pero no comprendemos; vemos sin poder experimentar la contemplación profunda y sagrada de la existencia; deseamos estar determinados más por tener que por ser.

En la actualidad se ha perdido la capacidad de ser sensibles ante lo sutil, que es «vía al refinamiento del conocer y del sentir» (Corbí 2007, 295), aquello que no genera ruido y no se puede controlar. El ser humano se ha convertido en un ser destructor de su entorno, ya no respeta ni deja que nada esté fuera de sus órdenes y de la satisfacción de sus caprichos, creyendo que sólo es necesario lo que se consigue con inmediatez. Sí, podemos asegurar que el ser humano contemporáneo es un ser insatisfecho, desprovisto, consumidor, hablador e hipersonoro, cuya existencia gira en el núcleo articulado de sus necesidades, que es el Ego. La sociedad contemporánea «experimenta un incremento notable de técnicas de control, al mismo tiempo que sufre un incontrolable aumento de sensaciones de riesgo e inseguridad» (Lozoya 214, 83), cayendo en el abismo de lo angustiante, donde el individualismo, de tipo hedonista y personal, es la forma más común de vivir.

Martin Heidegger, en su obra El ser y el tiempo, dejó en claro que el Hombre moderno tiene una gran necesidad de experimentar una sensación de inmediatez que le permita olvidarse del llamado del ser, centrando su mirada en asuntos efímeros. Para el filósofo bávaro hay una avidez por las novedades que generan una disipación en el humano, que se torna inquieto, incapaz de sentirse perteneciente al mundo y contemplarlo, sobre todo, en Silencio. «Las habladurías rigen también las vías de la avidez de novedades, diciendo lo que se debe tener leído y visto» (Heidegger 1971, 192). No hay que dilatar la llegada de nuevos conocimientos, de llamativas tecnologías, de fascinantes medios de comunicación: todo debe estar al alcance de nuestras manos, con el fin de no perder detalle de lo que acontece en el mundo, cerca o lejos, sin importar distancias; entre más novedades, con o sin fundamento, leamos, tendremos algo de qué platicar. Se llega a considerar que «la noticia de hoy no sea la noticia de mañana es una máxima de la cultura mediática global» (Lozoya 2014, 46).

Mientras más personas sepan lo que he hecho durante el día, en los lugares donde he estado, mostrando su aprobación, me sentiré más parte de la sociedad, la cual tiene un miedo frenético de parar, de callar, de contemplar y de eliminar sus procedimientos de actuar, atados al chismorreo de sus habitantes, siempre necesitados de novedades que les distraigan de sí mismos. Porque «Hoy se habla demasiado. Se habla tanto que cuando alguien trata de pensar, se lo señala con el dedo y se dice de él: Está sumido en la abstracción» (Muñoz Martínez 2006, 11-12), y esta sentencia proviene del Hombre urbano, del Hombre que nunca está en un estado de silenciamiento, porque el «laboratorio del progreso moderno» (Lozoya 2014, 21) carece de capacidad para alcanzarlo, ya que «La crisis de las sociedades modernas es ante todo cultural o espiritual» (Lipovetsky 2002, 85).

Vivimos ante la clara inexistencia de lo Absoluto, ya que se condena ante un pensamiento moderno repleto de relativismos. La sociedad actual tiene una alta necesidad de lo material, y al escuchar sobre Algo que supera las expectativas inmanentes hace un gesto de desaprobación, y más cuando lo Otro es posible experimentarlo desde el callar del Ego. Porque las reglas de las comunidades, grupos y la civilización son dadas por «las personas que gobiernan la política y el consumo de la población… y que saben manejar las palabras» (Berenguer 1995, 18), y quienes regulan el maquinismo de las industrias, generadoras del comercio desmedido, que trabajan con ritmo frenético y bullicioso, día y noche, sin parar, sin callar y que son un reflejo de la agitada interioridad humana, que ha eliminado la escucha de lo Sagrado. Ya que, para que el ser humano sea capaz de vislumbrar lo Inefable, es necesario «que alrededor (de él) haya espacio, un grado de libre disposición del tiempo, posibilidades para el tránsito hacia grados de atención cada vez más elevados» (Weil 2000, 24), que exista Silencio y sin miedo a la soledad, eliminando el hostigamiento del qué dirán de las voluntades ajenas y de la propia, ávidas de novedades por el Yo, el cual, en su renuncia, «nos hace pasar al otro lado, reventar el huevo del mundo» (Weil 2003, 33); así se acallará a la «modernidad mefistofélica, que continuamente pregunta a los individuos: ¿qué deseas?» (Lozoya 2014, 38) y que, posteriormente, genera angustia individual y colectiva, la cual huye del Silencio porque éste nunca pregunta lo que se quiere, porque en él Todo ya está dado.

La secularidad sagrada: una respuesta al mundo moderno desde la visión de Raimon Panikkar

A la hora de estudiar el pensamiento de Panikkar en materia del Silencio, es necesario ubicar primero los conceptos de secular y sagrado en su pensamiento. La cultura occidental moderna ha caído en el error de creer que lo Sagrado pertenece más a un concepto imbricado en lo confesional e institucional, sin darse cuenta que el plano secular, es decir, aquel que está afuera de los límites de la religión, también posee un carácter de sacralidad. Pero «no hay ninguna diferencia entre lo secular y lo sagrado, no hay ninguna diferencia entre lo sagrado y lo secular» (Panikkar 1999, 11). El filósofo español recurre a la noción de lo sagrado para expresar la experiencia de una realidad que no es reducible a lo empírico, mientras afirma que la secularidad es sagrada cuando «presentando un carácter de ultimidad, de no manipulabilidad, sirve de mediadora entre lo divino y lo humano y no se encierra en sí misma» (Panikkar 1999, 43).

Todas las dimensiones humanas entran en contacto con lo Sagrado, porque lo secular en su lenguaje considera a este mundo como «algo último y definitivo, se percata de que no lo puede expresar adecuadamente: se encuentra con el misterio» (Panikkar 2005, 235). Esto último es a lo que le tiene miedo la Humanidad y percibe un pavor de enfrentarlo y dejarse aprehender por él, evitándolo a toda costa, porque el Misterio no tiene respuestas, escandaliza a la razón, la cual, en Occidente, principalmente desde Descartes, aboga por respuestas fundamentadas metodológica y científicamente. Si la razón no habla, si no se expresa, nada existe según el Hombre moderno. Por lo tanto, para gran parte de la sociedad contemporánea, lo íntimo y lo contemplativo están envueltos en un halo de sacralidad, como se ha visto en el capítulo anterior, pero actualmente es muy común ver este espacio de interiorización como algo sin importancia.

Raimon Panikkar nos deja en claro que en la actualidad se vive una desacralización de la vida en todos sus ámbitos, incluyendo en el quehacer filosófico: «La gran crisis de la Filosofía en el mundo contemporáneo se debe a la pérdida del sentido místico de la existencia, que la filosofía oficial no se ha interesado en cultivar» (Panikkar 2005, 194). Pero, ahora bien, no hay que adoptar la idea de que lo sacro y lo secular se excluyen u omiten. Al contrario, ambos son parte de la misma vida. Pero en Occidente se ha creído, especialmente desde los siglos XVIII y XIX, que lo religioso es igual a lo Sagrado, por lo que éste último es antónimo de lo que se considera dentro de la esfera secular, es decir, que no tiene parte con la religión. Al ser cuestionado sobre la experiencia de la cultura, Lipovetsky expresa un vínculo con la idea de Panikkar aquí expuesta: «desde el punto de vista clásico [la experiencia] es entendida como el recogimiento, el silencio, en definitiva, como la vida interior. Esta noción de cultura tenía una estética y un trasfondo casi religioso (…), yo diría que es una especie de secularización de la religión» (Cejudo Córdoba, Montero Ariza y Ruiz Sánchez 2011, 16).

Para el autor español, el ser humano actual se hace los mismos cuestionamientos que la Humanidad ya se planteaba hace miles de años, y que son muestra clara de la necesidad del ser humano por encontrar Algo que supere sus limitaciones racionales, las cuales, si bien han producido una gran cantidad de conocimientos, no son capaces de satisfacer las interrogantes más comunes: ¿qué es lo divino?, ¿qué es el mundo? y ¿quién es el hombre? La incertidumbre y la falta de respuestas que colmen dichas cuestiones siguen estando presentes, generando una angustia en el género humano, deseoso de un sentido de ir más allá de lo que los ojos ven y la razón entiende, pero a sabiendas de que, por cada intento de aprehensión del Misterio, que daría respuesta a las preguntas anteriores, también quedaría Algo que no es posible comprender, ni siquiera nombrar, y que sólo se puede experimentar en el Silencio.

Lo que queremos dejar en claro, siguiendo la visión de Panikkar, es que toda actividad humana posee una dimensión sagrada, la cual abraza el contexto secular y religioso, sin poner uno por encima de otro. Lo Numinoso debemos verlo como algo que envuelve toda la existencia, y que entra en contacto con cada persona, pero ésta necesita del Silencio, ahora más que nunca, para poder percibirlo; y aun al experimentarlo, el ser humano no tiene la facultad de manipularlo, de enclaustrarlo, porque «El centro de gravedad de lo sagrado no radica en el hombre» (Panikkar 1999, 58). Si se hace silencio dentro de la rutina a la que los sistemas económicos empujan al hombre, existe la posibilidad de que este eluda lo efímero, la moda, las apariencias.

Vemos el mundo de una manera ligera, a causa de ser esta una sociedad entorpecida e hipersonora, donde «estamos obsesionados por el tiempo, pero el tiempo ya no pertenece a nuestro ser, sino que casi ha sido reducido a una mercancía» (Panikkar 1999, 54). Esto produce una escisión en el ser humano según Panikkar: en la modernidad el humano vive desarraigado, fracturado en su interior, extraviado en dar un sentido a la existencia, donde lo mundano, el saeculum, se separa de lo divino, lo profano de lo Sagrado, la inmanencia de la Trascendencia. Para Panikkar, es por medio de la Secularidad Sagrada el modo en que se logra unir las dos esferas restituyendo el ser del Hombre, que es la antítesis de la era del consumo, que se distingue por su «privatización ampliada, erosión de las identidades sociales, abandono ideológico y político, desestabilización acelerada de las personalidades» (Lipovetsky 2002, 5).

El lenguaje, necesario para el existir de la humanidad, no tiene la potencia suficiente para develar el misterio, porque éste no es perceptible, sino desde su capacidad de silenciarse. Decir, hablar, son sinsentidos de aquello que sólo se deja intuir. El silencio y la soledad son temidos en la actualidad, porque en el callar y estar solos se percibe un desbalance en el péndulo interior de cada ser humano. Hay un temor generalizado a fundirse con el otro, con lo trascendente; el hombre moderno tiene pavor de ser místico; el lenguaje pone su vitalidad en lo que se pronuncia; el silencio libera en lo que se experimenta. Lo que se ha vivido en lo Numinoso ha nacido y ha terminado en la quietud silenciosa, desde la cual los poetas y los místicos inician sus insuficientes explicaciones para dar a conocer a los demás. El callar está vinculado a lo poético, al arte y al éxtasis espiritual, alejándose totalmente del discurso argumentativo, desde el cual el ser humano se erige en el dios de su pequeño mundo, como dijera Mefistófeles en el Fausto de Goethe, o padece el mal de Sísifo, viendo en vano todos sus esfuerzos por alcanzar la cumbre con el peso de su soberbia al querer dominar cuanto existe a través del Yo, porque «Quien silencia al sujeto, silencia al mundo que construye el sujeto» (Corbí 2007, 308).

Se cree que el Silencio, que conduce a lo sagrado es un mero no decir u omisión de algo que no es importante, cuando es la puerta que introduce al conocimiento pleno de la vida, aquello que conduce a la sabiduría, porque el «sabio es aquel que es capaz de distanciarse de las formas» (Corbí 2007, 327).

La visión advaita de Panikkar vincula las esferas de lo Sagrado y lo profano, que han quedado separadas en el mundo moderno. El autor subraya la necesidad de poner en valor ambas esferas, haciendo de lado los extremismos que nacen tanto de la institucionalización o de la intolerancia religiosa como del secularismo y el proceso de secularización, donde «El mismo retorno a lo sagrado queda difuminado por la celeridad y la precariedad de existencias individuales regidas únicamente por sí mismas» (Lipovetsky 2002, 41).

Desde el pensamiento de Panikkar, lo Sagrado es visto como Algo que trasciende las reglas empíricas y delimitadoras del Hombre. Lo Sagrado es un mediador entre el ser humano y lo Otro, lo que es Innombrable. La idea de Secularidad Sagrada o advaita elimina la suposición de una existencia inmersa en el contexto técnico de la modernidad mediante la unión entre lo divino, el mundo y el Hombre. Desde esta perspectiva, la existencia se vuelve sagrada, porque la persona se da cuenta de que lo inmanente y, sobre todo, lo trascendente no están ahí para ser dominados por vía racional. Al contrario, se siente parte de un todo que le orienta en su vivir, dándole plenitud a lo que acontece, sin esperar la muerte para alcanzar, o al menos ya degustar, el paraíso deseado, donde la seducción de la sociedad contemporánea, lugar de apariencias y de abundancia exterior, eje rector de la organización global, queda desarticulada, porque «la seducción no funciona con el Misterio» (Lipovetsky 2002, 27). En la secularidad sagrada que Panikkar propone al mundo moderno, se relaciona lo secular y lo Sagrado porque «hay una visión del mundo secular que es tan sagrada como cualquier otra visión estrictamente llamada religiosa. Esta secularidad ve el saeculum, el siglo, la realidad material y por lo tanto espaciotemporal como realidad última y definitiva, y por lo tanto misteriosa, infinita, esto es, sagrada; y yo añadiría, religiosa, puesto que las instituciones religiosas no tienen el monopolio de la religión» (Panikkar 2015, 383).

Desde el punto de vista del autor español, la sociedad actual no debe ser ruidosa, porque es viable encontrar dentro de uno mismo que el acallamiento interior es una necesidad que en la modernidad la Humanidad clama por alcanzar. En un ambiente donde el mercado, la moda, lo utilitario, lo excedente y lo industrial, han convertido al ser humano en una cosa, que, paradójicamente, a su vez, cosifica todo lo que le rodea, desde las necesidades imperiosas del Ego. Éste, en la sociedad moderna, es «un espejo vacío a fuerza de ‘informaciones’, una pregunta sin respuesta a fuerza de asociaciones y de análisis, una estructura abierta e indeterminada que reclama más terapia» (Lipovetsky 2002, 56), eliminando sus capacidades de crítica, de reflexión, de meditación y, por supuesto, de contemplación silenciosa de Aquello que trasciende las miradas opacas del pensamiento.

Conclusiones

El mundo actual no sólo tiene miedo a aceptar que hay Algo que puede irrumpir de forma violenta en sus estándares de pensamiento y acción. Posee un desasosiego que no ha podido aplacar con el conocimiento hasta ahora alcanzado, traducido en adelantos científicos y técnicos de gran envergadura. La felicidad, la serenidad y el saber verdadero sólo pueden ser comprensibles desde la actitud silente del ser humano, eliminando el ruido y ajetreo sonoro del Ego y de las grandes ciudades, símbolos de la fragmentación del interior del Hombre. Lipovetsky y Panikkar detallaron y describieron, en primer lugar, esa cotidianidad efímera, modista, narcisista y virtual que se desarrolla en un contexto de contaminación visual y sonora; en segundo lugar, el hacer recapacitar a la sociedad y al individuo mismo de su imperiosa necesidad de recuperar sus orígenes, sus valores más importantes, su capacidad de ir más allá de lo meramente material, donde esto último tiene una estrecha relación con lo Trascendente, eliminando visiones coartadas por el dualismo sujeto-objeto, puente para llegar a una unión con todo lo que nos rodea.

Si bien, el pensamiento de Lipovetsky expresa una crítica a la vacuidad, a las constantes distracciones y al narcisismo en la cultura actual, encuentra un punto de encuentro con el pensamiento de Panikkar en el arte como experiencia de lo absoluto, rodeado de un «cierto clima sacro (silencio, recogimiento, contemplación): se impone como templo laico. (…) el arte está obligado a procurar el éxtasis de lo infinitamente grande y bello, de contemplación de la perfección, dicho de otro modo, de abrir las puertas de la experiencia de lo absoluto, más allá de la vida ordinaria» (Lipovetsky y Serroy 2013, 8). Mientras que Panikkar expone la posibilidad de relacionar la experiencia del mundo con la experiencia de lo absoluto. Con relación a la experiencia del arte y el silencio, el filósofo español expone que «la música apacigua, acalla las estridencias violentas y revela que surge de un fondo callado (…). El mundo en cambio parece que tenga forzosamente que ser ruidoso. Para descubrir su silencio hay que superar una oposición fáctica entre mundo y silencio (…). Su dificultad estriba en la experiencia real del silencio en medio del mundo» (Panikkar 199, 126-127).

Por último, se puede afirmar que el Silencio es, paradójicamente, llamamiento, necesidad básica de cada persona, donde lo fundamental es despojarse de todo aquello que no sea realmente necesario o esencial. Es un desapego para encontrar Todo lo que sí es prioritario, dejando atrás lo efímero que impera en la sociedad actual, donde no existen raíces personales y colectivas profundas, que den orientación a la existencia. Como propone Panikkar, «silenciar al hombre significa no solo liberarlo de los ruidos internos y externos, sino apaciguarlo y reconciliarlo con todos aquellos factores que desplazan su centro de gravedad» (Panikkar 1996, 291). Ahora más que nunca se necesita, urgentemente, que cada individuo redescubra ese silenciamiento interno que haga posible el callar, consecuentemente, el escuchar y, finalmente, el hablar, entablar un diálogo verdadero consigo mismo, los demás, la naturaleza y lo Indecible. Sólo en el acallamiento persona se hace más humana y, a la vez, llega a contemplar las esferas de lo que trasciende a la inmanencia, el ser, lo Numinoso, lo Sagrado, que se abre ante él de una manera que no hubiera podido conseguir bajo la tiranía de la mente, en toda su nitidez, diáfana, silenciosamente.

Notas

1. Se entiende por el Ego (o el Yo) como la subjetividad del ser humano. Aquello que está condicionado por su racionamiento, parcialidades, gustos, temores, favoritismos, modalidades u ordenes de la realidad que el individuo construye de manera selectiva y preferencial.

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Roberto Gerardo Flores Olague (roberto.flores@uaz.edu.mx) es docente-investigador de la Unidad Académica de Historia de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Licenciatura en Historia, Maestría en Investigaciones Humanísticas y Educativas (especialidad Filosofía e Historia de las Ideas) y Doctorado en Estudios Novohispanos por UAZ. Autor de los artículos: El romanticismo de Emilio Salgari en el Corsario Negro-La venganza en la revista de Ciencias Sociales y Humanidades Chakiñan de la Universidad Nacional de Chimborazo, Ecuador, No. 12, diciembre 2020; El feminismo existencialista de Simone de Beauvoir en La mujer rota en la revista Cuadernos de H ideas, No. 14, 2020; Apuntes sobre el origen místico del Dasein en la Revista Sincronía de la Universidad de Guadalajara, No, 82, 2022; Eckhart y Heidegger: diálogo silencioso en la búsqueda de lo sagrado. Universitas Philosophica de la Universidad Javeriana, No. 40, 2023, entre otros.

Recibido: 2 de mayo, 2024.

Aprobado: 9 de mayo, 2024.