Cynthia Molina Rodríguez
Diálogos en la eternidad: Un Homenaje filosófico a Giordano Bruno
Introducción
Este trabajo, en su momento titulado «Diálogo: Giordano Bruno, Marsilio Ficino y Erasmo de Rotterdam», fue presentado al Profesor Rolando Tellini Mora en el curso de Filosofía Renacentista que se impartió durante el primer semestre del año 2019 en la Escuela de Filosofía de la Facultad de Letras de la Universidad de Costa Rica. Se erige como un diálogo entre las ideas del pensador renacentista Giordano Bruno y las reflexiones contemporáneas.
En un contexto onírico se explora con profundidad filosófica la visión de Bruno en su encuentro con Erasmo de Rotterdam y Marsilio Ficino a las puertas del cielo. La obra trasciende su origen académico para convertirse en «Diálogos en la eternidad: Un homenaje filosófico a Giordano Bruno» y, esta transformación, no es solo semántica, es un acto de reconocimiento y homenaje a un hombre apasionado, el profesor Rolando Tellini Mora cuya pasión por la Filosofía —no sólo la Renacentista— deja una marca imborrable en nuestras mentes y nuestros corazones.
En el diálogo se busca capturar la esencia del Renacimiento; más hoy, su pretensión consiste en honrar la memoria del Profesor Tellini Mora, cuya dedicación a la Filosofía causó un impacto perdurable en quienes tuvieron el privilegio de ser sus estudiantes y en quienes aprovecharon sus conocimientos que, aún en el presente, continúan fomentando la creatividad y el pensamiento profundo.
En un gesto de respeto y afecto, este trabajo no se limita a la celebración académica; también es un tributo a nuestro compañero Jesse Xavier Zeledón Rojas, estudiante graduado de la carrera de Bachillerato y Licenciatura en Filosofía y expresidente de la Asociación de Estudiantes de Filosofía de la Facultad de Letras de la Universidad de Costa Rica, cuya ausencia —así como la del profesor Tellini Mora— nos pesa.
La filosofía como herramienta de exploración y comprensión, nos lleva a reflexionar sobre la complejidad de la existencia y la toma de decisiones. Este diálogo, en su esencia, se convierte en un espacio para la contemplación, la reflexión y el recuerdo de quienes han compartido este viaje filosófico con nosotros y han dejado una marca indeleble en el tejido del pensamiento y la memoria.
Diálogos en la eternidad: Un homenaje filosófico a Giordano Bruno
Cierto día de verano, en la Roma del año 1592, Giordano Bruno, se encontraba reposando sobre un verde campo, cercano a la plaza Farnese. Desde allí, podía ver el palacio, que se encontraba lleno de obras de artistas de renombre y en el que, cada sala, era aún más suntuosa que la que la precedía.
Inmerso en sus pensamientos, volvió su cara al cielo y exclamó:
—¡Oh, si solamente los hombres pudieran entender que somos nosotros —refiriéndose a la tierra— los que giramos en torno al sol y no el astro en torno nuestro, sería algo maravilloso!
Pensó en Copérnico —su par con respecto a esta teoría— aunque las mismas se alejaran en algunos puntos y, suavemente, sin percibirlo, cerró sus ojos y se durmió.
Normalmente, Bruno tenía sueños algo extraños; soñaba con espíritus, talismanes, dioses, payasos y teatros —estos últimos incluidos, por su gusto por la comedia— pero, esta vez, tuvo un sueño bastante significativo y a la vez, inolvidable. Soñó que había llegado a las puertas del lugar que muchos llaman «cielo», pero no lo había hecho solo. Con él iban además dos caballeros, a quienes, con solo mirarlos, identificó como sabios. No eran egipcios, indios, hebreos, griegos ni persas, pero eran simpáticos, y esa atracción, para él, sólo podía significar algo que Bruno conocía muy bien, era «magia».
Ninguno de los dos parecía tímido, así que Bruno los interpeló sin mayor espera:
—Señores —les dijo— ¿Saben ustedes dónde estamos?
El primer caballero sonrió y dijo:
—¿Qué tal Giordano? —como si ya antes lo hubiera visto— soy Erasmo, y repitió: Erasmo de Rotterdam y estamos en las puertas del cielo.
El segundo, un poco más reservado, interrumpió casi al unísono, para decir:
—Hola, soy Marsilio Ficino y estoy a vuestro servicio —sin referirse al lugar en donde estaban.
Giordano se volvió hacia ellos con gran asombro, ambos le conocían, pero, ¿cómo era esto posible? Estaba consciente —en medio de aquel sueño— de que ambos hombres ya estaban muertos y que él había memorizado muchísimas veces algunas de sus obras.
—Bueno —pensó: —¡Sí, ambos, son magos!—. Aunque, no obstante, sabía que Erasmo se alejaba de esa doctrina, decidió preguntar lo siguiente, más por satisfacer su curiosidad de escuchar la respuesta, que por interrogarlos:
—¿Son ustedes magos?
Ficino contestó primero:
—Fui médico, escritor, traductor y algunos me consideraron filósofo.
—Entonces, lo eres —dijo Bruno, pensando en la clasificación de Aristóteles, que alguna vez había leído.
—¿Y tú? —refiriéndose a Erasmo— dijo.
—¿Yo? —dijo el viejo— no lo sé, lo único que sí te puedo decir sería que, durante el tiempo que estuve en la tierra, ¡mi pluma fue muy ligera!
—Entonces, también lo eres —concluyó Bruno, convencido desde antes de que Erasmo era un hombre culto.
Algo preguntó Ficino: ¿por qué estás aquí con nosotros?
—Supongo que debo estar soñando —les dijo Bruno—, pues mi alma habita en mi intelecto, y es éste, entonces, quien está aquí presente hoy, no mi alma, ella sólo produjo vida en mi cuerpo mientras estuve en la tierra. Significa que he ascendido, entonces, por la escalera de la materia, he llegado para completar lo Uno, por la naturaleza y la voluntad, me uniré con él, ¡lo he alcanzado!
—No —dijo Ficino—, querrás decir que tu alma ha sido iluminada, ha abandonado tu cuerpo y ha subido por la escala hasta aquí, para reunirse con el Ser.
—Sí —dijo Erasmo— querrás decir, que tu alma ha sido conducida hasta aquí por tu fe interior.
Bruno los miró fijamente y contestó:
—Esto que dicen es la puerta del cielo, no es más que una orilla recurrente y mi embarcación, señores, nunca terminará de arrimar a un puerto que no existe, pues ya ha quedado atrás. Yo sólo pasé por aquí, antes de volver a unirme.
Los tres hombres —algo serios— se miraron, pero, como sabios que eran, escucharon atentamente sus respectivas ideas, aunque sin alcanzar a exponer sus argumentos. Así, esperaban que alguien llegara a buscarlos, pero nadie llegaba.
Tirado allí, como una forma calentada en virtud del principio eficiente y, siendo parte del alma del mundo —su artesana—, Giordano, que había caído en un extraño sueño, empezó a despertarse.
No estaba ya sobre el pasto, sino en una oscura celda. Era el día de su ejecución y desde aquel sueño habían pasado ya ocho años. Recordó las palabras de Erasmo y de Ficino, pero, también, recordó que a la puerta del cielo no había acudido nadie, ni el Dios que creó al hombre a su imagen y semejanza —según creía Erasmo en razón de su fe cristiana— ni el Ser Superior con el que comenzaba la Escala del Ser de Ficino; se preguntó, entonces, si aquél sueño habría sido una visión, una de aquéllas que había mencionado en el texto que había escrito y titulado «De la Magia de los Vínculos en General».
Comprendió, entonces, que no podría recurrir a la teúrgia, no tenía tiempo de manipular el mundo, como en algún momento mencionaría Ficino que podría hacerlo. Desde su ventana podía ver ya la hoguera, lista para arrasar con su materia y lloró. Fue un llanto de rabia, más que de temor; sería quemado, tal como lo habían hecho con muchos en la inquisición por la práctica de lo que ellos llamaban «Ars Goethia».
Volvió a pensar en Ficino: ¿qué amuleto le enviaría para protegerlo de aquéllos que querían quemarle?, ¿lo defendería acaso Erasmo de aquélla fúrica turba? y comprendió, entonces, que estaba solo. Sin ídolos, talismanes, ni encantamientos —paganos, cristianos o egipcios— su destino sería el fuego, ese antiguo arché sería su fin, ése, al que alguna vez llamó «el verdadero espíritu», el de movimiento natural y esférico, acabaría por calentar, abrazar, iluminar y finalmente quemar su propia idea. No le importó.
La hora llegó, algo le susurró al oído: «niega todo por cuanto te han acusado». Era en sí, negar su vida misma, su obra, su magnífica obra. Se dio cuenta, entonces, que los demonios sí existen; Erasmo le hubiera acusado de hereje. Se levantó de donde estaba y se puso en marcha, la puerta se abrió y pudo ver la luz, aquella que tantas veces había alabado y convencido de morir por sus «creencias», caminó. Puso un pie frente al otro, pero sus rodillas le fallaron, después de todo, era humano. Volvió a intentar hasta que llegó a la hoguera, subió y allí, frente a la multitud que aclamaba su muerte, Giordano dijo así a sus verdugos:
¡Ah! ... Prefiero mil veces mi suerte a vuestra suerte;
Morir como yo muero… no es una muerte ¡no!
Morir así es la vida; nuestro vivir, la muerte.
Por eso habrá quien triunfe, y no es Roma ¡Soy Yo!
Decid a vuestro Papa, vuestro señor y dueño,
decidle que a la muerte me entrego como un sueño,
porque es la muerte un sueño, que nos conduce a Dios…
Mas no a ese Dios siniestro, con vicios y pasiones
que al hombre da la vida y al par su maldición,
sino a ese Dios-Idea, que en mil evoluciones
da a la materia forma, y vida a la creación (…)
¡Más basta!... ¡Yo os aguardo! Dad fin a vuestra obra,
¡Cobardes! ¿Qué os detiene?... ¿Teméis al porvenir?
¡Ah!... Tembláis… Es porque os falta la fe que a mí me sobra…
Miradme… Yo no tiemblo… ¡Y soy quien va a morir!
Horas después, la lucha y el peregrinaje habían terminado. Su cuerpo —si bien había sido reducido a cenizas— no importaba, pues su sustancia espiritual había sido, finalmente, reducida a una.
Notas
1. Las fuentes utilizadas en esta crónica son: De la magia de los vínculos en general, de Giordano Bruno, y los apuntes personales tomados en las clases del profesor Tellini de «Seminario de epistemología» (2017) y «Filosofía renacentista» (2019).
Cynthia Molina Rodríguez (cynthia.molina@ucr.ac.cr) es estudiante de la Maestría en Filosofía del Programa de Posgrado de la Universidad de Costa Rica.