Ray Brassier

Aquello que no es: filosofía como entrelazamiento entre verdad y negatividad

Resumen: La dialéctica de Platón sobre la esencia y la apariencia no constituye una metafísica de dos mundos, el fenómeno y el noúmeno, sino más bien un dualismo formal entre la Idea (eidos) y el cuerpo (soma). Este dualismo formal proporciona la condición necesaria para el monismo materialista. Al romper la prohibición de Parménides de pensar en lo que no es, Platón suspende la igualdad entre pensar y ser, separando la sustancia de la Idea. Concomitante con la metafísica de la negación de Platón, hay una cierta negación de la metafísica entendida como una iteración tautológica de la equivalencia pensar = ser. Al reconocer que lo que no es, de alguna manera es, también estamos obligados a reconocer que lo que es, de alguna manera no es. Por otro lado, esas formas de materialismo metafísico que niegan el no-ser consagran involuntariamente la fusión idealista del pensamiento con el ser. Así, la exposición de Platón sobre el entrelazamiento del ser y el no-ser en el pensamiento acerca de lo que es, contiene una respuesta instructiva para aquellos sofistas contemporáneos que niegan la norma de la verdad para afirmar la inmanencia del ser.

Palabras clave: materialismo, no-ser, Platón, sofística, verdad.

Abstract: Plato’s dialectic of essence and appearance is not a two-world metaphysics of phenomenon and noumenon but a formal dualism of idea (eidos) and body (soma). This formal dualism provides the necessary precondition for materialist monism. By breaking Parmenides’ interdiction on thinking that which is not, Plato suspends the equation of thinking with being and winnows substance from idea. Concomitant with Plato’s metaphysics of negation is a certain negation of metaphysics understood as tautological iteration of the equivalence thinking: being. In acknowledging that what is not, somehow is, we are also bound to recognize that what is, somehow is not. Conversely, those brands of metaphysical materialism that deny non-being unwittingly consecrate the idealist fusion of thinking with being. Thus Plato’s exposure of the entwinement of being and non-being in thinking about what is harbors an instructive rejoinder to those contemporary sophists who deny the norm of truth in order to affirm the immanence of being.

Keywords: materialism, non-being Plato, sophistry, truth.

Filosofía, verdad, negatividad

Me gustaría argumentar a favor de la persistente relevancia del pensamiento filosófico (diferenciándolo de la práctica filosófica institucionalizada) subrayando la importancia del vínculo entre el énfasis filosófico en la verdad y la negatividad crítica. Tal vínculo es, por supuesto, un tópico familiar en la teoría crítica poshegeliana, específicamente según lo practicado por la Escuela de Frankfurt. Pero la versión que propongo aquí será diferente, tanto en su concepción de la verdad como en su explicación de la negatividad, y como resultado, podría cuestionar la contraposición común entre la «filosofía» no crítica y la «teoría» crítica. Mi objetivo aquí es reacentuar la potencia oculta de un pacto filosófico entre la verdad y la negación, cuyos defensores más poderosos han sido Platón y Hegel, ambos arquetipos del idealismo, por supuesto, pero lo que está en juego aquí involucra una reevaluación de la supuesta alianza entre la negatividad crítica y el materialismo. Mi afirmación es simplemente ésta: cualquiera que desee repotenciar el poder de lo negativo frente a un consenso «afirmacionista» cada vez más complaciente en la teoría contemporánea —ejemplificado claramente por el resurgimiento de una metafísica vitalista y panpsiquista sin tapujos1— tendrá que reconsiderar la valencia de las críticas a la verdad conceptual (y, por lo tanto, a la filosofía, en la medida en que la filosofía es la disciplina de conceptualización —o lo que también llamaré formalización— por excelencia) basada en apelaciones a la «fuerza» no-conceptual o material, entendida en el sentido más amplio posible: no-identidad, intensidad, poder, afecto, etc. En parte, se trata de rehabilitar la verdad de la negatividad desafiando la exposición escéptica de la verdad como fuerza. Hacerlo implica impugnar la reducción nietzscheana (pero no solo nietzscheana) de la verdad a la fuerza exponiendo la falsedad del concepto de fuerza a través del cual supuestamente se circunscribe la verdad como efecto o síntoma.

El problema aquí no es simplemente el de rescatar la idealidad de la verdad de sus depredaciones materialistas —caracterizarlo de esa manera invita a la predecible acusación de proteccionismo reaccionario. Más bien, se trata de rehabilitar la potencia crítica de la verdad en relación con un materialismo posmoderno cuya reverencia por lo que es oscila entre el cinismo y la inanidad. Además, se busca hacerlo de manera que subvierta la fácil oposición entre el materialismo crítico y el idealismo conservador. No es novedoso observar la complicidad dialéctica entre la materialización de la idea y la idealización de la materia. Lo que es nuevo, sin embargo, es la revelación de que un materialismo crítico genuino requiere reconocer la manera en que el no-ser de la idea está entrelazado con el ser de la materia. Esta es una percepción que le debemos a Platón. A veces, las ideas antiguas revelan su verdadera profundidad sólo cuando se miden contra los contornos reales de sus sucesores. Lo que deseo hacer aquí es subrayar la persistente importancia crítica del descubrimiento de Platón del no-ser, en contraste con la patologización de lo negativo promovida en nombre de una metafísica poscrítica, que es tanto antikantiana como antihegeliana. Los nombres más frecuentemente asociados con esta metafísica poscrítica son Bergson, Whitehead y Deleuze. Entre las implicaciones de la perspectiva que deseo proponer se encuentra que son precisamente aquellos que inscriben la ideación dentro de la inmanencia del ser material quienes se ven respaldando la equivalencia sustantiva entre el pensamiento y el ser, mientras que aquellos que siguen a Platón en defender la trascendencia de la idea sustituyen la correlación formal por la equivalencia sustancial, preservando así la autonomía de lo real. Por lo tanto, estoy de acuerdo con aquellos que, como Badiou, consideran un error reducir la dialéctica platónica de la esencia y la apariencia a una metafísica de dos mundos, el fenómeno y el noúmeno. La [dialéctica] de Platón es un dualismo formal de eidos (Idea) y soma (cuerpo), en lugar de un dualismo sustancial entre lo mental y lo físico. Y tal dualismo formal proporciona la condición necesaria para el monismo materialista. Por otro lado, es en las variedades de materialismo metafísico, incluido el materialismo dialéctico, en lugar del platonismo, donde se consagra la supuesta fusión idealista entre pensamiento y ser. Por lo tanto, una de las consecuencias más interesantes de la suspensión del axioma de Parménides por parte de Platón es la separación de la sustancia de la Idea: junto con la metafísica de la negación de Platón, hay una cierta negación de la metafísica entendida como iteración tautológica de la equivalencia entre pensamiento y ser. ¿Qué implica esta negación? Simplemente que al reconocer que lo que no es, de alguna manera es, también estamos obligados a reconocer que lo que es, de alguna manera no es. La exposición de Platón sobre la interconexión entre el ser y el no-ser en el pensamiento acerca de lo que es sigue siendo la réplica más autorizada a aquellos que subordinan la autonomía del pensamiento a la inmanencia del ser. No es sorprendente, entonces, que la reversión del platonismo siga siendo el requisito indispensable para restablecer la unidad de la mente y la naturaleza. Esta unidad es la figura última de la reconciliación y el desiderátum de todo idealismo metafísico. Sin embargo, la dialéctica, desde su inicio platónico, es un método de división y un medio antagónico (antilogikon) en el cual cada resolución temporal está acechada por su resto no reconciliado. Este resto negativo es, por supuesto, el gemelo fantasma de cada afirmación, y la invención de Platón de la dialéctica es el primer y posiblemente más decisivo paso para perfeccionar el logos hasta el punto en que puede perforar la opacidad, de lo contrario impenetrable, de la phusis, o ser natural.

El Sofista de Platón

Es Platón quien primero comprende que el problema de lo negativo es el problema del pensamiento. ¿Por qué? Porque pensar implica estar vinculado, quiera uno o no, a la norma de la verdad, sin embargo, la forma de la verdad está constitutivamente relacionada con aquello que no es. ¿Cuál es la naturaleza de este «no»? Hacer esta pregunta, como Platón reconoció en el Sofista, es preguntar por el ser de lo negativo y, por lo tanto, Platón se da cuenta de que es preguntar, «¿Qué es el no-ser?» El intento de aclarar la naturaleza de la negación implica indagar sobre el ser del no-ser. Preguntar cómo lo que no es (to mê on) está implicado en el pensamiento de lo que es (to on) es plantear el tema de la relación del pensamiento con la realidad que busca circunscribir; es indagar sobre la posición del pensamiento en relación con el ser que piensa, o más precisamente, preguntar cómo el ser del pensamiento está implicado en el pensamiento del ser. El problema de lo negativo es el problema de la capacidad del pensamiento para discriminar entre lo que es y lo que no es. Ya con Platón, el reconocimiento del vínculo entre la verdad y la negación es la potenciación del pensamiento, mientras que el rechazo de la negatividad y la glorificación de la afirmación son la debilidad del pensamiento, la capitulación sofística del pensamiento a la conveniencia de lo que es.

¿Qué nos obliga a enfrentar la realidad del no-ser? Es precisamente el problema de la apariencia y el estatus de las imágenes (eikones), las apariencias (phantasma), y la falsedad (pseudos). ¿Qué es el sofista? Existe una dificultad fundamental en definir al sofista, ya que lleva múltiples determinaciones, ninguna de las cuales puede reclamar autoridad definitiva. Porque, ¿cómo es posible definir, es decir, aprehender, la forma inteligible (eidos) de alguien que imita lo que no es (es decir, el filósofo), y fabrica apariencias, es decir cosas, que no son? Sin embargo, ¿cómo podríamos estar seguros de lo que el sofista no es a menos que ya tengamos algún tipo de comprensión de lo que es? La distinción entre filósofo y sofista ya es precaria. Y es precisamente el sofista quien sabe cómo evitar su propia identificación filosófica como imitador de la sabiduría al negar la posibilidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso, la esencia y la apariencia, la filosofía y la sofística. Así que el gesto fundacional del sofista es negar la negación mientras niega que está negando algo. Porque negar es tener la intención de lo que no es. Pero dado que el sofista insiste en que lo que no es no puede ser intencionado, no puede ser negado. Por lo tanto, el sofista sostiene que la negación es imposible, ya que pensar en lo que no es no es pensar. Por lo tanto, el sofista concluye que no sólo es todo pensamiento de algo, y por lo tanto afirmativo, sino que en sí mismo es algo que es. Pensar es doblemente afirmativo: afirma lo que se está pensando y lo que uno está pensando. Aquí encontramos la equivalencia sustantiva mencionada anteriormente: el pensamiento y la cosa se equiparan. Subyacente a esta equivalencia está la alineación del no-ser con la ausencia interpretada como lo contrario del ser. Dado que es manifiestamente imposible pensar lo contrario del ser, porque cada intento de pensar la nada lo convierte en algo, parece seguir que el no-ser es una quimera. (Vale la pena señalar las similitudes entre esta refutación sofística del no-ser y el rechazo de Bergson a la negatividad como un artefacto de la intelección en La evolución creadora). El desafío que enfrentan aquellos que quieren discriminar entre la esencia y la apariencia es explicar lo que entienden por apariencia y cómo proponen identificarla en contraposición a la esencia, dado que se supone que la apariencia es precisamente lo que carece de forma esencial. Porque la misma pregunta: ¿Qué es la apariencia?, en la medida en que indaga sobre el ser formal o eidos de la apariencia, dota a la apariencia de la inteligibilidad (idealidad) que se supone que le falta. Sólo una vez que hayamos obtenido la forma de la apariencia estaremos en condiciones de afirmar qué es y hace el sofista.

Nuestra definición provisional del sofista es la de un imitador de la sabiduría: produce copias de ideas verdaderas. El visitante eleático de Platón distingue dos tipos básicos de imitación: la creación de semejanzas y la creación de apariencias. Las semejanzas son copias verdaderas o fieles, que llevan la marca de la filiación con el original (semejanza); las apariencias son copias falsas o no fieles, huérfanas de cualquier progenitor reconocible. Pero para entender esta distinción, debemos comprender la diferencia entre verdad y falsedad. Dado que lo verdadero es y lo falso no es, no podemos esperar entender la verdad y la falsedad a menos que comprendamos lo que queremos decir cuando decimos que algo es o no es. Por lo tanto, la relación entre verdad y falsedad está conectada a la relación entre el ser y el no-ser: debemos ser capaces de pensar en esto último para comprender la falsedad como la afirmación de que lo que no es, es y la afirmación de que lo que es, no es. Entonces la pregunta deviene: ¿a qué se aplica la expresión «aquello que no es»? Cuando negamos que algo sea el caso (por ejemplo, «No está lloviendo»; «Harry Potter no existe»), ¿no debe la cosa negada poseer algún tipo de ser? De lo contrario, ¿qué estamos negando? En consecuencia, debemos entender la naturaleza de la negación, que está relacionada con la naturaleza del no-ser: aquello que no es. Pues parece que sólo algo que es en cierto sentido puede ser negado; de lo contrario, ¿qué contenido puede tener la negación o la negativo? Pero aquello que no es no puede referirse a algo, ya que algo es un signo de una cosa y siempre se refiere a un ser (algo que es), al igual que algunos (en plural) se refiere a varias cosas. Entonces, quien dice o pronuncia «aquello que no es» no puede estar refiriéndose a nada, ya sea uno o muchos. En consecuencia, parece que no podemos analizar lo que queremos decir cuando decimos lo que no es, ya que no puede referirse a nada que sea uno o múltiple. Así que la expresión parece carecer de sentido. Pero entonces, ¿no estamos negando algo nuevamente y, por lo tanto, invocando la misma cosa que acabamos de decir que no se puede invocar? Si decimos que aquello que no es carece de sentido, parece que debemos tratarlo como algo que es para negarle la propiedad de inteligibilidad. Claramente, la suposición de que el ser y el no-ser son mutuamente excluyentes genera una contradicción. Por lo tanto, el visitante eleático concluye que debemos intentar pensar en el ser y el no-ser mezclados de alguna manera. Sólo entonces podremos entender cómo es posible que alguien piense o afirme algo significativo sobre lo que no es el caso. Y necesitamos hacer esto para poder entender qué es una creencia falsa.

Teeteto y el visitante eleático concuerdan en que tener creencias falsas sobre el mundo consiste en creer que aquello que es, no es, o que aquello que no es, es. Por lo tanto, para entender cómo las personas pueden tener creencias falsas sobre el mundo, es necesario comprender cómo aquello que no es, de alguna manera es, y cómo aquello que es, de alguna manera no es. Pero la dificultad para entender lo que queremos decir cuando decimos que algo no es está estrechamente relacionada con la dificultad para entender lo que queremos decir cuando decimos que algo es: esto último es tan oscuro para nosotros como lo primero. Filósofos anteriores habían propuesto diversas teorías sobre cómo entender el ser: algunos, como Parménides, habían afirmado que todo es uno, por lo que el cambio y la multiplicidad no existen; mientras que otros, como Heráclito, insistieron en que todo es múltiple y está en constante cambio, por lo que la unidad y la estabilidad no existen. Otros intentaron llegar a un compromiso afirmando que todo es una combinación de dos o más elementos básicos: movimiento y reposo, armonía y conflicto, etc. Finalmente, hay quienes, como Sócrates, mantienen que existen cuerpos corpóreos, pero también existen formas o ideas incorpóreas. Pero todas estas teorías conducen a varias contradicciones. Si todo es uno, entonces o bien a) «uno» es el nombre del ser, en cuyo caso la diferencia entre el nombre del ser y el ser que se nombra implica una diferencia entre la palabra y la cosa, de modo que hay dos cosas, no una; o b) el nombre es la misma cosa que lo nombrado, de modo que el nombre es lo mismo que sí mismo y, por lo tanto, se nombra a sí mismo y a nada más. Pero entonces no es el nombre de nada: si no podemos nombrar el uno, no podemos pensarlo, y si no podemos pensarlo, se vuelve indistinguible de la nada o de lo que no es. Si todo es múltiple y siempre cambia, entonces todo siempre está convirtiéndose en otra cosa que no es. Pero si todo es otra cosa que no es, ¿cómo distinguimos entre diferentes cosas? Al destruir la unidad y la identidad, la tesis de que el ser es el devenir hace imposible distinguir una cosa de otra y termina afirmando lo que inicialmente negaba: es decir, que todo es realmente lo mismo. Aquí y en otros lugares, Platón comienza a delinear una distinción de importancia trascendental: entre entidad y propiedad, o esencia y atributo. El registro del cambio presupone el reconocimiento de un sustrato inmutable. Significativamente, esta distinción conceptual de importancia metafísica básica se sugiere por la estructura del lenguaje mismo en forma de la distinción gramatical entre sujeto y atributo. El entrelazamiento estructural entre el pensamiento, el decir y el ser, o la lógica, el lenguaje y la realidad, que demostrará ser de un valor incalculable para todo el racionalismo filosófico futuro, es claramente insinuado por Platón.

Dado que identificar el ser con la estasis de lo Uno o el devenir de lo Múltiple conduce a contradicciones, el ser debe combinar unidad y multiplicidad, identidad y diferencia. Pero si el ser consiste en dos principios básicos, como el reposo y el movimiento o la armonía y la discordia, entonces debemos preguntarnos si estos principios mismos son. Deben serlo, ya que afirmamos que son algo. Pero si es así, parece que el ser es algo que tienen en común y, por lo tanto, es una tercera cosa separada de los dos principios elementales. Sin embargo, aún no hemos explicado qué es esta tercera cosa (el ser). Si los cuerpos y las formas incorpóreas existen, deben tener algo en común. Este algo es capacidad. El ser es la capacidad de tener un efecto en algo o de ser afectado por algo. Los cuerpos siempre se afectan mutuamente y, por lo tanto, siempre cambian. Pero se supone que las formas son los principios o estructuras inmutables comunes a todos los cuerpos. Si las formas son conocidas por la mente, entonces son afectadas, y si es así, entonces son de alguna manera cambiadas para ser conocidas, lo cual es contrario a la definición de forma como aquello que es inmutable. Por lo tanto, tanto lo cambiante como lo inmutable deben ser admitidos de alguna manera como existentes. Pero una vez más, esto significa que el ser debe ser una tercera cosa distinta de lo cambiante y lo inmutable. Debemos entender cómo permite la asociación entre lo cambiante y lo inmutable, pero también cómo explica su separación o otredad Esto significa que el ser abarca cuatro formas básicas: movimiento, reposo, identidad y otredad. Pero es la otredad la que mantiene unidas estas formas y explica su participación mutua. El movimiento es pero es distinto del ser, ya que el ser no se mueve. El reposo es pero es distinto del ser, ya que el reposo es inmóvil y, sin embargo, el movimiento existe. El reposo permanece igual pero es distinto del movimiento. El movimiento es distinto del reposo pero existe y, como tal, es igual a sí mismo. La identidad es, pero comparte el movimiento y el reposo, por lo que es distinta del ser. Por lo tanto, la otredad se distribuye entre estas cuatro formas fundamentales: la identidad, el reposo y el movimiento son y, por lo tanto, son todos otros del ser. El ser y el no-ser, entendidos como otredad, están entrelazados.2

Sofística e irreducción

La falta de reconocimiento de este entrelazamiento entre ser y otredad borra la diferencia entre esencia y apariencia, y obstaculiza el imperativo racionalista de explicar los fenómenos al penetrar en la realidad más allá de las apariencias. El sofista renuncia a la orden metafísica de conocer lo nouménico en nombre de un «irreduccionismo» que abjura la distinción epistemológica entre apariencia y realidad, con el fin de preservar la realidad de cada apariencia, desde puestas de sol hasta Santa Claus.

Bruno Latour es sin duda uno de los principales defensores de este credo irreduccionista. Su obra Irreducciones destila de manera concisa las conocidas homilías nietzscheanas, sin el tono agresivo y vehemente de la intemperancia nietzscheana de Sturm und Drang. Con su prosa suave y untuosa, Latour presenta el rostro sofisticado del irracionalismo posmoderno. ¿Cómo procede? En primer lugar, reduce la razón a la discriminación: «‘La razón’ se aplica al trabajo de asignar acuerdo y desacuerdo entre palabras. Es una cuestión de gusto y sentimiento, habilidad y conocimiento, clase y estatus. Insultamos, fruncimos el ceño, hacemos pucheros, apretamos los puños, nos entusiasmamos, escupimos, suspiramos y soñamos. ¿Quién razona?» (2.1.8.4).4 En segundo lugar, reduce la ciencia a la fuerza: «La creencia en la existencia de la ciencia es el efecto de la exageración, la injusticia, la asimetría, la ignorancia, la credulidad y la negación. Si ‘ciencia’ es distinta del resto, entonces es el resultado final de una larga serie de golpes de fuerza» (4.2.6). En tercer lugar, reduce el conocimiento científico («saber-que») al conocimiento práctico: «No existe tal cosa como conocimiento, ¿qué sería? Sólo existe el saber-hacer. En otras palabras, existen oficios y habilidades. A pesar de todas las afirmaciones en contrario, los oficios son la clave de todo conocimiento. Permiten ‘devolver’ la ciencia a las redes de las que proviene» (4.3.2). Por último, pero no menos importante, reduce la verdad al poder: «La palabra ‘verdad’ es un suplemento añadido a ciertas pruebas de fuerza para deslumbrar a aquellos que aún puedan cuestionarlas» (4.5.8).

Es interesante notar cuántas reducciones se deben llevar a cabo para que el irreduccionismo pueda desarrollarse plenamente: la razón, la ciencia, el conocimiento, la verdad, todas deben ser eliminadas. Por supuesto, Latour no duda en reducir la razón a la arbitrariedad, la ciencia a la costumbre, el conocimiento a la manipulación y la verdad a la fuerza. Sin embargo, su verdadero enfoque irreduccionista no está en la reducción misma, en la cual se entrega sin restricciones, sino en la explicación y el privilegio cognitivo otorgado a la explicación científica en particular. Al liberarse de las restricciones de la racionalidad cognitiva y la obligación de la verdad, la metafísica puede prescindir de la necesidad de explicación y reemplazarla por una serie de metáforas alusivas cuyo significado cognitivo depende de la resonancia semántica. Estas metáforas, como «actor», «aliado», «fuerza», «poder», «fortaleza», «resistencia» y «red», son los elementos centrales de la metafísica irreduccionista de Latour, encapsulando las operaciones de cada otro actor. Además, en una metafísica basada en metáforas, la equivocación es siempre una ventaja, nunca un obstáculo, ya que no hay un único significado dominante y todas las metáforas son libres de usarse sin temor a que una sea considerada «verdadera» y otra «metafórica» (2.6.3).

Sin embargo, en ausencia de una comprensión de la relación entre «significados» y las cosas significadas —un tema en el centro de la problemática epistemológica que Latour descarta pero que ha preocupado a toda una tradición filosófica, desde Platón hasta Sellars— la afirmación de que nada es metafórico resulta en última instancia indistinguible de la afirmación de que todo es metafórico, de la misma manera en que la afirmación de que todo es real resulta indistinguible de la afirmación de que nada es real: con la disolución de la distinción entre apariencia y realidad, el predicado «real» se somete a una inflación que lo vuelve inservible. La diferencia metafísica entre palabras y cosas, conceptos y objetos, desaparece junto con la distinción entre representación y realidad: «No es posible distinguir durante mucho tiempo entre los actantes que van a desempeñar el papel de ‘palabras’ y los que desempeñarán el papel de ‘cosas’» (2.4.5). Al desestimar la obligación epistemológica de explicar qué es el significado y cómo se relaciona con cosas que no son significados, Latour, al igual que todos los sofistas (a pesar de sus propias protestas en sentido contrario), reduce todo a significado, ya que la diferencia entre «palabras» y «cosas» resulta ser nada más que una diferencia funcional subsumida por el concepto de «actante [actant]» (es decir, es una diferencia meramente nominal englobada por la función metafísica ahora atribuida a la metáfora «actante»). Dado que, para Latour, esta última engloba desde centrales hidroeléctricas hasta el ratón de los dientes, se sigue que cada posible diferencia entre centrales eléctricas y ratones, es decir, las diferencias en los mecanismos a través de los cuales afectan y son afectados por otras entidades, ya sean concebibles en la actualidad o no, se supone que se explica sin problemas mediante esta única metáfora conceptual. No obstante, a pesar de Latour, existe una diferencia no despreciable entre categorías conceptuales y los objetos a los que pueden aplicarse adecuadamente. Sin embargo, debido a que él es tan ajeno a ello como los posestructuralistas a los que critica, el intento de Latour de contrastar su «realismo» con el «irrealismo» posmoderno suena hueco: está invocando una diferencia que no puede respaldar. Al colapsar la realidad de la diferencia entre conceptos y objetos en diferencias de fuerza entre «actantes» construidos genéricamente, Latour simplemente elimina del lado de las «cosas» («fuerzas») una distinción que los textualistas niegan del lado de las «palabras» («significantes»).

Comprometido con la valencia cognitiva de la metáfora pero careciendo de los recursos para explicar, y mucho menos legitimarla, el irreduccionismo de Latour no puede ser comprendido como una teoría, donde esta última se interpreta en términos generales como una serie de proposiciones sistemáticamente interconectadas sostenidas por cadenas argumentativas válidas. En cambio, los textos de Latour reproducen conscientemente las operaciones metafóricas que describen: son «redes» que trafican con «palabras-cosas» de diversas «potencias», nexos de «traducción» entre «actantes» de diferentes «fuerzas», etc. En este sentido, son ejercicios en el conocimiento práctico que Latour ensalza, en oposición a estructuras proposicionales demostrativas gobernadas por normas cognitivas de veracidad epistémica y validez lógica. Pero esto simplemente significa que la importancia última del trabajo de Latour es prescriptiva en lugar de descriptiva; de hecho, dado que los problemas de veracidad epistémica y validez son irrelevantes para Latour, no hay nada que impida que el cínico concluya que las políticas (neoliberales) y la religión (católica romana) de Latour proporcionan los indicadores más reveladores de las «fuerzas» que en última instancia motivan su antipatía hacia la racionalidad, la crítica y la revolución.

En otras palabras, los textos de Latour están diseñados para llevar a cabo acciones: han sido elaborados con el fin de producir un efecto en lugar de establecer una demostración. Lejos de intentar demostrar algo, Latour está explícitamente comprometido en persuadir a los susceptibles para que adopten su visión irreduccionista a través de un despliegue particularmente hábil de la retórica. Este es el modus operandi tradicional del sofista. Sin embargo, sólo el sofista más descarado niega el carácter retórico de sus propias afirmaciones: «La retórica no puede dar cuenta de la fuerza de una secuencia de oraciones, porque si se llama ‘retórica’, entonces es débil y ya ha perdido» (2.4.1). Este recurso a un concepto ya metaforizado de «fuerza» para señalar la fuerza extra-retórica y, por lo tanto, supuestamente «real» de la «secuencia de oraciones» de Latour marca el nec plus ultra de la sofistica.

El no-ser de lo normativo

Al otorgar realidad a todo, Latour se vuelve incapaz de reconocer la realidad de cualquier cosa. Al negar la diferencia formal entre esencia y apariencia, niega la realidad de la apariencia tan seguramente como la de la esencia. La cuestión de la relación entre apariencia y realidad está, por supuesto, íntimamente conectada con el problema del escepticismo y el debate eterno entre aquellos que sostienen que podemos, y de hecho sabemos lo que es, y aquellos que mantienen que no podemos. Mis argumentos aquí presuponen una explicación de la estructura de la racionalidad capaz de demostrar que cada crítica a la razón sigue estando sujeta a ciertas normas racionales fundamentales. Dada la apropiación retórica del término «normatividad» por parte de conservadores filosóficos que insisten en cargarlo con un bagaje ético-jurídico externo, vale la pena enfatizar que la «normatividad» invocada aquí es de carácter formal y lógico, en lugar de ético y jurídico. Esta comprensión del carácter intrínsecamente normativo de la racionalidad se remonta a Kant. Kant transformó el debate sobre el estatus de la razón y socavó la premisa común al racionalismo dogmático y al escepticismo empirista al considerar los juicios, en lugar de las ideas, como las unidades elementales del pensamiento. Para Kant, los conceptos no son estructuras psicológicas innatas ni abstracciones de la experiencia, sino formas lógicas de juicio. Al enfatizar la estructura fundamentalmente discursiva (es decir, basada en el juicio) de la cognición, Kant reveló el carácter regido por reglas (es decir, normativo) de toda actividad conceptual. Esta perspicacia kantiana fue retomada y reelaborada por Wilfrid Sellars bajo una teoría naturalista amplia de la mente y el significado, según la cual los conceptos y los contenidos semánticos se individúan conjuntamente por su papel dentro de un entramado inferencial articulado lingüísticamente. Más recientemente, Robert Brandom ha desarrollado la teoría inferencialista de la mente y el significado de Sellars en un pragmatismo racionalista de alcance y profundidad asombrosos.4 Lo importante a retener es que esta concepción inferencialista de la normatividad es completamente formal y, por lo tanto, austeramente minimalista, en contraposición a lo sustantivo, al estilo de la ética del discurso comunicativo de Habermas. No debe ser confundida con una especie de moralismo trascendental reaccionario, una asociación desafortunada que el abuso ideológico generalizado del término «normativo» continúa evocando. Obviamente, considero que esta formalidad es su gran virtud. Se deriva de una explicación de la racionalidad basada en la postulada equivalencia de la forma lógica y conceptual tal como se exhibe en el lenguaje. La racionalidad no es una facultad psicológica, sino un artefacto lingüístico socialmente instanciado: aquí se considera que el lenguaje y la socialidad son interdependientes. Invocar el carácter normativo del discurso conceptual es simplemente señalar el entramado inferencial que hace que los contenidos proposicionales sean mutuamente interdependientes y que los compromisos conceptuales se restrinjan recíprocamente.

Esta formalización inferencialista de la racionalidad conduce a una comprensión de la teoría filosófica como explicitación formal de las condiciones (sociolingüísticas) de la conceptualización. Articular la infraestructura formal del pensamiento y el habla es hacer explícito lo que ya estaba implícito en la práctica conceptual. Es establecer las condiciones previas para saber cómo pensar y hablar. Este cambio de un saber implícito a un saber explícito implica un tipo de «autoconciencia» reflexiva por parte de los agentes cognitivos, pero que no opera a nivel de presentación fenomenológica: no se trata de la autoconciencia como presentación de la presentación, sino más bien de la representación explícita de mecanismos representativos latentes. Esta «autoconciencia» en este sentido particular ya no es una cuestión de un supuesto reino experiencial autenticador en sí mismo, sino de la integración amplificativa de contenido latente. La reflexividad en este sentido es un logro de la disciplina teórica entendida como la formalización proposicional de las prácticas de inferencia material. La filosofía como formalización reflexiona sobre las condiciones de la reflexión en la práctica conceptual existente. Implica la desfamiliarización de un habitus conceptual existente para aislar sus condiciones de posibilidad, seguida de la subsiguiente reintegración de esta dimensión formal en la práctica conceptual, de manera que la profundiza y amplifica. Esto es la reflexión como explicitación conceptual retrospectiva de lo infraconceptual. Dicha explicitación identifica lo que la ideología y la crítica de la ideología presuponen, incluso cuando no pueden articularlo ni dar cuenta de ello. Así, la explicitación socava la reflexividad empobrecida y espontánea de la crítica ingenua al extraer el núcleo común de significación presupuesto por la inmediatez y su negación inmediata. Esto es, por supuesto, una reelaboración del relato de Hegel sobre el advenimiento de la autoconciencia de la mente. La verdad es la asertabilidad semánticamente correcta, lo que significa una afirmación óptimamente justificada. Sin embargo, la verdad implica una transición desde un respaldo implícito a un respaldo explícito: saber que algo es verdad también implica reconocer que uno está obligado a afirmar que es el caso, que se debe pasar del asentimiento al respaldo, donde el respaldo es la explicitación teórica del asentimiento inferencial práctico. La filosofía es la explicitación de la verdad, entendida como la manifestación formal de contenido latente llevada a cabo a través de la representación de la representación.

A pesar de su tono minimalista, esta concepción inferencialista de la racionalidad tiene un fuerte argumento para ser vinculante en todas las expresiones conceptuales. Aunque aquí sólo la he esbozado en lugar de defenderla, una de sus implicaciones sería que no puede haber tal cosa como una crítica extraterritorial o trascendente de la razón, ya que la crítica es un término normativo cuyo fundamento último proviene de la razón misma. Es importante destacar que esto sigue siendo cierto incluso si uno acepta, con Hegel, que la estructura de la razón humana siempre está limitada históricamente. En este sentido, considero que la reconstrucción crítica de Brandom de la explicación de Hegel sobre el carácter autorrector de la racionalidad5 demuestra que un compromiso con la autoridad insuperable de la racionalidad conceptual no implica la hipóstasis metafísica de la razón como algún tipo de facultad sobrenatural. Del mismo modo, el reconocimiento de que la razón en cuanto empresa autorrectora está siempre socialmente instanciada y condicionada históricamente no proporciona justificación para aquellas variedades de irracionalismo que pretenden cuestionar su legitimidad en nombre de alguna supuesta experiencia o fuerza a-racionales. Sólo los escrupulosamente racionales tienen derecho al escepticismo sobre la razón.6 Un escepticismo coherente requiere una disciplina conceptual quizás sólo alcanzada por ciertas formas refinadas de pirronismo.7 Cualquier cosa menos que eso es una queja, no una crítica. Pero la disciplina pirrónica da lugar a un nihilismo austero y exigente, a la vez epistemológico y ontológico, que, por supuesto, es anatema para aquellos cuyo desprecio por la racionalidad se deriva de figuras como Nietzsche o Bergson.

¿Qué podemos concluir de este breve esbozo? Que la infraestructura lógica de la racionalidad conceptual implicada en cada intento de articular lo que es no puede ser reinscrita como parte de la realidad sin generar inmediatamente contradicciones que obstaculizan la coherencia del discurso. La diferencia trascendental entre apariencia y realidad señala una forma de negatividad que es a la vez la condición de la verdad objetiva en el discurso, pero también aquello que no puede ser objetivado sin socavar la posibilidad de tal verdad. Esta negatividad no señala una diferencia entre «cosas» o entidades reconocibles, sino una distinción unilateral entre la estructura del discurso objetivador y su motor inobjetivable: el no-ser de lo real como «remanente irreducible» implicado en la dehiscencia originaria entre apariencia y realidad. Esta nada proporciona la fuente última de la negatividad no conceptual que alimenta la negatividad dialéctica (es decir, la negación en el concepto) como contradicción entre lo que se presupone en la práctica conceptual y lo que se afirma a nivel de contenido conceptual. Cada afirmación de lo que es presupone una dimensión normativa que no puede integrarse como tal en la estructura de lo que es. Si bien es imposible articular la verdad sobre lo que es sin ella, también es imposible integrarla en cualquier afirmación sobre lo que es sin cancelar inadvertidamente su verdad. Reconocer el no-ser de lo normativo, es decir, la racionalidad conceptual, sigue siendo la condición habilitante de la objetividad ontológica.

Este artículo fue originalmente publicado en inglés por la revista Stasis (1), 2013, pp.174-186, https://stasisjournal.net/index.php/journal/article/view/60.

Traducción de Jason Andrey Bonilla Pereira.

Notas

1. Para una crítica aguda de este consenso, Noys 2010.

2. Su entrelazamiento es el enfoque central de la exégesis sumamente esclarecedora de Heidegger del texto de Platón (Heidegger 2003).

3. Incluido como la segunda parte de Latour (1993). Aquí y en otros lugares, las proposiciones numeradas en Irreducciones se mencionan como tales (entre paréntesis), en lugar de utilizar el número de página.

4. Véase, en particular, Brandom 1994.

5. [N. de T.] Brassier en esta cita hace referencia a una serie de textos escritos por Brandom que luego aparecieron en A Spirit of Trust: A Reading of Hegel’s Phenomenology (2020). Dado que el enlace proporcionado por el filósofo escocés en el artículo original está desactualizado, agregamos nosotros la fuente para esclarecer el detalle.

6. Para una defensa del escepticismo radical, véase Miller 2006.

7. Para un intento de restituir la rigurosidad racional del pirronismo en toda su radicalidad, consulte Trissokas 2008.

Referencias bibliográficas

Brandom, Robert. 1994. Making it Explicit. Cambridge, Mass: Harvard University Press.

Heidegger, Martin. 2003. Plato’s Sophist. Trans. Richard Rojcewicz and André Schuwer. Bloomington: Indiana University Press.

Latour, Bruno. 1993. The Pasteurization of France. Trans. Alan Sheridan and John Law. Cambridge, Mass.: Harvard University Press.

Miller, David. 2006. Out of Error: Further Essays on Critical Rationalism. Farnham: Ashgate.

Noys, Benjamin. 2010. The Persistence of the Negative: A Critique of Contemporary Continental Theory. Edinburgh: Edinburgh University Press.

Trissokas, Ioannis. 2008. «Presuppositionless Scepticism». Pli: The Warwick Journal of Philosophy 19: 100–126.

Ray Brassier (rb60@aub.edu.lb). Doctor en Filosofía, Universidad de Warwick. Áreas de interés y especialidad: libertad y fatalidad después de Marx, filosofía europea del siglo XIX y XX, teoría crítica, filosofía francesa contemporánea, pragmatismo.

Recibido: 14 de febrero, 2024.

Aprobado: 21 de febrero, 2024.