Felix Alejandro Cristiá
El monumento como archivo conceptual de un discurso político. Un análisis filosófico desde la historia conceptual
Resumen: El presente artículo analiza el monumento como un archivo conceptual que intenta establecer la permanencia de un discurso en el espacio, que a su vez se convierte en el objeto que permite seguir el cambio de sentido de los conceptos que lo componen. El estudio se aborda principalmente desde la historia conceptual (Begriffsgeschichte), en cuanto se enfoca en los usos de los conceptos en un momento determinado y en sus cambios de sentido a través de la historia, para conocer el alcance social —y legitimidad— que posee el monumento como contenedor del recuerdo colectivo. La memoria que el monumento pretende hacer perdurar puede fundamentar la eventual actualización o deslegitimación de los discursos que conceptualmente lo han erigido y, por lo tanto, el monumento mismo puede albergar su propia revocación.
Palabras clave: Monumento, discurso, historia conceptual, filosofía política, Reinhart Koselleck.
Abstract: This article analyzes the monument as a conceptual archive that tries to establish the permanence of political discourse on space, which in turn becomes the object that allows us to follow the change of meaning of the concepts that compose it. The study is approached mainly from conceptual history (Begriffsgeschichte), insofar as it focuses on the uses of concepts both at a given moment and according to their meaning changes throughout history. This can be useful to know the monument’s social scope –and legitimacy– as the container of collective memory. The memory the monument tries to make last can support the eventual update or delegitimization of the discourses that have conceptually erected it. Therefore, the monument itself can host its revocation.
Keywords: Monument, discourse, conceptual history, political philosophy, Reinhart Koselleck.
Introducción
No es de extrañar que cuando pensamos en monumentos, obras humanas creadas para recordar personas y hechos históricos, difícilmente los podamos imaginar fuera del espacio público. Si este espacio es un medio que históricamente ha posibilitado la expresión de discursos orales, y como tales efímeros o temporales según los acontecimientos, ¿el mensaje que da el monumento situado en el espacio público pretende establecer un discurso fijo, es decir, permanente, a través del tiempo? En otras palabras, representaría un acontecimiento pasado como un hecho presente, pero con la pretensión de marcar un ideal proyectado al futuro. Si es así, ¿qué sucede si el mismo monumento con el paso del tiempo deja de representar lo que en primer lugar justificó su construcción? Esto supondría un problema, en cuanto la característica de permanencia que posee el monumento es puesta en duda si llegaran a cambiar los conceptos que le daban significado.
El presente artículo de reflexión tiene por objetivo establecer estrategias de lectura que nos permitan comprender el monumento como un archivo conceptual que intenta establecer la permanencia de un discurso en el espacio, que a su vez se convierte en el objeto que permite seguir el cambio de sentido de ese discurso1. Por consiguiente, la investigación se centrará en tres ejes principales: en primer lugar, se hace necesario comprender los usos del monumento según los cambios conceptuales que lo han constituido históricamente. En segundo, determinar de qué manera los monumentos son conceptualizaciones de discursos políticos que responden a un momento determinado, pero que, al erigirlos, fijan este momento en la memoria colectiva. A raíz de lo anterior se analiza, finalmente, la posibilidad de que el monumento actúe de contenedor de una memoria negativa que puede fundamentar la eventual actualización o deslegitimación de los discursos que lo han producido, por lo que también subyace la pregunta por la conservación o destrucción de los monumentos.
El tema se aborda desde la historia conceptual (Begriffsgeschichte), método crítico que se pregunta por el alcance social de los conceptos según sus usos para poder comprender la multiplicidad semántica contenida en el concepto (Koselleck 2012), en lugar de optar por una postura tradicional que sostiene la intemporalidad de ciertas ideas (Skinner 2000). A propósito de esto, el historiador alemán Reinhart Koselleck (1993) distingue dos principios a tomar en cuenta para el análisis: el diacrónico, que estudia la transformación de un concepto a través del tiempo, y el sincrónico, donde se tematizan las situaciones en un momento dado, ambos convergiendo en la historia. La perspectiva semasiológica también es fundamental, es decir, toma en cuenta todos los significados de un concepto, pues «trata la relación entre «palabra» y «hecho», el concepto se estudia en su función político-social y no en la lingüística» (Fernández 2009, 101).
El presente estudio no pretende hacer historia conceptual en sentido estricto, es decir, no se analiza históricamente el concepto de monumento, sino que guía la reflexión filosófica en torno al uso del monumento como un archivo conceptual que permite comprender los cambios de sentido de los conceptos y su transformación a largo plazo a través de estas obras. Sumado a lo anterior, se dialoga con otras perspectivas concernientes al lenguaje y el discurso para enriquecer el abordaje del monumento desde la historia de los conceptos, pues uno de los enfoques de investigación «se centra primordialmente en los acontecimientos, en las acciones plasmadas en el discurso, el texto y el acto (…)» (Koselleck 2012, 20). La importancia de lo anterior radica en que los conceptos recurrentes en la investigación, como discurso y monumento, refieren a su vez a otros dos que los constituyen: la palabra y el hecho. A propósito de esto, el historiador alemán argumenta:
Sin incluir los conceptos paralelos o contrarios, sin coordinar mutuamente los conceptos generales y los específicos, sin tomar en cuenta los solapamientos de dos expresiones, no es posible averiguar el valor de una palabra como «concepto» respecto a la estructura social o a las posiciones de los frentes políticos. Así pues, la historia conceptual tiende finalmente a la «historia de los hechos», precisamente en el cambio de cuestiones semasiológicas y onomasiológicas. (Koselleck 1993, 121)
La reflexión versa sobre los monumentos como obras conmemorativas en un sentido general, pero se hará énfasis en aquellos que representan personajes históricos de carácter político. Esto porque en años recientes se han visto intentos de hacer caer distintos monumentos acusados de simbolizar ideales políticos que, tras el avance e investigación histórica, han llegado a considerarse nocivos para ser recordados u ovacionados. Para intentar dar luz a esta cuestión tan vigente, cabe resaltar la importancia de abordar nuestro objeto de estudio desde el enfoque conceptual, pues el monumento podría tratarse de la forma física misma del entrecruzamiento de lo que Koselleck (1993) denomina el espacio de experiencia (Erfahrungsraum) y el horizonte de expectativa (Erwartungshorizont), lo que a su vez puede llegar a ser clave para responder a una última pregunta que hemos de plantearnos: si los monumentos, tras la revisión histórica, deberían ser destruidos.
El monumento según el cambio conceptual a través del tiempo
En primer lugar, se hace necesario preguntarnos ¿qué es un archivo conceptual? De manera preliminar se trataría de un elemento, objeto o soporte que guardaría, albergaría o reuniría un conjunto de conceptos que forman parte de un mismo acontecimiento histórico2 o discurso. Si pensamos en un monumento como archivo conceptual, este reúne y transmite estos conceptos simbólicamente. De acuerdo con Koselleck (1993), un concepto —como unicidad de significados de experiencias y expectativas— se construye cuando una palabra entra en conjunción con todos los significados nacidos de los propios contextos de uso de esa palabra: «Una palabra contiene posibilidades de significado, un concepto unifica en sí la totalidad del significado» (Koselleck 1993, 117). De la misma forma, un monumento contiene y unifica conceptos.
La relación entre concepto y monumento se puede establecer de la siguiente manera: un acontecimiento histórico produce una multiplicidad de discursos, los que a su vez albergan determinados conceptos políticos. Un discurso, al intentar garantizar su perduración en la memoria social, se puede plasmar en un monumento mediante la evocación material de símbolos que responden a esos conceptos y que previamente han sido reconocidos socialmente. Sin embargo, tal como Koselleck agrega, «un concepto puede ser claro, pero tiene que ser polívoco» (1993, 117), por lo que un monumento, según lo planteado anteriormente, también podría contener el cambio de sentido de los conceptos que lo componen. Así bien, la importancia de la historia conceptual para la presente reflexión radica en comprender cómo, al cambiar el concepto —o conjunto de conceptos—, cambia también el monumento (o más preciso, su significado).
En un sentido general entenderemos por monumento la obra material humana de carácter público cuyo uso o finalidad es ser el contenido del recuerdo o conmemoración de un acontecimiento. Para el historiador austriaco del arte Alois Riegl, el monumento es una obra tanto histórica como artística o escrita, «en la medida en que el acontecimiento que se pretende inmortalizar se ponga en conocimiento del que lo contempla sólo con los medios expresivos de las artes plásticas o recurriendo a la ayuda de una inscripción» (Riegl 1987, 23), por lo que las formas en la que suele construirse (esculturas, estatuas; piedra, acero) transmiten la noción de durabilidad. Su carácter monumental, sumado a una adquirida cualidad de antigüedad que vale la pena preservar, le brinda a quien lo contemple la sensación de que existirá eternamente. Al materializar el anhelo de congelar el tiempo, y con este los acontecimientos que dieron la necesidad de levantarlo, alberga el contenido de la memoria de un pueblo.
La palabra monumento en castellano, así como en inglés, monument, provienen del latín monumentum, del sufijo -ment (de mens), mente, y la raíz mon, de momere (advertir o recordar); por lo tanto, el monumento refiere a un recuerdo (Skeat 1963) o archivo de la memoria. Sin embargo, el concepto de monumento, y puntualmente de monumento histórico, no se utilizaría hasta varios siglos después, tal y como menciona Roger O’Keefe:
La palabra ‘monumento’ se había utilizado en Francia para denotar bienes culturales inmuebles desde el siglo XVII (…). El término completo ‘monumento histórico’ (‘Monument historique’) data en francés de al menos 1790, cuando se utilizó en el primer volumen de Antiquite’s nationales de Aubin-Louis Millin de Grandmaison, y se definiría en la ley de monumentos históricos de 1913 como un edificio «cuya conservación es, desde el punto de vista de la historia o del arte, de interés público». El término también era corriente en inglés. Ya en 1560, Isabel I había tratado de sofocar la iconoclasia de la Reforma con una «Proclamación contra la rotura o desfiguración de los monumentos de la antigüedad instalados en las iglesias…» (…). Monumento fue también el término aceptado en español (‘monumento’) y alemán (‘Denkmal’). (2006, 28)3
Pero el uso y el sentido del monumento cambian según los momentos en los que se produce. Por ejemplo, en la Antigüedad remota el monumento —todavía no intencionado4 — era un símbolo sacro; referimos a las obras monumentales del paleolítico y puntualmente a las del estado cultural del animismo (Hauser 2020), cuando nace la necesidad de separar el espacio sagrado del profano y aún no está diferenciado lo público de lo privado. Ejemplos de estas son los menhires y otras obras megalíticas.
Con la llegada de las primeras civilizaciones sedentarias, el monumento —ya intencionado— se convierte en símbolo teológico-político, tradición que empezaría por medio de los grandes mausoleos, donde el simbolismo religioso legitima el poder político de determinadas personas o eventos, asegurando que sus nombres perduren en el tiempo, y superando el miedo al olvido. Por ejemplo, en Mesoamérica, los monumentos mayas eran edificados a la gloria de una dinastía regente divinizada, más que a una divinidad en particular. Siguiendo con estos cambios de sentido, en la República e Imperio Romano el monumento se utilizará como el símbolo político conmemorativo por excelencia, donde comienza a albergar discursos políticos y propagandísticos; pero será hasta el Renacimiento, como argumenta Riegl (1987), en que se llega a reconocer por primera vez —por lo menos en Occidente— la importancia del valor histórico del mismo5.
El uso de los monumentos como contenedores de conceptos y discursos políticos se puede entender bajo la necesidad de recordar o añorar un pasado glorioso al que se apela con discursos que intentan justificar cambios políticos y sociales que brinden una aparente estabilidad identitaria. Respecto a esto vale la pena poner atención a Maquiavelo en su análisis de la República romana:
Cualquiera que desee o necesite reformar el modo de gobierno de una ciudad, si quiere que el cambio sea aceptado y mantenido con satisfacción general, precisa conservar al menos la sombra de los usos antiguos, de modo que al pueblo no le parezca que ha cambiado el orden político, aunque de hecho los nuevos ordenamientos sean totalmente distintos de los pasados, porque la mayoría de los hombres se sienten tan satisfechos con lo que parece como con lo que es, y muchas veces se mueven más por las cosas aparentes que por las que realmente existen. (Maquiavelo 2015, 115)
Lo anterior nos ayuda a comprender el uso del monumento como una representación física de la permanencia6 de un discurso, es decir, lo que subyace en la memoria colectiva a pesar de los cambios sociales a través del tiempo. Pero estos cambios suponen que los discursos que inspiraron la construcción del monumento están también sujetos al cambio, y en este sentido los discursos responden más a significantes (o conceptos) específicos que a un hecho histórico. David Harvey (2018) señala que el discurso posee muchas formas, por ejemplo, la escritura, pero es ante todo un proceso social, encontrado transversalmente con otros momentos: el lenguaje (persuasivo y comunicativo), el sistema de creencias, la construcción de instituciones, las prácticas materiales (fuerzas productivas) y las relaciones sociales. Con esto presente no resulta extraño cómo el análisis de los discursos y de la lingüística propia de la historia política ha contribuido a la expansión del alcance semántico de la historia conceptual, tal como argumenta Weidner (2018), llegando ambas a determinar una «historia cultural de la política» (51).
Los conceptos políticos encontrados en determinados acontecimientos o narraciones de personajes históricos forman parte de los discursos utilizados públicamente, por ejemplo, cuando la palabra libertad guía el sentido de un discurso. «Los discursos son manifestaciones del poder», afirma Harvey (2018, 102), ya sea de forma oral o escrita, desde un individuo en particular o un grupo, los discursos establecen maneras de comprender, representar algo y de persuadir. Cuando estos conocimientos convergen en el ámbito público se ponen en conflicto o encuentro con otros discursos, posibilitando la reflexión y la crítica. Pero toda palabra, idea o concepto cambia su sentido con el tiempo, de ahí la importancia, como sostiene Skinner (2000), de «que no debemos estudiar los significados de las palabras, sino su uso» (178), esto porque los usos de las palabras y de los conceptos sobrepasan el ámbito lingüístico, es decir, no se restringen únicamente a los discursos pronunciados en acto o los que sobreviven en las fuentes escritas. Ahora bien, ¿cómo podemos rastrear los cambios de sentido de los conceptos a través del monumento? Para intentar aproximarnos a esta cuestión primero se debe estudiar el momento en que los conceptos de un discurso pretenden representar una permanencia por medio de estas obras.
Cuando los conceptos devienen en monumento
La historia conceptual se ha ocupado en rastrear los usos de los conceptos políticos sincrónica y diacrónicamente, pero para comprender de qué manera los conceptos de un discurso constituirían un monumento se hace necesario esclarecer lo que se puede entender por discurso. Para David Harvey (2018) el discurso permite reflexionar en torno de lo que pensamos y hacemos, y se puede definir según varios momentos, el momento del lenguaje, donde se recurre a las diferentes maneras de hablar o escribir, y «el momento del pensamiento, la fantasía y el deseo (lo «imaginario»)» (Harvey 2018, 109). Este momento de lo imaginario posee relación con el aspecto ideológico del discurso, en el que vale la pena detenernos brevemente.
Para Žižek (2003), influenciado por la teoría lacaniana7, la ideología «es una construcción de la fantasía que funge de soporte a nuestra ‘realidad’: una ‘ilusión’ que estructura nuestras relaciones sociales efectivas, reales (…)» (76). Reano (2014), siguiendo a Žižek, argumenta que «el único modo en que la experiencia de una realidad histórica puede lograr su unidad es mediante la instancia de un significante que le dé sentido» (35), lo que aplica por supuesto a la dimensión política. Pero no es un objeto real el que garantiza esta unidad, «sino al contrario, es la referencia a un ‘significante puro’ la que confiere unidad e identidad a nuestra experiencia de la realidad histórica» (Reano 2014, 35). Esto es, las distintas maneras en que por medio del lenguaje construimos interpretaciones de la sociedad a través de significantes reconocidos en ella. Así, los significantes ordenan los aspectos sociales y los medios en que los seres humanos se comprenden entre sí. En otras palabras, crean sentido, independientemente de que el mismo pueda ser medido según criterios de verdad o falsedad.
Partiendo de esta perspectiva, el monumento formaría parte del lenguaje político que sobrepasa la dimensión de los contenidos de los textos; actuaría de referencia al significante puro y podría tratarse del puente que une conceptos políticos a una realidad histórica que se pretende construir, volviéndose así un elemento fundamental del proceso de simbolización de lo real que se pretende hegemonizar. Los conceptos son ideologizados a través del discurso y su sentido cambia según el uso. Por ejemplo, el concepto de democracia posee un sentido distinto conforme es usado en un discurso liberal o conservador, de ahí la importancia que la historia conceptual da a la pluralidad semántica del concepto para rastrear los cambios de sentido. A pesar de que no es nuestro objetivo centrarnos particularmente en los temas de discurso e ideología, lo anterior ayuda a comprender cómo el sentido de un discurso no está necesariamente fundamentado en alguna acepción real, o mejor decir a propósito de nuestra reflexión, en hechos históricos, sino que se basa en una fantasía que estructura lo que se tiene por real.
Si analizamos el monumento como archivo conceptual, es decir, como conjunto de conceptos unificados por un significante no necesariamente apoyado en una realidad histórica, hay que tomar en cuenta que estos conceptos son discursivos: comunican simbólicamente ideas ya encontradas en el ámbito público, como por ejemplo: ideales de democracia, libertad u honor. Los conceptos son por ende los mediadores entre un discurso y el monumento que lo representa. Así como un discurso puede perdurar en la historia por medio de los textos (discurso escrito y memoria histórica), también puede perdurar en el espacio mediante su representación simbólica, desde una estatua o una simple inscripción, hasta una bandera izada en una plaza, siendo esta última una síntesis de otros conceptos y momentos que convergen en una sola idea identitaria, por ejemplo, la de nación. De esta manera el discurso alcanza un estado público y se inserta en la memoria colectiva, ya que el espacio que alberga un monumento da a cada miembro de la sociedad un medio de identificación, una imagen social, en palaras de Lefebvre (2013).
Hemos señalado la importancia de estudiar los monumentos dentro del ámbito de los conceptos políticos, pero no debemos perder de vista que «el mensaje primordial de los monumentos se dirige con naturalidad a una ‘sensibilidad visual’ que sucede antes o después del lenguaje», argumenta Fusaro (2015, 99) refiriéndose al estudio de Koselleck sobre la semántica de los monumentos, en la que nos detendremos más adelante. En otras palabras, su cualidad de obra artística o conmemorativa los hace formar parte del espacio extralingüístico que interviene un espacio físico, donde la entidad (persona o institución) que ostenta la capacidad de erigir la obra posee al mismo tiempo la exclusividad de reunir (archivar) los símbolos que la constituyen.
El filósofo francés Jacques Derrida (1997) sostuvo que no hay deseo de archivar sin la posibilidad del olvido, es decir, para que algo pueda ser recordado debe ser ‘archivado’, lo que a su vez genera la paradoja de que, al archivarse, se llega precisamente a olvidar, pues ya no corre el peligro de desaparecer. Este proceso de archivar implica la asignación de los soportes que contendrán lo que se ha de custodiar para la posteridad, y al quedar resguardado en estos, quedan en cierta medida ocultos. La capacidad, facultad o prerrogativa de reunir los conceptos (o significantes) en el soporte es lo que Derrida denomina la ‘consignación’, que «tiende a coordinar un solo corpus en un sistema o una sincronía en la que todos los elementos articulan la unidad de una configuración ideal» (Derrida 1997, 11). ¿Esta unidad podría ser marcada por el monumento? Para obtener a una respuesta satisfactoria regresemos a la historia conceptual.
Mediante el análisis del lenguaje político, Skinner (2002) propuso ir más allá de los contenidos explícitos de los textos para intentar comprender el lenguaje y las palabras como herramientas que se pueden aplicar según diferentes funciones y la manera en que se usan. En otras palabras, sobrepasar el nivel semántico del lenguaje y estudiar su alcance pragmático. Cuando hablamos de teoría e historia política hay que tomar en cuenta «que estamos tratando con dos dominios distintos y contingentemente relacionados: el del propio mundo social y el del lenguaje que luego aplicamos en nuestros intentos de delinear su carácter» (Skinner 2002, 172), por lo que el significado de las palabras viene definido por sus usos. La postura de Skinner es epistemológica, en cuanto su preocupación radica en la manera de alcanzar el conocimiento —los historiadores conceptuales, para Skinner, dan cuenta del uso de los conceptos, no de los conceptos mismos (Ankersmit 2021)—, mientras que la postura de Koselleck es preponderantemente ontológica, pues para él los «los conceptos y el lenguaje son en gran medida una realidad propia, como es el caso de los aspectos más materiales del pasado en los que pueden estar interesados los historiadores políticos, los historiadores socioeconómicos o los historiadores del arte» (Ankersmit 2021, 38). Así bien, para el historiador alemán los conceptos y la realidad social se encuentran igualmente correlacionados.
Por su parte, Harvey (2018) menciona que los actos de comunicación de los discursos «tienen un determinado campo de operación espacial, así como una temporalidad, y ambas cosas dependen de capacidades socialmente construidas y tecnológicamente mediadas para la comunicación en el espacio y el tiempo» (114). El problema es que estas capacidades no se mantienen constantes a lo largo de la historia. Con lo anterior podemos entender que los discursos poseen un tiempo determinado en el que acontecen, pero al ser comunicados por otros medios a través del tiempo, pueden llegar a emplearse para fines distintos del acontecimiento que los originó. Si seguimos a Paul Ricoeur, cada concepto que constituye un discurso viene intervenido por la retórica, que usa tanto los aspectos literales como los figurativos del lenguaje. Así bien, «la retórica gobierna la descripción del campo histórico» (Ricoeur 1996, 858), y por ello —nos dice este autor— no hay una relación de reproducción entre un acontecimiento y una narración, sino una relación metafórica que constituye la estructura de una imaginación histórica (Ricoeur 1996).
De manera similar, para Koselleck (2018), como sostiene en Zeitschichten (Los estratos del tiempo), las metáforas8 son las que permiten acercarnos a un conocimiento del tiempo histórico, e igualmente, todo acto de narración crea ficciones a partir de la historia (Koselleck 2012). Pero es el interés por el lenguaje lo que hace a Koselleck procurar no confundir la realidad histórica (res factae) y la ficción (res fictae), lo cual lo aleja de Ricoeur, en cuanto para este último el discurso histórico forma parte de la clase de las narraciones de ficción, pues únicamente a través del tiempo las narraciones reciben su significado. Para el historiador conceptual alemán, por otro lado, los eventos y el lenguaje poseen diferencias temporales prominentes, y el lenguaje no puede llegar a ser totalmente abarcado por la historia. Lo único que podría considerarse real, en un sentido verificable, son las fuentes transmitidas desde el pasado, por lo que «El resultado no es la reproducción de una realidad pasada, sino, por poner quizás demasiado énfasis en ello, la ficción de lo fáctico» (Koselleck 2018, 20), idea que retomaremos más adelante.
La historia conceptual considera la necesidad de entender el carácter histórico (en cuanto contingente) del lenguaje discursivo. En ese sentido, si el discurso se constituye por medio de las palabras, a través del lenguaje y del acto de expresarlas en determinado momento histórico, el monumento sería la representación simbólica de los conceptos de ese discurso que han devenido en permanencia. Así, los discursos que se pronuncian sobre el espacio se convierten en los discursos del espacio, pues cuando los conceptos convergen con las instituciones, el lenguaje y los rituales sociales, nos dice Weidner (2018), se convierten en actos simbólicos que constituyen el «espacio comunicacional político»9. Un monumento transforma conceptos políticos de los discursos del momento (aspecto sincrónico) en símbolos de recuerdo (aspecto diacrónico), y de esta forma evoca el porvenir a través de su simbolización por medio de metáforas. En palabras de Koselleck (1993), abre el horizonte de expectativa (Erwartungshorizont), es decir, la experiencia de lo no vivido, desde la memoria histórica entendida como un pasado hecho presente (espacio de experiencia o Erfahrungsraum). Ahora bien, ¿cómo establecer la veracidad de lo que el monumento pretende evocar? El historiador alemán nos recuerda que
solo se puede estar seguro de lo que «realmente» sucedió, más allá de cualquier hipótesis, mediante lo transmitido oralmente o por escrito, precisamente mediante testimonios lingüísticos. Solo mediante las fuentes lingüísticas es posible saber qué parte del pasado debe contabilizarse como «lingüística» y cuál como lo «realmente» acontecido. (Koselleck 1993, 17)
Un discurso en acto habla del presente con proyección al futuro, pero también puede evocar el pasado con el mismo fin10. Un monumento, por otro lado, evoca el pasado y lo extiende hacia el futuro; pretende hacer perdurar el pasado mediante la abstracción y unificación de los hechos condensados en un sólo símbolo. Recordemos que «La función del discurso es crear «verdades» que son de hecho «efectos de verdad» dentro del discurso (…)» (Harvey 2018, 129). Así bien, si un acontecimiento sólo puede ser recordado a través del estudio de las fuentes, estas últimas son las que otorgan el marco conceptual que será usado para justificar la creación del monumento. Si las fuentes son tomadas como hechos verídicos, entonces el monumento afirmaría tales hechos: lo que este representa se asume como un hecho o una verdad histórica.
Regresando a las ficciones, más que una verdad histórica, Koselleck (2012) se refiere a la ficción de lo fáctico, esto es, la unidad que se presenta entre los factores prelingüísticos y lingüísticos por medio del lenguaje, «ya que lo que realmente ha sucedido solo es —retrospectivamente— real mediante la descripción lingüística» (Koselleck 2012, 18). Esto apunta a que, como no es posible conocer a cabalidad la veracidad de un discurso que sigue un acontecimiento pasado, lo que prevalece tras el análisis histórico es la ficción producida con base a lo que se supone que sucedió, un intento de reconstrucción. De aquí que el historiador alemán sostenga que el lenguaje y la realidad no son congruentes el uno con el otro (Koselleck 1993). Si aceptamos esta perspectiva, no sería ilícito pensar que cuando tales acontecimientos inspiran la creación de un monumento, este alberga una ficción fáctica, pero fija. En otras palabras, al tratarse de una obra material, la misma posee un carácter de no-revisión; pretende simbolizar la permanencia del discurso que lo produjo, o bien, la prolongación de su significado en el espacio.
Koselleck, quizá muy anuente a esta pretensión de inmutabilidad, pero sin olvidar que lo que representa al fin y al cabo no escapa de la ficción, comenta que «con el paso del tiempo, y esto nos lo enseña la historia, la identidad pretendida elude el alcance de los que erigen monumentos. Los monumentos documentan más que cualquier otra cosa un pasado distinto del que fue» (Koselleck 2011, 69). Este archivo, representado por el monumento, sólo se podría expresar triunfalmente en un espacio de reconocimiento social, por ejemplo, el espacio público, pues «el monumento abriga la voluntad de poder y la arbitrariedad del poder bajo signos y superficies que pretenden expresar la voluntad y el pensamiento colectivos» (Lefebvre 2013, 194).
Desde este punto de vista, la ‘ficción fáctica’ producida por la reconstrucción historiográfica y la interpretación y actualización de discursos pasados, al representarse en un monumento, ¿constituiría una verdad histórica social11, en el sentido de que el mensaje que expresa por medio de sus símbolos —como unicidad de conceptos— es asumido socialmente? Esto porque la fijeza o permanencia del monumento cambia el carácter reconstructivo del acontecimiento y el discurso que lo narra. En otras palabras, el monumento ‘petrifica’ —presumiblemente— el hecho, y como tal llega a ser aceptado socialmente como verdad, aunque no puedan llegar a establecerse todos los hechos que han producido tal acontecimiento. El monumento finalmente da cuenta de una historia, aunque los hechos que la constituyeron lleguen a ser imposibles de rastrear. Pero esta propiedad de firmeza, como veremos a continuación, es al mismo tiempo su principal debilidad, y de hecho es lo que permite seguir el cambio de sentido de los conceptos. El monumento en sí puede obrar en contra de lo que este intenta fijar, o dicho de otro modo, de ‘petrificar’.
La petrificación de la memoria
Después de haber intentado acercarnos a los momentos en que determinados conceptos histórico-políticos que componen un discurso llegan a materializarse simbólicamente en un monumento para garantizar su permanencia o prolongación de significado, ahora se hace necesario concentrarnos en el monumento en sí, es decir, en la obra física y artística que complementa el espacio público. Para Riegl (1987), no se podría hablar de monumento si no reúne valores tanto de carácter histórico como artístico.
Para ejemplificar lo anterior, a menudo se suelen nombrar calles, barrios u otras obras de infraestructura con nombres de personajes ilustres o acontecimientos importantes, pero esta conmemoración no hace de la calle o del puente un monumento. En efecto, el triunfo de lo monumental radica en su forma, hecha con conceptos simplificados y plasmados en símbolos dispuestos para la contemplación, cuya identificación por parte de las personas dentro de la cultura de determinada población se mantienen vigentes incluso cuando dichos símbolos han perdido su significado o se han olvidado. Por lo tanto, las cualidades artísticas son las que permiten la representación de los conceptos en una sola obra a lo largo del tiempo.
¿Pero quién o qué es el encargado de erigir un monumento, el objeto que albergará la memoria histórica? ¿El Estado o las personas que conforman la ciudadanía? Se hace crucial preguntarnos ahora por el poder encargado de resguardar los conceptos, los discursos y la memoria de los mismos, este arconte —utilizando palabras de Derrida (1997)— que se encarga de reunir y clasificar los símbolos para instaurar su permanencia por medio de un monumento. Es común que estas obras sean respaldadas por la entidad soberana o por las instituciones públicas que ejercen la jurisdicción sobre el espacio escogido para levantarlo. En este sentido, las instituciones,
suponen la organización de espacios simbólicos (monumentos, santuarios, muros, verjas, espacios interiores de la casa) y la orquestación espacial de sistemas semióticos que apoyan y guían toda clase de prácticas y lealtades institucionales. La inserción en el orden simbólico espacial y el aprendizaje de la lectura semiótica de los paisajes institucionalizados es un efecto del poder sobre el individuo, que tiene un papel primordial para garantizar la subordinación al orden social. (Harvey 2018, 151)
Siguiendo lo anterior, Weber (2014) nos recuerda que la legitimidad de determinado orden social deriva de ciertos valores, como el de la tradición (validez de lo que siempre existió); la validez de una creencia emotiva o una creencia racional ampliamente aceptada como valiosa; y quizá la más importante, la asunción de legalidad (en virtud de un pacto con alguna autoridad). Por todos estos factores, tanto disimiles como contingentes, es que, en lugar de centrarnos en quién o quiénes deberían auspiciar monumentos, si el Estado o los miembros que componen la ciudadanía, quizá sea más conveniente preguntarnos si este arconte, sin importar de cuál se trate según su determinado contexto, posee en ese momento la autoridad legítima de crear monumentos que alberguen conceptos y discursos con los que los ciudadanos y ciudadanas puedan identificarse. En síntesis, si posee legítimamente la potestad sobre aquello que deberá ser recordado.
En Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional, Reinhart Koselleck (2011) demuestra su interés en la iconología política, los monumentos conmemorativos y principalmente los monumentos funerarios, aunque ya había estado estudiando el tema desde los años 60. En esta obra afirma que los criterios para elegir los eventos que deberán ser recordados podrían ser un indicador para medir la moral política de determinadas poblaciones o naciones. Sin embargo, tales criterios no pueden llegar a abarcar la totalidad del acontecimiento histórico. Retomando lo visto en la sección anterior, el lenguaje, así como el discurso o un monumento, «puede decir mucho o muy poco sobre la realidad histórica, mientras que la realidad histórica, a su vez, siempre se resistirá a ser capturada por completo en palabras y conceptos» (Ankersmit 2021, 39).
Esta dificultad se puede apreciar en el mencionado libro sobre los monumentos funerarios, donde Koselleck se refería a la complejidad de levantar monumentos sólo a partes de un acontecimiento. Por ejemplo, formula la pregunta acerca de si se debe conmemorar la muerte de las víctimas del Holocausto o si deberían conmemorarse a todas las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Una u otra opción tendría repercusiones diferentes en la aceptación social de dichas obras monumentales. Así bien, el historiador alemán argumenta que la elección de lo que se debe conmemorar responde a las necesidades políticas de aquellos que lo construyen, y por esta razón el establecimiento de un monumento como permanencia de un discurso puede llegar a ser un arma política de doble filo si tomamos en cuenta los cambios de sentido histórico como lo hemos planteado.
Recordemos que la petrificación de significado o de memoria es tanto la principal característica del monumento como su mayor debilidad; puede producir una memoria positiva: enaltecer un recuerdo que la mayoría de las personas aprueba y con el que puedan identificarse, por ejemplo, la conmemoración de héroes, mártires o víctimas de injusticias. Pero por el otro lado, lo que Koselleck (2011) llama una ‘memoria negativa’, que ocurre cuando ha transcurrido suficiente tiempo para que la historia haya arrojado más información sobre el acontecimiento o discurso que simboliza el monumento, cambiando su significado, y a su vez, la manera en que se comprendía. Con esto en mente y regresando a la pregunta sobre a quién o a qué se le debe erigir monumentos, el historiador alemán propone una interesante solución: a los opresores, no a las víctimas. Al respecto nos dice:
Más bien debemos recordar que no es nuestra competencia erigir monumentos a las víctimas –como les correspondería a éstas, sino erigir un monumento de los verdugos, por difícil que esto sea–. Un monumento de los verdugos que nos recuerde quién tiene la responsabilidad de los asesinatos, los exterminios y el gaseado. Hemos de aprender a vivir con ese recuerdo. (Koselleck 2011, 51)
La ‘memoria negativa’ es la que permite no olvidar a todas las víctimas de un acontecimiento. Esta prolongación de significación, como lo llamaría Ricoeur, que permite la permanencia del discurso a través de los conceptos por medio del monumento, se convierte en su mayor debilidad, pues el significado duradero se da por medio de la hermenéutica que siempre reactualiza lo histórico en contextos nuevos (Ricoeur 1996). El monumento, cuando ya se ha instalado en el espacio público, llega a ser una ‘petrificación’, es decir, alberga un discurso de legitimidad política de determinada época, pero que, no obstante, puede llegar a ser la muestra (el recuerdo) de algo considerado negativo en tiempos posteriores, cuando la historiografía haya arrojado mayores datos sobre el discurso que pretende enaltecer:
Está meridianamente claro que todo monumento erigido lleva consigo el peligro de la petrificación. Da igual que se convierta en bronce o en piedra: siempre que el recuerdo se materializa en un monumento no cabe menospreciar el peligro de que, precisamente porque fija institucionalmente formas de recuerdo, bloquee el propio recuerdo. (Koselleck 2011, 48)
El monumento, como archivo conceptual que permite la permanencia de un discurso a través del tiempo, ‘petrifica’ la memoria; separa lo que este conmemora de la secuencia de los acontecimientos (tiempo histórico) que lo originaron, en otras palabras, la prolongación de sentido como carácter diacrónico. En este caso, el archivo no se puede ocultar. Si bien en el caso del discurso, como vimos anteriormente, el contenido simbólico que da forma al significante permanece indeterminado (Reano 2014), lo mismo no sucede con el monumento como referencia a un significante, pues el mismo debe estar expuesto para ser contemplado. Esta petrificación permite la revisión y la reevaluación de los conceptos que archiva, pues como menciona Koselleck (2011, 100): «Los monumentos que sobreviven a la primera motivación de su erección pueden ser elevados a una comunidad de tradiciones, pero también se modifica poco a poco su capacidad afirmativa».
Los discursos obedecen a un acontecimiento o sentido político determinado que se pretende hacer permanecer en la memoria social mediante la identificación que posibilita el monumento y la aceptación del discurso que alberga. Así bien, el monumento nace con una fuerte capacidad de ideologización, y cuando vemos el monumento de manera integral una vez más, llegamos a comprender que cuando su materialidad genera la permanencia, todas las implicaciones discursivas e ideológicas que motivó al arconte a levantarlo quedan en un segundo plano, y con esto la disputa por su legitimación se olvida. Sin embargo, como hemos visto, esta materialización de la memoria no nace de un hecho histórico en sentido estricto. La revisión historiográfica y el análisis filosófico permiten que, tomando en cuenta que los acontecimientos relatados son ‘ficciones fácticas’ y no hechos, se ponga en duda el carácter de inmutabilidad que el monumento representa en el espacio público, convirtiéndose en la prueba misma de lo que se debe rectificar en el futuro.
El carácter público del monumento, que permite identificar su simbolismo socialmente y, por ende, revisar su significado a través de los cambios históricos, puede ayudarnos a entender una última cuestión sobre los monumentos, esta es, sobre si el cambio de sentido conceptual que albergan puede justificar su profanación o destrucción cuando los mismos lleguen a demostrar que no cumplen con la aceptación y la identificación social que en un principio pretendían ostentar. Habrá que aceptar, por lo tanto, que el monumento que se levanta bajo un intento de verdad histórico-política, aunque prolongada, siempre se erige con la posibilidad de caducidad.
Epílogo: sobre la destrucción de los monumentos
Desde la historia conceptual intentamos analizar y comprender el monumento como un archivo conceptual de discursos políticos. De esta forma se presenta la posibilidad de suspender temporalmente los elementos materiales bajo los cuales el monumento es entendido como únicamente una obra de arte o complemento del espacio, y así profundizar tanto en los motivos de su erección como en los conceptos que este simbólicamente pretende representar. Dicho de otro modo, al desprender las capas que integran la superficie de los monumentos podemos indagar en los conceptos que han dado la necesidad de producirlos.
Hemos presenciado cómo en los últimos años se han llevado a cabo movimientos —que podríamos llamar— anti-monumentales, aunque esto no es algo nuevo. La revisión histórica, las victorias sociales y los nuevos paradigmas de investigación han producido que miles de personas se movilicen en contra de monumentos que representan personajes o discursos de opresión. Intentos de hacerlos caer, de eliminarlos o de simplemente almacenarlos han proliferado en gran número de ciudades. Desde Cristóbal Colón, pasando por David Hume, llegando hasta el expresidente costarricense León Cortés, todas estas obras erigidas a la gloria de sus hazañas se han convertido en la prueba, el recuerdo del daño que estos personajes también hicieron.
¿Los movimientos de destrucción o profanación de monumentos podrían ser una vía legítima de revisión histórica llevada a cabo por los ciudadanos y ciudadanas que han puesto en suspensión la memoria que albergaba? Para Riegl (1987) el valor rememorativo de un monumento proviene, en primer lugar, de su valor de antigüedad, que impide cualquier intervención humana arbitraria, tolerando únicamente las ocasionadas por la naturaleza a través del paso del tiempo. En segundo lugar, de su valor histórico que, por el contrario, depende de preservar el monumento tal como fue erigido, sin alteraciones hechas por las fuerzas naturales, que demanda por lo tanto un constante trabajo de preservación. Cuando un monumento presenta ambos valores, Riegl considera que el valor histórico es el que ‘salva’ el valor de antigüedad por medio de la ciencia historiográfica que lo actualiza constantemente. Sin embargo, si vemos el monumento como la permanencia de un discurso que ha terminado por albergar una memoria negativa, tendríamos que diferir con el historiador austriaco, o por lo menos afirmar que el juicio derivado de la sociedad de cada época es el encargado de dictaminar si el mismo todavía merece ser calificado con dichos valores.
Ahora bien, el valor rememorativo intencionado, es decir, de aquella obra creada con el objetivo de hacer perdurar algo, y no por la necesidad de preservar un monumento por ser antiguo o por su significado histórico, se erige con el propósito de no permitir que el momento que lo produjo se convierta en pasado, «de que se mantenga siempre presente y vivo en la conciencia de la posteridad. Esta tercera categoría de valores rememorativos constituye, pues, un claro tránsito hacia los valores de contemporaneidad» (Riegl 1987, 67); pero como se ha mencionado, en términos de la misma contemporaneidad, se trata de un valor que se revisa y se debe actualizar con el paso del tiempo. Esto puede ocasionar una reacción por parte de los que se siguen identificando con el discurso que resguarda el monumento en amenaza, apelando a los valores de antigüedad o históricos para garantizar su preservación, pues recordemos que siempre se erige con una pretensión de inmutabilidad.
Pero si entendemos el monumento como archivo conceptual de la memoria, este se erige precisamente para que perdure la idea de que un acontecimiento histórico no sea olvidado, mientras que los conceptos y discursos que le dieron origen se desplazan a un plano de menor importancia, en otras palabras, quedan archivados. Sin embargo, el monumento posee una característica de la que carecen otros tipos de archivo: se encuentra a la vista de todos. Construye y comunica memoria, no simplemente la reúne y archiva, y aunque los hechos que lo han constituido puedan llegar a ser cada vez más difusos, el monumento mismo se convierte entonces en la evidencia física de ese acontecimiento que lo creó, en la prueba de una historia que quizá haya que revisar o actualizar. De esta manera la característica material propia del monumento, es decir, la materialidad que pretende hacerlo perdurar, es al mismo tiempo la causa de su posible revocación.
Por lo anterior, y para poder intentar contestar a la última pregunta que nos hemos propuesto, los monumentos deberían prevalecer, incluso los que albergan una memoria negativa, pero esto no quiere decir que deban asumirse o aceptarse de (y con) la misma forma. Lo que en el pasado pudo ser evocado gloriosamente, en el futuro puede simbolizar vergüenza. Un monumento mutilado se convierte entonces en el contenedor de un cambio de sentido histórico, un archivo conceptual puesto en suspensión gracias a su propia forma física que permite no olvidar, produciendo así un monumento nuevo. Permite repensar tanto lo que es aceptado como bueno, así como lo perjudicial, pero que, no obstante, necesita ser recordado. El cambio de sentido histórico implica también el cambio del monumento.
Notas
1. La presente reflexión se enfoca en el monumento conmemorativo de carácter político en general, es decir, que representan personajes o acontecimientos históricos que responden a determinado valor socio-político, y no tanto en otros tipos de monumento como los artísticos, arquitectónicos o funerarios, aunque, por supuesto, estos últimos no están exentos de este carácter.
2. En el presente ensayo se entenderá acontecimiento y evento como equivalentes, ya que Koselleck (1993) utiliza la palabra Ereignis para diferenciarlo de la estructura (Struktur). Según el autor, las estructuras históricas están constituidas por eventos repetibles, con su propia particularidad, y que acontecen en períodos de tiempo relativamente extensos. En las obras traducidas al inglés se emplea la palabra event.
3. Traducción propia. Todas las traducciones de las referencias bibliográficas originalmente escritas en inglés son propias.
4. Riegl (1987) categorizará estos monumentos como no intencionados, es decir, creados con fines prácticos más que para su recuerdo. No obstante, entre los monumentos intencionados se encuentran aquellos que, por voluntad de quienes los erigieron, recuerdan algo en particular, así como los monumentos no intencionados que adquieren validez conmemorativa debido al paso del tiempo, sin importar el fin para el que fueron creados.
5. Como veremos más adelante y siguiendo a Riegl (1987), el valor de una obra que tiene carácter de monumento puede derivar del valor histórico, del valor de antigüedad, o de ambos.
6. Permanencia como fijeza. Concepto usado por David Harvey, inspirado en A. Whitehead, el cual plantea que una argumentación «no puede entenderse fuera de las condiciones materiales concretas del mundo en el que nos encontramos y que esas condiciones están a menudo tan establecidas en hormigón (por lo menos en relación al tiempo y espacio de la acción humana) que forzosamente debemos reconocer su permanencia» (Harvey 2018, 23). Se refiere a las instituciones, doctrinas y estructuras formalizadas.
7. De manera general, para Lacan, según su teoría de la subjetividad, toda experiencia posible encierra una combinación de tres registros: lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real. Lo Imaginario refiere a la imagen, aquella que estaría supeditada a la experiencia del cuerpo y por ende, al yo ideal. Lo Simbólico es el lenguaje, que incluye las prácticas, instituciones, rituales. Lo Real es todo aquello que no puede ser representado, sea vía lenguaje o a través de las imágenes. En vista de que conocemos el mundo por mediación de significantes e imágenes, es decir, una experiencia representativa del mundo, lo Real sería un resto imposible de significar.
8. Particularmente se hacen necesarias las metáforas espaciales para poder concebir la simultaneidad de lo no simultáneo (die Gleichzeitigkeit des Ungleichzeitigen), que de hecho es el método que Koselleck utiliza en su teoría de las Zeitschichten. El autor sostendrá que el tiempo no es lineal, a diferencia del concepto de ‘generación’ de Ricoeur, sino que se da una pluralidad de tiempos históricos en el mismo momento, como ilustra con la metáfora de las capas sobre capas o los sedimentos del tiempo.
9. Desde mediados del siglo XX, la filosofía y teoría política fue abandonando su limitación a los temas de instituciones y partidos políticos para abordar conceptos más abstractos como los fundamentos de la política, por ejemplo, la violencia o el desacuerdo. Las formas de comunicación es uno de los factores que produce sentido político-histórico, por ello la importancia del discurso y su prolongación espacial y temporal para entender los cambios de sentido. Las relaciones de poder y dominación se constituyen «por medio de actos de comunicación» (Weidner 2018, 58). No obstante, los actos comunicativos no son un aspecto en el que profundizaremos.
10. Para complementar, Koselleck (2012) apunta que «El discurso hablado o el texto escrito y el suceso que tiene lugar no pueden separarse in actu, solo pueden diferenciarse analíticamente» (15).
11. No hay que perder de vista que la labor del historiador no termina de escapar de la ficción. Koselleck (2018) nos recuerda que ‘historia’ remite a la experiencia; y la historia deviene en ciencia cuando se obtiene tanto la experiencia reconstruida como la reflexión en torno a esta. La verdad histórica no es imperecedera, sino que se actualiza a través del tiempo.
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Felix Alejandro Cristiá (FELIX.CRISTIA@ucr.ac.cr) es arquitecto y máster en Filosofía por la Universidad de Costa Rica. Entre sus publicaciones recientes se encuentra: (2022) «Apropiación cultural como injusticia epistémica. Sobre el problema de hablar por otros», Revista Filosofía UIS 21, no.1, 65-81; y (2021) «La Filosofía de la Arquitectura. Una aproximación epistemológica al diseño del espacio». Tópicos. Revista de Filosofía de Santa Fe, no. 41, pp. 43-65.
Recibido: 4 de enero, 2024.
Aprobado: 11 de enero, 2024.